El conocimiento humano de la naturaleza divina según santo Tomás

Human knowledge of the divine nature according to Saint Thomas

Héctor Delbosco

CEOP, Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, Buenos Aires, Argentina

hdelbosco@unsta.edu.ar

DOI:  https://doi.org/10.53439/stdfyt52.26.2023.213-222

Resumen: Este escrito corresponde a la conferencia pronunciada por su autor con motivo de los 25 años de la Revista Studium. Trata acerca de la postura de santo Tomás sobre la posibilidad y los límites del conocimiento humano de la naturaleza divina. En él se recorren los textos básicos del Aquinate sobre el tema, comenzando por afirmar la posibilidad de conocer la naturaleza divina a partir del estudio de las creaturas y de las perfecciones encontradas en ellas. Se subraya el carácter analógico de dicho conocimiento, dado que toda propiedad que nuestro intelecto quiera atribuir a Dios es tomada de sus efectos, en los que ella se encuentra en forma participada. De aquí el error de toda postura tanto univocista como puramente equivocista acerca de esta cuestión.

Palabras clave: naturaleza divina, participación, analogía, univocismo, equivocismo

Abstract: This writing corresponds to the lecture given by its author on the occasion of the 25th anniversary of Studium. It deals with Saint Thomas’ position on the possibility and limits of human knowledge of the divine nature. It covers the basic texts of Aquinas on the subject, beginning by affirming the possibility of knowing the divine nature from the study of creatures and the perfections found in them. The analogical character of the knowledge of the divine nature is emphasized, because every property that our intellect wants to attribute to God is taken from its effects, in which it is found in a participated form. Hence the error of any univocist or purely equivocal position on this question.

Keywords: divine nature, participation, analogy, univocism, equivocism

Comienzo agradeciendo la invitación que se me hiciera para esta ocasión, y quisiera comentar que para este caso elegí el modo de una lectio medieval. Es decir, de una sencilla exposición articulada del texto de un autor –en este caso, de diversos textos de santo Tomás sobre el tema– acompañada de algunos comentarios y precedida de una breve introducción. Es de esperar que a la lectio siga después una disputatio, es decir, un diálogo que nos enriquezca a todos.

Se sabe que, cuando nuestro autor contaba apenas con cinco años de edad, fue enviado al monasterio de Montecassino en calidad de oblato benedictino. Allí permaneció unos nueve años, aprendiendo las primeras letras, la gramática, la música y salmodia, según el programa habitual de la época. Cuenta Pedro Calo, uno de sus primeros biógrafos, que Tomás se destacaba entre sus compañeros por su piedad y su espíritu reflexivo, y que ya desde entonces tenía una inquietud predominante, que expresaba con una reiterada pregunta a su maestro: Quid est Deus? (Ramírez, 1975, pp. 7-8).

La pregunta no se refería al tema de si Dios existe o no. Si bien es muy sabido que él es el autor del desarrollo más difundido de las pruebas de su existencia –sus famosas cinco vías– su curiosidad intelectual apuntaba a conocer algo más acerca de la esencia divina.

Ya adulto, la pregunta es retomada una y otra vez en sus escritos. ¿Podemos saber lo que Dios es? ¿Hasta qué punto? ¿Con qué limitaciones? La cuestión aparece en varias de sus obras, entre ellas en la Summa Contra Gentes, la Summa Theologiae, algunas Quaestiones Disputatae, el comentario al De divinis nominibus de Dionisio. De hecho, el tema podría denominarse, usando los términos de los escolásticos, “cuestión acerca de los nombres divinos”. Porque, dado que el nombre que le damos a una cosa quiere expresar lo que ella es, preguntarse sobre los nombres que podemos atribuir a Dios es preguntarse qué podemos saber acerca de su esencia o naturaleza.

