La clasificación filosófica de virtudes de la Ysagoge in theologiam y sus fuentes

The philosophical classification of virtues in the Ysagoge in theologiam and its sources

Natalia Jakubecki

Universidad de Buenos Aires, CONICET, Universidad del Salvador, Buenos Aires, Argentina

natalia.jakubecki@filo.uba.ar

ORCID: 0000-0003-1674-7064

DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt52.26.2023.255-282

Resumen: Este artículo tiene por objetivo analizar la clasificación de virtudes que se encuentra en la Ysagoge in theologiam, un texto anónimo de mediados del siglo XII que puede considerarse como una de las primeras sumas sistemáticas de teología. El interés de esta clasificación es doble: por una parte, ella vale por sí misma en tanto tiene ciertas características originales; por otra, debido a su punto de partida. En efecto, en lugar de seguir la definición de virtud ofrecida por Hugo de San Víctor –que será la adoptada, entre otros, por Pedro Lombardo–, es una de las pocas sumas de la época que toma la que propuso Pedro Abelardo. Ello la convierte no necesariamente es una rareza, pero sí en un eslabón de la historia de la ética cristiana bastante peculiar.

Palabras clave: Ysagoge, virtudes, sumas de teología, victorino, abelardiano

Abstract: This article aims to analyze the classification of virtues found in the Ysagoge in theologiam, an anonymous text from the mid-12th century that can be considered one of the first systematic sums of theology. The interest of this classification is twofold: on the one hand, it stand by itself as long as it has certain original characteristics; on the other hand, the classification is valuable because of its starting point. In effect, instead of following the definition of virtue given by Hugh of Saint Victor –which will be adopted, among others, by Peter Lombard–, it is one of the few sums of the time that takes the definition proposed by Peter Abelard. This makes it not necessarily a rarity, but a rather peculiar link in the history of Christian Ethics.

Keywords: Ysagoge, virtues, sums of theology, victorin, abelardian

Recibido: 12/03/23

Aceptado: 20/06/23

Presentación general de la obra

La conformación de una sistematización racional de la doctrina cristiana fue un imperativo central del naciente siglo XII que alcanzó tanto a autores del medio urbano como a aquellos ligados al ámbito monástico. Entre estos últimos piénsese, por ejemplo, en el De sancta trinitate et operibus eius de Ruperto de Deutz, compuesto hacia 1116, donde el teólogo belga realiza un recorrido temático que va desde la Trinidad hasta la caída del ser humano y sus consecuencias, tocando así mucho de los tópicos que luego serán frecuentes en las sumas y sentenciarios posteriores. Sin embargo, la conversión de la teología en una disciplina profesional y su consecuente separación disciplinar de la filosofía fue mérito del mundo escolar y de sus intereses pedagógicos (Colish, 1988, pp. 138-142). Dentro de este, dos maestros se destacan por sobre el resto: Hugo de San Víctor y Pedro Abelardo. En este sentido, Poirel (2007) no está errado al sostener que sus propuestas teológicas, tan diferentes en sus enfoques, se complementan al punto que ninguna de ellas habría logrado por sí sola dar lugar a una nueva disciplina como lo es la teología sistemática, sino que esta es el resultante de una posteridad que supo armonizar las enseñanzas de ambos (pp. 84-85), en un proceso que se inicia cuando los discípulos de una escuela comenzaron a criticar a sus maestros al tiempo que se sentían atraídos por el ímpetu de la otra (Luscombe, 1970, p. 310). Desde luego, si hay un caso icónico, un hito fundacional, ese es el de las Sententiae de Pedro Lombardo. Pero él no ha sido el único en sintetizar las doctrinas de estos dos grandes teólogos.

Otra obra que recibe y se vale de ellas casi por igual es la Ysagoge in theologia, que ha sido presentada, precisamente, como:

An original attempt to combine Hugh of Saint-Victor’s teaching about scripture as a record of the creation and restoration of humanity with Abelard’s vision of the role of human reason in thinking about both ethics and the nature of the supreme good [un original intento de combinar las enseñanzas de Hugo de San Víctor sobre la Escritura como un registro de la creación y restauración de la humanidad, con la visión de Abelardo del rol de la razón humana en la reflexión ética y sobre la naturaleza del Sumo Bien]. (Mews, 2021, p. 330)  

Compuesta circa 1139 y caracterizada como “única” (Evans, 1991, p. 1), esta temprana suma sigue siendo considerada un texto anónimo, a pesar de los denodados esfuerzos por establecer su autoría. O, mejor dicho, parcialmente anónimo, pues gracias a una carta dedicatoria dirigida a Gilbert Foliot sabemos que fue escrita por un tal Odo, a quien la crítica cree una destacada figura que promovió en Inglaterra las doctrinas teológicas que las escuelas francesas estaban desarrollando en torno al segundo cuarto del siglo XII (Luscombe, 1968, p. 16).

Su intención se anuncia ya en el mismo título: pretende ser una introducción a cuestiones fundamentales de teología. Aunque, a diferencia de Abelardo o Hugo[1], el autor no utiliza la palabra summa para presentarlo, en definitiva, es lo que tenía en mente cuando le dice al lector que lo que debe esperar en las páginas siguientes es un “tractatum potius vetera dissipata contrahentem quam novum aliquod inopinatumve cudentem [tratado que, más que inventar algo nuevo o improvisado, reúne viejas ‘enseñanzas que se encuentran’ dispersas]” (Ysagoge, prol., p. 64). Además de las de los maestros y escuelas que ya hemos mencionado, tales enseñanzas son las de Anselmo de Canterbury y, en menor medida, las de Bernardo de Claraval (Landgraf, 1934, p. LII). También debe contarse entre sus influencias a Gilberto Crispino, como ha demostrado Saltman (1984) a propósito del segundo libro, que Landgraf (1934) en su momento creyó inspirado en las Collationes de Abelardo (p. L).

La Ysagoge está dividida en tres libros, cada uno precedido de un prólogo. El primero tiene por objeto el ser humano, y va desde su creación y constitución antropológica hasta los pecados y su expiación, pasando por las virtudes, la gracia y el libre albedrío, esto es, por cuestiones morales. El segundo libro se centra en la redención que se obtiene por Cristo y los sacramentos. Este libro va dirigido de manera explícita a los judíos, a quienes pretende demostrarles la verdad de la doctrina cristiana, para lo cual enfoca su discurso principalmente en las profecías sobre la Mesías, comenzando con las de su venida y finalizando con las de su muerte. El tercer libro versa sobre la creación de los ángeles, la caída de Lucifer y su séquito, los órdenes de los ángeles confirmados, y finalmente sobre Dios, sus atributos, y los nombres para referir a las personas trinitarias, así como testimonios relativos a ellas por parte de los profetas, los filósofos griegos y Pablo. Se podría decir que el esquema general es ascendente, en la medida en que parte del ser humano para llegar a la Trinidad, pasando por el Cristo, la mediación en tanto Verbo Encarnado (Landgraf, 1934, p. LI).

Lo interesante, en realidad, es la explicación que el autor ofrece al respecto. Incluso cuando posee cierta originalidad, dicha explicación revela algunos rasgos de las influencias en las que se apoya. En efecto, comienza con un reparo etimológico que bien puede explicar la razón por la cual el autor prefirió el término griego Ysagoge en lugar del latino Introductio (Luscombe, 1968, p. 12), afirmando que el objeto de aquello que los griegos llaman theologia se puede dividir en tres partes. Ahora bien, la aplicación del término theologia a la exposición metódica de la doctrina cristiana como disciplina sino autónoma al menos acotada según objeto propio proviene de la asimilación deliberada que Abelardo y Hugo hicieron de aquél acuñado originalmente por la tradición filosófica pagana para referirse a sus escritos sobre cuestiones divinas (Poirel, 2007, pp. 71-83). Desde luego, también podría deberse, sencillamente, a la mera fascinación del autor por la lengua griega (Mews, 2021, p. 329).

