Psicología integral de la persona.
Bases para un meta-modelo de Psicología clínica
Person integral Psychology.
Basis for a metamodel of clinical Psychology
Asociación de Psicología Integral de la Persona (APSIP)
Santiago de Chile, Chile
https://www.apsip.org
Resumen: En el presente artículo se busca exponer sintéticamente el meta-modelo de la Psicología integral de la persona. A partir de seis preguntas fundamentales se intenta mostrar sus principales planteamientos: (1) qué es la Psicología clínica, (2) qué es la salud psíquica, (3) qué es el desorden psíquico, (4) en qué consiste el diagnóstico clínico, (5) en qué consiste el proceso de sanar psíquicamente y (6) cuál es el rol del terapeuta.
Palabras clave: Psicología integral de la persona, salud psíquica, Tomás de Aquino, trastorno psíquico, Psicología clínica
Abstract: In this paper we propose to synthetically expose the meta-model of the Person integral Psychology. Based on six fundamental questions, an attempt is made to show its main approaches: (1) what is clinical psychology, (2) what is mental health, (3) what is mental disorder, (4) what does clinical diagnosis consist of, (5) what is the process of psychically healing and (6) what is the role of the therapist.
Keywords: Person integral Psychology, psychic health, Thomas Aquinas, psychic disorder, clinical Psychology
Recibido: 17/11/21
Aprobado: 04/05/22
Introducción
En el presente artículo se pretende dar cuenta sintéticamente del meta-modelo que hemos llamado Psicología integral de la persona. Esperamos mediante él poder contribuir al avance de la Psicología clínica en cuanto disciplina científica. Entendiendo la ciencia desde la perspectiva aristotélica como un conocimiento cierto por las causas (Aristóteles, Analíticos Posteriores I, 2 71b9), pretendemos avanzar en la integración del saber psicológico a partir de un conocimiento profundo y verdadero sobre el ser humano.
Es sintomático de nuestra época la fragmentación del saber. Aunque esto tiene muchas causas, un aspecto que ha influido decididamente es el auge de una aproximación empírica, que a su vez tiene su origen en la hegemonía que ha tenido el desarrollo de la técnica en nuestra cultura y la transformación concreta y eficaz que ésta ha implicado para muchas dimensiones de la vida. Sin embargo, junto con la transformación que ha supuesto para tantos problemas prácticos, de modo indirecto este cambio también ha contribuido a un retroceso en la posibilidad de que el ser humano, individualmente considerado y como sociedad, avance hasta grados mayores de madurez y verdadera libertad.
Dentro de las disciplinas que intentan colaborar en el desarrollo de la madurez humana encontramos la Psicología clínica. Consideramos que nuestra joven ciencia fue cuajada en tiempos de crisis para el saber, y que una tarea pendiente de realizarse es una vuelta hacia la síntesis y la profundidad de que es capaz el pensamiento humano. Decimos una vuelta porque, en términos de síntesis, la humanidad alcanzó una gran cumbre en su reflexión sobre el ser, allá por el siglo XIII de la mano de Tomás de Aquino. El desarrollo posterior, en parte quizás buscando desordenadamente la novedad y mostrándose poco atentos a lo que otros ya habían pensado y considerado, avanzó por caminos que luego no supo volver a conjugar con su origen; conclusiones parciales que luego no supo cómo hacer dialogar con otros aspectos de la vida; problemas que se volvieron insolubles; paradojas de un conocimiento fragmentado; y, lo más triste, múltiples consecuencias vitales en un ser humano que en la actualidad, por lo común, experimenta tensiones internas y sufrimiento de muchos tipos sin encontrar solución.
Nuestro planteamiento no es el que comúnmente se observa en el contexto académico actual. De modo consciente e intencional nos hemos valido de un método en el que la reflexión teorética tiene un primer lugar, en contraste con un método primordialmente empírico. Consideramos que esto ha de ser así, porque inevitablemente el ser humano ha de usar su inteligencia teórica y abstracta para llegar a cuestiones metafísicas y de principios, que exceden el valioso pero limitado conocimiento empírico.
Así, la Psicología integral de la persona busca llenar un vacío: proveer de ciertos principios filosóficos previos a la práctica clínica y también de ciertos principios clínicos fundamentales que permitan ejercer de manera óptima la psicoterapia.
Pues bien, en orden a esclarecer otras cuestiones de este tipo, que puedan ser útiles al lector para comprender nuestra propuesta, explicaremos algunos puntos que puedan dar luces sobre la perspectiva general de abordaje.
Perspectiva general
La Psicología integral de la persona es un meta-modelo de Psicología clínica. Como tal, se orienta principalmente a la dilucidación de las preguntas últimas que pueden formularse en el ámbito de esta disciplina.
En cuanto que su foco está puesto en las realidades últimas, tiene una vocación integradora. En primer lugar, integrar diversas teorías expuestas por psicólogos desde que la Psicología existe como disciplina. También, se busca integrar lo dicho por tantos filósofos o sabios que han sido un aporte en la comprensión de lo humano en cuanto a lo psicológico. Además, se pretende integrar teóricamente diversos niveles que podemos discernir en lo humano: lo biológico, lo sensible y lo racional. Por último, también es posible establecer una continuidad entre un nivel natural y un nivel sobrenatural en el perfeccionamiento del ser humano. Aunque esto solo será objeto de consideración para quien esté abierto a la experiencia de fe, la PSIP busca distinguir ambas dimensiones, pero de tal manera que puedan ser re-unidas por quien así lo pretenda.
La PSIP reconoce en la persona humana el ente más digno en toda la naturaleza, sintetizado en la máxima que orienta nuestra aproximación: “Persona est perfectissimum in tota natura”[1] (S. Th. I, q. 29, a. 3 in c.). Esto es fundamental, ya que tal supuesto permite ordenar todo el quehacer humano y consecuentemente realizar la integración mencionada. En efecto, ante todo se busca el bien de la persona que es su felicidad. Como advertía Tomás de Aquino comentando la metafísica de Aristóteles: “Todas las ciencias y todas las artes se ordenan a algo uno, a saber, a la perfección del hombre, que es su felicidad” (In Metaph., Proem.). Por lo tanto, para que la Psicología clínica –y cualquier otra disciplina práctica– encuentre su fundamento y perfección última, debe conocer a la persona humana: su ser, su bien, su naturaleza, sus posibilidades de desorden y cuestiones de este tipo. La dimensión personal del ser humano es aquello que permite ordenar posteriormente todo lo demás: sus facultades y sus actos, las relaciones entre las personas, los proyectos que se emprenden y los que no, las leyes que ayudan a los individuos y a la sociedad a ser cada vez mejores; en definitiva, ordena la vida misma. Pero, aunque esto se realiza desde la dimensión propiamente personal, desde ella se asumen todas las otras dimensiones, como las emociones –las cuales compartimos con los animales– y también todo lo que está directamente ligado al cuerpo, como el temperamento, el sexo, las características físicas, etc. Así, toda integración verdadera estará en función de un sólo propósito, que es hacerle bien a la persona humana de manera auténtica y asumiendo todas las partes de su naturaleza.
Como se ve, la integración que se anhela desde la PSIP no es una integración pragmática, estadística o según otro criterio integrador, sino una integración desde una visión del ser humano, de su bien y su felicidad.
