Veritatis splendor y la Moral autónoma

Claves para el discernimiento sobre el intrinsece malum

 

Veritatis splendor and autonomous Morality

Keys for discernment about the intrinsece malum

 

María Soledad Paladino

Facultad de Ciencias Biomédicas, Instituto de Filosofía, Universidad Austral, Buenos Aires, Argentina

spaladino@austral.edu.ar

ORCID: 0000-0002-5640-734X

 

DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt51.26.2023.131-162

 

Resumen: Las discusiones suscitadas en torno a la exhortación apostólica Amoris laetitia evidencian que a seis lustros de la publicación de Veritatis splendor la temática del objeto moral no ha perdido actualidad. En este contexto, es interesante observar que algunas de las discusiones relativas a este tema tienen su origen en posiciones afines a los presupuestos de la Moral autónoma. A fin de poder efectuar una valoración crítica de tales posiciones, en este estudio ofrecemos una aproximación a la racionalidad normativa teorizada por Franz Böckle en diálogo con el correspondiente discernimiento de Veritatis splendor sobre dicha racionalidad, el cual alcanza su cenit en la afirmación de la existencia de actos intrínsecamente malos.

 

Palabras clave: Veritatis splendor, Moral autónoma, objeto moral, razón práctica, intrinsece malum

 

Abstract: The discussions raised around the apostolic exhortation Amoris laetitia show that three decades after the publication of Veritatis splendor the theme of the moral object has not lost relevance. In this context, it is interesting to observe that some of the discussions related to this issue have their origin in positions similar to the assumptions of autonomous Morality. In order to be able to carry out a critical evaluation of such positions, in this study we offer an approach to the normative rationality theorized by Franz Böckle in dialogue with the corresponding insight of Veritatis splendor on that rationality, which reaches its zenith in the affirmation of the existence of intrinsically evil acts.

 

Keywords: Veritatis splendor, autonomous Morality, moral object, practical reason, intrinsece malum

 

Recibido: 26/05/22

Aceptado: 20/06/22

 

Treinta años de Veritatis splendor

 

Veritatis splendor es un hito en la historia de la Iglesia, y lo es de modo particular para la teología moral. En efecto, es la primera vez que el Magisterio destina un documento para tratar profundamente los fundamentos de la moral cristiana en el surco abierto por el Concilio Vaticano II. Veritatis splendor descubre un precioso horizonte ilustrando cómo la fe es camino para el hombre. Como señala Ratzinger (1995), “si el cristianismo viene llamado camino esto significa que, ante todo, indica una determinada manera de vivir. La fe no es pura teoría; ella es, en primer lugar, un camino, una praxis” (p. 9). Veritatis splendor evidencia que en el corazón de la vida moral cristiana el binomio fe-moral es indisociable; de aquí que su adecuada comprensión interpele directamente la teología moral.

La encíclica de san Juan Pablo II tiene la peculiaridad de presentar la exposición doctrinal en diálogo con algunas corrientes teológicas que se han desarrollado bajo el impulso del Concilio Vaticano II, el cual invitó a los teólogos a buscar un modo más adecuado de comunicar la doctrina a los hombres de su tiempo. En este escenario, Veritatis splendor efectúa un precioso discernimiento reconociendo las legítimas aportaciones de dichas corrientes al tiempo que evidencia los errores que se encuentran en sus presupuestos, y que están en el origen de algunas afirmaciones que se oponen al patrimonio moral de la Iglesia. La Moral autónoma es un interlocutor protagónico en dicho diálogo.

A nuestro modo de ver, el nervio del discernimiento se articula en torno a lo que Veritatis splendor denomina justa autonomía moral cuya comprensión abarca dos pilares fundamentales: por un lado, la fundamentación metafísico-dogmática de la autonomía moral, y por otro, el modo de interpretar el ejercicio de tal autonomía. En otros términos, el fundamento del rol normativo de la razón práctica y cómo se interpreta dicho rol, esto es, la racionalidad práctica. Por lo que respecta a esto último, las dos indicaciones metodológicas sobre las cuales Veritatis splendor llama la atención son el concepto de acción y la constitución del objeto moral (Rodríguez Luño, 1996). Lo que quiere transmitir la encíclica es que cuando estas nociones no son bien entendidas, su aplicación da como resultado juicios contrarios a la sana doctrina. En este contexto, Veritatis splendor señala dos puntos doctrinales que vienen negados como consecuencia de la aplicación de tales nociones erróneas: la existencia de una moralidad intrínseca en las acciones (79 y 82), y la validez semper et pro semper de las normas morales negativas, es decir, la existencia de actos intrínsecamente malos (80-82). En esta línea, coincidimos con quienes afirman que la piedra de toque del discernimiento que hace la encíclica sobre la Moral Autónoma concierne el intrinsece malum (Bellocq, 2020, p. 11; Concha, 2018, p. 18).

A treinta años de la publicación de la encíclica de san Juan Pablo II la temática del objeto moral no ha perdido actualidad, tal como evidencian algunas recientes discusiones teológicas (Delicata, 2017; Merks, 2017; Irrazábal, 2020). El objetivo que nos proponemos en este estudio es presentar algunas claves del discernimiento de Veritatis splendor sobre dicha temática tomando como referencia el pensamiento del teólogo suizo Franz Böckle.

 

Una aproximación a la Moral autónoma

 

Uno de los autores más representativos de la Moral autónoma, además de Alfons Auer, es Franz Böckle (1921-1991), teólogo perteneciente al grupo de los moralistas que desde algunos años anteriores al Concilio Vaticano II se embarcaron en la renovación de la teología moral. La publicación de la Humanae vitae supuso para Böckle el final de una forma de pensar y hacer teología: durante toda una década trabajó en la elaboración de una moral fundamental capaz de dar respuesta a los interrogantes que surgieron del progreso y evolución de la sociedad (Marín-Porgueres, 2002, p. 53).

La pretensión de la Moral autónoma de incorporar el concepto de “autonomía” como eje de un modelo ético-teológico responde a su capacidad de expresar el intento de fondo de la época moderna, esto es, defender la racionalidad como fuente de moralidad. Sin embargo, a diferencia de la propuesta por la Modernidad, la noción de autonomía no implica un humanismo cerrado a la trascendencia sino que, antes bien, reconoce que la autonomía del hombre es relacional porque dice relación a Dios; más aún, la autonomía moral reclama una fundamentación teológica sin la cual no es posible comprenderla en todo su alcance. En el surco trazado por santo Tomás, la Moral autónoma se presenta como una teoría de conocimiento moral que pone al centro de la reflexión el rol normativo de la razón en la configuración del orden moral. Con la pretensión de sortear las insuficiencias y aporías de algunas interpretaciones del neotomismo, la columna vertebral de esta corriente postconciliar es una novedosa lectura de la doctrina tomista de la ley natural, novedad que es deudora de los presupuestos filosóficos y teológicos que subyacen a esta posición (Paladino, 2019).

El fruto más consolidado del trabajo intelectual de Böckle es Fundamentalmoral (1977; trad. castellana 1980), obra en la que revisa la fundamentación de la teología moral asumiendo las líneas conceptuales de la Moral autónoma, al tiempo que propone una legitimación teológica de la autonomía moral a partir de los presupuestos de la dogmática y la antropología trascendental de Karl Rahner. Böckle postula así la existencia de dos órdenes en el sujeto moral. El hombre es un espíritu encarnado en el que el núcleo de la personalidad –entendida principalmente como libertad cual característica propia de la subjetividad–, se manifiesta a través del cuerpo. Es necesario, por tanto, distinguir entre el ámbito que se refiere a la persona en sí misma, esto es, el ámbito trascendental donde se decide la orientación moral del sujeto como totalidad, y el ámbito categorial en el que tienen lugar los actos contingentes y el ejercicio de la libertad de elección. Aunque ambos ámbitos están relacionados no pueden ser identificados tout court. Esta premisa antropológica es la clave de la propuesta moral de Böckle.