Según Odo, entonces, las tres partes de la teología son la naturaleza divina, la angélica y la humana. Al presentarlas en este orden, parece anticipar un modelo descendente que recuerda al del Sic et non de Abelardo, aunque también al de la Summa sententiarum, una de sus principales fuentes. Sin embargo, de inmediato aclara que, si bien ese es el orden natural en tanto lo primero es el summus artifex, el orden de la erudición exige que se lo invierta a fin de hacer estos conocimientos accesibles a la ratio philosophantis. Para Odo, por tanto, la ciencia teológica debe guiarse por un criterio lógico-pedagógico que parta de lo que nos es más cercano, esto es, la naturaleza humana (Ysagoge I, pp. 63-64). Con todo, como observa Cloes (1958), la opción por una arquitectura que atiende en primer lugar a los procesos intelectuales (l’ordre de l’inventio) no le impidió al autor subordenar la sección del ser humano en base al principio histórico-bíblico de la creación-caída-redención, superponiendo, así, al esquema lógico general, uno soteriológico más semejante al que Hugo de San Víctor propone en su De sacramentis chrsitianae fidei (Cloes, 1958, pp. 285, 287 y 303-304).

Se trata de una obra inicialmente catalogada como un producto de la escuela abelardiana, en especial luego de que Arthur Landgraf, el responsable de su edición crítica, decidiera publicarla junto a las también anónimas Sententiae Parisienses en un libro titulado Écrits théologiques de l’école d’Abélard. La influencia respecto del pensamiento de Abelardo es evidente, y no solo por el carácter dialéctico del texto, lleno de distinciones y oposiciones a objeciones previstas. A nivel del contenido, encontramos trazos abelardianos en la definición de pecado como contemptus Dei que toma de la Ethica (Ysagoge I, p. 106), la intención de mostrar la creencia natural en la Trinidad a partir de pasajes de profetas y filósofos que toma de sus teologías (Ysagoge III, pp. 257-258), o la teoría de la redención expresada en los Commentaria in Ep. Pauli ad rom. (Ysagoge II, pp. 155-158). No se debe minimizar, sin embargo, la influencia de la escuela de San Víctor. Por el contrario, una gran parte del material doctrinal es paralelo a la Summa sententiarum, algo que Landgraf ya había advertido (1934, p. LI) y que de hecho reflejó a lo largo de los más de doscientos pasajes paralelos consignados en el aparato de fuentes. La Summa sententiarum es un texto que, además de retomar las tesis victorinas, se muestra muy crítico de algunas de las abelardianas, en especial las que fueron cuestionadas en el Concilio de Sens. Incluso durante un tiempo se lo creyó de Hugo de San Víctor, pero hoy la crítica concuerda en que no lo es; e incluso se han esgrimido algunos argumentos –aunque en absoluto concluyentes– a favor de la posible autoría de Odón de Lucca (Luscombe, 1970, pp. 198-213; Gastaldelli, 1980; Colish, 2013)[2]. Pero, además, la Ysagoge es también deudora directa del De sacramentis de Hugo, cuyas huellas se evidencian cuando Odo escribe sobre los atributos de las Personas trinitarias (Ysagoge III, pp. 242 y 264), la idea de la culpa heredada por el pecado original (Ysagoge I, pp. 116 y 118), o la doctrina de la satisfacción (Ysagoge II, pp. 210-213). Finalmente, y aunque en menor medida, también se encuentran presentes el De tribus diebus y el Didascalicon tanto en lo que concierne a su estructura como a cuestiones teológicas centrales[3].

En definitiva, la Ysagoge gravita alternativamente entre las dos visiones teológicas más sobresalientes de su época, por lo que no en vano se la ha citado como ejemplo de fusión del pensamiento abelardiano y el victorino (Luscombe, 1968, p. 8; Poirel, 2007, p. 64). No obstante, al momento de definir y clasificar las virtudes, Odo se decanta con claridad por una de estas escuelas. Para mejor entender cuáles fueron las opciones entre las cuales debió elegir, cuál es su grado de compromiso con ellas y el de su originalidad, conviene primero hacer un repaso de las dos concepciones en cuestión.

Definición y sistema de virtudes de Hugo y Abelardo

Como ha notado tempranamente Odon Lottin (1949), la inquietud por definir y clasificar las virtudes –o, al menos, ofrecer las claves teóricas para ello– puede apreciarse como tendencia recién a partir de Hugo y Abelardo, quienes marcarán el inicio de dos corrientes divergentes. El primero será, pues, el precursor de la que Lottin denominó teológica, mientras que el segundo lo será de la corriente filosófica (1949, p. 100 y ss.). La diferencia estará dada principalmente por la adopción o no de nociones sobrenaturales, pero también por las autoridades en las que cada uno se basa.

En efecto, Hugo de San Víctor seguirá a Agustín de Hipona, una de las máximas auctoritates del cristianismo latino. Y a partir de sus escritos elaborará un concepto de virtud que mantendrá un estrecho vínculo con la gracia. Ella, la virtud, es concebida como un “affectus mentis secundum rationem ordinatus”, que tiene su origen en la voluntad, la cual se inclina a apetecer o rehuir de ciertas cosas. Por su parte, siendo siempre una y la misma, la voluntad debe su inclinación al impulso o bien de la naturaleza, que es una suerte de gratia creatrix por la que poseemos ciertos bienes desde nuestra creación, o bien al de lo que sería un segundo tipo de gracia, la salvatrix o reparatrix, que es aquella que restaura la naturaleza corrupta por la caída. En el primer caso, este movimiento da origen a un affectus o virtud natural; en el segundo, a una sobrenatural. Y si bien solo esta última merece extra naturam, ambas, por provenir de una gracia, son dones de Dios: por los primeros, es decir, por las virtudes naturales, Dios opera en el ser humano para que la voluntad sea buena; con los segundos, en cambio, Dios solo coopera con él, dejándole a su creatura la posibilidad de hacer buen o mal uso de su libre albedrío (De sacramentis 1.6.17). Aunque con ciertos matices, es esta concepción la que va a tomar, entre otros, Pedro Lombardo, por lo cual, además de circular entre los victorinos y cistercenses, estará presente –aunque más no sea para discutirla– en varias sumas y colecciones de sentencias hasta ya entrado el siglo XIII (Lottin, 1949, pp. 100-102; Spijker, 2005, pp. 80-81).

Ahora bien, esta definición teológica, que hace de todas las virtudes un don, se da en el De sacramentis a propósito de la condición del ser humano prelapso. Pero la tematización de virtudes y vicios en sí mismos se encuentra recién en la decimotercera parte del segundo libro, en medio de los sacramentos del matrimonio y de la penitencia. Allí Hugo presenta la virtud como una cierta santidad e integridad del alma racional, lo que, aunque con otra terminología, concuerda con lo dicho anteriormente. Pasa entonces breve revista a siete de ellas, que encuentra en las Escrituras y que –dice– funcionan como antidota de los vicios capitales: humildad, mansedumbre, compunción del alma, deseo de justicia, misericordia, pureza del corazón y paz interna del alma (De sacramentis II.13.2; De quinque septenis I). Luego, en los restantes capítulos, se explaya con más detalle acerca de la caridad y el temor (De sacramentis II.13.3-12). Por su parte, la fe es tratada, antes que como virtud, en su carácter epistémico y sacramental en el libro I.10, mientras que la esperanza solo se presenta como spes prolis en el undécimo capítulo del libro II, dedicado al matrimonio. Así, vemos que en uno de los principales textos que oficiará de fuente de las sumas y colecciones de sentencias de la naciente teología escolástica no hay un análisis sistemático de las virtudes en su conjunto, ni tampoco la tríada del Enchiridion de Agustín, que en aquel entonces era conocida como propia “de los teólogos” (Pedro de Poitiers, Sententiae III.20) –esto es: fe, esperanza y caridad– aparece como tal.

