La pertenencia del amor a la vida intelectual

Una aproximación según Tomás de Aquino

 

The belonging of love to intellectual life

An approach according to Aquinas

 

Lucas Pablo Prieto

Instituto Santo Tomás de Balmesiana, Barcelona, España

lucaspablo. prieto@gmail.com

ORCID: 0000-0002-1826-3584

 

DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt51.26.2023.163-176

 

Resumen: Aunque irreductibles entre sí, los actos del entendimiento y de la voluntad constituyen el dinamismo operativo propio del viviente racional. Ahora bien, al estudiar la relación o interacción entre ambas potencias, se suele decir que el entendimiento tiene prioridad en cuanto a la especificación de la voluntad, mientras que la voluntad lo tiene con respecto al ejercicio. En este artículo, sin embargo, quisiéramos invertir el problema y analizar, desde principios tomasianos, en qué sentido se podría decir que el ejercicio de la voluntad depende del entendimiento, por una parte, y cómo puede la inclinación afectar el conocimiento de un objeto.

 

Palabras clave: voluntad (inclinación), entendimiento (objeto), libertad, sabiduría

 

Abstract: Although irreducible to each other, the acts of the intellect and of the will constitute the operative dynamism proper to the rational living being. Though, when studying the relationship or interaction between both powers, it is usually said that the understanding has priority with respect to the specification of the will, while the will has priority with respect to the exercise. In this article, however, we would like to invert the problem and analyze, on the one hand, from Thomasian principles, in what sense it could be said that the exercise of the will depends on the understanding and, on the other hand, how the inclination can affect the knowledge of an object.

 

Keywords: will (inclination), intellect (object), freedom, wisdom

 

Recibido: 03/06/22

Aprobado: 21/09/22

 

 

Aunque resulte algo extraño, quisiera comenzar esta reflexión haciendo referencia a Lucy, una película de Scarlett Johanson y Morgan Freeman (Besson, 2014)[1]. La tesis pseudocientífica que presenta es simple: el uso porcentual de nuestro cerebro es bastante bajo y un aumento de su uso supondría un progreso fantástico de lo que el hombre puede hacer. Gracias a unas drogas, Lucy (la protagonista), consigue desplegar toda su capacidad cerebral. Al margen de la tesis central, la progresión que hace la protagonista en la línea del conocimiento supone un decaimiento de la vida afectiva que en su culmen conlleva a una estoica ataraxia frente a la muerte inminente. Pensar más implica amar menos. Este planteamiento, para santo Tomás, es simplemente inconcebible. Así, por ejemplo, al preguntarse en la Suma de teología si en Dios hay voluntad responde diciendo que “en cualquiera que tenga entendimiento hay voluntad” (S. Th. I, q. 19, a. 1, c.)[2]. Y es precisamente en esta perspectiva, de hecho, como construye su doctrina sobre las procesiones trinitarias y la perichóresis o mutua inmanencia de las personas divinas: al Verbo perfecto sigue necesaria y libremente (como veremos) la inclinación de la voluntad.

Pero podríamos también preguntarnos por la situación inversa: ¿amar más implica pensar mejor? En una perspectiva teologal, el ejemplo de los santos presenta una situación digna de estudio. Pensemos un momento en el apóstol Juan, a quien la tradición ha apodado “el teólogo”, porque, parafraseando el conocido texto de Orígenes, “apoyó la cabeza sobre el pecho de Jesús y recibió de él a María como madre”[3]. No han faltado quienes han sostenido, por lo mismo, que “todos los santos son teólogos y solo los santos lo son” (Léthel, 1989, p. 3)[4]. Aunque dicha afirmación sea errónea y se funde en un equívoco (como veremos), expresa un problema subyacente que no se puede pasar por alto: ¿de qué modo influye la disposición subjetiva en el conocimiento?

Tenemos, por tanto, dos (posibles) situaciones distintas: por una parte, una voluntad que sigue al conocimiento y, por otra, un conocimiento afectado por la voluntad. La pregunta que late en el fondo refiere a la conexión entre el entendimiento y la voluntad. En efecto, ¿cómo se relacionan las operaciones de estas dos facultades? Es doctrina tradicional dentro de la escuela tomista explicar la relación entre entendimiento y voluntad atendiendo al ejercicio del acto y a su especificación. En cuanto a lo primero, la voluntad tiene la primacía, pero en cuanto a la especificación, la primacía corresponde al conocimiento. Dicho simplemente, la voluntad puede querer o no querer, pero si quiere, se inclinará hacia algo presentado por el entendimiento (De malo, q. 6).

