Una introducción a las pasiones humanas a la luz de santo Tomás de Aquino
An introduction to the human passions according to Saint Thomas Aquinas
Klaus Droste Ausborn
Universidad de los Andes, Santiago, Chile
kdausborn@gmail.com
Resumen: La compresión del movimiento pasional humano y su riqueza como un dinamismo que forma parte de la realidad sustancial de un ser inteligente corpóreo encuentra en la vasta obra de santo Tomás de Aquino un tesoro poco explotado y nunca suficientemente conocido que redunda, por su valor, en un enorme enriquecimiento del estudio para los estudiantes de Psicología, contribuyendo enormemente a elevar la compresión de esta dimensión fundamental del ser humano como ser racional y libre.
Palabras clave: apetito sensitivo, pasión, Tomás de Aquino, facultad
Abstract: The compression of the human passionate movement and its wealth as a dynamism that is part of the substantial reality of a corporeal intelligent being, finds in the vast work of Saint Thomas Aquinas a little exploited and never sufficiently known treasure, which redounds, for its value, in an enormous enrichment of the study for Psychology’ students, contributing enormously to raising the understanding of this fundamental dimension of the human being as a rational and free being.
Keywords: sensitive appetite, passion, Thomas Aquinas, faculty
Recibido: 13/12/2021
Aprobado: 16/04/2022
El alma humana ocupa el último grado dentro de las sustancias intelectuales y, aunque es acto, se encuentra de tal modo cercana a la potencia que atrae a la materia a participar de su ser, formando un compuesto único destinado al conocimiento (De ens et ess., c. 4, n. 37).
Las sustancias intelectuales superiores al alma intelectiva no necesitan de cuerpo para conocer. El hombre en cambio tiene cuerpo, de manera que se posibilite su conocimiento partiendo desde los sentidos. Así, dado que su fin es conocer, posee corporeidad.
Recordemos que el alma intelectiva conoce más imperfectamente que las demás y, aunque posee un conocimiento existencial de sí misma, carece de todo conocimiento esencial por naturaleza (De Veritate, q. 8, a. 10). Esto significa que sabe de sí que es, pero en ese conocimiento no está incluido el saber qué es. Para adquirir ese conocimiento de su naturaleza necesita conocer algo distinto de sí. Ese primer conocimiento esencial debe ser sobre una materia inferior y desde ahí remontarse al conocimiento de sí mismo y de su causa. El conocimiento humano siempre va de lo compuesto a lo simple, de lo más complejo a lo más sencillo.
Ahora bien, para conocer un objeto material, el hombre debe ser afectado por éste, y, debido a ello, necesita estar dotado de potencias que le permitan tener noticia de la materia. Son los sentidos quienes captan las características de la materia, afección que culmina en un juicio acerca del objeto como conveniente o inconveniente. A esta aprehensión que el hombre realiza sigue un movimiento del alma con el cuerpo y, según el juicio, la persona se complacerá o no en dicho objeto. Ese movimiento apetitivo, similar a la operación de la voluntad, es comúnmente llamado pasión (S. Th., I, q.59, a.1 in c).
El hombre, entonces, además del entendimiento y la voluntad, posee una facultad que le permite moverse apetitivamente respecto de lo que perciben sus sentidos. Tal facultad se ha conocido desde antiguo con el nombre de apetito sensitivo y su acto con el nombre de pasión.
El movimiento del apetito sensitivo es comparable al movimiento natural (S. Th., I-II, q.36, a.2). En el caso de un cuerpo que cae, la causa a modo de fin es el lugar inferior, y sin ese lugar el cuerpo no caería. Por eso no existen los saltos al vacío, pues todo movimiento requiere de un final al cual dirigirse. Y su causa a modo de principio es la inclinación natural del cuerpo que cae. En cuanto al apetito sensitivo, la primera causa de su movimiento es el fin, esto es, su objeto, sin el cual el apetito sensitivo no se mueve. La segunda causa es su inclinación interior hacia el bien y, a partir de esa tendencia natural, todas las posibles variantes.