El ámbito trascendental hace referencia al requerimiento incondicional del deber que vincula la libertad humana. Este deber que obliga y exige incondicionalmente se enmarca en el acto radical de autodeterminación moral, esto es, el acto de la libertad trascendental denominado opción fundamental. Dicha posibilidad de autodeterminación moral es, precisamente, la autonomía. Ahora bien, como afirma Böckle (1984), si se tiene presente que:

 

la autodeterminación en libertad es necesaria, y además incondicionalmente, pues una exigencia dirigida a la libre autodeterminación, es decir, una exigencia moral tiene que ser incondicional so pena de no ser vinculante, surge así la doble pregunta a la que se ve enfrentada toda teoría ética: ¿de dónde le viene a la exigencia del deber su fuerza vinculante absoluta? ¿Cómo puede mantenerse la autonomía del sujeto, estando sometida a una exigencia absoluta? (p. 47)

 

La cuestión del fundamento último del deber reclama por tanto una fundamentación absoluta, esto es, una fundamentación teónoma. En efecto, para Böckle, resulta evidente que en el contexto de una ética teológica el fundamento último de la obligación moral consiste en el derecho radical que Dios tiene sobre el hombre. Sin embargo,

 

todo depende de la forma en que se entienda ese derecho divino. Y sólo lo entiende correctamente quien lo contempla como el horizonte universal y el fundamento supremo de la libertad humana. Dependencia de Dios y autonomía del hombre no se excluyen. (Böckle, 1980, p. 20)

 

La persona es el ser capaz de responder a Dios, Bien absoluto, que lo llama a través de la percepción de la exigencia del deber. La esencia de la moralidad radica entonces en la exigencia incondicional puesta al hombre por el deber que vincula la libertad trascendental. He aquí el principal núcleo conceptual de la autonomía teónoma.

Pero, además del aspecto trascendental de la autodeterminación moral, Böckle refiere el concepto de autonomía a la configuración de los actos categoriales por parte de la razón normativa. Así, el ámbito categorial versa sobre las normas que deben establecer qué forma ha de adoptar un comportamiento responsable. El hombre es un ser histórico y contingente que vive en un mundo con estas mismas características, y por este motivo:

 

no puede procurar cumplir las exigencias del bien que lo solicita incondicionalmente sino eligiendo rectamente los bienes. Por consiguiente, se tiene conciencia de que las normas que han de ayudar al hombre en este aspecto son resultado de un juicio humano y de una ponderación entre bienes limitados. (Böckle, 1986, p. 59)

 

En consecuencia, las normas morales que regulan el ámbito categorial tienen siempre un carácter condicional.

He aquí uno de los puntos más problemáticos de la moral autónoma de Böckle: mientras el ámbito trascendental dice relación directa a Dios siendo, por tanto, susceptible de recibir una calificación moral en virtud de tal referencialidad, el ámbito categorial carece intrínsecamente de esta posibilidad al punto de que las acciones son calificadas como correctas o incorrectas. Como puede intuirse, esta dicotomía no sólo es el resultado de una peculiar visión antropológica sino que, sobre todo, trasluce una forma particular de entender la estructura de la razón práctica, la cual está en íntima relación con la interpretación que hace Böckle de la ley natural. Para Böckle la ley natural dice relación a la metafísica del actuar humano. Esto significa que la ley natural demuestra que el hombre es un ser habilitado para la actuación moral en virtud de su naturaleza racional. El nervio de su posición puede compendiarse en estos términos:

 

A tout le moins, la différence entre bien et mal (bonum faciendum) devrait être immanente à sa nature raisonnable. Dans cette mesure, un agir moral est conforme à la nature. […] Ce qui est normalement bon ou condamnable doit être défini par le «vivre raisonnablement» (secundum rationem vivere). Et c’est précisément la tâche de l’éthique comme philosophie pratique. […] Mais on n’a ainsi montré comme «conforme à la nature», et mis dans un cadre déterminé, que la tâche d’une réalisation raisonnable de soi-même. On n’a pas posé de majeures à partir desquelles on pourrait ensuite déduire comment cette réalisation de soi devrait s’accomplir. Pour le savoir, l’homme est renvoyé aux veus historiques et contingentes de la raison [La diferencia entre el bien y el mal (bonum faciendum) debería ser inmanente a su naturaleza racional. De este modo, la actuación moral es conforme a la naturaleza. […] Sin embargo, aquello que es en principio bueno o condenable debe ser definido por el vivir razonablemente (secundum rationem vivere). Esto es precisamente la tarea de la ética como filosofía práctica. […] De este modo, sólo hemos puesto un marco determinado y mostrado que es conforme a la naturaleza la tarea de una realización razonable de sí mismo. No hemos postulado principios a partir de los que se podría deducir cómo debería cumplirse esa realización de sí mismo. Para saberlo, el hombre es remitido a las visiones históricas y contingentes de la razón]. (Böckle, 1971, pp. 355-356)

 

Ahora bien, esta aproximación metafísica a la capacidad natural de actuar del hombre en cuanto ser racional no contempla el desarrollo histórico de esta capacidad la cual corre a cargo de la razón humana. En efecto, Böckle (1980) afirma que “según santo Tomás tanto la función legisladora como el descubrimiento de la importancia de los bienes para una convivencia ordenada de los hombres se basan en una actividad creadora de la razón” (p. 88). Esta actividad creadora de la razón se fundamenta en la participación activa en la Razón divina a modo de imagen y reflejo: el hombre es una criatura autónoma encomendada a sí misma que participa activamente en el gobierno divino. La ley moral consiste, por tanto, en la ley interna que exige al hombre como ser moral configurarse a sí mismo y configurar el mundo. En otros términos, la ley moral natural no es otra cosa que la natural inclinación de la razón a la actividad normativa. Esto último abre a la pregunta sobre cómo se lleva a cabo dicha actividad normativa.

 

Aspectos fundamentales de la racionalidad normativa

 

Antes de abordar esta cuestión central de nuestro estudio es importante comprender en qué consiste para Böckle la participación activa en la ley eterna. M. Rhonheimer (2000) la interpreta en estos términos:

 

Böckle quiere decir que a través de la imago de Dios en el hombre [premisa que remite a la participación], éste mismo, por una “inclinación natural de la razón práctica a la actividad establecedora de normas en orden a la perfección y cumplimiento a él encomendados”, es abandonado a una autocompetencia establecedora de normas. (p. 227)

 

Esta afirmación compendia la sustancia de la legitimación teológica de la actividad de la razón creadora teorizada por Böckle. En efecto, es significativa la conclusión de su argumentación en la cual define la relación entre la ley natural y la ley eterna: “Con esta reducción especulativa de la razón a su último fundamento trascendente no sufre cambio alguno la estructura de esta razón. En cambio, la fundamentación en la lex aeterna confiere un carácter absoluto a la exigencia de autorrealizarse racionalmente” (Böckle, 1980, pp. 89-90). En este contexto, se observa que la teonomía se reduce a la idea de que el sujeto tiene el fundamento de su autonomía en Dios, el cual exige el deber de realización intramundana que sólo puede llevarse a cabo mediante la autolegislación autónoma de la razón. Aunque es cierto que de la ley eterna no se pueden deducir normas para el comportamiento concreto –y en este sentido cabe hablar de una autonomía gnoseológica de la ley natural–, resulta difícil aceptar la aserción de que la teonomía es indiferente para la estructura de la razón, más aún, dentro de las coordenadas del pensamiento metafísico de santo Tomás. Este es precisamente el nudo gordiano de la legitimación teológica de la moral autónoma de Böckle: el reconocimiento del fundamento teónomo de la razón no está relacionado con la estructura axiológica de la misma. Esto significa que la razón creadora –dada al hombre como capacidad normativa– no tiene relación intrínseca con la teonomía[1].

Ahora bien, si la ley natural establece la libertad de la razón en vistas de la definición creadora del comportamiento práctico concreto, surge la cuestión sobre dónde puede la razón encontrar puntos fijos con el fin de formular normas jurídicas y morales concretas. En efecto, como observa García Acuña (2003):

 

la teoría de la opción fundamental poseía desde el principio en sí misma los criterios para calificar moralmente como positiva o negativa la decisión trascendental de la persona. [...] Por el contrario, el teorema de la opción fundamental carecía de los criterios según los cuales la razón en su autonomía moral debía calificar éticamente las elecciones categoriales. Así, pues, para cerrar el círculo fundante y explicativo de la moral cristiana, y convertirse en paradigma de la misma, la figura de la moral autónoma debía contener y aportar a la teoría de la opción fundamental elementos argumentativos que explicasen bajo qué criterios y en qué sentido pueden ser determinadas éticamente por la razón autónoma las acciones humanas en ámbito intramundano. (p. 429)

 

Comprender cómo interpreta Böckle el rol legislativo de la razón en la identificación del bien moral excede los límites de este trabajo. Lo que interesa señalar son los trazos fundamentales del ejercicio de la racionalidad normativa desarrollada por el teólogo suizo.