Las dos situaciones previamente presentadas, sin embargo, invierten de algún modo el problema. En efecto, plantear la inclinación de la voluntad desde la presencia de una forma entendida nos lleva a preguntarnos por la relación que existe entre el verbo entendido y la impressio propia del acto volitivo. En otras palabras, ¿hasta qué punto el conocimiento perfecto implica una inclinación voluntaria?, es decir, ¿de qué modo se sigue de tal conocimiento el amor? Por otra parte, la experiencia del conocimiento humano muestra que nuestro acceso a la cosa conocida puede estar múltiplemente condicionado y, en este sentido, podemos preguntarnos: ¿puede la inclinación de la voluntad afectar la especificación misma de nuestro objeto de conocimiento? En otras palabras, ¿puede modificar nuestro conocimiento de la realidad?

Para responder (a modo de aproximación) a estas dos cuestiones estudiaremos, en primer lugar, una analogía que usa Tomás de Aquino para explicar la mutua inmanencia de las personas divinas. Es en este contexto donde cobra pleno sentido la expresión verbum spirans amorem, como manifestación de lo que es el verbo perfecto. En efecto, es propio del verbo perfecto configurar un apetito (la inclinación sigue a la forma), aunque dicha configuración no se dé necesariamente en la criatura cognoscente por la potencialidad de su conocimiento. En segundo lugar, veremos cómo santo Tomás (apoyándonos también en los comentarios de Juan de Santo Tomás) vincula genialmente la sabiduría y la caridad al tratar de los dones del Espíritu Santo. En este caso, es el mismo conocimiento el que se ve favorecido por una mayor inclinación afectiva. Por último, y como conclusión abierta, nos detendremos en la visión beatífica donde se integran armónicamente las dos dimensiones de la vida perfecta: gaudium de veritate.

 

La analogía del verbo perfecto

 

Volvamos al texto citado al inicio. Dice Tomás:

 

En Dios hay voluntad, porque en él hay entendimiento, pues la voluntad sigue el entendimiento. En efecto, así como una cosa natural tiene el ser en acto por su forma, así el entendimiento entiende en acto por su forma inteligible. Ahora bien, cualquier cosa tiene una relación a su forma natural, de modo que cuando no la tiene tienda a ella y cuando la tiene, descanse en ella. Y lo mismo se aplica a cualquier perfección natural que es un bien de naturaleza. Y esta relación al bien, en las cosas que carecen de conocimiento, se denomina apetito natural. De ahí que también la naturaleza intelectual tiene una relación semejante al bien aprendido por la forma inteligible, de modo que, cuando lo tiene, descansa en él, pero cuando no lo tiene, lo busca. Y ambas cosas pertenecen a la voluntad. Por eso en cualquiera que tenga entendimiento hay voluntad, tal como hay apetito animal en cualquiera que tenga sentido. (S. Th. I, q. 19, a. 1, c.)

 

El Aquinate construye su argumentación a favor de la voluntad en Dios desde la inclinación que sigue a toda forma. Lo mismo que el fuego por su naturaleza tiende hacia arriba o la piedra hacia abajo, así también a la forma entendida sigue una inclinación que denominamos voluntad o apetito racional. La comparación, sin embargo, presenta ciertas dificultades cuando intentamos precisar el sentido en que “cualquier cosa tiene una relación a su forma natural” y lo aplicamos al cognoscente humano. Se puede hablar, ciertamente, de una inclinación universal al bien que constituye en él un apetito natural (voluntas ut natura), pero ¿en qué sentido dicha referencia sigue a la forma conocida? Cuando pensamos esa respectividad o inclinación en un cuerpo, la referencia es necesaria y lo mismo en un viviente no racional. En el hombre, sin embargo, esa inclinación en cuanto voluntaria puede darse o no darse (Echavarría, 2017; Reyes Oribe, 2012).

