La libertad en la vida psíquica.

Un análisis desde algunos autores de la Psicología contemporánea y santo Tomás de Aquino

Freedom in psychic life. An analysis from some authors of the contemporary Psychology and Saint Thomas Aquinas

 

Patricia Elena Schell

CEOP, Universidad del Norte Santo Tomás

de Aquino, Buenos Aires, Argentina

helenaschellmd@gmail.com

 

 

Resumen: Muchos autores de distintas corrientes de la Psicología han dedicado algunas obras a desarrollar la cuestión de la libertad en la vida psíquica. Influidos por el pensamiento moderno, no siempre han sabido desprenderse de una visión desvirtuada de la libertad y de la afectividad o del dualismo latente entre libertad y naturaleza. Es por ello que, para presentar una idea justa del lugar que ocupa la libertad en la vida psíquica, intentaremos realizar un breve recorrido por algunos enfoques que en torno a ella ha gestado la Modernidad, y que han influido en la psicología contemporánea a fin de captar las razones más profundas de la situación actual. A partir de allí intentaremos identificar, a la luz del pensamiento perenne de santo Tomás de Aquino, cuáles son las desviaciones o los errores que han caracterizado estas posturas y cuál es la propuesta que hace este autor a fin de apreciar más cabalmente el aporte que puede hacer a la Psicología y comprender el lugar que tiene en el desarrollo de la afectividad un auténtico ejercicio de la libertad.

 

Palabras clave: libertad, afectividad, espontaneidad, autorrealización, persona

 

Abstract: Numerous authors from different currents of Psychology have dedicated some papers to develop the question of freedom in psychic life. Influenced by modern thought, they have not always been able to free themselfves from a distorted vision of freedom and affectivity or the latent dualism between freedom and nature. For this reason, in order to present a fair idea of the place that freedom occupies in psychic life, we will try to make a brief overview of some approaches that modernity has gestated around it and that have influenced contemporary psychology in order to capture the reasons deeper than the current situation. From there, we will try to identify, in the light of the perennial thought of Saint Thomas Aquinas, what are the deviations or errors that have characterized these positions and what is the proposal that this author makes in order to appreciate more fully the contribution that it can make psychology and understand more fully the place that an authentic exercise of freedom has in the development of affectivity.

 

Keywords: Freedom, affectivity, spontaneity, self-realization, person

 

Recibido: 17/08/21

Aprobado: 19/10/21

Introducción

 

La afectividad en su común acepción indica una inclinación hacia el bien u objeto amado o, su contrapartida, el rechazo a todo aquello que se le opone. Todo el abanico de afectos que un hombre puede experimentar: amor, odio, alegría, tristeza, ira, temor, etc. se mueven entre estos dos elementos: la búsqueda del bien y el rechazo del mal.

Los afectos, dice santo Tomás de Aquino, son como los colores que dan vida a una pintura. Es esta variedad de matices y tonos la que anima nuestro mundo interior y lo impulsa hacia la perfección.

La libertad le agrega a la afectividad cierta espontaneidad por la cual esa inclinación no es violenta o externa, sino originaria del ser interior. De allí que la libertad está íntimamente unida a la afectividad.

Así, para comprender el desarrollo de la personalidad, es necesario comprender cómo se entrecruzan en el interior del hombre el dinamismo íntimo de la afectividad y la espontaneidad, pues no puede haber verdadero despliegue de la personalidad sin un desarrollo auténtico de esta afectividad y espontaneidad, y por lo tanto de la libertad.

La libertad, como ha sostenido el Magisterio de la Iglesia, es un don excelente de la naturaleza, propio y exclusivo de los seres racionales (León XIII, Libertas praestantissimum, 1). Es por esta libertad, nacida de la racionalidad, que el hombre es verdaderamente dueño de sus propios actos. No hay libertad si no hay racionalidad, pues los seres no racionales no son libres, sino que obran por necesidad, instintivamente.

Ahora bien, es llamativo el hecho de que, viviendo en una cultura que valora tanto la libertad, esta valoración no se traduzca en un desarrollo sano de la afectividad, sino todo lo contrario. Como indica por ejemplo Irala (1973), hoy en día presenciamos en lo afectivo una verdadera explosión interior de la humanidad, de proporciones similares a la que ha provocado la bomba atómica[1].

¿Tiene esta implosión afectiva alguna relación con una concepción también desviada de la libertad? ¿Puede ser ésta concebida como un ideal absoluto y toda obediencia a la autoridad, como signo de inmadurez o dependencia[2]?

De estas preguntas surge la necesidad de profundizar sobre el verdadero sentido de esta dimensión humana, a fin de captar qué lugar ocupa en el despliegue de la personalidad y cómo una concepción desviada de la misma contribuye a una desviación de la afectividad misma.

Muchos autores de distintas corrientes de la Psicología han dedicado algunas obras a desarrollar esta cuestión. Influidos por el pensamiento moderno, no siempre han sabido desprenderse de una visión desvirtuada de la libertad y de la afectividad o del dualismo latente entre libertad y naturaleza.

Es por ello que para presentar una idea justa del lugar que ocupa la libertad en la vida psíquica intentaremos realizar un breve recorrido por algunos enfoques que, en torno a ella, ha gestado la modernidad y que han influido en la Psicología contemporánea a fin de captar las razones más profundas de la situación actual.

A partir de allí, intentaremos identificar, a la luz del pensamiento perenne de santo Tomás de Aquino, cuáles son las desviaciones o los errores que han caracterizado estas posturas y cuál es la propuesta que hace este autor a fin de apreciar más cabalmente el aporte que puede hacer a la Psicología y comprender el lugar que tiene en el desarrollo de la afectividad un auténtico ejercicio de la libertad.

 

La libertad en Kant

 

Uno de los autores que más ha influido en la Psicología contemporánea y en este tema en particular ha sido Immanuel Kant. Su concepción de la afectividad, tanto sensible como espiritual, como de su relación con la inteligencia y la consecuente interpretación del sentido de la libertad humana, son claves para comprender la actual perspectiva desarrollada por la psicología. Más allá de que una comprensión acabada de su doctrina supondría un estudio más extenso, intentaremos aquí mostrar, a partir del desarrollo que hace en su obra Crítica de la razón práctica, el itinerario de su razonamiento a fin de confluir en aquellos principios que han influido en la mentalidad contemporánea en lo que a la libertad se refiere.

En Kant no encontramos una distinción clara entre una afectividad sensible y una afectividad espiritual. O mejor aún, lo que se entiende por afectividad se circunscribe más al plano sensible, de manera que no habría, propiamente hablando, afectos espirituales[3]. Según Kant, a la hora de considerar la afectividad, más allá de que algunos afectos dependan del conocimiento intelectual y otros del conocimiento sensible, lo que importa es que ambas dimensiones dependen en última instancia de un sentimiento de placer. Es el placer el que determina prácticamente la actividad afectiva y la fundamenta. Este placer es una fuerza viva de donde obtiene su causa la acción, al margen de la representación a través de la cual se expresa su objeto. Pretender distinguir entre ambas dimensiones de la afectividad en base a las representaciones de las que surgen es, para el filósofo de Königsberg, falta de perspicacia:

 

Es de extrañarse que hombres, por lo demás perspicaces, puedan creer encontrar una diferencia entre la facultad de desear inferior y la superior según las representaciones que están ligadas al sentimiento de placer tengan su origen en los sentidos o en el entendimiento. Porque cuando se pregunta por los fundamentos determinantes del deseo y se ponen en el agrado que se espera de alguna cosa, no importa de dónde provenga la representación de ese objeto que deleita, sino solo cuánto deleita ésta. Si una representación, bien que tenga su sede y origen en el entendimiento, puede determinar el albedrío solo porque supone en el sujeto un sentimiento de placer, entonces el que ella sea un fundamento determinante del albedrío depende completamente de la cualidad del sentido interno, a saber, de que este sentido pueda ser afectado con agrado mediante aquella representación. (Kant, 2005, p. 23)

 

La afirmación de que todas las facultades afectivas se reducen a la facultad de desear es de suma importancia, no solo porque aúna toda la afectividad en una única categoría, desde la cual será más sencillo redireccionar su acción, sino porque asimila la actividad propiamente afectiva al plano sensible, al poner como objeto el placer, que tiene una connotación más sensible que espiritual. De esta manera, la afectividad en principio parece ser reducida a su expresión más inmediatamente sensible: el placer que produce la consecución de un fin. Por esta razón también la voluntad, así considerada, tiene para Kant los mismos móviles que la afectividad sensible, al quedar condicionada por la búsqueda del placer, del agrado y del deleite. O, para hablar con más propiedad, mientras la voluntad conserva estos móviles, es solo una voluntad empírica, pero no una voluntad en el sentido pleno del término[4].

Según Kant, intentar atribuirle a esta voluntad empírica otros móviles que los relativos al deseo, es caer en el mismo error en el que incurren aquellos que, con pretensiones metafísicas, esperan alcanzar alguna verdad inmaterial a través de una especie de depuración o sutilización de lo material. Esta tentativa de elaborar una representación inmaterial a partir de algo material, es una contradicción en los términos:

 

Pero venderlos por ello como otra manera de determinar la voluntad, distinta a hacerlo mediante el sentido, ya que suponen, para la posibilidad misma de esos deleites, un sentimiento predispuesto en nosotros a ese efecto como primera condición de esa complacencia, es lo mismo que cuando unos ignorantes que quieren chapucear en la metafísica piensan la materia tan fina, tan superfina, que tal vez se marean a sí mismos y después creen que han ideado un ser espiritual y, sin embargo, extenso. (p. 25)

 

Al buscar satisfacer su propio deseo, las facultades apetitivas buscan lo que habitualmente se llama felicidad. Todos los principios prácticos materiales son, como tales, de una misma clase y pertenecen al principio universal del amor propio, o sea, de la propia felicidad” (p. 24). Pero la búsqueda de la felicidad pertenece al plano del amor egoísta o amor propio. Este amor propio no solo se opone al bien común o universal, sino que parece tener un cierto resabio de inmoralidad. En la medida que busco mi bien personal, mi deseo, mi felicidad, me opongo o me alejo cada vez más de lo universal. De allí que la libertad no puede fundarse en esta voluntad empírica, porque es tanto como erigirla sobre la búsqueda del placer o amor propio:

 

El placer, por consiguiente, es práctico solo en cuanto la sensación de agrado que el sujeto espera de la realidad del objeto determina la facultad de desear. Pero en un ser racional la conciencia del agrado de la vida, que acompaña permanentemente toda su existencia, es la felicidad, y el principio de hacer de la felicidad el fundamento determinante del albedrío es el principio del amor propio. Entonces todos los principios materiales que ponen el fundamento determinante del albedrío en el placer o displacer que se siente por la realidad de un objeto cualquiera son, en cuanto a eso, totalmente de la misma clase, así que todos ellos pertenecen al principio del amor propio, o sea, de la felicidad propia. (p. 23)

 

Así, cuando la voluntad se deja llevar por su deseo o inclinación al bien, o elige en base a ello, busca su propia felicidad, se busca a sí misma o busca satisfacer su amor propio. Esta última afirmación parece insinuar que, en la medida que la voluntad se inclina hacia el bien, lo hace por el placer que éste le proporciona que es tanto como decir felicidad o satisfacción del propio bienestar. Queda de esta manera la voluntad signada por la subjetividad o la materialidad, o más aún por una cierta inclinación al goce individual que parece insinuar cierto egoísmo.

