Santo Tomás y el problema del amor

Estudio sobre el amor sui y el amor hacia Dios y los hombres

 

Aquinas and the problem of love

A study on amor sui and love for God and men

 

Juan Ignacio Fernández Ruiz

Universidad Católica de la Plata, Universidad FASTA, Universidad del Salvador, Buenos Aires, Argentina

juanfernandezruiz@ufasta.edu.ar

ORCID: 0009-0004-5954-7964

 

 

DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt53.27.2024.5-25

 

Resumen: Parecería haber una oposición entre el amor a sí mismo, el amor a los demás y el amor a Dios. Por un lado, el amor sui deviene en un egoísmo individualista; por otro, se olvida de sí mismo para entregarse desinteresadamente a los otros. Sin embargo, un análisis profundo de estos distintos amores, como el que nos proponemos en este trabajo, siguiendo las huellas de santo Tomás, muestra su profunda armonía e integración.

 

Palabras clave: amor sui, prójimo, problema del amor, amor a Dios

 

Abstract: There would seem to be an opposition between love of self, love of others and love of God. On the one hand, amor sui leads to individualistic selfishness; on the other, the self is forgotten in order to give oneself altruistically to others. However, a profound analysis of these different loves, such as the one we propose in this paper, following in the footsteps of Aquinas, shows their profound harmony and integration.

 

Keywords: amor sui, neighbor, problem of love, love of God

 

Recibido: 08/11/2023

Aceptado: 13/11/2023

 

Planteo del problema

 

El amor propio suscita una especie de dilema. “¡Ámate!” puede significar, a modo de grito de liberación, priorizarse siempre a sí mismo, pensar en uno mismo y vivir la vida a costa del resto (tener dinero y bienes materiales, viajar, gozar de buena salud, tener buena reputación, un trabajo acomodado, etc.). Más aún, se trataría de vivir a partir del resto, es decir, el otro es un límite violento que busca objetivarme y reducirme con su mirada, motivo por el cual habría que negarlo como límite negativo para adquirir una mayor independencia e indeterminación, una mayor libertad. El otro no sería más que una ocasión para conseguir alguna utilidad o placer personal. Una sociedad individualista, ambiciosa, hedonista, consumista y desinteresada por el otro o, directamente, violenta hacia él, se nutriría del amor propio entendido como libre percepción y construcción de sí mismo. Podría reconocerse cierta inmoralidad en el planteo, pero para esta posición la moral sería represiva y asfixiante.

Por otro lado, aquel “¡ámate a ti mismo!” se entendería como el principio de todos los males. Si damos rienda suelta al ego, que es egoísta y ambicioso, no tendremos más que desorden, caos e inmoralidad. Hay que negarse a sí mismo, reprimir aquel costado salvaje. La vida consistiría, más bien, en vivir a favor de los demás de modo desinteresado, generoso o solidario y desprendido. Desde un punto de vista religioso, el amor a Dios por sobre sí mismo, es decir, despreciándose a sí mismo y viviendo en esta tierra como en un valle de lágrimas, apostando únicamente al más allá, estaría en las antípodas del amor propio. Podría reconocerse cierta aniquilación del sujeto en el planteo, pero sería el precio a pagar para seguir las exigencias de la razón.

Sin embargo, se trata de un pseudodilema. En el fondo, son dos caras de la misma moneda, con más vasos comunicantes que discrepancias. Ambas posturas guardan, por lo menos, dos supuestos: 1. el amor propio es siempre egoísta, motivo por el cual habría que, o bien profundizarlo, o bien negarlo; 2. el ego, ubicado en lo más profundo e inferior de nuestro ser, es algo impersonal, genérico, indeterminado, bestial, cargado de energías o pulsiones caóticas, desenfrenadas. Más bien habría que llamarlo id –ello, aquello–. Superior al ego, en la superficie, se encontraría nuestra máscara civilizada, moral, social y cultural. Por este motivo, liberarnos, darle riendo suelta al ego y sus pasiones, sería por definición inmoral y antisocial, egoísta. Comportarse correctamente de acuerdo a nuestra capa personal, en una vida altruista por ejemplo, siempre tendría un ingrediente de limitación represiva y frustración o malestar de fondo.

El segundo de los supuestos fundamenta al primero. Un tercer supuesto que podría añadirse es una visión negativa de los límites y una visión de la libertad como indeterminación. Los límites siempre limitan, marcan un hasta aquí, que no permitiría el despliegue total del sujeto. La libertad consistiría en romper con aquella dependencia y determinación que ofrecen los límites (naturales, morales, jurídicos, de todo tipo). La libertad de uno terminaría donde empieza la del otro, no viendo una compatibilidad entre ambas. Cumplir la palabra de los límites, sería afirmar “he aquí el esclavo”. Un último supuesto sería la mutua exclusión entre amor propio y amor del otro en una relación inversamente proporcional: mientras más uno, menos el otro.

En este artículo, intentaremos entender la expresión “¡ámate a ti mismo!” de tal manera que rompamos esta dialéctica excluyente. Del laberinto solo se sale desde arriba, por esto mostraremos cómo santo Tomás no reduce el amor propio al egoísmo (más bien se oponen, en contra del primer supuesto) a partir de su postura acerca de la persona (en contra del segundo). Los límites no limitan, sino que, si son auténticos, brindan una mayor libertad en el bien (en contra del tercero). De allí que un sano y ordenado amor de sí mismo no sea opuesto a un desinteresado, desprendido y esclavo amor por el otro, tanto el prójimo como Dios (contra el último).

 

¿Amor propio: egoísmo?

 

Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, está de acuerdo con que, en general, la expresión philautía o amor sui (amor propio) tiene un sentido peyorativo. Que alguien sea amante de sí mismo (amans seipsum, phílautos) no sería un cumplido: “Los hombres increpan a aquellos que máximamente se aman a sí mismos. Y esto, que algunos sean amantes de sí, se juzga casi hasta un mal”. Amarse equivaldría a hacer “todo por utilidad”, “no hacer nada fuera de sí mismo por el bien de otros, sino solo por el propio” (In Eth. IX, lect. 8). Como la mayoría de las personas suele amarse así, la expresión “amor propio”, generalmente, tiene un sentido negativo y condenable. Uno podría pensar que, si el amor propio es egoísta (primera postura), la solución estaría en una especie de odio de sí para amar a los demás (segunda postura). La postura de santo Tomás no transcurrirá en esas coordenadas.