Aquí conviene hacer una distinción clave. Al decir que no se sigue necesariamente podemos estar significando dos cosas distintas. Si consideramos la inclinación con referencia a un bien finito (a), estaremos significando que la forma entendida no mueve necesariamente a la voluntad, porque nunca dice razón de bien universal, de modo que la voluntad, entre bienes parciales, escoge cuál es el objeto de su inclinación (voluntas ut ratio). Por eso, “la elección sigue al último juicio práctico, pero es la voluntad la que lo hace último”. En este sentido, la voluntad goza no solo de libertad de ejercicio (querer o no querer), sino también de especificación (querer esto o lo otro), aunque si quiere algo, quiere algo presentado por el entendimiento.

Pero, si consideramos la inclinación intelectual en cuanto tal (b), también podremos decir que lo propio de esta inclinación es justamente su dimensión libre, es decir, que el volente se inclina desde sí mismo hacia la forma entendida, porque dicha forma es el bien en el que descansa. En este segundo sentido el concepto de libertad no procede de la indeterminación a un bien finito, sino de la perfecta inmanencia del fin (Prevosti, 2020, pp. 208-221). La inclinación sigue ciertamente a la forma, pero según el modo de la forma poseída. Por eso genialmente pudo decir Tomás de Aquino que la procesión del Espíritu Santo era libre y necesaria a la vez: “Dios con su voluntad se ama libremente, aunque se ame necesariamente” (De Potentia, q. 10, a. 2, ad 5). Francisco Canals (2019, p. 69), siguiendo a su maestro el P. Ramón Orlandis y conforme a una línea abierta por el pensamiento de Juan de Santo Tomás, denominaba esta inclinación como superlibertad, porque significaba la complacencia voluntaria que seguía al conocimiento perfecto.

Ahora bien, ¿qué quiere esto decir? O, en otras palabras, ¿qué conexiones operan en esta afirmación para poder justificar la libertad y la necesidad del amor al bien perfecto? De algún modo, el Aquinate está haciendo extensivo el principio enunciado en el artículo de la Suma de teología previamente citado, pero añadiendo las precisiones que corresponden según la naturaleza de cada forma. La idea fundamental que subyace en el argumento es la referencia de la forma al fin. Por decirlo de algún modo, la causalidad de esta no se agota en la información, pues su dimensión actual y perfecta supone también una dimensión de bondad que la constituye para el mismo ente en término de un apetito, es decir, en fin de sí mismo. Por este motivo, la primera inclinación que se encuentra en todo ente es a conservar su propio ser tanto cuanto sea posible. Este primer apetito es necesario en todo ente finito y soporte de toda otra inclinación, de modo que la sola posesión de la forma entitativa supone ya un reposo o descanso por el cual la criatura apetece seguir siendo.

Esta inclinación que sigue a la forma en cuanto perfecta se da, sin embargo, diversamente según las diversas formas. Por eso santo Tomás puede ampliar conceptualmente el principio para aplicarlo a la voluntad precisando tan solo la diversa modalidad conforme al tipo de forma. Si consideramos, en efecto, la forma intelectual, vemos que por su propia naturaleza también lleva aneja una inclinación o al menos es principio de ella, pero dicha inclinación se realiza según la modalidad propia de la naturaleza racional. Y en este caso, lo propio de la inclinación racional es la automoción al fin, es decir, determinarse a sí mismo al bien. Volviendo a la idea enunciada al principio, la libertad no es primeramente la posibilidad de elegir entre múltiples bienes finitos, sino la posesión refleja de lo bueno, es decir, la inmanencia del fin (Bofill, 1967, p.103).

En este sentido se comprende la analogía que usa Tomás del verbo perfecto para pensar en la procesión de las personas divinas. Lo propio del verbo perfecto, aquel que es perfectamente inmanente, es proceder con una inclinación aneja: no que la inclinación siga a la concepción como mera sucesión temporal, sino que dicha concepción implica una impressio en la voluntad porque es la forma intelectualmente poseída en su dimensión de fin inmanente en la que la voluntad se complace (S. Th. I, q. 37, a. 1). Atención, no se trata de que el verbo proceda del amor (sería invertir el orden de las operaciones), sino de afirmar que el verbo cuando es perfecto procede de la intimidad del operante de tal modo que se constituye en la forma que es término de su propia inclinación. Un verbo perfecto es el verbo que aquieta plenamente nuestro apetito porque supone perfectamente la inmanencia del fin. Por eso, para santo Tomás, es imposible pensar correcta y completamente la generación del Verbo sin referencia al Amor procedente[5]. Dice en las Sentencias:

 