En el surco abierto por B. Schüller, el punto de partida de Böckle es la distinción entre los llamados bienes premorales y los valores. Los bienes premorales designan diversas realidades cuya existencia no depende de la libre autodeterminación del hombre, pero que exigen ser tenidos en cuenta y respetados en cada actuación: por ejemplo, la vida, los fines relacionados con la sexualidad, la integridad corporal, la propiedad, el matrimonio, entre otros. Dichos bienes son objetos del obrar responsable pero no constituyen el fundamento de la obligación moral. En otros términos, el hecho de reconocer un bien no lleva asociado un imperativo moral con relación a él. Los valores designan disposiciones valiosas de la voluntad en referencia a una determinada acción. Los valores –justicia, solidaridad, tolerancia– son irrenunciables y nunca es lícito atentar contra ellos por cuanto son actitudes morales fundamentales. Sin embargo, al igual que sucede con los bienes, la constatación de la necesidad de actuar un cierto valor no implica un juicio moral sobre una acción particular. Por este motivo, Böckle insiste en la necesidad de distinguir entre las percepciones éticamente relevantes –las cuales se condensan en los llamados juicios de constatación[2]–, y el juicio moral concreto de la acción.

A diferencia del plano trascendental en el que es posible reconocer un Bien absoluto –Dios–, todos los bienes y valores que conforman el plano categorial son siempre relativos y limitados. En efecto, el hombre “como ser contingente en un mundo contingente, sólo puede realizar el bien que lo solicita absolutamente en bienes que, por ser bienes y valores contingentes, son valores relativos y, por tanto, nunca se presentan a priori como el valor supremo” (Böckle, 1980, p. 295). Por tanto:

 

cabe preguntar por el bien que merece mayor preferencia, lo cual significa que toda decisión categorial concreta tiene que basarse en definitiva –para no absolutizar erróneamente algo contingente– en una elección preferencial que debe ajustarse a las prioridades de bienes y valores. (Böckle, 1980, p. 296)

 

La consecuencia inmediata de esta premisa es que si todas las normas éticas que regulan el comportamiento categorial se basan, en último término, en un juicio de preferencia, entonces las normas “no mandan o prohíben una acción por ella misma, sino porque –ponderados racionalmente los bienes–, en cuanto es posible preverlo, ella es la que realiza el valor que se prefiere” (Böckle, 1984, p. 87). Y tal ponderación racional se realiza mediante la teoría teleológica en la cual el juicio moral de la acción se fundamenta exclusivamente teniendo en cuenta sus consecuencias. He aquí el nervio de la racionalidad normativa de Böckle:

 

Los bienes o el mal, entre los cuales hay que elegir, tienen previamente a la elección un carácter pre-ético. La elección, pues, no se lleva a cabo entre dos acciones éticamente malas, una mala y otra menos mala. El carácter ético de la acción sólo se da con la elección entre los bienes posibles. (Böckle, 1984, p. 87)

 

En consecuencia, “en el ámbito de las acciones interhumanas no puede haber actos de los que quepa decir que, independientemente de las condiciones (circunstancias, motivos), son a priori malos en sí mismos siempre y sin excepción” (Böckle, 1980, pp. 297-298). La conclusión inmediata de este planteamiento es, por tanto, la negación de la existencia de actos intrínsecamente malos (Benedicto XVI, 2019).

La premisa conceptual que lleva a tal conclusión es la identificación del objeto moral de la acción con un bien pre-ético, es decir, con un bien al que no se le reconoce una moralidad intrínseca: la moralidad se determinará en base a las circunstancias o consecuencias de la acción. De aquí que sea tan necesaria su consideración para emitir el juicio moral. Para Böckle acciones como la procreación, la muerte de una persona o el mentir son bienes sin carácter moral intrínseco, por tanto, “su lesión –incluso directa– resulta muchas veces necesaria en la práctica” (Böckle, 1980, p. 299). Así, mientras los valores son inviolables –nunca está permitido ser injusto o deshonesto–, cabe preguntarse en qué circunstancias se puede, por ejemplo, quitar la vida a alguien sin incurrir en una injusticia, o hacer un acto infecundo sin pretender la anticoncepción. En definitiva, la pregunta que está en juego es: cuándo está justificado o permitido causar un mal físico o premoral sin que por ello se incurra en una acción incorrecta. Böckle retiene por tanto lícito permitir o causar un mal no moral en vistas de un bien superior sin que esto sea entendido como que el fin justifica los medios. Antes bien, como se trata de males premorales, sólo a la luz del acto entendido como un todo, esto es, considerando la intencionalidad y circunstancias del agente junto a las consecuencias, es posible calificar moralmente como buenas o malas las acciones humanas. Con esto, es evidente que la propuesta normativa de Böckle conlleva una profunda alteración en el modo de comprender las fuentes de la moralidad y, de modo particular, el objeto moral. De aquí el oportuno discernimiento de Veritatis splendor.

 

El discernimiento de Veritatis splendor

 

La autonomía moral es el hilo conductor alrededor del cual se articulan los diversos temas que componen la encíclica de san Juan Pablo II. La centralidad de esta temática viene articulada en la relación libertad-verdad. En las posiciones que se alejan del patrimonio moral “se encuentra un influjo, más o menos velado, de corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad” (Veritatis splendor, n. 34). La encíclica afirma que la libertad sólo es auténtica cuando se reconoce que su medida interior está en la verdad, es decir, en la verdad que el hombre puede llegar a conocer por medio de la ley natural –iluminada por la fe– mediante la cual discierne el bien del mal. Ahora bien, no cabe duda de que asumir los postulados de la autonomía teónoma conducen a un erróneo concepto de autonomía en el que la libertad humana tiene primacía sobre la verdad. Veritatis splendor define tal desequilibrio en favor de la libertad como la pretensión de una completa autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales, la cual tiene como principal manifestación:

 

un profundo replanteamiento del papel de la razón y de la fe en la fijación de las normas morales que se refieren a específicos comportamientos intramundanos, es decir, con respecto a sí mismos, a los demás y al mundo de las cosas. (n. 36)

 

En esta línea, “tales normas constituirían el ámbito de una moral solamente humana, es decir, serían la expresión de una ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen exclusivamente en la razón humana” (n. 36).

Frente a la pretensión de un completa autonomía, Veritatis splendor reconoce una justa autonomía moral cuya comprensión implica conciliar dos términos: de una parte, la autonomía del sujeto, es decir, el reconocimiento del rol activo de la razón para discernir el bien y el mal, y de otra, la dependencia de Dios cual fundamento último de dicha capacidad de discernimiento. Prescindiendo de ulteriores profundizaciones en el discernimiento que Veritatis splendor realiza con respecto al fundamento último del rol legislativo de la razón, a los fines de este estudio, es menester centrarse en el discernimiento que el documento magisterial realiza sobre el ejercicio de la racionalidad moral. El amplio espacio que la encíclica dedica a esta cuestión, sobre todo a su explicación propositiva, es indicador de la importancia que tiene una correcta inteligencia de la racionalidad práctica para la teología moral. En efecto, una característica de Veritatis splendor es el profundo entrelazamiento que se evidencia entre filosofía y teología tal como reclama la hermenéutica de la verdad moral que es antropológica y teológica. En este contexto, el objeto moral de la acción en el marco de la ética teleológica es un punto fundamental del discernimiento y explicación propositiva de Veritatis splendor.

No sorprende que esto sea así considerando que la relación de la libertad con la verdad –la cual hace referencia en última instancia a la ley de Dios–, se manifiesta y se realiza en los actos morales. Este es un punto de capital importancia que toca el centro de la moralidad. Lo que la encíclica pone de relieve es el intrínseco carácter racional de las acciones humanas en virtud del cual no es posible considerarlas como eventos de carácter físico o premoral (Veritatis splendor, nn. 75; 78). Veritatis splendor sale al encuentro de esta premisa teórica presente en las teorías éticas teleológicas –consecuencialismo y proporcionalismo– porque el no reconocer la existencia de una moralidad intrínseca de las acciones –la cual no depende ni de las intenciones ulteriores del agente ni de las consecuencias de la acción–, conduce a negar la existencia de actos intrínsecamente malos (nn. 79-81) y, con esto, la negación de la existencia de los absolutos morales expresados en las normas morales prohibitivas válidas semper et pro semper que no admiten excepción alguna (n. 82). Por el contrario, Veritatis splendor afirma que:

 

la moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada, como lo prueba también el penetrante análisis, aún válido, de santo Tomás. Así pues, para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa. En efecto, el objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente. (n. 78)

 

Con esto, se pone de relieve la profunda unidad que existe entre la elección de la acción y la moralidad que determina la fisonomía espiritual del hombre mismo. Es precisamente en este contexto donde hay que encuadrar el discernimiento que la encíclica efectúa sobre algunas teorías que “creen poder justificar, como moralmente buenas, elecciones deliberadas de comportamientos contrarios a los mandamientos de la ley divina y natural” (n. 76).