Por oponerse a lo general o común, el deseo de felicidad o amor propio contamina la voluntad que debe despojarse de toda particularidad a fin de alcanzar aquella pureza que la haga espiritual o inmaterial. La voluntad debe separarse de todo deseo o inclinación a fin de ser pura o espiritual. Y esto lo hace la ley moral que presenta un ideal despojado de toda inclinación subjetiva que garantiza la pureza de intención sin propósitos dirigidos al bienestar personal. Lo moral, para Kant, es retirar de entre los móviles de la acción todo aquello que pretenda como fin la felicidad, entendida esta como satisfacción egoísta. Es esta pureza de toda intención extraña, la que garantizará la universalidad de la moralidad y su influencia[5].

La voluntad pura o santa, como la llama Kant, debe guiarse por el solo deber, desligada de toda inclinación o deseo, y en esto consiste la virtud. La voluntad santa es aquella que no está condicionada por ningún deseo en particular, sino que solo tiene la fuerza del imperio y esto es lo que garantiza que la acción sea libre, es decir, despojada de todo deseo subjetivo. La presencia de algún deseo supone estar sujeto a alguna afección patológica[6]. En este caso, aun cuando no necesariamente se pierda la libertad, se está en cierto modo bajo la órbita de la subjetividad, de la particularidad y esto se opone al carácter puro y objetivo propio del ámbito moral. La voluntad pura sería una especie de vacío objetivo y universal:

 

Pero en el hombre la ley tiene la forma de un imperativo, pues si bien se puede presuponer en él, como ser racional, voluntad pura, en cuanto ser sujeto a necesidades y a causas determinantes sensibles no se puede suponer una voluntad santa, es decir, una voluntad incapaz de máximas contrarias a la ley moral. Para este ser la ley moral es, pues, un imperativo que ordena categóricamente, porque la ley es incondicionada; la relación de una voluntad tal con esta ley es de dependencia, bajo el nombre de obligación que significa una coacción, si bien impuesta por la mera razón y su ley objetiva, a una acción llamada deber, porque un arbitrio afectado patológicamente (aunque no por eso determinado y, por lo tanto, también siempre libre), implica un deseo que deriva de causas subjetivas y por ello puede ser frecuentemente contrario al fundamento determinante objetivo puro y por ende necesita, como coacción moral, de una oposición de la razón práctica que puede ser llamada coerción interior, pero intelectual. (p. 37)

 

En la medida que la voluntad se va vaciando de todas sus inclinaciones y deseos es que va apareciendo en su genuina pureza la causalidad operativa del deber que garantiza por otro lado que los móviles de la acción no respondan a causas subjetivas sino a un motivo puro y moral[7].

Esta voluntad pura[8] es un ideal a alcanzar y supone un ejercicio constante de aproximación hacia esa especie de vacío intencional, que se identifica con la virtud que es como esa disposición constante y creciente de purificar el acto voluntario:

 

Esta santidad de la voluntad no es menos una idea práctica que debe servir de tipo a todos los seres racionales finitos: la única cosa que le es permitida es aproximarse indefinidamente a él, y la pura ley moral, que por eso mismo es llamada santa, coloca siempre esta idea misma ante sus ojos. Asegurarse este progreso indefinido, hasta hacerle constante y creciente, según máximas inmutables, es la virtud; y la virtud es el más alto grado que puede alcanzar una razón práctica finita, porque ésta, al menos como facultad adquirida naturalmente, jamás puede ser perfecta; y en caso semejante, la convicción es muy peligrosa y la certidumbre jamás apodíctica. (p. 38)

 

En la independencia de la voluntad con relación a la materia de la ley, es decir al deseo concreto que la moviliza, consiste para Kant la esencia de la libertad, por lo menos en su sentido negativo de ausencia de cualquier determinación. Su aspecto positivo consistirá en una autodeterminación de la razón pura práctica, es decir en la acción formulada por ella conforme al estricto deber y despojada de toda heteronomía y vuelta perfectamente autónoma:

 

La autonomía de la voluntad es el único principio de todas las leyes morales y de los deberes que les corresponden; por el contrario, toda heteronomía del albedrío no solo no funda obligación alguna, sino que es contraria a este principio y a la moralidad de la voluntad. El único principio de la moralidad consiste en la independencia de toda materia de la ley (es decir, de un objeto deseado) y, al mismo tiempo, en la determinación del albedrío mediante la mera forma legislativa universal de la cual una máxima debe ser capaz. Aquella independencia es la libertad en sentido negativo; en cambio, esta legislación propia de la razón pura y, como tal, práctica, es la libertad en sentido positivo. Por consiguiente, la ley moral no expresa nada más que la autonomía de la razón pura práctica, es decir, de la libertad; y esta misma es la condición formal de todas las máximas, única condición bajo la cual éstas pueden armonizar con la ley práctica suprema. (pp. 38-39)

La libertad en Kant se identifica entonces con la autonomía de la razón pura práctica, vale decir la voluntad pura, en cuanto se despoja de todo deseo patológico y se funda únicamente en el deber.

En conclusión, Kant quita del horizonte de los actos voluntarios la inclinación al bien como su acto principal y causa final, por considerarlo subjetivo, contrario a lo universal y racional y, por lo tanto, patológico. Para volverse pura la voluntad debe seguir una ley general despojada de toda inclinación subjetiva que determine su elección y esto es el imperativo categórico[9].

La libertad en Kant se identifica con la autonomía de la razón pura práctica (voluntad) en cuanto se despoja de todo deseo patológico y se funda en el solo deber. De allí que Kant afirme “el hombre que imaginamos solo vive por deber, porque está completamente disgustado de la vida” (p. 92).

Este breve recorrido que hemos hecho sobre algunas de las afirmaciones vertidas por Kant, nos permite sacar algunas conclusiones en lo relativo a su concepción de la libertad y su relación con la espontaneidad y la voluntad.

Como pudimos observar, para este autor por un lado es inadmisible una voluntad que se encuentre solicitada o determinada por un objeto extra-voluntario, pues esto significa admitir una dependencia contraria a la razón misma de libertad. En este nivel lo que llamamos voluntad no es verdaderamente tal, sino que está subsumido en la sensibilidad y por lo tanto en la subjetividad. Solamente cuando la voluntad es capaz de despojarse de toda motivación particular y guiarse conforme a la ley es que se convierte en verdaderamente tal, distinta de la sensibilidad y auténticamente moral y racional[10]. En este caso, ¿qué es lo que mueve a la voluntad a actuar? La voluntad autónoma es la que se da a sí misma la ley. Así la libertad es la misma voluntad en cuanto se despoja de toda inclinación específica y se da a sí misma su propia determinación al concebir un ideal racional del deber por el deber mismo[11]. Esta es, según han hecho notar algunos especialistas, la única manera que tiene Kant de superar la dicotomía libertad- necesidad, tan presente en su vida y obra como un legado del dualismo cartesiano y coherente con su visión negativa de la sensibilidad. La voluntad se libera de la necesidad y queda en condiciones de forjar su propia causalidad. La libertad es libertad creadora.

Sin embargo, de esta manera, no solo se acentúa el dualismo entre libertad y necesidad, sino que se profundiza dicha escisión al incluir una nueva dicotomía, aquella que existe entre inclinación y ley. Allí donde hay inclinación hay deseo y por lo tanto subjetividad y por lo tanto no se está en el plano verdaderamente racional. Quitada esta inclinación aparece la ley objetiva, que es la condición formal del uso de la libertad. Es aquí en donde nace a juicio de Kant la auténtica espontaneidad. Como tan lúcidamente ha señalado el Dr. Iturralde Colombres (2016):

 

Una causalidad libre o una libertad causal se da la ley por la que se determina a obrar, el fin y fundamento de la acción es el hombre en tanto racional, pero el hombre en tanto racional es espontaneidad y libertad “de todo lo inteligible no hay absolutamente nada más que la libertad –por medio de la ley moral– que tenga realidad para nosotros” (Crítica de la razón pura). Luego el hombre es la libertad causal para nosotros. (p. 10)

 

Como lo determinado es algo físico, así lo espiritual, que no puede ser imaginado o carece de toda determinación, aunque tenemos la tentación de determinarlo de algún modo, solo puede corresponder a la libertad entendida esta como indeterminación y como causalidad eficiente: como una capacidad autocreadora[12].

Cuando el bien desaparece como principio y fin del obrar humano, es decir como aquello hacia lo cual la voluntad se inclina por naturaleza como primer acto, la inteligencia ya no tiene un fundamento sobre el cual discernir la acción correcta. De esa manera ella tiene que crear un fin propio, por eso la voluntad es causalidad eficiente, creadora. Uno crea sus propios fines. Esa creación es lo que se identifica con la libertad y esa libertad es lo que se identifica con la dimensión espiritual.

 

La libertad en la Psicología contemporánea

 

Victor Frankl

 

La concepción kantiana de libertad como autorrealización junto con el dualismo entre naturaleza y libertad, o inclinación y libertad, pasa directamente a la Psicología. Entre los autores en los que es especialmente manifiesta esta influencia podemos destacar a Victor Frankl.

Según el padre de la logoterapia, el espíritu es libertad y por lo tanto capacidad de oponerse a la facticidad de la naturaleza. En el plano psicofísico habría una especie de condicionamiento, nuestro cuerpo tiene sus propias leyes. Incluso el inconsciente reprimido freudiano, conformado por los impulsos, supondría una especie de determinismo psíquico. Pero habría una dimensión propiamente espiritual que se caracterizaría por la libertad, es decir por la capacidad de autodeterminación.