Puesto que el conocimiento puede ser doble, a saber, simplemente de lo verdadero o también según que lo verdadero se extiende a lo bueno y conveniente (y esta es la aprensión perfecta), así también hay un doble verbo, a saber, el de la cosa proferida que place, el cual espira el amor (y este es el verbo perfecto) y el verbo de la cosa que incluso desagrada. (In I Sent, d. 27, q. 2, a. 1)

 

Esta vinculación estrecha entre verbo y amor encuentra una confirmación indirecta en un contexto totalmente diferente. Al preguntarse al inicio de la Secunda pars si la bienaventuranza es una operación del entendimiento especulativo o práctico, responde santo Tomás diciendo que pertenece al primero, pues a él corresponde la posesión de la verdad. Ahora bien, ante la objeción que plantea la referencia del bien al entendimiento práctico, pues es obrando lo bueno como el hombre se hace bueno, santo Tomás responde de modo sorprendente diciendo que “[el entendimiento] especulativo tiene el bien en sí mismo, que no es sino la contemplación de la verdad. De modo que, si tal bien fuera perfecto, por lo mismo todo el hombre se perfeccionaría y se haría bueno” (S. Th. I-II, q. 3 a. 5 ad 2).

El verbo perfecto es aquel que brota de una mayor unidad operativa, de tal manera que, si tuviésemos un verbo perfecto, el hombre entero se haría bueno, porque quedaría referido a dicha forma entendida como a su fin. Por eso, sin caer en un planteamiento socrático, donde conocer el bien significa amarlo, hay que reconocer que en el pensamiento tomasiano se da una relación también desde la palabra al afecto. En la medida en que la palabra interiormente pronunciada es más una con el dicente, entonces más connaturalmente el apetito quedará referido a ella como término amado. En este sentido, como dice san Agustín:

 

La concepción y el nacimiento del verbo se identifican cuando la voluntad descansa en la noticia, como en el amor de lo espiritual acontece. El que, por ejemplo, conoce perfectamente y ama con igual perfección la justicia, ya es justo, aunque no actúe al exterior según este postulado de la justicia mediante los miembros del cuerpo. (De Trinitate, IX, 9, 14)

 

Sabiduría y caridad

 

La noción de verbo perfecto nos ha mostrado la estructura formal del dinamismo afectivo en la medida en que manifiesta que el término inmanente de la operación intelectiva por su propia naturaleza está ordenado a constituirse en término amado por la facultad apetitiva. Es forzoso, sin embargo, constatar la limitación de nuestros conceptos que nunca pueden especificar necesariamente nuestro apetito. Ahora invertimos el problema: dado el modo finito que tenemos de acceder al conocimiento de las cosas, ¿puede de algún modo la vida afectiva influir en el conocimiento de ellas?

Nótese que la pregunta no refiere a la actividad cognoscitiva, pues en este sentido es evidente que el amor puede influir en el conocimiento. En efecto, lo propio de la voluntad es aplicar las otras potencias a la operación y por ello no es extraño que un mayor amor a la sabiduría, dentro de lo que estamos estudiando, implique una mejor dedicación a la búsqueda de la verdad. En este sentido, también podemos decir que una mayor disposición subjetiva facilita el ejercicio del entendimiento. Es claro, por ejemplo, que aquel que posee la virtud de la estudiosidad, puede dedicarse más intensamente al trabajo intelectual que si está preso del vicio de la curiosidad. Por eso santo Tomás afirmaba que la vida en esta tierra consiste principalmente en las obras, pero en la medida en que nos disponía para la más perfecta de las operaciones que era la contemplación.

Aunque esta relación entre ordenación afectiva y ejercicio intelectual tiene su importancia, no constituye ahora el objeto de nuestra investigación, ya que la conexión que establece es más bien extrínseca y accidental, es decir, no refiere al objeto conocido. Afecta al conocer, pero no al conocimiento. Lo que ahora nos interesa es la relación entre afecto y objeto conocido, es decir, ¿puede una más intensa vida afectiva redundar en un mayor conocimiento de la verdad? En santo Tomás encontramos (al menos) un caso claro en que se da esta causalidad ascendente de la voluntad al entendimiento. Dice en la Suma de teología al tratar sobre el don de sabiduría:

 

