Los límites del lenguaje humano en la retórica agustiniana

Un análisis basado en De doctrina christiana a la luz del De Magistro

 

The limits of human language in Augustinian rhetoric

An analysis based on De doctrina christiana in light of the De Magistro

 

Valeria Victoria Rodríguez Morales

Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile (Becaria ANID 21220150)

vvrodriguez@uc.cl

ORCID: 0000-0002-1951-3055

 

 

DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt53.27.2024.93-106

 

Resumen: Este artículo sostiene que los límites del verbum vocis, paradójicamente, le dan sentido al esfuerzo del docere humano en la retórica agustiniana. Se espera ilustrar a lo largo de la investigación que esta hipótesis se sigue del análisis del concepto de docere en libro IV de De doctrina christiana a la luz del De Magistro. Se pretende alcanzar este objetivo a través de tres etapas. En primer lugar, se analizarán las funciones de la retórica agustiniana, en especial, la enseñanza, en De doctrina christiana IV. En segundo lugar, se profundizará en los límites del lenguaje en el docere según las reflexiones del De Magistro. Finalmente, se realizará una síntesis de ambas descripciones, basada en De Trinitate, para mostrar que los límites del lenguaje no son una limitación en la retórica agustiniana, sino la realización de su propio sentido.

 

Palabras clave: San Agustín de Hipona, retórica, docere, lenguaje interior

 

Abstract: This paper argues that the limits of the verbum vocis, paradoxically, give meaning to the effort of human docere in Augustinian rhetoric. It aims to illustrate throughout the research that this hypothesis follows from the analysis of the concept of docere in book IV of De doctrina christiana in light of the De Magistro. This objective is intended to be achieved through three stages. Firstly, the functions of Augustinian rhetoric, especially teaching, will be analyzed in De doctrina christiana IV. Secondly, the limits of language in the docere will be explored in depth according to the reflections of De Magistro. Finally, a synthesis of both descriptions will be carried out, based on De Trinitate, to show that the limits of language are not a limitation in Augustinian rhetoric, but the realization of its own meaning.

 

Keywords: Saint Augustine of Hippo, rhetoric, docere, verbum interius

 

Recibido: 15/10/2023

Aceptado: 22/12/2023

 

 

Introducción

 

Cuando Jean Grondin le preguntó a Hans-Georg Gadamer en qué consistía el aspecto universal de la hermenéutica, él respondió de manera concisa y conclusiva: “En el verbum interius” (Grondin, 1994, p. 13). Ante la sorpresa de su interlocutor y el pedido de una mayor explicación, Gadamer añadió:

 

Esta universalidad consiste en el lenguaje interior, en el hecho de que uno no puede decir todo. Uno no puede expresar todo lo que uno tiene en su mente, el logos endiathetos. Esto es algo que aprendí del De Trinitate de Agustín. (p. 14)

 

La comprensión clásica de la hermenéutica describe el proceso de interpretación como una inversión del esfuerzo retórico de expresión que lo precede y le da sentido (Grondin, 2008, pp. 22-23). Pero no solamente este retrato conceptual griego establece una relación (en este caso, de oposición complementaria) entre la retórica y la hermenéutica, sino también el propio Gadamer señala que la retórica manifiesta esta lingüisticidad universal que subyace en lo hermenéutico[1].

Este es el gran desafío de la retórica agustiniana: tratar de enseñar (docere) algo que no se puede expresar con totalidad a través del verbum vocis, que sólo sirve como medio para “herir” (verberare) en el oído y provocar el recuerdo de la palabra interior. Como explica Agustín en De Magistro y en De doctrina christiana, el Maestro interior, divino, es el único que verdaderamente enseña: “Christus veritas intus docet [Cristo enseña la verdad desde adentro]” (De Mag. XII, 39). Sin embargo, esto no significa que el enseñar de maestros humanos carezca de sentido y valor; decirlo sería equivalente a admitir que la medicina es vana debido a que la salud depende únicamente de Dios (De doc. christ. IV, XVI, 33). Resulta, entonces, necesario preguntarse cuál es el sentido de enseñar en la retórica agustiniana.