Abelardo, por su parte, tiene como guías a filósofos de la Antigüedad clásica. Entiende la virtud como un “habitus animi optimus”, definición que –no por casualidad– se encuentra en boca del personaje del Filósofo de sus Collationes, quien repite tácitamente la de Boecio (De divisione, p. 30)[4], aun si cambia el término original “mens” por el de “animus”, lo que, en definitiva, no es relevante en tanto que para un autor agustiniano, como lo es Abelardo, ambas voces hacen alusión a la parte superior del alma (Magnavacca, 2005, pp. 434-436). En el Scito te ipsum II.3, donde sí figura “mens”, a aquella definición se le suma otra también boeciana, proveniente esta vez del De topicis differentiis II.7, que había sido ya acuñada a principios del siglo XII por la escuela de Laón –según queda atestiguado en el Liber Pancrisis (sent. 229)– y que será mucho más difundida que la primera: “habitus mentis bene constitute” (Lottin, 1949, p. 99; Bejczy, 2005b, p. 204). Lo importante aquí es señalar que ambas definiciones se centran en la noción aristotélica de virtud como hábito que se encuentra en las Categoriae (VIII.8b), pasaje al que, de hecho, el personaje del Filósofo remite de manera explícita para señalar –no del todo conforme al texto aristotélico– que el hábito es un tipo de cualidad que no es natural sino que se arraiga en el alma, que es “studio ac deliberatione conquisita [buscada con empeño y deliberación]”, y que, a diferencia de la disposición, es difícil de cambiar (Collationes, II.111; véase allí n. 98).

Estas definiciones parecieran convenir sobre todo a las virtudes cardinales o filosóficas. Podría pensarse que Abelardo, al igual que otros maestros y teólogos del siglo XII contemporáneos o apenas posteriores a él, se apoya en ellas para construir un vínculo entre la ética filosófica y la teología moral cristiana, aprovechando que, aunque de origen pagano, las virtudes cardinales fueron integradas al sistema moral cristiano ya por autores patrísticos, en especial Ambrosio (esp. Exp. ev. Lc. V.62) y Agustín (esp. De diversis quaest. 31), como sostuvo Diem (2004, p. 196). Sin embargo, se debe tomar esto con cautela, pues la teoría de la virtud del Palatino difiere notablemente de todas las conocidas hasta entonces, en particular, porque reduce las cuatro cardinales a tres, y las cristianas prácticamente a una.

En cuanto a las primeras, Abelardo inaugura dos vías dentro de esta corriente filosófica al señalar que la lista de cuatro virtudes fue propuesta por Sócrates, pero que “algunos” (nonnulli) consideran que la prudencia no es propiamente una virtud, sino que, en tanto su función es discernir entre el bien y el mal, es condición de posibilidad de toda otra virtud, “madre u origen” de todas ellas. Entre estos, se encontraría Aristóteles quien –continúa el Filósofo confesando basarse en Boecio (In categ. III)– se habría distanciado de Sócrates al distinguir entre virtudes y conocimientos (scientiae). Otro motivo por el que Abelardo le niega a la prudencia el estatus de virtud es porque, al igual que la fe y la esperanza, es propia tanto de buenos como de malos (Collationes II.115-117). La esperanza, además, ni siquiera goza de independencia. En el comienzo de su Theologia Scholarium explica que ella no es más que algo así como la especie del género fe que descansa en los bienes futuros, a la vez que define a la fe como una existimatio de lo que no depende de los sentidos corporales. Y si bien aclara que la fe –pero no cualquier fe, sino la católica– es, desde luego, necesaria para la salvación, junto con la caridad y los sacramentos (Th. Sch. I.1-17), ni en esta teología ni en ningún otro de sus textos se refiere a ella como virtud (Grellard, 2021, p. 64, n. 61). La caridad, en cambio, al ser la única que obtiene mérito ante Dios (y este es el sentido último del “optimus” de la definición de virtud), es, en definitiva, no solo la única virtud cristiana, sino la única que debe ser llamada virtud en sentido propio (Collationes II.100 y 114). Aunque la teoría de las virtudes de Abelardo es mucho más rica y compleja, baste por el momento lo dicho hasta aquí.

Las virtudes en la Ysagoge

Definición general

Si he insistido en la influencia victorina de la Ysagoge es para marcar que muy difícilmente su autor ignorara la definición de virtud de Hugo y su consecuente concepción teológica, que es la que quizá resulte más esperable o pertinente en una introducción a la teología; una introducción que, como hemos señalado, ve con reticencia las novedades. Sin embargo, nuestro autor optó por una vía poco tradicional, la filosófica y, dentro de las dos vertientes señaladas en Collationes, por la que, a su vez, Abelardo adoptó para sí. Con todo, hay entre ambas doctrinas diferencias significativas que provienen de fuentes tanto de la tradición filosófica clásica como de la patrística cristiana.  

Por empezar, Odo dice que la virtud es un “habitus mentis optimus” (Ysagoge I, p. 73). Como hemos visto, tal definición no necesariamente es de Abelardo –lo sería, quizá, de haber mantenido la variante “animus” que aparece en las Collationes–, sino que las fuentes posibles son múltiples: Boecio mismo o el Scito te ipsum, entre los que hemos citado antes; o bien pudo haberlo tomado de las Sententiae magistri Petri Abaelardi (§252), como conjeturó Lottin (1949, p. 104). Sea de ello lo que fuere, lo cierto es hay un detalle curioso en su enunciación. Dice que esta definición pertenece al philosophus, afirmando, por una parte, la vía por la que elige discurrir y, por otra, sembrando cierta duda, al menos para nosotros. ¿A quién se refiere con este término? David Luscombe (1968) lo identificó con Aristóteles a pesar de reconocer que el epíteto en aquel entonces era todavía muy poco usual (p. 12), pero también podría estar refiriéndose a Boecio, Abelardo o incluso –aunque mucho menos probable– al personaje de las Collationes. En todo caso, la identificación no nos resulta del todo obvia; en especial cuando las Sent. Abaelardi, al citar la definición en cuestión, habla de philosophi, aludiendo con este plural más a una afiliación intelectual general que a una persona concreta (§252).

Después de haber definido qué entiende por virtud, Odo ofrece una explicación sin dudas abelardiana, aunque da un paso teórico más. Por una parte, está el concepto de habitus, que entiende, como Abelardo, que es una cualidad adquirida (per industriam) y difícil de cambiar. También, al igual que aquel, Odo afirma que la cualificación de “optimus” implica que reporta mérito o resulta útil para la vida eterna. Pero –y he aquí la discrepancia– no dice que ello le corresponde solo a la caridad, sino que explica que, dado que hay hábitos malos (que son los vicios), y que hay hábitos buenos que sin embargo no son virtudes (aquellos cuya causa no tiene relación con Dios o la gloria), ese “optimus” funciona como una diferencia específica. En otras palabras, para él la virtud es una especie particular de hábito bueno que tiene como propio el ser meritoria[5]. Ello le permitirá incluir a las cardinales y las teologales en la misma definición o, al menos, no verse en la obligación de ofrecer una nueva definición para estas últimas.

Ahora bien, Odo, no tanto como posición propia sino más bien en su espíritu sumista, digamos, trae además otras tres definiciones de virtud, todas ellas provenientes de medios filosóficos, de las cuales dos son expresadas en términos de “habitus”: la ya mencionada “habitus mentis bene constitute”, y “animi habitus modo nature rationi consentaneus” (Ysagoge I, p. 74). Esta última le pertenece a Cicerón (De inv. II.53.159) y nuestro autor, para explicarla, apenas si la parafrasea. A sus ojos, lo central es el modus naturae que la emparenta con la primera –ya que una mente bien constituida, dice, es una que sigue el orden de la naturaleza–, y también la emparenta con la restante definición, que es de naturaleza aristotélica, aunque se encuentra citada según la redacción de Horacio (Epist. 1.18.9): “Virtus est medium vitiorum et utrimque reductum”, pues, añade Odo, el modo es justamente la medietas entre el exceso y el defecto.