En particular, podemos pensar los diferentes niveles de integración de la siguiente manera:
1. La integración entre los autores de Psicología se puede establecer en la medida que, si contamos con un esquema antropológico y ético consistente, toda formulación acerca del ser humano es susceptible de ser interrogada con preguntas del tipo: ¿es verdadero lo que se afirma? ¿conviene realmente a la felicidad del individuo?
2. De la misma manera, se puede integrar lo dicho por pensadores –antiguos y contemporáneos–, incorporando esas nociones en el presente. Para ello, es fundamental distinguir las palabras en un sentido externo, de la palabra interior captada por el autor; o, lo que es lo mismo, las palabras mismas, de las realidades que expresan.
3. Respecto a la integración que pretende la PSIP de los distintos niveles humanos –vegetativo, sensitivo y racional–, encontramos que los tres están ordenados entre sí, de tal forma que el ser humano encuentra su felicidad obrando por razón y con emoción. La razón comprende, orienta, decide, ama, es dueña, mientras que la emoción acompaña, ayuda a discernir, aporta con matices, encarna, impulsa, retrae, etc.
4. Por último, la integración entre el orden natural y sobrenatural[2], se da en la medida que es posible un diálogo entre fe y razón. Dicho diálogo ocurre en la medida que estas dos realidades no pueden ser contradictorias teniendo un mismo origen y un mismo destino: un origen común en Dios, creador de toda realidad y una confluencia de destino en el bien de la persona humana y la sociedad.
A partir de elementos filosóficos, es posible desarrollar una sana Psicología[3] desde sólidas bases (Echavarría, 2007). Ahora bien, podemos pensar en el aporte que puede realizar la Filosofía en tres niveles de profundidad. En primer lugar, la Filosofía puede tener una función crítica en cuanto advierte de la inconsistencia de ciertos conceptos o proposiciones psicológicas. Es un aporte negativo que nace de la capacidad crítica de la Filosofía y que le viene por ser una ciencia anterior que, por lo mismo, posee una mayor visión de conjunto. En segundo lugar, la Filosofía puede realizar aportes desde su propia disciplina, iluminando conceptos como el de felicidad, emoción, virtud, amor, persona, facultad, entre otros. En este punto, la Filosofía supone un aporte perfectivo que orienta e ilumina. En tercer lugar, la Filosofía puede inviscerar a la Psicología, iluminando desde el interior. Esto implica dar nueva luz sobre conceptos propiamente psicológicos como el de salud psíquica, psicopatología, vínculo terapéutico, mecanismo de defensa, estructura de personalidad, etapas del desarrollo humano, por nombrar unos pocos. La posibilidad de ampliar la cantidad de conceptos y realidades psíquicas que pueden ser comprendidos desde una recta comprensión filosófica plantea un enorme desafío para el desarrollo de una auténtica y consistente Psicología integral de la persona. Si pensamos en integrar, solo el tercer nivel puede dar todos los frutos que se esperan de la colaboración que la Filosofía puede dar a la Psicología clínica.
Teniendo el objetivo de integrar claramente definido, podemos posteriormente pasar a preguntarnos por la Psicología clínica misma y sus grandes temas. En particular, hemos definido seis preguntas clave que toda teoría clínica debiera plantearse: (1) qué es la Psicología clínica, (2) qué es la salud psíquica, (3) qué es el desorden psíquico, (4) en qué consiste el diagnóstico clínico, (5) en qué consiste el proceso de sanar psíquicamente y (6) cuál es el rol del terapeuta.
¿Qué es la Psicología clínica desde la PSIP[4]?
Es una ciencia práctica que busca conducir procesos de cambio en las personas desde un estado de desorden psíquico hacia un estado de salud psíquica. La salud psíquica es la realidad que engloba todo lo concerniente a la Psicología clínica. En otras palabras, la salud psíquica es el fin que intenta y, por lo mismo, su objeto formal. Bajo ella se contienen muchos elementos, algunos de ellos muy comunes en la literatura psicológica, como diagnóstico clínico, tipos de desórdenes psicológicos, el fenómeno de lo inconsciente, mecanismos de defensa de la angustia, técnicas que permiten sanar psíquicamente, etapas del desarrollo, el funcionamiento neuropsicológico, el vínculo humano y terapéutico, pronóstico y cambio terapéutico, etc. Otros, menos comunes pero fundamentales si queremos tomar a la persona humana en su integralidad: como la virtud y el vicio moral, el sentido de la vida, valores, educación, por nombrar algunos. En definitiva, prácticamente todos los temas humanos pueden ser considerados desde la Psicología clínica, en la medida que se relacionan directa o indirectamente con la salud psíquica. Por lo tanto, al igual que todo meta-modelo psicológico, la PSIP busca explicar cada uno de estos elementos, los cuales nos permiten profundizar en el conocimiento de la salud psíquica y así poder realizarla mejor. Abordemos sintéticamente los principales temas de la Psicología clínica, transversales a toda corriente.
¿Qué es la salud psíquica?
Lógicamente, la primera y más importante de todas las preguntas apunta a la definición de la salud psíquica. En su comprensión se juega el espacio propio de la Psicología clínica. En efecto, nuestra disciplina no es reductible ni a la Ética ni a la Antropología. Sería reductible a la Ética si la salud psíquica fuera idéntica a la virtud. Por su parte, se distingue de la Antropología en que ésta es una disciplina especulativa, y la Psicología clínica una disciplina práctica porque intenta un fin práctico, a saber, alcanzar la salud psíquica. Por tanto, más bien se vale de la Ética y la Antropología, pero para avanzar en la comprensión y el logro de una perfección específica del ser humano: el orden de su sensibilidad en aquella región que puede ser movida por la razón. Esto es, la perfección del apetito sensitivo, la cogitativa, la memoria y la imaginación[5].
Ahora bien, no aborda esta dimensión de cualquier manera. Por de pronto, la sensibilidad humana puede ser movida neurobiológicamente, como cuando por una lesión cerebral en la amígdala una persona vive impaciente e irritada; o puede ser movida por la razón, como cuando se consiente en una ira homicida y se busca voluntariamente la muerte de otro. En cambio, la Psicología considera la sensibilidad desde sí misma, como cuando el deseo homicida proviene de experiencias que han producido dicha disposición en el individuo. Si miramos la sensibilidad a partir de sí misma, la tarea consiste en sumergirse en la sensibilidad humana para encontrar su lógica autónoma. Esta lógica reducida a sus términos esenciales es como sigue: el apetito sensitivo se mueve ante el juicio de la cogitativa, generando reacciones que pueden ser almacenadas en la memoria (lo cual se conoce como experimentum afectivo). A su vez, cada una de estas facultades influye en las otras, produciendo dinámicas complejas de relación.
La interacción de estas facultades será ordenada si se mueve en conformidad con la dimensión superior del ser humano que es su razón y su voluntad. Si no ocurre de esta manera, la persona se experimenta a sí misma poco libre, enajenada, no dueña de sus acciones y sentimientos. Por tanto, la salud psíquica consiste en la integración interior de todas las facultades humanas en orden a fines pensados y voluntariamente queridos. Pero para que no se confunda con la virtud –que también es una disposición operativa buena–, debemos agregar que lo que directamente se busca es que no existan obstáculos desde la misma sensibilidad -es decir, movimientos del apetito sensitivo que provienen de experiencias que han desordenado emocionalmente- sino una aptitud del apetito sensitivo a seguir el movimiento voluntario, ordenado por un entendimiento verdadero de las cosas.