Este artículo intenta responder a esa pregunta afirmando que son, precisamente, los límites del lenguaje los que le dan el sentido a la enseñanza humana en la retórica agustiniana. La razón de ello estriba en que no son las palabras, sino las cosas, las que verdaderamente nos enseñan (De Mag. X-XI). El sentido del docere humano es dado por la posibilidad de despertar el oído interior para recordar lo olvidado y oculto. El objetivo principal no es la persuasión o el asentimiento del público (De doc. christ. IV, XVII, 34). Por esto, los preceptos retóricos son muy secundarios, dado que el objetivo del lenguaje en el docere es la claridad, es decir, la posibilidad de que el oyente pueda hacer una hermenéutica apropiada para percibir la coincidencia entre la palabra que está en su interior y las provocaciones de la enseñanza humana.

Esta argumentación puede parecer en un inicio un poco compleja; sin embargo, se espera ilustrar a lo largo de la investigación que la hipótesis de este artículo se sigue del análisis del concepto de docere en libro IV de De doctrina christiana a la luz del De Magistro. Así, se pretende alcanzar este objetivo a través de tres etapas. En primer lugar, se analizarán las funciones de la retórica agustiniana, en especial, la enseñanza, en De doctrina christiana IV. En segundo lugar, se profundizará en los límites del lenguaje en el docere según las reflexiones del De Magistro. Finalmente, se realizará una síntesis de ambas descripciones, basada en De Trinitate, para mostrar que los límites del lenguaje, paradójicamente, no son una limitación en la retórica agustiniana, sino la realización de su propio sentido.

 

La retórica en el Libro IV de De doctrina christiana

 

Los primeros tres libros en De doctrina christiana desarrollan el aspecto hermenéutico del tratamiento de las Sagradas Escrituras, en tanto reglas y enfoques de exégesis bíblica. El cuatro libro encara el aspecto retórico, pero no desde preceptos, sino a partir de una descripción del papel del orador cristiano en la enseñanza de las Escrituras. Ya previene Agustín esta estructura desde un inicio: “Duae sunt res quibus nititur omnis tractatio Scripturarum, modus inveniendi quae intellegenda sunt et modus proferendi quae intellecta sunt. De inveniendo prius, de proferendo postea disseremus” (De doct. christ. I, I, 1). Señala, entonces, que son dos las cosas sobre las que deben apoyarse tanto la interpretación como la exposición[2] de las Escrituras: el modo de descubrir (inveniendi) lo que debe ser entendido y el modo de proferir lo que se ha entendido. Y añade que disertará primero sobre el descubrimiento (inveniendo) y luego sobre la exposición (proferendi). 

R. P. H. Green (1995) anota que San Agustín transformó la concepción que la retórica clásica tenía sobre el término técnico “inventio”, resumida en la Rhetorica ad Herennium de esta forma: “la invención de un asunto verdadero o plausible para hacer un caso convincente” (Rhet. Her. 1, 2, 3). La ambigüedad de la traducción al español de esta palabra latina permite captar esta transformación de sentido; inventio puede traducirse tanto por “acción de encontrar o descubrir, descubrimiento” como por “facultad de inventar, invención” (Vox, 1982). La primera acepción coincide con la propuesta agustiniana y la segunda recuerda incluso a la definición aristotélica de la retórica: “facultad [dýnamis] de teorizar lo que es adecuado en cada caso para convencer” (Ret. I, 2, 1355b).

Tanto en Aristóteles como en la Rhetorica ad Herennium (de autor anónimo), la invención no implica una ficcionalización del discurso retórico, como podría parecer cuando traducimos inventio al español. La facultad de inventar o teorizar un asunto verdadero o plausible tiene un método lógico estricto, al que no debe escapar. Como puntualiza Aristóteles en Tópicos I 3, 101b8-11: “ni el retórico convencerá ni el médico curará de cualquier modo, sino que, sólo en caso de que no descuiden ninguna de sus posibilidades, diremos que poseen adecuadamente su ciencia”. Entonces, la transformación agustiniana no viene a enmendar alguna falta de método, sino que, al contrario, convierte el modo de proferir en una función secundaria. Sin dejar de usar recursos retóricos y argumentaciones lógicas, como herramientas complementarias, Agustín cambia el sentido de inventio por dos razones. La primera es que el foco ya no está en el convencimiento, sino en la posibilidad de exponer lo hallado. La segunda es que la verdad no es algo que deba elaborarse a partir de premisas, sino que, al estar ya presente en el verbum interius, solo debe ser recordada. La retórica agustiniana es una invitación a un proceso hermenéutico interior.