 

El ser hombre propiamente comienza por tanto allí donde deja de existir el ser impulsado, para a su vez cesar cuando cesa el ser responsable. Se da allí donde el hombre no es impulsado por un ello, sino que hay un yo que decide. (Frankl, 1988, p. 24)

 

Frente a la facticidad psíquica se levanta el ser responsable, que es aquel que toma conciencia de su libertad.

Lo espiritual es por definición para Frankl lo libre. Este nivel de libertad corresponde al ser personal[13]. De allí que el carácter se corresponde con el plano psíquico, con la predisposición genética o lo que brota de ella, mientras que la persona es espiritual. La persona se contrapone al carácter en la medida que el ser personal es el que nos permite estar por encima de las determinaciones psicofísicas. El carácter es algo creado, la persona es creadora:

Hay una palabra que expresa lo que está en el hombre y con lo que el hombre se halla confrontado: el carácter. Aquello en el hombre con lo que la persona se contrapone, es el carácter psíquico. La persona es libre; pero el carácter no lo es; más bien, la persona es libre frente a su carácter. Esto se desprende ya del hecho de que la persona sea espiritual, mientras que el carácter constituye algo psíquico y corresponde a la predisposición genética y brota de ella. El factor genético que el hombre ha recibido en dote constituye su carácter, pero este representa, por decirlo así, el genotipo psíquico; lo que el hombre hace con su caudal hereditario, lo que configura con él, correspondería al fenotipo. Pero la instancia que efectúa esa configuración es la persona. Por eso cabe decir que el carácter es algo creado, en tanto que la persona es creadora. (Frankl, 1987, p. 181)

 

Esta libertad propia de la dimensión espiritual no es para Frankl solo superación o contraposición del plano psicofísico o inferior, lo que podría implicar alguna subordinación a un orden superior o determinación desde arriba o desde el mundo de los valores. La libertad es, además, libertad frente al espíritu objetivo:

 

Expresiones como “estar orientado hacia…” y “estar marcado por…” significan que toda esta autoconfiguración no constituye una determinación, ni siquiera “desde arriba”; si el espíritu se “deja” llevar de los instintos, también puede dejarse determinar por el sentido y por los valores. La persona, el sujeto espiritual, no solo posee libertad “desde el” organismo psicofísico y “hacia el” espíritu objetivo, sino también “frente al” espíritu objetivo. (p. 183)

 

De allí que una terapia espiritual o existencial o trascendental, como la llama él, es una terapia que apunta al desarrollo de la libertad. Pero la libertad en sentido kantiano: una libertad autocreadora, que pone sus propios fines, que es espontaneidad o autonomía. El hombre se hace verdaderamente tal en la medida que desarrolla esta libertad o esta espontaneidad que es una especie de autocreación.

Esta autocreación lleva a desplegar la verdadera individualidad. Por eso para este autor –y en esto ya se aleja de Kant–, lo que importa es la manifestación de esta separación, que no es otra cosa que ser individuo. Individualidad que se da solo en esta dimensión espiritual. Pues si bien la verdadera personalidad está marcada por el sentido y los valores, éstos no son determinaciones para él, porque la persona debe ser libre incluso frente a ellos: “El ser humano no es solamente un ‘ser que decide’, sino también un ‘ser separado’. Ser hombre no es pues otra cosa que ser individuo” (Frankl, 1988, p. 25).

Es por esta razón que, para el padre de la logoterapia, la humanidad evolucionará, no hacia una religión universal, sino hacia una religión profundamente personalizada, como la llama él, en la que cada uno encuentre su lenguaje propio e individual[14].

En síntesis, toda terapia orientada a tratar solo el carácter o las determinaciones psicofísicas es por lo menos incompleta, sino equivocada, pues queda encerrada en el psicologismo y no se abre a la dimensión espiritual. El psicologismo cosifica y objetiva a la persona, en la medida en que se centra en las determinaciones. La psicoterapia existencial no considera a la persona como una realidad substancial en el sentido tradicional del término, pues esto sería quedar atrapado en una nueva determinación, sino en el sentido espiritual. Esto espiritual no es algo determinado, sino que es pura dynamis[15]. Nuevamente, como en Kant, intentar aferrar o conceptualizar lo espiritual es un intento vano de sutilizar lo material, de objetivizar, de allí que lo espiritual solo puede ser definido como libertad, como acción, como realidad dialéctica que puede incluso contraponerse a sí misma, manifestándose en ello su carácter inmaterial. Se trata de una realidad creativa sin fondo y por eso es un misterio que no se comprende, sino se elucida, porque se autocomprende.

 

Efectivamente en la psicoterapia se trata en todo momento de movilizar, de hacer valer una y otra vez la existencia espiritual, precisamente en el sentido de un estado de responsabilidad libre que nos ponga dicha existencia ante los ojos, contraponiéndola así a la condicionalidad solo en apariencia tan fatal, de la facticidad psicofísica. Frente a esta facticidad es menester, pues, despertar la conciencia de libertad, de esa libertad y responsabilidad que constituyen lo propio del ser hombre. (p. 25)

 

La persona entendida como una realidad substancial (entiéndase: en sentido tradicional) es todavía algo determinado, y por lo tanto algo creaturístico, que no entra en la dimensión espiritual. La existencia o la persona existencial en la medida en que es espiritual va más allá de lo fáctico, de lo dado, es precisamente espiritual y por eso libre:

 

Lo que en el sentido tradicional se entiende por persona profunda nada tiene que ver con un modo de ser personal, sino que ya de buenas a primeras representa un ser como si dijéramos “creaturístico”, es decir un algo que no atribuimos a la existencia, sino a la facticidad, y que tendríamos que incluir dentro de lo psicofísico, no dentro de lo espiritual. (p. 28)

 

Encontramos aquí elementos semejantes a la concepción kantiana o dependientes de ella. La idea de lo espiritual como algo indeterminado en contraposición a la determinación psicofísica, propia de la dimensión inferior de la existencia humana. Además, el intento de escapar de estos condicionamientos a través de una libertad entendida como autocreación. En este punto aparece una distinción y separación respecto del ideal kantiano del deber como principio y fundamento de lo moral. Para Frankl, por encima de estos valores orientadores, el espíritu puede desarrollar su verdadera individualidad en tanto es capaz, por ser precisamente espiritual, de oponerse a lo absoluto o genérico.

 

Eric Fromm

 

Eric Fromm es otro autor que habla sobre el tema de la libertad como autodeterminación, aunque su posición procede de un análisis más explícitamente teológico antes que filosófico, como es el caso de Victor Frankl, de clara raigambre existencialista.

Para este autor, el hombre es producto de una evolución, llamada proceso de individuación, a través del cual, a partir de un estado de unidad indistinta con el entorno, va ganando por uso de la libertad su auténtico yo, en la medida que desarrolla la espontaneidad en el amor y el trabajo creativo. Por el contrario, todo aquel que, por temor a perder estos vínculos originarios, no se atreve a sobrellevar la soledad que supone este proceso, sucumbe en la sumisión y consecuente disminución de su yo:

 

El hombre, cuanto más gana en libertad, en el sentido de emergencia de la primitiva unidad indistinta con los demás y la naturaleza, y cuanto más se transforma en “individuo”, tanto más se ve en la disyuntiva de unirse al mundo en la espontaneidad del amor y del trabajo creador o bien de buscar alguna forma de seguridad que acuda a vínculos tales que destruirán su libertad y la integridad de su yo individual. (Fromm, 2008, p. 48)

 

Es dando este salto a la libertad que se comienza a ser verdaderamente hombre o verdaderamente individuo, que aquí son la misma cosa.

Una imagen significativa para Fromm de la relación que el hombre experimenta entre naturaleza y libertad, la ofrece el, así llamado por él, mito del pecado original.

El hombre antes del pecado original era un ser que no tenía libertad y, por lo tanto, estaba identificado con la naturaleza pues no conocía la diferencia entre el bien y el mal. Solo en la medida en que hizo un acto de libertad y decidió rebelarse contra la prohibición divina, apartándose y distinguiéndose del orden que existía en el paraíso, es que se volvió verdaderamente tal, verdaderamente individuo. También aquí la única forma de adquirir la individualidad es a través del acto de la libertad. Pero la libertad supone el pecado, porque no hay otra forma de independizarse de este orden dado sino oponiéndose a él.

El precio que el hombre tiene que pagar por su libertad e individualidad, que es lo verdaderamente humano, es el de oponerse a la naturaleza y al orden dado por Dios y este es el acto espiritual por antonomasia. Por eso Fromm titula una de sus obras El miedo a la libertad. El hombre quiere ejercitar su libertad, ya que ese es el único ejercicio que lo hace ser individuo, persona, único, independiente. Pero eso supone oponerse al orden establecido y eso produce angustia y, como el hombre está envuelto en ese conflicto, hasta que no logra dar ese paso no es verdaderamente hombre, humano. Tal era la situación del hombre antes del pecado original. De allí que esta situación originaria sea arquetipo del proceso que debe desarrollarse en todo hombre para ser verdaderamente tal:

 

Una imagen particularmente significativa de la relación fundamental entre el hombre y la libertad la ofrece el mito bíblico de la expulsión del hombre del paraíso. El mito identifica el comienzo de la historia humana con un acto de elección, pero acentúa singularmente el carácter pecaminoso de ese primer acto libre y el sufrimiento que éste origina. Hombre y mujer viven en el Jardín edénico en completa armonía entre sí y con la naturaleza. Hay paz y no existe la necesidad de trabajar; tampoco la de elegir entre alternativas; no hay libertad, ni tampoco pensamiento. Le está prohibido al hombre comer del árbol del conocimiento del bien y del mal: pero obra contra la orden divina, rompe y supera el estado de armonía con la naturaleza de la que forma parte sin trascenderla. Desde el punto de vista de la Iglesia, que representa a la autoridad, este hecho constituye fundamentalmente un pecado. Pero desde el punto de vista del hombre se trata del comienzo de la libertad humana. Obrar contra las órdenes de Dios significa liberarse de la coerción, emerger de la existencia inconsciente de la vida prehumana para elevarse hacia el nivel humano. Obrar contra el mandamiento de la autoridad, cometer un pecado, es, en su aspecto positivo humano, el primer acto de libertad, es decir, el primer acto humano. (pp. 59-60)

 

Evidentemente este proceso de individuación no es únicamente personal, sino que la humanidad entera ha ido dando estos pasos de desprendimiento de sus lazos originarios para alcanzar la madurez del hombre racional. Este proceso habría tenido su mayor intensidad, según nuestro autor, a partir de la Reforma protestante y se ha extendido hasta nuestros días (p. 134).