Por lo mismo, la salud psíquica no consiste en un juicio predominante de la cogitativa, como a veces se podría pensar. Esto es muy habitual, por ejemplo, cuando se piensa que la salud psíquica es una especie de sentimiento positivo, seguridad, tranquilidad, o similar. No es nada de esto, a lo sumo es posible decir que estos sentimientos tenderán a ser los predominantes en una persona psicológicamente sana, pero esto no es así siempre. De hecho, ante situaciones en que la persona ignora qué decisión tomar, sería insano sentir seguridad, o frente a una pérdida significativa, sentir alegría espontánea, sin al menos mezcla de tristeza. Se ve, por tanto, que la salud psíquica dice relación a una disposición más bien aptitudinal del apetito sensitivo, para dejarse mover por la razón.
Vale la pena hacer la salvedad que, aunque cualquier movimiento del apetito sensitivo que se mueva al margen de lo razonable es insano, lograr la unidad perfecta no es posible para una persona dada nuestra imperfección actual. Por lo mismo, tampoco juzgamos sanas a las personas cuando esto se da en un estado perfecto, ni insano o que posee un trastorno al que encuentra pocos obstáculos por parte de la sensibilidad; de la misma manera que no decimos que un árbol está en flor cuando tiene todos y cada una de sus partes florecidas. Porque una cosa es un acto en particular y otra la disposición general: pueden existir actos insanos en un contexto general de una disposición sana. Lo dicho ayuda a determinar que el fin de la terapia tampoco ocurre cuando existe perfecta salud psíquica en cada uno de los actos del individuo, sino cuando la disposición general del apetito sensitivo muestra un grado de salud psíquica suficiente.
En línea con lo anterior, cuando hablamos de la salud psíquica no nos preguntamos en qué medida la razón puede gobernar los apetitos –como sería en la virtud–, sino en qué medida el apetito sensitivo puede dejarse mover por la razón. Dicho de otra manera, si existen o no obstáculos por parte del apetito sensitivo para que se mueva por la razón. Para poner un ejemplo, podemos compararlo con la dimensión biológica. Sería entonces equivalente a la consideración de un brazo que no se mueve, pero no desde la dimensión racional, es decir, no considerando por qué la persona no quiere moverlo, sino averiguando la disposición misma de la parte –el brazo– para saber qué hay en dicha parte mal dispuesto por lo cual no es posible el movimiento. Algo análogo ocurre en el apetito sensitivo y nuestra consideración como psicólogos. A este respecto, podríamos citar a Pascal, cuando afirmaba que “el corazón tiene razones que la razón no entiende” (Pensamientos, 277). Si bien dichas razones pueden llegar a ser entendidas, la frase nos permite poner de relieve que el apetito sensitivo tiene una lógica propia. La lógica de las emociones es contemplada por el psicólogo clínico desde una realidad más bien pasiva que activa. No tanto desde la pregunta de lo que la persona hace con sus emociones, sino lo que le pasa en cuanto a sus emociones. No al acto voluntario directamente, por medio del cual el hombre en cuanto tal actúa, sino a las emociones que se despiertan espontáneamente. Se sumerge entonces a explorar el por qué le sucede aquello, sobre todo indagando la lógica propia de las emociones que, reducida a sus términos esenciales, responde al juicio de la cogitativa y éste a las experiencias de la vida.
Desde otro punto de vista, podemos comparar la salud psíquica con la virtud, como orientándose la una a la otra. La salud psíquica no es un fin en sí mismo, sino una realidad positiva que habilita a las emociones a dejarse mover por la voluntad del sujeto de manera dócil. Dicho de otra manera, las emociones responden a una lógica propia, pero no completamente autónoma respecto a la dimensión racional. Más bien, es conveniente decir que la salud psíquica dispone adecuadamente a realizar la vida desde la razón. De ahí que la relación entre la salud psíquica y la virtud es comparable con una empresa que puede requerir una reestructuración de áreas porque en alguna de sus partes no está operando de la mejor manera; si el proceso de reestructuración es exitoso, lo sabremos por algo que está más allá de la reestructuración misma, como puede ser la atención adecuada a los clientes, un mayor retorno económico, o cosas similares.
Así, la salud psíquica tiene su valor y se verifica, sobre todo, en que las operaciones voluntarias y buenas pueden realizarse sin contratiempos y tensiones fruto de desórdenes psíquicos internos. Otra comparación podría realizarse en la relación que tiene el suelo con el desarrollo de una ciudad. En efecto, el suelo es algo que se supone para vivir. Sobre él caminamos, construimos, sembramos pero, en general, pasa a ser una variable relevante para la mayoría de la población cuando hay algún terremoto, inundación o fenómeno similar. Lo mismo sucede con la salud psíquica. El problema aparece cuando las emociones no operan adecuadamente porque, de lo contrario, si no generan conflicto, más bien nuestra mirada está puesta afuera, en las cosas mismas, por ejemplo, en la realización de un proyecto personal, en educar a los hijos, en el trabajo por avanzar en la adquisición de alguna virtud, en el cultivo de una amistad, en elegir una carrera u otra, en la distribución adecuada del tiempo, y cosas como estas, al modo como en el desarrollo de una ciudad la mirada está puesta en los edificios que se construyen, en el trayecto que se recorre, el destino al que se dirige o similares.
Las comparaciones anteriores quieren expresar que la salud psíquica no es el fin de la vida humana, sino algo que nos sirve, a modo de medio y de parte, para realizar los fines de la vida humana. En cambio, la vida humana se realiza a modo de fin y de todo en la operación voluntaria.
Sintéticamente, podríamos decir, entonces, que la salud psíquica es una disposición aptitudinal ordenada del apetito sensitivo, como parte en cuanto parte de la operación voluntaria.
Esta operación voluntaria manifiesta la mayor intimidad del sujeto. En efecto, esta voluntad libre brota de una palabra interior por medio de la cual la persona expresa lo que entiende del mundo, de sí mismo y sus relaciones. No hay nada más íntimo y original en las personas que ese entender y ese querer propio. A la realización de esta palabra personal se orienta todo en la persona (Droste, 2008), incluida la salud psíquica. De ahí que, en la definición propuesta, se integre articuladamente el bien del ser humano en su dimensión sensible, con su bien personal como ser racional.
¿Qué es el trastorno psíquico?
El desorden psíquico es la privación de la salud psíquica, su contracara. Como hemos visto, las facultades del alma pueden ser categorizadas en facultades vegetativas, sensibles y racionales. La PSIP conceptualiza el desorden psíquico como una realidad causada por la vida sensible. En efecto, son problemas afectivos, cuya causa está en una o más experiencias sensibles que no han sido integradas adecuadamente[6]. El trastorno psíquico es, entonces, una disposición desordenada del apetito sensitivo, que nace de un juicio práctico sensible[7] fijado rígidamente en la memoria que actúa a modo de obstáculo, impidiendo que la persona se mueva de acuerdo a su voluntad. Este juicio se ha fijado por experiencias de la vida que generan atracción desordenada (extáticas[8]) o rechazo desordenado (traumáticas) hacia determinadas realidades. Esto permite dar cuenta de la caracterización que suele hacerse del desorden psíquico. En efecto, el desorden psíquico manifiesta una rigidez conductual y afectiva, una libertad condicionada para decidir, una intrusión de afectos e ideas que interfieren con la cotidianeidad de la vida, una dificultad para conducirse de manera asertiva en el ámbito del conflicto, una incomprensión del sentir y actuar por parte de los demás, por nombrar algunas de sus características. Toda esta rigidez y limitación corresponde a una afectividad que surge espontáneamente con cierta autonomía y que contraría en algún grado la adecuación a la realidad.