Virtudes cardinales

A continuación, la Ysagoge hace lo que prácticamente ninguna otra suma: sigue otra vez a las Collationes de Abelardo, así como a las Sent. Abaelardi (§255), en su división de esta concepción filosófica en dos vertientes: la cuadripartita, que, según señala Odo, es un dogma socrático recogido por Cicerón y Macrobio entre otros; y la tripartita, que, como Aristóteles, siguen aquellos “scientias separantes a virtutibus [que separan los conocimientos de las virtudes]”, entre los cuales él mismo se cuenta (Ysagoge I, p. 74). En lo que sigue, esto es, la definición y subdivisión de cada una de las virtudes cardinales y teologales, la fidelidad a la concepción abelardiana se mantiene en los trazos más generales, pero no así en ciertos detalles, algunos cruciales. Veamos.

Justicia

Como bien ha notado István Bejczy (2005b, p. 205) la definición de justicia de la Ysagoge –“virtus communi utilitate servata ius suum cuique conferens”– aunque da la impresión de ser original, no lo es en absoluto, sino que se trata de una combinación de las definiciones de Cicerón y de Ulpiano (aunque muchos medievales, incluyendo a Abelardo, creyeron que la de Ulpiano pertenecía a Justiniano, quien fue, en efecto, el mayor responsable de su difusión en Institutiones I.1.1, y en su Digesto I.1.10). Ambas definiciones, pues, están presentes tanto en las Collationes como en las Sent. Abaelardi, pero en ambos casos con variantes, algunas de las cuales son remarcables. Por empezar, las Sent. Abaelardi solo citan la primera mitad de la definición de Ulpiano, mientras que Odo construye su definición amalgamada precisamente con la mitad omitida. Además, cuando las Collationes ofrecen la definición de Ulpiano, reemplazan el objeto directo “ius” por la proposición relativa “quod suum”, mientras que las Sent. Abaelardi hacen el mismo reemplazo, pero del objeto de la definición ciceroniana, “suam dignitatem”. El resultado es que la noción de “ius” de Ulpiano solo se conserva en la Ysagoge:

Cicerón (De inv. II.53.160)

Ulpiano (apud

Justiniano, Inst. I.1.1)

Abelardo (Coll. II.118)

Abelardo (Coll. II.138)

Sent.

Abaelardi (§256)

Odo,

(Ysagoge I, pp. 74-75)

def. 

ciceroniana

def.

justiniana

Iustitia est habitus animi communi utilitate conservata suam cuique tribuens dignitatem

Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuens

Iustitia itaque uirtus est, communi utilitate seruata, suam cuique tribuens dignitatem, hoc est ea uirtus, per quam uolumus…

Et notandum quod, cum iustitia sit constans* animi uoluntas que unicuique quod suum est seruat…

* omite el “et perpetua”

Iusticiam uero sic diffiniunt philosophi: ‘Iusticia est habitus animi reddens unicuique quod suum est, communi utilitate seruata. Hoc idem Iustinianus […]: ‘Iusticia est constans et perpetua uoluntas’ etc.

Iusticia autem est virtus communi utilitate servata ius suum cuique conferens

Las Sent. Abaelardi –que a continuación reponen la parte faltante de la definición–, al igual que la Ysagoge, prosiguen explicando que ese “suum” puede referirse tanto a aquellos que imparten la justicia como a quienes la reciben, pero que propiamente entendida atañe solo a estos últimos. Ese “suum” es, pues, lo que corresponde recibir.

La Ysagoge (I, p. 75) luego sintetiza las ideas de las Sent. Abaelardi (§§256-258), señalando que ius implica castigar o premiar de manera conveniente acorde a la utilidad común, pero que en determinadas circunstancias, para evitar el detrimento de la utilidad común, es preferible otorgar una recompensa de la que no es digna la persona que la recibe (sería algo así como un suum impropio o inmerecido). Esta última observación, sumada a la cita de Ulpiano, permite pensar que Odo desplaza la virtud de la justicia al campo del proceso judicial, que mira no al individuo sino a la comunidad tanto civil[6] como –y aquí está su aporte respecto de sus fuentes– a la comunidad eclesiástica. Así, tanto sacerdotes como políticos son jueces que al premiar o castigar velan en primer lugar por el interés de la Iglesia y de la república, cuyo prelado común y supremo es Dios.

Templanza y fortaleza

 

La definición que Odo ofrece de estas dos virtudes es la ciceroniana. En el caso de la templanza recurre a una paráfrasis de su autoría: “dominium rationis in illicitos animi motus”, mientras que el texto de Cicerón dice que la temperancia es “rationis in libidinem atque in alios non rectos impetus animi firma et moderata dominatio” (De invent. II.53.164). En el caso de la fortaleza, en cambio, es una cita literal: “considerata periculorum susceptio et laborum perpessio” (Ysagoge I, p. 75; De invent. II.53.163).  

Ahora bien, Delhaye (1953), intentando probar que la Ysagoge depende del Moralium dogma philosophorum, sostuvo que respecto de la templanza no había relación alguna con las Collationes y apenas alguna palabra compartida con las Sent. Abaelardi, y que respecto de la fortaleza tampoco encontraba prácticamente nada en común entre las tres obras (p. 40). Sus argumentos –hoy ya superados (Williams, 1957)– se basan casi exclusivamente en la subdivisión de estas dos virtudes y hacen caso omiso de importantes coincidencias en cómo ambos autores concibieron estas virtudes en sí mismas.

Abelardo, como buena parte de los escritores cristianos desde Agustín, toma la definición de cada una de las virtudes cardinales de Cicerón (De inventione II.53.159-165), y, como buena parte de los moralistas del siglo XII, dispone sus respectivas ramificaciones sobre la base de Macrobio (Saccenti, pp. 92-93). De ello resulta que: de la justicia provienen la reverencia, la beneficencia, la veracidad y la (justa) venganza; de la fortaleza nacen la magnanimidad y la perseverancia; y a la templanza pertenecen la humildad, la frugalidad, la mansedumbre, la castidad y la sobriedad (Collationes II.126-138). Sin embargo, a diferencia de ellos, establece una jerarquía en su ya de por sí original versión tripartita de las virtudes cardinales. Así pues, la justicia –única a la que se refiere en términos de voluntas– está en la cima, y a ella se le suman las potentiae de la templanza y la fortaleza como una especie de auxilio, ya que sus funciones preferentes son las de asegurar que el alma justa no se vea entorpecida por pasiones, y lo hacen refrenando la cupiditas la primera, y el temor la segunda (Collationes II.120; Marenbon, 1997, pp. 285-286).

Odo, por su parte (y contra las apreciaciones de Delhaye), refleja algunos puntos de esta operación, aunque no llega a copiarla tal como está. Él también explica que la templanza y la fortaleza tienen como función primera apuntalar la justicia impidiendo el despliegue del temor y la cupiditas, esos dos affectus que suelen obstaculizar el ejercicio de aquella. Así, agrega Odo a modo de resumen propio con aires estoicos, la fortaleza va contra las adversidades mientras que la temperancia contra la prosperidad (Ysagoge I, p. 75). Con todo, probablemente se haya inspirado en la lectura del De anima VII de Cassiodoro, donde esa función la cumple una sola virtud, la fortaleza. También como Abelardo, las considera potencias, y recuerda que, aunque sean contrarias a la debilidad y la intemperancia, no se las debe pensar como naturalmente ínsitas dado que, como toda virtud, son hábitos (Ysagoge I., p. 76). No obstante, la jerarquización interna no queda del todo plasmada al estilo abelardiano ya que aun si para Odo la justicia es la virtud por antonomasia (specialiter virtus dicitur), no dice que ella sea una voluntas. Esa caracterización de la justicia como una voluntad se encuentra en la primera parte de la definición de Ulpiano que es, precisamente, la que nuestro autor decidió obviar en favor de la ciceroniana (de la que también omite “habitus”, quizá porque resulta obvio según la definición general de virtud). De allí que esta subordinación tampoco se refleje en el esquema de virtudes cardinales, donde las tres –justicia, templanza y fortaleza– aparecen graficadas en un mismo nivel (véase anexo).

