La Teología de la liturgia según Joseph Ratzinger
Una visión general
Liturgy Theology according to Joseph Ratzinger
A general vision
Andrés F. Di Ció
Universidad Católica Argentina,
Buenos Aires, Argentina
CEOP, Universidad del Norte Santo Tomás
de Aquino, Buenos Aires, Argentina
andres.dicio@unsta.edu.ar
ORCID: 0000-0001-7936-2036
DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt50.25.2022.275-287
Resumen: Joseph Ratzinger es conocido por su competencia en materia litúrgica. El presente artículo ofrece una presentación sintética de su Teología de la liturgia, en la que se pueden percibir implicancias espirituales y pastorales. La introducción muestra el origen biográfico del amor que el teólogo alemán tiene por la celebración del misterio. El desarrollo sigue un recorrido trinitario en que se habla de la liturgia como obra de Cristo, don del Padre y culto en el Espíritu Santo. La conclusión propone, junto con Ratzinger, que la liturgia no sea un ámbito más de la Teología, sino una dimensión que la atraviese por completo.
Palabras clave: Ratzinger, Teología de la liturgia, misterio, culto, don, sacrificio, sacerdote
Abstract: Joseph Ratzinger is known for his competence in liturgical matters. This article offers a synthetic presentation of his Liturgy theology, where spiritual and pastoral implications can be perceived. The introduction shows the biographical origin of the love that the German theologian has for the celebration of the liturgical mystery. The development of the article has a Trinitarian path and talks about the liturgy as the work of Christ, a gift from the Father and worship in the Holy Spirit. The conclusion proposes, along with Ratzinger, that liturgy should not be just another area of Theology, but a dimension that runs through it completely.
Keywords: Ratzinger, Liturgy theology, mystery, worship, gift, sacrifice, priest
Recibido: 21/10/21
Aprobado: 15/03/22
El origen de su amor a la liturgia
El interés de Joseph Ratzinger por la liturgia se remonta, como él mismo ha dicho, a su más tierna infancia[1]. Esto hace que su acercamiento al tema no sea una cuestión meramente académica sino existencial. En este sentido las memorias autobiográficas ofrecen algunos ejemplos significativos. Por de pronto, al narrar su nacimiento, Ratzinger señala que el 16 de abril de 1927 era sábado santo. En vez de quedarse en la anécdota ensaya una interpretación teológica del hecho, que merece ser citada in extenso:
El hecho de que el día de mi nacimiento fuera el último de la Semana Santa y la víspera de la Pascua ha sido siempre destacado en la historia familiar. Pues como fui bautizado enseguida, la mañana misma de mi nacimiento, se usó para ello el agua recién bendecida en la vigilia pascual, que en ese tiempo se celebraba por la mañana. Ser el primer bautizado con el agua nueva era visto como una significativa coincidencia. Que mi vida estuviera así, desde el comienzo, sumergida en el misterio pascual, me ha llenado siempre de gratitud, pues aquello no podía ser sino un signo de bendición. Naturalmente, no había sido el domingo de Pascua sino precisamente el sábado santo. Sin embargo, cuanto más lo pienso, más me parece que en eso consiste lo esencial de nuestra vida humana: seguir a la espera de la Pascua, no estar todavía en la plena luz, aunque sí avanzando hacia ella llenos de confianza. (Ratzinger, 1998, p. 8)
De este relato emerge una comprensión de la liturgia en estrecha relación con la vida. La celebración de la fe es algo real, que marca el sentido del tiempo, que incide en la historia y que aporta luz sobre el misterio de la condición humana. Esta particular sensibilidad no surge de la nada sino que es el reflejo de una familia que pone a Dios en el centro. Ejemplo de ello es la carta que los hermanos Ratzinger dirigen al Niño Jesús con motivo de la Navidad de 1934. Transcribo aquí el pedido del pequeño Joseph, que entonces tenía siete años:
¡Querido Niño Cristo! Pronto descenderás a la tierra. Quieres darles alegría a los niños. También a mí quieres darme alegría. Deseo el [misal] Schott para el pueblo, una casulla verde y un Sagrado Corazón. Quiero ser siempre bueno. Saludos de Joseph Ratzinger[2].
