Aportes de la Psicología integral de la persona para la comprensión de la afectividad humana

Contributions of Person Integral Psychology for the understanding of human affectivity

 

Juan Pablo Rojas Saffie

Universidad Finis Terrae, Santiago, Chile

jprojass@gmail.com

 ORCID: 0000-0001-5269-0865

 

Resumen: Tras una breve consideración de las principales concepciones de la Psicología contemporánea acerca de la afectividad humana, se presenta a la Psicología integral de la persona como un meta-modelo capaz de iluminar y poner orden en el conocimiento actual acerca de los afectos. En concreto, se proponen seis aportes a la comprensión de la vida afectiva, a partir de la consideración de (1) la relación de los grados de vida humana con la afectividad, (2) la relación de la afectividad con el resto de las potencias del alma, (3) la relación de los afectos entre sí, (4) la relación de los afectos con la realidad, (5) la relación de los afectos, en especial del amor-pondus, con el conjunto de la personalidad y (6) la relación de los afectos con la dimensión moral.

 

Palabras clave: afectividad humana, pasiones, emociones, Tomás de Aquino, Psicología integral de la persona

 

Abstract: After a brief consideration of the main conceptions of contemporary Psychology about human affectivity, Person Integral Psychology is presented as a meta-model capable of illuminating and bringing order to the current knowledge about affections.

Specifically, six contributions to the understanding of affective life are proposed, based on the consideration of (1) the relation between the degrees of human life and affectivity, (2) the relation between affectivity and the rest of the soul powers, (3) the relation of the affects to each other, (4) the relation between the affects and reality, (5) the relation between affects, especially love-pondus, and the whole of the personality and ( 6) the relation between affections and the moral dimension.

 

Keywords: human affectivity, passions, emotions, Thomas Aquinas, Person Integral Psychology

 

Recibido: 17/11/21

Aprobado: 27/04/22

 

 

¿Qué valoración le asigna la Psicología contemporánea al mundo afectivo? Gran parte de ella la ha otorgado en el trono más alto de la vida psíquica. Una de sus corrientes más prestigiosas, el Psicoanálisis, plantea que el ser humano es feliz en la medida en que se permite vivir sus afectos, evitando todo tipo de represión. En efecto, para Sigmund Freud, la felicidad consiste en la satisfacción de los impulsos que provienen del ello, los cuales son de naturaleza libidinosa. Lo contrario, la frustración o represión de tales impulsos, llevaría al hombre a enfermarse. El médico vienés, preso de una mirada pesimista acerca del ser humano, concluyó entonces que la felicidad es una quimera: dado que la sociedad humana se funda en acuerdos para limitar la satisfacción individual en favor del bien general, ningún hombre puede satisfacer todas sus pulsiones si no quiere ser castigado por las leyes (Freud, 1930).

Otra corriente psicológica importante es el Humanismo, el cual plantea que la felicidad implica la liberación del deber-ser y de toda otra forma de dominación social en favor de la vivencia libre de las tendencias espontáneas. Carl Rogers (1990), a pesar de haber renegado del Psicoanálisis, plantea ideas similares a las de Freud, pero dentro de una mirada optimista acerca del ser humano. Sostiene que el organismo solo puede alcanzar la salud psíquica si simboliza todas sus experiencias y canaliza todas sus necesidades. Para el psicólogo estadounidense, no es la vida afectiva la que se tiene que adaptar a la moral del individuo, sino al revés. La terapia permitiría vivir sin culpa las experiencias que son incompatibles con la moral, ayudándole al paciente a hacer una revisión de sus valores con el fin de asimilar tales experiencias. En la misma dirección, Fritz Perls, fundador de la terapia gestáltica, pregona la liberación del yugo del deber-ser para desarrollar sin culpas lo que él denominaba “sabias tendencias organísmicas” (1974).

La neurociencia de las emociones no se queda atrás. La película Intensamente (en inglés, Inside Out, 2015), inspirada en sus hallazgos, nos muestra un psiquismo gobernado por cinco emociones (alegría, tristeza, rabia, desagrado y miedo), las cuales no solo expresan sus inclinaciones, sino que incluso interpretan las experiencias personales y, en definitiva, dirigen íntegramente la conducta del sujeto. Las emociones componen una especie de consejo que decide los actos del individuo, e incluso a veces disputan entre ellas, produciendo así una conducta contradictoria. El mensaje es claro: aunque aparentemente vivimos de acuerdo con decisiones libres y racionales, en realidad nuestro actuar está controlado por nuestros afectos.

