El “Ser” como “nombre propio” de Dios: ¿derrota para la filosofía y/o la teología?

Una aproximación a la posición de Jean-Luc Marion, y una respuesta (parcial) desde la doctrina de Tomás de Aquino

“Being” as “proper name” of God: defeat for Philosophy and/or Theology?

An approach to Jean-Luc Marion’s position, and a (partial) response based on the doctrine of Thomas Aquinas

Fernanda Ocampo

Universidad de Buenos Aires,

Buenos Aires, Argentina

CEOP, Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, Buenos Aires, Argentina

fernandaocampob@hotmail.com

ORCID: 0000-0003-3487-2088.

DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt52.26.2023.223-252

Resumen: En este trabajo nos proponemos primero examinar la concepción marioniana en torno a los nombres divinos, y en particular, su posición con respecto a la elección tomasiana del nombre de “Ser” como “nombre propio” de Dios, en términos de su significado para la filosofía y la teología. En segundo lugar, procuraremos confrontar las tesis de Marion con aquellas que se desprenden de los textos de Tomás, buscando finalmente aportar una respuesta (parcial) al planteo marioniano, a la luz de la doctrina tomasiana de la significación de los nombres.

 

Palabras clave: Dios, ser, nombre propio, Jean-Luc Marion, Tomás de Aquino

Abstract: In this work we propose to first examine the Marionian conception of the divine names, and in particular, its position with respect to the Tomasian choice of the name of “Being” as the “proper name” of God, in terms of its meaning for both philosophy and theology. Secondly, we will try to confront Marion’s theses with those that emerge from Thomas’s texts, finally seeking to provide a (partial) response to Marion’s proposal, in the light of Thomas’s doctrine of the significance of names.

Keywords: God, being, proper name, Jean-Luc Marion, Thomas Aquinas 

Introducción

Los estudios acerca del “ente”, el “ser” y la “esencia” encontraron un renovado interés a lo largo del siglo XX, entre otras cosas, a partir de la insistencia con la que Martin Heidegger subrayó el repliegue del “ser” sobre el “ente” como una característica esencial de la “metafísica” en cuanto tal. Así pues, el filósofo alemán definió la metafísica occidental, desde los griegos, como una “onto-teo-logía”, esto es, una lectura del “ser” a partir del “ente en general”, y del “ente supremo”, i.e., Dios (Heidegger, 1955, p. 19). De esta manera, según la interpretación heideggeriana, la metafísica se había limitado esencialmente, y sin excepción, a la consideración del “ente” a expensas del “ser mismo” (Heidegger, 1961, pp. 348-349). Ahora bien, en respuesta a dicha acusación, afirmaba Étienne Gilson (1983) que “esa reivindicación heideggeriana de los derechos del ser”, no carecía del todo de razón si se consideraba que, en su conjunto, la metafísica tradicional se había caracterizado por una suerte de “fuga constante ante el ser”, y por una preferencia marcada por el “ente” (p. 204). No obstante, sostenía el francés, “es inexacto que este error haya sido cometido universalmente” (p. 204). Como ejemplo superlativo de una posición filosófica centrada en la noción de “ser”, Gilson invocaba la filosofía de Tomás de Aquino, quien –sobre la base de la herencia del peripatetismo árabe, más específicamente, de Avicena– habría alcanzado la comprensión más aguda del esse (realmente distinto de la essentia en la creatura), como el primero y el más perfecto de todos los actos: a saber, aquel por el cual las cosas son entes (p. 205). Y no sólo eso, sino que habría identificado el mismo ser puro, el ipsum esse a Dios (p. 208). Las consecuencias de esta identificación de Dios con el “ser”, y sus implicancias para el modo de entender la filosofía y la teología en su relación con Dios, han traído numerosas consideraciones por parte de un buen número de autores contemporáneos, entre ellos, Jean-Luc Marion. Nuestro propósito en esta ocasión es entonces estudiar el modo en que el autor francés evalúa dicha identificación en términos de “filosofía” y “teología” (es decir, ¿constituye el “ser” como “nombre propio” de Dios una “derrota” para la filosofía y/o la teología?), para luego acercar una respuesta al planteo de Marion, desde la consideración de algunos textos tomasianos. Así, primero expondremos la posición del francés a partir de dos de sus trabajos principales sobre la cuestión, luego extraeremos las conclusiones principales que se desprenden de nuestros análisis para avanzar hacia una valoración crítica (parcial) de algunas de sus tesis; y finalmente buscaremos acercar una respuesta (también parcial) al planteo marioniano, a partir de la consideración de la doctrina tomasiana de la significación de los nombres.      

La doctrina marioniana sobre los nombres divinos: el nombre de “ser”

Es en su artículo De la ‘mort de Dieu’ aux noms divins: l’itinéraire théologique de la métaphysique (1985) en donde Jean-Luc Marion establece de manera sintética lo esencial de su doctrina de la primacía del “Amor” por sobre el “Ser”, cuando se trata de nombrar a Dios. Como intentaremos mostrar a continuación, no sólo sostiene que el “Amor” es el nombre primero y propio de Dios, sino que afirma que el nombre de “Ser” es idolátrico y blasfematorio. Debemos hacer, no obstante, una aclaración en favor de Marion: el artículo que aquí analizaremos data del año 1985, y es por lo tanto posterior a su famoso Dieu sans l’être del año 1982 (en el que Marion ya sostiene algunas de las tesis señaladas), pero, sin embargo, anterior a la nueva edición –revisada y aumentada– del mismo libro, del año 2002. En esta última edición y siguientes, Marion incluye un nuevo capítulo relativo a Tomás de Aquino y la onto-teo-logía, que presenta como una retractatio de su antigua posición en torno a este tema, adoptada en 1982, titulado Saint Thomas d’Aquin et l’onto-théo-logie (2013, pp. 279-332). Puesto que muchas de las tesis que sostiene en el artículo que ahora vamos a examinar podrían quedar invalidadas a partir de su posterior retractatio (en la que Marion refiere al tema del “Ser” como nombre de Dios), sería injusto juzgar la posición del autor exclusivamente a partir de dicho artículo. Es por ello que nos referiremos a ambos textos, señalando las modificaciones que Marion habría introducido posteriormente en su interpretación del pensamiento tomasiano, y en su propia concepción acerca del “ser”. Anticipamos, sin embargo, nuestra personal convicción: a saber, que, a pesar de las correcciones introducidas en su rectificación, la postura de Marion sigue siendo, en lo esencial, la misma. Trataremos de justificar esta afirmación a partir de nuestro análisis.

Comencemos entonces, en primer lugar, por el enunciado sucinto de las tesis fundamentales que creemos defiende Marion en su artículo De la ‘mort de Dieu’ aux noms divins, para luego explicar cada una de ellas en detalle. La primera: todo ateísmo conceptual riguroso no es sino regional y provisorio, abriendo a una infinitud de conceptos posibles de Dios; la segunda: la sucesión de ateísmos conceptuales en filosofía y la recensión crítica de los nombres divinos en “teología especulativa”, constituyen la vía negativa, que preludia la “vía (teológica) de la eminencia”, en la cual se constata la inadecuación e impertinencia de todo discurso –tanto afirmativo como negativo– acerca de Dios; la tercera: el “Ser” como nombre propio y primero de Dios es blasfematorio e idolátrico, y sólo el “Bien”, o más exactamente, la “Caridad” (Ágape) constituye el nombre propio y primero de Dios –en consonancia con una nueva theo-logía (¿mística?) que asegura un conocimiento de Dios no idolátrico ni blasfematorio–.      

Primera tesis

Marion comienza su análisis por el señalamiento de la muerte de Dios en filosofía, como el lugar en donde –por una suerte de necesidad intrínseca– culmina la metafísica. En efecto, partiendo del ejemplo de la filosofía de Karl Marx, en la que la noción de Dios opera la alienación del hombre, Marion sostiene que ha sido propio de la metafísica en cuanto tal –como se verá más adelante, metafísica onto-teo-lógica–, forjarse montajes conceptuales acerca de Dios, provocando así el teísmo –en reacción– su propia cancelación. El “ateísmo militante”, advierte, es “conceptual”: “su denegación de Dios opera de hecho por la denegación de un concepto, al que Dios, por hipótesis, se reduce y con el que se identifica” (Marion, 1985, p. 26). Este camino, sostiene el francés, es el del filósofo, pero no el del teólogo. ¿Por qué el teólogo ha de aceptar, por ejemplo, sin lugar a dudas, el concepto marxista de Dios? La tradición cristiana nos ofrece otra visión –dice–, oponiendo al Dios–alienante de Marx, un Dios–amoroso. No obstante, no es el propósito de Marion refutar, ni siquiera discutir el concepto marxista de Dios, sino simplemente mostrar su limitación, y así también la limitación del ateísmo que surge en respuesta. En efecto, al apoyarse en un concepto determinado, definido de Dios, el ateísmo encuentra su validez teórica exclusivamente en relación con dicho concepto:

El razonamiento ateo deniega a Dios el derecho a la existencia, apoyándose sobre un concepto de Dios. Pero todo concepto, tiene, por definición, una definición, y, por lo tanto, un límite. El límite del concepto seleccionado para contener a Dios, asigna de antemano sus límites al ateísmo correspondiente. (Marion, 1985, p. 27)

Así lo explicita también en Dieu sans l’être: “el discurso de refutación supone una definición conceptual de aquello que refuta” (Marion, 1982, p. 84). Todo ateísmo conceptual debe permanecer entonces intrínsecamente regional, de manera que, al mismo tiempo que elimina un concepto de Dios, abre a una infinitud de “otros dioses”, a una infinitud de conceptos y nombres posibles de Dios. En palabras de Marion (1985): “la ‘muerte de Dios’ implica directamente la muerte de la ‘muerte de Dios’” (p. 27). De esta forma, se impone la primera tesis que buscábamos explicar: no hay ateísmo conceptual universal y definitivo, sino que, en tanto conceptual, todo ateísmo es siempre regional y provisorio.