En cuanto a las virtudes derivadas o, dicho de otro modo, las especies de las cardinales, si bien no nos detendremos en su análisis pormenorizado, cabe señalar que la división de la Ysagoge se asienta sobre un trasfondo sin dudas macrobiano, con variantes mínimas. En efecto, respecto de la clasificación de las virtudes políticas del In Somnis Scipionis I.8.7, más allá de que Odo no subdivide la prudencia porque no la considera virtud, encontramos que, como partes de la justicia, solo cambia affectus y humanitas por reverencia y misericordia; dentro la fortaleza, la Ysagoge omite la tolerancia mientras que la firmeza pasa ahora a tener dos subespecies: humildad y paciencia. Por último, la templanza es prácticamente igual, salvo que la castidad y el pudor originales pasan a convertirse en dos subespecies de continencia.

Lo interesante aquí es que la Ysagoge no sigue ni a Abelardo, ni a las colecciones de sentencias de la escuela abelardiana, ni mucho menos a Hugo, sino que se corresponde casi con exactitud con el Commentum in Martianum atribuido a Bernardo Silvestre, un comentario al De nuptiis, del que solo nos han llegado las glosas a la mitad del primer libro –aunque se presume que originalmente podría haber sido un comentario al texto completo (Westra, 1986, p. 17)–. La diferencia estriba, una vez más, en que este último sí incluye la prudencia[7], lo que lo ubica dentro de esa mayoría que sigue la segunda variante de la definición filosófica. Aun así, hay largos pasajes, y no solo en lo que respecta a la ramificación de virtudes sino también a la explicación misma de cada una de ellas, en los que la cercanía textual con la Ysagoge –consignada en el aparato de fuentes del Commentum es notable (pp. 167-170). Este es, de hecho, uno de los puntos que condujeron a Evans (1991) a incluir este último entre las obras del propio Odo (1991)[8].

Las summas virtutes

Como hemos dicho, Odo no ve la necesidad de ofrecer una definición propia para las virtudes cristianas, las que serán llamadas “teologales”, lo que implica que para él se encuentran comprehendidas bajo la definición filosófica, por lo que también las entiende como un “óptimo hábito del alma”. Así pues, sin ninguna vinculación con la gracia, son presentadas simplemente como las summas virtutes de las que habló Agustín (Ysagoge I, p. 78). Ello, sin embargo, lo cambia todo, pues con esta figura patrística se pasa a un enfoque más bien teológico que dejará atrás los ejemplos y las fuentes paganas; y a su dependencia de la doctrina abelardiana –por momentos tan estrecha como con las virtudes cardinales– se le añade la repetición de varios pasajes de la Summa sententiarum. Este giro teológico explica solo en parte por qué la crítica contemporánea prácticamente no se ha ocupado de estos parágrafos más que para señalar en algunos casos la continuidad de las enseñanzas de Abelardo, como por ejemplo Grellard para la fe (2012, p. 259); Pinckaers para la esperanza (1955, p. 308); o Lottin para la caridad y sobre su concepción de virtud en general (1953, p. 15).

Fe

La primera virtud de la que se ocupa Odo, entonces, es la fe, a la que le dedica más espacio que a ninguna otra (Ysagoge I, p. 79-83). Comienza, como muchos autores medievales, citando la definición paulina de Heb. 11, 1, según la cual la fe es la “substantiam rerum sperandarum, argumentum non apparentium”. Inspirado en el Enchiridion II.8, aunque con un tono más logicista, le cuestiona a Pablo que la primera mitad de su definición no tome en cuenta a la fe como un todo, porque la esperanza es solo una parte de ella, la que versa sobre cosas futuras –en particular, los bienes eternos–. La fe es mucho más que eso. Desde un punto de vista epistémico, y apoyado en Agustín (In Io. ev. 40.9) y Gregorio (Dialog. IV.6), Odo sostiene que la fe es, en un sentido general, una creencia exenta de duda acerca de cosas invisibles, pues es allí donde la razón humana flaquea (deficit), como sucede, por ejemplo, con el parto virginal. Eso explica por qué prefiere recoger parte de la definición del opúsculo victorino Summa sententiarum I.1 –el cual, a su vez, se basa en De sacramentis I.10.2– para explicar que la fe ha de entenderse como una “absentium certitudo spontanea”, que es mayor que la opinión, pero menor que la scientia. Si bien Odo cambia el original “voluntaria” por “spontanea” (que, al fin y al cabo, es prácticamente un sinónimo), a continuación, explica eso mismo: que es voluntaria porque no se llega a ella por la fuerza (non cogitur). Por otra parte, es notorio que aun cuando recupera testimonios con los que no coincide, como el de “algunos autores” que sostienen que hay fe de lo visible, soslaye la definición abelardiana de fe como existimatio. Hay motivos para pensar, junto con Landgraf (1934, p. LIII), que ello se debe a la disputa que Abelardo mantuvo con Guillermo de Saint Thierry, que derivó en una de las tesis condenadas en Sens[9].

Ahora bien, ya Agustín había reparado en que, si la fe fuera una mera actitud epistémica, sería común a buenos e impíos (Ench. II.8). Abelardo, que, según vimos, ya había dado cuenta de esto en las Collationes, lo soluciona distinguiendo entre el acto de asentir a una proposición que no puede ser demostrada empíricamente (fides qua creditur) –algo que hacen incluso los herejes–, y la fe como el creencia en un determinado conjunto de proposiciones (fides quae creditur), que debe ser el cuerpo doctrinal de la fe católica, que es la única que salva (Th.Sch. I.16-17; Bacigalupo, 1992, pp. 239-240). Sin embargo, vimos ya que no parece concebir a la fe en sí misma como una virtud. Para Odo, en cambio, sí lo es.

La primera subdivisión de la fe será entre salutifera, que –como en Abelardo– es la que alcanza para la salvación y que se condice con la católica, y la non salutifera, que no necesariamente es herética porque puede ser que se crea en el Dios cristiano, pero o bien es inútil respecto de la salvación, como creer que Dios hará llover mañana; o bien insuficiente, como creer que Dios existe, pues también lo creen los demonios. El ejemplo de los demonios proviene de Stg. 2,19, versículo que Agustín había citado en el mencionado pasaje del Enchiridion, pero para explicar que la fe debe estar ligada a la esperanza y la caridad; y así es como se usa, por ejemplo, en la Summa sententiarum I.2. Se ve de este modo cómo Odo, a pesar de estar atento por igual a sus contemporáneos como a la tradición, termina resolviendo el problema a su manera[10].

Esperanza

Lo mismo hace con la esperanza, para la que se vale de las mismas fuentes. Pero aun cuando dice seguir a Agustín en Enchiridion II.8, donde el Hiponense explica la mutua conexión entre las tres virtudes, Odo no hace más que replicar la lectura abelardiana de la Theologia Scholarium I.2 y de los Commentaria in Ep. Paula ad Romanos II.5:2, según la cual la esperanza es una especie de la fe en tanto se origina en ella, ya que no se puede esperar aquello en lo que no se cree. Para ser más exactos, dice Odo, es la parte de la fe que se dirige (expectat) solo a los bienes futuros, que pueden ser tanto temporales como eternos. Además, está claro que es a los bienes porque si se dirigiera a los males futuros no sería esperanza sino desesperanza (Ysagoge I, pp. 84-85). De ello se sigue que la fe puede recaer también en males, y no solo futuros sino también pasados y presentes, algo que Odo no dice en el texto, pero sí incluye en su diagrama (véase anexo).