Llama la atención que sus tres pedidos tengan carácter no solo religioso sino además litúrgico. Pero de nuevo entendemos que esta actitud era fruto de un sentir general, ya que, según él mismo cuenta, “la vida de la aldea estaba marcada por el año litúrgico (…). El año litúrgico daba al tiempo su ritmo y ya de niño lo percibía, es más, precisamente por ser niño, con gran alegría y agradecimiento” (Ratzinger, 1998, p. 19, 21). Lo mismo que muchos otros, también la familia Ratzinger se beneficiaba con la renovación del movimiento litúrgico alemán[3].
Nuestros padres nos ayudaron desde muy pequeños a entrar en la liturgia (…). Cada nuevo paso de profundización en la liturgia era para mí un gran acontecimiento. Cada nuevo libro era algo precioso, algo más bello de lo que podía soñar. Era una aventura fascinante entrar paulatinamente en el misterioso mundo de la liturgia, que acontecía sobre el altar frente a nosotros y para nosotros. (Ratzinger, 1998, p. 23)
Como puede verse, el amor de Ratzinger por la liturgia nace, ante todo, de una vivencia, no una vivencia privada sino esencialmente eclesial. Y también de una pedagogía, sencilla pero sabia, que supo introducirlo en la celebración de la fe conforme iba creciendo[4]. Mucho más podría decirse en este sentido, pero concluyo aquí esta primera parte de corte biográfico con la siguiente confesión: “La inagotable realidad de la liturgia católica me ha acompañado a lo largo de todas las etapas de mi vida; por eso no puedo dejar de hablar continuamente de ella” (Ratzinger, 1998, p. 23).
La liturgia es obra de Cristo
En línea con el Concilio Vaticano II, nuestro autor concibe la liturgia como “obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia” (Ratzinger, 2012, p. 83)[5]. En realidad, esta obra no es otra cosa que la redención que Cristo nos ganó con su muerte y su resurrección de entre los muertos. Con ello se dice algo fundamental: la Pascua de Jesús no es mera historia, no pertenece al pasado sin más, sino que es presente (y también futuro)[6]. Esta verdad de fe ha sido reiteradamente señalada por Joseph Ratzinger. Es imprescindible comprender a Jesús en toda su profundidad. Él no es un simple hombre, un psilos anthropos, sino la Palabra de Dios hecha carne. Esta identidad divino-humana se manifestó sobre todo en la resurrección. “Estuve muerto pero ahora vivo para siempre” (Ap 1,18).
Cristo ayer, hoy y siempre
La liturgia actualiza, es decir, hace presente, aquí y ahora, el misterio pascual. “El lenguaje de la fe ha llamado ‘misterio’ a este plus sobre el momento meramente histórico” (Ratzinger, 2012, p. 483). De allí que la Pascua como obra de Cristo, que es el contenido propio de la liturgia, no pueda ser reducida a su dimensión fenomenológica. Pues la muerte y la resurrección suponen una densidad tal que desbordan el momento histórico puntual.
La resurrección, por de pronto, es a la vez un acto histórico y meta-histórico: acontece en la historia pero trascendiéndola (Ratzinger, 2011, p. 299; Ratzinger, 2000b, pp. 6-7; Ratzinger, 2012, p. 483). Cristo re-surge del seno de la tierra, rompiendo las ataduras de la muerte, para sentarse glorioso a la derecha del Padre. En este movimiento el tiempo queda abierto, inserto, como nunca antes, en el eterno presente de Dios.