El objeto de esta potencia es el bien particular, en otras palabras, el bien que aprehenden los sentidos. De esta manera, para que exista movimiento del apetito sensitivo se requiere de un conocimiento sensitivo y un juicio, ya que no se apetece nada sin imagen juzgada. Imaginación, memoria, cogitativa y afectividad se encuentran muy unidas, tanto, que una persona que vive de imágenes se mueve especialmente por afectos. Ella decide siguiendo el movimiento de su sensibilidad según cómo las cosas aparecen, sin profundizar en si son así verdaderamente: se mueve por lo que siente. Por lo mismo, más que juicios verdaderos, se forma impresiones, y según ellas conduce su vida. En este contexto, las cosas poseen estabilidad mientras los sentimientos originales están presentes; si desaparecen, todo se vuelve dudoso y cuestionable. Esto ocurre, a modo de ejemplo, cuando se va perdiendo el entusiasmo primero por una elección realizada, debido a que el objeto ya no provoca el mismo movimiento afectivo. La persona puede llegar a pensar entonces que la decisión estuvo equivocada y busca un cambio. Otro caso común sucede al dudar del amor porque “ya no se siente lo mismo de antes”, confundiendo el amor con los sentimientos. Bajo este mismo esquema, las cosas resultan interesantes en la medida en que nos afectan positivamente y no valen la pena si causan temor y angustia. Alguien podría pensar que no es bueno casarse por las dificultades que pueden surgir en el matrimonio, o que no se debe dar un consejo por temor a las reacciones ulteriores. Asimismo, las personas se vuelven interesantes por la imagen que presentan, un producto atrae por la promesa de felicidad que ofrece y las películas están bien hechas por la conmoción que provocan, sin que se pueda superar esta superficialidad. Todo se evalúa como bueno o malo según los sentimientos que se suscitan. Al movernos pasionalmente quedamos a merced de las corrientes y vientos del momento, y somos incapaces de conducir auténticamente nuestra vida. Cuando sucede así, la misma riqueza y brillo de la afectividad pierden esplendor, pues lo verdaderamente humano es obrar con afecto y no por afecto, aclaración a la que se ordenará la siguiente exposición, intentando resolver la hipótesis que dice que en la perfección de un acto humano concurre el afecto que le imprime perfección en cuanto humano. Por eso, para conocer al ser humano y aclararnos en esta cuestión y para determinar el orden que le corresponde a la pasión, hay que redescubrir esta dimensión de la vida humana.
El movimiento afectivo humano en general
El bien particular es aprehendido siempre desde un doble aspecto: bajo la razón de deleitable y bajo la razón de arduo o difícil. El movimiento apetitivo que se desencadena ante una torta de chocolate consiste, por una parte, en el deseo de conseguirla y, por otra, en la inclinación por acabar con la distancia que nos separa de ella. El deseo de conseguirla surge al captar la torta bajo la razón de deleitable y la inclinación por acabar con la distancia al percibirla como difícil. Esto sucede ante todo bien aprehendido por los sentidos. En cuanto a la primera razón, tanto el hombre como el animal tienden al bien y huyen del mal. Bajo la segunda, en cambio, se lucha contra los obstáculos que impiden alcanzar el bien o contra lo que empuja al mal.
El apetito sensitivo se divide específicamente en dos: un apetito, cuyo movimiento depende del bien o mal captado bajo la razón de deleitable o abominable y que se llama apetito concupiscible, y otro apetito, cuyo movimiento depende del bien o mal captado bajo la razón de arduo, llamado apetito irascible (S. Th., I-II, q.23, a.1 in c). Ante la torta de chocolate, además de una tendencia hacia ella, se da un movimiento que busca superar los obstáculos que impiden obtenerla. Ambos movimientos siguen a objetos formales diversos y, por lo tanto, tenemos dos potencias, aunque materialmente se trate de un mismo objeto: la torta de chocolate.