Segunda tesis

La problemática estrictamente filosófica de la muerte de Dios –señala Marion– encuentra, sin advertirlo, la temática propiamente teológica de los nombres divinos. Existe, en efecto, un paralelismo entre la sucesión de ateísmos conceptuales que, en terreno filosófico, niegan indefinidamente los diversos conceptos de Dios, y la recensión crítica de los nombres divinos en teología especulativa. De esta manera, así como no hay un concepto adecuado de Dios en filosofía, tampoco hay un nombre adecuado para Dios en teología, permaneciendo todos los nombres –aunque en forma desigual– siempre inadecuados, y así compartiendo un desigual pero común carácter metafórico (Marion, 1985, p. 28). Reparamos en la palabra “desigual”, ya que Marion, a pesar de afirmar la común inadecuación de todos los nombres respecto de Dios, privilegia el nombre de “Bien” o más aún de “Amor” –incluso llamándolo primero y propio–, por los motivos que desarrollaremos más adelante. Por ahora basta con decir que, para la teología, debido a la trascendencia insuperable que Dios tiene respecto de toda posible conceptualización, la empresa filosófica de establecer un concepto adecuado de Dios resulta caduca: de allí que todo teísmo sea idolátrico y blasfematorio. No obstante, y justamente, por la misma razón, también el ateísmo conceptual resulta blasfematorio, en la medida en que toda negación presupone identificar a Dios con un determinado concepto: en uno y en otro caso, existe una apropiación de Dios por el concepto (p. 29). Así también lo expresa en Dieu sans l’être: “Teísmo o ateísmo se apoyan igualmente en un ídolo. Resultan ser enemigos, pero enemigos hermanos en una idolatría común e insuperable” (Marion, 1982, p. 87). Insuperable, al menos desde la filosofía. El ateísmo conceptual filosófico –sostiene Marion– en esto es ingenuo: pues la negación de un concepto de Dios no es la negación de Dios mismo. La teología tiene así el deber –que con frecuencia olvida– de constituir una instancia crítica de toda pretensión conceptual de la filosofía, y de recordar que todo discurso sobre Dios, ya sea afirmativo o negativo, es idolátrico. Se trata entonces de la vía teológica de la eminencia que absorbe –al mismo tiempo descalificando y conservando– el momento afirmativo (teísmo) y el momento negativo (ateísmo) en un tercer momento, en el cual se constata la inadecuación e impertinencia de toda predicación –tanto afirmativa como negativa– respecto de Dios (Marion, 1985, p. 29). En conclusión, Dios es inaccesible a la razón humana que pretenda nombrar desde sus propios límites.

Tercera tesis

La crítica teológica acerca de la posibilidad de un nombre, de un concepto adecuado de Dios en filosofía adquiere una agudeza extrema a propósito de lo que la filosofía designa como su objeto más propio, común y simple, a saber, el “ser”. Así, señala Marion (1985): “la filosofía no puede no nombrar todo lo que se le presenta a ella, sea lo que sea, sino según el ser” (p. 30). Nada escapa a esta condición, ni siquiera el mismo Dios: de donde Heidegger afirma que, si Dios es, Él también es un ente –por más supremo que se quiera–. Ahora bien, ¿por qué –observa Marion– debería el teólogo aceptar nombrar a Dios como esse, como ens? ¿Por qué acordar al concepto de “ser”/“ente” tal privilegio de excepción en relación con la inadecuación radical de todos los conceptos con respecto a la realidad divina? La respuesta del francés reza: “sin dudas, porque la filosofía impone su presupuesto incondicionado hasta donde ella puede, por lo tanto, hasta Dios. Sin dudas también porque la teología no siempre ejerce su función crítica con la suficiente lucidez frente a la filosofía” (Marion, 1985, p. 30). La teología entonces, debe no dejar librado a Dios a la filosofía para que ella le inflija el deber de ser o no ser, debe no entregar a Dios a la filosofía, como Judas entregó a Cristo a Poncio Pilato, o como Poncio Pilato, sabiéndolo inocente, lo entregó a sus ejecutores (p. 31).  

Marion procede entonces a la crítica de la concepción tomasiana según la cual el nombre de “ser” conviene propiamente a Dios. Y manifiesta tres motivos por los cuales rechaza dicha adjudicación. El primero de ellos se deduce con claridad a partir de lo dicho. En efecto, sostiene, afirmar como primer nombre divino que dice la esencia de Dios, al “ser” (esse), aunque sea en el sentido de ipsum esse tomista, no cambia en nada el hecho de que la primacía sobreviene primero al “ente”, y esto porque “primo autem in conceptione intellectus cadit ens [el ente es lo que primero cae en la concepción del intelecto]” tal como afirma Tomás en la prima pars de la Suma Teológica (q. 5, a. 2). De esta manera, advierte Marion (1985), “Dios recibe un nombre insuperable, no en razón de la autoridad revelada, sino en conformidad con la exigencia de la filosofía que postula, por definición, la universalidad del ens in quantum ens” (p. 37). Dicho en otros términos, “en conformidad con la exigencia del entendimiento que concibe su primer concepto como el concepto de ‘ente’”. Así, desde la perspectiva de Marion, la posición tomasiana que concibe a Dios como “ente”, siendo éste el primer concepto del entendimiento, pareciera representar por antonomasia la concepción idolátrica de Dios, dando a la vez lugar a los sucesivos “conceptos ónticos idolátricos” de “ente supremo” que marcarían la sucesiva historia de la “metafísica” hasta el “crepúsculo de los ídolos” con Nietzsche. Esto no hubiera sido posible, advierte Marion, sin la decisión de substituir, como el “primero” y (único) “nombre propio” de los nombres divinos, el nombre de “caridad” por el de “ser”: el responsable principal de esta substitución, habría sido Tomás de Aquino[1].

Esto nos conduce inmediatamente al segundo motivo por el que Marion rechaza la posición de Tomás. En efecto, sostiene el francés, existe una tradición, al menos igualmente antigua e ilustre, que afirma como nombre primero de Dios, no el esse sino la “caridad” y/o el “bien”. En ella se sitúan, por ejemplo, san Agustín, san Bernardo, Guillermo de Saint-Thierry, y san Buenaventura, el último de los cuales habría advertido “con plena lucidez” la oposición entre estas dos tesis y sus consecuencias para la teología: por un lado, la tesis según la cual el ipsum esse se dice ser el nombre primero de Dios, y por el otro, la tesis según la cual dicho nombre es el ipsum bonum (Marion, 1985, p. 38). Adoptando la primera posición, el teólogo seguiría a Moisés y al Antiguo Testamento, teniendo como punto de apoyo la palabra del Éxodo 3, 14. Adoptando en cambio la segunda, el teólogo seguiría la misma palabra de Cristo “Nadie es bueno sino sólo Dios” (Lc. 18, 19), y el Nuevo Testamento. Ahora bien, san Buenaventura, argumenta Marion, se habría decantado por la última opción, reservando al nombre de “ser” la segunda posición en la jerarquía de nombres, en detrimento de lo que Gilson denominará más tarde una “metafísica del Éxodo”: y esto es así, porque, según el francés, “la teología quiere una teología, no una metafísica, y una teología se basa en la consumación de la revelación, no en su comienzo; esto es, en el Nuevo Testamento, y no en el Antiguo” (p. 38). Esta elección de Buenaventura, señala Marion, tendría en parte su fundamento en la doctrina del bien diffusivum sui de Dionisio Areopagita, quien habría subordinado el nombre de “ser” al de “Bien”/“Caridad”.

Finalmente, Marion despliega un tercer motivo de rechazo de la posición de Tomás, que se deriva directamente de lo último que hemos dicho, a saber: si Dios, ante todo, debiera “ser”, esto es, si su primer nombre se tomara de la filosofía que rige el ser, entonces Dios debería satisfacer al menos una condición que lo precedería: “Dios, teniendo que ser, tendría que dar cuenta de sí mismo ante el tribunal de la filosofía, dar cuenta de su ser bajo las condiciones de posibilidad del ser de los entes” (p. 39). Ya sea que hablemos de un Dios sin causa o por sí, o de un Dios causa de sí mismo, el hecho es que, en cualquier caso, Dios quedaría sometido (desde un punto de vista teórico) a las condiciones de posibilidad que le marcan las leyes del pensar: “Si Dios ha de ‘ser’, se encuentra sujeto al principio de la razón, y, por lo tanto, blasfemado como incondicionado” (p. 40). Frente a esto, Marion propone otra manera de referir a Dios que lo respeta como “Incondicionado”: y ésta es el Amor mismo. Puesto que el Amor precisamente se da como don, por un lado, Dios puede donarse a lo que no es todavía (ya que Dios nos amó antes de que fuéramos, esto es, antes de la creación), y por el otro, para donarse, el amor no tiene necesidad de ser él mismo un “ente”: en efecto, Dios, como creador, “precede nuestra enticidad y sus condiciones, se mantiene frente a los entes y frente a la diferencia ontológica, en un lugar de perfecta indiferencia”, esto es, “perfecta indiferencia frente a las condiciones de posibilidad que el ser impone a los entes” (p. 40). De esta manera el Amor sobrepasa todo ídolo conceptual por su propia incondicionalidad. Y si esto es así es porque el nombre de “Amor” no se da a Dios a partir de lo que nosotros podemos concebir de Él, sino a partir de lo que la Caridad misma provoca en nosotros en la medida en que nos dejamos amar por Ella –no ofreciendo ella nada en representación, no entregando un objeto de visión, una esencia, o un ente para conocer–. Así pues, todo conocimiento que quisiera constituirse como verdaderamente teo-lógico, debe asegurarse un saber “sin representación de objeto”, y que dé cuenta de las exigencias excepcionales que la “tiniebla luminosa” fija para el conocimiento divino (p. 35).