Cristo es una figura histórica; en este sentido posee un ayer que no podemos soslayar: hay que destacar el sentido permanente de la dimensión histórica (…). Pero Cristo resucitó, y por eso no queda circunscrito al ayer: nos encontramos con Él hoy. (Ratzinger, 1999, p. 11)
Todavía pesa mucho el enfoque de la Ilustración, que se ocupó de Cristo exclusivamente en su ayer, como tantos otros personajes de la historia que un día fueron pero ya no son[7]. El riesgo de la búsqueda del Jesús histórico es quedarse allí, en el pasado, negándole a Cristo el hoy y la eternidad. Pero también existe el riesgo contrario, de querer encontrarse con Cristo hoy, ignorando su ayer. Frente a estos intentos propios de cierta hermenéutica cristológica existencial, es necesario afirmar lo que la historia cuenta (factum historicum) (Ratzinger, 2000a, pp. 185-189)[8]. Ya lo dijo san Pablo: “Si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y vana también la fe de ustedes” (1 Co 15,14). Por eso Ratzinger (1999) concluye: “El que solo quiere ver a Cristo en el ayer, no lo encuentra, y el que solo quiere tenerlo hoy, tampoco lo encuentra. Él es desde el principio el que fue, es y vendrá” (p. 20).
Pero la resurrección no es el único camino para entender la contemporaneidad de Cristo. También la muerte de Jesús es presente sin dejar de ser pasado, fundamentalmente porque, como enseña san Pablo, “el amor no pasará jamás” (1 Co 13,8) (Ratzinger, 2005a, p. 17). Evidentemente la muerte de Jesús tiene una dimensión pasiva, es algo que le pasa, algo que él padece. Sin embargo, el hecho no se reduce a una violencia exterior. Porque Jesús asume esa muerte en libertad haciendo de ella un acto de entrega por amor. Así la muerte, que por definición es ruptura, queda transformada desde dentro en un acto de comunión. La interpretación última de la muerte está en su obediencia al Padre. Jesús muere rezando, encomendándose, en un sacrificio de alabanza que había sido anticipado en la última cena (Ratzinger, 1984, pp. 20-23; Ratzinger, 2005b, pp. 120-123; Ratzinger, 2012, p. 288). Jesús no muere absurdamente sino “por nuestros pecados” (1 Co 15,3).
La muerte de Jesús diverge de la línea mortal cargada de maldición que se remonta al árbol de la ciencia, de la pretensión de igualdad con Dios, cuya consecuencia es que el hombre no es un dios, sino solo tierra. Esa muerte es de otra especie. No es ejecución de la sentencia que repele al hombre hacia la tierra, sino satisfacción de un amor que no quiere dejar a los demás sin una palabra, sin un sentido, sin una eternidad. No se enmarca en el veredicto dictado a la puerta del paraíso, sino en los cánticos del Siervo de Dios: es muerte que brota de esas palabras y, por consiguiente, muerte que quiere llevar luz a los pueblos; muerte en el contexto del acto expiatorio, que quiere obrar la reconciliación; muerte, pues, que termina con la muerte. (Ratzinger, 1976, pp. 89-90; ver también Ratzinger, 2005b, pp. 124-127)
Por ser esencialmente ofrenda, la muerte de Jesús lleva en sí el germen de la resurrección. “La imagen del costado atravesado, fuente de agua y de sangre, es también imagen de la resurrección, del amor que es más fuerte que la muerte” (Ratzinger, 2005b, p. 127). El amor ha hecho que la muerte no sea clausura sino apertura. Y de eso es símbolo el costado abierto, que nos abre al misterio de Dios.
Cristo sacerdote
En las consideraciones precedentes me he detenido principalmente en la Pascua como sacrificio, o si se quiere, en Cristo como víctima. Y aunque no estuvo del todo ausente, quisiera ahora destacar brevemente la Pascua como obra de Cristo sacerdote. “Nadie me quita la vida sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y el poder de recobrarla” (Jn 10,18).