Revisando el movimiento pasional con mayor detalle, vemos que, para afectarnos ante algo, en este caso una torta de chocolate, primero se requiere la presencia de su imagen acompañada de un juicio particular. Luego viene un movimiento del concupiscible llamado amor sensible, al que le sigue el deseo por la torta. Supuesto el deseo y dada la distancia que siempre existe ante ese bien particular sigue un movimiento del irascible que, juzgando posible conseguirla, lleva a acercarse a ella y por último, una vez obtenida, se da un nuevo movimiento del apetito concupiscible que llamamos alegría o delectación y, si no se ha conseguido, la tristeza. En este último caso, puede seguir otro movimiento del irascible: la ira; que finalmente culminará en alegría o en tristeza. Como la ira es un movimiento del irascible y la tristeza y la alegría del concupiscible, todas las pasiones del apetito irascible tienen como principio y término las del concupiscible.
Para cristalizar mejor esta idea tomemos la tristeza, la ira y la alegría y realicemos el siguiente análisis. Sucede que de la ira provocada por la tristeza nace un deseo de vindicación –o de reparación– que, si se satisface, suscita la alegría. Todo movimiento afectivo es concupiscible-irascible-concupiscible, de manera que mientras actúa el irascible, el movimiento afectivo sigue en tensión o abierto. El movimiento afectivo se completa al conseguir el bien deseado o al evitar el mal aborrecido.
Hemos dicho anteriormente que el ser humano debiera moverse con afecto y no por afecto, lo cual quiere decir que la afectividad ordenada perfecciona los actos que el hombre realiza. Un hombre que trabaja contento lo hace mejor porque se preocupa de los detalles, algo que no hará de modo perfecto si se encuentra descontento, con su atención fuera, en realidad, de lo que hace. Por eso, será más perfecto, incluso en términos materiales, el acto realizado con el afecto correspondiente que aquél que se lleva a cabo sin él. Es más perfecto el hombre que da con alegría que el que da sin ella, porque con el afecto se perfecciona el acto de dar, en el modo y en la cantidad que se da, elementos fácilmente descuidados cuando se da de mala gana.
A diferencia del hombre, a los animales les corresponde moverse por afecto, porque su perfección está en una vida meramente sensible. Pero, en la vida humana, la afectividad se encuentra penetrada por la inteligencia y la voluntad, las cuales intervienen en la perfección de sus movimientos pasionales. Esto quiere decir que la afectividad humana adquiere plenitud en la medida en que se encuentra elevada por tales potencias.
El hombre posee cogitativa, facultad que compara los recuerdos y experiencias y que se rige por la razón universal. Por eso, una emoción se puede aplacar si pensamos acerca de las cosas. Si la afectividad no estuviera sometida a la razón, esto no sería posible. También es de experiencia común que la afectividad se encuentra sometida a la voluntad (S. Th., I-II, q.17, a.7 in c), como un artista que intencionalmente siente tristeza en determinado momento de la interpretación de una obra, suscitando imágenes, recuerdos o pensamientos que provoquen en él la tristeza. Esto es posible justamente porque el apetito sensitivo nunca se mueve en forma absolutamente autónoma sin la orden o consentimiento de la parte superior del hombre, pues una se subordina a la otra (S. Th., I, q.81, a.3 in c). De este modo, el afecto en el hombre jamás es suficiente para mover a la persona sin el consentimiento de la voluntad. Pero también sucede que la voluntad no reprime absolutamente el movimiento autónomo que de alguna manera tiene el apetito sensitivo (S. Th., I, q.81, a.3 ad.2).