El tema es complejo y no puede sino presentarse como contenido entre dos extremos, dos polos señalados por el mismo Dionisio: Dios es a la vez pantónimos y anónimos, es decir le corresponden todos los nombres y no le corresponde ninguno. Efectivamente en el capítulo séptimo de la primera parte de la obra recién señalada, dice textualmente:

Así, pues, a la Causa de todas las cosas y que es superior a todas las cosas no se aplica ningún nombre y se le aplican todos los nombres de las cosas que son, a fin de que sea reina de todas las cosas y todas las cosas graviten en torno a ella y de ella dependan, como causa, como principio y como fin. (De Divin. Nomin. I, 7, 596c)

También en santo Tomás la cuestión es presentada entre dos polos que se implican mutuamente en tensión dialéctica. Un primer extremo es el de la total inefabilidad de Dios. En efecto, se dice que nuestro intelecto sabe lo que algo es cuando lo puede definir, es decir, cuando concibe una forma de su objeto que corresponde a la totalidad de lo que él es. Ahora bien, de aquí se deduce, entonces, que todo lo que nuestro intelecto puede concebir acerca de Dios no alcanza a representarlo –est deficiens a repraesentatione eius– y por lo tanto lo que Él es permanece oculto para nosotros. Y nuestro santo doctor concluye:

Y éste es el más alto conocimiento que podemos tener de Él en esta vida, que conozcamos que Dios está por encima de todo lo que pensamos de Él, como es patente por Dionisio, en el capítulo primero de La Teología Mística. (QD De Veritate, q. 2, a. 1) 

No es casual la cita de Dionisio en este punto, pero debemos tener en cuenta que la tesis de la inefabilidad de Dios, es decir, que nuestro intelecto es incapaz de conocer y expresar adecuadamente su naturaleza, no es exclusiva del Areopagita, sino que aparece expresamente en muchos Padres de la Iglesia, empezando por san Justino, y siguiendo por san Hilario, san Basilio, san Agustín, san Juan Damasceno, y tantos otros.

Si pasamos ahora al otro extremo del problema, al comenzar la duodécima cuestión de la primera parte de la Summa nuestro maestro se pregunta si algún intelecto creado puede ver a Dios por esencia. La altísima pretensión de esta fórmula – videre Deum per essentiam – parece presagiar una respuesta negativa. Reconozco que esa era mi expectativa cuando leía por vez primera este pasaje, y por eso la respuesta me sorprendió:

Dado que la beatitud definitiva del hombre consiste en el ejercicio de su operación más alta, que es la operación del intelecto, si un intelecto creado nunca pudiera llegar a ver la esencia de Dios, entonces o bien nunca alcanzaría la beatitud, o bien ésta consistiría en otra cosa que en Dios. Lo cual es ajeno a la fe. (S.Th. I, 12, 1)

La sorpresa aumenta aún más cuando, siguiendo el mismo pasaje, se añade que afirmar lo opuesto sería también contrario a la razón. Y lo justifica así:

En efecto, hay en el hombre un deseo natural de conocer la causa, cuando ve un efecto; y de allí nace la admiración en los hombres. Por lo tanto, si el intelecto de la creatura racional no pudiera alcanzar la causa primera de las cosas, sería vano su deseo natural. (S.Th. I, 12, 1)

Por supuesto, la lógica completa de la respuesta se hace evidente al aclarar que esta meta no se alcanza en esta vida, ni tampoco mediante las fuerzas naturales de la razón humana, sino sólo en la visión beatífica cuando Dios, mediante la gracia, se une como objeto al intelecto creado. Lo cual requiere, como es sabido, de la elevación de dicho intelecto por medio de una luz sobrenatural que lo fortalezca, para hacerlo capaz de llegar a tan sublime altura. Y aun así, no se tratará de una visión comprehensiva, dado que se requeriría para ello de un intelecto infinito.