La sabiduría implica cierta rectitud de juicio según las razones divinas. Ahora bien, la rectitud de juicio puede darse de dos modos: de un modo, según el perfecto uso de la razón; de otro modo, por cierta connaturalidad con aquellas cosas de las que se juzga. Así, por ejemplo, acerca de aquellas cosas que pertenecen a la castidad aquel que posee la ciencia moral juzga rectamente por la inquisición de la razón, pero por cierta connaturalidad con ella juzga rectamente de aquellas cosas aquel que tiene el hábito de la castidad. Por tanto, así como pertenece a la sabiduría que es virtud tener un juicio recto por la inquisición de la razón acerca de las cosas divinas, así tener un juicio recto de aquellas según cierta connaturalidad con ella pertenece a la sabiduría según que es don del Espíritu Santo, como dice Dionisio que Hieroteo fue perfecto en las cosas divinas “no solo aprendiendo, sino también padeciendo las cosas divinas”. Ahora bien, esta compasión o connaturalidad con las cosas divinas se realiza por la caridad que nos une a Dios, según aquello de 1Co 6,7: “el que se une a Dios es un espíritu”. Por tanto, la sabiduría que es don tiene cierta causa en la voluntad, es decir, la caridad, pero la esencia la tiene en el entendimiento, cuyo acto es juzgar rectamente. (S. Th. II-II, q. 45, a. 2, c.)

 

En este texto genial y sorprendente, Tomás de Aquino vincula el don de la sabiduría con la caridad, porque en ese afecto sobrenatural se encuentra la causa o raíz de ese conocimiento capaz de juzgarlo todo. La comparación que propone con el hombre casto es elocuente, pues el virtuoso juzga correctamente de la virtud porque la posee. Ahora bien, la conexión aquí presentada muestra la posibilidad de una causalidad de la voluntad sobre el conocimiento, pero no ha desarrollado explícitamente el modo como esto es posible. Es verdad que la referencia a Dionisio marca un camino de solución, pero la pregunta fundamental (¿cómo puede la voluntad influir sobre el entendimiento?) permanece sin responder. Para resolver esta cuestión, recurrimos a los comentarios de Juan de Santo Tomás a la Suma de teología, donde explica en qué sentido se puede decir que realmente el afecto pasa a la condición del objeto (affectus transit in conditionem objecti).

El dominico portugués reconoce, conforme a la tradición intelectual tomista, que la voluntad no puede formalmente iluminar el entendimiento, porque no es una potencia cognoscitiva, pero afirma que puede causalmente perfeccionar dicha luz al hacer más íntimo el objeto y presentarlo de modo nuevo al entendimiento con una diversa conveniencia y proporción.

 

Aunque la voluntad o el afecto no pueden añadir más luz al entendimiento, permanece la afirmación por lo dicho, que la voluntad no ilumina formalmente el entendimiento, pero puede causalmente dar mayor luz o perfeccionarla en cuanto hace al objeto más unido a sí por el amor y más inmediato en sí por el contacto y el gusto, y así se representa al entendimiento novedosamente con una diversa conveniencia y proporción al afecto por el que casi se siente experimentalmente, y de ahí resulta en la inteligencia que aquello que así se siente en el afecto es más alto y excelente a toda consideración de la fe o de otra verdad cognoscitiva y así procede a juzgar de estas cosas y de las verdades divinas conforme a lo que de ellas conoce según aquella experiencia afectiva por la que siente más altamente de Dios que con cualquier industria humana. (De donis Spiritus Sancti, n. 592)

 

Lo propio del amor es unir el amado al amante y hacerlo presente no por modo de información, sino por la inclinación del afecto. Por esta presencia que alcanza la realidad a la que refiere, el objeto amado se presenta en una nueva dimensión de bondad al entendimiento, de tal modo que el objeto conocido queda modificado en sí mismo. Y esta nueva condición del objeto supone una verdadera novedad inteligible. Esta novedad, sin embargo, no debe entenderse como la constitución de otro objeto, sino tan solo como una profundización en lo previamente conocido. Así, por ejemplo, en el caso del don de sabiduría, la presencia amorosa de las personas divinas en el alma del justo provoca esa connaturalidad con Dios que le permite juzgar sobre todas las cosas desde las causas últimas. Juan de Santo Tomás no tiene reparo en hablar así de una ciencia mística y afectiva, que se produce por la suavidad, la paz, la embriaguez y el contacto del alma con Dios amado. La experiencia afectiva con las cosas divinas realmente condiciona el conocimiento de estas, no simplemente porque la inclinación nos haga tender a ellas más intensamente, sino porque padeciendo su presencia alcanzamos del objeto una nueva y más profunda visión. Santo Tomás cita el ejemplo de Hieroteo, pero su vida es también un claro ejemplo de ello; dicen sus biógrafos que “solía acercar su cabeza al sagrario como para sentir palpitar el Corazón divino y humano de Jesús” (Benedicto XVI, 2011, p. 222) y adquirir así un conocimiento directo de aquello que se refiere a Dios.