Así tenemos dos éticas: la autoritaria, basada en los mandamientos externos, como la recién citada del mito edénico, que recibe su fuerza de la voluntad y dominio divino y otra ética humanista, en donde es el hombre quien se da a sí mismo la ley. Nuevamente el supuesto conflicto entre naturaleza y libertad vuelve a zanjarse haciendo de esta última una capacidad autocreadora de la ley:

 

En la Ética autoritaria una autoridad es la que establece lo que es bueno para el hombre y prescribe las leyes y normas de conducta; en la Ética humanista es el hombre mismo quien da las normas y es a la vez el sujeto de las mismas, su fuente fontal o agencia reguladora y el sujeto su materia. (Fromm, 1985, pp. 45-46)

 

Hay aquí nuevamente un dualismo entre la naturaleza, como algo determinado y dado por Dios al que se debe obediencia[16] y la individualidad y originalidad propia que solo puede surgir por oposición a estos mandatos. Esto natural no es lo verdaderamente humano. Lo verdaderamente humano para Fromm, siguiendo en esto a los autores anteriores, es lo espiritual, y esto está identificado con el acto de la libertad que es oposición al orden establecido. Por eso el precio que el hombre paga por su libertad es oponerse a Dios, aunque de ello emerge el hombre, lo verdaderamente humano. Para alcanzar este estado se debe superar el temor a la soledad y la recompensa es llegar a ser verdaderamente individual, original, único. En este sentido, Fromm se acerca a las terapias llamadas de la responsabilidad, por entender que este proceso o este salto hacia la propia individualidad supone la asunción responsable de la propia existencia.

Como podemos ver, esta mentalidad que tiene un origen remoto en el dualismo cartesiano, pasando por la concepción kantiana de la libertad, llega a nuestros días, con variados matices, a los que no nos hemos referido en su totalidad, a través de la psicología, a la idea de libertad como autocreación, como sinónimo de vida espiritual y como oculta oposición al orden natural o sobrenatural o a toda autoridad que lo ostente. La psicoterapia, como camino o método dirigido a propiciar alguna transformación individual o cultural, está orientada a favorecer este proceso de individuación, única salida en apariencia posible frente a este fatalismo, más o menos dramático, que envuelve al hombre, que se encuentra entre la disyuntiva de atender a sus meros deseos instintivos, u obedecer un deber anónimo desconocedor de sus impulsos más genuinos o a despojarse de ambas trampas y atender a sus más genuinas y, podríamos decir ambiguas aspiraciones, aunque esto signifique rebelarse contra el orden establecido.

 

La libertad en santo Tomás de Aquino

 

El fundamento metafísico de la libertad

 

A esta altura de la reflexión cabe preguntarse de nuevo ¿qué se entiende por libertad? ¿Qué lugar ocupa en el desarrollo psíquico? Porque como dijimos al principio, la libertad es algo que está intrínsecamente unido a la naturaleza del hombre, es algo que hace a la espontaneidad humana y tiene su importancia en el desarrollo de la persona humana.

¿Es verdad que para ejercitar esta libertad tenemos que oponernos o contradecir nuestras inclinaciones naturales o liberarnos de los condicionamientos que nos impone el orden dado? ¿Hasta qué punto el único camino para adquirir nuestra individualidad es la distinción por oposición?

Para responder a estas cuestiones recurriremos a santo Tomás de Aquino. El análisis que nos ofrece en torno a estos planteos es amplio y profundo, como esperamos mostrar. Pero, además, la precisión conceptual, coherente con toda su metafísica, nos proporciona una respuesta a las mismas cuestiones que quedan sin resolver en la filosofía moderna o en los epígonos manifiestos en la psicología contemporánea.

Al igual que en el planteo kantiano la idea de libertad en santo Tomás está asociado al de la causalidad. Siguiendo a Aristóteles, el Aquinate entiende que lo libre es causa de sí mismo. La libertad estaría relacionada con la capacidad de automoción (Summa contra Gentiles, l. 1, c. 72).

Las creaturas irracionales están dotadas de automovimiento, porque poseen un principio interior, la forma, del cual procede ese movimiento. En el hombre encontramos además un principio superior de automovimiento, ya que, a la automoción arriba mencionada, se le agrega el hecho de que la forma que posee, el alma espiritual, es subsistente, es decir tiene el ser por sí misma de manera incorruptible, por lo cual los actos que proceden de esta forma se caracterizan por esta misma incorruptibilidad y son reflexivos (S. Th. I, q. 75, a. 2). Por eso a esta automoción, en el sentido entitativo de la palabra, se le agrega esta automoción operativa que supone la capacidad de ser conscientes del fin y de los actos que llevan a él[17].

El carácter reflexivo de las facultades superiores implica una causalidad y una automoción superior, siendo este el fundamento metafísico de la libertad: se es libre porque se tiene el ser de manera personal, como veremos, y porque en la medida en que se realizan operaciones espirituales por las cuales se puede reflexionar sobre los propios actos, se es dueño de ellos de una manera más excelente:

 

Si el juicio de la [potencia] cognitiva no estuviera en poder de alguien, sino que fuera determinado por otro, tampoco el apetito estaría en su poder, y, por consiguiente, ni el movimiento, ni la operación absolutamente. Pero el juicio está en poder de quien juzga según que este puede juzgar acerca de su propio juicio; pues podemos juzgar acerca de lo que está en nuestro poder. Juzgar acerca de su propio juicio pertenece solo a la razón, que reflexiona sobre su acto, y conoce las relaciones de las cosas acerca de las que juzga, y por las que juzga. Por esto, toda la raíz de la libertad está asentada en la razón. (De Veritate, q. 24, a. 2)

 

La persona humana es por sí misma no en el sentido de que no depende de una causa superior para existir o de que se da el ser a sí misma, sino en cuanto posee un alma que pertenece al género de la substancia, es decir, subsiste por sí, tiene el ser en sí. La causalidad de la creatura es verdadera causalidad, pero no primera, no es creadora ex nihilo, sino que es causalidad segunda. Si bien esta causalidad no es entitativa sino operativa, ella afecta profundamente al ser substancial de la persona, pues las facultades superiores por ser espirituales pertenecen a la interioridad de la persona, y son como una extensión operativa de su ser[18].

La noción de libertad está profundamente unida a la de persona, en cuanto esta indica un modo de subsistencia y de automoción especial que consiste no solo en moverse a sí misma, tener el ser en sí, sino en que puede conocer el fin y volver sobre los propios actos, lo cual es un modo de posesión y subsistencia superior. Se es persona porque se tiene un modo de subsistencia particular por el cual se es dueño de los propios actos y en esto consiste precisamente la esencia de la libertad, en que hay causalidad intrínseca del propio obrar.

De allí que el hombre es libre porque es substancia espiritual, lo cual significa en primer lugar que subsiste por sí mismo con un modo de existencia que no depende de la materia, pero además este modo de subsistencia se extiende a sus operaciones, por lo cual, teniendo la potestad de volver sobre sus propios actos, es dueño de esos mismos actos.

Además, este modo de posesión personal del acto de ser es el fundamento ontológico de la individualidad. El hombre es substancia y la substancia es unidad y, como el ser de esta substancia es personal, racional, su ser es más perfecto y por lo tanto más perfecta su unidad e individualidad. El ser individuo nos viene principalmente del ser personal y no de la libertad. Por el contrario, la libertad nos viene del ser personal y de esta individualidad y no al revés, pues la persona es lo más individual en el género de la substancia[19]. Ser humano en santo Tomás no es lo mismo que ser persona. Ser humano indica la esencia universal, el ser persona indica el subsistente distinto en la naturaleza racional (De Potentia, q. 9, a. 4). Esta individualidad se traslada luego al orden operativo, pues los actos son del supuesto, es decir de la substancia[20], como reza el adagio medieval.

Aunque lo universal y lo particular se encuentren en todos los géneros, sin embargo, de un cierto modo especial el individuo se encuentra en el género de la sustancia. Pues la sustancia se individúa por sí misma, pero los accidentes se individúan por el sujeto, que es la sustancia. Pues se habla de esta blancura en cuanto está en este sujeto. Pero todavía de un modo más especial y perfecto se encuentra lo particular e individuo en las sustancias racionales, que tienen dominio de sus actos, y no solo son actuadas, como las demás, sino que actúan por sí mismas. Pero las acciones están en los singulares. Por eso también entre las demás sustancias tienen un nombre especial las singulares de naturaleza racional. Este nombre es “persona”. (S. Th. I, q. 29, a. 3, ad. 2)

 

Para el Aquinate, la individuación no es un proceso ni entitativo ni operativo, por el cual paulatinamente se pasa de un ser homogéneo o indistinto a un ser separado del resto. Para santo Tomás, el acto de ser, que es dado, en este caso personal, constituye desde el principio un individuo único, el cual funda un modo propio de obrar que permitirá desde el punto de vista operativo, y en la medida que se desarrollen más las facultades espirituales, realizar actos cada vez más personales que irán moldeando una personalidad única[21].

El hombre posee una amplia posibilidad de perfeccionamiento a través de las operaciones, que están ordenadas a enriquecerlo a través del conocimiento que puede aumentar cada vez más y dirigirse en cada persona a temas muy diversos; o a través del afecto por el cual se puede unir por inclinación a mayores y variados bienes. Todo esto va delineando y profundizando aquello que se es desde el principio, pero de un modo muy diverso en cada uno. Por eso, si bien esas posibilidades no se dan en acto desde un principio, sino en el tiempo, se tiene desde el principio el ser personal desde el que brota esa virtualidad, que se completa en relación a los objetos que están fuera del sujeto[22]. Este proceso de perfeccionamiento puede ser llamado realización o autorrealización, si con ello queremos indicar que este despliegue de la persona en el plano dinámico existencial se da a partir del ejercicio de sus propias facultades interiores. Sin embargo, no podemos llamarlo individuación o atribuirlo a un proceso de individuación, porque esta individualidad está desde el principio y se va perfeccionando y acentuando operativamente con el paso del tiempo.