 

La función normativa de la razón práctica

y la constitución del objeto moral

 

La teoría de la acción defendida por Böckle –y otros representantes de la moral autónoma– (Concha, 2015), tiene como presupuesto una consideración naturalista del objeto moral, a partir de la cual, se intenta la elaboración de un sistema de racionalidad normativa. Sin embargo, se trata de un error fundamental en el contexto de la ética. Como afirma Rhonheimer (2000)[3]:

 

esta interpretación naturalista de los objetos de la acción está basada en la ilegítima deducción de la indiferencia objetiva (específica) a partir de un genus naturae de las inclinaciones naturales separado del contexto integral del supósito humano y considerado abstractamente. Por eso, estos bienes calificados como premorales y éticamente indiferentes han de ser reelaborados posteriormente en un contexto ético, para que pueda ser superado el punto de vista naturalista. Sin embargo, tal ética ya no puede aquí reconstruir adecuadamente el contexto integral de la persona humana; y para llegar a normas de acción, tiene que proceder de modo teleológico-universal. (p. 113)

 

Por el contrario, desde la perspectiva de la racionalidad ética de la virtud es posible realizar una calificación axiológica de las acciones humanas en coherencia con el bien humano que, al mismo tiempo, sirva de fundamentación a las normas morales (Rhonheimer, 1994).

Como punto de partida del análisis del objeto moral, Rhonheimer toma la distinción que el Aquinate establece en el acto voluntario entre un acto interior –cuyo objeto es propiamente el fin–, y un acto exterior cuyo objeto es aquello sobre lo que versa la acción (S. Th. I-II, q. 18, a. 6). El acto humano tiene por tanto una estructura compuesta:

 

En cuanto acto movido y mandado por la voluntad, es un compuesto de un acto interno de la voluntad (actus interior o elicitus) y de un acto externo (actus exterior o imperatus). […] El acto interno de la voluntad y el actus imperatus externo se comportan uno con respecto al otro como la forma y la materia. (Rhonheimer, 2000, p. 403)

De este modo, precisa Rhonheimer (2000), se explica:

 

que el objeto de las acciones morales es siempre un objeto de la voluntad. En la medida en que un actus humanus se lleva a cabo mediante el imperio sobre el acto de otra potencia –lo que es lo normal–, el objeto de esta acción humana no es el objeto de este acto de la otra potencia, sino su acto mismo, en tanto que está sometido al imperio de la voluntad; y esto significa: en tanto que está ordenado por la razón, es decir, en tanto que bonum rationis. (p. 404)

 

Es esencialmente en la configuración del objeto del acto exterior donde se evidencia el rol constitutivo fundamental de la razón práctica. Lo que se llama objeto moral es precisamente:

 

the exterior act conceived by reason as a good (a practical good, something to do); and as such it is presented to the will as a good to be chosen and then performed. Aquinas writes: “The exterior act is the object of the will, inasmuch as it is proposed to the will by the reason, as a good apprehended and ordered by the reason” [el acto exterior concebido por la razón como un bien (un bien práctico, algo para hacer); y como tal es presentado a la voluntad como un bien para elegir y realizar. El Aquinate escribe: “El acto exterior es el objeto de la voluntad, en la medida en que es propuesto a la voluntad por la razón, como un bien aprehendido y ordenado por la razón”]. (Rhonheimer, 2011, p. 466)

 

Por tanto, cuando el Aquinate afirma que la bondad de la voluntad depende del objeto (S. Th. I-II, q. 19, q. 1), con tal objeto se refiere al acto exterior.

 

Ahora bien, cuando en la siguiente cuestión se pregunta de dónde obtiene el acto exterior su bondad, no responde que la obtiene de su objeto, esto es, de un objeto del acto exterior. Por el contrario afirma: “La bondad o malicia que tiene el acto exterior de por sí, por la debida materia y por las debidas circunstancias, no deriva de la voluntad, sino más bien de la razón” (S. Th. I-II, q. 20, a. 1). Como señala Rhonheimer (2000), lo que confiere al acto exterior su especie moral es la materia circa quam –que no es el aspecto material del obrar en su genus naturae–, sino que es ya una materia debita o materia commensurata a ratione que, en cuanto confiere la especie, posee la peculiaridad de una forma (S. Th., I-II, q. 18, a. 2, ad 2).

 

En otros términos,

 

se llama objetos de la acción a una materia circa quam: ésta no es un co-principio todavía indeterminado del objeto total, sino que es este objeto mismo, pero desde el punto de vista de su determinación material. Esta materia es configurada ya por la razón práctica, y por eso […] “habet quodammodo rationem formae inquantum dat speciem”. (Rhonheimer, 2000, p. 115)

 

Con esto, se ilumina la conocida afirmación del Aquinate de que los objetos de la acción son formae prout sunt a ratione conceptae (S. Th. I-II, q. 18, a. 10), esto es, un proyecto inteligible de acción que es presentado a la voluntad como fin próximo de una elección. Como señala Panero (2019), el objeto moral del acto humano no se identifica con la simple descripción física del acto sino con el contenido intencional intrínseco en virtud del cual el acto resulta por sí mismo moralmente especificable.

Recapitulando: el objeto moral es el acto exterior en cuanto objeto del acto interior de la voluntad. De aquí que la bondad de la voluntad es causada por la bondad del acto exterior, es decir, por su objeto (Rhonheimer, 2004).

El objeto –fin próximo de un acto de la voluntad (De Malo, q, 2, a. 4, ad 2)– es un bien práctico que ha sido configurado por la razón y que, por tanto, incluye en sí una estructura intencional, fruto de una doble actividad de la razón práctica: el conocimiento de un fin, y el conocimiento de la relación entre lo que se hace (en sentido físico) y tal fin, esto es, para qué se hace. Como afirma Rhonheimer, el objeto del acto es el contenido de una acción intencional básica, el cual no debe confundirse con el propósito ulterior (intención) con vistas al cual se elige realizar dicha acción. De aquí que, sólo colocándose en la perspectiva de la persona que actúa, la acción revela su significado como una acción determinada y, por tanto, diferenciable de otras.

La noción de objeto moral va de la mano de la comprensión del rol fundamental de la razón práctica para la constitución del significado moral-objetivo de las acciones humanas. En efecto, el objeto moral se constituye racionalmente “mediante la aprehensión de la convenientia, de la debita proportio, de la materia debita o, simplemente, del debitum de determinadas acciones exteriores” (Rhonheimer, 2000, p. 408). Esto significa que en el concepto de objeto está ya incluido el debitum, esto es, la especificación por la razón en la dimensión moral; en consecuencia, no puede ser nunca considerado como un evento premoral. Esto es precisamente lo que la teoría de la acción de la moral autónoma de Böckle pasa por alto: la constitución del objeto conlleva ya una valoración moral intrínseca resultado de la ordinatio de la razón práctica. En este planteamiento, por tanto, se acaba marginando la esencial función normativa de la razón práctica. En efecto:

 

Ciò che un agente in una situazione data può ragionevolmente proporsi e, di conseguenza, scegliere, viene inteso dalla ragione, non simplicemente in funzione di propositi o intenzioni liberamente orientabili, ma, a seconda delle circostanze concrete in cui la scelta si realizza, secondo criteri di ragionevolezza, inerenti –in virtù della legge naturale– alla ragione pratica, e perciò oggettivi [que un agente en una situación dada puede razonablemente proponerse y, en consecuencia elegir, es entendido por la razón –no simplemente en función de propósitos o intencionalidades libremente determinados–, sino –según las circunstancias concretas en la cual se realiza la elección–, en virtud de los criterios de racionalidad inherentes a la razón práctica y, por tanto, objetivos]. (Rhonheimer, 2004, p. 181)

 

Tales criterios de racionalidad no son otra cosa que los principios de la razón práctica, es decir, los preceptos de la ley natural, que constituyen el contenido axiológico de la misma. Esto explica que la ley natural sea precisamente una naturalis inclinatio ad debitum actum et finem (S. Th. I-II, q. 91, a, 2): es precisamente esta axiología constitutiva de la razón su fundamento como regla de lo debido o no debido. De aquí que la razón práctica, según un criterio específicamente objetivo a ella –el debitum–, introduce en la configuración del objeto de la acción su propio requerimiento que es el del hombre como supósito. En otros términos: si se tiene presente que el orden de la ley natural es el orden de la virtud (S. Th., I-II, q. 94, a. 3), cabe concluir que el criterio por el cual la razón práctica configura el debitum –y así el objeto moral– es la ratio virtutis (S. Th., I-II, q. 100, a. 2). En este contexto, Rhonheimer evidencia que existe un estrecho paralelismo entre la constitución del objeto moral y los preceptos de la ley natural puesto que ambos tienen su origen en una ordinatio rationis, es decir, son aliquid a ratione constitutum. De aquí que la consideración del objeto incluya intrínsecamente la ratio moralitatis puesto que la perspectiva propia de la razón es el genus moris (S. Th., I-II, q. 1, a. 3, ad 3; q. 20, a. 6).