Ahora bien, para el Aquinate, este amor propio es un amor sui inordinatus. Y no solo se encuentra en la mayoría de las personas, sino que él es, por sí mismo, la fuente y raíz que late en los desórdenes morales de todos los hombres (In Sent. II, d. 42, q. 2, a. 1; S. Th. I-II, q. 77, a. 4; q. 84, a. 2, ad 3). Amar es querer el bien para alguien. Amarse es querer el bien para sí. Amarse desordenadamente a sí mismo, que es el principio que nutre todo pecado, consiste, entonces, en, por un lado, desde la vertiente objetiva o ámbito de los medios, querer o desear desordenadamente el bien para sí; por otro, desde la vertiente subjetiva o ámbito del fin, aspecto más fundamental, quererse a sí mismo desordenadamente, es decir, no valorar o estimarse adecuadamente a sí mismo, a quién es uno.

Dicho en otros términos, todo pecado nacería, en última instancia, no en querer algún bien que está prohibido o es malo, sino en querer algo absolutamente bueno, pero que, para el sujeto, deviene en malo por el desorden con que se lo quiere (no querer lo malo, sino querer mal lo bueno). Además, y más principalmente, nacería de una falsa autoestima, en la que el sujeto crea que es algo que, en verdad, no es. Pretendiendo satisfacer lo que él piensa que es él mismo, en realidad, no lo estaría haciendo, sino que dejaría su dimensión más profunda, lo que realmente es, insatisfecha. Esto explicaría la frustración y engaño que uno experimentaría en todo pecado, la falta de realización y libertad personal que uno percibiría cada vez que el mal lo esclaviza.

Si nos concentramos en aquel bien que se desea desordenadamente para sí, nos encontramos ante la doctrina joánica de la triple concupiscencia (1 Jn 2, 16) y la monástica y patrística de los vicios capitales (Evagrio Póntico, Juan Casiano, san Gregorio Magno, etc.). La reflexión del egoísmo de Santo Tomás se nutre de estas fuentes (S. Th. I-II, q. 77, a. 5, c.). En efecto, siguiendo una clasificación clásica ya presente en Platón y Aristóteles, hay tres bienes del hombre: 1. bienes exteriores al hombre: sobre todo el dinero, y todas las riquezas y bienes útiles que se pueden conseguir con él, naturales y artificiales; 2. bienes interiores al hombre: A. del cuerpo: se trata de bienes placenteros según el sentido del tacto, altamente atractivos, que conservan la vida del individuo (comida, bebida) o de la especie (sexo). B. del alma: bienes honestos, valiosos por sí mismos, que, sin embargo, pueden desearse desordenadamente, y son perceptibles por sentidos superiores a los externos, como la imaginación, aunque también por la inteligencia (honor, fama, gloria, poder, etc.).

El deseo (concupiscentia) desordenado de los bienes exteriores que ve el ojo, por el que el hombre pone su fin último en la posesión, retención y aumento de riquezas y bienes temporales del mundo, es el vicio capital de la avaricia. El de los bienes de la carne, por el que hace consistir la felicidad en el disfrute, es la gula y la lujuria. El de los bienes del alma, por el que busca la propia excelencia y su manifestación por sobre todas las cosas, es la vanagloria. La mayoría de las personas suele amarse a sí misma desordenadamente, de modo reprochable y egoísta, porque suele vivir buscando máximamente alguno de estos tres tipos de bienes. Pero, ¿a qué dimensión suya ordena estos bienes? ¿De qué estima de sí mismo se nutre este deseo?

Concentrándonos en sí mismo, dice santo Tomás, “cada uno ama lo que estima que es”. Algunos “estiman que son lo que no son, de modo falso, a causa de la naturaleza sensible, que aparece exteriormente; y, por esto, aman en sí mismos la naturaleza sensible, apeteciendo aquellas cosas que son deleitables según el sentido” (In Sent. II, d. 42, q. 2, a. 2, qc. 2, ad 2). El hombre estima que, en el fondo, es un ser impersonal, bestial, meramente pasional e irracional. Esta distorsionada visión antropológica nos está dando la clave para entender las posturas extremas planteadas inicialmente: el que se ama se volvería un ser antisocial, que se libera caóticamente, egoísta, etc.; el que se odia y niega a sí mismo, se volvería un ser racional apático, un hombre autárquico del deber, etc. Pero las dos posturas morales viciosas comparten la misma antropología dualista.

Si amarse es querer el bien para sí y en el amor sui inordinatus, en última instancia, el sujeto no quiere su bien puesto que ni siquiera se quiere bien a sí mismo, puesto que ignora quién es, entonces el egoísmo, lejos de ser amor propio, es un amor impropio, en él hay falta de amor o hay poco amor, debería haber más, más profundo y verdadero. La salida del “¡ámate a ti mismo!” malentendido, como sucede en la mayoría de los casos, sería un “¡ámate a ti mismo!” más profundo, más radical, no un “¡ódiate a ti mismo!”, que concede que el amor propio es amor y es egoísta. Cómo entender un sano odio de sí desde la postura cristiana y tomista (que esconde un amor ordenado de sí) lo veremos más abajo, pero ahora hay que notar el odio de sí que se esconde en el amor de sí desordenado. El pasaje de santo Tomás citado el párrafo anterior finaliza así: “y porque tales cosas les son malas y nocivas según aquello que verdaderamente son, por esto, se lastiman a sí mismos y se odian en acto, aún sin quererlo”.

Como diremos más abajo, es imposible odiarse absolutamente a sí mismo porque hay un necesario y natural amor de sí mismo, pero relativamente hablando alguien puede odiarse a sí mismo, ya sea “apeteciendo como bueno relativamente, lo que es malo absolutamente” para sí, ya sea, “estimando ser máximamente aquello que se es según la naturaleza corporal y sensitiva”, es decir, lo que no se es principalmente, por lo tanto “amándose según aquello que se estima que es, pero odiándose según aquello que se es verdaderamente” (cita libre de S. Th. I-II, q. 29, a. 4, c.).