Conclusiones parciales y valoración de las ideas de Marion

A partir de las tesis centrales que Marion ha volcado en su artículo, y que hemos intentado explicitar resumidamente, podemos volver sobre la pregunta que nos hemos planteado al comienzo e intentar responderla de un modo argumentado. El “ser” como nombre propio de Dios, ¿constituye, entonces, una derrota para la filosofía y/o la teología? Creemos, pues, que, desde la perspectiva del autor francés, la nominación de Dios como “Ser” constituye una derrota para ambas disciplinas. Puntualmente, en relación con la filosofía –y así con una teología natural o filosófica que pretendiera hablar de Dios en términos de lo que la luz natural de la razón puede alcanzar–, el “ser” como nombre propio de Dios supone el fracaso de la misma, en la medida en que, si la filosofía pudiera por principio “acceder” a Dios, no obstante, al pensarlo concretamente como “ser”, y así, desde el “ente”, la filosofía objetualiza a Dios y lo consolida como ídolo conceptual. Entendida entonces como metafísica, la filosofía se cierra a sí misma el acceso a Dios, y en este sentido, fracasa. Esta derrota de la filosofía implica, a mi entender, dos movimientos por parte de Marion: por un lado, la asunción general de la tesis heideggeriana de la concepción onto-teológica de la metafísica como definitoria de la historia del pensamiento filosófico occidental en su conjunto –tesis solidaria del concepto marioniano de ídolo conceptual–; y, por el otro, la adjudicación puntual a Tomás de la tesis de la primacía del nombre divino de “Ser”, como dependiente de la exigencia del entendimiento que concibe el concepto de “ente” como su primer concepto (tesis solidaria –más bien fundadora – del concepto unívoco de “ente” para lo creado y lo Increado).

Por otra parte, también desde la perspectiva de Marion, la nominación de Dios como “Ser” constituye una derrota para la teología –entendida ésta en el sentido de “teología sobrenatural especulativa”, que refiere al Dios de la Revelación Cristiana–. Y esto es así por los motivos enunciados que resumiremos brevemente: en primer lugar, porque el nombre de “ser” adjudicado a Dios a partir de Éxodo 3, 14, tendría fundamento en el Antiguo Testamento y no en el Nuevo: pero la teología –advierte Marion– no debe fundarse en el comienzo de la Revelación, sino en su consumación (a saber, el Nuevo Testamento). En segundo lugar, porque existe otra tradición –que tiene su origen en Dionisio Areopagita pero que agrupa a autores de la patrística como san Agustín, y luego a teólogos más tardíos como san Bernardo, Guillermo de Saint-Thierry, san Buenaventura– que ha establecido como primer nombre de Dios el “Bien”/el “Amor”: este nombre no sólo tiene la ventaja de fundarse en el Nuevo Testamento según la palabra de Cristo –“Nadie es bueno, sino sólo Dios”, Lc. 18, 19)– sino que también respeta la condición de Dios de “Incondicionado” (en cuanto el nombre de Amor se aplica a Dios, a partir de su propia donación, de modo que Dios “se dice” tal como “Él se dona”, a saber, como Caridad). Y finalmente, pero quizás el punto más determinante, la derrota de la teología especulativa, estaría signada por su sumisión a la noción de “ente” como primera concepción del entendimiento, y así, a las condiciones de posibilidad del “ser” de los “entes”, dictadas por la filosofía: la teología habría librado a Dios en manos del primer principio de la razón. En síntesis, el nombre propio de Dios como “Ser” implica un fracaso para la teología especulativa –y así para toda teología posible que pudiera brotar a partir del espacio liberado por ella–, en la medida en que la teología especulativa se ha dejado infiltrar por la metafísica de la filosofía, más particularmente por la metafísica del esse que tiene su origen en Tomás, sucumbiendo a la adoración del nuevo ídolo llamado “Ser”, y olvidándose de su tarea propia, a saber: constituir una instancia crítica de toda pretensión conceptual–representativa de la filosofía, y recordar que todo discurso sobre Dios basado en el modo humano de concebir, es idolátrico. En este sentido, nos parece que, sólo la vía teológica de la eminencia así entendida, esto es, como superación (y finalmente, abstención) de toda predicación –tanto positiva como negativa– hecha a partir de las creaturas, podría, para Marion, limpiar el terreno para la consolidación de una auténtica teo-logía (efectuada a partir de la donación amorosa de Dios, sin condición).

Dicho esto, ¿son las afirmaciones de Marion, que aquí hemos sintetizado, ajustadas en todos los puntos? Puesto que por una razón de espacio no podemos aquí referirnos a todas ellas, en lo que sigue intentaremos hacer una valoración crítica de algunas de las tesis de Marion, especialmente referidas a lo que hemos llamado “derrota de la filosofía”. Para ello, como anticipamos en la introducción, tomaremos en cuenta la retractatio respecto de este tema en la reedición de su libro Dieu sans l’être del año 2002 y siguientes[2]. Como advertimos también, mostraremos que, a pesar de los cambios introducidos, su posición se mantiene esencialmente la misma, sin que por otra parte logre restablecer –en nuestra opinión– la auténtica posición de Tomás de Aquino. Abordaremos entonces la derrota de la filosofía en términos de metafísica, y la acusación a Tomás de haber entendido el “ser” en términos de “ente”, y de haber –si no afirmado– al menos inspirado un concepto unívoco de “ente” para lo creado e Increado. En efecto, tal como hemos visto, Marion entiende que la esencia onto-teo-lógica de la metafísica, tal como ha sido definida por Martin Heidegger, está caracterizada por una necesaria incapacidad de pensar la diferencia entre el ente (ens) y el ser (esse) en cuanto tal, no accediendo al “ser” sino sólo en tanto que “ente” y, no pensando a Dios sino como (algún) “ente supremo” –tesis solidaria de la idea marioniana de la representación idolátrica de Dios–. Así, el “dios” se inscribe explícitamente en el campo de la metafísica, dejándose determinar desde su comienzo griego, cada vez, en cada metafísica, a partir de una de las determinaciones históricas del “ser” en tanto que “ente”, y eventualmente, a partir del concepto mismo de “ente” (a saber, en Tomás de Aquino, y luego, tomando la posta, Egidio Romano, Duns Escoto, Suárez). Según Marion, en efecto, aunque Tomás hubiera caracterizado a Dios en términos de esse, no lo habría hecho sino a partir del concepto de “ente” (ens), dependiendo la primacía del ens de la primacía de una concepción del entendimiento y del espíritu representativo del hombre. Esta decisión habría dado lugar a la posterior elaboración del concepto unívoco de ens para lo creado e Increado (que engloba a Dios en el ens commune con la sola prerrogativa de la infinitud), radicalizando así –es decir, haciendo plenamente posible– la constitución onto-teo-lógica de la metafísica.

No obstante, en su retractatio perteneciente a Dieu sans l’être del año 2002 y siguientes ediciones, el francés libera a Tomás de esa acusación, señalando haber advertido que el pensamiento del Aquinate no se deja encerrar en la constitución onto-teo-lógica de la metafísica. Y esto por tres motivos (que resumiremos aquí en función de nuestro propósito)[3]. En primer lugar, porque, para Tomás, la metafísica como disciplina estrictamente filosófica y natural, sólo alcanza a Dios en tanto que principio de los entes creados, y así, en tanto principio del objeto de la metafísica, Dios no pertenece en cuanto tal ni a la metaphysica, ni a su teología, ni al ens commune, ni al ens in quantum ens (Marion, 2013, pp. 290-291): solo la teología entendida como sacra doctrina puede pretender conocer las cosas divinas “en ellas mismas” (p. 289). En este punto, sostiene Marion, Tomás se diferencia de los otros autores, como Egidio Romano, Escoto, y Suárez, sustrayéndose así al primer requisito de la onto-teo-logía, a saber, que Dios “caiga bajo la jurisdicción” del ser en tanto que “ente” (p. 292). A este respecto, el autor señala que si la metafísica tiene como objeto el “ente” (definido por su primacía desde un punto de vista noético), para Tomás, el “ente” no puede de ninguna manera aplicarse a Dios, pues el esse divino se encuentra por definición fuera del entendimiento humano, apareciendo justamente como “lo desconocido” o “lo incomprensible” (pp. 295-296). Si el esse de la metafísica, válido para todos los entes creados, obtiene su primacía a partir de su inteligibilidad, y el esse divino se sustrae, justamente, a dicha inteligibilidad en su representación por el entendimiento, entonces, el ser de Dios queda “fuera” del dominio del ente tal como la metafísica pretende delimitarlo (p. 297). En este sentido, para el Aquinate, la llamada “analogía del ser” tendría justamente como función –no unir– sino, al contrario, “ahondar el abismo que separa” estas dos acepciones del esse: la del ser común, y la del “ser” divino. Queda claro a partir de lo dicho por Marion que, si ha de atribuirse el “ser” a Dios –y esto es ineludible en la filosofía tomasiana, en la que justamente se denomina a Dios Ipsum esse subsistens–, el esse divino queda completamente desvinculado en su comprensión de lo que la filosofía entiende por “ser”, “ente”, “ser del ente”: así, el esse divino permanece sin concepto de ser, sin esencia, sin definición, sin cognoscibilidad, en resumen, siendo un “nombre negativo” (nom négatif) (p. 329). El “ser” de Dios nada tiene que ver entonces con lo que nosotros comprendemos bajo el título de “ser”: de allí que, afirma Marion, Dios “sin” el ser (Dieu sans l’être), –al menos, sin este ser, que nosotros podemos conocer–, podría constituir efectivamente una tesis tomista (p. 322). En palabras del francés, el esse que Tomás de Aquino reconoce a Dios “no abre ningún horizonte metafísico, no pertenece a ninguna onto-teo-logía, y mantiene una tan distante analogía con todo lo que nosotros concebimos bajo el concepto de ‘ser’, […] que –por muy paradojal que parezca–, no es” (p. 327).