No es necesario, por consiguiente, inventar y ordenar argumentos con la estricta finalidad de persuadir, porque la verdad es convincente por sí misma cuando es conocida; continúa siendo necesaria, empero, la retórica, puesto que generalmente se nos presentan muchos obstáculos para llegar a ese conocimiento. San Agustín es consciente de que el arte de la retórica se puede usar también para convencer al público de cosas falsas, a través de un discurso breve, claro, entretenido y verosímil (De doc. christ. IV, II, 3). Esta advertencia ya se hace al comienzo del Libro IV, que escribió el Doctor de la Gracia en la última fase de su vida y pensamiento, en el año 426, mucho después de atravesar su etapa de maestro de retórica (desde sus 19 años hasta sus 28), y el subsecuente rechazo a esta disciplina, narrado en las Confesiones. Comenzó a considerar en esos tiempos a la retórica como un arte de vender una locuacidad victoriosa, donde se engaña mientras se es engañado (Conf. IV, 1-2). No obstante, en De doc. christ. IV, después de madurar un nuevo concepto de retórica, defiende la necesidad de servirse de algunas de sus armas para proferir las cosas descubiertas en la Sagrada Escritura.

Sugiriendo en la pregunta una respuesta, san Agustín interroga: “¿quién osará decir que la verdad debe estar inerme en sus defensores contra los mentirosos?” (De doc. christ. IV, II, 3). El orador cristiano no debe, por tanto, proferir largos, aburridos y oscuros discursos que no pueda entender la mayoría; al contrario, debe tener la habilidad de exponer la verdad de una manera en que la entiendan incluso los más rudos. Por estos motivos, las tres funciones principales de la retórica son las que había mencionado ya Cicerón en De oratore (I, 68): enseñar, deleitar y doblegar. La necesidad de enseñar refiere a las cosas que decimos; mientras que el deleitar (delectare) y el doblegar (flectere) trata de la forma en la que las decimos (De doc. christ. IV, XII, 27). Por lo tanto, el núcleo de contenido en torno al que giran estas dos funciones es el docere. El delectare y el flectere no tienen sentido sin la enseñanza, que es la única función verdaderamente necesaria (IV, XII, 28).

La finalidad del delectare es la amenidad o suavidad, que sirve para que el oyente o interlocutor atienda a las cosas que deben ser enseñadas (IV, XII, 27). Lo que Platón ve en el Gorgias como una limitación de la retórica, Agustín recupera como una herramienta favorable. Platón compara a la retórica con la práctica culinaria para demostrar que su estatuto es limitado y que no alcanza la categoría de arte. La culinaria y la retórica serían prácticas de adulación que solo sirven para producir agrado y placer; la medicina, la gimnasia y la política sí tendrían, en cambio, la calidad de artes (Gorg. 462a-466a). El Obispo de Hipona hace una comparación parecida con un objetivo muy diferente, dado que argumenta que un discurso sabio y elocuente es similar a una medicina dulce: “así como muchas veces deben tomarse las cosas amargas por ser saludables, así también siempre debe evitarse lo dulce que es pernicioso. ¿Y qué cosa mejor que una saludable suavidad o una suave salubridad?” (De doc. christ. IV, V, 8). Esta calidad de discurso es la que probablemente percibía en san Ambrosio, como cuenta en Conf. V, 13: “Sus elocuentes sermones proporcionaban generosamente a tu pueblo la flor de tu harina, la alegría de tu aceite y la sobria embriaguez de tu vino”. No es el agrado, sin embargo, el propósito fundamental, sino un medio contingente para la enseñanza necesaria; así como la culinaria solo haría más suave la medicina, sin poder por ello reemplazarla.