En el artículo en el cual el Aquinate responde a si las acciones humanas son buenas o malas por su objeto, afirma: “Por eso, del mismo modo que la primera bondad de una cosa natural se aprecia en su forma, que le da la especie, así también la primera bondad de un acto moral se aprecia en su objeto conveniente” (S. Th., I-II, q. 18, a. 2). Como explica Rhonheimer (2011), tal conveniencia radica en la relación que la razón es capaz de establecer entre las propiedades de las cosas y las circunstancias en que están situadas, y las acciones relacionadas con ellas: la razón formula la ratio boni en virtud de su posibilidad de aprehender objetivamente la adecuación moral entre ambos aspectos. Esto significa que para la razón –en virtud de sus principios formulados por la ley natural–, existe un nexo no arbitrario entre los elementos materiales del acto exterior, y la especie moral objetiva de un acto. En este contexto, la intencionalidad que configura el objeto adquiere su significado moral en relación con el denominado contexto ético. En efecto, desde la perspectiva de la persona que actúa, las circunstancias que rodean la acción son determinantes de la inteligibilidad como una acción específica. De aquí que, si cambia el contexto ético, cambia la intencionalidad –y con ella el objeto del acto– aunque, desde una observación puramente física, pueda parecer que se trata de la misma acción. Con esto, se evidencia la función ordenadora de la razón práctica que constituye el objeto a partir de sus principios prácticos, esto es, en base a los fines de las virtudes (Rhonheimer, 2000).

Ahora bien, desde esta perspectiva, es posible pensar la virtud moral desde un significado más profundo, esto es, desde su consideración axiológico-objetiva como género supremo de bien moral, puesto que:

 

la virtud no sólo es formada y medida por la razón, sino que es formada y medida teniendo a la razón como punto de referencia y como criterio interno de la constitución y distinción de los bienes o valores que son el contenido mismo de las virtudes. (Rodríguez Luño, 1991, p. 173)

 

En esta misma línea se sitúa la interpretación de Rhonheimer (2000) afirmando que es la razón práctica la que constituye el contenido objetivo de la virtud en el plano intencional. De esta forma, el objeto no es algo externo a la virtud, sino que es la misma configuración del acto virtuoso que realiza el bien racional específico de la virtud correspondiente. En consecuencia:

 

todas las virtudes se constituyen por obra de la función ordenadora y mesurante de la razón. El análisis de las acciones humanas y de su identidad objetiva coincide con el análisis de la identidad objetiva de las virtudes morales. Lo bueno y lo malo en las acciones morales –precisamente como correspondencia con la razón y su contrario– es siempre la correspondencia con la virtud y su contrario. (p. 238)

Desde esta perspectiva, es posible establecer una correspondencia entre las distintas especies de virtud y los tipos de acciones intencionales básicas, pues:

 

al igual que el para qué intencional se comporta respecto de una determinada materia de la acción como constitutivo del sentido de la misma, así también el contenido objetivo de cada virtud moral sólo se puede determinar formalmente en el plano del para qué intencional, sin que sea posible hacerlo ya en el plano de los contenidos materiales de las acciones o afectos. […] Por ello –de modo análogo a lo que sucede con las acciones en general– solamente podemos describir el contenido objetivo de las virtudes en el plano intencional, sin vincularlas a este o aquella serie meramente externa o física de actos y sucesos. (Rhonheimer, 2000, pp. 234-235)

 

En este contexto, las virtudes morales y los principios de la razón práctica son las estructuras de racionalidad que permiten explicar la diferencia moral que comparece juntamente a la configuración del objeto que es un bonum rationis. Así, la diferencia o la identidad moral de las acciones, no es algo que determine quien actúa, sino que es un dato que se puede conocer pero no decidir subjetivamente, y esto en virtud de los criterios axiológicos de la razón práctica.

Es precisamente el reconocimiento de la dependencia de la voluntad con respecto a la razón práctica en el orden de la especificación la premisa fundamental que evita incurrir en lo que podríamos denominar fisicismo o neutralidad del objeto, presupuesto epistemológico de Böckle, a partir del cual acaba negando la existencia de una moralidad intrínseca de las acciones que especifica moralmente a la voluntad. En efecto, el principal problema de la teoría de la acción subyacente a la ética normativa de Böckle está en la implícita aserción de que la voluntad se dirige a bienes premorales, esto es, a bienes de las potencias en su genus naturae, que no tienen por tanto ningún contenido moral. En consecuencia, la moralidad de la acción se define únicamente en función de la intencionalidad, definida como la disposición de la voluntad hacia un valor que es lo que se quiere en una acción. La moralidad de la voluntad no depende, por tanto, de los objetos premorales, sino que es el querer un valor el que confiere relevancia moral a la aspiración de un bien premoral. El nervio de esta posición está en correspondencia con la siguiente afirmación de Veritatis splendor:

 

La moralidad del acto se juzgaría de modo diferenciado: su bondad moral sobre la base de la intención del sujeto, referida a los bienes morales, y su rectitud sobre la base de la consideración de los efectos o consecuencias previsibles y de su proporción. Por consiguiente, los comportamientos concretos serían cualificados como rectos o equivocados, sin que por esto sea posible valorar la voluntad de la persona que los elige como moralmente buena o mala. (n. 75)

 

En este planteamiento se evidencia una división interna en el acto humano en un ámbito no-moral –representado por los bienes premorales–, el cual no es decisivo para la bondad moral de la persona, y un ámbito moral, referido a la intención de la voluntad del sujeto hacia los valores. Está claro que la raíz de esta dicotomía se encuentra precisamente en la consideración de la acción humana como un suceso premoral que produce un estado de cosas, y que comporta unas consecuencias, también de orden premoral, cuya sopesada ponderación por medio de un cálculo de bienes, determina la rectitud de la acción pero no su bondad en cuanto acción humana. Según el análisis de Rhonheimer, semejante distinción esconde un error metodológico caracterizado por la confusión de dos perspectivas: de una parte, se considera el actuar desde la perspectiva de un observador externo, porque las acciones se presentan como sucesos sin valor moral; de otra, en el nivel de las intenciones (nivel personal), las acciones son vistas como realizaciones de un sujeto libre que toma una posición determinada ante el bien y el mal pero que, sin embargo, no se encarna en la acción concreta. Por el contrario, “en la perspectiva de la primera persona, siempre y necesariamente se elige lo que aquí y ahora parece bueno en la creencia de que es lo aquí y ahora correcto” (Rhonheimer, 2000, p. 141). Desde la consideración intencional de las acciones como objetos próximos de actos de elección, la bondad de las mismas queda vinculada a la bondad de tales actos electivos de modo que lo correcto en sentido moral, coincide con lo bueno para el hombre, esto es, con la corrección del tender (de la voluntad) tal como lo dictamina el juicio de la razón práctica en función de los principios virtuosos.

La distinción –con la consiguiente separación– entre el obrar recto (es decir, el acto concreto), y el bien moral (el valor que se persigue), es incapaz de reflejar la perspectiva propia de la moral por cuanto acaba haciendo imposible reconocer la unidad del acto voluntario, es decir, la unidad entre la voluntad como intención de finalidad, y la voluntad que se dirige al objeto inmediato de la acción, esto es, al acto exterior configurado por la razón práctica. Como analiza Rhonheimer (2000):

 

el fin intendido (el objeto de la voluntas intendens), así como el objeto de la electio (el actus volitus), en la medida en que se quiere el uno por causa del otro –es decir, es querido de modo intencional–, no son ya en modo alguno dos objetos diferentes, sino un único objeto en un único acto de la voluntad, en el cual el objeto intencional y el objeto electivo se relacionan entre sí como la forma y la materia. (p. 419)

 

Y añade:

 

Esto muestra de nuevo cuán flexiblemente se constituye lo objetivo del obrar humano, porque en última instancia está determinado por la razón. Puesto que, en efecto, también a la intención subyace un acto ordenador de la razón, la cuestión de la posible relación de las acciones y las intenciones se reduce a la cuestión de la constitución del objeto de un acto complejo de la voluntad. Y, presuponiendo ya que la intención es moralmente buena, esto significa que se reduce a la cuestión de si la acción por medio de la cual se quiere acceder a este fin es una materia debita o conveniens con respecto a este fin. (p. 419)

 

Esto último confirma que la unidad del acto voluntario implica reconocer la estructura intencional básica del objeto de la voluntas eligens el cual, como fin próximo de la voluntad, está ya especificado moralmente y, por tanto, puede ser –o no– materia debita para una determinada finalidad intencional. Por el contrario, atribuir una neutralidad moral al objeto de la voluntas eligens, como pretende Böckle, conduce a la conclusión de que el acto interno de la voluntad establece por sí mismo su cualidad moral únicamente en función de la intencionalidad subjetiva. Se pierde así el fundamento del obrar moral objetivo, por cuanto la bondad de la voluntad no dependería del orden de la razón en el acto electivo.