Esta concepción afectivista también se puede apreciar en la vida del ser humano contemporáneo. Las películas, los medios de comunicación, la publicidad y la educación nos preparan para seguir sin restricciones nuestros deseos. Nos muestran una y otra vez que solo podremos ser felices si saciamos nuestras inclinaciones, y que vale la pena trasgredir todo tipo de orden moral con tal de conseguir esa supuesta felicidad. Frases pseudosapienciales, como: “sigue tu corazón”, “no te reprimas o enfermarás”, “si no te nace, mejor no lo hagas”, son reflejo de un estilo de vida que parece haberse extendido por todo occidente.

Pero el ser humano de este siglo no parece ser más feliz. Los niveles de depresión aumentan cada año. Entre 2005 y 2015 se detectó un incremento de casi un 20% en los diagnósticos de depresión, según la Organización Mundial de la Salud (2015). En Estados Unidos, en los últimos 20 años, la cifra de adultos que intentan suicidarse ascendió a más de un millón, siendo la cuarta causa de muerte en personas entre 35 y 44 años, y la segunda entre 10 y 35 años (OMS, 2021). Las organizaciones mundiales promueven con fuerza el aumento de los presupuestos nacionales en el área de salud mental. Suena contradictorio que, en el siglo donde la población general goza de comodidades jamás imaginadas (más del 60% de la población mundial tiene acceso a internet y más del 74%, al agua potable), la tristeza y la falta de sentido de vida vayan en aumento. Si bien no existe una única causa que explique esta discordancia, sin duda una de ellas, al menos en Occidente, se relaciona con el estilo de vida consumista, hedonista y nihilista que explícita o implícitamente ha ido impregnando la sociedad entera. Y este estilo de vida, a su vez, se apoya en la concepción afectivista del ser humano.

La Psicología integral de la persona (PSIP) surge ante la necesidad de dar sentido a los aportes de las diversas corrientes de Psicología dentro de un cuerpo ordenado de conocimiento verdadero acerca del ser humano. Nace ante la contradicción de los múltiples modelos psicológicos y psicoterapéuticos, buscando acoger todos sus aportes en un modelo antropológico realista, superando así el relativismo de nuestra época –el cual es también, en parte, hijo del afectivismo–.

¿De qué manera la PSIP es capaz de iluminar la situación del hombre contemporáneo, especialmente cuando se trata de la verdadera importancia de los afectos y su lugar en el conjunto de la vida psíquica? La afectividad humana puede concebirse como la actividad del conjunto de las potencias humanas capaces de apetecer el bien y rechazar el mal. Para captar y comprender apropiadamente el aporte de la PSIP a la comprensión de la afectividad humana, tenemos que considerar (1) la relación de los grados de vida humana con la afectividad, (2) la relación de la afectividad con el resto de las potencias del alma, (3) la relación de los afectos entre sí, (4) la relación de los afectos con la realidad, (5) la relación de los afectos, en especial del amor-pondus con el conjunto de la personalidad y (6) la relación de los afectos con la moral.

 

La relación de los grados de vida del ser humano con su afectividad

 