La Pascua de Jesús es en sí misma un acto litúrgico. Por eso el Concilio Vaticano II asocia “la obra de la redención humana” con “la perfecta glorificación de Dios”, pues “en Cristo se realizó plenamente nuestra reconciliación y se nos dio la plenitud del culto divino” (Sacrosanctum Concilium [SC], 5)[9]. Como es sabido, la Carta a los Hebreos describe la encarnación, y con ella la entera misión de Jesús, como un sacrificio que tiene su marco propio en la oración dirigida al Padre (Hb 10,5-7). “La entrega del Hijo al Padre sale de la íntima conversación divina; se convierte en recepción y, por consiguiente, en entrega de la creación resumida en el hombre” (Ratzinger, 1976, p. 63). La encarnación es desde el primer instante un misterio de disponibilidad, lo cual encuentra culminación en la Pascua. Jesús dispone de sí mismo, entregándose como sacrificio de expiación. Sobre esto Ratzinger (2012) dice: “el pastor se ha hecho cordero” (p. 490), lo que bien puede traducirse como “el sacerdote se ha hecho víctima” (ver también Ratzinger, 1973, p. 13; Benedicto XVI, 2004).
Del sacerdocio de Jesús depende que la muerte en cruz no sea una ejecución cualquiera. La oración final con la que el Hijo se encomienda en las manos del Padre (Lc 23,46) condensa toda una vida de entrega (Ratzinger, 2000a, pp. 236-239; Ratzinger, 1984, pp. 22-23)[10]. En este sentido son de especial importancia los anuncios de la pasión hechos a los discípulos, en la línea del siervo sufriente, profundizados luego durante la última cena. La redención es algo que Cristo hace por nosotros (Ratzinger, 2012, pp. 298-299). En su libertad soberana Él se ofrece para la salvación del mundo, sin oponer resistencia, realizando en mansedumbre lo que había aceptado antes, dramáticamente, en Getsemaní (Mc 14,35-36; Hb 5,7-10).
La Carta a los Hebreos, al considerar el conjunto de la pasión de Jesús como un forcejeo en la oración, con Dios Padre y al mismo tiempo con la naturaleza humana, manifiesta con ello de un modo nuevo la profundidad teológica de la oración en el monte de los Olivos. Para la Carta, este gritar y suplicar es el ejercicio del sumo sacerdocio de Jesús. Precisamente en su gritar, llorar y orar, Jesús hace lo que es propio del sumo sacerdote: lleva la miseria de la condición humana hacia lo alto, hacia Dios. Él pone al hombre de cara a Dios. (Ratzinger, 2011, p. 186; ver también Ratzinger, 2000a, pp. 267-270; Ratzinger, 1984, pp. 33-37)
La Pascua no es solo pasión sino también acción. Jesús nos regala el servicio de la purificación que nos habilita para el culto. Él se abaja y se despoja para lavarnos los pecados (Jn 13; ver Ratzinger, 2005b, p. 114; Ratzinger, 2011, pp. 74-82, 89-92). Él intercede por nosotros como sumo sacerdote en la gran liturgia de la expiación (Jn 17; Lv 16)[11]. Por eso el Concilio describe la redención, y con ella la liturgia, como obra de Cristo (SC, 2-7)[12]. Él es el gran protagonista que asocia a la Iglesia en su glorificación al Padre, atrayendo hacia sí la historia para que sea toda de Dios[13].
La liturgia es don del Padre
El giro antropológico, que también se ha hecho sentir en la Teología, merece ser asumido por la liturgia pero sin olvidar que el primer movimiento no es ascendente, de los hombres a Dios, sino más bien a la inversa. Es Dios quien toma la iniciativa, saliendo en busca del hombre, descendiendo, rescatando, a fin de que el hombre pueda elevarse, no por sí mismo sino precisamente por gracia divina (Ratzinger, 2000a, pp. 264-276; Sánchez de la Cruz, 2012; Di Ció, 2015, pp. 369-408). En consecuencia, la liturgia cristiana es la celebración de la reconciliación que Dios Padre nos ha ofrecido en Cristo (2 Co 5,18-19).