A pesar de que se trata de un brevísimo pasaje, encontramos dos diferencias respecto de Abelardo. La primera de ellas es que Odo agrega un elemento teórico ausente de la definición del maestro: esos bienes futuros que se esperan, no se esperan porque sí, por mera presunción, sino porque provienen de los méritos precedentes (Ysagoge I, pp. 84 y 86). De este modo, al vincular esta virtud con la noción de recompensa (pues el mérito no es sino aquello que se toma en cuenta al momento de otorgarla), Odo deja en claro que no se está hablando de cualquier tipo de esperanza, sino de una particular, que es la religiosa o, más aún, la cristiana.

Lejos de ser una sutileza original del autor, la anexión del mérito nos remonta a la escuela de Laón, que lo incluye en su definición de esperanza (Bliemetzrieder, 1919, p. 80). De ella, sin embargo, Odo toma solo este elemento y desdeña el resto. En efecto, la de Laón es una definición que no subsume la esperanza en la fe, sino que, por el contrario, establece una diferencia entre ambas, más que oponiéndolas, como ha señalado Pinckaers (1955, p. 307), asignándoles distintos grados epistémicos, pues la fe es certitudo, mientras que la esperanza es fiducia. La fuente directa de Odo, sin embargo, podría ser la Summa sententiarum I.2: “Spes est certitudo veniens ex meritis precedentibus”, pasaje que de hecho cita de manera textual apenas más adelante, a propósito de la caridad (Ysagoge I, p. 85)[11].

La segunda diferencia se da en relación con la sugerencia del personaje del Filósofo de las Collationes de que no se la considere virtud (véase supra). Odo, en cambio, no repara en que es común a buenos y a malos, y muy probablemente se deba a las implicancias mismas del elemento del mérito. Es cierto que ambos, herejes y no herejes pueden esperar bienes futuros, pero va de suyo que, si por definición tales bienes se esperan en base a los méritos precedentes, quien los espera es una persona que los merece, es decir, virtuosa. Y ello deja afuera a los herejes, que esperan en vano. En ese sentido, la esperanza que presenta Odo, si bien es dependiente de la fe, mantiene el estatus de virtud que le fuera negado por el Palatino.

Caridad

La última virtud del esquema senario de Odo es la caridad, cuya definición contiene algunos de los componentes de la noción de caritas que Abelardo había desarrollado en la teología que escribió para sus estudiantes. Con todo, si bien los sentenciarios abelardianos toman y parafrasean esa misma noción, dos parágrafos contiguos de las Sent. Abaelardi coinciden palabra por palabra con la de la Ysagoge, por lo que probablemente estas últimas sean su fuente más directa:

Odo (Ysagoge I, p. 85)

Abelardo (Th. Sch. I.3)

Sent. Abaelardi (§§242-243)

Caritas est voluntas bona erga aliquem propter ipsum, tendens in eum finem in quem oportet

Caritas uero est amor honestus, qui ad eum uidelicet finem dirigitur ad quem oportet, sicut e contrario cupiditas amor inhonestus ac turpis appellatur. Amor uero est bona erga alterum propter ipsum uoluntas

Caritas, ut supra diximus, est amor honestus, id est amor qui ad eum finem ad quem debet refertur. Est autem amor bona uoluntas erga aliquem propter ipsum. […] Nec est igitur honestus amor, id est tendens in eum finem in quem oportet, id est in ipsum Deum

Pero la coincidencia no se limita a la definición, sino que se extiende a la explicación de uno de sus elementos, el “propter ipsum”, explicación que en la Ysagoge está inmediatamente después de la definición, mientras que en las Sent. Abaelardi se halla en el pasaje que hemos omitido en el cuadro. En ambos textos, entonces, se sostiene que el amor siempre debe ser a causa del otro, y que de ningún modo cuenta como caridad un querer que busca rédito propio, que ama “propter aliquam utilitatem” (Sent. Abaelardi §243). Para ilustrarlo, cada uno parafrasea a su modo el ejemplo que Abelardo desarrolla en Th. Sch. I.3, que es el de querer que el propio enemigo gane la vida eterna. En ese caso, se sostiene en ambos, más que quererlo a él, lo que se desea es la propia conveniencia o, en palabras textuales, “non eum diligo, sed aliquod de morte sua commodum michi desidero [no lo amo a él, sino que deseo que algo de su muerte me sea favorable]” (Sent. Abaelardi §243; Ysagoge I, p. 85).

El siguiente elemento de la definición de Odo es el fin al que tiende la caridad, el cual debe recaer “in quem oportet”.  Ello significa, dice el autor, que, aún si son muchas las causas de nuestras voliciones o acciones, el fin –en tanto causa final– al que conviene que todas ellas se orienten no es otro que Dios. Esto mismo es lo que está significado por el término “amor honestus” de la definición abelardiana que Odo –a diferencia no solo de las Sent. Abaelardi sino también de las Sententiae Parisiensis (I, p. 5)– decide omitir.

El último elemento de la definición que sí está en todos los textos es el de “voluntas bona”. Ahora bien, en el sistema moral abelardiano, siempre siguiendo las huellas agustinianas (véase, v.g., In Io. ev 9.8; Ep. 155.4.13; De moribus Ecc. I.14-15), la caridad es presentada como la raíz y condición de posibilidad de toda virtud, un amor dirigido totalmente hacia Dios que hace de alguien virtuoso, alguien bueno en el sentido más pleno del término (Perkams, 2003, p. 370). Solo ella es la virtud suprema y perfecta que basta con fijar en el alma para poseer, o estar en condiciones de poseer, todas las restantes. Está aquí el germen de algunas cuestiones estrechamente vinculadas de las que se harán eco los sumistas más próximos al Palatino, como Rolando Bandinelli (Sent., p. 256), Pedro Lombardo (Sent. III.23.9; III.36.1-2) o Pedro de Poitiers (Sent. III.17): si la caridad es causa final y/o eficiente del resto de las virtudes, si basta poseer una virtud para poseerlas todas, o bien cuál es la conexión entre ellas (Lottin, 1949, 197-208; Moore & Dulong, 1943, pp. XXXII-XXXVIII). Por otra parte, si recordamos lo dicho hasta aquí, podremos advertir que Abelardo llama voluntas únicamente a la justicia y a la caridad, ya que templanza y fortaleza son potencias, mientras que la caridad, por su parte, es la única que puede ser llamada virtud en sentido propio. Como ha puesto en evidencia el análisis de John Marenbon (2011), para el Palatino la caridad es una especie de maduración de la justicia dada por la creencia en Cristo, de la que difiere principalmente en grado (pp. 236-242)[12].

Odo, por su parte, concibe la caridad como una voluntad, pero no así a la justicia, por lo que esa reconducción de una virtud a otra que se descubre en los escritos abelardianos está ausente en la Ysagoge o, mejor dicho, aparecerá más adelante, en el siguiente apartado, pero alterada. En este momento de la explicación, en cambio, el texto se vuelve más bien cercano al pensamiento victorino (Summa sent.I.2), y sostiene que, aun si la caridad es una voluntas, se encuentra causalmente después de la fe e incluso de la esperanza, debido a la dependencia de esta respecto de la primera, pero que, sin embargo, en el orden temporal, la caridad viene primero, pues si esperamos algo es porque lo amamos (Ysagoge I, p. 85).