 

Amor propio y amor del otro

 

Dice Aristóteles que las obras de amistad para con otro vienen de las obras de amistad para con uno mismo (Eth. IX, 1166a). El amor del otro y el amor propio se encontrarían, inclusivamente, en una relación directamente proporcional: mientras más uno, más otro. Las libertades de ambos se potenciarían, lejos de reducirse. Otra expresión que manifiesta la misma idea es: “el amigo es como otro sí mismo” (1170b).

Si el que se ama desordenadamente a sí mismo no se ama, en realidad, a sí mismo, evidentemente tampoco podría amar a los demás. El egoísta, como se ve en la primera postura, no puede tener amistades verdaderas, sino solo útiles e interesadas. Como no se halla conectado profundamente consigo mismo, sino que piensa que es lo que es exterior y aparentemente, por esto, tampoco tiene un vínculo profundo con el otro, sino un roce meramente superficial y epidérmico. Dicho a la inversa, ningún amor desinteresado del otro puede provenir, como pretende la segunda postura, de un desamor absoluto de sí mismo. Veamos, entonces, cómo no se aplican las obras de amistad en los egoístas, que serían más bien enemigos de sí mismos y no solamente de los demás.

Las obras de amistad son tres para Aristóteles: 1. benevolencia: querer el bien del otro; 2. beneficencia: hacer el bien al otro; 3. concordia: convivir en común, compadecerse y elegir lo mismo con el otro. Los hombres viciosos, que no viven según la razón, sino según la pasión, que no estiman lo que son verdaderamente y buscan desordenadamente los bienes creados, no son ni benevolentes, ni benefactores, ni concordantes consigo mismos.

Naturalmente, cualquier persona se quiere a sí misma, busca hacerse bienes y, podríamos decirlo así, le gusta compartir con ella misma, por esto, la no-aplicabilidad de las obras de amistad del vicioso respecto de sí mismo es relativa, pero, no obstante, real. Por más que naturalmente nos surja ser amigos de nosotros mismos (por el bien entitativo que tenemos y tendemos a aumentar), sin embargo, podemos vivir afectivamente como enemigos de nosotros mismos en la medida en que llegamos a no querernos, no hacernos bien y no querer estar con nosotros mismos por los males morales que tenemos. De allí que una mala persona pueda ser egoísta y se ame a sí misma desordenadamente en la medida en que cree que es buena, pero si hubiera alguien muy malo, que no desconociera su malicia, no podría amarse (seguiría amándose con amor natural de sí porque sigue siendo buena entitativamente hablando). Aunque incluso los egoístas no desconocen su malicia, por lo que tampoco se les aplican las obras de amistad propiamente (In Eth. IX, lect. 4, n. 6 y 17)[1]. 

 

1. Malevolencia:

 

Quien quiere ser y vivir principalmente según el cuerpo, que está sujeto a la transformación, no quiere verdaderamente ser y vivir. […] Aquellos que han hecho muchos y graves males, de tal manera que en razón de ellos mismos son odiados por los hombres, no quieren ser y vivir, sino que a ellos la vida les es tediosa, conociéndose gravosos para todos, y así huyen de vivir, tanto que a veces se quitan su vida. (In Eth. IX, lect. 4, n. 11 y 19)

 

Los malos no quieren conservar la integridad del hombre interior, […] se aman a sí mismos según la corrupción del hombre exterior. (S. Th. II-II, q. 25, a. 7, c.)

 

2. Maleficencia:

 

Los malos difieren de sí mismos, en cuanto unas cosas desean según la parte sensitiva y otras quieren según la razón; […]. Y, así, carecen de beneficencia hacia sí mismos de dos modos: uno, en cuanto obran las cosas nocivas para ellos mismos; otro, en cuanto evitan las cosas provechosas para ellos mismos. (In Eth. IX, lect. 4, n. 18; IV, lect. 8-9)

 

3. Discordia:

 

Los malos no pueden convivir consigo mismos retornando a su corazón, sino que buscan a otros con quienes morar, hablando y cooperando con ellos según las palabras y hechos exteriores. Y esto porque constantemente pensando consigo acerca de sí mismos recuerdan muchos y graves males que cometieron en el pasado, y presumen que habrán de hacer cosas semejantes en el futuro, lo que les es doloroso. Pero cuando están con otros hombres, difundiéndose hacia el exterior, se olvidan de sus males. Y así, puesto que nada en sí mismos tienen que sea digno de amar ni amigable, se padecen a sí mismos.

Tales [hombres malos] ni gozan ni se conduelen con sí mismos, pues su alma está en cierta lucha contra sí misma, a saber, en cuanto la parte sensitiva repugna a la razón; y, por una parte, le duele si se aleja de las cosas deleitables a causa de la malicia que los domina, que causa semejante tristeza en la parte sensitiva; por otra parte, en cambio, se deleita según la razón que juzga que los males deben evitarse: y así una parte del alma arrastra al hombre malo a una parte, y la otra parte, en cambio, lo arrastra a la parte contraria, como si su alma se despedazase en diversas partes y discrepase contra sí misma. (In Eth. IX, lect. 4, n. 20-21)[2]

 

Por todo esto, concluye santo Tomás:

 

Así, si tan grande miseria hay en encontrarse sin amistad para sí mismo, intensamente, entonces, con vehemente empeño debemos huir de la malicia y esforzarnos por llegar a ser virtuosos. De este modo, alguno se encontrará amigablemente hacia sí mismo y se hará también amigo de otros. (In Eth. IX, lect. 4, n. 23)

 

El huir del egoísmo no es despreciar el amor propio, sino fortalecerlo. Es necesario un amor sui más profundo y radical:

 

Quien se esfuerza por sobresalir en las obras de la virtud, parece ser más philautus, esto es, amante de sí, que aquel que atribuye para sí sobreabundancia de bienes sensibles [pues] tanto más se ama alguien a sí mismo, cuanto atribuye para sí mayores bienes. Pero aquel que procura sobreexceder en las obras de la virtud, atribuye para sí [los bienes] óptimos, que son bienes máximos, a saber, los bienes honestos. Por lo tanto, máximamente se ama a sí mismo. (In Eth. IX, lect. 9, n. 1-2)

El virtuoso se ama máximamente a sí mismo. Él es benevolente, benefactor y concordante consigo mismo, es decir, quiere realmente su ser y vivir, se hace verdaderamente bienes a él mismo y concuerda consigo mismo retornando a su corazón con gusto. Siendo amigo de sí, es amigo de otros. Su amor virtuoso supone y aumenta su amor natural. Las virtudes, dice Aristóteles, son como una segunda naturaleza, fortalecen la naturaleza primera del hombre para que alcance la excelencia. “El amor de sí es por inclinación de la naturaleza”, dice santo Tomás (In Sent. III, d. 29, q. 1, a. 5, sc. 3), y las virtudes vigorizan esta inclinación para que alcance su acto y objeto perfectivo. “Quien tuviera odio hacia sí mismo, pecaría contra la naturaleza” (In Eph. c. 5, lect. 9).