Si nos remitimos ahora al conocimiento que podemos tener acerca de Dios en esta vida y por la razón natural, entramos en lo que podríamos calificar como la conciliación integradora de los dos extremos del problema. Un pasaje fundamental es el corpus del artículo 12 de la misma cuestión 12 que estamos siguiendo en nuestro recorrido. El texto completo es un poco largo, pero es tan sobrio y preciso, que voy a transcribirlo en su integridad y comentarlo, sólo que en dos partes. En este artículo la pregunta es si podemos conocer a Dios por la razón natural en esta vida. La respuesta comienza así:

Nuestro conocimiento toma su punto de partida de los sentidos, por lo cual nuestro conocimiento natural se puede extender tanto cuanto puede ser conducido a través de las cosas sensibles. Ahora bien, a partir de las cosas sensibles nuestro intelecto no puede alcanzar hasta ver la esencia divina, porque las creaturas sensibles son efectos de Dios no adecuados al poder de la causa. (S.Th. I, 12, 12)

Este primer párrafo merece dos observaciones de mi parte. La primera de ellas se refiere a la expresión: “efectos no adecuados a la potencia de la causa”, donde el concepto de “adecuación” debe entenderse en su sentido fuerte de igualación (del latín ad-aequare, igualar a). Así lo entenderemos y utilizaremos en esta exposición. En efecto, cuando se trata del ejercicio de una causalidad unívoca, el efecto reproduce la misma forma de su causa (un caballo engendra un caballo). Pero esto no puede ocurrir en la creación divina: ninguna creatura puede igualar la esencia de Dios; ninguna puede expresar toda su omnipotencia creadora, equiparándose a ella. No hay adecuación posible.

La segunda observación se refiere a la limitación inherente a nuestro conocimiento intelectual debida a la necesidad que tiene de la mediación sensible. El texto señala a los sentidos no solamente como indispensable punto de partida de todo nuestro saber, sino también como marco que limita el alcance del mismo (“se puede extender tanto cuanto puede ser conducido a través de las cosas sensibles”, leímos recién). Como ya comenté en otra ocasión (Delbosco, 2010), esta afirmación parece indicar, a primera vista, la imposibilidad de entender en general la naturaleza de las sustancias espirituales, y más específicamente de Dios. Pero sólo a primera vista. Pues esta necesaria mediación de lo sensible no implica que sólo conozcamos lo que es directamente perceptible por los sentidos, ya que nuestra alma intelectiva puede captarse a sí misma en su acto intelectual. Santo Tomás lo explica claramente en la cuestión disputada De malo, donde, respondiendo a una objeción análoga a la antedicha, afirma que:

No es preciso que todo lo que es conocido por el hombre sea objeto de los sentidos o sea conocido inmediatamente por medio de un efecto sensible; pues el mismo intelecto se entiende a sí mismo por su acto, que no es objeto de los sentidos. (QD De malo, VI, art. único, ad 18)

Es a partir de este conocimiento de sí misma que nuestra alma intelectiva entiende la espiritualidad, y puede alcanzar entonces un cierto conocimiento, aunque imperfecto, de las realidades superiores a ella, incluyendo a Dios. El conocimiento del carácter espiritual de la naturaleza divina requiere, entonces, la previa experiencia de la propia interioridad, sin la cual no podríamos tener noción alguna de lo que significa ser espiritual. Es la tesis sostenida por Cornelio Fabro (1967, p. 157), quien sostiene que, de esta manera, el Doctor Angélico concilia la exigencia aristotélica del límite humano y la agustiniana de la intimidad y afinidad del alma con Dios. Y lo fundamenta con una cita textual del Contra Gentes:

Si bien sabemos acerca de las sustancias separadas que son ciertas sustancias intelectuales, ya sea por demostración, ya sea por fe, de ninguna de las dos maneras lo podríamos conocer si nuestra alma no conociera por sí misma lo que es el ser intelectual. (C.G. III, 46)

Pasemos ahora a la segunda parte del pasaje de la Summa que estamos comentando. Después de haber enunciado el principio general que marca el punto de partida y los límites de nuestro conocimiento natural de Dios, continúa así:

Por lo cual desde el conocimiento de las cosas sensibles no puede conocerse todo el poder de Dios, y por lo tanto, tampoco puede verse su esencia. Pero, puesto que son efectos dependientes de su causa, a partir de ellos podemos ser conducidos a esto: que conozcamos acerca de Dios si existe, y que conozcamos acerca de Él las cosas que es necesario que le convengan en cuanto que es la primera causa de todas las cosas, y que excede a todos sus efectos. De donde conocemos acerca de Él su relación con las creaturas, a saber, que es causa de todas; y la diferencia de las creaturas con respecto a Él, a saber, que Él mismo no es algo de aquellas cosas que son causadas por Él; y que estas cosas no se niegan de Él por defecto suyo, sino porque las sobrepasa. (S.Th. I, 12, 12)

Se puede decir que este pasaje contiene en germen toda la teología filosófica de nuestro santo doctor. Empezando por la confirmación de que la razón natural del hombre puede cerciorarse de la existencia del Ser Supremo, por el hecho mismo de que sus efectos exigen la realidad efectiva de su causa, y siguiendo por el criterio básico que delimita todo lo que podemos conocer acerca de la naturaleza divina, a saber: que de ella alcanzamos a saber todo lo que se deduce del hecho de ser Causa Primera de todas las cosas. Lo cual, a su vez, requiere de una progresión cognoscitiva que pasa por tres momentos indispensables en su itinerario:

-        El momento positivo, que incluye el hecho mismo de reconocer a Dios como Causa Creadora, y todo lo que se deriva de allí.

-        El momento negativo, que marca la diferencia absoluta del Creador con todas las creaturas.

-        El momento de la eminencia, por el cual entendemos que todo lo negado de Él no se debe a defecto alguno sino, por el contrario, a que excede todo lo contenido en nuestro conocimiento y lo significado por nuestra expresión.

Los tres momentos nos remiten espontáneamente a la dialéctica dionisiana de afirmación y negación de los nombres divinos, que en la versión transmitida por Scoto Eriúgena se convierten en las tres teologías, o tres vías para expresar nuestro conocimiento de Dios: la teología afirmativa, la negativa y la superlativa.

Ahora bien, con esto nos introducimos en un punto central de nuestra cuestión, que es en qué medida y con qué límites podemos nosotros conocer y expresar los atributos de la naturaleza divina.

Una primera aproximación al tema consiste en saber si podemos hacer juicios que prediquen afirmativamente alguna propiedad sustancial de Dios. Hay quienes sostienen que ningún nombre atribuido a Dios debe ser entendido afirmativa y sustancialmente, sino que sólo pueden ser tomados negativa o relativamente. Negativamente, en cuanto que están dirigidos a negar algo de Él, aunque se expresen afirmativamente, como parece ser la opinión de Moisés Maimónides. Así, por ejemplo, decir que Dios es bueno sólo significaría negar todo mal en Él. Relativamente, en cuanto que todo nombre, en la medida que está tomado por nosotros de las cosas creadas, sólo es apto para expresar la relación de Dios con las creaturas. En este caso, decir que es bueno solamente indicaría que es la causa de la bondad de las demás cosas.

Santo Tomás no está de acuerdo con estos dos puntos de vista, y sostiene que algunos nombres pueden ser predicados de Dios afirmativa y sustancialmente, sólo que representan su sustancia deficientemente. En efecto, las propiedades que predicamos de la sustancia divina (es decir, los nombres que le atribuimos), son perfecciones que nuestro intelecto encuentra primero en las creaturas. Es lógico entonces que las atribuya al Creador, dado que no hay nada en el efecto que no preexista en su causa. Pero como la creación no es una forma de causalidad unívoca, estas perfecciones no están en Dios del mismo modo que en las creaturas, sino que en ellas se encuentran participadas, es decir, poseídas limitadamente. De aquí que para ser entendidas convenientemente acerca de Él, deben sufrir un proceso de purificación: a la afirmación inicial fundada en la causalidad debe seguir la remoción de los límites inherentes a su existencia creatural, para poder finalmente ser atribuidas de modo eminencial al Creador.