Visto así, el espacio propio de lo psíquico es la sensibilidad humana en cuanto que puede ser movida por la razón; por lo cual, el desorden se constituye precisamente en el hecho que puede ser movida por la razón, pero hay un obstáculo en la misma sensibilidad para que lo haga. Por lo tanto, los problemas psicológicos son esencialmente un desorden del apetito sensitivo, como parte en cuanto parte de la operación voluntaria.
El desorden psíquico puede tener una segunda derivación, que es cuando además del desorden del apetito sensitivo, el entendimiento no logra percatarse del problema afectivo. Es el mundo de los trastornos de personalidad. En esos casos, la persona entiende lo que le sucede como una reacción proporcionada a la realidad externa, y no logra percibir la desproporción y, por tanto, el desorden interno. Fruto de esta confusión del entendimiento la persona se victimiza y externaliza la causa de su conflicto. La consecuencia a largo plazo será la imposibilidad de superar el problema y la agudización de los síntomas.
Pero más específicamente en ¿qué consiste el diagnóstico clínico?
En relación al diagnóstico, hay que advertir que, en cuanto el problema pertenece propiamente a la dimensión sensible, es necesario conocer la disposición psíquica desordenada en sus elementos intrínsecos. Esto quiere decir que, conociendo las facultades que son sujeto de estos desórdenes, principalmente cogitativa, apetito sensitivo, memoria e imaginación, se debe poder dar cuenta del desorden psíquico a partir de los actos y de la dinámica de estas facultades.
Emoción dominante y juicio de la cogitativa
Si abordamos el diagnóstico en sus términos intrínsecos, se debe plantear la causa del problema en al menos dos aspectos complementarios. En primer lugar, en término de la disposición afectiva que existe en el sujeto. Lo primero que es conveniente realizar es identificar las emociones dominantes en el sujeto. Para ello, consideramos de inmenso valor y utilidad estudiar las emociones básicas distinguidas por la tradición aristotélico-tomista[9]. Dentro de las emociones básicas, es necesario conocer la emoción que constituye el principal problema, aquella que es raíz del problema. Por ejemplo, podemos pensar en una persona que tiene una gran inseguridad frente a su trabajo, pero, detrás de ella, un deseo desordenado a poseer desmedidamente bienes materiales. Porque si el deseo de un bienestar material es desmedido, es esperable que la inseguridad a perder el trabajo que provee tales bienes sea grande, pero el primero es raíz del segundo. Al contrario, podríamos pensar otra persona en la cual la inseguridad respecto a sí mismo lo lleva a ser muy intenso en el trabajo, deseando complacer a las personas que están a su cargo. En tal caso, la inseguridad es raíz del deseo.
Luego, la tarea está en explicitar el juicio de la cogitativa a la base de la emoción identificada que traiciona una y otra vez, es decir, que se repite rígidamente a modo de patrón alejándola de la realidad y que es coherente con la emoción sentida. Nuevamente, se trata de identificar el primero, pero no en el tiempo, o desde una perspectiva histórica, sino aquel juicio raíz en el que están contenidos los otros. Por ejemplo, una persona puede sufrir el experimentarse como socialmente rechazable, al tiempo que tiene un deseo excesivo de perfección, un temor desproporcionado a la autoridad, un deseo de consumo de alcohol incontrolable, una ansiedad que lo lleva a comer vorazmente; pero, ya que en todos los casos debemos buscar el juicio de la cogitativa a la base, no el juicio inmediato, sino el primero de todos, es decir, aquel que mueve a los demás, podemos ver en el ejemplo que los diversos síntomas encuentran su último fundamento en una vivencia de carencia intensa que podría expresarse con las palabras: “soy menos”. En efecto, el sentirse rechazable es una expresión del juzgarse menos en la dimensión social, lo mismo que el temor a la autoridad; el perfeccionismo, una compensación respecto al juzgarse menos; el consumo de alcohol y la voracidad en la comida, un modo de evasión y descanso, consecuente a la tensión que le generan las diversas situaciones en las que se juzga inferior. Si se observa bien, el juicio íntimo “soy menos” es la causa del desorden psíquico, porque es un juicio que contiene a los otros formalmente, en la medida que todos ellos están vinculados causalmente y hallan en él su raíz. Si quitamos el consumo problemático de alcohol, el problema permanece, lo mismo que cualquiera de los otros síntomas. Pero si se logra superar el sentimiento de inferioridad, los otros problemas se pueden ir subsanando porque su raíz ha sido quitada. Esta experiencia de inferioridad existe como realidad subjetiva, mantenida en la memoria. De ahí que decimos que el desorden psíquico es uno o más juicios de la cogitativa fijos en la memoria, que llamamos experimentum afectivo patológico. Este es el juicio o, mejor aún, la disposición que buscamos conocer en la persona que padece desorden psíquico y que, cuando lo alcanzamos, tenemos gran parte del diagnóstico clínico logrado.
Disposición psíquica y experiencia
En segundo lugar, luego de captar la emoción dominante y el o los juicios a la base de la problemática, es necesario reconducir el problema a la experiencia que dio origen a tal disposición. La experiencia (entiéndase por experiencia hechos puntuales, dinámicas relacionales, contextos familiares, culturales, etc.) es el origen de un problema psicológico, porque ella instaura una disposición nociva en el sujeto. Hay que aclarar que estas experiencias pueden ser independientes de la voluntad del sujeto, como cuando los niños sufren por una deficiente crianza de los padres, o puede provenir de la propia voluntad en la medida que malas decisiones personales conducen a experiencias malsanas que desordenan afectivamente.
Así, la disposición es una realidad presente, originada en el pasado por medio de circunstancias particulares. Por lo mismo, para conocer la disposición se pone un cierto acento en el presente, mientras que para conocer su origen se indaga en la historia del sujeto (historia reciente y pasada). Aunque entre presente y pasado debe existir una cierta unidad: síntesis que se alcanza conociendo la disposición.
Desde el momento en que se instaura la disposición en la persona, el desorden afectivo se actualiza en la medida en que la persona se enfrenta a situaciones que se asemejan a esas experiencias originales, lo cual suele no ser evidente. Por lo mismo, es común que la persona no atribuya conscientemente sus reacciones desordenadas a esas experiencias –salvo en orígenes traumáticos donde se hace más evidente o en personas que hayan reflexionado bastante sobre su afectividad–. Y esto no debe sorprender, porque tampoco son esas experiencias la causa directa o inmediata de las reacciones, sino que la reacción suele ser ante hechos de la vida presente, y la causa directa una disposición en la dimensión sensible. Solo remotamente la causa es la experiencia del sujeto. Pero es fundamental llegar a ella, puesto que es ahí donde la vida presente, con sus reacciones, sufrimientos y malestares se comprende de una manera unitaria; reflexionando sobre la propia historia, se capta el hilo conductor de la vida, incluido el desorden afectivo.