“El virtuoso es amante de sí según una especie de amor de sí distinta de aquella que se reprocha” (In Eth. IX, lect. 9, n. 8). La diferencia está en que el virtuoso estima que es, verdaderamente, lo que principalmente es, a saber, la interioridad de su ser personal, subsistente e intelectual, su mente o naturaleza racional. No estamos en una visión del hombre dualista, sino como persona. Conociéndose adecuadamente, se ama ordenadamente, queriéndose y queriendo para sí todos los bienes creados de modo justo y recto. El virtuoso quiere, sobre todo, los bienes honestos del alma. Ama cada cosa en su lugar: los bienes exteriores por los del cuerpo, los del cuerpo por los del alma y, en definitiva, los del alma por el Bien Increado que es Dios, el fin último en el que hace consistir su felicidad. Desde el amor a Dios integra y unifica toda su vida.

 

Se dice que el hombre es algo según principalidad, como el príncipe de la ciudad se dice que es la ciudad; por esto, lo que hacen los príncipes, se dice que lo hace la ciudad. Ahora bien, de este modo no todos estiman ser aquello que son. En efecto, lo principal en el hombre es la mente racional, pero lo secundario es la naturaleza sensitiva y corporal, de las cuales a la primera llama el Apóstol hombre interior, y a la segunda exterior, como es patente en 2 Cor 4, 16. Ahora bien, los buenos estiman principalmente en sí mismos la naturaleza racional, o el hombre interior, de allí que, según esto, estiman ser lo que son. […] Los buenos, que se conocen verdaderamente a sí mismos, verdaderamente se aman a sí mismos. (S. Th. II-II, q. 25, a. 7, c.; In Eth. IX, lect. 9, n. 7)

 

El amor sui ordinatus se aprecia en las obras de amistad que el virtuoso hace respecto de sí mismo.

 

1. Benevolencia:

 

El virtuoso quiere máximamente para sí mismo vivir, y conservarse en el ser, y especialmente cuanto a aquella parte del alma en la que está la sabiduría. [...] El bien es para el virtuoso su ser, a saber, que sea virtuoso (In Eth. IX, lect. 4, n. 10). Para el virtuoso es digno de elección y es deleitable su ser y vivir por el hecho de que siente que su ser y vivir son buenos. Y tal sentimiento es deleitable según sí mismo, a saber, por el que alguien siente que existe el bien en sí mismo. (lect. 11, n. 10)

 

2. Beneficencia:

 

El virtuoso máximamente [...] quiere para sí los bienes de la virtud, que son los verdaderos bienes del hombre; y esta voluntad no es vana en él, pues obra tales bienes. (In Eth. IX, lect. 4, n. 8)

 

Los buenos [...] optan para él [el hombre interior] sus bienes, que son los bienes espirituales; y también emplean esfuerzo para conseguirlos. (S. Th. II-II, q. 25, a. 7, c.)

 

3. Concordia:

 

El virtuoso máximamente se con-duele y se con-deleita consigo mismo, porque para todo sí mismo, esto es, cuanto a la parte sensitiva e intelectiva, lo triste y lo deleitable es lo mismo, y no algo distinto; porque en él la parte sensitiva está tan sujeta a la razón, que sigue su movimiento, o por lo menos no se le opone vehementemente: pues [el virtuoso] no es conducido por las pasiones de la parte sensitiva, de tal manera que una vez que la pasión cesa se arrepiente de aquello que ya hizo contra la razón, sino que, porque siempre actúa según la razón, no se arrepiente fácilmente, y así máximamente consiente consigo mismo.

El virtuoso máximamente quiere convivir consigo mismo, a saber, volviendo a su corazón y meditando consigo mismo. Y esto lo hace deleitablemente: de un primer modo, ciertamente, cuanto a la memoria de las cosas pretéritas, porque la memoria de los bienes realizados es deleitable para sí; de un segundo modo, cuanto a la esperanza de las cosas futuras, pues tiene esperanza de obrar bien en el futuro, lo que es deleitable para sí; de un tercer modo, cuanto al conocimiento de las cosas presentes, pues abunda según la mente en contemplaciones, esto es, en consideraciones verdaderas y útiles. (In Eth. IX, lect. 4, n. 12-13)

 

No podemos desarrollarlo in extenso, pero hay una rica concepción de santo Tomás acerca del retorno deleitable hacia el propio corazón siguiendo, especialmente, la Tradición de los Padres de la Iglesia. Sobre todo en la Catena aurea, esta conversión hacia uno mismo toma la metáfora de una vuelta hacia la propia casa, para cuidar o custodiar la consciencia (Cat. in Mc 2, lect. 1; Cat. in Mt 9, lect. 1; Cat. in Lc 5, lect. 5; In Mt 24, lect. 4; Cat. in Lc 7, lect. 2; Cat. in Lc 8, lect. 6; Cat. in Lc 15, lect. 4; Cat. in Io 4, lect. 1; In Io 10, lect. 2; In Psal 25, 4; 36, 2; In Hebd. Pr.; De Virt. q. 2, a. 12, ad 19; Cat. in Io 5, lect. 10). Citamos, solamente, un pasaje en el que el imperativo “¡ámate a ti mismo!” toma la siguiente forma:

 

¡Retornad al corazón! Como a la sede del juicio, para que te discutas: he meditado toda la noche con mi corazón (Sal 77, 7); como al principio de la vida, para que [te] custodies: conserva tu corazón con toda custodia, porque de él procede la vida (Prov 4, 23); como al auditorio de la palabra divina, para que atiendas diligentemente: la conduciré a la soledad y hablaré a su corazón (Os 2, 14); como al tesoro de las palabras divinas: he ocultado tus palabras en mi corazón, para no pecar contra Ti (Sal 119, 11); como al cenáculo de la paz y la restauración divina: oiré lo que dice el Señor Dios, porque bendecirá a su pueblo y sus santos, y a aquellos que se convierten de corazón (Sal 85, 9). (In Is. c. 46)