El nervio de la cuestión gira en torno a la comprensión del objeto de la voluntad como un bonum rationis, de modo que el genus naturae y el genus moris desde la perspectiva de la voluntad, se identifican. En efecto, “la voluntad es la única potencia cuyo objeto posee per se la dimensión moral, pues el objeto de la voluntad es el bien moral; en tanto que algo es querido, es siempre querido según su esse morale” (Rhonheimer, 2000, p. 412). Esto significa que cuando la voluntad se extiende al fin de otras potencias no puede querer tal fin en el plano natural, porque la voluntad sólo tiende al bien de la razón de modo que los fines de las potencias, en tanto que son objetos de la voluntad, ya han sido aprehendidos y ordenados por la razón práctica y, en cuanto bona intellecta, están en la dimensión del genus moris. De aquí que la afirmación del Aquinate acerca de la dependencia de la cualificación moral de la voluntad por parte del objeto sea idéntica a la aserción de que tal cualificación depende de la razón (S. Th., I-II, q. 19, a. 3).

Aunque esto se aplica propiamente al orden de la especificación, tiene una incidencia directa en el orden de la ejecución, en cuanto que la bondad moral de la voluntad depende de la bondad de la electio: no es suficiente la bondad de la intención para que la voluntad sea buena. En efecto, la elección de los medios será buena cuando sean buenos, es decir, cuando guarden correspondencia con el orden de la razón, tanto la acción elegida como el fin intendido. Con esto, y volviendo sobre lo que decíamos en las líneas anteriores, hay objetos de la acción que son inadecuados para servir de materia de una intención buena porque contienen en sí un indebitum, es decir, una contradicción con el orden de la razón que es el orden de la virtud. Por tanto, desde la perspectiva de la ética de la virtud, los medios que llevan a determinados fines se juzgan atendiendo a cómo sea el medio en sí mismo que es el fin próximo a la voluntad. En consecuencia:

 

the goodness of the will is regarded as depending on the goodness of freely chosen, wanted actions which also includes the agent’s willingly referring to the specific goal which constitutes the objective intentionality of this action. That is why acts of choice are always describable as forms of rightness, that is, of the rightness of desire or of the will. This enables us to indicate specific kinds of actions which are never to be chosen because they are not consistent with a good will [la bondad de la voluntad dependerá de la bondad de la acción querida, libremente elegida, que también incluye la referencia voluntaria del agente hacia intenciones específicas que constituyen la objetiva intencionalidad de su acción. Así, los actos de elección pueden describirse como una forma de rectitud de la voluntad o del deseo. A la vez que nos permiten indicar tipos concretos de acciones que nunca pueden ser elegidos por no ser acordes con una buena voluntad]. (Rhonheimer, 1994, p. 20)

 

Para el filósofo suizo, no cabe duda de que esta es una de las afirmaciones más importantes de la ética de la virtud, esto es, que existen condiciones para la corrección fundamental de las acciones de las que depende la rectitud del deseo y que, por lo tanto, es posible describir un tipo particular de acciones cuya elección implica siempre un deseo equivocado.

 

El intrinsece malum: racionalidad normativa vs racionalidad práctica

 

El fisicismo del objeto moral teorizado por la moral autónoma es rechazado por Veritatis splendor en estos términos:

 

Así pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporcionalistas, según la cual sería imposible calificar como moralmente mala según su especie –su objeto– la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas. (n. 79)

 

Como analiza Rhonheimer, lo que Veritatis splendor considera que es intrínsecamente malo no son determinados tipos de comportamiento considerados en su materialidad física, sino determinados tipos de elecciones de tales comportamientos. Ésta es precisamente la perspectiva propia de la moral que mira al objeto de la elección voluntaria, la cual presupone un juicio de la razón por el que adquiere una precisa identidad intencional.

La función normativa de la razón práctica se manifiesta en los llamados actos intrínsecamente malos (González, 2006), es decir, aquellas acciones intencionales definidas con relación a un específico contexto ético, esto es:

 

aquel contexto en el que un determinado hacer es integrado por el acto ordenador de la razón práctica; es decir, es el contexto del supósito, de la persona: el contexto de las virtudes morales, que en conjunto sobrepasan el ámbito de los meros fines naturales. Para que el juicio ético “hacer x es en sí (objetivamente) malo” pueda ser efectuado de manera válida, hay que considerar en la definición de “hacer x” no sólo los elementos físicos, sino también el contexto ético. (Rhonheimer, 2000, p. 456)

 

Tal contexto, por tanto, es un dato objetivo, no arbitrario, constatado por la razón en base a sus principios, es decir, los fines virtuosos. Como explica Rodríguez Luño (1996), las acciones intrínsecamente malas:

 

queste azioni sono in sé cattive independientemente dal loro contesto, perché in realtà sono azioni che portano con sé, e inseparabilmente, un contesto, una rete di relazioni etiche sufficienti a determinare univocamente e invariabilmente la loro moralità essenziale. L’adulterio, per esempio, é un atto che s’inserisce negativamente nella rete di relazioni etiche istaurata dal matrimonio [son acciones que llevan consigo e inseparablemente, un contexto, una red de relaciones éticas suficiente para determinar unívoca e invariablemente su moralidad esencial. El adulterio, por ejemplo, es un acto que se introduce negativamente en la red de relaciones éticas instauradas por el matrimonio]. (p. 72)

 

El contexto ético es así parte constitutiva de la dimensión objetivo-moral del obrar configurado por la razón práctica y, por tanto, no debe confundirse con la posición de la ética teleológica que define la bondad o malicia de la acción en función de las consecuencias. Por el contrario, el contexto ético de la acción no es modificado en la situación concreta en base a las consecuencias previsibles de una acción.

Ahora bien, la temática de los actos intrínsecamente malos conduce a otra interesante consideración desatendida por la moral autónoma. Según Rhonheimer, es posible evidenciar una importante diferencia aprehendida espontáneamente en la experiencia moral básica. Se trata de la diferencia entre, por ejemplo, el robo de una parte, y el homicidio, el adulterio, la anticoncepción o la mentira, de otra. Mientras que en el caso del robo está en juego la apropiación injusta de un elemento material que es de legítima propiedad de una persona, no sucede lo mismo en las otras acciones. En efecto, en estos casos, estamos frente a elementos materiales más consistentes pertenecientes a determinados condicionamientos naturales de la identidad humana los cuales constituyen y delimitan el ámbito de los bienes humanos fundamentales. En consecuencia, son menos disponibles a recibir cualquier configuración por parte de la razón práctica. Así, la afirmación de que la configuración del objeto moral incluye una intencionalidad que se ilumina en referencia a un preciso contexto ético (que es el ámbito de una virtud moral específica):

 

Non esclude che tra certi dati naturali, come lo sono le inclinazioni naturali della persona umana e le loro inerenti finalità, da un lato, e l’intenzionalità-base con cui tali inclinazioni sono perseguite, dall’altro, esista un nesso necessario e naturale; e, inversamente, non esclude che ci siano dei comportamenti o modi di agire che non è possibile scegliere ragionevolmente con qualsivoglia intenzione [no excluye que entre determinados datos naturales –como son las inclinaciones naturales de la persona humana y su finalidad inherente–, de un lado, y la intencionalidad-base con la que tales inclinaciones son perseguidas, de otro, existe un nexo necesario y natural; e, inversamente, no excluye que existan comportamientos o modos de obrar que no es posible elegir racionalmente con cualquier intención]. (Rhonheimer, 2004, p. 212)

 

El nervio de la posición está en reconocer que existen finalizaciones naturales que forman un presupuesto necesario para la racionalidad de la intencionalidad con la que son realizados los actos relacionados con ellas.