Lo mismo ocurre con el flectere, puesto que su propósito es mover al auditorio para ejecutar lo que se le ha enseñado y, si no se ha logrado enseñar nada, se doblegaría en vano (De doc. christ. IV, XII, 27-28). Además, si ya se logró enseñar algo, continúa argumentando Agustín, es posible que no sea necesario siquiera urdir una estrategia para vencer, puesto que a menudo cuando se conoce y se ha entendido bien algo, se tiende a ejecutarlo. Solo es necesario entonces el flectere, cuando las personas, sabiendo lo que hay que hacer, no lo hacen. Escapa así el filósofo africano al intelectualismo moral, que había marcado las objeciones de Sócrates a Gorgias (Gorg. 460a-461a), y asume nuevamente las funciones de la retórica clásica como herramientas complementarias de la finalidad del docere.

Ahora bien, ¿en qué consiste el docere en De doctrina christiana? Se ha dicho que esta función refiere al contenido del discurso, “[…] hoc est docendi necessitas, in rebus est constituta quas dicimus [la necesidad de enseñar se halla situada en las cosas que decimos]”, pero, ¿cómo entiende San Agustín la idea de “las cosas que decimos”, cuando describe así a la enseñanza? ¿Qué nos permite asumir que hemos dicho algo y, por tanto, enseñado algo?  Aclara, entonces, inmediatamente:

 

Luego el que habla con intento de enseñar no juzgue haber dicho lo que quiso mientras no sea entendido por aquel a quien quiso enseñar. Pues aunque haya dicho lo que él mismo entendió, todavía no ha de pensar que lo dijo para aquel que no le ha entendido. Si le entendió, de cualquier modo que lo haya dicho, ya lo dijo. Si además quiere deleitar o mover a los que enseña, no es indiferente el modo como hable; para conseguirlo, interesa el modo de decirlo. (De doc. christ. IV, XII, 27)

 

Si en este contexto no es indiferente el modo de decir cuando se quiere deleitar o mover, no es difícil suponer que sí es indiferente cuando abstraemos solamente la función de enseñar. Esto se afirma de modo más o menos sutil: no importa lo que se diga, no importan las palabras que se usen, siempre y cuando el oyente pueda inteligir lo que se quiere enseñar. En cambio, si no lo ha entendido, no se puede considerar que se haya siquiera “dicho” lo que se quería enseñar. El foco de la retórica agustiniana está, por tanto, en el oyente o interlocutor, y no tanto en el orador o maestro.

Este enfoque centrado en el entendimiento del público sienta las bases de una concepción dialogal del docere. Esta concepción, precisamente, no solo se aplica a conversaciones con una persona o con un grupo pequeño, sino también a los discursos dirigidos al pueblo: “Suele el auditorio, ávido de instrucción, significar con algún movimiento personal si ha entendido; y hasta que no lo manifieste debe dar vueltas al asunto de que trata, variando la explicación de muchos modos” (X, 25). Asimismo, el orador no deberá seguir machacando sobre un mismo asunto si los oyentes ya dieron señales de haberlo entendido. San Agustín añade que, a veces, pueden decirse, leerse o recitarse cosas que ya se saben y que no se han olvidado, pero no para enseñar, sino para deleitar, atendiendo al modo de decir más que a lo que se dice. Seguidamente aclara, empero, que él no trata en esta obra del modo de agradar, sino de cómo hay que enseñar a los que desean aprender.

Aquí introduce el Obispo de Hipona una alusión a la teoría de la reminiscencia que había desarrollado en diálogos tempranos: “cuando se recuerda a alguno las cosas que tenía ya olvidadas, se enseña” (De doc. christ. X, 25). Comienza de este modo a revelar qué entiende por enseñar y por qué es tan importante la participación del oyente, incluso si esta participación se reduce a un asentimiento no verbal o a cualquier otra señal indicadora de efectivo entendimiento. El oyente es el que le da el sentido a la enseñanza, porque el rétor no le transmite el conocimiento ni le convence de sus conclusiones; sino que solamente le invita a mirar adentro y desocultar lo olvidado. Agustín afirma: “Absolutamente hablando, la elocuencia tratando de enseñar no consiste en que agrade lo que se aborrecía o en que se haga lo que se rehusaba, sino en hacer que se descubra lo que estaba oculto” (XI, 26). La elocuencia, por tanto, no radica en buscar palabras altisonantes y ordenar proposiciones para inventar pruebas verosímiles, puesto que hay que “amar la verdad en las palabras, mas no las palabras por sí mismas” (XI, 26).