 

Si las obras de amistad que son hacia otro, vienen de las obras de amistad que son hacia sí mismo, entonces, el virtuoso que máximamente se ama a sí mismo y retorna con gusto hacia el hogar de su propio corazón para morar en paz, puede acoger al otro en sí mismo amándolo profundamente. Si el vicioso se amaba desordenadamente, no estimando como superior lo más personal suyo, sino como superficial, y difundiéndose sin medida hacia los bienes exteriores e interiores, el virtuoso, que retorna a su núcleo luminoso y personal, está dispuesto a difundir todos esos bienes por amor al otro, en lo que se ama máximamente a sí mismo, puesto que procura para sí el bien honesto de la virtud. En el mismo amor desinteresado del otro, gratuito y generoso, el virtuoso alcanza la utilidad de la recompensa: “La amistad por la cual alguien ama a otro por sí mismo, aunque no sea a causa de la propia utilidad, sin embargo, tiene muchas utilidades consecuentes” (CG III, c. 153; Pieper, 1980, p. 514).

El amor sui inordinatus como raíz de todos los pecados es lo opuesto a lo que llegamos aquí: el amor sui ordinatus como principio, raíz, medida, forma y ejemplar de todo amor a los demás. Santo Tomás lo sostiene incluso en el mismo amor que tuvo Nuestro Señor para con nosotros:

 

Aquello que es poderosísimo en cada género, es medida de todas las cosas que son de aquel género, como es patente por el Filósofo en X Metaphys. Ahora bien, en el género del amor de los hombres es poderosísimo el amor por el que alguien se ama a sí mismo; y, por esto, a partir de este amor es necesario que se tome la medida de todo amor por el que alguien ama a otro. Por esto, también dice el Filósofo en IX Eth. que las obras de amistad que son hacia otro, vienen de las obras de amistad que son hacia sí mismo. Ahora bien, pertenece al amor por el que alguien se ama a sí mismo que quiera el bien para sí: de donde, tanto más se prueba que alguien ama a otro, cuanto más omite el bien que quiera para sí a causa del amigo, según aquello de Prov XII, 26: quien descuida el daño a causa del amigo, es justo. Pues bien, el hombre quiere para sí un triple bien particular; que son el alma, el cuerpo y las cosas exteriores. Por lo tanto, es un signo de amor que alguien padezca detrimento por otro en las cosas exteriores; y mayor signo de amor, si también padece detrimento del propio cuerpo, asumiendo por el amigo o dolores o azotes; pero máximo signo de amor, si también quiere abandonar su alma, muriendo por el amigo. (Quodl. V, q. 3, a. 2, c; S. Th. II-II, q. 25, a. 4, c.; I, q. 20, a. 1, ad 3; In Sent. III, d. 28, q. 1, a. 6, c.)

 

Amar a Dios más que a sí mismo y al prójimo como a sí mismo

 

El amor propio sano y ordenado del virtuoso, que supone una verdadera autoestima y produce un recto deseo de los bienes, a punto tal que lleva a su desprecio, incluso del bien de la propia vida, para donarse a los demás, fue profundamente corrompido por el pecado original. El hombre ama, según las fuerzas naturales de su voluntad, tanto a sí mismo como al prójimo, e incluso a Dios por sobre todas las cosas, incluido sí mismo, pero en el estado de naturaleza corrupta, esto no puede realizarlo sin el auxilio de la gracia, que supone, sana y perfecciona la naturaleza[3]:

[El hombre en el estado de naturaleza íntegra] amaba a Dios más que a sí mismo, y sobre todas las cosas. Pero en el estado de naturaleza corrupta, el hombre decae de esto según el apetito de la voluntad racional, que sigue al bien privado a causa de la corrupción de la naturaleza, a no ser que sea sanado por la gracia de Dios. (S. Th. I, q. 109, a. 3, c)

 

De ahí que todo lo que venimos planteando, que es comprensible por la luz natural de la razón desde la filosofía, es supuesto, pero sanado y elevado por lo que nos enseña la teología y la fe a partir de la revelación sobrenatural. En general, el amor propio suele ser incompatible con la caridad, puesto que los hombres suelen constituir su fin último en el amor del propio bien. Aunque esto no siempre suceda así todas las veces, en todos los hombres, todo el tiempo. En este segundo sentido, el amor propio no es incompatible con la caridad mientras que sea potencialmente referible al amor de sí por y en Dios, como cuando alguien ama a su madre por ser su madre con amor natural y puede amarla, además, por y en Dios con caridad. “Cuando amas algo propio que no refieres hacia Dios, no estás perfectamente humillado” (Sermo Osanna filio David, p. 1; S. Th. II-II, q. 19, a. 6, c.).

El amor natural hacia sí mismo y el prójimo ya ha sido desarrollado. La gracia cura este amor para que logre su cometido y no devenga en egoísmo. Cómo la gracia perfecciona este amor lo veremos en seguida, pero antes, digamos algunas breves palabras acerca del amor natural a Dios por sobre todas las cosas, incluso uno mismo, que, como acabamos de citar, no es posible sin la gracia sanante. Veremos luego la perfección de la caridad en el amor a Dios y su relación con el amor propio sobrenatural (objeto y orden de la caridad). Así concluirá nuestro estudio acerca del amor propio y las claves de santo Tomás.

Todas las creaturas, ya sea con apetito natural, sensible, racional o intelectual, aman naturalmente a Dios por sobre todas las cosas, incluidas ellas mismas. ¿Cómo justifica esta tesis santo Tomás? Se trata del argumento del todo y la parte, que es como sigue: 1. cualquier parte, a su modo, ama más al todo que a sí misma, incluso con detrimento propio (la mano, por ejemplo, se expone a la espada para la defensa de la cabeza, de la que depende la conservación de la salud de todo el cuerpo; o el ciudadano virtuoso se expone al peligro de muerte para la conservación de toda la republica); 2. ahora bien, Dios es el bien común de todo el universo y de cada una de sus partes; 3. luego, cualquier creatura, cada una a su modo, naturalmente ama más a Dios que a sí misma (S. Th. I, q. 60, a. 5; II-II, q. 26, a. 3; Quodl. I, q. 4, a. 3). Dejamos de lado la polémica del amor puro, la del bien común y la del deseo natural de ver a Dios.