En cuanto a la ramificación de esta virtud, la primera división que aparece es entre la dilectio Dei y la dilectio proximi. Aquí Odo ignora la indicación de Abelardo en su Commentaria in Ep. Pauli ad rom. –cuyas enseñanzas conocía (véase supra)– al señalar que en el amor al prójimo está contenido el amor a Dios, dado que al prójimo se lo ama a causa de Dios y que se puede amar a Dios sin amar al prójimo, pero no viceversa (IV.13.10). Sigue, en cambio, las Sent. Abaelardi, donde luego de señalar los dos actores de la dilectio (Dios y el prójimo), explica sus relaciones, pero sin implicar causalmente un tipo de amor en otro. Más aún, afirma que no se puede amar a Dios y no amar al prójimo. Esto, que pareciera ser prácticamente lo inverso de lo que propuso Abelardo, se matiza un poco más adelante con una precisión hermenéutica que figura en las Sent. Abaelardi (§244) y la Ysagoge (I, p. 86), expresada casi con las mismas palabras: el amor a Dios y al prójimo debe entenderse como aquello que impone el precepto, porque si se piensa en la naturaleza de las cosas, podría darse el caso de que no existiera ningún prójimo a quien amar, y ello no impediría amar a Dios. Por tanto, pueden darse por separado, aunque no deberían.

Esta interpretación le permite al autor de la Ysagoge dividir la caridad en dos ramas independientes que, a su vez, se subdividen en las mismas dos categorías según se entienda el genitivo de ese amor (es decir, “Dei” y “proximi”), que por lo general en castellano se traduce como si fuera un dativo (amor “a”), pero que en latín puede funcionar como genitivo subjetivo, en cuyo caso debe atenderse al amor con el que el sujeto ama (qua diligit); o bien genitivo objetivo, en cuyo caso Dios o el prójimo se convierten en objeto de amor, por lo que se atiende al amor por el que cada uno es amado (qua diligitur).

La mayor parte de la subdivisión que sigue –que no reviste especial interés teórico para nuestros propósitos– es propia de Odo (véase anexo), aunque reproduce varios pasajes bíblicos de Agustín, así como ejemplos paralelos con la Summa sententiarum IV.7-8, donde se habla del amor al prójimo y a Dios, pero a raíz de los dos grupos de preceptos en los que se dividen las tablas de la ley. También hay algunos paralelismos con las Sent. Abaelardi §§244-250. Sí nos interesa, en cambio, el último apartado dedicado a estas tres virtudes, que funciona a modo de corolario del tema antes de pasar al siguiente, el cual de todos modos está en estrecha relación pues se trata de los méritos.

Como su subtítulo lo anticipa, en De tribus coniunctim Odo pone en relación las tres virtudes teológicas que hasta ese momento había intentado en cuanto le fue posible caracterizar por separado. Lo primero que remarca es algo que ya había aparecido en los respectivos análisis precedentes, pero aquí queda aún más claro, y es que no cualquier tipo de fe, de esperanza o de amor debe ser considerada virtud. Así pues, no son virtud ni la fe que no es salvífica, ni la esperanza (o “espera”, diríamos hoy) de los bienes temporales, ni tampoco el amor por el que Dios ama, ya que no se lo puede entender como un hábito. La manera más sencilla de saber si alguno de estos movimientos anímicos es o no virtud es considerar si reporta mérito, ya que, aclara “nichil habet meritum nisi virtus” (Ysagoge I, p. 89). Pero mientras que esta especie de estrategia funciona sin mayores inconvenientes con la fe y la esperanza, pues basta con que la primera descanse en Dios y la segunda en los bienes eternos (y en ese sentido ambas, dice, pueden reducirse a la religión), con la caridad son necesarias algunas consideraciones ulteriores, pues ¿qué pasa, por ejemplo, si alguien que era justo continúa amando a Dios, pero ya no al prójimo? La clave, en este caso, radica en principio en la noción de habitus, que es aquella cualidad difícil de cambiar. Recordemos que Odo utiliza la misma definición, la filosófica, para todas las virtudes por igual. Por tanto, el amor o caritas que cambió no es hábito, y –como sucede con el amor de Dios– si no es hábito, por definición, no es virtud.

No obstante, hay aún un obstáculo fáctico que superar, porque es sabido que nadie hay en esta vida que se haya confirmado en el bien al punto de no poder nunca desear o hacer el mal, algo imposible de pensar en alguien cuya alma abraza la caridad. La solución que propone Odo (Ysagoge I, p. 90) es una versión no del todo clara de un pasaje de la Summa sententiarum III.7, en donde se explica que la verdadera caridad ha de ser permanente y constante, y que, por tanto, mientras (dum) se es malo no se tiene caridad. Este “dum” es central, pues significa que en esta vida, así como se la puede perder, así también se la puede adquirir. Lo que no se puede de ninguna manera es ser bueno sin ella, ya que, en definitiva, como lo había enseñado Agustín y repetido Abelardo (véase supra), la caridad está en el origen de toda otra virtud.

El apartado termina con la vinculación de caridad y justicia que habíamos anticipado. Es una vinculación que Odo realiza a través del concepto de voluntad, ese mismo que había omitido en la definición de justicia. Ahora, sin embargo, pareciera tenerlo en mente cuando afirma que no toda virtud es una voluntas, y que –a la inversa de lo que se desprende de los textos de Abelardo– la caridad ha de reconducirse (reducenda est) sobre todo a la justicia. Y es que, en efecto, cada una de las dos ramas de la caridad se reduce a una de las virtudes derivadas de la justicia: la dilectio Dei a la religión –a la que también habían sido reconducidas la fe y la esperanza–, la dilectio proximi a la misericordia (Ysagoge I, p. 91).  

Conclusión

Al exponer los trazos generales de la clasificación de virtudes de Odo no hemos pretendido hacer un análisis minucioso de cada una de ellas, sino más bien mostrar cómo en la naciente teología sistemática la filosofía, más que ancilla theologiae –como pretendía Pedro Damián (De divina omnipotentia III.5)– fue una parte constitutiva de esta. En efecto, en una época en la que la pretensión de total originalidad no era vista con buenos ojos y, por consiguiente, los préstamos teóricos e incluso textuales eran moneda corriente, los sumistas tempranos se vieron ante un cúmulo de fuentes tanto paganas como cristianas que había que ordenar y jerarquizar y, en el peor de los casos, ignorar.

En lo que toca a las virtudes, la mayoría de quienes compusieron sus sumas o sentencias antes de que la Ética de Aristóteles empezara a traducirse y asimilarse debió optar o bien por una definición teológica y su consecuente ramificación, basadas ambas en las auctoritates cristianas, en especial las Escrituras y los Padres; o bien por la definición filosófica, cuyas dos vertientes provienen de la Antigüedad griega. Este ha sido, precisamente, el camino elegido por el autor de la Ysagoge, una de las pocas sumas en seguir no solo la vía filosófica sino incluso, dentro de ella, la vertiente aristotélica de las tres virtudes cardinales que había propuesto Abelardo.

A pesar de ello, hemos visto que Odo no se mantiene absolutamente fiel al Palatino. Además de establecer su propia ramificación de virtudes cardinales –si influido por o influyendo en sus coetáneos, aún no se ha determinado con exactitud– elige tratar la fe, la esperanza y la caridad como virtudes en sentido propio, conformando una tríada inseparable. Si bien no es ninguna novedad, en tanto esta tríada data de la época de los Padres, nótese que, aunque por diferentes motivos, ni Hugo de San Víctor ni Abelardo hicieron lo que Odo, como así tampoco los sentenciarios más cercanos a ellos, esto es, la Summa sententiarium del lado del victorino, y las Sententiae Petri o las Sententiae Parisienses del lado abelardiano. Es cierto, con todo, que para el tratamiento de estas virtudes toma nociones de ambas escuelas, lo cual es esperable dado que su intención fue, recordemos, la de reunir vetera; no la de decir aliquod inopinatum. E incluso así, como ha sucedido en incontables ocasiones a lo largo de la Edad Media, el resultado es un texto que desborda el propósito original del autor. Odo, además de acomodar a su manera el legado de diferentes tradiciones –esas enseñanzas que se encontraban dissipata–, pone, también dissipata, ideas nacidas de su propia inventiva sumando, de este modo, un eslabón más en la construcción de ese gran edificio del pensamiento medieval que fue la teología escolástica.