La retórica agustiniana ilumina en lugar de persuadir. Por esto, el papel del orador cristiano es procurar la mayor claridad posible en su discurso y, aunque los autores sagrados empleaban a veces una “saludable oscuridad”, los que están llamados a interpretarlos no deben imitar esta oscuridad (VIII, 22). San Agustín reconoce que el deseo de claridad puede descuidar a veces las palabras cultas, porque le da más importancia a una explicación diáfana que a una disertación agradable al oído. Este añadido autocrítico hace referencia a Cicerón (De Or. 1, 78), quien deja establecido que hay una especie de negligencia diligente en esta clase de locución. Agustín responde que “esta negligencia, de tal suerte se despoja del adorno, que no se viste con desdoros [sordes]” (X, 24). Este tipo de discurso, entonces, prefiere sonar humilde y sencillo, que ensuciarse con perifollos incomprensibles.

A partir de este análisis del concepto de docere en De doctrina christiana IV, podemos inferir que las palabras proferidas, las herramientas principales de la retórica clásica, dejan de tener protagonismo en la retórica agustiniana. La reducción de la importancia de las palabras proferidas, paradójicamente, acrecienta la necesidad de una apropiada y clara elocuencia, “ut qui audit verum audiat et quod audit intellegat” (X, 25). El docere busca, así, que el que oye, oiga la verdad y entienda lo que oye. Esta redundancia en el verbo audire no es casual, el oyente puede oír pero no inteligir, esto es: puede encontrar algún obstáculo al tratar de “oír hacia adentro”, recibiendo, entonces, las palabras proferidas como sonidos carentes de sentido. Puede incluso disfrutar del discurso por su belleza pero no desocultar la cosas que el rétor comprende e invita a interpretar. La condición fundamental de la enseñanza es, por lo tanto, que el oyente escuche interiormente la verdad.

 

El significado de docere a la luz del De Magistro

 

La noción de escucha o visión interior está descrita de una manera mucho más exhaustiva en el De Magistro. Así que a la luz de este diálogo temprano podemos reinterpretar el docere, para comprender por qué los límites de las palabras proferidas le dan el sentido a la retórica agustiniana en tanto instrumento imperfecto de enseñanza. Al comienzo de la conversación, San Agustín le pregunta a su hijo Adeodato cuál es la finalidad del lenguaje y éste le responde que es “aut docere, aut discere [o enseñar, o aprender]” (De Mag. I, 1). El filósofo de Tagaste le corrige, sin embargo, argumentando que la única finalidad del lenguaje es enseñar o, dicho de otro modo, “despertar el recuerdo en nosotros mismos o en los demás” (De Mag. I, 1). Este tipo de teoría de la reminiscencia, como se dijo más arriba, no debe ser entendida de un modo platónico o neoplatónico. Como especifica Agustín en sus Retractaciones (I, 4, 4), no quiere decir que “el alma hubiera vivido alguna vez, o aquí en otro cuerpo, o en otro lugar, ya en el cuerpo, ya fuera del cuerpo; y que aprendió antes, en una vida anterior, las cuestiones que, preguntada, responde ahora”. En la reminiscencia agustiniana, es posible una suerte de memoria del presente (Carta a Nebridio 7, 1). Como nota Manuel Martínez (1963), “el objeto del recuerdo, más bien que lo pasado, son las verdades eternas fuera del tiempo” (p. 529). La enseñanza, por tanto, sería una evocación y los signos tienen el restricto papel de intentar provocar esa evocación.