Experiencias intensas o acumulación de experiencias
Ahora bien, puede ocurrir que el experimentum afectivo sea producto de determinadas experiencias que han quedado almacenadas dada su intensidad, o a muchas experiencias, en cuyo caso la fuerza de la disposición está en la acumulación de las mismas.
Cuando es producto de experiencias intensas no superadas, estas experiencias alimentan el problema actual. Despiertan reacciones desordenadas, que no remitirán mientras no se elaboren adecuadamente. Estas experiencias viven afectivamente en el sujeto, no necesariamente de manera consciente. Por eso, para poder establecer una relación diagnóstica causal entre las experiencias pasadas y las reacciones presentes, no basta con preguntar cuánto afecta tal experiencia en su vida presente, sino que es necesario que la persona se sitúe en la experiencia de la manera más vívida que pueda y reporte cuánta emoción siente al recordar de esa manera el hecho. El grado de emoción que experimente corresponderá al grado que falta para superar un problema. Los hechos pasados no superados adecuadamente se introducen en la vida presente por vía afectiva. Solo es necesario que la situación se asemeje de algún modo al hecho original no superado para que se desencadene un proceso de respuesta emocional desproporcionada. En efecto, un recuerdo trae a colación otro “como una cereza arrastra otras tras de sí al tirar de ella” (Rodríguez, 1993), puesto que los recuerdos se encuentran asociados según la ley de semejanza en la memoria. De manera que el sentimiento íntimo de inferioridad del ejemplo anterior puede ser ocasionado por experiencias de exclusión social en el colegio y la familia, como un bullying, un favoritismo por un hermano, u otras experiencias similares.
Como veíamos, no es necesario recordar estas experiencias de exclusión para que sean la causa que explique las reacciones desordenadas actuales; si estas no fueron sanadas adecuadamente y aún en la actualidad continúan afectando al recordarlas[10], entonces tendrán como consecuencia un influjo afectivo, siendo la misma memoria afectiva la vía por la que el pasado se hace presente.
Pero, como decíamos, esta no es la única posibilidad por la que se genera una disposición psicopatológica. Pueden también ser una acumulación de experiencias las que han dado origen al experimentum afectivo desordenado. En ese caso, más que sanar experiencias puntuales, es necesario reflexionar sobre la propia vida emocional, los desórdenes que se manifiestan en la cotidianeidad y los factores que han incidido en la formación de esa disposición. También se ha de trabajar la experiencia, pero no cifrando la clave en momentos particulares de la vida, sino más bien en determinados contextos, relaciones o incluso decisiones que favorecieron el desarrollo de la psicopatología.
El temperamento del sujeto como causa material
La experiencia que una persona padece y que desordena al sujeto en su afectividad sensible siempre es recibida en un sujeto que ya está de cierto modo dispuesto de una manera. La disposición más básica en una persona está dada desde la dimensión biológica y es conocida como temperamento. Así, el temperamento es la disposición de nuestro modo de ser en un sentido biológico; el carácter vendría siendo el temperamento sumado a las experiencias de vida (vida sensible); por su parte, la personalidad dice relación al modo de ser total, considerando temperamento, experiencias y las disposiciones de la razón y la voluntad.
El temperamento marca la vida completa del sujeto y atraviesa todos los ámbitos, para bien y para mal. En él están contenidos los principales defectos y cualidades del modo de ser del sujeto. Es una realidad que en la vida es posible madurar, pero no cambiar.
Una clasificación útil e iluminadora de los temperamentos puede realizarse desde las emociones básicas, sobre todo, a partir de seis de ellas: deseo, temor, audacia, alegría, tristeza e ira. Asimismo, es posible comparar estos temperamentos con el mundo animal. En efecto, es posible observar que los animales según su especie tienen una tendencia determinada. No ocurre lo mismo con los seres humanos, que como especie están abiertos a todo modo de ser, pero no así cada persona en particular. Cada ser humano tiene una tendencia propia, de manera que puede tender a la ira como el león, a la audacia como el perro, al temor como el conejo, a la tristeza como la tortuga, a la alegría como el mono o al deseo como el oso. No es el momento de profundizar en estos temperamentos, sino de mostrar que la disposición desordenada sensible no cae en tabula rasa. Esto es importante puesto que la disposición siempre tiene el signo del temperamento, de modo que, por ejemplo, una persona que tiende a la ira se desordenará justamente en lo propio de la ira: la impaciencia, la impulsividad, el deseo de dominio exagerado o incluso la violencia. Esto es útil para conectar unitariamente bajo cierto aspecto la dinámica de desorden de un individuo. En efecto, los desórdenes psíquicos contienen muchos elementos y es conveniente poder contemplar esos elementos bajo razones que unifiquen. En ese sentido, el temperamento marca una característica esencial propia que arraiga en lo biológico, característica que en principio tiene un sentido perfectivo para el sujeto, pero que explica también el modo que el desorden asume en cada cual. Así, cada temperamento tiene asociado determinadas formas de psicopatología.
Disposición psíquica y vida vegetativa
Teniendo claridad sobre el juicio raíz del problema (cogitativa) y la experiencia que dio origen a la disposición desordenada, tenemos un diagnóstico completo del problema, al menos a nivel de la vida sensible, que es donde radica la esencia del desorden psíquico. Luego, es necesario indagar en qué medida la dimensión vegetativa se encuentra comprometida. En algunos casos como adicciones, trastornos del sueño, trastornos psicosomáticos, puede verse muy comprometida esta dimensión. Cuando se observa un compromiso significativo, lo que se debe hacer es acudir a psicofármacos[11].
Disposición psíquica y vida racional
El diagnóstico da luces respecto a la naturaleza del problema que se enfrenta. Esto permite –como todo saber– enfrentarse a la complejidad de la realidad con certeza y claridad. También permite aventurarse en un pronóstico acerca de la evolución del desorden psíquico. Pero todo esto está sujeto a otra dimensión del ser humano. Nos referimos a su intimidad personal. El ser humano participa en tal grado del ser que en algún sentido lo posee. En virtud de ello, decimos que es dueño de su vida o que se apropia de la realidad en la medida en que por el entendimiento se tiene las razones de las cosas y por la voluntad se las elije. Es fundamental no perder de vista esta dimensión. Por ella el ser humano supera el determinismo propio de la naturaleza. Es el llamado factor personal (Castro, 2020) del desarrollo humano, que vuelve a todo diagnóstico y pronóstico algo relativo y parcial. No es que el diagnóstico y pronóstico pierdan validez y no sean útiles, sino que se trata de tener siempre presente que el ser humano no se limita a eso. En parte por eso, la psicoterapia tiene un desarrollo que muchas veces se sale de lo esperado y sorprende –para bien y para mal–. Además, esta dimensión constituye el ser e identidad más profunda del paciente, de modo que si la psicoterapia consiste en un encuentro personal, para que sea un genuino encuentro debe tener por centro articulador de todos los aspectos de la relación lo que la persona es en un sentido único e irrepetible, manifestado en su querer. Esta intimidad personal no es sujeto de definición o de algún tipo de formulación, sino de contemplación, y no puede estar ausente en el quehacer del psicólogo.
No obstante, es posible intentar conocer en la medida de lo posible cuánto la persona tiene comprometida la vida racional en su problema, aunque por lo sublime e íntima de esta dimensión no se agote en las definiciones que el terapeuta pueda hacer. Y esto en dos sentidos: respecto al entendimiento y a la voluntad.