Conviene, sin embargo, hacer una última precisión. Este conocimiento sabroso es un conocimiento que toca a la realidad misma de la fe y puede denominarse incluso ciencia de los santos, pero por su propia naturaleza no es idéntico a la teología, “que adquirimos con sudor y en el estudio de las doctrinas escolásticas” (De donis Spiritus Sancti, n. 674). La ciencia teológica tiene su propio método y supone un discurso racional que, obviamente, no todos los santos formulan. Sí podría decirse, sin embargo, que todos los santos realizan de modo eminente aquello a lo que la teología se ordena, a saber, el conocimiento íntimo de Dios. La sabiduría y la teología son hábitos intelectuales diversos, pero ciertamente puede el primero iluminar al segundo. Dos personas dotadas de igual talento metafísico y método racional, no necesariamente se encuentran en igualdad de condiciones para meditar el misterio sobrenatural, porque aquel que posee experiencia afectiva del objeto estudiado, puede más fácilmente y con mayor profundidad juzgar de ello. Esto no suple ni puede suplir el ejercicio teológico, pero lo orienta por la connaturalidad con el objeto estudiado. Por eso en la cita de Dionisio se dice que Hieroteo se hizo perfecto no solo por el estudio, sino también (sed et) padeciendo las cosas divinas; son dos dimensiones complementarias que conviene no oponer dialécticamente.

 

Gaudium de veritate

 

Para concluir quisiéramos hacer una breve referencia a la bienaventuranza en cuanto integra armónicamente los dos aspectos previamente tratados, es decir, la dimensión afectiva y la intelectual. Hace ya más de un siglo, un destacado teólogo publicó un breve opúsculo titulado Pour l’histoire du problème de l’amour au Moyen Age (1908)[6]. En esta obra Rousselot (2004) defendía un marcado intelectualismo apoyándose aparentemente en el pensamiento de Tomás de Aquino. Dicha defensa del primado de la contemplación, sin embargo, producía una extraña preterición de la caridad, al punto que parecía resultar una mera concomitancia o añadido al acto de visión. Es verdad que las expresiones que utiliza en la Suma de teología el Aquinate para referirse a este gozo (quasi per se accidens) pueden haber desorientado la interpretación de algunos comentadores y dado origen a la lectura intelectualista (totalmente errada a nuestro parecer) del Aquinate. Una lectura íntegra de su pensamiento, sin embargo, muestra claramente el equilibrio de su postura.

En efecto, lo propio de la dimensión apetitiva es la inclinación al bien, pero esta inclinación se da diversamente según la presencia o ausencia del objeto. Cuando el objeto está ausente, nos inclinamos a él por el deseo, pero cuando alcanzamos el bien, se da el reposo (no la desaparición) de la inclinación. Es ahí cuando el amante descansa o se complace en lo amado. Ahora bien, ¿significa esto que el reposo no es más que una concomitancia del amor, algo accidental a él? ¡De ninguna manera! Santo Tomás, siguiendo a Dionisio, frecuentemente repite que el amor es una vis unitiva, porque por su propia naturaleza procura atraer a sí al amado y unirse a él en la medida de lo posible (In I Sent., d. 10, q. 1, a. 3; S. Th. I-II, q. 26, a. 2, ad 2). La ausencia del objeto es posible por la naturaleza finita del dinamismo apetitivo que puede referirse a bienes que difieren del amante. En su propia naturaleza, sin embargo, el amor se realiza perfectamente al alcanzar el objeto amado porque cuando se da esa presencia, entonces el dinamismo apetitivo queda estabilizado por la posesión del fin. Pero ¿en qué consiste esta estabilización (stabilimentum)? En términos generales es la complacencia de la voluntad en la realidad amada en cuanto bien aprehendido, pero dicha estabilización debe comprenderse como reposo cuando refiere a la presencia efectiva del bien (extrínseco… o no)[7].