En la Summa se explicita un poco más la premisa mayor: cada parte tiende hacia el todo porque “es del todo” (I, q. 109, a. 3, c.). Cada cosa se inclina más principalmente hacia aquello de lo que es, a retornar a su causa, que hacia sí misma, que es. Dios es la causa primera eficiente, final y ejemplar de todas las cosas, de quien dependen absolutamente. Por esto, lo que cada cosa es, lo tiene desde el Creador, razón total del ser y bondad de las cosas. Luego, cada cosa tiende o reflexiona no solo hacia sí misma o la propia especie, sino principalmente hacia el mismo bien universal absoluto.

Finalicemos, entonces, este artículo con la caridad, un amor más perfecto y perfeccionante, hacia Dios, sí mismo y el prójimo. La caridad es la amistad del hombre con Dios fundamentada en la comunicación de la bienaventuranza divina. Dios es la bienaventuranza en la unidad de su esencia y en su Trinidad de personas. La gracia es un hábito por el que el hombre se hace consorte de la naturaleza divina. La mente humana también recibe la presencia de y se configura con las Tres Personas, que son enviadas (misiones invisibles del Hijo y el Espíritu Santo). Por la fe, semejanza del Hijo, conocemos al Padre y por la caridad, semejanza del Espíritu Santo, lo amamos. Toda nuestra vida pasa a ser divina y orientada a Dios (de ahí el papel formal de la caridad respecto de todo el organismo sobrenatural del hombre).

El objeto principal de la caridad es Dios mismo como amigo. Este amor se extiende a todo lo que es del amigo. Como acabamos de notar, por la gracia participamos de la naturaleza y de las Personas divinas, por lo tanto, somos de Dios, hijos suyos adoptivos. Lo amamos como un hijo, que es del padre, lo ama. Dios se hace presente, fundamentalmente, en lo más propio del hombre que es su mente espiritual (la gracia penetra hondamente, hasta el fondo del alma que es a imagen de Dios, para recrear aquella imagen). El cristiano estima como principal en sí mismo su naturaleza intelectual que está unida a Dios por gracia en los hábitos y actos de fe, esperanza y caridad (S. Th. II-II, q. 25, a. 4, c.). Se trata de una curación y elevación de la autoestima del virtuoso sobre sí mismo. Ahora bien, ¿debemos amarnos con caridad también según nuestro cuerpo y nuestra dimensión sensitiva?

Hay que distinguir. Por un lado, nuestro cuerpo es bueno, puesto que es creado por Dios. No somos maniqueos. El alma informa al cuerpo por naturaleza, no de modo violento y extrínseco. Hay una profunda unidad entre cuerpo y alma, que constituye a la persona total. De tal modo es así que la gracia, que renueva principalmente la mente, redunda, resuena o extiende su influjo al mismo cuerpo. Dios es vida del alma y el alma es vida del cuerpo, así, Dios es vida del cuerpo: “La caridad da vida al alma, pues así como el cuerpo vive por el alma, así el alma vive por Dios, y Dios habita en nosotros por la caridad” (Sermo Emitte Spiritum, p. 3). Esto es, el cuerpo participa por el alma de la naturaleza divina y puede ser instrumento, unido y libre, para el servicio y culto de Dios. El alma alcanza el goce perfecto de Dios gracias a las obras que ejerce en y a través del cuerpo. Santo Tomás dice que el cuerpo nos “coadyuva instrumentalmente para tender hacia Dios” (De Virt. q. 2, a. 9, c.). Ya en esta vida participa de la incorruptibilidad de la resurrección. Debemos amar con caridad nuestro cuerpo en cuanto es templo del Espíritu Santo y puede configurarse con el Verbo Encarnado.

Por otro lado, el cuerpo está corrupto por la culpa y la pena. En este sentido, no debemos amar el cuerpo, sino más bien odiarlo, puesto que agrava al alma para que no pueda ver y amar a Dios (S. Th. II-II, q. 25, a. 9, c.): “La caridad no rehúye la comunicación del cuerpo según que es capaz de la gloria, sino según que es sujeto de miseria, que impide a la gloria” (In Sent. III, d. 28, q. 1, a. 7, ad 1). ¿Qué significa este odio del cuerpo? ¿No es incompatible con el amor propio? Muy por el contrario, santo Tomás ve el amor ordenado de sí como raíz del sano desprecio del cuerpo, al revés de cómo, hoy en día, el culto al cuerpo supone un amor desordenado de sí, que más bien es odio, como dijimos. Se habla de odio porque “la menor dilección es casi como cierto odio respecto de aquello que se ama más y sumamente, a saber, respecto de Dios” (In Eph. c. 5, lect. 9).

Los santos han deseado separarse del cuerpo (“muero porque no muero”, decía santa Teresa), porque entretanto estamos en esta carne no podemos alcanzar el fin último de la vida eterna. Lo han mortificado y afligido, no porque su naturaleza sea mala, sino porque su contingente e histórica condición corrupta actual es un impedimento de algo que queremos con más intensidad, la bienaventuranza. La lascivia del cuerpo es un obstáculo para adquirir las virtudes que disponen hacia el fin último de la vida eterna.

 

Y, por esto, quien así aflige su carne, para que se someta al espíritu, no la odia, sino que procura su bien, porque su bien es que se someta al espíritu, como el bien del hombre es que se someta a Dios. (In Eph. c. 5, lect. 9)

Dice san Gregorio: “Odiamos bien nuestra alma, cuando no asiente a sus deseos carnales, cuando vencemos su apetito, resistimos sus placeres. Luego, porque despreciada es conducida hacia lo mejor, se [la] ama casi como mediante el odio” (Cat. in Lc. c. 14, lect. 5). Y Cirilo continúa:

 

La vida por la cual se vive en el cuerpo no debe ser huida, sino conservada, como también Pablo [la] conservó, para que aún predicase a Cristo mientras vivía en el cuerpo; pero cuando fue preciso despreciar la vida para que se consumara la carrera, confesó que el alma no le era preciosa.