Finalmente, este modo de autoposesión es el fundamento de la espontaneidad. Se obra espontáneamente no porque se prescinda de un bien extramental al cual dirigirse, sino porque esa inclinación al bien nace de la interioridad del sujeto subsistente que no solo tiene el ser en sí mismo, sino que obra por sí mismo desde sus principios internos.

Ser libre no es tanto prescindir de una inclinación hacia un objeto (pretender prescindir de todo objeto sería proclamarse omnipotente), sino que la inclinación hacia el objeto proceda del interior del sujeto como un ejercicio connatural y propio suyo[23]. Y esta es la esencia del amor (S. Th. I-II, q. 26, a. 1). De allí que todo el que actúa por amor lo hace por sí mismo y en la medida que actúa por sí mismo es libre y no siervo[24]. Al contrario de Kant, para santo Tomás, lo que impide el ejercicio de la voluntad libre no es la presencia de un objeto. Si tal no existiera no habría razón para el operar, se obraría en el vacío, nunca se agregaría una nueva perfección, sino que el sujeto quedaría encerrado en sí mismo. Lo que contraría a la libertad es que el movimiento hacia el objeto sea producido externamente o violentamente. El amor del que brota la inclinación es lo que hace que el movimiento surja de la interioridad y pueda ser llamado espontáneo o connatural[25].

 

El ejercicio del libre albedrío

 

Es a partir de estos presupuestos que podemos acceder a un análisis más preciso de la libertad en lo que a su ejercicio concreto se refiere. Decimos que alguien es libre en cuanto es causa de sus propios actos, es decir, los actos encuentran su fundamento ontológico y operativo en el propio sujeto que se mueve. Veamos ahora el constitutivo íntimo de aquellos actos que llamamos libres.

El Aquinate, cuando realiza este análisis, ya no usa la expresión libre, sino libre albedrío. En la primera parte de la Suma Teológica dice que el libre albedrío no es una potencia, sino la característica de ciertos actos. Sin embargo, como todo acto procede de un hábito o de una potencia, el libre albedrío designa también el hábito o la potencia del que procede:

 

Aun cuando en su sentido gramatical, libre albedrío significa un acto, sin embargo, en el uso corriente llamamos libre albedrío a lo que es principio de este acto, esto es, aquello en virtud de lo que el hombre juzga libremente. En nosotros el principio de un acto es tanto la potencia como el hábito, pues decimos que conocemos algo por la ciencia y por la potencia intelectiva. Por lo tanto, es necesario que el libre albedrío sea una potencia, o un hábito, o una potencia juntamente con algún hábito. (S. Th. I, q. 83, a. 2)

 

Una vez establecido esto, pasa a considerar de qué facultad procede el libre albedrío: de la inteligencia o de la voluntad.

Para esto analiza el acto mismo de la elección: si bien encontramos en ella una consideración de los medios que llevan al fin, y en este sentido supone un movimiento de la razón, lo que principalmente observamos en el acto de la libertad es que hay un deseo o inclinación nacido de ese consejo: analizamos los diversos medios para elegir o inclinarnos hacia alguno de ellos con preferencia de los restantes. Como el bien es el objeto al que se inclina la facultad apetitiva (llámese voluntad en este caso), aunque supone un acto previo de la razón, el libre albedrío es un acto de la voluntad antes que de la inteligencia:

 

La elección es lo propio del libre albedrío, y por eso se dice que tenemos libre albedrío, porque podemos aceptar algo o rehusarlo, y esto es elegir. De este modo, la naturaleza del libre albedrío debe ser analizada a partir de la elección. En la elección coinciden en parte la facultad cognoscitiva y en parte la facultad apetitiva. Por parte de la facultad cognoscitiva, se precisa la deliberación o consejo, por el que se juzga sobre lo que ha de ser preferido. Por parte de la facultad apetitiva se precisa el acto del apetito aceptando lo determinado por el consejo. Así, Aristóteles en VI Ethic. en cierto momento deja en duda si la elección pertenece principalmente a la facultad cognoscitiva o a la apetitiva, pues dice que la elección es un entendimiento apetitivo o un apetito intelectivo. Pero en III Ethic. se inclina por afirmar que se trata de un apetito intelectivo, llamando elección al deseo dependiente de un consejo. El porqué de esto radica en que el objeto de la elección son los medios que llevan a un fin, y el medio en cuanto tal es el bien llamado útil. Por lo tanto, como quiera que el bien en cuanto tal es el objeto del apetito, se sigue que la elección es sobre todo un acto de la potencia apetitiva. Consecuentemente, el libre albedrío es una potencia apetitiva. (S. Th. I, q. 83, a. 3)

 

Hay un cierto paralelo entre los actos de la inteligencia y los de la voluntad, por esto no todos los actos de la voluntad son iguales, y ambas facultades están estrechamente relacionadas. En algunos de ellos la inclinación, acto principal de la facultad apetitiva, es simple, es decir, orientada directamente al bien, mostrado por la inteligencia sin ninguna otra mediación. Otros actos son más complejos porque la inclinación al bien está mediada por la elección de los medios que conducen a dicho fin.

Esta forma de operación es consecuente con la operación misma de la inteligencia de la que depende: así como el intelecto llega por simple inducción a captar los primeros principios del ser y del obrar para, a partir de ellos, por el ejercicio de la razón moviéndose de la consideración de una cosa a la otra, alcanzar verdades menos evidentes; así también la voluntad se inclina en primer lugar espontáneamente al fin y en un segundo acto elige, como considerando varias posibilidades e inclinándose hacia una de ellas con preferencia de las otras, aquellos medios que permiten llegar al fin.

 

Es necesario que las potencias apetitivas sean proporcionadas a las aprehensivas, como dijimos anteriormente. Ahora bien, lo que en la percepción intelectiva es el entendimiento con respecto a la razón, eso mismo es en el apetito la voluntad con respecto al libre albedrío, que no es otra cosa que la facultad de elección. Esto resulta claro por la correlación de sus actos y de sus objetos. Pues entender implica la simple percepción de una cosa. Por eso, y en rigor, solo entendemos los principios que se conocen por sí mismos sin un proceso comparativo. Razonar consiste propiamente en pasar del conocimiento de una cosa al conocimiento de otra. Por eso, el objeto propio del razonamiento son las conclusiones a las que se llega por medio de los principios. Por parte del apetito, querer significa el simple deseo de algo. Por eso se dice que la voluntad tiene por objeto el fin, deseado por sí mismo. Elegir significa querer una cosa para conseguir otra. Por eso, su objeto propio son los medios que llevan al fin. Ahora bien, lo que en el orden cognoscitivo es el principio con respecto a la conclusión, a la que asentimos por los principios, eso mismo es en el orden apetitivo el fin con respecto a los medios deseados por razón del fin. (S. Th. I, q. 83, a. 4)

 

Tenemos inteligencia y voluntad. La voluntad tiene como primera inclinación natural, y en este sentido no es libre, el bien. Pero hay bienes que son contingentes, que son los medios, y hacia ellos la voluntad no está inclinada por necesidad, sino por elección.

En ese sentido la voluntad depende de la inteligencia en cuanto racional. La inteligencia tiene dos aspectos: intellectus y ratio. Hay una primera captación de la verdad cuasi intuitiva que llamamos intellectus, pero hay una verdad a la que llegamos a través de un discurso o discurriendo que llamamos ratio.

Del mismo modo, la voluntad tiende al bien último necesariamente, y en este sentido se compara con el intellectus. A esta inclinación primera y necesaria de la voluntad la llamamos voluntas ut natura. Pero, respecto de los otros bienes que no son últimos o necesarios, la voluntad se inclina a uno u otro según el movimiento de la razón, que puede mostrar cuál es más conveniente. Así, a la voluntad que se inclina más a un bien que a otro la llamamos voluntas ut ratio.

Este ejercicio es el que santo Tomás llama libre albedrío antes que libertad, y reserva esta última expresión para referirse al hecho de que un ser tiene en sí mismo las causas de su obrar: liber est causa sui.

Así es como en el orden natural se ejercita la libertad. Hay un fin último que el hombre no puede elegir, al cual está inclinado por naturaleza, en el que consiste su felicidad, y hay medios a los que el hombre no está inclinado necesariamente, que pueden ser elegidos en función de lo que la inteligencia propone a la voluntad como consejo. En ambos casos el acto de la voluntad consiste en una inclinación, pero en este último la inclinación es libre, porque brota de la consideración de varias opciones. Siendo que esta inclinación procede de una facultad espiritual y reflexiva que puede volver sobre su propio acto y querer querer, decimos con más propiedad todavía que es dueña de sus propios actos.

Nos encontramos en una posición muy diversa de aquella planteada por Kant. No solo la voluntad se caracteriza aquí por conservar su inclinación al bien, sino que este bien se refiere a una realidad extramental.

El Aquinate, como todo filósofo realista, parte de una realidad dada cuya posibilidad, siendo que existe, no hace falta demostrar. Es a partir de esta realidad recibida que analiza y profundiza sobre su modo de ser y obrar. El hombre es un ser que tiene una naturaleza dada. Esta determinación, tanto física como espiritual, indica un límite, pero también una realidad y como tal una perfección, un bien a partir del cual se abre una amplísima variedad de posibilidades, sobre todo en la dimensión espiritual. Posibilidades que pueden ser actualizadas por la propia operación en interacción con las cosas que lo rodean. Ser libre significa que la persona humana tiene en sí misma aquellos principios a partir de los cuales puede concretar esa perfección y darle una especificación propia, como algo a adquirir.

 

La libertad de los hijos de Dios

 

Hasta aquí el análisis fenomenológico que el Aquinate nos ofrece acerca del acto concreto de la libertad. Hay ejercicio del libre albedrío porque el hombre es un ser perfectible. Sin embargo, esta perfectibilidad no siempre se ve lograda, más aún, se ve profundamente frustrada adquiriendo esta desviación las formas más diversas.

Cuando observamos al hombre en el ejercicio mismo de su libertad, vemos que no siempre es capaz de razonar suficientemente y de tomar consejo como para decidir de la mejor manera. Así como en su corazón está la posibilidad de su propia perfección, está la posibilidad de su propia perdición. El mismo Aquinate reconoce que a veces se presentan situaciones repentinas en las que hay que decidir rápidamente y se obra más por la inclinación, forjada de manera habitual, que por una acción suficientemente deliberada y libre[26].

Esta situación procede del hecho de que nuestra naturaleza se encuentra herida por el pecado original. Herida que hunde sus raíces en el ser mismo del hombre (S. Th. I-II, q. 83, a. 1) y se extiende a todas sus operaciones (S. Th. I-II, q. 83, a. 3), por lo que ellas son deficientes, hasta que no sean restauradas por la gracia santificante.