En el cristianismo, la adoración se realiza ante todo en la recepción agradecida de la obra salvífica de Dios. De allí que la forma esencial del culto cristiano se denomine, con razón, eucharistia: acción de gracias. En este culto no se ofrecen a Dios obras humanas; más bien consiste en que el hombre acepta el don. (Ratzinger, 2000a, p. 266)[14]
La Teología de Joseph Ratzinger nos pone en guardia contra la tentación de la autosuficiencia, de una sutil auto-redención, de un protagonismo excesivo, incluso en el terreno cultual.
La liturgia no se hace, sino que se acoge (…) la liturgia como fiesta va más allá del ámbito de lo elaborable y lo elaborado; ella introduce en el ámbito de lo dado, de aquello vivo que se nos transmite. (Ratzinger, 2012, pp. 288-289)[15]
Lo que interesa subrayar aquí es que la liturgia no es de los hombres, sino de Dios. No en vano la tradición oriental habla de la divina liturgia y la occidental la denomina opus Dei (Ratzinger, 2012, p. 95; Ratzinger, 1999, p. 138). Si esta verdad se olvida, entonces la liturgia se banaliza, no solo fomentando una mal entendida creatividad sino corriendo a Dios mismo del centro: “¡Cuántas veces celebramos solo nosotros sin darnos cuenta de Él!”, se lamentaba el entonces cardenal Ratzinger en el via crucis de 2005 (Ratzinger, 2005e, p. 63; ver también Ratzinger, 2012, pp. 13; 285-290; 528).
El libro del Éxodo es bien claro respecto del origen divino de la liturgia. En primer lugar, cuando Moisés reconoce, en presencia del Faraón, que todavía no saben lo que deben ofrecer (Ex 10,26). Y luego, en lo relativo a la construcción del tabernáculo, todo se hace según el mandato de Dios, lo cual se repite siete veces (Ex 40,19.21.23.25.27.29.32). Ratzinger (2012) concluye: “Israel aprende a adorar al Señor en la forma querida por Él mismo” (p. 9)[16]. Otro ejemplo en el mismo sentido lo da el libro del Génesis, en el sacrificio de Isaac que no llega a realizarse. Cuando Abraham escucha al ángel que le ordena detenerse, levanta la vista y ve un carnero enredado en una zarza (Gn 22,13). Ratzinger comenta este detalle en más de una ocasión.
Al ver el cordero, Isaac vio lo que es el culto: Dios mismo se prepara y dispensa su culto, por el que sustituye y redime al hombre, le devuelve la risa de la alegría, que se transforma en un canto de alabanza de la creación (Ratzinger, 1984, p. 98).
En definitiva, Abraham no sacrifica algo que él mismo se ha preparado, sino que dona el carnero (el cordero) que Dios le ha entregado (Gn 22,1-19) (…) este cordero atrapado en las zarzas, que Dios le ha dado para que pudiera darlo, es también el primer anuncio de aquel cordero, Jesucristo, que lleva la corona de espinas de nuestras culpas. (Ratzinger, 2012, p. 234)
Abraham tenía razón: “Dios provee” (Gn 22,8). Él nos ofrece la víctima que reconcilia a los hombres con Dios. La liturgia cristiana celebra la representación del Hijo (Stellvertretung) como don inmerecido del Padre: “Offerimus præclaræ maiestati tuæ de tuis donis ac datis (Prex Eucharistica I); “tibi quod nobis tribuísti offerimus perfectæ reconciliationis sacrifícium” (Prex Eucharistica “De Reconciliatione II”); “et eorum coronando merita tua dona coronas” (Præfatio I De Sanctis) (Ratzinger, 1963, pp. 566-575; Ratzinger, 2012, pp. 20-23).