El desconocimiento de las dimensiones del alma humana es quizás uno de los mayores obstáculos de la Psicología actual para lograr comprender con claridad el psiquismo. Al considerar la vida interior del ser humano como una unidad sin distinciones internas, ocurre que se terminan equiparando fenómenos anímicos que son esencialmente diversos. Pensemos, por ejemplo, en el concepto de “cognición” que propone la Psicología cognitivo-conductual. Según esta corriente, son las cogniciones las que gatillan las emociones y, por lo tanto, para poder modificar las emociones patológicas habría que comenzar por conocer y modificar las cogniciones (Beck, Rush, Shaw y Emery, 1979). No obstante, no queda clara la naturaleza de estas cogniciones, de manera que se confunden las que provienen de la sensibilidad –que son automáticas y espontáneas– con las que provienen de la racionalidad –que son conscientes y deliberadas–. Esta confusión lleva a ciertos autores cognitivo-conductuales a plantear técnicas de discusión racional, con el fin de modificar la afectividad. Desde una mirada aristotélico-tomista, esto equivaldría a sostener que la actividad del entendimiento sería capaz de modificar la disposición patológica de la cogitativa. Si bien santo Tomás considera que el entendimiento es capaz de mover a la cogitativa, también es cierto que una disposición afectiva vehemente es capaz de impedirlo. Esta situación, que aplica para la mayoría de los trastornos psíquicos, nos ayuda a entender por qué no basta con entender lo que a uno le pasa para sanar psíquicamente (APSIP, 2022)[1].

Este mismo problema ocurre en el ámbito de la afectividad humana. Incapaz de distinguir entre afectividad espiritual y sensible, Sigmund Freud optó por reducir todo tipo de amor al impulso del ello, explicando el amor benevolente –un amor que en realidad proviene de la dimensión espiritual– como una sublimación del afecto o una ingenua ilusión (Dörr, 2009). De este modo, amores tan distintos como el amor por la justicia y el amor por la comida se consideran de la misma naturaleza: todas son expresiones del amor sexual o libido. Como consecuencia, los vocablos “afecto”, “corazón”, “sentimiento” han quedado vaciados de su contenido espiritual y reducidos a la dimensión de las emociones e impulsos. De ahí que hablar de “afectividad humana” en nuestro contexto cultural pareciera sinónimo de hablar de las pasiones del apetito sensitivo. Una de las deformaciones de la cultura que posiblemente provengan de esta concepción es la idea de que el amor de benevolencia debe nacer de manera espontánea para ser auténtico, a riesgo de que en realidad se trate de un autoengaño.

La Psicología integral de la persona supera esta mirada unidimensional al entender al ser humano, siguiendo a Aristóteles en De anima, como un compendio de tres grados de vida: vegetativa, sensitiva y racional. De esta distinción se derivan tres modos de entender la afectividad humana. Mientras que el primer grado de vida apunta a la dimensión biológico-corporal de los afectos humanos, el segundo grado de vida comprende el mundo emocional que compartimos con el resto de los mamíferos, caracterizado por la alteración somática, la posibilidad de la espontaneidad respecto de la razón y su especial fuerza dentro de la experiencia subjetiva. Finalmente, el tercer grado de vida comprende la afectividad racional, aquella que está orientada hacia los bienes que capta la razón, desde donde surge, por ejemplo, la inclinación al respeto por la dignidad humana, al mismo tiempo que el rechazo hacia lo injusto.

Como podemos observar, esta propuesta antropológica nos permite distinguir entre afectos sensibles y espirituales, los cuales pueden estar en conflicto porque justamente provienen de diferentes estratos del alma humana. Nada impide que la afectividad sensible se sienta atraída por un bien sensible –v. g. comer en exceso–, al mismo tiempo que la afectividad espiritual se sienta atraída por el bien espiritual –v. g. comer con sobriedad–. A diferencia de Freud, quien consideraría este conflicto como una prueba de que el amor es de naturaleza ambivalente, la Psicología integral de la persona considera este conflicto como una contradicción natural entre dos amores univalentes que surgen de estratos distintos.

 

La relación de la afectividad con el resto de las potencias del alma

 

Siguiendo la analogía de la película Intensamente, donde se muestra una sala de control habitada por cinco emociones que gobiernan el psiquismo, desde el punto de vista de la PSIP sería necesario agregar seis nuevos compañeros –llegando a un total de once emociones básicas–. Además, sería necesario sumar cuatro salas de control que se interrelacionan entre sí y que están ordenadas de manera jerárquica. Junto a la sala de las emociones, en el mismo piso, tendríamos que concebir un salón dedicado a las potencias sensibles, donde no solo estarían los cinco sentidos (tacto, gusto, olfato, audición y vista), sino además cuatro sentidos internos (sensorio común, imaginación, memoria y cogitativa). Luego, un piso más arriba, tendríamos que concebir dos salas más: en una de ellas estaría el entendimiento, potencia orientada a conocer las cosas según su esencia, incluyendo el conocimiento de uno mismo y la conciencia moral de los propios actos. Finalmente, en la otra sala tendríamos la voluntad, facultad que ama, desea y goza en los bienes que el entendimiento le presenta, y que al mismo explica nuestra libertad, pues nos hace capaces de decidir. Es la voluntad, y no las emociones, el verdadero trono desde el cual brota el actuar humano (S. Th. I, q.78).