Por eso el análisis que hagamos de la libertad humana, sin una perspectiva sobrenatural resultará para el Aquinate incompleto o deficiente, siempre que no consideremos las causas más profundas del obrar desordenado en el hombre, que procede del pecado original. El pecado original no es un mito, es un hecho histórico, una verdad de fe, que explica el sentido último (aunque no desconectado con las causas próximas) de los males que padece la humanidad[27]. Por esta herida, a la que luego se suman las deficiencias personales, fruto de la historia individual y la configuración personal, es que no siempre la inteligencia puede razonar adecuadamente o la voluntad inclinarse al bien (S. Th. I-II, q. 82, a. 4, ad. 1). De allí que cuando se plantea el ejercicio de la libertad solo desde una perspectiva meramente natural, basándonos en una mera apreciación fenomenológica o racional de su ejercicio, este análisis resulta insuficiente, cuando no desalentador, porque no da cuenta de todo lo que en concreto el hombre tiene que enfrentar o de cómo remediar esta condición[28]. Una visión de este tipo nos lleva a concluir con Kant que el hombre que imaginamos es alguien completamente disgustado de la vida.

Por eso es importante lo que el Aquinate plantea en otro nivel, cuando habla de la gracia como ley de libertad.  Allí nos recuerda que la gracia es ley nueva, es ley de libertad (S. Th. I-II, q. 108, a. 1). Para precisar esta idea recurre nuevamente a la idea de libertad como causa sui. Obra libremente el que obra por sí mismo. Los hábitos virtuosos son disposiciones adquiridas que perfeccionan la naturaleza y por lo tanto le permiten obrar al hombre con prontitud, facilidad y deleite. Es por ello que la facultad se inclina con facilidad a realizar todo aquello que le es más propio cuando es perfeccionada por un hábito virtuoso. (S. Th. I-II, q. 55, a. 3) Por esta razón, también puede decirse que aquel que obra por el hábito obra más libremente, porque su operación procede de su más auténtica inclinación interior[29].

De la misma manera, siendo la gracia del Espíritu Santo un hábito interior infuso que nos mueve a obrar bien, podemos decir, junto con santo Tomás, que la gracia nos hace ejercitar libremente todo lo que corresponde al orden natural y sobrenatural y evitar lo que nos aparta del verdadero fin por un interior instinto o inclinación:

 

Según dice el Filósofo en I Metaphys., se llama libre el que es causa de sí mismo. Por lo tanto, obrará libremente quien obre por propia iniciativa. Ahora bien, si obra el hombre por un hábito conforme a su naturaleza, obra por sí mismo, pues el hábito inclina por manera natural. Pero, si el hábito fuese contrario a la naturaleza, el hombre no obraría según lo que es él mismo, sino según alguna corrupción que se le hubiera sobrevenido. Así pues, siendo la gracia del Espíritu Santo como un hábito interior infuso que nos mueve a obrar bien, nos hace ejecutar libremente lo que conviene a la gracia y evitar todo lo que a ella es contrario. (S. Th. I-II, q. 108, a. 1, ad. 2)

 

En el orden sobrenatural, esa libertad interior por la que obramos el bien se acerca todavía más a la inclinación espontánea del afecto hacia el bien, que aquella inclinación natural que dependía del discurso para obrar porque se mueve de un modo más connatural todavía. Se mueve –dice el Aquinate–, a modo de un instinto interior:

 

Los hijos de Dios son movidos por el Espíritu Santo no como siervos, sino como libres. Pues, siendo libre el que es dueño de sí mismo, hacemos libremente aquello que hacemos por nuestra cuenta y razón. Y esto es lo que hacemos voluntariamente; mas lo que hacemos contra voluntad no lo hacemos libre, sino servilmente, ya haya violencia absoluta, como cuando el principio es totalmente extrínseco, no cooperando nada el paciente, por ejemplo, cuando uno es impelido por la fuerza al movimiento; ya haya violencia con mezcla de voluntariedad, como cuando uno quiere hacer o padecer lo que menos contraria su voluntad, para evadir lo que más la contraria. Mas el Espíritu Santo de tal modo nos inclina a obrar, que nos hace obrar voluntariamente al constituirnos en amadores de Dios. En conclusión, los hijos de Dios son movidos por el Espíritu Santo libremente, por amor, no servilmente, por temor. Por eso el Apóstol dice: “No habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el Espíritu de adopción de hijos”. Ahora bien, estando ordenada la voluntad a aquello que verdaderamente es bueno, si se tiene en cuenta el mismo orden natural de la voluntad cuando el hombre se aparta de aquello que es bueno de verdad, ya por una pasión, ya por un mal hábito o una mala disposición, obra servilmente, en cuanto que es vencido por algo extraño. Pero, si considera el acto de la voluntad en cuanto inclinada al bien aparente, obra libremente al seguir la pasión o un hábito corrompido; mas obra servilmente si, permaneciendo tal voluntad, se abstiene de lo que quiere por el temor de la ley, que establece lo contrario. (Suma contra gentiles, L. 4, c. XXII)

 

La ley está más cerca del temor que del amor. La gracia, que es ley de libertad, lleva a obrar por amor y por eso está más cerca de la inclinación espontánea del corazón que de la letra formal de la ley.

De esta manera, santo Tomás, en su concepción de la libertad, sobre todo aquella que es fruto de la presencia y obra del Espíritu Santo en el alma del justo, no solo se aleja de un ejercicio exterior o formal del deber por el deber mismo, sino también de la espontaneidad desordenada que busca su autorealización fuera del orden natural, como fruto de la condición caída del hombre y su rebeldía hacia el creador.

Para el Aquinate, la libertad es espontaneidad porque es automoción en cuanto el hombre es dueño de sus actos, pero lo es más especialmente en cuanto por la acción del Espíritu Santo se inclina como por instinto, es decir, espontáneamente y sin mediación del rodeo de la razón, a obrar según el más profundo y auténtico ser de las cosas, porque obra por connaturalidad, como hijo, con Aquel que ha hecho todas las cosas y es su dueño.

Aquella aspiración a ejercitar una libertad que suponga verdadera espontaneidad y un auténtico desarrollo de la afectividad, solo puede darse cuando la persona es movida por el Espíritu Santo. Si no cae en estas otras dos opciones: o ejercitar una libertad que es arbitraria y opuesta al orden natural y a Dios, o hacer un ejercicio racional de la libertad que incluye el discernimiento, pero que no alcanza para responder a las necesidades vitales de la vida humana por la dificultad del camino y la frustración que supone.

Por eso, solo hay verdadera libertad cuando en el orden sobrenatural de la vida de la gracia se desarrolla esta capacidad instintiva, que aquí significa inclinación íntima, espontánea, vital, producida por el Espíritu Santo, que es autor de nuestra naturaleza y por eso puede movernos espontáneamente sin violentar nuestra interioridad y es autor también de la vida de la gracia, que siempre es algo mucho más grande que lo que el hombre podría crear con su voluntad autónoma librada a sí misma, como pretenden estas corrientes de pensamiento.

Por eso, la sanación de esta dimensión humana de la libertad se da en la medida en que se tiende o se alcanza este ejercicio de la libertad, que es la libertad de los hijos de Dios.

 

Luego, inclinando el Espíritu Santo por amor la voluntad al bien verdadero, al cual está ordenada por naturaleza, quita la servidumbre por la que, hecho el hombre esclavo de la pasión y del pecado, obra contra el orden de la voluntad; y también la servidumbre por la que obra según ley contra la inclinación de su voluntad, no como amigo de ella, sino corno esclavo de la misma. Por lo cual dice el Apóstol: “Donde está el Espíritu del Señor está la libertad” y “Si os guiais por el Espíritu, no estáis bajo la ley”. (Suma contra gentiles, L. 4, c. XXII)

 

Conclusión

 

La concepción de libertad que defiende la Psicología contemporánea hunde sus raíces en el pensamiento moderno, sobre todo el de Kant, para quien ésta constituye la voluntad llamada pura, es decir, despojada de toda inclinación al bien y erigida en facultad de darse a sí misma la ley. Esta ausencia de determinación es la que hace de esta facultad una realidad espiritual, de manera que solo accedemos a esta dimensión en la medida en que ejercitamos esta autorrealización.

Esta concepción de lo espiritual como ausencia de determinación alguna es la que permite a autores como Victor Frankl concebir a la persona como pura dynamis y rechazar la concepción clásica de persona, que incluye en su definición el ser substancial y por eso algo determinado. La persona, así concebida, se ubica por encima de toda determinación subjetiva (la que procede de lo bajo) u objetiva (la que procede del mundo de los valores) y realiza su individualidad en la medida que, gracias al ejercicio de su libertad y apartándose de lo dado, adquiere un lenguaje cada vez más particular.

Eric Fromm, quien también asumirá esta idea de libertad como autorrealización, la concebirá como emergencia de la antigua moral autoritaria que tiende a uniformar y a identificar al individuo con la naturaleza. Es superando la angustia del ser individual por oposición al ser dado como el hombre realiza el proceso por el cual se transforma en un ser auténticamente individual y libre.

Todas estas perspectivas, en la medida que plantean un dualismo insuperable entre naturaleza y libertad, engendran una especie de anarquía afectiva que se identifica con un presunto auténtico ejercicio de la libertad humana.

 Esta perspectiva se aleja notablemente del pensamiento clásico, representado fundamentalmente por santo Tomás de Aquino para quien la libertad no solo encuentra su fundamento en el ser substancial, por el cual la persona se posee a sí misma, es dueña de sus actos y obra desde su interioridad, sino que en el plano operativo ejerce su libertad, cuando en virtud de su racionalidad, discurre y se inclina a los medios más aptos para alcanzar el fin.

Este modo todavía limitado de ejercer la libertad se ve perfeccionado cuando, por acción de la gracia, la voluntad es inclinada por obra del Espíritu Santo hacia el bien más conveniente por una especie de connaturalidad que sobrepasa todo temor y se mueve por el amor.

De manera que, estrictamente hablando, aquella espontaneidad e inclinación afectiva que caracteriza todo auténtico ejercicio de la libertad solo puede ser lograda de manera plena por la acción de la gracia, pues en el estado de naturaleza caída ciertamente subsiste cierta contradicción entre las inclinaciones de la sensibilidad y el orden que manda la razón.