Dicho en otras palabras, es posible un lenguaje positivo acerca de Dios que no sea puramente equívoco, pero no será tampoco propiamente unívoco. La clave de la respuesta está en el tema de la analogía. Nuestro hablar y nuestro entender sobre el Creador es siempre analógico. Pero vayamos por partes.

En primer lugar, es imposible predicar algo unívocamente de Dios y las creaturas. En efecto, dado que lo que sabemos acerca de Él es lo que podemos ver reflejado en las creaturas, es innegable que ninguno de nuestros conocimientos podrá ser aplicado a Dios adecuadamente. Digámoslo con sus mismas palabras:

Es imposible predicar algo de Dios y de las creaturas unívocamente. Porque todo efecto que no equipara [non adaequans] el poder de la causa agente recibe la semejanza del agente, no según la misma razón sino deficientemente. De modo que lo que está dividido y es múltiple en los efectos, en la causa está simple y del mismo modo. […] Así también, como fue dicho más arriba, todas las perfecciones que en las cosas creadas están de manera dividida y múltiple, en Dios preexisten de manera unida. (S.Th. I, 13, 5)

Como se ve, entonces, la tesis de la analogía supone la metafísica tomasiana de las perfecciones divinas. Todas las perfecciones que encontramos en las creaturas están en Dios, porque de Él provienen. Pero en Él están fundidas en la absoluta e infinita perfección del ser, el esse que es acto de todo acto y perfección de toda perfección, por lo cual las contiene a todas en su sublime e inmutable simplicidad. Pero al ser participadas a las creaturas, se encuentran en ellas de modo dividido y múltiple: dividido, es decir, distintas del sujeto que las posee, y múltiples, o sea diferenciadas entre sí, distintas unas de otras, y por tanto limitadas en su realización. De aquí que para ser atribuidas por nosotros al Creador deben ser previamente purificadas por la analogía.

Así, entonces, santo Tomás presenta su respuesta a este problema como bien distinta de todo univocismo, pero a la vez también como diferente al equivocismo, que consistiría en sostener que la esencia divina trasciende a tal punto a todas las creaturas que no puede tener ninguna semejanza con ellas, de modo que cualquier afirmación que intentemos hacer con nuestras palabras acerca de la naturaleza divina significará algo totalmente distinto a lo que realmente ella es, y por tanto no implicará ningún real conocimiento (S.Th. I, 13, 5).

Puede resultar útil para entender en toda su profundidad el sentido de esta postura el compararla con algunas posiciones doctrinales que ejemplifican los dos extremos antes enunciados.

Por un lado, el univocismo supone una actitud racionalista, es decir, de exceso de confianza en la razón humana, que se considera capaz de entender adecuadamente la infinita esencia del Creador. Creo que no están totalmente exentos de un racionalismo de este tipo algunos autores neo-escolásticos. Pero su forma extrema está representada por la de un panteísmo como el de Spinoza, que termina anulando la distancia entre Dios y el mundo, y atribuye de ese modo a nuestra inteligencia el poder de comprehenderlo perfectamente. Su afirmación es tajante: “La mente humana tiene un conocimiento adecuado de la eterna e infinita esencia de Dios” (Ethica II, prop. 47). Es notable el uso del mismo término que expresa real adecuación, algo que vimos expresamente negado por el Aquinate, pero que no sería incoherente en un sistema panteísta como el de Spinoza.

Del otro lado, el equivocismo desemboca en algún modo de agnosticismo, en cuanto termina negando la posibilidad humana de entender algo sobre la naturaleza divina, o incluso de afirmar con certeza racional su existencia. Es el caso de las corrientes llamadas empiristas (aunque sería más propio el nombre de sensistas), que afirman no sólo que todos nuestros conocimientos intelectuales proceden de los sentidos, sino también que nuestra inteligencia no puede trascender la dimensión sensible de las cosas que conoce. Siguiendo esta lógica, no será posible ascender desde las perfecciones de las creaturas al conocimiento de su Causa trascendente, ni conocer propiamente ninguna realidad espiritual.