Estas cuatro salas de control se relacionan entre sí de múltiples maneras. El apetito sensitivo recibe el veredicto de los sentidos, específicamente el juicio de la cogitativa, el cual le indica cómo debe inclinarse. Por otra parte, el apetito sensitivo es gobernado por el entendimiento, no de modo despótico –que es como el entendimiento ordena los movimientos del cuerpo– sino de modo político, es decir, mediante la persuasión (Aristóteles, Pol.). Esto se debe a que el apetito sensitivo tiene cierta independencia (S. Th. I, q.81, a.3, ad.2). Finalmente, el apetito sensitivo es movido por la voluntad, de manera directa –por redundancia (S. Th. I-II, q.24, a.3, ad.1)– y de manera indirecta, en tanto la voluntad puede mover los sentidos internos, y estos gatillan los afectos (S. Th. I-II, q.17, a.3).

Asimismo, el apetito sensitivo influye sobre el resto de las potencias. Por una parte, es capaz de alterar el juicio de la cogitativa, mediante la agitación de la imaginación. Por otra parte, es capaz de entorpecer el juicio de la razón, debido a que su vehemencia atrae y captura la atención del alma. Finalmente, mediante la captura de la razón, es capaz de mover la voluntad sin resistencias:

 

Como es evidente por los dementes, el juicio y la aprehensión de la razón, y también el juicio de la facultad estimativa, son impedidos por la aprehensión vehemente y desordenada de la imaginación. Pues es claro que la aprehensión de la imaginación sigue a la pasión del apetito sensitivo; como también el juicio del gusto sigue a la disposición de la lengua. Por donde vemos que las personas dominadas por una pasión no apartan fácilmente su imaginación de aquellas cosas sobre las que están afectadas. De ahí que, en consecuencia, frecuentemente el juicio de la razón siga a la pasión del apetito sensitivo y, consiguientemente, el movimiento de la voluntad, a cuya naturaleza corresponde seguir el juicio de la razón. (S. Th. I-II, q.77, a.1)

 

El conocimiento acerca de la relación de los afectos con el resto de las facultades humanas, y sus múltiples modos de retroalimentación, puede ser de gran ayuda para la comprensión de los hallazgos de la Psicología y la Neurociencia contemporáneas. No es raro que, debido a la falta de un marco antropológico más amplio, estas ciencias a veces tiendan a conclusiones unidireccionales o unidimensionales, perdiéndose la posibilidad de una comprensión más rica y menos reduccionista del psiquismo humano.

 

La relación de los afectos con la realidad

 

La Psicología contemporánea ha demostrado severos problemas para definir los afectos. Por una parte, se aprecia una dificultad para su correcta conceptualización, llegándose la mayor parte de las veces a soluciones de naturaleza materialista, reduciéndose así la afectividad a la mera actividad biológica. En esta línea, el célebre psicólogo estadounidense William James afirmó que “no se ríe porque se esté feliz, sino que estamos felices porque reímos” (en Kaag, 2020). Por otra parte, los neurocientíficos, tratando de discernir los tipos de afectos según las expresiones faciales o según las áreas cerebrales que se correlacionan con las mismas, no han logrado ponerse de acuerdo en la cantidad de emociones básicas: unos proponen cinco, otros seis, otros siete. ¿Existirá un criterio objetivo para poder distinguir los afectos entre sí?

La Psicología integral de la persona, siguiendo a Aristóteles y a santo Tomás de Aquino, considera que los afectos surgen como respuesta a la evaluación cognitiva de algún objeto percibido. Ningún afecto surge de forma espontánea: siempre va antecedido, aunque ocurra velozmente, por algún juicio de conveniencia o inconveniencia acerca objeto que provoca la emoción. Si el objeto es percibido desde la razón y juzgado como un bien, entonces la voluntad se inclinará hacia este objeto. Si el objeto es percibido por la cogitativa como un bien –sentido interno que juzga la conveniencia o inconveniencia de los estímulos–, entonces será el apetito sensible el que se inclinará hacia el objeto (S. Th. I, q.80).