La liturgia es culto “en Espíritu y Verdad”
Jesús ofrece al Padre un sacrificio de alabanza. Esto significa que la eficacia de su culto reside en su confianza de Hijo. Ya Israel había llamado la atención sobre la necesidad de una liturgia integral en oposición a un ritualismo vacío. “Quiero amor (hesed), no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos” (Os 6,6). Jesús no solo asume esta orientación (Mt 9,13), sino que la reformula de manera sugerente en su diálogo con la samaritana: “los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y Verdad” (Jn 4,23). Esta expresión implica la universalización del culto, pero sin que se diluya en una abstracción. Más bien lo contrario: todos pueden honrar a Dios en cualquier lugar porque lo que a Él le agrada es la ofrenda de la vida. En este contexto Ratzinger recuerda la genial síntesis de san Agustín: “totum sacrificium nos ipsi sumus [el sacrificio total somos nosotros mismos]” (De civitate Dei X, 6, en Ratzinger, 2012, p. 491).
El giro “en Espíritu y Verdad” no debe entenderse en sentido ilustrado, desencarnado, sino como una liturgia hecha en y desde Dios[17]. Lo mismo dice san Pablo cuando exhorta a los fieles de Roma a una logiké latreía (Rm 12,1), lo que podría traducirse como “culto conforme al Logos” o “culto orientado por el Espíritu” (Ratzinger, 2012, pp. 310; 403). Ratzinger hace ver que en esta expresión culmina un largo camino, tanto bíblico como filosófico, respecto de la esencia del culto (Ratzinger, 2012, pp. 25-27; 310; 494; 519; Gregur, 2009, pp. 46-75). Lo que da validez a la liturgia es el ánimo, el espíritu con que se realiza. La obra exterior solo tiene sentido si está respaldada por una palabra interior, por un logos, que en el caso cristiano remite a Jesús, el Logos de Dios hecho carne que se nos da en su cuerpo (Hb 10,5-10). Con ello se despeja el malentendido que haría de la liturgia un mero sentimentalismo, una piedad sin relación alguna con la vida[18].
La liturgia remite realmente a la vida cotidiana, a mí en mi existencia personal. Está orientada, como dice de nuevo san Pablo en el texto mencionado, a que nuestros cuerpos (es decir, nuestra existencia corporal terrena) se conviertan en sacrificio vivo, unidos al sacrificio de Cristo (Rm 12,1). (Ratzinger, 2012, p. 34; ver también Ratzinger, 1993, p. 7)[19]
La liturgia cristiana es participación en la liturgia de Cristo, que se entregó al Padre por nosotros. Esto implica al menos tres cosas. Primero, entrando en Cristo, participando de Dios (Ratzinger, 2012, p. 291), entramos en comunión con su Cuerpo que es la Iglesia. Por eso “solo celebra realmente la eucaristía quien la completa con el culto diario de la caridad fraterna” (Ratzinger, 2005, p. 99)[20]. Segundo, solo en Cristo nuestra ofrenda resulta “agradable a Dios” (Rm 12,1). Pues solo Él es “el sacrificio puro, inmaculado y santo”, “la reconciliación perfecta”, en quien tenemos acceso al Padre por el Espíritu. Tercero, en Cristo nos unimos a la liturgia del cielo. La resurrección de Jesús nos abre a una alegría que tiene su origen en Dios mismo, en la eterna glorificación de la Trinidad, de la cual participan con gozo los ángeles y los santos (Hb 12,22; Ap 5,6ss) (Ratzinger, 1984, pp. 100-101; Ratzinger, 2012, pp. 268; 411-412; 496).