Anexo. Cuadros de las virtudes en el MS Cambridge, Trinity College, B.14.33[13] “ut vero praedictas partitiones facilius recolligas” (Ysagoge I, p. 72)

Virtudes cardinales. Fol. 13r. Como señala Evans (1991), se trata de una diagramación poco convencional, y eso más allá no solo de que sea una de las pocas divisiones tripartitas, sino incluso uno de los pocos esquemas en obras teológicas de la época (pp. 4 y 11). En efecto, hay tres árboles, cuyos nodos primarios son, en orden: virtus, temprantia y fortitudo. Del primero, salen las tres virtudes cardinales y de ellas solo las ramificaciones de la justicia, mientras que los otros dos nodos, al ser ellos mismos una de las virtudes cardinales, se ramifican directamente. Es muy probable que se trate de un caso de mala disposición del espacio en el manuscrito original, luego replicada en sus copias[14], pero que debe leerse como un único árbol, con un único nodo, el de virtus.

Sumas virtudes. Odo le dedica un cuadro propio a la fe, uno a la esperanza y otro a la caridad. Cada una de ellas incluye todas sus divisiones internas, ya sean virtuosas (como las que responden a la fe salvífica, la esperanza de los bienes futuros eternos, o el amor que la creatura le profesa al Creador), ya sean no virtuosas (como las creencias inútiles o insuficientes que se siguen de la fe no salvífica, la esperanza de bienes futuros temporales o el amor natural que se siente al prójimo).

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[1]  Pedro Abelardo, Theologia Scholarium [Th. Sch.], Praefacio §1: “Scholarium nostrorum petitioni […] aliquam sacrae eruditionis summam quasi diuinae scripturae, introductionem conscripsimus [A petición de nuestros alumnos escribimos alguna suma de la erudición sagrada, como si fuera una introducción a la divina Escritura]”; Hugo de San Víctor, De sacramentis, Prologus: “Hanc enim quasi brevem quamdam summam omnium in unam seriem compegi [compaginé esta especie de breve suma de todo en una única serie]”. Cursivas y traducción de la autora en todos los casos. Véanse otras presentaciones de sumas en Cloes (1958, p. 281).

[2]  A pesar de que se supone que la Summa sententiarum es fuente de la Ysagoge, hay algunas cuestiones que llevaron a pensar que podría ser al revés, pero tampoco se han ofrecido argumentos decisivos al respecto (Evans, 1991, p. 2).

[3]  Puede leerse un análisis detallado de estos y otros préstamos teóricos de ambos maestros en Luscombe (1970, pp. 236-243); en Mews (2021), en especial a propósito de la estructura; o de manera más concisa en Landgraf (1934, pp. XLXIX-LII).

[4]  Si bien no deben confundirse las declaraciones del personaje del Filósofo con las del propio Abelardo, en este caso se pueden aceptar como tales, no solo porque el personaje del Cristiano no las objeta, sino porque la misma explicación se halla en el Scito te ipsum, como se verá a continuación. Por otra parte, se debe advertir que Hugo de San Víctor también cita la definición de virtud como hábito (Didascalicon VI.14) –en este caso, la de Cicerón en De inventione II.53.159–. Sin embargo, lo hace en el apartado sobre la división de la filosofía, pero no se la apropia ni desarrolla su teoría a partir de ella.

[5]  En este punto no puedo dejar de señalar mi discrepancia tanto con la apreciación de Bejczy en contra de Lottin, como con la de Lottin mismo, según este pasaje: “Lottin, Etudes de morale, 71 comments: ‘c’est en vain qu’on chercherait ici une dissociation entre l’honnêteté morale naturelle et le mérite surnaturel.’ I cannot follow Lottin’s argument; dissociating natural goodness from (meritorious) virtue is exactly what happens here” (Bejczy, 2005a, p. 139, n. 26). Tal como hemos visto, la virtud es por definición meritoria y una especie de hábito, por lo cual, efectivamente no hay disociación alguna. Lottin, pues, tendría razón, salvo que ella tampoco es una bondad natural sino adquirida per industriam (a menos que entendamos que ser “difícil de cambiar” sea una especie de segunda naturaleza).

[6]  Sobre este punto es enriquecedor el análisis de Grellard (2021, pp. 68-75), incluso si versa sobre las Sent. Abaelardi.

[7]  En el único códice en el que nos llegó la Ysagoge completa –el Cambridge, Trinity College MS B.14.33, fol. 5r-111r– una mano diferente a la original, notando la cercanía con el Commentum in Martianum y haciendo caso omiso de la explicación teórica de Odo, incluyó la prudencia con su respectiva división y explicación en el fol. 6r, esto es, catorce folios antes de que aparezca en el texto la clasificación tripartita (posiblemente porque es el espacio libre más cercano, sin contar el fol. 10r que esa misma mano aprovechó para agregar el esquema de ramificación de las artes mecánicas). Por otra parte, Evans (1991) sostiene que en el Commentum se equiparan virtud y prudencia –algo que el editor, Westra (1986), habría borrado al reponer “virtus in” (p. 166, l. 12)–, por lo que la división de las cardinales también sería tripartita (Evans, 1991, p. 13). No obstante, si así fuera, la prudencia tendría dos ramificaciones superpuestas –por una parte, las tres restantes cardinales, por otra, las propias de la prudencia–, lo cual sería extraño e incluso contrario a lo que quiere demostrar Evans, esto es, que ambos textos no discrepan doctrinalmente. Es claro que la reposición de Westra es correcta y, por tanto, que las virtudes cardinales del Commentum son cuatro.

[8]  Otras obras de la misma época también próximas en cuanto a las ramificaciones de las virtudes cardinales, pero ninguna de ellas igual entre sí, son tanto de naturaleza teológica como filosófica. En primer lugar, está el opúsculo De contemplatione et eius speciebus, texto con ciertos rasgos victorinos que Baron, su editor, publicó creyéndolo del propio Hugo, pero que al parecer fue escrito por un admirador suyo en el tercer cuarto del s. XII, lo que convierte a la Ysagoge en una de sus posibles fuentes (Bejczy, 2004, pp. 440-442). Están íntimamente vinculados, además, el anónimo Moralium dogma philosophorum y el De virtutibus de Alain de Lille. La relación que guardan entre ellas, si bien estudiada por diversos especialistas, aún no se ha podido establecer con precisión (Williams, 1957, pp. 738-740).

[9]  Ello obliga a revisar la datación de la obra propuesta por Evans (véase supra), y considerar la de Luscombe (1970), cuyo terminus a quo es 1140 (p. 243).

[10]  No nos detendremos en las subdivisiones de la salutifera, pues no presentan ningún problema particularmente interesante para este trabajo. Véanse en anexo.  

[11]  Por su parte, la definición del sentenciario victorino, aunque toma de la laoniense la idea de los méritos precedentes, pareciera contradecirla en tanto caracteriza la esperanza como una certeza en lugar de fiducia. Este concepto, sin embargo, convive sin problemas en el mismo apartado, pues aparece inmediatamente antes (Summa sent. I.2).

[12]  Dicho análisis debe complementarse con la minuciosa reconstrucción de la evolución del concepto abelardiano de “justicia” hecha por Grellard (2021).

[13]  Las reproducciones de este manuscrito se encuentran bajo licencia Attribution-NonCommercial 4.0 International (CC BY-NC 4.0).

[14]  Además del reproducido aquí, véase el MS Londres, British Library, Cotton Cleopatra C. XI, f. 75r (no se encuentra digitalizado, pero puede consultarse una reproducción en Evans, 1991, p. 3, fig. c.).