Ahora bien, para entender apropiadamente la afectividad sensible no basta con un solo apetito orientado al bien, ya que este se retraería ante los bienes que son más difíciles y riesgosos, y entonces no nos sería posible explicar la inclinación hacia la batalla o hacia las metas exigentes. Es necesario, pues, que se conciban dos apetitos: el concupiscible, orientado al bien deleitable, y el irascible, orientado a los bienes arduos. Estos apetitos en algunas ocasiones se apoyan entre sí, como cuando el irascible enfrenta los obstáculos para permitir que el concupiscible obtenga lo que desea, y en otras ocasiones se enfrentan, como cuando el irascible invita a la batalla mientras que el concupiscible tironea hacia el descanso (S. Th. I-II, q.23).

¿Cuáles son los afectos comprendidos por el concupiscible? Cuando un objeto es juzgado como bueno, despierta el afecto llamado amor. Si este bien es posible, pero aún no obtenido, despierta el deseo. Y si tal bien se vuelve presente, entonces despierta deleite. El mal, por su parte, despierta odio. Su potencial presencia despierta rechazo; la presencia del mal despierta dolor. ¿Cuáles son los afectos del irascible? Cuando se juzga un bien arduo futuro posible de alcanzar, surge esperanza. Si ese mismo bien se figura imposible de alcanzar, surge la desesperanza. Cuando se juzga un mal arduo futuro imposible de evitar, aparece el temor. Cuando tal tipo de mal se juzga posible de eludir o de vencer, entonces aparece la audacia. Finalmente, cuando la cogitativa estima un mal arduo presente posible de remover, entonces surge la ira (S. Th. I-II, q.26-48).

Esta mirada de los afectos ofrece tres grandes aportes a la Psicología contemporánea. En primer lugar, concibe a los afectos como un proceso psicológico vinculado con la realidad. Son los bienes captados por los sentidos aquellos que impulsan el movimiento afectivo. Esto significa que la afectividad surge en el vínculo de la persona con su entorno, subrayándose que toda vida humana debe ser comprendida en el contexto de una realidad que lo abarca y antecede. Incluso aquellos afectos que surgen a partir de contenidos de la memoria o de la imaginación guardan relación con la realidad en cuanto estas potencias obran conforme a las realidades captadas.

En segundo lugar, otorga objetividad al mundo afectivo. La sociedad contemporánea parece estar convencida de que la afectividad es como una fuerza primigenia e indómita, una fuente misteriosa y desconocida sobre la cual “no hay nada escrito”. No parece haber ahí nada comprensible o razonable, menos gobernable: la única alternativa sería obedecer a esta fuerza, so pena de renunciar a la felicidad. La Psicología integral de la persona permite superar estos mitos: no es una fuerza primigenia –sino secundaria al conocimiento–, ni tampoco una fuerza indómita –pues es capaz de ser gobernada por la razón–. Gracias a su relación con el mundo objetivo la afectividad se vuelve comprensible e incluso modulable, como veremos más adelante.

En tercer lugar, permite un criterio objetivo para distinguir los afectos entre sí. El intento de distinguirlos en base a criterios materiales (rostro, funcionamiento cerebral, etc.) es incapaz de conseguirlo del todo, pues lo material recibe su especificación desde lo formal: sin el conocimiento de la formalidad es imposible organizar apropiadamente la evidencia material.  Es por lo tanto imprescindible la comprensión formal de los afectos, que consiste en su tendencia hacia los diferentes grados de bien y su huida hacia los diferentes tipos de mal, tal como hemos explicado en este apartado.

 

La relación de los afectos entre sí

 

La PSIP considera que los afectos se encuentran concatenados. Así como los distintos tipos de bien y mal están ligados, del mismo modo los afectos correspondientes: no surge el deseo si es que antes no se ama lo deseado. No se alegra uno en la consecución de un bien si es que antes no lo deseó y lo amó. No teme uno a algo si es que primero no se ama aquello que está bajo amenaza.