Hacia una Teología litúrgica
Quedaría mucho por decir sobre la Teología de la liturgia de Joseph Ratzinger. Lamentablemente no puedo desarrollar aquí su dimensión cósmica, ni su dimensión eclesial (mit-beten), ni detenerme en su hermenéutica de continuidad, que vale tanto para Israel como para los cultos extra-bíblicos (Ratzinger, 2012, pp. 13-29; Ratzinger, 1993, pp. 25-28; Ratzinger, 2001, pp. 43-49; Ratzinger, 2009, pp. 18-27)[21]. Tampoco puedo referir su comprensión de la liturgia como ámbito de salvación, entendida como una liberación que es divinización (Ratzinger, 2012, pp. 12; 14-20; 491-492; Ratzinger, 1984, pp. 36-37; 102-107).
Simplemente quisiera concluir destacando que en Ratzinger no solo encontramos una Teología de la liturgia sino más bien una Teología litúrgica (Hoping, 2009, pp. 12-25). Con ello se dicen dos cosas. Primero, la liturgia no es para él un ámbito más del quehacer teológico sino el lugar por excelencia de la manifestación de Dios. Por eso, más allá del tema en cuestión, su reflexión teológica se deja enriquecer permanentemente por aquello que la liturgia tiene para decir, sea en oraciones, gestos o lecturas bíblicas. Segundo, la Teología no es para él un mero ejercicio intelectual sino un servicio religioso, un modo de dar gloria a Dios. Esto queda de manifiesto en su ya célebre comentario al término “ortodoxia”, donde recuerda que “no se trata de tener una ‘opinión’ correcta sobre Dios, sino de la forma correcta de glorificarle, de responderle” (Ratzinger, 2012, p. xiii).
Tal vez éste sea uno de los grandes aportes de la Teología de Joseph Ratzinger: volver a considerar a Dios no solo como objeto de la Teología sino como su destinatario último. Hacer Teología para Él, para su alabanza y gloria[22]. La auténtica Teología nace de la liturgia y tiende hacia ella. Podría decirse que el estilo teológico de Ratzinger responde a la siguiente consigna, escrita hace ya cuarenta años: “la adoración es la verdad” (Ratzinger, 2012, p. 288).
Referencias
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[1] “La liturgia de la Iglesia fue para mí, desde mi infancia, una realidad central en la vida” (Ratzinger, 2012, pp. xiii-xiv). Por demás sorprendentes son los vívidos recuerdos que Ratzinger tiene de sus primeros cinco años de vida, en los que se evocan peregrinaciones familiares, celebraciones litúrgicas, templos y pesebres domésticos (Ratzinger, 1998, pp. 11-14).
[2] Pude leer en persona esta carta que se conserva en la casa de los Ratzinger en Pentling (Ratisbona). El texto se encuentra ampliamente difundido en internet.
[3] “Un párroco de avanzada había regalado a mis padres para su casamiento, en 1920, el [misal] Schott; por eso aquel libro de oración estuvo presente desde el principio en nuestra familia” (Ratzinger, 1998, p. 22).
[4] Junto al juego de la misa, aludido con el pedido de una casulla al Niño Cristo, está la descripción del misal para niños con imágenes y resúmenes (Ratzinger, 1998, p. 22).
[5] Si bien “al Concilio no le basta con un solo concepto para describir positivamente la esencia de la liturgia (…) se puede decir, ciertamente, que la categoría de ‘Pascua’ constituye el centro de la Teología de la liturgia del Concilio” (Ratzinger, 2012, p. 514).
[6] “El encuentro con Cristo incluye siempre las tres dimensiones del tiempo, y el traspaso del tiempo hacia lo que es a la vez su origen y su futuro” (Ratzinger, 1999, p. 19).
[7] Ratzinger (1999) cita el eslogan iluminista: Cristo es solo lo que fue (p. 20).
[8] La cristología existencialista de R. Bultmann puede reconocerse en algunas propuestas contemporáneas, por ejemplo, Lindemann (1999, p. 134).
[9] “Teología pascual es Teología de la salvación, liturgia del sacrificio expiatorio” (Ratzinger, 2012, pp. 489-490).