Por esto, una de las ideas centrales del De magistro es que no aprendemos nada por los signos, puesto que son las cosas (que recordamos) las que verdaderamente nos enseñan (XI, 36). Para descubrir si son las palabras o las cosas las que nos enseñan, San Agustín pregunta a su hijo si es posible mostrar alguna cosa sin usar un signo. Incluso después de definir una amplitud del lenguaje que incluye signos no verbales, concluyen que sí es posible. Por ejemplo, cuando alguien está quieto y le preguntan qué es pasear, puede comenzar a pasear, demostrando la propia acción sin usar ningún signo (III, 6). Este ejemplo es cuestionado más adelante por Adeodato, pues aunque el maestro comience a pasear no quedará claro, para quien observa, si pasear es moverse de ese modo exacto o caminar en general (X, 29). La respuesta de Agustín frente a esta crítica se fundamenta en la “inteligencia” del espectador (“si ille ita intelligens esset”). Si puede admitirse que un ser humano muy perspicaz podría entender lo que es cazar, abstrayendo todo lo demás, al ver a un cazador en plena faena, entonces, “bastaría este ejemplo para demostrar que se puede instruir sin necesidad de signos a ciertos hombres en algunas cosas, aunque no en todas” (X, 32). Esta es una proposición particular afirmativa fácilmente admisible, pero, ¿cómo se concluye sobre esta base que no aprendemos por los signos? La vía de argumentación del filósofo de Tagaste es mostrar el proceso por el que inicialmente conocemos las cosas, antes de vincularlas a signos específicos. Pregunta, entonces, a su hijo:

 

¿Acaso Dios y la naturaleza no exponen a nuestras miradas y muestran por sí mismos este sol y la luz que derrama y viste todas las cosas con su claridad, la luna y los demás astros, las tierras y los mares y todo lo que en gran número en ellos nace? […] Lo que si consideras con más atención, no hallarás tal vez nada que se aprenda por sus signos. Cuando alguno me muestra un signo, si ignoro lo que significa, no me puede enseñar nada; mas si lo sé, ¿qué es lo que aprendo por el signo? (X, 32-33)

 

Así, antes del conocimiento de la cosa, las palabras pueden no ser para nosotros más que sonidos indescifrables. Si viajáramos en el tiempo y tratáramos de explicarle a Agustín qué es un avión, probablemente vincularía las imágenes de cosas que ya conoce, como pájaros y ruedas, para vislumbrar el significado de este signo. Pero, si no hubiese conocido nada parecido a ninguna parte de lo que representa un avión, ni hubiese visto nunca volar, ni saltar a nada, muy posiblemente sería vano intentar enseñarle lo que es, incluso si usamos todas las palabras que se nos ocurran. Del mismo modo, un maestro muy elocuente puede hablar sobre algo durante unas horas en un idioma que sus oyentes no conocen y, claro está, ellos no aprenderán nada.

Se podría observar, no obstante, que san Agustín admitió en un inicio que la finalidad del lenguaje es enseñar y, ¿cómo podría ser esa su finalidad si no aprendemos a través de los signos? La respuesta está en que aprender y enseñar no son lo mismo. Agustín no se quedó con la respuesta de Adeodato, “aut docere, aut discere”, porque, aunque podemos incitar el recuerdo y aunque a eso se le llama enseñar, el aprendizaje depende de lo que el discente pueda ver dentro de él mismo. Por esto, la propuesta fundamental del De Magistro, que cimienta la teoría agustiniana de la iluminación, se resume en la citada sentencia: “Christus veritas intus docet” (XII, 39). Para Agustín, el verdadero Maestro ilumina las cosas que tenemos impresas en nuestro espíritu y los maestros humanos, que solo pueden usar los signos y el ejemplo, se limitan a proponer a los oyentes una revisión de su interior. En este sentido, el filósofo africano establece una fórmula que incluso ahora, para la Escuela Nueva, resultaría de máxima utilidad: “una vez que los maestros han explicado las disciplinas que profesan enseñar, […] entonces los discípulos consideran consigo mismos si han dicho cosas verdaderas, examinando según sus fuerzas aquella verdad interior” (XIV, 45). Así, de un modo semejante a la estrategia empleada mucho después en De doctrina christiana, en De Magistro San Agustín resuelve el problema de los límites del lenguaje desplazando hacia el oyente o discípulo el punto de gravedad del docere.