La vida afectiva es una verdadera orquesta de emociones y sentimientos que se viven y expresan conjuntamente. Cada movimiento afectivo es único, y es el resultado de una particular mezcla de pasiones que se expresan cada una con cierta intensidad. Esto permite superar la concepción de los afectos como manifestaciones excluyentes entre sí y echa por tierra la paradoja de los sentimientos ambivalentes que propone el Psicoanálisis. Sigmund Freud afirma que el amor y el odio hacia un objeto son inseparables: amamos lo odiado, y odiamos lo amado. En cambio, para la PSIP, amor y odio tienen objetos diferentes: se ama lo bueno y se odia lo captado como malo. Si acaso se llegara a amar y odiar lo mismo, esto solo es posible si lo amado y lo odiado son aspectos diferentes del mismo objeto. Mientras que para Freud el amor y el odio del bebé hacia su madre son inseparables, para la PSIP el bebé ama algo de su madre (por ejemplo, que le alimenta) y odia otro aspecto de ella (que a veces tarda en atender su necesidad). Esto no solo no tiene nada de extraordinario, sino que incluso es regla: todo amor hace surgir un odio complementario hacia todo aquello que le obstaculiza. La impresión de paradoja proviene de una consideración superficial del objeto afectivo, el cual es considerado como una cosa de la realidad y no como un aspecto de la cosa.

 

La relación del amor-pondus con el conjunto de la personalidad

 

¿Existe algún afecto rector de la vida psíquica? ¿Hay un afecto que sea más relevante que los demás, o son todos semejantes? En el comienzo de su obra, Sigmund Freud adhería a la idea de que un solo principio afectivo, a saber, el eros, es el que gobierna la vida psíquica sin contrapesos. Este axioma, sostenido de manera obcecada durante años por el médico vienés, le valió la enemistad de sus colaboradores Alfred Adler y Carl Gustav Jung, quienes no compartían su teoría pansexual de la libido. Sin embargo, esto cambiará a partir de la publicación de su ensayo “Más allá del principio del placer” (1920), en el que Freud admitirá otro principio psíquico: el thanatos o pulsión de muerte. En adelante, se postula que hay dos fuerzas primigenias en el alma: una inclinada a la unidad, y otra, a la destrucción. De este modo, se abandona la explicación de la vida psíquica a partir de un solo principio.

Por su parte, el psicólogo humanista Abraham Maslow plantea que el ser humano posee múltiples inclinaciones, distinguiendo cinco niveles en su célebre “pirámide o jerarquía de las necesidades”. Para el psicólogo norteamericano, todas las necesidades son importantes de satisfacer en orden a lograr un estado de autorrealización. Es enfático en resaltar que los niveles son independientes, no reducibles o reconducibles a uno solo. Maslow (1943) se desmarca así de la postura psicoanalítica original, según la cual todas las necesidades del ser humano se pueden reconducir por completo a las necesidades sexuales. Con esto, también niega que la vida psíquica del ser humano dependa de una sola necesidad o afecto.

La PSIP, en cambio, considera que la vida psíquica completa gira en torno a un afecto: el amor por el fin último. Santo Tomás de Aquino afirma que el amor es la causa de todo lo que hace el amante (S. Th. I-II, c.28, a.6). Esto quiere decir que el conjunto de las operaciones de una persona se debe, en última instancia, a un único amor, el cual da coherencia a todos los actos. Del mismo modo que el amor por su prometida mueve a un hombre a levantarse temprano, a escribir una carta, a comprar flores, a ordenar su horario para poder visitarla, a buscar el trabajo que le permitirá ahorrar lo suficiente para poder casarse con ella, etc., toda persona posee un fin amado en torno al cual estructura su vida y realiza todos sus actos.