 

Referencias

 

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[1]  “Los peligros de la era nuclear en que vivimos son signos exteriores de otra fuerza interna mucho más terrible, explosiva, destructora y atomizadora. La vida psíquica de pensamientos, impulsos, instintos, emociones y sentimientos descontrolados que se dan en el hombre moderno, su proceder y deseos inconfesados, sus prisas, preocupaciones y quebrantos nerviosos son más amenazadores que la bomba atómica. Cada mes se modifican las fronteras de la ciencia, de la industria y de la política. Cada día nos vemos expuestos a impresiones explosivas de periódicos, radio, cine y televisión Se viaja a 1.000 kilómetros por hora sobre la prolongada explosión de los potentes reactores alados, y aun los negocios y la vida social se van complicando hasta llegar a situaciones explosivas. El vivir en el marco de 24 horas se hace cada día más y más difícil por los mil detalles embarazosos a los que hay que atender. Tan fuerte y tan terrible es la presión que esto ejerce en nuestra mente, que para muchos la vida se asemeja a una explosión tras otra” (p. 13).

[2]  Es verdad que autores como Eric Fromm (2008), que sostienen posiciones como estas, lo hacen teniendo en mente los grandes totalitarismos del siglo XX, pero no es menos cierto que una lectura atenta de sus trabajos deja de manifiesto inmediatamente que esta perspectiva se extiende a cualquier relación de autoridad más allá de determinadas manifestaciones históricas: “¿Cuáles son los factores económicos y sociales que llevan a luchar por la libertad? ¿Puede la libertad volverse una carga demasiado pesada para el hombre, al punto que trate de eludirla? ¿Cómo ocurre entonces que la libertad resulta para muchos una meta ansiada, mientras que para otros no es más que una amenaza? ¿No existirá tal vez, junto a un deseo innato de libertad, un anhelo instintivo de sumisión? Y si esto no existe, ¿cómo podemos explicar la atracción que sobre tantas personas ejerce actualmente el sometimiento a un líder? ¿El sometimiento se dará siempre con respecto a una autoridad exterior, o existe también en relación con autoridades que se han internalizado, tales como el deber, o la conciencia, o con respecto a la coerción ejercida por íntimos impulsos, o frente a autoridades anónimas, como la opinión pública? ¿Hay acaso una satisfacción oculta en el sometimiento? Y si la hay ¿en qué consiste?” (p. 30).

[3]  “La distinción entre principios materiales y formales genera la distinción entre la facultad inferior y la facultad superior de desear. La diferencia no viene del modo como se representa un objeto, bien por los sentidos, bien por el entendimiento, porque en ambos casos el objeto solo determina a la voluntad mediante el placer que promete. Epicuro fue el único moralista consecuente, pues los placeres, aun los más refinados, son todos de la misma naturaleza, a saber, sensibles. En consecuencia, solo hay en el hombre una facultad de desear superior si está determinada por la razón, con exclusión de todo sentimiento de placer o de dolor. En este sentido cabe decir incluso que ‘la razón, en tanto que determina por sí misma a la voluntad sin estar al servicio de las inclinaciones, es una verdadera facultad desiderativa superior’. Este choque frontal de dos facultades, la razón que determina y la voluntad que es determinada, es bastante característico de la confusión mental de Kant. Pero es indispensable para comprender expresiones que de otro modo carecerían de sentido, en particular la autonomía de la razón práctica” (Verneaux, 1982, p. 118).

[4]  O como diría el Dr. Iturralde Colombres (1960), en este nivel la voluntad no es verdaderamente tal: “La ética kantiana alude a las diversas opciones de la voluntad humana: La ley o las inclinaciones. El ser humano, en tanto obedece a los imperativos de la ley actúa moralmente; pero en tanto cede a las solicitaciones de su naturaleza se conduce de modo, si no inmoral, por lo menos amoral. ¿Quiere esto decir que depende de la voluntad del hombre decidirse por la ley o las inclinaciones? Según las normas más expresas y conocidas del kantismo debería responderse con la negativa. Para Kant, la voluntad es libre en tanto en cuanto se determina por la ley moral: pero cuando cede a las solicitaciones de la inclinación demuestra su dependencia, es decir su falta de independencia (que es un aspecto decisivo de la libertad kantiana). O sea que la voluntad es libre recién cuando acepta el imperativo de la ley, antes no. Y antes, ¿qué era? De habérsele hecho esta pregunta a Kant hubiera respondido más o menos de inmediato, porque tenía a mano una ingeniosa tesis no expresa pero implícita de la doble voluntad: antes de su determinación en uno u otro sentido, la voluntad no es libre, pero tampoco es una verdadera voluntad; se trata de una voluntad empírica o condicionada pues la voluntad se muestra realmente cuando se ha determinado por la ley, por su propia ley, y en este caso únicamente puede hablarse de voluntad en tanto voluntad” (pp. 62-63).

[5]  “Estos principios son máximas cuando son subjetivos, es decir, cuando el sujeto los considera válidos solo para su voluntad. Son leyes cuando son objetivos, es decir, cuando el sujeto los considera como válidos para la voluntad de todo ser racional. Está claro que nos encontramos aquí de lleno en el kantismo y en pleno idealismo. Porque tales eran ya en el plano especulativo las definiciones de lo subjetivo y lo objetivo: ninguna referencia a lo real, sino únicamente al sujeto, sea el sujeto individual, sea el sujeto impersonal que es la razón humana común a todos los hombres” (Verneaux, 1982, p. 118).

[6]  “En un ser tal como el hombre, en el que la razón no es el único principio determinante de la voluntad, la ley toma forma de imperativo y se traduce en un deber (Sollen). Porque la voluntad del hombre, al estar ligada a la sensibilidad, está ‘afectada patológicamente’, mientras que la voluntad divina es santa porque se conforma espontáneamente a la razón” (Kant, 2005, p. 116).

[7]  “La ley moral no puede determinar la voluntad mediante su materia, sino mediante su forma. Como todo objeto o toda materia queda excluida, solo resta para determinar a la voluntad la forma de la ley. Esto es obvio, pero ¿qué es la forma de la ley? No puede ser más que la ley misma o, más exactamente, su legalidad, lo que Kant denomina ‘la simple forma de una legislación universal’ (die blosse Form einer allgemeinen Gesetzgebung)” (Verneaux, 1982, pp. 118-119).

[8]  De acuerdo a Verneaux, se identifica con la razón pura práctica: “Esta tesis resulta ininteligible si la voluntad y la razón práctica son distintas. Kant las identifica claramente, pues un poco más adelante escribe: ‘La ley moral no expresa, pues, otra cosa que la autonomía de la razón pura práctica, es decir, de la libertad’. Si la voluntad y la razón son facultades distintas, como podría parecer, ninguna de ellas es autónoma: la razón pone la ley y la voluntad se ajusta a ella. Todo estaría más claro si Kant dijera que el hombre o la persona es autónoma: su voluntad se ajusta a las leyes que dicta la razón; pero eso Kant no lo dice nunca. Admitamos, pues, que la voluntad y la razón constituyen una misma facultad, de suerte que cabe decir indiferentemente que la voluntad o la razón es autónoma” (1982, p. 122).

[9]  “La razón determina inmediatamente la voluntad por una ley práctica, sin mediación de sentimiento alguno de placer o de dolor, ni aun de un placer ligado a esta ley, y esta facultad que tiene de ser práctica, en cuanto razón pura, es la que le da un carácter legislativo” (Kant, 2005, p. 31).

[10]  “La ética kantiana alude a las diversas opciones de la voluntad humana: La ley o las inclinaciones. El ser humano, en tanto obedece a los imperativos de la ley actúa moralmente; pero en cuanto cede a las solicitaciones de su naturaleza se conduce de modo, si no inmoral, por lo menos amoral” (Iturralde Colombres, 1960, p. 62). Ver también: “Por ahora señalaremos que la dificultad antedicha tiene como una de sus causas la concepción dualista que Kant tenía, siguiendo –aunque con aspectos diferentes– la tradición de su época. Anticipándonos a modo de prólogo y a riesgo de parecer simplistas, diremos que según cómo Kant enfoque el asunto, la voluntad tendrá diversas acepciones. Es decir, ya sea que la considere desde el punto de vista de una voluntad actuando en el mundo sensible o desde el otro tan distinto del mundo inteligible, en donde se daría una voluntad tal ‘como debiera ser”, Kant introduce –quizás a pesar de él– la confusión propia de la equivocidad del término, lo cual constituye un grave inconveniente no solo para la exposición clara del pensamiento, sino para su misma fundamentación” (p. 2).

[11]  “En vista del obrar rectamente, a la moral no le es necesario ciertamente ningún fin, sino que le es suficiente la ley que contiene la condición formal del uso de la libertad en general” (Kant, 1986, p. 19).

[12]  “La libertad como independencia tenía un sentido negativo. Hay empero (en Kant) un concepto positivo de libertad: la autonomía” (Iturralde Colombres, 2016, p. 8).

 

[13]  “Hay que añadir algo más sobre la libertad de lo espiritual. Lo espiritual es ya por definición lo libre en el ser humano. Llamamos ‘persona’ a aquello que puede comportarse libremente, en cualquier estado de cosas” (Frankl, 1987, p. 180).

[14]  “En cierta ocasión fui entrevistado por una reportera de la revista norteamericana Times. Me preguntó si nuestra tendencia natural nos aparta de la religión. Yo le respondí que nuestra tendencia no nos aparta de la religión, y sí, en cambio, aquellas confesiones que no parecen tener otra cosa que hacer sino luchar entre ellas, logrando así que sus propios fieles acaben por abandonarlas. Siguió preguntándome la periodista si acaso esto significaba que tarde o temprano iríamos todos a parar hacia una religiosidad personal, es decir, profundamente personalizada, una religiosidad a partir de la cual cada uno encontrará su lenguaje propio, personal, el más afín a su naturaleza íntima, cuando se torne a Dios” (Frankl, 1988, p. 96).

[15]  “Esta unidad y totalidad dialéctica, donde se funden la facticidad psicofísica y la existencia espiritual en la realidad humana, indica lo que ya hemos visto repetidamente: que la neta separación entre lo espiritual y lo psicofísico solo puede tener un valor heurístico. Pero ¿no hay otra razón? Esta separación debe ser meramente heurística porque el espíritu no es una sustancia, sino pura dynamis. Hemos visto ya que el espíritu se puede definir como aquello que contrapone a sí mismo. Por eso lo espiritual no puede ser sustancia en el sentido tradicional del término” (Frankl, 1987, p. 185).