 

El entender no se perfecciona sino porque se concibe algo en la mente del que entiende, lo cual se llama verbo. Pues no llamamos entender, sino reflexionar para entender antes que se estabilice alguna concepción en nuestra mente. De modo semejante, el mismo querer se perfecciona por el amor procedente del amante por la voluntad, ya que el amor no es otra cosa sino la estabilización de la voluntad en el bien querido. (De Potentia, q. 9, a. 9)

 

La unión real por la visión de la divina esencia, ciertamente, es efecto del amor (porque la posesión del objeto amado no corresponde al apetito), pero es el amor transfigurado en gozo el que da a dicha unión la firmeza que la hace permanecer en el tiempo. La unión real perfecta, sin embargo, la que se da cuando la inclinación posee su objeto, es la que provoca el gozo o la delectación y constituye el reposo del amante en el amado. “Entonces la voluntad complacida descansa en el fin ya alcanzado” (S. Th. I-II, q. 3, a. 4, c.). En resumen, la bienaventuranza nos muestra claramente la perfecta interdependencia entre el conocimiento y la inclinación voluntaria, pues la visión de Dios solo se puede dar por un amor que nos une indefectiblemente al objeto contemplado.

 

Referencias

 

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Durand, E. (2000). Le repos de l’Amour trinitaire selon saint Thomas d’Aquin. Aletheia. École Saint Jean, 17, 51-63.

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Juan de Santo Tomás (1948). De donis Spiritus Sancti. En Cursus Theologicus. In Iam-IIae (A. Mathieu et H. Gagné, eds.). Collectio Lavallensis.

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Léthel, F.-M. Connaître l’amour du Christ qui surpasse toute connaissance : La théologie des saints. Editions du Carmel.

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Rico Pavés, J. (2010). El quehacer del teólogo a la luz del Corazón de Cristo. Toletana, 23, 9-25.

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[1]  El núcleo de este artículo fue presentado como una conferencia en las Jornadas de pensamiento católico en la Universidad Complutense de Madrid, España (2022). He desarrollado más extensamente algunos puntos y adaptado el contenido conforme a los estándares de una publicación académica.

[2]  Las citas de santo Tomás de Aquino están tomadas de la Opera Omnia del proyecto dirigido por Enrique Alarcón: www.corpusthomisticum.org/iopera.html. Las traducciones son propias.

[3]  El texto de Orígenes recogido por el autor dice: “la flor de toda la Escritura son los evangelios, y la flor de los evangelios es el evangelio de Juan, cuyo sentido profundo, sin embargo, no puede captarlo quien no haya apoyado la cabeza sobre el pecho de Jesús y quien no haya recibido de él a María como Madre” (Rico Pavés, 2010, p. 9).

[4]  Gregory LaNave (2010, p. 437) critica acertadamente esta afirmación de François-Marie Léthel. A modo de introducción general a esta problemática pueden consultarse también Filip (2018), Torrell (1971, pp. 20521), Gilson (1951) y Garrigou-Lagrange (1938, pp. 30-34).

[5]  Tradicionalmente los tomistas han interpretado esta procesión del amor como la procesión de un término inmanente. Esta posición, sin embargo, ha sido contestada recientemente por Wilkins (2019), quien propone, siguiendo a Lonergan, que el amor procedente es la misma operación por la cual el amante está inclinado hacia el amado. En otras palabras, considera que la afirmación de De Veritate, q. 4, a. 2 ad 7: “voluntas non habet aliquid progrediens a se ipsa quod in ea sit nisi per modum operationis” representa la posición definitiva de Tomás en esta materia. Resulta compleja, sin embargo, esta lectura, no solo por motivos internos a la obra tomasiana (aunque el autor pretenda responder a ellos), sino porque Tomás construye su analogía trinitaria madura basando la distinción en los términos operados y no en las operaciones. Es decir, las distinciones reales que pueden establecerse en Dios se toman no del entender o del querer, sino de los términos de dichas operaciones. Véase también Durand (2005, pp. 217-274).

[6]  Jaume Bofill (1950), uno de los principales representantes de la Escuela Tomista de Barcelona, respondió correctamente al planteamiento del filósofo francés y seguimos, en esta sección, sus valiosas aportaciones.

[7]  La terminología para referirse al reposo es también variable y hay matices que convendría tener presentes si se quisiera hacer un estudio detallado de este problema. Véase Durand (2000, p. 51-63).