Habiendo entonces descartado que la primera característica de la onto-teo-logía corresponda al pensamiento de Tomás de Aquino, Marion se aboca a la consideración de la segunda exigencia onto-teo-lógica: esto es, la fundación o causalidad eficiente de los entes por parte de Dios. Según este criterio, la entrada en la entidad de los entes creados, quedaría asegurada por la causalidad eficiente de Dios, la cual permitiría, a su vez, conocer al Creador en tanto causa y bajo la razón de la causalidad (p. 301). Así, los nombres que se dicen de Dios (como, por ejemplo, “bueno”, “bello”, “verdadero”), no valen sino como atribuidos a partir de los efectos de donde proceden (p. 302). Sin embargo, agrega Marion interpretando a Tomás, estos nombres “no dicen nada” (ne disent sans doute rien) acerca de la bondad, belleza y verdad divinas, sino que se trata de nombres “abstractos”, “sin contenido real” (p. 302). En efecto, la doctrina de Tomás, reinterpretando la relación causal entre lo creado y lo increado de acuerdo con los requerimientos de la analogía, exigiría respetar la distancia de “desconocimiento” (inconnaissance), en la medida en que los entes causados se encuentran infinitamente excedidos por la causa que los funda, y así permanecen respecto a ella definitivamente “inadecuados” (pp. 303-304). La fundación entonces resulta unilateral, y no recíproca, dotada de una asimetría esencial, no recibiendo Dios ninguna contra-fundación que pudiera dotarlo de inteligibilidad. Así, si la existencia de la Causa primera puede ser inferida a partir de los efectos, sin embargo, su esencia nos resulta “absolutamente desconocida” (absolument inconnue) (p. 309). La trascendencia de Dios queda de esta forma garantizada, no sólo respecto de los entes, sino también respecto del “ser” del ente o esse commune (ser común): Dios, se encuentra así en el fundamento del esse commune, pero lo sobrepasa de tal manera que no requiere ni admite ninguna fundación de su parte, manteniendo así el carácter de mysterium tremendum. Finalmente, Marion se propone determinar la pertinencia en la filosofía tomasiana del tercer criterio de la onto-teo-logía, a saber, que Dios asume la función de causa sui como de ente supremamente fundado por sí mismo: el francés rechaza claramente este punto, en el que no ahondaremos por no ser decisivo para nuestro propósito.

Ahora bien, habiendo recorrido los puntos centrales de su retractatio, según la cual Marion pretende haber librado a Tomás de la metafísica onto-teo-lógica, cabe, no obstante, preguntarse: ¿es posible aplicar legítimamente el nombre de “Ser” a “Dios”, según Marion? Sí y no. Más bien, no. Podemos aplicarlo –en nuestra interpretación– sólo en la medida en que el ser divino no tenga absolutamente nada que ver con el ser creado. En efecto, aunque Marion acierta en negar en Tomás la tesis de la univocidad del concepto de “ente” aplicable a Dios y las creaturas, creemos que su noción de “analogía” no logra reflejar el pensamiento auténtico del Aquinate. Pues quedando Dios completamente separado del ente y del “ser” del ente (creado) en esencial discontinuidad, de manera tal que, como dice Marion, el “ser” de Dios propiamente “no es”, la noción de “analogía” que permite a Tomás predicar de Dios las mismas perfecciones que se dicen del ente, parece dejar de tener sentido. En efecto, según Tomás, en el discurso teológico-filosófico atribuimos a Dios ciertos nombres como ser “ente”, “bueno”, “verdadero”, “justo”, o “sabio”: estos términos corresponden a ciertas propiedades o perfecciones absolutas que encontramos en las creaturas, pero que trasladamos y aplicamos a Dios (dejando de lado el modus significandi, que corresponde propiamente a los seres finitos, y atribuyéndolas como preexistiendo positivamente en Él de un modo eminente) (S. Th., I, q. 13, a. 3; a. 5)[4]. Pues bien, en relación con estas perfecciones, Tomás ha afirmado en distintos lugares de su obra no sólo que estos nombres se dicen de Dios en sentido propio (proprie) –y no meramente metafórico–, sino que, se dicen de Él en sentido primario –per prius– y de las creaturas en sentido derivado o secundario –per posterius– (S. Th., I, q. 13, a. 3). Incluso ha afirmado que se dicen de Dios substantialiter, esto es, que significan la misma “sustancia divina” –aunque imperfectamente (De pot., q. 7, a. 5; S. Th., I, q. 13, a. 2). Ahora bien, estas tesis no parecen encuadrarse exactamente en la línea explicativa de Jean- Luc Marion, para quien la “analogía” parece tan sólo ahondar la distancia entre Dios y las creaturas, conduciéndonos –es nuestra impresión– a un uso prácticamente equívoco de los términos cuando los aplicamos a Dios y las creaturas. ¿Puede entonces aplicarse el nombre de “Ser” a Dios, de modo que no suponga una derrota para la filosofía, de modo que no suponga una idolatrización de Dios? Podría, bajo la condición de que el “ser” no fuera “ser”, de que el “Ser” de Dios estuviera “fuera del ser” o constituyera un “hyper-ser”. Esto nos conduce nuevamente –es nuestra impresión–, a la vía teológica de la eminencia tal como ha sido descrita por Marion, y que es preparatoria de la verdadera theo-logía. En el fondo pareciera que, decir de Dios que “es”, es no decir nada. Sólo así puede ser salvado el nombre de “ser” para Dios: por su propia destrucción.

Tomás de Aquino y el “nombre propio” de Dios

Si a partir de su retractatio Marion ha dejado a salvo el nombre tomasiano de “Ser” para Dios, arrancándolo de la primacía del ens en cuanto fundado en la actividad representativa (e idolátrica) del entendimiento humano, nos parece que esto ha sido hecho a costa de sacrificar algunas tesis tomasianas. En efecto, sólo en la medida en que el esse divino no tenga nada que ver con el “ser” de la creatura, de modo que, cuando lo predicamos de Él a partir de los efectos, este nombre busque tan sólo establecer que Dios es Causa del ser de las cosas (sin que esto implique predicar algo de Él positiva y substancialmente), sólo en esa medida, el esse puede ser predicado o atribuido a Dios. Tal como hemos visto, el “ser” no constituye sino un “nombre negativo” (Marion, 2013, p. 329). La motivación para este vaciamiento de la noción de “ser” (y de todas aquellas otras perfecciones absolutas predicadas de Dios), parece proceder (al menos en parte) del propósito –de suyo legítimo y encomiable– por parte del autor francés, de evitar todo intento de apropiación conceptual (idolátrica) de la esencia divina, es decir, de captación representativa y por definición del ser divino: pero esto lo lleva a oponer simplemente –sin matices– la noción de “ente” (entendido claramente en su acepción categorial), a la noción de esse (aplicada a Dios), que se caracteriza ahora por su estricta incognoscibilidad (p. 324). No nos parece, sin embargo, que estas tesis se ajusten a la doctrina de Tomás. Y esto por al menos dos motivos, que buscaremos poner de manifiesto a continuación. A saber, primero, que, aunque sea cierto que no es posible en esta vida obtener un conocimiento de la esencia divina tal como ella es en sí misma, no se deduce a partir de esto que no podamos obtener algún conocimiento acerca de la misma, a partir de las creaturas: este conocimiento es justamente el de la esencia divina entendida como “Ser” –perfección que se predica de Dios, no sólo en sentido causal, sino positiva y esencialmente, constituyendo incluso el nombre Qui est, el nombre más propio de Dios, sin que eso implique incurrir en ninguna idolatría–. Y en segundo término, que, aunque Qui est se presente como el nombre más propio de Dios, no lo hace absolutamente o bajo todo respecto (dando así lugar Tomás a la consideración de otros nombres, que desde otros puntos de vista, son considerados más apropiados). Como mostraremos a continuación, estos nombres, justamente, son dichos ser más propios desde la perspectiva de la res que pretenden significar (aunque no desde su significación, salvando así Tomás la trascendencia e incomprensibilidad divina): a saber, la “naturaleza divina tal como es en sí misma”, y el “ser divino en su substancia individual incomunicable”. Para demostrar estas afirmaciones, nos volcaremos a un análisis de dichos nombres (comenzando por el de “Ser” o Qui est), a partir de la doctrina tomasiana de la significación de los nombres.      

Pues bien, el nombre Qui est aplicado a Dios, recibe tratamiento en varios pasajes de la obra de Tomás de Aquino (S. Th., I, q. 13, a. 11; In I Sent., d. 8, q. 1, a. 1; De Pot., q. 2, a. 1; q. 7, a. 2; q. 7, a. 5; S.C.G, I, 22; II, 52; In De Div. Nom., c. 5, entre otros. Ver Clavell, 1980, pp. 19 y ss.). Debido a su carácter sistemático e introductorio, comenzaremos nuestro análisis por el artículo 11 de la cuestión 13 de la Prima pars de la Summa theologiae, en donde el Aquinate no sólo expone una serie de argumentos en favor de la tesis de que “El que es” constituye el nombre “más propio de Dios”, sino que, además, compara la primacía de dicho nombre en relación con otros dos nombres que también se dicen prioritarios, aunque bajo otro respecto: a saber, los nombres “Dios” (Deus), y Tetragrammaton (o Yaveh). Así, el Aquinate expone en primer lugar, tres argumentos por los que Qui est constituye en grado sumo el nombre propio de Dios. Advertimos al pasar –en relación con una idea que comentaremos más adelante– que Tomás no dice “el nombre propio de Dios”, sino “el nombre más propio de Dios” o “el nombre propio de Dios en grado sumo” (maxime proprium nomen Dei), lo cual deja en claro que la expresión debe tomarse aquí en el sentido de “el nombre más adecuado” (a saber, respecto de los otros nombres, y secundum quid). En este sentido, el Angélico sostiene que el nombre de “Ser” conviene a Dios más propiamente, en razón de: 1) su significación, 2) su modo de significar, y 3) su consignificación. En efecto, en términos generales, desde el punto de vista de la significatio, las cosas son denominadas por su forma: ahora bien, ya que el nombre “El que es” no significa alguna forma (forma aliqua) sino el mismo ser (ipsum esse) –dado que el ser de Dios es su misma esencia–, entre todos los nombres que pueden atribuirse a Dios, el nombre Qui est es el que lo significa con más propiedad, en la medida en que la identidad del ser y la esencia no le corresponde a nadie más que a Él. En otras palabras, puesto que el nombre “El que es” tiene por significación aquella forma o esencia idéntica con el ser, la cual es exclusiva de Dios, dicho nombre lo significa (bajo este respecto de la significatio) de la manera más propia o adecuada: pues si los nombres se imponen en función de la forma o esencia de la cosa, y la esencia de Dios es su mismo ser, luego el nombre Qui est, es el más apropiado propter sui significationem.