Algo semejante afirma Aristóteles cuando explica que existen tres géneros de vida, según el tipo de fin que la persona escoja. El primer género de vida es aquel según el cuerpo, centrado en obtener el máximo placer posible y minimizar el dolor. Acerca de él, el Filósofo afirma que la gran mayoría de los hombres lo abraza, a pesar de que no se distingue en nada de la vida que llevan los animales. El segundo género de vida consiste en las obras buenas. Si bien la vida activa es infinitamente superior al género de vida anterior, esta no permite al hombre llegar a su plenitud, pues lo central en el ser humano es la operación interior de conocer, y no las operaciones exteriores. El tercer género de vida corresponde al de aquellos consagrados a la contemplación. Este sería el único que depara felicidad verdadera, y es escogido por muy pocas personas (Aristóteles, Ethic.). En todos estos casos, es un fin único el que domina el alma humana y el que explica todo el quehacer de cada individuo. El problema consistiría en escoger el apropiado.

San Agustín de Hipona ya había advertido la centralidad del amor al fin en la estructura de la personalidad. “Amor meus pondus meum: illo feror, quocumque feror” (“El amor es mi peso, por él voy dondequiera que voy”) afirmó en sus célebres Confesiones, dando a entender que aquello que el ser humano ama por sobre todo es semejante a un peso (pondus) que, atraído por la gravedad, produce una inclinación de todas las cosas hacia sí mismo.

Alfred Adler, en la misma línea, plantea que toda persona persigue un fin, el cual determina su estilo de vida y permite explicar el conjunto de la vida psíquica del individuo. El fin escogido por el neurótico es un fin ficticio, un fin relacionado con la satisfacción de un sentimiento de superioridad que permitiría escapar de un sentimiento de inferioridad original. Pero, tal como el propio Adler afirma (1964), ese fin es inalcanzable, porque es una ficción exagerada. Para sanar verdaderamente del sentimiento de inferioridad, habría que ayudar al neurótico a entrar en la lógica del sentimiento de comunidad, según la cual ya no hay que competir para obtener valor: todos somos valiosos porque nos necesitamos mutuamente para vivir en sociedad.

La propuesta de un fin amado único, capaz de hacer inteligibles las acciones externas, y también el conjunto de las actitudes y actividades interiores, tiene mucho que aportar a la Psicología contemporánea. Se trata de un concepto capaz de articular lo múltiple y lo uno, iluminando el modo en que los muchos rasgos de una persona adquieren coherencia interna en torno a un afecto principal. Cuán útil es este concepto para los psicólogos clínicos, quienes con su ayuda pueden descubrir, debajo de las pluriformes manifestaciones de vida interior del paciente, la unidad que enhebra sutilmente la totalidad del tejido personal.

 

La relación de los afectos con la dimensión moral

 

La mayor parte de la Psicología contemporánea camina hacia la des-moralización de la vida humana. La idea de que el sentimiento de culpa es patológico y debiese ser superado parece extendida de manera transversal en la psicología clínica, elevando a la categoría de mantra frases como “no es tu culpa sino tu responsabilidad”, “no sirve de nada sentirse culpable” o “hay que eliminar la culpa”. Si bien hay algunas excepciones –pensemos en las psicologías que destacan la importancia del perdón y de la reparación para el desarrollo del psiquismo–, pareciera unánime la idea de que es un error sentir culpa debido a la actividad de los afectos: ¿Acaso es uno rector de todos los afectos que surgen de manera espontánea? ¿Se puede ser culpable de una emoción que no se escogió, y que además no pareciese modificable?

Es cierto, no se es culpable de los afectos en la medida en que no son consentidos. Pero en cuanto son impulsados por la voluntad, o al menos no impedidos, entonces sí cabe un análisis moral:

 

Si, pues, [las pasiones] se consideran en sí mismas, es decir, en cuanto son movimientos del apetito irracional, de este modo no hay en ellas bien o mal moral, que depende de la razón, como se ha dicho anteriormente (q.18 a.5). Mas si se consideran en cuanto están sometidas al imperio de la razón y de la voluntad, entonces se da en ellas el bien o el mal moral, pues el apetito sensitivo se halla más próximo a la misma razón y a la voluntad que los miembros exteriores, cuyos movimientos y actos, sin embargo, son buenos o malos moralmente, en cuanto son voluntarios. Por consiguiente, con mucha mayor razón, también las mismas pasiones, en cuanto voluntarias, pueden decirse buenas o malas moralmente. Y se dicen voluntarias o porque son imperadas por la voluntad, o porque no son impedidas por ella. (S. Th. I-II, q.24, a.1)