 

Incluso podríamos decir, en esta línea, que el hombre debe odiarse a sí mismo más profundamente en cuanto al alma que en cuanto al cuerpo. Efectivamente, el mal radica propiamente en la voluntad y es espiritual, no físico. La culpa no la tienen las pasiones, sino nosotros, es decir, principalmente nuestra voluntad libre. El hombre no se hace malo por su cuerpo, sino por su alma. El pecado puede darse en la parte sensitiva, corporal y exterior del hombre solo en la medida en que procede del acto interior de la voluntad. Lo que hay que corregir muy especialmente, entonces, es nuestra alma. En el capítulo 10 del De Perfectione habla santo Tomás de un “odio caritativo” y una “saludable abnegación” de sí mismo.

Respecto del ordo caritatis, así como Dios ocupa el primer lugar en el orden del amor natural, por el que todas las cosas lo aman más que a sí mismas, como fuente de todo bien natural; así también, Dios ocupa el primer lugar en el orden del amor sobrenatural, por el que el hombre lo ama con todo el corazón, mente, alma y fuerzas, como Padre que, por el Hijo, es dador de todo bien gratuito en el Espíritu Santo (S. Th. II-II, q. 26, a. 3). Si después del primer gran precepto de la caridad, viene el segundo, semejante al anterior, “amarás al prójimo como a ti mismo” (Lev 19, 18. 34; Mt 22, 39), es evidente que el amor de sí es más principal que el amor del prójimo. La razón es que la amistad que es la caridad se dirige, primero, a aquel que es principio del bien sobre cuya comunicación se fundamenta la amistad, pero, en segundo lugar, se extiende al mismo sujeto que lo recibe y participa de él. La misma unión que efectúa la caridad en el alma con Dios es más fuerte que la unión por el que el hombre se asocia a otro en la participación del bien divino.

¿No es esto egoísta? ¿No se contradice con la común experiencia cristiana de que la caridad se ejerce sobre todo con el prójimo más que con nosotros mismos? ¿No es que la caridad “no busca las cosas que son suyas” como dice San Pablo (1 Cor 13, 5)? Hay que distinguir. La asociación con el prójimo en la participación de la bienaventuranza, razón por la cual lo amamos con caridad, es más débil que la misma participación que recibe nuestra alma de Dios, pero es más fuerte que la que recibe nuestro cuerpo, templo del Espíritu, por redundancia.

Así tenemos que, en el orden del amor, primero está Dios, segundo nuestra propia alma, tercero el prójimo (especialmente su alma) y cuarto nuestro cuerpo. ¿Nuestro cuerpo íntimo es más lejano a nuestra alma que el prójimo externo? Sí, dice santo Tomás:

 

Nuestro cuerpo es más próximo a nuestra alma que el prójimo cuanto a la constitución de la propia naturaleza, pero cuanto a la participación de la bienaventuranza es mayor la asociación del alma del prójimo a nuestra alma que incluso del propio cuerpo. (S. Th. II-II, q. 26, a. 5, ad 2)

 

Debemos, entonces, procurar más para nosotros los bienes espirituales, del hombre interior, según la mente espiritual, es decir, la salvación, que para los demás. Sería estúpido cometer un pecado para salvar a otro (In II Tim c. 3, lect. 1; Quodl. VIII, q. 5, a. 1). Pero debemos despreciar los bienes del cuerpo, terrenos, si lo exige el bien espiritual del prójimo. De lo contrario, caeríamos en el egoísmo, preferiríamos nuestro bien físico a nuestro bien espiritual, que es ayudar al prójimo, por lo tanto, no nos amaríamos verdaderamente. Preferir siempre el bien divino para nosotros se puede lograr en una renuncia de todos los bienes humanos por el prójimo, incluso la propia vida (De Perf. c. 14; S. Th. II-II, q. 26, a. 5, ad 3).

“¡Ámate a ti mismo!” significa amarse de modo santo, justo o recto, verdadero y eficaz, para que así sea también nuestro amor a los demás: 1. santo: “de modo tal que alguien ame al prójimo por Dios, como también debe amarse a sí mismo por Dios” (S. Th. II-II, q. 44, a. 7, c.)[4]; 2. justo o recto: “de tal modo que alguien no sea condescendiente con el prójimo en algo malo, sino solo en los bienes, como también el hombre debe satisfacer a su voluntad solo en bienes”; 3. verdadero:

 

de tal modo que alguien no ame al prójimo por la propia utilidad o delectación, sino por aquella razón por la que quiere el bien para el prójimo, como quiere el bien para sí mismo […] pues cuando alguien ama al prójimo por su utilidad o delectación, no ama al prójimo verdaderamente, sino a sí mismo. (S. Th. II-II, q. 44, a. 7, c; De decem praec. a. 2.)

 

4. eficaz: “pues, no solo te amas, sino que también procuras bienes para ti con empeño, y evitas males. Así también debes hacer al prójimo. Leemos en I Jn 3, 18: no amemos con palabra ni lengua, sino con obra y verdad” (De decem praec. a. 2).

 

Conclusión

 

Como conclusión, quisiéramos retomar el imperativo “¡ámate a ti mismo!”. Siguiendo las huellas y claves de santo Tomás, sabemos que no se trata de ese amor propio que alimenta todos nuestros desórdenes morales, tampoco aquel amor, que procede de una falsa estima de sí mismo, por el que deseamos los bienes exteriores, del cuerpo o del alma como nuestro fin último y felicidad. Este amor propio es demasiado impropio, no es amarse verdaderamente, sino falsa y aparentemente. En el fondo, es una especie de odio de sí mismo, puesto que no amamos lo que en verdad somos: personas cuyo núcleo vital más profundo y superior consiste en una subsistencia intelectual.

“Las obras de amistad que son hacia otro, vienen de las obras de amistad que son hacia sí mismo”, repetíamos con Aristóteles. Así pues, los malos no quieren su bien, ni su ser o vivir, más bien huyen de sí mismos, se escapan de su interioridad a la que no pueden retornar con gusto. En sí mismos padecen un peso y una lucha desgarradora que los lleva a exteriorizarse y deslizarse por las superficies del mundo y los demás.

El amor propio que aquí proponemos es aquel que se despliega máximamente en la vida virtuosa. Se trata de un amor más profundo, más radical. Este amor sigue el empuje fundamental de la propia naturaleza que inclina hacia el propio bien por disposición del Creador. Las virtudes, como una segunda naturaleza, vigorizan nuestro ser haciéndolo excelente. Así, el virtuoso se ama ordenadamente a sí mismo y se encuentra en condiciones de tener amigos. Estimando que él es principalmente el hombre interior, vuelve con deleite al hogar de su intimidad, donde encuentra gozo, paz, unidad y tranquilidad. En este corazón recibe a los demás, a quienes ama como otros yos. Si el vicioso nutría toda su vida inmoral a partir del egoísmo, el virtuoso prorrumpe en amor a los demás desde la raíz de la unidad amorosa consigo mismo.