Siguiendo con el ejemplo del robo, decimos que la acción física de sustraer una cantidad de dinero a su propietario es injusta en la medida en que dicha sustracción es realizada contra la voluntad de su legítimo propietario. Sin embargo, la misma acción física en un contexto ético diverso –como puede ser el caso de extrema necesidad–, no es contraria a la justicia y, por tanto, no puede considerarse un robo. En este sentido, nota Rhonheimer, el cambio de una circunstancia relevante para el objeto –en este caso que relativiza el derecho de propiedad y con él también el significado de la acción física–, no es posible en actos como el homicidio, la mentira, el adulterio o la anticoncepción. En consecuencia:

 

Sono quindi cattivi non soltanto ex obiecto, ma immutabilmente e sempre cattivi «ex obiecto», proprio quegli atti cattivi «ex obiecto», la cui «materia circa quam» non permette mutazione, perché essa è costituita da qualcosa di naturalmente dato e costitutivo per la natura della persona umana […]. Ciò che è costitutivo per la natura umana non può dipendere da fatti circostanziali, come invece possono cambiare dei diritti di proprietà, perché altrimenti potrebbe cambiare proprio la natura della persona umana [tales actos son malos no solamente ex obiecto, sino inmutablemente y siempre malos ex obiecto, cuya materia circa quam no permite mutaciones, porque está constituida por algo naturalmente dado y constitutivo de la naturaleza de la persona humana. […] Lo que es constitutivo de la naturaleza humana no puede depender de hechos circunstanciales –como en cambio pueden cambiar los derechos de propiedad–, porque, de lo contrario, cambiaría la naturaleza de la persona humana]. (Rhonheimer, 2004, 214)

 

La conclusión a la que conduce esta posición es que cuando se trata de bienes humanos fundamentales la entidad de tales bienes demarca unos límites absolutos al actuar del agente. Tales límites, expresados en las prohibiciones morales válidas semper et pro semper, demarcan un confín que no se puede traspasar so pena de salirse del campo en el que discurre toda acción potencialmente virtuosa, por cuanto se trata de acciones que, por su misma estructura, contradicen el bonum rationis, esto es, el bien que pertenece per se a la integridad de la naturaleza humana, y cuya elección conlleva siempre un desorden de la voluntad.

Si la teoría de la acción defendida por la moral autónoma, de una parte, impide afirmar la existencia de acciones buenas o malas o en sí mismas, por otra parte, admite calificar las acciones como rectas o equivocadas, y es precisamente en base a esta calificación que se estructura la racionalidad normativa. Como se ha visto, Böckle elabora una tal teoría a partir de las premisas conceptuales de la ética teleológica la cual es objeto del discernimiento de Veritatis splendor. En efecto, para este autor, el criterio racional para la valoración de la corrección o incorrección de las acciones es la optimización de las consecuencias[4], en función de la cual, se realiza la elección preferencial de los bienes premorales. Con esto, la optimización de bienes premorales –que permite tal elección preferencial– se constituye en el criterio del bien moral. Pero ahora bien, si tenemos presente que la obligación de respetar ciertos bienes no puede depender de los bienes mismos (puesto que son premorales), así como tampoco el obrar correcto del respeto a tales bienes –puesto que son previos al bien moral el cual compete sólo a los valores–, entonces es lícito preguntarse cómo es posible derivar el bien moral del bien premoral sin incurrir en la falacia naturalista.

El planteamiento de Böckle que escinde el valor y la acción acaba perdiendo los criterios mismos con respecto a los cuales tendrían que compararse las consecuencias en la ponderación de los bienes premorales. En este contexto, es interesante notar cómo Rhonheimer pone de relieve que los valores morales no están en el aire. En efecto, son propiedades de las acciones humanas que se derivan del análisis de los modos de acción conformes al hombre, es decir, de un análisis de aquellos modos de acción en conformidad con la virtud. La perspectiva ética de la virtud puede, por tanto, realizar un análisis de los modos de acción que sea a la vez un análisis de los valores morales, porque:

 

puede atribuir predicados morales de valor a modos concretos de acción; y puesto que nunca es lícito obrar injustamente –lo que todos admiten–, pero determinados modos de actuar pueden, sin embargo, ser descritos como “injustos”, por ello precisamente hay ciertas acciones que son moralmente malas. (Rhonheimer, 2000, p. 372)

 

Por el contrario, de los juicios analíticos de valores –como “hay que obrar siempre con equidad”–, que no tienen relación con tipos concretos de acción, es imposible fundamentar qué bienes premorales han de respetarse. Los valores por tanto no pasan de ser fórmulas vacías. La consecuencia de esta posición es que:

 

la razón práctica consecuencialista se autoanula; se hace a sí misma ciega para lo bueno, justo, equitativo, etc. No sólo no puede proporcionar criterios acerca de por qué las consecuencias x, y…z son “buenas” o “malas” y cuáles de ellas son peores que otras, sino que en último término no puede ni siquiera justificar con criterios morales cómo es que es bueno producir las mejores consecuencias. […] El consecuencialismo no responde en modo alguno a la pregunta por el bien, sino que la hace todavía más necesitada de respuesta. (Rhonheimer, 2000, pp. 414-415)

 

Se revela así el problema fundamental de la moral autónoma, esto es, el concepto reducido de racionalidad que subyace a esta propuesta normativa. En efecto, la separación que instaura entre la moral y la corrección del actuar, o bien, entre la bondad de la voluntad y la acción recta, es lo que asemeja la racionalidad normativa a la racionalidad técnica de los procesos de decisión cuyo resultado es un estado del mundo o de cosas que permanece ajeno a la cualidad moral del sujeto. En otros términos, deja fuera la identidad moral del hombre que actúa como un ser que tiende al bien y que, mediante sus acciones y los actos de elección, se modifica a sí mismo para el bien o para el mal en virtud de su capacidad de autodeterminación.

Ahora bien, en la perspectiva de la ética de la virtud –que es la perspectiva de la razón práctica–, la autodeterminación se expresa mediante los imperativos morales que son regulaciones del comportamiento humano en cuanto tal. Dichos imperativos se fundamentan en el ser-bueno –y si es negativo, en el ser-malo–, es decir, en lo que debe hacerse u omitirse tal como lo dictamina el juicio de la prudencia o recta ratio, y se expresan y comunican bajo la forma de deber. Con esto, el bien moral, y por tanto el deber, tiene un estatuto ontológico –en correspondencia con la naturaleza del hombre–, y un estatuto epistemológico en cuanto configurado por la razón práctica, y conocido reflexivamente en el juicio de conciencia. Este planteamiento se presenta, sin embargo, en abierto contraste a la posición de Böckle. Para el teólogo suizo, el deber no proviene del acto mismo imperado por la prudencia, sino de la llamada que Dios dirige al hombre: es el carácter teónomo de la exigencia del deber la que le confiere un valor absoluto. Sin embargo, tal carácter absoluto se distingue del modo con que viene concretado el deber en el juicio categorial puesto que, de una parte, tal deber tiene carácter formal y, de otra, no existe ningún bien creado que pueda exigir un respeto absoluto[5]. El contenido del deber queda a cargo de una razón autónoma, la cual dista mucho de ser una razón moral.

El análisis de la función normativa de la razón práctica en la constitución del objeto moral evidencia que la ética de virtudes tiene la peculiaridad de poder dar razón de cómo en una sola operación se reúnen la corrección del actuar y la bondad de la voluntad, al precio:

 

de no ofrecer soluciones inequívocas para los problemas de decisión concretos. Es una ciencia de esbozos. No en vano pertenece a la noción de virtud moral referirse a aquello que “es distinto en cada caso”. Pero al mismo tiempo la virtud moral ata eso que es “siempre distinto” a la verdad, concretamente a la verdad práctica. (Rhonheimer, 2000, pp. 373-374)

 

En efecto, desde la perspectiva de la ética de la virtud, se pone de relieve que el fenómeno moral originario está constituido por los actos ordenadores que realiza la razón práctica en las tendencias mediante la configuración de las acciones intencionales, siendo esta misma razón, la regla constitutiva de la corrección, y por tanto, de la bondad moral de las mismas, ya que en su acto ordenador tiene validez la ley natural.