En relación al entendimiento, se trata de indagar cuánto los afectos han logrado confundir a la razón, desorientándola en al menos dos dimensiones: la causa del problema y la aplicación del problema a las situaciones particulares. Respecto a esto último, podríamos pensar en grados de conciencia. El grado más bajo de conciencia es un completo desconocimiento del problema como algo propio. Para estas personas no hay ningún problema actual que provenga de sí mismas. Luego, en un grado superior de conciencia hay personas conscientes de tener un problema en general, pero cuando intentan aplicarlo a una situación particular no son capaces y lo externalizan, como si una persona dijera que tiene un problema de ira, pero en los momentos concretos justifica la ira como siendo justa y razonable. Luego, el caso más común consiste en tener conciencia en general del problema, y una dificultad para aplicarlo en particular solo en algunos casos. En el mejor de los escenarios, se puede ser consciente del problema tanto en general como en particular. Además, hay que agregar que la consciencia del problema se puede percibir de manera más o menos próxima al momento en que se manifieste. De esta manera, una persona puede percibir que la ira la traicionó un mes después de que ocurrió el evento, o una semana después, o un día después, o en el momento mismo. Cuando se comienza a percibir en el momento mismo o previo a él, la persona es capaz de ir progresivamente superando el problema.
En relación a la causa, puede que la persona no logre ver en lo absoluto la causa del problema que lo aqueja, ni el afecto, ni el juicio de la cogitativa, ni las experiencias que dieron origen a él. Esto lleva a una situación de atribución externa respecto a su padecer. Luego, un primer grado de conciencia ocurre cuando la persona se plantea un cuestionamiento, dirigido a sí mismo, en base a hechos externos. Por ejemplo, una persona puede preguntarse si acaso está haciendo algo mal si ha sido despedido de los últimos tres trabajos; otra persona puede cuestionarse sobre por qué se involucra en relaciones tormentosas, etc. Un grado inmediatamente superior de conciencia está en superar el cuestionamiento y afirmar que sí se percibe a sí mismo como causa del problema, pero sólo advirtiendo el afecto que lo traiciona. Por ejemplo, una persona que sabe que se enoja mucho, es decir, desproporcionadamente, aunque aún no capta de dónde le viene esto. En cambio, si además percibiera que la ira es producto de percibir amenaza en situaciones que no tienen nada de amenazante o no en el grado que las percibe, estaríamos frente a un nivel inmediatamente superior de conocimiento de la causa del problema, que dice relación con conocer el juicio de la cogitativa a la base del afecto. Cuando no se percibe el juicio de la cogitativa, lo más común es que el desorden se atribuya a un problema biológico-temperamental o a una voluntad débil, lo cual no es una respuesta satisfactoria. Luego, se puede además ser consciente de las experiencias que han dado origen al problema, teniendo así una conciencia completa respecto a la causa de su padecer. Siguiendo el ejemplo, se podría ser consciente de la ira al sentirse excesivamente amenazado, teniendo su origen en una crianza muy autoritaria y exigente.
Respecto a la voluntad, es importante conocer su disposición. Esto se traduce concretamente en su querer. Para una psicoterapia, se requiere que la voluntad del sujeto se oriente hacia solucionar problemas que digan relación consigo mismo, existiendo algo en él que se encuentra desordenado. En otras palabras, se necesita un motivo de consulta acerca de un desorden interno. En contraposición a esta disposición favorable de la voluntad está el vicio. El vicio se observa cuando la persona justifica habitualmente su actuar desordenado. Esto cierra de plano la posibilidad de hacer un proceso de sanar porque la persona justifica su actuar, siendo sin embargo tal actuar la causa del problema o un factor que lo sostiene.
En cambio, el proceso de sanar psíquicamente, aunque no se ve impedido, se dificulta cuando la voluntad del sujeto se orienta a sanar una emoción que se percibe como desordenada, pero la causa del desorden se atribuye a factores externos (personas, contextos culturales, etc.), en circunstancias que el desorden está en el mismo apetito sensitivo. La dificultad está en que la persona se percibe a sí misma como víctima del problema, porque su desorden es considerado consecuencia de causas externas. Esto último es conocido dentro de la Psicología como trastorno de personalidad.
En síntesis, sanar apunta a superar obstáculos que existen en el apetito sensitivo, pero para ello es necesario que la dimensión racional se encuentre adecuadamente dispuesta. Esto es, que logre percibir la realidad adecuadamente, sobre todo su problema, como un desorden interno que ha de ser superado. De esta comprensión brotará un intento ordenado de la voluntad a sanar. Todo esto es bueno tenerlo presente, sin olvidar que esta dimensión íntima, manifestada en el entender y querer, pertenece a la libertad del sujeto.
¿Qué es sanar psíquicamente?
Llamamos sanar al momento en que se supera la disposición afectiva desordenada. Lo que esencialmente sucede en ese paso de la enfermedad psíquica a la salud psíquica es la superación de un juicio de la cogitativa fijo –un experimentum patológico–y, en consecuencia, de un afecto desordenado a modo de disposición. Es decir, el juicio que había quedado fijado en la memoria producto de experiencias vitales deja de estar. De este modo, el juicio actual de la cogitativa se ciñe al juicio de la razón, moviéndose en conformidad con él. Así, el cambio hacia la salud psíquica se entiende como una superación de una sensibilidad rígida que, mientras está, impide la manifestación de la espontaneidad de la razón en la esfera sensible.
Para que se supere el juicio fijo de la cogitativa, se debe lograr que la persona afectada vuelva a su experiencia sensible, se familiarice con ella y, mediante algún instrumento de orden técnico[12], hacer que otras experiencias puedan tener el peso afectivo que debieran tener. Porque si decimos que el desorden afectivo es tal debido a que hay un juicio de la cogitativa fijo, es a causa de que hay cierto material de la memoria afectiva que está primando de manera poco realista por sobre otro. En la psicoterapia es posible adentrarse en la vida afectiva a partir de las facultades sensibles mencionadas y comparar las experiencias sensibles patológicas con las experiencias sensibles que se condicen con un juicio razonable. Por ejemplo, que una persona afectada por experiencias de rechazo social logre adentrarse en esas experiencias y compararlas con otras experiencias que den cuenta de situaciones de aceptación social. La percepción de la aceptación social neutraliza el influjo afectivo que tiene la experiencia de rechazo. Pero esto no tiene que ser por medio de una evocación racional. En ese caso se limitaría a traer imágenes. Para que se produzca el paso a la salud psíquica, esta evocación debe ser realizada desde la memoria y la cogitativa. Es por eso que un auténtico proceso terapéutico trae consigo el enfrentar afectivamente y con dificultad ciertas realidades. De ahí que muchas veces el proceso de sanar psíquicamente se verifique en momentos de catarsis. No por la catarsis misma, porque a veces ocurre sin ella y a veces existiendo catarsis no se logra sanar, sino porque en la catarsis participa el apetito sensitivo, la cogitativa y la memoria. Por tanto, no se trata de una persuasión racional, o de una búsqueda orientada de recuerdos de aceptación social, sino de, mediante técnicas psicoterapéuticas, lograr la evocación espontánea de dichas situaciones. Es importante que sea la misma sensibilidad la que persuada a la sensibilidad. Hacerlo de otra manera no resultaría creíble al paciente, porque se mantendría en la lógica racional o de una simple imagen.