Esta vida virtuosa, del que se ama y ama, es prácticamente imposible sin la gracia, que no destruye la naturaleza, sino que la supone, sana, eleva y perfecciona. La gracia y la caridad vienen a renovar el amor natural y virtuoso que el hombre tiene de sí, de los demás y, principalmente, de Dios. El hombre tiene una tendencia natural, como cualquier creatura, a modo de parte, hacia el Creador, del que depende total y absolutamente en su ser y obrar, por encima de la vuelta sobre sí mismo. La caridad le permite amar al Creador y Soberano de todo el universo como un amigo ama a su Amigo. Por gracia, la Trinidad de Personas habita en el alma. El Hijo y el Espíritu Santo son enviados, en sus misiones invisibles, para hacer morada en nuestro hogar. Su presencia trae un renovado amor a nosotros mismos. Este amor se extiende también al prójimo, que comparte con nosotros esta ordenación hacia el Padre, y a nuestro propio cuerpo, que exulta hacia el Dios vivo por redundancia del alma.

A Dios hay que amarlo sobre todo y con todo. Luego, hay que amarnos a nosotros mismos según nuestra alma. En tercer lugar, debemos amar al prójimo, especialmente cuanto a su aspecto más principal, su espíritu. Finalmente, hay que amarnos según nuestro cuerpo. No debemos anteponer nada al amor de Dios ni a nuestra salvación, pero debemos anteponer todos los bienes corporales y mundanos por la salvación del prójimo. Así, el amor será santo, justo, verdadero y eficaz.

Paradójicamente, entonces, aunque de un modo razonable, es decir, en un tema en el que hay profunda armonía entre fe y razón, Santo Tomás nos enseña que lo que comúnmente llamamos amor propio, en realidad, es odio de sí, y que amarnos verdaderamente a nosotros mismos, consiste en donar nuestra vida en servicio de Dios y los hermanos. El verdadero dilema, entonces, no es o amarse o amar, sino o bien ni amarse ni amar, o bien amarse y amar. Tenemos a San Pablo de ejemplo:

 

Por el hecho de que el amor no permite que el amante sea de sí mismo, sino del amado, el gran Pablo, que estaba afirmado en el amor de Dios como siendo contenido por Él y por la fuerza del amor divino que lo hace salir totalmente fuera de sí mismo, dice, casi como hablando con boca divina, “vivo yo, ya no yo, vive Cristo en mí” (Gal 2, 20), porque se había proyectado hacia Dios saliendo todo desde sí mismo, no buscando lo que es suyo, sino de Dios, como verdadero amante y habiendo padecido éxtasis, viviendo para Dios y no viviendo la vida de sí mismo, sino la vida de Cristo, el amado, vida que le era muy amable. (In De Div. Nom. c. 4, lect. 10; Quodl. III, q. 6, a. 3, c.)

 

Referencias

 

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[1]  “Los malos, en cuanto se estiman que son buenos, así, algo participan del amor de sí. Y, sin embargo, esta no es la verdadera dilección de sí, sino aparente. La que incluso no es posible en aquellos que son muy malos” (S. Th. II-II, q. 25, a. 7, ad 3).

 

[2]  “La razón es la más fuerte entre todas las virtudes del alma. El signo de esto es que impera a las otras [virtudes] y las usa para su fin; sin embargo, sucede a veces que la razón es absorbida hacia lo mediocre por la concupiscencia o la ira u otras pasiones de las partes inferiores, y así el hombre peca; sin embargo, las fuerzas inferiores no pueden tener ligada a la razón de tal modo que nunca retorne a su naturaleza, la cual tiende hacia los bienes espirituales como a su propio fin. Por consiguiente, así, se genera cierta lucha del hombre hacia sí mismo y la razón resiste a aquello que, absorbida por la concupiscencia o la ira, la hizo pecar; […] y, así, el hombre, en tanto que se opone a Dios por el pecado, se hace también pesado para sí mismo, y esto es lo que añade ¿y [por qué] me convertí en un peso para mí mismo?” (In Job c. 7).

 

[3]  El amor sui es tan radical y de ley natural que el pecado no borró el amor, pero sí distorsionó el modo en el que debería desplegarse. “La ley escrita fue dada en auxilio de la ley de la naturaleza que estaba oscurecida por el pecado. Ahora bien, en cuanto al hecho de que el hombre se amase a sí mismo y su cuerpo, no estaba de tal modo oscurecida que no lo moviese a amar; sino que estaba oscurecida cuanto al hecho de que no movía al amor de Dios y el prójimo” (De Virt. q. 2, a. 7, ad 10). “La ley natural estaba oscurecida a causa del pecado, pero no cuanto a la dilección de sí mismo, porque cuanto a esto la ley natural tenía vigor” (S. Th. I-II, q. 100, a. 5, ad 1). “Aunque deban amarse cuatro por caridad, acerca del segundo y del cuarto, esto es, acerca del amor de sí y del propio cuerpo, no debían darse ningunos preceptos, en efecto, por mucho que el hombre se aparte de la verdad, permanece en él el amor de sí y el amor de su cuerpo” (S. Th. II-II, q. 44, a. 3, ad 1).

 

[4] Agustín De Trinitate. Quien ama a los hombres, debe amarlos o porque son justos, o para que sean justos; en efecto, así también debe amarse a sí mismo, o porque es justo, o para que sea justo: pues así ama al prójimo como a sí mismo sin ningún peligro. Agustín De Doctrina Christiana. Si a ti mismo, no te debes amar por ti mismo, sino por aquél dónde está el fin rectísimo de tu dilección, no se enfade algún hombre, si también a él mismo lo amas por Dios. Por lo tanto, cualquiera que ama rectamente al prójimo, debe actuar con él de modo tal que también a él mismo ame a Dios con todo el corazón” (Cat. In Mt 22, lect. 4; De Perf. c. 13; S. Th. I-II, 100, 5, ad 1; De Virt. q. 2, a. 7, ad 10).