Esta transformación del núcleo de la enseñanza permite que incluso el más inesperado maestro humano pueda cumplir con esta función. Es posible interpretar, así, uno de los eventos más cruciales de la conversión de San Agustín, relatado en las Confesiones. Derrumbado bajo una higuera, hundido en lágrimas, rogando a Dios respuestas sin estar seguro, el filósofo de Tagaste oyó una voz desde la casa vecina. Era un niño que cantaba “Toma y lee, toma y lee”. Interpretó, entonces, estas palabras como un mandato divino de abrir la Carta a los Romanos y leer el pasaje que le apareciera (este pasaje fue Rm 13:13ss.). Cuenta en las Confesiones VIII, 12: “No quise leer más ni era preciso. Al punto, nada más al acabar la lectura de este pasaje, sentí como si una luz de seguridad se hubiera derramado en mi corazón, ahuyentando todas las tinieblas de mi duda”. El niño, por tanto, había cumplido la función de maestro humano, sin saber nada de la doctrina y, además, sin tener la intención de convencer a Agustín de que hiciera caso a las exhortaciones escritas por san Pablo. El autor de las Confesiones no aprendió nada por esos dos signos en sí mismos: “tolle” y “lege”; pero las imágenes que estas palabras despertaron en su percepción interior sí le enseñaron algo que transformó radicalmente su modo de vivir.

Esta historia es demasiado coherente con la filosofía del lenguaje que expone en De Magistro. El que oye “conoce lo que yo digo porque él lo contempla, no por mis palabras, si es que lo ve él interiormente y con ojos simples” (XII, 40). Asimismo, incluso si a veces nos engañamos debido a una visión borrosa de nuestro interior, lo que hablamos finalmente refiere a lo que vemos hacia adentro. Sin embargo, “la palabra no puede manifestar lo que nosotros tenemos en el espíritu. […] Así, pues, las palabras no tienen ya ni el valor de manifestar el pensamiento del que habla, pues es incierto si él sabe lo que dice” (XIII, 41-42). Así que nunca podemos agotar con la voz exterior todo lo que vislumbramos interiormente, pero el lenguaje nos invita a iniciar un proceso comprensivo circular: el discurso que intenta de manera imperfecta proferir las cosas descubiertas invita al oyente o interlocutor a interpretar y desocultar a través del recuerdo esas mismas cosas e imágenes en su interior correspondiente. Gadamer aludía a esta imposibilidad de elocución perfecta como aspecto universal de la hermenéutica y, con el concepto de verbum interius, hacía referencia al De Trinitate.

 

Límites del lenguaje y sentido de la retórica agustiniana

 

Una de las maneras de entender el concepto de verbum es la que corresponde a la vox verbi o, como se diría en la filosofía helenística, al logos prophorikos: “el sonido articulado silábicamente en el espacio y en el tiempo, ora lo modulen nuestros labios, ora quede recatada en nuestro pensar” (De Trin. IX, X, 15). Nuestro diálogo interior conformado de signos en algún idioma no es aún verbum interius, porque si quisiéramos, en un momento dado, podríamos proferir a través de la voz estos sonidos articulados silábicamente. Hay otro tipo de palabra, sin embargo, que es verdaderamente interior y no podemos proferirla sin corromperla. Hay un verbo en principio informe pero formable (verbum formabile), verdadero y al mismo tiempo misterioso, que subyace a todo intento de pensamiento y da a luz al verbum cordis, la palabra humana hasta cierto punto formada e intelegible, pero aún no silábica (De Trin. XV, XV, 25). Como señala Claudio Pierantoni (2011), el verbum formabile:

 

Es un verbo todavía silencioso, pero necesario presupuesto (a priori) de aquella actividad interior, que es el pronunciamiento del verbum cordis: la palabra humana […] que nace de este verbo inicial informe, al contacto del hombre con el mundo real”. (p. 197-198)

 

Agustín define este tipo de verbo formable como algo de nuestra mente que movemos de un lado a otro cuando pensamos en unas cosas o en otras según las descubrimos (De Trin. XV, XV, 25).

El asunto es que este proceso interior de transición del verbum formabile al verbum cordis, que determina el aprendizaje de las cosas, no está condicionado por articulaciones silábicas ni signos no verbales exteriores. El hecho de que todos poseamos internamente un verbo inefable y susceptible de ser formado sin “voz”, fundamenta la posibilidad de un aprendizaje intersubjetivo donde el lenguaje no sea el núcleo. Cuando hablamos, son muchas más las cosas que se ocultan que las que se revelan; pero esto es parte de la comprensión de la verdad como aletheia. Como afirma Gadamer (1977): “El decir lo que uno quiere decir, el entenderse, mantiene […] lo dicho en una unidad de sentido con una infinitud de cosas no dichas y es, de este modo, como lo da a entender” (p. 561). La infinitud de cosas no dichas abriga la posibilidad de percibir el verbum formabile que quien habla percibe pero no puede proferir. Los límites de la vox verbi, como sugería Gadamer, demuestran el aspecto universal de la hermenéutica; asimismo, entonces, estos límites muestran la necesidad de una retórica de la claridad, que no sería más que un llamado a observar en el interior el mismo verbo informe que comparten el discípulo y el maestro, el oyente y el orador.