En segundo lugar, dicho nombre es el más adecuado en razón de su modo de significar (modus significandi), esto es, en razón de su universalidad (propter eius universalitatem): en efecto, sostiene Tomás, todos los otros nombres, o son menos comunes que “Ser”, o si son equivalentes –como en el caso de los trascendentales–, le añaden algo según la razón, por lo que de algún modo lo informan y determinan. Así, las nociones de “uno”, “verdadero”, “bueno”, “bello”, etc., aunque convirtiéndose con el “ente”, le añaden secundum rationem un cierto modo, aspecto o matiz, que no está expresado explícitamente en la noción de “ente”: y de este modo, sucede que la noción de “ente” es la primera y la más universal, ya que, mientras el resto de las nociones trascendentales la implican como derivándose a partir de ella, la noción de “ente” puede ser comprendida, sin que se entiendan las otras nociones que derivan de ella –así como, por ejemplo, no hace falta comprender la “indivisión”, para tener la captación del “ente”–. Por otro lado, agrega Tomás, puesto que, en esta vida, nuestro entendimiento no puede conocer la esencia de Dios según lo que es en sí misma (secundum quod in se est), y así cualquier determinación que se le atribuya es deficiente respecto de lo que Dios es en sí mismo, de esta manera, cuanto menos determinados, más comunes y absolutos (minus determinata, et magis communia et absoluta) son algunos nombres, tanto más propiamente se dicen de Dios por nosotros (S. Th., I, q. 13, a. 11). Éste es el caso de “El que es”, que, –a diferencia de cualquier otro nombre que determina de algún modo la substancia de la cosa–, no determina ningún modo de ser, sino que se encuentra indeterminado con respecto a todos ellos, y a todos ellos abarca: por eso el Damasceno lo llama pelagus substantiae infinitum (S. Th., I, q. 13, a. 11), abarcador de toda perfección. Finalmente, también desde el punto de vista de la consignificación (ex eius consignificatione), Qui est constituye el nombre más propio de Dios: “El que es” consignifica “ser en presente”, y eso, en grado sumo se dice de Dios, cuyo ser no conoce ni el pasado ni el futuro.

Establecida de esta manera la prioridad del nombre de “Ser” por sobre los otros nombres, Tomás advierte, sin embargo, en una de sus respuestas a las objeciones (S. Th., I, q. 13, a. 11, ad 1), que Qui est no constituye el nombre más apropiado de Dios “bajo todo respecto”: en efecto, Deus y Tetragrammaton parecen tomar la delantera con respecto a “El que es”, considerado el nombre bajo otro de los aspectos que atañen a la doctrina de la significación del nomen. Así, advierte Tomás en primer lugar que, mientras Qui est constituye el nombre de Dios más propio que “Dios” (Deus), tanto en cuanto a “aquello a partir de lo cual el nombre es impuesto” (id a quo nomen imponitur), a saber, el esse, como en cuanto a su modo de significar (modus significandi) y de consignificar (modus consignificandi), como ha sido dicho, no obstante, en cuanto a aquello que el nombre busca significar (id ad quod imponitur nomen ad significandum), más propio es el nombre de “Dios” (Deus), pues se impone para significar la naturaleza divina (natura divina). En este mismo sentido, agrega Tomás, aún más propio es el nombre Tetragrammaton que se impone para significar la misma sustancia incomunicable (ipsa substantia incommunicabilis) o, si es lícito hablar así, singular (singularis), de Dios. A partir de lo dicho, se puede concluir entonces que mientras el nombre Qui est tiene prioridad sobre los nombres de Deus y Tetragrammaton en cuanto a lo que el nombre significa –esto es, en cuanto a la significación del nombre y sus modos de significar y consignificar–, el nombre de “Dios” tiene prioridad sobre “El que es” en cuanto a la realidad que dicho nombre busca significar –esto es, en cuanto a la res significata–, y a su vez, el nombre de Tetragrammaton tiene prioridad sobre los dos nombres anteriores, en cuanto al mismo criterio. No obstante, para que estas distinciones establecidas por el Aquinate se vuelvan más claras para nosotros, será preciso recurrir a la doctrina general de la significación de los términos de la que hace uso Tomás, en busca de mayores precisiones y especificaciones.

Siguiendo a Aristóteles, el doctor Angélico suscribe al “triángulo semántico” descrito por el Estagirita en su De interpretatione, según el cual las palabras significan inmediatamente los conceptos de la mente (conceptiones intellectus), y por intermedio de ellos, significan –en último término– las cosas u objetos mismos (In I Periherm., lect. 2, n. 5; Ashworth, 1991, p. 45). De este modo, advierte McInerny (1971), la palabra, que es un signo instituido o impuesto por convención humana, significa a las cosas, pero por intermedio de lo que el hombre conoce acerca de ellas, esto es, por intermedio de una determinada ratio o conceptio intellectus –expresada en la significatio de un término– (p. 51). Ahora bien, en su tratamiento acerca de la imposición de los nombres, Tomás suele distinguir entre “aquello a partir de lo cual un nombre es impuesto” (id a quo nomen imponitur ad significandum) y “aquello que el nombre busca significar” (id ad quod imponitur nomen ad significandum). El ejemplo recurrente, expresivo de esta distinción, es el del nombre de “piedra” (lapis), que es impuesto a partir del hecho de que lastima el pie (ab eo quod laedit pedem): no obstante, advierte el Aquinate, dicho nombre no es instituido “para significar” este hecho (a saber, que lastima el pie al tropezar nosotros con la piedra), sino “para significar una cierta especie de cuerpo” (ad significandum quamdam speciem corporum) (S. Th., I, q. 13, a. 2, ad. 2; también S. Th. , I, q. 13, a. 8). Así, en este caso, el id a quo no es idéntico al id ad quod, y de esta forma, en la medida en que el término significa el id a quo y no el id ad quod, se dice significar menos propiamente (minus proprie) (S. Th. I, q. 18, a. 2): esto ocurre, comenta McInerny, en numerosas ocasiones, ya que solemos nombrar las cosas a partir de lo que nos resulta más conocido para nosotros, esto es, a partir de los efectos sensibles o los accidentes de la substancia (McInerny, 1968, pp. 15-16; 1971, p. 55). Por otra parte, señala el autor, esta distinción parece ser la misma que el Aquinate afirma entre la etimología de una palabra (i.e., id a quo) y su significación o lo que el término significa (i.e., id ad quod): así, en el caso de lapis, el id a quo es la etimología de la palabra (i.e., laedens pedem), dejando en claro Tomás, a través de este ejemplo, que una palabra no significa propiamente su etimología.

Pero estas distinciones así definidas no parecieran poder aplicarse con sentido a los diversos nombres divinos que aquí estamos considerando, a saber: Qui est, Deus y Tetragrammaton. En efecto, hemos establecido que el nombre Qui est es superior a los otros dos en cuanto al id a quo nomen imponitur (esto es, el esse), en cuanto al modus significandi, y en cuanto al modus consignificandi, siendo –en cambio– los otros dos nombres superiores al Qui est, en cuanto al id ad quod imponitur nomen ad significandum. Si dejamos de lado por ahora la consideración de los modi (significandi y consignificandi), y atendemos tan sólo a la oposición establecida por el Aquinate entre el id a quo, y el id ad quod, lo cierto es que no parece que estos dos puedan ser interpretados en el sentido que hemos descrito anteriormente: a saber, el id a quo como la etimología de la palabra, y el id ad quod como la significación de un término propiamente dicha. De hecho, si atendemos a la argumentación de Tomás en su artículo, no sólo la significatio del nombre Qui est parece quedar identificada con el id a quo de dicho nombre (S. Th., I, q. 13, a. 11, ad 1), sino que, de entender el id ad quod como la significación de un término propiamente dicha, no se entiende cómo Tomás pueda afirmar en su responsio que el nombre Qui est es el más propio de Dios en cuanto a su significatio, y luego establecer, en su respuesta a la primera objeción, que los nombres Deus y Tetragrammaton son más propios que Qui est en cuanto al id ad quod. A no ser que se admita una contradicción, no nos parece que sea posible (si es que lo hemos entendido bien), tomar la diferencia entre el id a quo y el id ad quod según los términos establecidos. A este respecto, el mismo Tomás de Aquino parece haber comprendido el id a quo, en otro sentido.  