[10] Jesús vive “expropiado de sí mismo”: “no tiene nada propio por sí, fuera del Padre (…) su yo no le pertenece en absoluto. Lo suyo es lo no suyo; no hay nada fuera del Padre; todo es enteramente de él y para él” (Ratzinger, 2005c, p. 104).
[11] Ratzinger (2011) cita aquí el comentario de Ruperto de Deutz a la oración sacerdotal: “Así ha orado por nosotros el sumo sacerdote, siendo Él mismo el oferente propiciador y la ofrenda propiciatoria, el sacerdote y el sacrifico (PL 169, 764B)” (pp. 95-99).
[12] Si la liturgia es obra de Cristo, si Él es su verdadero sujeto, entonces no cabe afirmar que “cada comunidad particular es, en cuanto tal, sujeto de la liturgia… como una autorización para manipular la liturgia según la propia comprensión” (Ratzinger, 2012, pp. 484, 486, 496; 285ss).
[13] Ratzinger (2012) habla de la liturgia (pascual) como atracción de Cristo (Jn 12,32), que a su vez depende de la atracción del Padre (Jn 6,44) (pp. 15; 20; 484; 495). Su forma de decirlo parece inspirada en Henri de Lubac (1963): “Cristo es esa aguja que, dolorosamente atravesada en la pasión, tira después todo tras de sí, y repara de este modo la túnica rasgada antes por Adán, cosiendo juntamente los dos pueblos, el de los judíos y el de los gentiles, haciéndolos uno para siempre” (p. 27).
[14] En este marco, Ratzinger (2000a) llama la atención sobre cierta comprensión del Nuevo Testamento que tiende cada vez más a “disolver completamente el culto cristiano en amor fraterno, en co-humanidad, dejando de lado toda referencia directa al amor o a la adoración a Dios” (p. 271).
[15] Traducción modificada. La liturgia “no es elaborada por las autoridades” (Ratzinger, 2012, p. 95).
[16] “El hombre no puede por sí mismo hacer sin más el culto; se aferra a algo vacío si Dios no se manifiesta (…) la verdadera liturgia presupone que Dios responde y muestra cómo podemos adorarle”; (Ratzinger, 2012, p. 12; ver también pp. 448-449).
[17] “Pero espíritu y verdad no son conceptos filosóficos abstractos: la verdad es Él, y el espíritu es el Espíritu Santo, que proviene de Él” (Ratzinger, 2012, p. 493; ver también p. 25; Léon-Dufour, 2001, pp. 296-297).
[18] En Hb 13,15-16 se propone la indisoluble unidad de culto interior y exterior: “Y por medio de Él [Jesús], ofrezcamos a Dios sin cesar un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que confiesan su Nombre. Hagan siempre el bien y compartan lo que poseen, porque esos son sacrificios agradables a Dios”.
[19] No obstante, el culto cristiano no es reemplazado por la moral, sino que, abarcando toda la vida, integra la moral, pero abriendo y anticipando un horizonte escatológico, un horizonte de eternidad (Ratzinger, 2012, pp. 7-8; 34-35).
[20] “Un hecho tan fundamental como el de nuestra unidad real con un cuerpo, debe tener también consecuencias reales en nuestra vida diaria (…). Es decir, la liturgia de Cristo se celebra en cierto sentido con mayor realismo en el diario quehacer que en el acto ritual” (Ratzinger, 2005a, p. 31).
[21] Sobre la participación del hombre en la liturgia: Ratzinger (2012, pp. 518-523).
[22] En la misma línea, Hans Urs von Balthasar (1985) afirma que la Teología ha de ser un homenaje al Señor. “La mayor claridad posible de conceptos, unida a la intuición más profunda posible es, más allá de todos los propósitos y necesidades kerygmáticos, un acto de adoración (que se justifica por sí mismo) a Cristo, realizado en nombre de su esposa, la Iglesia” (p. 495).