Esto explicaría que a veces experimentemos resistencias pasionales frente a lo que muestra la inteligencia y dicta la voluntad. Ello ocurre porque, a pesar de que la afectividad es una potencia pasiva que no puede moverse por sí misma, su movimiento puede seguir a los sentidos internos y, en la medida en que esa imagen sea opuesta a la idea o concepto, el apetito sensitivo puede resistirse a lo que manda la razón. Por eso un hombre puede sentir temor por las imágenes amenazadoras que se presentan a su mente aun inconscientemente, sin obedecer a la voluntad o a los razonamientos que revelan que tal reacción no se justifica. De ahí también que un hombre que imagina cosas deleitables vetadas por la razón, como el bien ajeno, o algo triste que la razón manda, como trabajar, experimente cierta resistencia para obrar bien. No obstante, el apetito sensitivo continúa sometido a lo superior del ser humano, y si no acata el dictamen de la razón es porque la voluntad no logra contener la pasión.
En esta lucha que se puede suscitar, la razón también puede obligar a la imaginación a representar las imágenes que impidan o colaboren con el sometimiento de la pasión. Si la resistencia es muy poderosa, la persona podrá generar imágenes que refuercen el mandato de la inteligencia, lo que mitigará en gran medida el afecto (S. Th., I, q.81, a.3 in c). Es decir, quien quiere tomar el bien de otro azuzado por la imagen de sí gozando de la posesión de lo ajeno, y sabiendo que no debe robar, será mejor que imagine la vergüenza de ser sorprendido con lo robado y otras imágenes similares, y tal ejercicio facilitará un actuar acorde a lo propuesto por la inteligencia.
Las pasiones
El acto del apetito sensitivo es la pasión. Podría llamarse, también, el afecto, emoción o sentimiento, aun cuando el término más preciso para denominar ese acto es el de pasión. Esta palabra alude al acto de padecer, que es precisamente lo que sucede con el apetito sensitivo que constituye una potencia pasiva. La pasión es un movimiento del apetito sensitivo asociado a una transmutación corporal (S. Th., I-II, q.22, a.1 in c). Siempre que nos emocionamos se altera de algún modo nuestro cuerpo. Es así como al airarnos enrojecemos, al temer temblamos o al entristecernos decae el ánimo. Las pasiones afectan el cuerpo y, por los efectos corporales que provocan, podemos reconocerlas.
No toda materia viva se emociona, pues para sentir requiere una corporeidad sensitiva. Las sustancias intelectuales superiores al hombre no sienten pasiones, ya que no tienen cuerpo (S. Th., I, q.51, a.1 in c).
Por otro lado, la afectividad es común a todos los seres sensibles y es perfección en ellos, aunque no es una perfección absoluta, pues en los seres superiores al hombre no existen las pasiones. El amor, la alegría y demás afectos se atribuyen a Dios, a los ángeles o a los hombres respecto del apetito intelectivo, aludiendo al simple acto de la voluntad con una manifestación similar, pero sin pasión (S. Th., I-II, q.22, a.3 ad.3).
Además, esta perfección común no se manifiesta del mismo modo en los animales y en el hombre. Y si atribuimos estos mismos afectos a algún animal no racional, se da cierta semejanza con el ser humano en un plano completamente diverso, pues carecen del principio en orden al cual y desde el cual se estructura toda su afectividad. No es lo mismo el deseo en el animal irracional que en el hombre, como tampoco lo es en el ángel y en el hombre.
Las pasiones se diferencian por sus objetos y existen tantas pasiones como objetos que muevan el apetito sensitivo. Dado que este apetito se divide en concupiscible e irascible, habrá al menos cuatro pasiones pues existen, como mínimo, cuatro objetos formales distintos. Esto significa que se puede considerar la torta de chocolate, al menos, bajo cuatro razones formales distintas.
En el apetito concupiscible se dan dos movimientos, uno ante el bien deleitable y otro ante el mal rechazable. Lo mismo ocurre con el irascible, que se mueve ante el bien difícil de conseguir y ante el mal difícil de evitar.