En efecto, tal como pone de relieve Klima (1996, p. 111), en su Comentario a las Sentencias, el Aquinate opone el id a quo al id cui imponitur nomen, esto es, al suppositum o sustrato (que constituye la cosa individual por la que el nombre supone), denominado la “substancia” del nombre: ahora bien, en esta nueva oposición, el id a quo constituye justamente “aquello que el nombre propiamente significa”, y que es identificado con la forma o cualidad a partir de la cual el nombre es impuesto. Dicho de otro modo: nomen proprie loquendo dicitur significare formam sive qualitatem a qua imponitur nomen (III Sent., d. 6, q. I, a. 3). El id a quo es aquí, en consecuencia, aquello significado propiamente por el nombre. Esto implica, por otra parte, reconocer para el id a quo, al menos dos acepciones (nomen dicitur ab aliquo imponi dupliciter), tal como el mismo McInerny advierte (1968, p. 16; 1971, p. 56): la primera, por parte de quien impone el nombre (ex parte imponentis nomen), y que refiere a aquellos accidentes o efectos que son puestos en el lugar de las diferencias esenciales cuando éstas nos son desconocidas –así como lapis es impuesto a partir de un efecto, que es lastimar el pie–, y la segunda, por parte de la cosa a la cual se impone el nombre (ex parte rei cui imponitur nomen), y que refiere a la diferencia específica de la cosa, por la cual es completada la ratio de la cosa que el nombre significa (Q. D. de ver., q. 4, a. 1, ad 8). Y esta última es justamente lo que el nombre principalmente significa (hoc quod principaliter significatur per nomen). Con respecto a esto, comenta Klima (1996, p. 111, n. 44), el id a quo nomen lapidis imponitur, ex parte rei, constituye la ratio seu natura lapidis, esto es, la naturaleza de la piedra, algunas veces también referida como lapideitas, que es lo que es significado por el término lapis, cualquiera sea esta naturaleza, y la conozcamos o no en términos de una “definición esencial”: por el contrario, el id a quo nomen lapidis imponitur, ex parte imponentis, constituye la propiedad accidental de la piedra de tender a lastimar el pie (laedere pedem), y que pudo haber producido la motivación para nombrarla de ese modo (es decir, la etimología de la palabra). Así pues, el id a quo, tomado no en el segundo sino en el primer sentido (es decir, ex parte rei), no parece constituir sino la significatio propia y principal del nombre.

Ahora bien, una vez establecidas estas nuevas discriminaciones, podemos interpretar el id a quo de una manera que resulta compatible con las explicaciones de Tomás en su artículo de la Summa theologiae. En efecto, según la oposición id a quoid cui, el id a quo ya no constituye la etimología de una palabra por oposición a la significación propia de un término, sino aquello (forma o cualidad) en virtud de lo cual una cosa es nombrada, y que el nombre propiamente significa. Es según este sentido que debe tomarse, en nuestra opinión, la afirmación de Tomás de que Qui est constituye el nombre más propio de Dios bajo la consideración del id a quo nomen imponitur ad significandum: esto implica en última instancia que Qui est es el nombre más apropiado que puede darse a Dios en cuanto a “lo que el nombre significa”, esto es, en cuanto a su significatio. No obstante, queda aún por determinar en qué (sub)sentido el id a quo –entendido como “aquello en virtud de lo cual una cosa es nombrada, y que el nombre significa”–, debe ser tomado en el caso de Qui est: a saber, menos propiamente, como significando un accidente o un efecto de la cosa significada (y así una nota por fuera de la esencia de la cosa), o propia y principalmente, como significando una nota o diferencia esencial. Nos referimos aquí a la distinción (id a quo) ex parte imponentisex parte rei. En este sentido, en el ejemplo del nombre “piedra”, Tomás había dejado en claro que si lapis se toma de la característica de “lastimar el pie” (a saber, de un efecto), y es esta característica lo que dicho nombre significa, luego lapis significa la cosa minus proprie, en la medida en que significa un aspecto accidental –siendo que el nombre está instituido propiamente para significar la naturaleza de algo–. Por el contrario, si “piedra” significara la “petreidad”, a saber, la misma esencia de la cosa por su diferencia específica (o por alguna otra nota predicada de su esencia), “piedra” significaría propia y principalmente aquello para lo cual el nombre ha sido instituido (a saber, para significar la naturaleza de algo). ¿Qué sucede entonces en el caso del nombre Qui est, que se dice se toma del esse, y a éste significa? Pues bien, ya habíamos remarcado en la responsio del Aquinate referida al punto de vista de la significación, la afirmación tomasiana de que las cosas son denominadas por su forma (S. Th., I, q. 13, a. 11), siendo ésta “lo que el nombre significa” (forma –o cualidad– que hemos identificado con el id a quo). Ahora bien, dado que los nombres que atribuimos a Dios son atribuidos a partir de las creaturas –a partir de sus efectos–, pareciera entonces que el esse, a partir del cual Qui est es instituido, no significara a Dios sino como desde el efecto contingente de una Causa de la que nada se dice esencialmente (así como cuando el nombre “piedra” es instituido a partir de su acción de lastimar el pie cuando tropezamos con ella, i.e., ex parte imponentis).

No obstante, Tomás parece sostener mucho más que esto, y afirmar de Dios que es “El que es”, no sólo en tanto Causa de este efecto creado que es el esse, sino en tanto Él mismo “es” el ipsum esse: el “ser” entonces, a partir del cual Dios es nombrado y que Qui est significa, no parece indicar una nota por fuera de la esencia divina, sino muy por el contrario, significa la misma esencia divina (y así el “ser” se dice de Dios esencialmente). Si como Tomás ha dicho, las cosas son denominadas por su forma (o cualidad), el Aquinate parece aquí tomar el esse –a partir del cual Dios es nombrado Qui est–en el sentido más fuerte de id a quo ex parte rei: pues dejando caer el modus significandi propio del ser de la creatura (de donde el nombre “El que es” es tomado en cuanto a su origen), el esse se revela como una perfección absoluta predicable de Dios en sentido propio, primario y substancial (esto es, esencial). De allí que la forma (id a quo ex parte rei), por la que Dios es nombrado y que refiere a la esencia divina, no puede constituir una forma o esencia real limitada, que es propia de las creaturas (a saber, aliqua forma), sino el mismo ser (ipsum esse) subsistente. Por esta razón, entre todos los nombres que pueden atribuirse a Dios, el nombre Qui est es el que lo significa con más propiedad, en la medida en que la identidad del ser y la esencia no le corresponde a nadie más que a Él. Estas tesis también están esbozadas en otros textos de Tomás, como, por ejemplo, In I Sent., d. 8, q. 1, a. 1, en donde sostiene que, mientras en cualquier creatura la denominación se hace por su forma o quididad (en la medida en que su esencia es distinta de su ser), en el caso de Dios, su nombre (Qui est) es tomado del actus essendi (en la medida en que, en Dios, su propio ser es su esencia): así pues, el nombre “El que es”, que se toma del acto de ser, propiamente nombra a Dios, y constituye su nombre propio, así como el nombre propio de “hombre” es tomado de su quididad (a saber, la humanidad)[5]. Por otra parte, queda claro a partir de este otro texto complementario que las formas o cualidades que los nombres significan y a partir de las cuales los nombres se instituyen ex parte rei, no constituyen necesariamente la esencia o quididad de alguna cosa en cuanto susceptible de ser expresada en una definición por género próximo y diferencia específica. Esto parece avalar la tesis de Klima (1996) antes comentada, según la cual dicha esencia o naturaleza puede o no ser conocida en términos de una definición esencial o de una ratio en tanto producto de un acto de simple aprehensión (p. 100; p. 104; p. 111, n. 44). En efecto, señala el autor, siguiendo a Tomás, que, en el caso de las cosas que tienen una definición, la definición constituye la ratio significada por el nombre. No obstante, también las cosas que no tienen una definición, se dice que tienen una ratio significada por el nombre: como en el caso de la cantidad o la cualidad, que no son definibles porque constituyen géneros supremos, o en el caso de la sabiduría divina, que tampoco puede ser definida (p. 99). Así, es claro que en el caso de “El que es”, el esse constituye la formalidad a partir de la cual Qui est es impuesto –formalidad que el nombre propiamente significa–, y sin que eso implique una definición del ser divino.

Establecido, pues, que el nombre Qui est es el más propio de Dios en cuanto a su significatio o id a quo, queda entonces por explicitar en qué sentido los nombres Deus y Tetragrammaton son más propios que Qui est en cuanto al id ad quod nomen imponitur ad significandum. A este respecto, es claro que si hemos entendido el id a quo como “la forma que el nombre significa”, y así como reductible a la significatio de un término, no es posible admitir que el id ad quod refiere a la significación de un término, y que así es según la significación, que Deus y Tetragrammaton son dichos ser más propios que Qui est. Por el contrario, creemos que, en la medida en que el id a quo transite, en su significado, de la “etimología” a la significatio de un término, el id ad quod debe ser entendido en otro sentido, a saber: en el sentido de “aquella realidad (res) que el nombre busca significar”, y que frecuentemente (al menos en el caso de los nombres comunes de primera imposición) está constituida por la naturaleza o esencia de alguna cosa u objeto real extra-mental. Así parece señalarlo Tomás de Aquino cuando advierte que “todo nombre es instituido (est institutum) para significar (ad significandum) la naturaleza o la esencia de alguna cosa (naturam seu essentiam alicuius rei)” (C.G., I, 22). Esta misma idea parece subrayar Klima (1996) cuando sostiene, en referencia al triángulo semántico, que, para el Aquinate, una palabra es dicha ser significativa en la medida en que significa inmediatamente algún concepto del entendimiento humano (alguna ratio), aunque es impuesta para significar en última instancia el objeto de este concepto (p. 101). Así, sostiene el autor, en el caso de los términos universales o nombres comunes, el término significa inmediatamente un concepto universal y abstracto, y a través de éste, en último término, significa las naturalezas de los individuos o las formas de los particulares reales (pp. 104-105). De esta manera si, como sostiene Tomás, ratio quam significat nomen, est conceptio intellectus de re significata per nomen (S. Th., I, q. 13, a. 4) la res significada en último término por el nombre común constituye la “naturaleza de alguna cosa real-individual”, que el nombre busca significar (id ad quod) a través de alguna ratio o conceptio (significatio).