A partir de lo anterior, es posible vislumbrar la importancia que tiene el entendimiento en la superación de un problema psicológico. No porque del entendimiento provenga el problema, sino porque el ser humano aspira a conducir su acción, las más de las veces, por su razón. Ella es su instancia última, y la acción del ser humano descansa, de manera definitiva, solo cuando considera que posee el bien que la razón le muestra. Así, para que la psicoterapia funcione, es fundamental que la persona logre comprender racionalmente su disposición psicológica desordenada en sus términos generales.
¿Cuál es el rol del terapeuta?
El rol del terapeuta consiste en facilitar el proceso de cambio, teniendo como principal criterio el favorecer la salud psíquica. No lo hace como quien crea una nueva disposición desde fuera, sino como un ayudante o colaborador de la naturaleza: se trata de descubrir cómo el apetito sensitivo interactúa con la cogitativa, la memoria, la imaginación, la razón, la voluntad y la dimensión biológica, intentando generar las condiciones propicias para que ocurra la superación del conflicto.
Además, es rol del terapeuta poder transmitir adecuadamente este diagnóstico en el momento oportuno y de la manera más conveniente, siempre pensando en que este diagnóstico pueda ser adecuadamente recibido y asimilado por el paciente.
Ahora, si bien por un lado es fundamental que el terapeuta haga un buen diagnóstico del problema en los términos planteados más arriba, desde la PSIP ponemos un especial énfasis en no reducir a la persona a mecanismos o dinámicas psíquicas determinísticas. Es necesario encontrarse con una persona en el sentido profundo de la palabra, es decir, con una interioridad constituida en primer lugar por la dimensión libre y espiritual de cada cual. En esa interioridad, expresada en un querer íntimo, se manifiesta lo más digno del sujeto. A su vez, en esa dignidad halla toda su justificación nuestro quehacer como psicoterapeutas y el horizonte último hacia el que se debe encaminar el paciente. Y estos dos aspectos –nuestro quehacer y el horizonte del paciente– no están desconectados entre sí. Porque si nuestra labor ayudará a algo, será a que la afectividad del sujeto no sea un estorbo, sino que favorezca el desarrollo de esa dimensión más profunda. Esto es congruente con la definición de psicopatología, entendida como una disposición desordenada del apetito sensitivo, como parte en cuanto parte de la operación voluntaria. En efecto, la dimensión sensible está llamada a ser una parte dócil al querer de la voluntad. Por tanto, podemos ser expertos en descubrir la disposición desordenada del apetito sensitivo en cuanto a su mecanismo, pero, si el estado final de la psicoterapia es la salud psíquica y ésta se encuentra ordenada a la voluntad del sujeto, ¿cómo le imprimiremos una dirección al proceso sin una contemplación de la persona en esta dimensión más alta y más profunda?[13]
De ello se desprende que es también rol del terapeuta la contemplación del paciente en cuanto persona, aún cuando lo requiera para un fin más modesto como es sanar la afectividad. Más modesto, decimos, en comparación a otras disciplinas como la educación, cuyo fin se encuentra directamente en la dimensión personal.
Por otro lado, es tarea del terapeuta no solo contemplar la subjetividad del paciente en su singularidad personal, sino también interiorizarse de la vida humana, adquirir experiencia sobre ella, para ir conociendo los fines que permiten realizar al máximo la naturaleza humana. Esta es la cara objetiva del conocimiento que el terapeuta tiene que tener para ejercer bien su ayuda. Si bien en la actualidad la objetividad es mirada con recelo y desconfianza, es bastante evidente que el ser humano no se puede realizar de cualquier manera. Al psicólogo le será de mucho provecho conocer, cuanto más pueda y pormenorizadamente, la naturaleza humana plenamente realizada.
Es importante que el terapeuta mismo se encuentre ordenado en su interioridad. Este aspecto se encuentra casi completamente descuidado en la Psicología actual. La contracara de este hecho lo vuelve más evidente, y es que un terapeuta que viva de un modo desordenado o que posea una afectividad no integrada al resto de la personalidad, sobre todo si esto es en un grado que escapa notoriamente a la normalidad, no podrá ejercer adecuadamente su ayuda. Estos elementos interferirán en la posibilidad de relacionarse asertiva y equilibradamente con la realidad y con el paciente. Ahora bien, dado que a la perfección de la operación la llamamos virtud, lo que venimos diciendo se traduce en que el terapeuta llegue a ser virtuoso. Cuanto más lo sea, mejor podrá ser su ayuda.
Si consideramos en particular las virtudes, es importante que el terapeuta pueda sentir bien la realidad. Esto se realiza de dos modos: refrenando los deseos desordenados y es lo que tradicionalmente se ha llamado templanza; por otro lado, empujando al apetito a enfrentar ciertas realidades y es lo que llamamos fortaleza. Si el terapeuta, por ejemplo, tiene un deseo muy intenso, no podrá ayudar adecuadamente a una persona que sufra del mismo problema, porque no logrará distinguir finamente los momentos en que el paciente esté actuando desde el deseo y más le convenga no hacerlo. En efecto, tal distinción no se realiza solo mediante el entendimiento, sino también mediante un proceso de comprensión afectiva del terapeuta, que juzga por connaturalidad la conveniencia o no del acto. Y lo mismo vale para cualquier emoción.
La justicia es relevante, toda vez que en ella se sintetiza una aproximación recta hacia la realidad y permite que el terapeuta se oriente con su voluntad a hacer en cada momento lo que corresponde, sin caer en excesos, ideologías, negligencias y muchas cosas de este tipo. De la misma manera, la prudencia es muy relevante. Entre otras cosas, ayudará al terapeuta a poder conducir adecuadamente la contingencia de la terapia. Es evidente que la psicoterapia no es una actividad teórica, sino práctica. Esto implica que es necesario tomar muchas decisiones concretas que son inmensamente variables. En ese sentido, la prudencia mira la contingencia, pero de tal manera que compara un aspecto teórico general de la situación con las circunstancias particulares. De dicha comparación brota un camino concreto para la acción: una palabra, un silencio, un modo de decir, un consejo, un gesto, etc. Compara, por ejemplo, una norma general como que las personas que justifican sus desórdenes no pueden avanzar mientras se encuentran en un estado de justificación, con las circunstancias particulares de cómo ese hecho se da en esta persona concreta y en este momento en particular que estamos conversando y de esa comparación nace un modo particularísimo y original de comunicarse por parte del terapeuta aquí y ahora.
Conclusiones
La connotada psicóloga Magda Arnold en su tiempo afirmó: “poseemos una filosofía que ha superado el juicio del tiempo […] La ciencia moderna puede beneficiarse de la philosophia perennis, y esta última puede enriquecerse también de la más inconcebible fuente moderna”(s.f., p. 6). Frente a esto es relevante que nos preguntemos en qué medida somos conscientes de la profundidad del tesoro que supone la philosophia perennis. Mediante el presente artículo hemos querido mostrar la claridad que se puede lograr en el ámbito de la Psicología si nos valemos de principios filosóficos anteriores, probados en la experiencia y depurados a lo largo de siglos. Este artículo supone un primer paso al intentar responder de modo sintético a algunas de las preguntas fundamentales que la Psicología clínica se ha planteado.