Una forma especial de agnosticismo está representada por el fideísmo propio de algunas corrientes protestantes, que niegan la posibilidad de todo saber racional acerca de Dios, y por ende de toda teología filosófica. Es muy elocuente, en este punto, el cuestionamiento que Karl Barth (1947) hace de la analogia entis en un pasaje de su obra[1]. Su postura confirma, implícitamente, el papel clave que cumple la analogía como puente que permite a nuestro intelecto sortear el abismo que nos separa del Creador, y nos abre a un conocimiento racional de Él.

En conclusión, para Santo Tomás toda atribución que hacemos de una propiedad referida a la esencia de Dios debe ser tomada y entendida analógicamente. Pero quisiera agregar una última precisión respecto del sentido de esta tesis. Si la analogía es un modo de predicar en el que un mismo concepto es atribuido a dos o más inferiores de manera parcialmente igual y parcialmente distinta, cabe preguntar qué es lo igual y qué es lo distinto cuando atribuimos a Dios una perfección tomada de las creaturas. Dicho de otra manera, cuál es la diferencia entre aplicar un nombre a una creatura y aplicar ese mismo nombre al Creador.

En el artículo tercero de la misma cuestión 13 que estamos comentando nuestro santo doctor se pregunta si entonces hay algún nombre que podamos predicar de Dios propiamente. Su respuesta comienza aclarando que, como todos los nombres provienen de perfecciones que nosotros encontramos en las creaturas, ellos expresan estas perfecciones del mismo modo limitado y deficiente que éstas se encuentran en aquellas. Así, entonces, al atribuir esos nombres a Dios debemos distinguir dos aspectos: las perfecciones mismas significadas y el modo de significarlas.

Las perfecciones mismas significadas, como la bondad, la vida y otras, competen propiamente a Dios, y más propiamente que a las creaturas, puesto que en Él están plenamente y desde Él son participadas a sus efectos. Pero el modo de significar que tienen es el que corresponde al modo que encontramos en las creaturas y en el que nuestro intelecto logra captarlas y expresarlas, y por lo tanto, como es un modo limitado y no perfecto, no compete propiamente a Dios, sino a las cosas causadas por Él.

De este modo, aunque podemos aplicar estas perfecciones analógicamente a Dios, en esta predicación la diferencia supera siempre infinitamente a la semejanza, y por eso sigue siendo válido que el más alto conocimiento que podemos tener de Él en esta vida consiste en que conozcamos que Dios está por encima de todo lo que pensamos de Él.

Quedarían para desarrollar, por supuesto, muchos otros aspectos de este tema. Pero dejo su tratamiento para el diálogo posterior, a fin de que esta lectio se continúe con una fecunda disputatio.

Referencias

Delbosco, H. (2010). Una veta agustiniense en la teoría del conocimiento de Santo Tomás. Studium. Filosofía y Teología13(25), 67-80. https://revistas.unsta.edu.ar/index.php/Studium/article/view/594

Fabro, C. (1967). L’uomo e il rischio di Dio. Studium.

Ramírez, S. (1975). Introducción a Tomás de Aquino. Biblioteca de Autores Cristianos.

Spinoza, B. (2011). Ética. Tratado teológico-político. Tratado político. Gredos.

Tomás de Aquino. (1882 y ss). Opera omnia iussu impensaque Leonis XIII P.M. Edita. Ex Typographia Polyglotta.

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[1]  En el pasaje referido llega a calificar a la analogía entis como una “invención del Anticristo” (Barth, 1947, p. VIII) citado en (Fabro, 1967, p. 384). Pero es justo aclarar que posteriormente Barth modera su postura, y explica las razones y el verdadero alcance de su expresión.