Teniendo en cuenta entonces estas distinciones, es posible abordar ahora la superioridad de los nombres Deus y Tetragrammaton respecto de Qui est, que Tomás establece desde el punto de vista del id quod est, esto es, respecto de la res que el nombre busca significar. Así, si examinamos primero el nombre “Dios”, Tomás advierte que éste es superior a Qui est, en cuanto busca significar la “naturaleza divina” (imponitur ad significandum naturam divinam), es decir “la naturaleza de ese individuo” que es Dios (si se pudiera hablar así) (S. Th., I, q. 13, a. 11, ad 1). En este sentido, ya en el artículo 8 de la misma cuestión el Aquinate manifiesta que es eso justamente lo que buscan expresar quienes dan el nombre Deus a Dios, a saber: la naturaleza divina secundum se. No obstante, dicha naturaleza “tal como es en sí misma” (secundum quod in se est) no nos es conocida, como si pudiéramos saber de ella qué es (quid est), sino que sólo la conocemos por sus operaciones y efectos, a partir de los cuales podemos nombrarla (S. Th., I, q. 13, a. 8, ad 2). De allí que, aunque dicha naturaleza sea lo que el nombre Deus busca expresar (id ad quod nomen imponitur ad significandum), no es esto lo que el nombre de hecho expresa o significa (id a quo nomen imponitur): pues el nombre de “Dios” se impone a partir de la operación divina (que es la de la providencia universal sobre todas las cosas), y es esta operación o efecto lo que el nombre significa (su significatio). Así, la situación del nombre Deus es similar a la del nombre “piedra”, cuando éste es impuesto a partir de alguna acción de la piedra, como la de “lastimar el pie”: pues, aunque signifique esta operación u efecto, el nombre no es impuesto para significar la acción o el efecto, sino la substancia de la piedra[6]. En este sentido, puede entenderse por qué para Tomás el nombre Deus es menos propio que Qui est en cuanto a su significatio, ya que dicho nombre parece haber sido impuesto a partir de un efecto u operación de la naturaleza divina (id a quo ex parte imponentis), y no a partir de las diferencias, notas o rasgos constitutivos de su esencia (id a quo ex parte rei), la cual nos es desconocida en cuanto tal. Inversamente, advierte Tomás, así como Qui est es superior a Deus en cuanto al id a quo (en la medida en que “El que es” expresa una perfección absoluta, i.e., el esse, que se dice por esencia de Dios, y no tan sólo una operación o efecto de Él en relación con las creaturas), Deus, en cambio, –sostiene Tomás–, dícese más propio en cuanto al id ad quod nomen imponitur, a saber, la naturaleza divina.

Las razones de esta superioridad no parecen, sin embargo, tan evidentes: pues, si el nombre Deus es dicho imponerse para significar “la naturaleza divina”, también pareciera que el nombre Qui est se impone para significar la misma essentia divina, i.e., la misma res (significándola incluso más perfectamente que Deus, en la medida en que expresa lo que la esencia divina “es”, a saber, el ipsum esse). Así, decía Tomás que, de la misma manera en que el nombre “hombre” es tomado de su quididad (a saber, la humanidad) –para significar la naturaleza humana de los individuos humanos–, el nombre Qui est es tomado del esse (que constituye la esencia del ser divino) –para significar la esencia del ser divino – (In I Sent., d. 8, q. 1, a. 1). Dicho esto, no pareciera haber, a primera vista, diferencia alguna entre la realidad que significa el nombre Deus, y la realidad que significa el nombre Qui est, no existiendo aparentemente ninguna razón para establecer la superioridad del nombre Deus sobre “El que es”, en términos del id ad quod nomen imponitur ad significamdum. No obstante, miradas las cosas más de cerca, el Aquinate parece dar algunas pistas de comprensión: en efecto, sostiene en primer lugar, que lo que el nombre Deus significa (i.e., la res significata) al imponerse dicho nombre, es la naturaleza divina secundum se, tal como es en sí misma, como si pudiéramos saber de ella qué es (de modo similar a como una cosa es conocida en su definición esencial). Esto es imposible, pues no conocemos de Dios su diferencia específica (si pudiera hablarse así): de allí que el nombre Deus no detente una significatio expresiva de la esencia divina, y que quienes lo utilizan busquen indicar con él algo que está por encima de todo lo existente creado (S. Th., I, q. 13, a. 8, ad 2). Por el contrario, el nombre Qui est, que también se establece para significar la naturaleza o esencia de Dios, no parece imponerse para significarla en cuanto a lo que ella es en sí misma (secundum quod in se est), sino según lo que la inteligencia humana puede alcanzar de la esencia divina, partiendo de la realidad creatural conocida: es la esencia divina quoad nos, aquella res que el nombre Qui est significa, y por ello, entre todos los nombres es el más apropiado, ya que no significa a la esencia divina meramente como Causa a partir de un efecto dado (a saber, el esse) –siendo la esencia divina conocida y nombrada a partir de algo “exterior a ella misma”–, sino como identificada con el ipsum esse en cuanto “perfección absoluta omniabarcadora” (al mismo tiempo que dicha significación se mantiene deficiente en relación con la esencia divina tal “como es en sí misma”)[7]. Si nuestra interpretación es correcta entonces, si Qui est es más propio que Deus en cuanto a la significación y sus modi, en la medida en que significa a la “esencia divina” (id ad quod) según una perfección absoluta identificable con la misma esencia (mientras que Deus la significa según un efecto suyo, y así en verdad minus proprie), inversamente, en cuanto a la res significata (aquello que el nombre pretende significar), Deus mantiene una superioridad respecto de Qui est, en la medida en que es impuesto para significar la esencia divina en sí misma, y no según lo que la inteligencia humana puede aprehender. En orden a la realidad significada por el nombre (id ad quod), Deus manifiesta entonces una indiscutible mayor dignidad.      

Queda por último el nombre Tetragrammaton, revelado a Moisés en Éxodo 3,15, y así denominado ya que es conocido sólo por las cuatro consonantes hebreas Jod, He, Vau, He. Éste aparece en la Summa theologiae, única obra en donde –en opinión de A. Maurer (1990)– Tomás reconoce un nombre divino que es, en un cierto sentido, más propio que “El que es”. Esto no implica negar algo de lo dicho acerca del nombre Qui est en las obras anteriores a la Summa, pero aquí Tomás agregaría un significativo elemento a la doctrina de los nombres divinos, desarrollando esta doctrina de una manera admirable (p. 62). En efecto, tal como hemos visto, en su respuesta a la primera objeción del artículo 11 de la quaestio 13, el Aquinate sostiene que, desde el punto de vista del id ad quod nomen imponitur ad significandum, Deus es más propio que Qui est, y a su vez, todavía más propio (adhuc magis proprium) es el nombre Tetragrammaton, que se impone para significar la misma substancia incomunicable, singular, de Dios (quod est impositum ad significandam ipsam Dei substantiam incommunicabilem, et, ut sic liceat loqui, singularem). En síntesis, pareciera ser que, mientras Qui est se impone para significar la esencia divina desde lo que puede ser conocido acerca de ella por la razón humana partiendo del orden creatural, Deus se impone para significar la esencia divina en sí misma o en cuanto tal, y Tetragrammaton, para significar la substancia incomunicable (singular) de Dios. Según este criterio, esto es, en atención a la dignidad del objeto o la realidad que es significada por el nombre (la res significata), Tetragrammaton constituye el nombre más propio de Dios.

Podría pensarse en relación con esto que el nombre Deus, reservado para significar la naturaleza divina, constituye en este sentido un nombre incomunicable, en la medida en que puede aplicarse sólo a Dios: pues, tal como señala Tomás en el artículo 9, la naturaleza divina (que dicho nombre pretende significar), no es una realidad “multiplicable” (S. Th., I, q. 13, a. 9). Puesto que existe un solo Dios y una sola naturaleza divina, el nombre correspondería exclusivamente a Él. No obstante, señala Tomás en el mismo artículo, el nombre Deus no es absolutamente incomunicable, en la medida en que puede ser comunicable a otros, no secundum rem, sino en el orden del pensamiento (secundum rationem) o de la opinión de los hombres (secundum opinionem): así como en el caso del sol o la naturaleza solar que, aunque no es común a muchos realmente, puede ser entendida conceptualmente como existente en muchos supuestos, y así en la opinión de algunos, se entiende que existen muchos soles. Por otra parte, aunque el nombre “Dios” tampoco es comunicable propiamente (proprie), esto es, según toda la significación del nombre (secundum totam significationem nominis), –como en el caso del nombre “león” que expresa una naturaleza (leonina) real y conceptualmente aplicable en sentido propio a todos los individuos que pertenecen a la misma especie–, Deus sí es comunicable en un sentido impropio y metafórico (per quandam similitudinem; metaphorice). En este sentido, así como la naturaleza leonina es comunicable por semejanza a todos aquellos que tienen algo de leonino, como la fuerza o la audacia, y así dichos individuos son llamados metafóricamente “leones”, en sentido análogo, son llamados “dioses” quienes participan por semejanza de “algo divino” (e.g., “Yo dije: dioses sois”, Sal., 81:6). Pero lo que nos interesa aquí particularmente es la razón que se encuentra en el origen de esta relativa comunicabilidad del nombre “Dios”: a saber, que se trata de un nombre apelativo (nomen appellativum) y no propio (non proprium), puesto que significa una naturaleza (i.e., la divina) perteneciente a un algún individuo (significat naturam divinam ut in habente), y no al individuo mismo (S. Th., I, q. 13, a. 9, ad 2). En este sentido, explica Tomás, aunque Dios no sea en la realidad (secundum rem) ni universal ni particular, puesto que los nombres no siguen al modo de ser que se encuentra en las cosas sino al modo de ser presente en nuestro conocimiento, el nombre Deus se impone para significar la “naturaleza divina” (presente en el individuo que es Dios), y no al individuo mismo que es Dios (el suppositum). El nombre “Dios” es semejante así a un “nombre común”, que, por abstracción de lo singular que se encuentra en la substancia particular, significa la naturaleza de cualquier especie como pudiendo, por eso mismo, ser entendida como existente (al menos conceptualmente) en muchos supuestos o individuos. Así, como habíamos afirmado con Klima (1996, pp. 104-105), la res significada en último término por el nombre común, constituye la “naturaleza de alguna cosa real–individual”, que el nombre pretende significar (id ad quod), a través de alguna ratio o conceptio: en el caso particular de “Dios”, dicha res es la “naturaleza del ser divino”.