La importancia de definir formalmente cada pasión es lograr diferenciarlas de modo correcto evitando confundirlas. Por eso, no las describiremos solo de modo material, como decir que la ira es el ardor de la sangre junto al corazón (Aristóteles, De Anima, l.1, c.1 n.11), porque, si así se manifestase, podría ser que ese ardor se produzca por un deseo muy ardiente y no por ira. Por lo tanto, para reconocer el afecto se debe, sobre todo, conocer su objeto formal. Por ejemplo, el mal presente que se desprecia y que hay que quitar es el objeto formal de la ira, y el bien deleitable es el objeto formal del deseo, aunque físicamente ambos pueden manifestarse de manera similar.
Dentro de las pasiones, conviene distinguir las especies porque, aunque todas las pasiones son movimientos del apetito sensitivo con transmutación corporal, las del concupiscible y las del irascible constituyen movimientos de potencias diversas, por ello se afirma que “así, en los actos del alma, los que pertenecen a potencias diversas no sólo son diversos en especie, sino también en género” (S. Th., I-II, q.23, a.1 in c).
Las pasiones del apetito concupiscible
Las pasiones del concupiscible se diferencian entre ellas por una contrariedad según su objeto, pues el amor se opone al odio porque el primero se da ante el bien deleitable absolutamente y el segundo ante el mal abominable absolutamente (S. Th., I-II, q.29, a.1 in c). Absolutamente significa en cuanto se consideran solo como deleitables o no. Por lo tanto, el amor y el odio son afectos contrarios debido a que sus objetos son contrarios. Un hombre odia la mentira porque ama la verdad, y si no ama la verdad no puede odiar la mentira.
Lo mismo sucede con el deseo que tiene por objeto el bien deleitable. Se le opone el rechazo que tiene por objeto el mal abominable. Por último, con la alegría y la tristeza ocurre algo similar, ya que son opuestas porque opuesto es su objeto, pues la alegría se da en el bien presente y la tristeza en el mal presente. En el apetito concupiscible, por lo tanto, pueden darse seis movimientos distintos: amor, odio, deseo, rechazo, alegría y tristeza (S. Th., I-II, q.23, a.1 in c).
Las pasiones del apetito irascible
En las pasiones del irascible, la diversidad de especie es más compleja, pues algunos de sus movimientos son opuestos porque se acercan o se distancian de un mismo objeto (S. Th., I-II, q.23, a.2 in c). Es lo que acontece con la esperanza, que tiende al bien en cuanto se juzga posible (S. Th., I-II, q.40, a.1 in c), y la desesperación que se aparta de él por juzgarlo imposible (S. Th., I-II, q.40, a.4 in c). Esto muestra que ante un mismo objeto pueden originarse movimientos opuestos.
Del mismo modo, el temor y la audacia tienen por objeto el mal, pero el temor aparta del mal, mientras que la audacia aproxima a él (S. Th., I-II, q.45, a.2 in c). Por eso, en las pasiones del irascible hay contrariedad, además, en cuanto a la aproximación o alejamiento respecto del mismo objeto (S. Th., I-II, q.23, a.2 in c).
En el apetito irascible se da también un movimiento que no tiene contrario, ni en cuanto al objeto ni en cuanto a la aproximación o alejamiento de él (S. Th., I-II, q.23, a.3 in c). Es la pasión de la ira.
A pesar de lo que sucede en el irascible, no todas las pasiones que difieren en especie son contrarias, como ocurre en el amor y el deseo que dependen uno del otro, porque no es posible desear algo que no se ama; por eso al amor sigue el deseo, y al odio sigue el rechazo.
La totalidad de las pasiones
En los movimientos afectivos, el bien posee una fuerza atractiva y el mal una fuerza repulsiva, y a partir de esto se desencadena una serie de afectos que impulsan a conseguir el bien o rechazar el mal de manera definitiva.