 

La posición de santo Tomás se funda en la capacidad natural que tiene la voluntad para relacionarse con el apetito sensitivo, gobernándolo de manera directa e indirecta. Por eso no resulta sorprendente que las psicologías que consideran la voluntad como una utopía o como una ilusión sean incapaces de considerar la dimensión moral de la afectividad humana. Esta miopía no solo limita los modelos teóricos que nos ofrecen las diversas corrientes, sino que ante todo tiene nefastas consecuencias para los pacientes, quienes absorben estos presupuestos equivocados de boca del terapeuta en quien han puesto su confianza, y luego los aplican en sus propias vidas.

La PSIP empodera al paciente respecto de su vida afectiva. Ya no tiene que restringirse al papel de espectador, o peor aún, de víctima de su propio mundo interno. Ahora puede optar a resistir los afectos desordenados y a no alimentarlos. Y todavía más: puede optar a modificarlos en intensidad, o incluso en su especie. La doctrina moral de santo Tomás afirma que toda persona puede –y debe– optar a la virtud, la cual consiste en una disposición estable de las facultades cognoscitivas y apetitivas para el bien. Para que una virtud sea realmente una virtud no basta con que la voluntad esté bien dispuesta: también el afecto, en el caso de las virtudes morales, debe ordenarse convenientemente. Esto permite que el acto virtuoso sea realizado con prontitud, facilidad y deleite (S. Th. I-II, q.59).

Esto no significa que los afectos sensibles puedan cambiar repentinamente. La contemplación del bien verdadero y la adherencia de la voluntad al mismo pueden ocurrir en un instante. Sin embargo, el cambio de la disposición de las potencias sensibles puede tardar tiempo. Dependerá de la intensidad de la adhesión al bien, pero también de la disponibilidad de la dimensión sensitiva, que en algunos casos está obstaculizada por la fuerza de la mala costumbre, o bien por algún tipo de desorden afectivo causado por experiencias negativas o traumáticas (APSIP, 2022).

Esta conclusión nos lleva al corazón de la propuesta terapéutica de la PSIP: sanar consiste en ordenar los afectos desordenados. Para Freud (1937) solo se puede hacer consciente lo inconsciente, ya que el cambio de las pulsiones más profundas es del todo imposible. La PSIP, en cambio, confía en la capacidad del ser humano de gobernar y armonizar su interioridad, logrando así un estilo de vida en que verdaderamente se actúa por razón y con afecto, donde las emociones y los sentimientos colaboran con el espíritu humano en vez de torpedearlo constantemente.

Este postulado está en plena armonía con la mayor parte de los métodos terapéuticos. En efecto, todos ellos, de manera explícita o implícita, están diseñados para lograr un cambio permanente en la intensidad del afecto o en su especie: que el deprimido sienta motivación por vivir, que el ansioso domine sus temores y que el paranoico aprenda a confiar. Incluso en aquellos trastornos que parecen ser más crónicos se persigue el mismo principio: que el adicto pueda llevar una vida sana, disminuyendo la intensidad y la frecuencia de sus deseos de consumir, o que la persona autista pueda vincularse mejor, aprendiendo herramientas que le permitan comunicarse y relacionarse mejor con los demás. La PSIP, gracias a su mirada realista e integral del ser humano, ofrece una comprensión de la afectividad humana que permite dar coherencia teórica a los múltiples abordajes terapéuticos, reconciliando así ciencia y arte, especulación y práctica.

 

Conclusión

 

Esperamos que este amplio recorrido por los diferentes aspectos de afectividad humana despierte el interés por conocer mejor la PSIP y así valerse de su ayuda para adentrarse en los misterios del psiquismo. Iluminados por la sabiduría milenaria de la antropología realista, los investigadores contemporáneos podrán penetrar más profundamente en el corazón humano, como quien entra en un terreno desconocido con una brújula en su mano. Queda mucho por descubrir en el campo del mundo afectivo, pero esa exploración será más segura si se apoya en los principios que la PSIP desea poner a disposición de todos.

 

Referencias

 

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[1]  Publicado en este número de Studium.