Por el contrario, distinto parece ser el caso de Tetragrammaton: para los hebreos dicho nombre, como afirma explícitamente Tomás, no ha sido impuesto para significarlo a Dios desde el punto de vista de su naturaleza (ex parte naturae), sino desde el punto de vista del supuesto (ex parte suppositi), y así para significarlo como “esto” (hoc aliquid): de allí que la res que este nombre busca significar (id ad quod), no es la “naturaleza divina (del individuo que es Dios)”, sino el mismo “individuo divino” (S. Th., I, q. 13, a. 9). Así, a diferencia del nombre Deus que es apelativo o común, Tetragrammaton constituye, en efecto, un nombre propio, que es impuesto para significar al individuo en cuanto tal, a saber, este individuo que es Dios (hoc individuum). Por esta misma razón, al tratarse de un nombre propio, dicho nombre es a la vez absolutamente incomunicable (omnibus modis incommunicabile). En efecto, si aquello que dicho nombre busca significar (esto es, la res o el objeto significado) es el singular, el singular, explica Tomás, por lo mismo que es singular, se diferencia de todos los demás: de donde todo nombre impuesto para significar a algún singular, es incomunicable tanto real como conceptualmente (et re et ratione), pues la pluralidad (pluralitas) de un individuo ni siquiera puede darse en la aprehensión. De allí se sigue que ningún nombre que signifique a un individuo puede ser comunicable a muchos en sentido propio, sino sólo por semejanza (solum secundum similitudinem), así como alguien puede ser llamado “Aquiles” metafóricamente (metaphorice), por tener alguna de las propiedades de Aquiles, como la fuerza. Queda claro entonces para nosotros a partir de lo dicho que, en sentido estricto, Tetragrammaton, constituye el nombre “propio”[8] de Dios, y así, salvo por su comunicabilidad metafórica, el nombre absolutamente incomunicable.

Conclusiones

A través del camino recorrido a partir de los textos de Tomás relativos a su doctrina de la significación de los nombres, hemos buscado brindar una respuesta (parcial) al planteo marioniano acerca de la predicación de los nombres divinos, particularmente en lo que se refiere al nombre “Ser” o Qui est. ¿Constituye el nombre de “Ser”, aplicado a Dios, una derrota para la filosofía? ¿Puede el nombre Qui est ser atribuido legítimamente a la esencia divina, de modo que dicha predicación no conlleve una idolatrización de Dios? Si Marion, como hemos visto, ha encontrado la solución en un vaciamiento de la noción de “ser”, por nuestra parte, hemos buscado mostrar que la noción de ipsum esse tomasiana, entendida como perfección omniabarcante identificada con la esencia divina, al mismo tiempo que significa la naturaleza divina, la deja, en sí misma, incomprendida. Por este motivo, si Qui est constituye el nombre más propio de Dios, no lo es en el sentido de que pretenda apresar y agotar la esencia divina en el “concepto” (humano) de “ser”, como si pudiera obtener a partir de él una captación adecuada y perfecta (i.e., idolátrica) de la naturaleza divina, sino en el sentido de que, vista la esencia divina desde lo que la inteligencia humana puede aprehender a partir de los efectos creados, el nombre de “ser” es el que más perfectamente significa a Dios. Por otra parte, como hemos buscado mostrar, el nombre Qui est, no es tampoco bajo todo punto de vista o absolutamente hablando, el nombre más propio de Dios: pues considerado Dios en cuanto a su esencia tal como es en sí misma, el nombre Deus es superior, y en cuanto a su misma individualidad, Tetragrammaton los supera a ambos. Nos parece en este sentido que, al priorizar estos dos nombres por sobre el de “Ser”, no en cuanto a su significación –que en el primer caso parece constituirse ex parte imponentis, sin que dicha significatio llegue a ser expresiva de la naturaleza divina tal como es en sí misma, y que en el segundo caso, no parece tan claro de qué se trate[9]–, sino en cuanto a la res significada por el nombre, Tomás busca –como quiere Marion–, dejar en claro que Dios, pudiendo ser relativamente conocido por la inteligencia a partir de las creaturas, no deja sin embargo de ser un Misterio insondable (de Amor).

Referencias

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Klima, G. (1996). The Semantic Principles underlying Saint Thomas Aquinas’s Metaphysics of Being. Medieval Philosophy and Theology, 5, 87-141.

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Maurer, A. (1990). St. Thomas on the Sacred Name “Tetragrammaton”. In Being and Knowing. Studies in Thomas Aquinas and Later Medieval Philosophers (pp. 59-70). Pontifical Institute of Mediaeval Studies.

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Ocampo, F. (2019). Ser, esencia y atributos divinos: el conocimiento de Dios en la metafísica tomasiana según la interpretación de Jean-Luc Marion. Areté. Revista de Filosofía 31(1), 155-190. https://doi.org/10.18800/arete.201901.006

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[1]  “L’élaboration d’un concept univoque d’ens, puis l’inclusion en lui de Dieu, jusqu’à une compréhension explicite de Dieu dans l’objet de la métaphysique et par le concept objectif d’ens trouvent ici leur origine –nonobstant les abîmes qui séparent Thomas d’Aquin de Duns Scot et de Francisco Suarez. Sans même insister sur l’idolâtrie conceptuelle qui s’esquisse déjà à prétendre imposer à Dieu comme son premier nom une conception première pour notre entendement, on ne saurait dissimuler que l’attribution à Dieu de l’esse comme son premier (et seul) nom propre, ait eu pour conséquence immédiate et obligée de lier sa transcendance aux aventures du destin de la métaphysique” (Marion, 1985, p. 37).

[2]  Seguiremos aquí la edición de 2013.

[3]  Para una ampliación de estas ideas, nos permitimos remitir a nuestro trabajo: Ocampo (2019).

[4]  Para una ampliación de estas ideas, volvemos a remitir a Ocampo (2019, p. 164 y ss).

[5] “Cum autem ita sit quod in qualibet re creata essentia sua differat a suo esse, res illa proprie denominatur a quidditate sua, et non ab actu essendi, sicut homo ab humanitate. In Deo autem ipsum esse suum est sua quidditas: et ideo nomen quod sumitur ab esse, proprie nominat ipsum, et est proprium nomen ejus: sicut proprium nomen hominis quod sumitur a quidditate sua” (In I Sent., d. 8, q. 1, a. 1).

[6] “Sicut enim substantiam rei ex proprietatibus vel operationibus eius cognoscimus, ita substantiam rei denominamus quandoque ab aliqua eius operatione vel proprietate, sicut substantiam lapidis denominamus ab aliqua actione eius, quia laedit pedem; non tamen hoc nomen impositum est ad significandum hanc actionem, sed substantiam lapidis. Si qua vero sunt quae secundum se sunt nota nobis, ut calor, frigus, albedo, et huiusmodi, non ab aliis denominantur. Unde in talibus idem est quod nomen significat, et id a quo imponitur nomen ad significandum. Quia igitur Deus non est notus nobis in sui natura, sed innotescit nobis ex operationibus vel effectibus eius, ex his possumus eum nominare, ut supra dictum est. Unde hoc nomen Deus est nomen operationis, quantum ad id a quo imponitur ad significandum. Imponitur enim hoc nomen ab universali rerum providentia […]. Ex hac autem operatione hoc nomen Deus assumptum, impositum est ad significandum divinam naturam” (S. Th., I, q. 13, a. 8).

[7] Esto, entendemos, afirma Tomás en De pot., q. 7, a. 5: “et ideo licet huiusmodi nomina, quae intellectus ex talibus conceptionibus Deo attribuit, significent id quod est divina substantia, non tamen perfecte ipsam significant secundum quod est, sed secundum quod a nobis intelligitur. Sic ergo dicendum est, quod quodlibet istorum nominum significat divinam substantiam, non tamen quasi comprehendens ipsam, sed imperfecte: et propter hoc, nomen qui est, maxime Deo competit, quia non determinat aliquam formam Deo, sed significat esse indeterminate. Et hoc est quod dicit Damascenus, quod hoc nomen qui est, significat substantiae pelagus infinitum”.

[8]  A este respecto, entendemos que Tetragrammaton es nombre propio en sentido estricto, pues se impone para designar a un individuo (así como “Aquiles”, o cualquier otro nombre propio). No obstante, Qui est, también es dicho por Tomás “nombre propio”, y no solamente “más propio” (In I Sent., d. 8, q. 1, a. 1). ¿Quiere esto decir que Qui est constituye un nombre propio en sentido estricto, como Tetragrammaton o Aquiles? No parece que así sea, pues el nombre “ser” se impone para significar la naturaleza divina, como hemos dicho. Y así, por “nombre propio” debe entenderse (en nuestra opinión) “nombre adecuado” o “conveniente”: un nombre propio o adecuado, lo es en la medida en que expresa la naturaleza de alguna cosa (que es aquello para lo que el nombre se ha instituido). Y así, porque la naturaleza de Dios es “ser”, su nombre propio es Qui est, así como el nombre propio del hombre es “hombre”, porque su naturaleza es la humanidad. No obstante, es justamente en virtud de lo que el nombre Qui est significa (a saber, la naturaleza divina), que dicho nombre sería “propio” también en el sentido de “exclusivo” de Él: pues sólo en Dios la esencia es el ser, y por eso mismo Qui est es (en parte) también el nombre “más propio” o “adecuado” de Dios.    

[9]  ¿Posee, de hecho, el “nombre propio” una “significación”? ¿O tan sólo un “referente” (i.e., res significata)? No nos queda claro –al menos a partir de los textos aquí revisados– cuál sea la doctrina de Tomás sobre este punto.