Ahora bien, junto al ejercicio directo de la razón práctica regulado por los fines virtuosos, encontramos el ejercicio reflejo de la misma (ratio pratica in actu signato), en el cual, la regulación racional de las tendencias y de los bienes, se expresa como enunciado en las normas morales (Rodríguez Luño, 2000). En consecuencia, las normas morales como expresión lingüística de exigencias de las virtudes expresan lo bueno para el hombre en un modo más concreto que los principios, puesto que relacionan una acción intencional con un fin virtuoso explicitando la calificación moral de dicha acción. Con esto, es importante no perder de vista que la fuerza obligatoria de la norma no proviene de ella misma, sino del ordo virtutis que corresponde a la ley natural. De aquí que las normas morales no admitan excepciones puesto que:

 

expresan que un determinado modo de actuar forma parte de una virtud, o bien se opone a una virtud, y por tanto también a la naturaleza humana. Cuando “seguimos” una norma moral no estamos siguiendo una regla útil para conseguir ciertos fines, sino que realizamos el acto de una virtud, esto es, intendemos y elegimos un determinado aspecto de lo bueno para el hombre. (Rhonheimer, 2000, p. 339)

 

Por el contrario, el modelo normativo de la moral autónoma concibe las normas morales de modo muy distinto. Para esta posición, las normas morales no sólo se refieren a actos descriptibles como sucesos sino que, además, son consideradas reglas constitutivas de la corrección moral de los mismos, de modo que los actos adquieren identidad moral cuando son subsumidos a una norma. Ahora bien, el punto problemático de la cuestión está precisamente en el fundamento último de tales normas constitutivas de la moralidad, puesto que tales normas son establecidas de modo consecuencialista en función de la ponderación de bienes premorales. Se evidencia así que, al no estar fundamentadas en los principios axiológicos de la razón práctica –en última instancia en la ley natural–, carecen de fundamento ontológico. En efecto, a diferencia de lo que sucede en la ética de la virtud, las normas no son una expresión lingüística de lo bueno para el hombre, sino que son constituidas al modo de a una norma legal positiva y, en consecuencia, tratadas análogamente. Esto explica las confusiones y los errores que cristalizan en los presupuestos normativos de la moral autónoma, los cuales exceden el confín de la justa autonomía moral. Así sucede, por ejemplo, con la negación del carácter universal y absoluto de las normas morales prohibitivas[6], negación que, llevada al extremo, acaba justificando excepciones a las normas prohibitivas (Merks, 2017).

Veritatis splendor sale al encuentro de esta posición recordando la universalidad e inmutabilidad de la ley natural (nn. 51-53), la cual no está reñida ni con el reconocimiento de la singularidad del hombre, ni con la particularidad de cada situación concreta. Para comprender en su justa medida esta afirmación magisterial, hay que tener presente que la ley natural no es esencialmente una ley formulada lingüísticamente; antes bien, los principios de la ley natural son originariamente un acto preceptivo de la razón práctica (ordinatio rationis) y, en cuanto principios universales del bien moral, cubren todas las posibles acciones humanas: la ordinatio rationis es el ordo virtutis. Ahora bien, la posible dificultad surge cuando las exigencias de la ley natural se formulan lingüísticamente en modo reflejo en los principia propia –como concreciones del precepto universal– referido a un determinado modo de acción. Considerando que tales principia se refieren a una determinada virtud, no es admisible una excepción a su cumplimiento puesto que, de lo contrario, se estaría legitimando la posibilidad de actuar contra la exigencia de una determinada virtud. Sólo desde la perspectiva de la ética de la virtud es posible mostrar cómo los principia propria son siempre válidos, puesto que solamente colocándose en la perspectiva de la persona que actúa, es posible conocer de qué acción se trata. A este fin, el conocimiento del objeto moral se revela decisivo para poder ver su correspondencia con la norma moral. Este es el punto fundamental –equivocado– en la teoría de Böckle. En efecto, su teoría de la acción no permite ver la diferencia que existe entre decir, por ejemplo, que un precepto de justicia no es aplicable a un caso concreto porque dicho caso escapa al precepto por una mutatio materiae, y afirmar que un precepto de justicia presenta excepciones en determinadas situaciones porque están en juego bienes más altos.

Ahora bien, es importante no confundir la imposibilidad de admitir una excepción a un precepto de la ley natural con la imposibilidad de modificar la expresión lingüística de ese precepto. En este sentido, Veritatis splendor menciona cómo la afirmación de la inmutabilidad de la ley natural y, por tanto, de la existencia de normas objetivas de moralidad, no está reñida con el progreso en el conocimiento moral que hace posible una mayor comprensión de las normas morales según las diversas circunstancias históricas, de modo que éstas siguen siendo sustancialmente válidas e idénticas en el contenido, aunque posean una formulación diversa.

Con lo visto hasta aquí podemos concluir reconociendo la importancia que tiene una correcta comprensión de la racionalidad práctica para la ética y la teología moral (Bellocq, 2019). La separación entre el obrar correcto y el bien moral postulada por la racionalidad normativa de Böckle es incapaz de reconocer la unidad del acto voluntario, es decir, la unidad entre la voluntad como intención de finalidad, y la voluntad que se dirige al objeto inmediato de la acción configurado por la razón práctica y que, por tanto, no es un objeto premoral. De aquí que la consideración fisicista del objeto moral lleva asociada la pérdida del fundamento del obrar moral objetivo, por cuanto la bondad de la voluntad no dependería del orden de la razón en el acto electivo. Por el contrario, desde la consideración intencional de las acciones como objetos próximos de actos de elección, la bondad de estas queda vinculada a la bondad de tales actos electivos, de modo que lo correcto coincide con lo bueno para el hombre, es decir, con la corrección del tender tal y como lo dictamina el juicio de la razón práctica en función de los principios virtuosos y, en última instancia, de la ley natural. No cabe duda de que una de las afirmaciones más importantes de la ética de la virtud, es que existen condiciones para la corrección fundamental de las acciones de las que depende la rectitud del deseo. En consecuencia, es posible describir tipos de acciones cuya elección implica siempre un deseo equivocado por cuanto se opone al ordo rationis, es decir, al ordo virtutis. Tales acciones son, precisamente, los actos intrínsecamente malos.

 

Referencias

 

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[1]  Esta tesis corresponde a lo que Böckle denomina racionalidad teonómica. La naturaleza racional humana –por tener su fundamento último en la naturaleza de Dios cuyo ser sólo puede ser pensado como intrínsecamente no contradictorio–, está impregnada ella misma de una no-contradicción interna. Aunque Böckle afirma la vinculación teonómica al carácter no-contradictorio de la naturaleza racional, deja en suspenso dicha vinculación en lo que se refiere al ejercicio de la determinación del contenido de la exigencia incondicional que se fundamenta en la naturaleza racional. En otros términos, deja en suspenso la vinculación teonómica de la razón práctica. He aquí un punto fundamental del discernimiento de Veritatis splendor en lo que respecta el fundamento metafísico-dogmático del rol normativo de la razón práctica. Así, a la autonomía teónoma, la encíclica contrapone la teonomía participada. La sustancia de lo que pretende transmitir la encíclica es que la negación de la participación de la razón humana en la Razón divina lleva consigo la pérdida de la referencia a la verdad que es propia de la razón práctica. La autonomía teónoma fundamenta, por tanto, una libertad sin referencia intrínseca a la verdad. En consecuencia, la autoridad legislativa de la razón no puede más que fundamentarse en sí misma siendo incapaz de trascender en nombre de una verdad superior. En este contexto, el principal problema de la razón moral teorizada por la moral autónoma es que carece de principios axiológicos fundantes de la verdad práctica.

[2]  Los juicios de constatación no son juicios éticos sino que expresan que un determinado bien o valor es objeto de responsabilidad moral.

[3]  En este estudio seguiremos la interpretación de Martin Rhonheimer sin adentrarnos en las cuestiones divergentes con otros autores.

[4]  Es preciso señalar que la ética teleológica no reconoce una diferencia cualitativa entre las consecuencias constitutivas de la acción en sentido moral, y las consecuencias causales y contingentes asociadas a la acción: todas las consecuencias son premorales. Desde la perspectiva de la ética de la virtud, es posible reconocer en la referencia antropológica un criterio para establecer una diferencia cualitativa en las consecuencias.

[5]  Böckle confunde bienes absolutos –que ciertamente no hay en el mundo creado–, con las prohibiciones absolutas que valen semper et pro semper de modo que la negación de la existencia de los primeros le lleva a concluir la negación de la existencia de las segundas. Sin embargo, a pesar de que los bienes intramundanos son relativos y contingentes, se atribuye un carácter moralmente absoluto a aquellas acciones intencionales en las que está en juego el ser del hombre como un todo, como sucede en las acciones intrínsecamente malas. Se trata, por tanto, de la distinción fundamental entre el absoluto metafísico y el absoluto moral.

[6] Para Böckle las normas se basan en un juicio de preferencia de modo que no prohíben o mandan una acción por ella misma, sino en función de la ponderación racional de los bienes. En consecuencia, las normas son consideradas como imperativos hipotéticos: reconociendo su validez en general (ut in pluribus), hay que constatar su aplicación al caso concreto. De aquí que las normas no tienen carácter universal –en cuanto que no regulan del mismo modo para todos los tiempos–, y tampoco carácter absoluto, es decir, que no prohíben sin excepciones.