Al analizar la secuencia completa del apetito concupiscible, vemos que en su origen el bien captado por los sentidos provoca primero cierta complacencia o inclinación del apetito que llamamos amor, y del cual surge otro movimiento para conseguirlo: el deseo. En oposición a ellos están el odio y el rechazo, que se dan ante la aprehensión de un mal. Al conseguir el bien se produce, finalmente, una quietud en el apetito que se llama gozo o deleite, al que se opone la tristeza (S. Th., I-II, q.35, a.3 in c).
Todo el movimiento del apetito sensitivo comienza por el amor sensible, como afirma santo Tomás:
El principio de todo afecto es el amor, pues el gozo y el deseo tienen por término un bien amado, y la causa del temor y de la tristeza no es más que el mal opuesto al bien amado, y todas las otras afecciones proceden de ésta. (C. G., L.I, c.91)
Atendiendo al modo en que sucede la secuencia afectiva, comenzando por el amor, se constata que las pasiones del irascible actúan entre dos movimientos del apetito concupiscible, pues, por una parte, las suponen, en la medida en que no es posible esperar un bien (irascible) si antes no se desea. Y, por otra parte, cuando ese bien se consigue, ya no se mueve el apetito irascible sino el concupiscible, que descansa en el bien conseguido. En cuanto al mal, ocurre que el temor y la audacia también suponen afectos del concupiscible (odio y rechazo) (S. Th., I-II, q.23, a.3 in c) y finalizan necesariamente en un movimiento final de alegría o tristeza (S. Th., I-II, q.25, a.2 in c).
El orden de generación de las pasiones
El amor es la primera pasión que el hombre siente. Esto porque, si el bien y el mal son objetos del concupiscible y el bien es anterior al mal por ser éste privación de bien, la primera pasión debe encontrarse entre las del concupiscible, que tienen por objeto el bien. De este modo, el origen debe estar en el amor, en el deseo o en la alegría.
El orden de estas pasiones se puede determinar según la intención o según la ejecución. El reposo en el movimiento es lo primero en la intención y lo último en la ejecución, por lo cual la última pasión es la alegría, que consiste en el reposo en el bien conseguido (S. Th., I-II, q.25, a.1 in c). Previo a descansar en el fin, se tiende a él y, antes que eso, se tiene cierta proporción o aptitud hacia el bien (S. Th., I-II, q.26, a.2 in c). Tender al fin es propio del deseo y la proporción o complacencia es propia del amor, de manera que, en el orden de la intención, es primera la alegría y, en el orden de la ejecución, el amor (S. Th., I-II, q.26, a.1 in c). Por lo tanto, el primer movimiento del apetito sensitivo humano es el amor.
A esta potencia se le llama apetito concupiscible –concupiscible significa deseable–, a pesar de que al parecer tienen más preponderancia el amor y la alegría. El deseo es intermedio y encuentra su razón de ser en el amor que lo causa y en la alegría a la que se dirige. Pero no olvidemos que el afecto se da con transmutación corporal y, de las tres pasiones anteriormente mencionadas, la que más se siente es la concupiscencia o deseo, pues el efecto del amor, cuando el bien aún no se posee, es un deseo intensamente padecido por lo que se ama. Por esa razón, el nombre de esta potencia alude al deseo.
En el apetito irascible, por su parte, se encuentran primero las pasiones referidas al bien, que son la esperanza y la desesperación, y luego las referidas al mal, que son el temor, la audacia y la ira. Y según la lógica de que el bien es atractivo de modo natural, antes estará la esperanza, pues la desesperación surge frente al bien que ya no atrae porque se le juzga imposible (S. Th., I-II, q.40, a.4 ad.3). Por lo mismo, es primero el temor que la audacia, pues lo más natural es alejarse del mal y sólo accidentalmente lo es acercarse a él, por una razón que se le agrega, como sucede con la audacia, en que el mal se enfrenta al ser juzgado como superable (S. Th., I-II, q.45, a.1 in c).