Por tanto, y a partir del análisis de De doctrina christiana a la luz del De Magistro, es posible colegir que la enseñanza en la retórica depende mucho más de la capacidad de inteligir de los espectadores que de la elocuencia del rétor. Así, el lenguaje pasa a un plano muy secundario y, en cambio, cobra importancia la relación, dialógica, con los oyentes. El asentimiento de los oyentes le da sentido y validez a la retórica, no porque denote una efectiva persuasión, sino porque demuestra que éstos están logrando percibir en su interior lo mismo que el orador ha descubierto también en su verbum interius. Fluye, de este modo, el aprendizaje intersubjetivo al que se hacía referencia.

 

Conclusiones

 

El curso argumentativo de esta investigación sienta las bases sobre las que se puede admitir que son, paradójicamente, los límites del lenguaje los que le dan el sentido a la retórica agustiniana. Las razones que conducen a esta conclusión son tres. Primero: la única necesidad fundamental de la retórica, de acuerdo con De doctrina christiana, es la enseñanza; en esta función, la inventio ya no es una actividad del rétor, sino una invitación al oyente a descubrir en el recuerdo; así, el lenguaje no es más que un conjunto de señales que pueden despertar, o no, una mirada interna. La segunda razón, basada en el De Magistro, completa el concepto de docere argumentando que aprendemos por las cosas y no por los signos; por tanto, el aprendizaje no recae en el lenguaje, sino en la capacidad del discípulo de vislumbrar esas cosas internamente (como pasaba con el oyente). Dado que la vox verbi no puede agotar todo lo que tenemos en el espíritu, la retórica enseña precisamente por qué los límites del lenguaje son un llamado a la interpretación. En esto se sostiene la tercera razón: la infinitud de cosas no dichas, representada en De Trinitate por el verbum formabile, puede formar el silencio para transformarlo en verbum cordis a través de la cogitatio. El oyente reconoce su palabra interior en las invitaciones del rétor y, por consiguiente, es la limitación del lenguaje la que hace posible la enseñanza, al abrir un espacio a la hermenéutica.

 

Referencias

 

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[1]  En Verdad y método II, Gadamer (1998) explica que “la retórica denota la lingüisticidad realmente universal que subyace esencialmente en lo hermenéutico en el otro sentido, y representa algo así como el positivo respecto al negativo del arte de la interpretación lingüística” (p. 226). Catalina González (2012) sintetiza la relación entre hermenéutica y retórica en Gadamer desde tres aspectos diferentes: 1) el “tipo de saber propio de ambas disciplinas, el cual escapa a la mera aplicación de reglas, es decir, para el cual las etiquetas de ‘arte’, ‘técnica’ o ‘método’ son insuficientes, en virtud de que este saber involucra un talento o habilidad natural humana no transmisible teóricamente”; 2) “su tipo de verdad. Esta verdad no es una verdad demostrable o cierta, como aquella de la que pretenden dar cuenta las ciencias modernas exactas, sino más bien una ‘verdad práctica’, cuyas afirmaciones son ‘plausibles’ o ‘verosímiles’; 3) “el tipo de proceso interpretativo que ocurre en el seno de las dos disciplinas” (p. 127).

 

[2]  En este pasaje, Green (1995) elige traducir “tractatio” como “interpretation”. Por otra parte, Balbino Martín Pérez (1958) opta por la palabra “exposición”. No obstante, la elección de Green restringe el término al aspecto hermenéutico y la de Pérez sugiere el aspecto retórico; en cambio, el Obispo de Hipona muestra, con el uso de tractatio, la intención de abarcar ambos aspectos, que son las dos caras del tratamiento de la Escritura. Es más directo Eugenio de Zeballos (1792), cuando traduce: “Dos son las cosas que tiene que saber el que ha de tratar las divinas Escrituras” (p. 3).