Mucho se ha dicho en los largos siglos de historia del pensamiento. El desafío cada vez más urgente es el de integrar. Ahora bien, para lograr una verdadera integración es necesario que exista un corpus teórico articulado. Toda ciencia comporta la exigencia de no ser una colección de afirmaciones aisladas, sino un conjunto unitario. Fundados en la centralidad de la persona humana por ser el ente más perfecto, encontramos en ella el fin más noble hacia el que dirigir todos los esfuerzos de la vida y articular los esfuerzos clínicos. No obstante, la Psicología clínica no se dirige a la persona en cuanto tal, como sí lo hacen la Educación, la Ética y otras disciplinas afines. La Psicología clínica se orienta hacia una parte del todo, a saber, la dimensión sensible.
En la perfección de la apetitividad sensible (las emociones), que llamamos salud psíquica, encontramos su objeto formal; en su privación, el trastorno psíquico; en el sumergirnos en la lógica propia de la afectividad sensible, los elementos para un diagnóstico clínico en términos esenciales; en estos mismos elementos, la comprensión del proceso mismo de sanar. Mediante la captación de la relación entre la dimensión sensible y la dimensión racional, con los elementos de un adecuado diagnóstico y una comprensión del proceso mismo de sanar, el terapeuta puede lograr una comprensión justa de su lugar y rol en la psicoterapia.
El aporte fundamental de la PSIP es ser eslabón entre una comprensión ético-antropológica y conceptos clínicos. De este modo, es posible fundamentar con mayor solidez la joven ciencia de la Psicología clínica a través del complemento interdisciplinario con la Filosofía. De lo contrario, quedarían, por un lado, olvidados siglos de reflexión y, por otro, incomunicado el conocimiento entre disciplinas tan afines como la Psicología y la Filosofía.
Otro aspecto que se favorece es el de una mayor integración entre las distintas teorías y aportes al interior de la Psicología clínica, es decir, contribuye también a una mayor integración intradisciplinaria. Esto en la medida que las otras corrientes se relacionan con la PSIP como lo accidental con lo esencial. Pero que no se entienda lo accidental como algo poco relevante, puesto que permite intervenir en sentidos más concretos. Por ejemplo, pensemos en una persona que tiene un desorden sensible en la tristeza. Una comprensión tal pertenece al orden esencial, lo cual se podría complementar muy bien en orden a la intervención, por ejemplo, con una comprensión metafórica como la que propone la terapia narrativa (White y Epston, 1993). Podríamos, así, hablar de un alma de invierno para referirnos a la disposición de la tristeza, incorporando los distintos aspectos vitales y de la conflictiva a este hilo narrativo. Con ello se ganaría en concreción para poder intervenir desde un punto de vista más sensible (esto es muy útil porque recordemos que las pasiones se dan en lo particular y concreto). Aunque es solo un ejemplo, podemos con ello vislumbrar el tipo de integración que se puede esperar desde el meta-modelo de la PSIP. Las metáforas, la identificación de circuitos funcionales del conflicto, determinado setting terapéutico, ciertos modos particulares de expresión oral o escrita, el uso adecuado del lenguaje, el manejo de los tiempos, los silencios, entre muchos otros elementos de la dimensión sensible, son en la psicoterapia agentes eficaces para una elaboración del mundo sensible.
Por último, además de favorecer la integración, desde la PSIP es posible precisar mejor los conceptos teóricos o técnicas psicoterapéuticas. Por dar un ejemplo, el concepto de creencia irracional (Ellis y Grieger, 1981) se puede comprender bien como un juicio de la cogitativa que, como tal, pertenece al ámbito sensible, distinguiéndose de los juicios racionales y otras muchas relaciones que nos permiten precisar en términos esenciales lo que es una creencia irracional. En la vertiente técnica, podríamos citar como ejemplo el valioso análisis de Juan Pablo Rojas (2017) sobre la conocida técnica EMDR desde la philosophia perennis. En esta obra se hacen importantes precisiones técnicas que permiten hacer más efectivas las intervenciones desde la misma.
En una imagen bíblica, se muestra a Jacob teniendo un sueño en el que visualiza una escalera “apoyada en la tierra y cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella” (Gen 28, 11-19). Desde una perspectiva realista y perenne, esta visión cobra especial importancia, por cuanto descubrimos que la realidad está configurada escalonadamente: el mundo meramente material es asumido y perfeccionado por el mundo vegetal, este por el mundo sensible y finalmente tenemos la vida racional propia de la persona humana. Del mismo modo, el ser humano –llamado con razón microcosmos por reproducir el orden del universo y de sus causas en su interior– posee una materialidad, una vida vegetativa, una vida sensible, y todo gobernado con sabiduría y ecuanimidad por su mente en su vida racional. Del orden y equilibrio de cada una de estas fuerzas interiores dependerá la posibilidad de su madurez. Ahora bien, la cultura actual ha estado imbuida en largos siglos de racionalismo, olvidando la afectividad sensible. Quizás por esto la Psicología clínica, cuyo objeto es la afectividad sensible, ha tenido tanto éxito en los últimos años, convirtiéndose cada vez más en disciplina de referencia. El péndulo se ha movido de un extremo a otro.
Esperamos que las preguntas que busca responder este artículo, así como la PSIP en su conjunto, pueda significar un aporte al esclarecimiento teorético del peldaño tantas veces olvidado de la afectividad sensible, salvando dos extremos: el de su absolutización en un afectivismo y el de su olvido en un racionalismo y voluntarismo. La dificultad es, por tanto, cómo lograr distinguir, definir, encontrar el espacio y lógica propia de la afectividad sensible, pero sin generar una fractura, sino una unión y relación de complemento con las otras dimensiones de la vida humana. Quizás solo así la escalera de Jacob pueda llegar a convertirse en una realidad en la vida interior, por la que cada persona pueda ascender hasta su madurez y perfección en un sentido pleno e íntegro.
Referencias
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[1] La persona es lo más perfecto en toda la naturaleza.
[2] Un buen ejemplo de integración podemos encontrar en Verdier (2011). También Echavarría (2009).
[3] Concepto acuñado por el psiquiatra Pablo Verdier (2013).
[4] Es posible consultar la tesis doctoral de Suazo (2017).
[5] Para profundizar en las facultades humanas, ver Rodríguez (1993); Juanola (2015) y Verneaux (2016).
[6] Las experiencias no se logran elaborar adecuadamente, y pasan a ser agentes intrusivos en la experiencia actual de la persona. Con otras palabras, la persona no es dueña de sus emociones o, lo que es lo mismo, el apetito sensitivo no sigue dócilmente a la dimensión racional.
[7] De la cogitativa.
[8] El éxtasis es un efecto del amor, que implica el estar fuera de sí. De acuerdo a esto, se habla de un desorden extático cuando implica una atracción desordenada a un bien, como ocurre en las adicciones.
[9] Amor, odio, deseo, rechazo, esperanza, desesperanza, temor, audacia, alegría, tristeza e ira.
[10] Mención aparte los fenómenos disociativos, en los que la persona separa el afecto del recuerdo, por la misma intensidad del afecto, por falta de familiaridad con la dimensión afectiva o razones similares.
[11] Evidentemente el uso de psicofármacos responde a muchos otros criterios que no es el momento de analizar.
[12] Se puede consultar con provecho la tesis doctoral: Rojas (2017).
[13] Para profundizar en este aspecto: Droste (2018).