A modo de ejemplo, se puede afirmar que es más natural no lanzarse a las aguas impetuosas de un río y alejarse de ellas que lanzarse para intentar rescatar a otro. La esperanza y la desesperación son previas al temor y a la audacia ya que constituyen su causa; sólo se es audaz ante la esperanza del triunfo, como el temor sobreviene frente a la desesperación de la victoria. Un médico no se paraliza por temor en una intervención que juzga al alcance de su capacidad y experiencia. En último término, aunque la ira se da por la tristeza, en estricto rigor surge de la audacia, pues nadie se aíra con deseo de vengarse si no le parece posible tal venganza, para lo cual previamente hay que ser audaz.
En resumen, el orden de generación de todas las pasiones es el siguiente: primero el amor y el odio; segundo, el deseo y el rechazo; tercero la esperanza y la desesperación; cuarto, el temor y la audacia; quinto la ira; y sexto, la alegría y la tristeza, de tal modo que el amor es anterior al odio, el deseo al rechazo, la esperanza a la desesperación, el temor a la audacia y el gozo a la tristeza (S. Th., I-II, q.25, a.3 in c).
Bondad y malicia de las pasiones
Cabe preguntarse acerca de la bondad y la maldad de las pasiones. En realidad, las pasiones humanas en sí mismas consideradas no son buenas ni malas. Odiar, por ejemplo, no es malo si se odia el vicio, que es lo que corresponde, como lo expresa san Agustín:
El hombre virtuoso tiene un justo odio hacia el malo, porque no ama el vicio por el amigo, ni odia al amigo por el vicio, sino que ama al amigo y odia el vicio, de manera que, si desaparece el vicio, está todo lo que debe amar y nada de lo que debe odiar. (Agustín, De Civitate Dei, XIV, 6)
Tampoco la tristeza es de suyo mala, pues es laudable cuando es moderada y adecuada a la situación. Así lo afirma el Doctor humanitatis: “la tristeza inmoderada es una enfermedad del alma; pero la tristeza moderada pertenece a la buena disposición del alma, según el estado de la vida presente” (S. Th., I-II, q.59, a.3 ad.3).
Las pasiones serán buenas o malas en la medida en que se encuentren sometidas debidamente a la voluntad bien ordenada (S. Th., I-II, q.24, a.1 ad.3), así como los movimientos exteriores realizados con nuestros miembros en sí mismos no tienen connotación moral (S. Th., I-II, q.59, a.1 in c) sino en cuanto por medio de ellos el agente hace el bien o el mal. Con mayor razón sucede con los afectos que se encuentran más cerca a la voluntad que los movimientos del cuerpo. De manera que las pasiones son buenas o malas en la medida en que son imperadas o impedidas por la voluntad según corresponde (S. Th., I-II, q.24, a.1 in c).
El hombre es la única sustancia capaz de entender que se emociona y, al mismo tiempo, es la que ocupa el último grado. Aunque naturalmente le corresponde obrar con afecto, no es una perfección absoluta obrar así. Para que el obrar humano sea perfecto, la pasión tendrá que ser moderada por la razón, que constituye el mayor bien del hombre (S. Th., I-II, q.24, a.3 in c). Y tal como es más perfecto el hombre que quiere el bien y además lo realiza exteriormente que aquél que solo lo quiere, también es más perfecto el hombre que realiza el bien con alegría que el que solo lo realiza. Porque en el primer caso, es todo el hombre, con su cuerpo y con su alma, el que hace el bien, obrando con mayor unidad.
Referencias
Agustín de Hipona (2002). De Civitate Dei. En Obras completas, Tomo XVI - XVII. Madrid: BAC.
Aristóteles (1997). Política. Madrid: Espasa Calpe.
-- (2009). Ética a Nicómaco. Córdoba: Editorial Almuzara.
Tomás de Aquino (1967). Suma contra los gentiles. 2 vols. Madrid: BAC.
-- (1988-1994). Suma de Teología. 5 vols. Madrid: BAC.
-- (2002). El ente y la esencia. Pamplona: EUNSA.
-- (2016). Cuestiones disputadas sobre la verdad. Pamplona: EUNSA.
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