[16]  Paradójicamente, esta concepción tiene su origen en Kant.

[17]  Nuestro autor en su juventud afirma que “Liberum est quod sui causa est: et sic liberum habet rationem eius quod est per se(Summa contra Gentiles, l. 1, c. 72). El último Tomás presenta una formulación similar cuando afirma que la persona stans per se ipsa, no obviamente en el sentido que no dependa de una causa superior sino en cuanto que non formatur per aliquid aliud sed ipsummet est forma, pues posee un alma que es del género de la sustancia (Super Librum de Causis, lect. 26 e 27). Para Tomás la perso­na es subsistente porque detenta para sí misma el acto de ser: su alma, que es su principio formal, posee este acto de ser directe, sin mediaciones y por lo tanto sin posibilidad de perderlo (S. Th., I, q. 50, a. 5), lo que le otorga el estatuto ontológico de incorruptible y espiritual, necessaria ab alio. Esta situación metafísica se refleja en el obrar de la misma persona, cuyos actos encuentran su última actualidad y por lo tanto su última fundación también en el acto de ser que posee el alma (S.Th. I-II, q. 79, a. 2)” (Beroch, 2016, p. 367).

[18]  “Hemos visto que también en relación a la expresión causa sui se enfatiza en el Aquinate la interioridad de la causalidad. El obrar libre en este contexto se asocia a que sea un obrar personal, y esto implica que se actúe también teniendo como origen interno la voluntad: ‘Cum enim liber sit qui sui causa est, illud libere agimus quod ex nobis ipsis agimus. Hoc vero est quod ex voluntate agimus: quod autem agimus contra voluntatem, non libere, sed serviliter agimus’ (Summa contra Gentiles, l. 4, c. 22). Por tratarse de una facultad espiritual que emana directamente del alma (De Veritate, q. 22, a. 10 ad 2; a. 11 ad 6), la voluntad pertenece a la interioridad de la persona ‘quanto magis principium actus est in ipso agente, tanto magis est uoluntarium’ (De Malo, q. 3, a. 13): si el principio del obrar estuviera fuera del agente no se podría hablar de libertad, como se vio en los textos, y por lo tanto tampoco se podría hablar de determinación personal y responsabilidad. Quien es libre lo es porque a se operatur, quia propria voluntate movetur ad opus por lo que se puede decir que en el contexto de la libertad la persona es causa eficiente de sí misma, en el ámbito de las operaciones, como causa segunda, fundada en la Causa Primera, según lo visto en el texto de la Summa Theologiae. En este sentido la fórmula causa sui lejos de presentar una autonomía absoluta de la persona, evoca su fundación última en Dios” (Beroch, 2016, p. 365).

[19]  “Sostiene santo Tomás que, en segundo lugar, la persona nombra al ser, al fundamento individual inexpresable de cada hombre, que solo percibe intelectualmente en su conciencia el propio poseedor y que puede así atribuirlo a los demás y en un grado inferior a las cosas. El Aquinate asumió la definición clásica de persona de Boecio, precisamente por considerar que en ella se denota el ser propio personal. En su obra sobre el misterio de la Encarnación, el filósofo romano define la persona como: ‘Substancia individual de naturaleza racional’ (Liber de persona et duabus naturis, ML, LXIV, 1343). También el Aquinate definió la persona, con términos parecidos, pero más precisos, del siguiente modo: ‘Persona es el subsistente distinto en naturaleza racional’ (De Potentia, q. 9, a. 4). Con estas dos definiciones de persona, quería indicar que: ‘El ser pertenece a la misma constitución de la persona’ (S. Th. III, q. 19, a. 1, ad. 4). El principio personificador, el que es la raíz y origen de todas las perfecciones de la persona, tanto las generales como las individuales, su individualidad total, es su ser propio” (Forment, 2003, p. 277).

[20]  “En su doctrina, se afirma, en primer lugar, que la persona significa lo más individual, lo más propio que es cada hombre, lo más incomunicable, o lo menos común, lo más singular. Una individualidad única, que no se transmite por generación, porque no pertenece a la naturaleza humana genérica, ni a ciertos accidentes suyos, a los que está predispuesta la misma naturaleza, que es transmitida con ellos de los padres a los hijos. Lo estrictamente personal no se transmite, porque es propio de cada cual. Indica el Aquinate: ‘El hombre engendra seres iguales a sí específicamente, pero no numéricamente. Por tanto, las notas que pertenecen a un individuo en cuanto. singular, como los actos personales y las cosas que le son propias, no se transmiten de los padres a los hijos. No hay gramático que engendre hijos conocedores de la gramática que él aprendió. En cambio, los elementos que pertenecen a la naturaleza, pasan de los padres a los hijos, a no ser que la naturaleza este defectuosa. Par ejemplo, el hombre de buena vista no engendra hijos ciegos si no es por defecto especial de la naturaleza. Y si la naturaleza es fuerte, incluso se comunican a los hijos algunos accidentes individuales que pertenecen a la disposición de la naturaleza, como son la velocidad de cuerpo, agudeza de ingenio y otros semejantes. Pero no las cosas puramente personales’ (S. Th. I-II, q. 81, a. 2). El término persona no tiene el mismo significado que el de hombre, por expresar esta individualidad. En el lenguaje corriente, el término persona se emplea como equivalente al de hombre. Es una utilización correcta, porque todo hombre es persona. Sin embargo, el nombre persona, por significar esta individualidad, tiene una caracterización lógica y gramatical distinta de hombre y de todas las demás palabras” (Forment, 2003, p. 276).

[21] El ser principio de los propios actos hace que la persona se individualice, al menos a nivel operativo, mucho más que cualquier ente de la naturaleza. Por ello el carácter o la personalidad de cada hombre, por ejemplo, es tan peculiar y diverso. De esta condición individualísima de la persona en el orden operativo se sigue que ésta debe tener un modo especial de subsistir. Este paso del orden operativo al entitativo, aquí santo Tomás lo deja implícito, aunque lo desarrolla en otros lados” (Echavarría, 2013, p. 283).

[22]  “Cada forma lleva inherente una tendencia. Por ejemplo: el fuego, por su forma, tiende a elevarse y producir un efecto semejante a él. Ahora bien, la forma se encuentra de un modo superior en los seres dotados de conocimiento que en los desprovistos de él. En éstos, la forma determina a cada uno exclusivamente en lo que le es natural. Así, pues, de esta forma natural se deriva una inclinación natural que es llamada apetito natural. En los que tienen conocimiento, cada uno de tal manera está determinado en su propio ser natural por su forma natural, que no le impide recibir las representaciones de otras especies, como el sentido recibe las representaciones de todos los objetos sensibles y el entendimiento las de todos los inteligibles. Así, el alma humana en cierto modo se hace todas las cosas por medio del sentido y del entendimiento. Por eso, los seres dotados de conocimiento se acercan a una cierta semejanza con Dios, en quien preexiste todo, como dice Dionisio” (S. Th. I, q. 80, a. 1).

[23] Necesidad tiene múltiples acepciones. 1) Necesario es lo que no puede menos de ser. Esto se puede predicar de un sujeto por razón de su principio intrínseco, bien material, como cuando decimos que todo compuesto de contrarios necesariamente debe corromperse; bien formal, como cuando decimos que todo triángulo necesariamente tiene tres ángulos iguales a dos rectos. Es ésta una necesidad esencial y absoluta. 2) Otra acepción está originada en el sujeto por razón de un principio extrínseco, bien final, bien eficiente. Por razón del fin, se da cuando sin algo determinado no puede conseguirse o difícilmente es alcanzable el fin. En este sentido se dice que el alimento es necesario para la vida, y el caballo para viajar. Esta es llamada necesidad del fin. También es llamada utilidad. 3) Por razón del agente, la necesidad surge cuando un sujeto es obligado por él a algo, sin serle posible obrar de otro modo. Es llamada necesidad de coacción. Esta necesidad de coacción es contraria absolutamente a la voluntad. Pues llamamos violento a todo lo que va contra la inclinación natural de algo. No obstante, el movimiento de la voluntad es también una tendencia hacia algo. De este modo, así como se llama natural lo que es conforme con la tendencia de la naturaleza, así también una cosa es llamada voluntaria en cuanto que es conforme con la tendencia de la voluntad. Por lo tanto, así como es imposible que algo sea a la vez natural y violento, así también es imposible absolutamente que algo sea violento y voluntario al mismo tiempo. Por su parte, la necesidad de fin no es contraria a la voluntad cuando al fin no se puede llegar más que de una manera. Ejemplo: quien decide voluntariamente atravesar el mar, es necesario que en su voluntad esté el propósito de embarcarse” (S. Th. I, q. 82, a. 1).

[24]  “Siendo libre el que es causa de sí mismo, como se escribe en el comienzo de los Metafísicas, es siervo quien actúa no por sí mismo, sino como movido desde fuera por otro. Ahora bien, todo el que actúa por amor, lo hace como por sí mismo, ya que se mueve a ello por propia inclinación” (S. Th. II, q. 19, a. 4).

[25]  “El amor es algo que pertenece al apetito, ya que el objeto de ambos es el bien. De ahí que, según sea la diferencia del apetito, es la diferencia del amor. Hay, en efecto, un apetito que no sigue a la aprehensión del que apetece, sino a la de otro, y éste se llama apetito natural, pues las cosas naturales apetecen lo que les conviene según su naturaleza, no por su propia aprehensión, sino por la del autor de la naturaleza, como se ha dicho. Mas hay otro apetito que sigue a la aprehensión del que apetece, pero por necesidad, no por juicio libre. Y tal es el apetito sensitivo en los animales, el cual, sin embargo, participa algo en los hombres de la libertad, en cuanto obedece a la razón. Hay, además, otro apetito que sigue a la aprehensión del que apetece según un juicio libre. Tal es el apetito racional o intelectivo, que se llama voluntad. Ahora bien, en cada uno de estos apetitos se llama amor aquello que es principio del movimiento que tiende al fin amado. Y en el apetito natural, el principio de este movimiento es la connaturalidad del que apetece con aquello a lo que tiende, que puede llamarse amor natural, como la misma connaturalidad de un cuerpo pesado con su centro es por la gravedad, y puede llamarse amor natural. Y, de la misma manera, la mutua adaptación del apetito sensitivo o de la voluntad a un bien, esto es, la misma complacencia del bien se llama amor sensitivo, o intelectivo y racional. Luego el amor sensitivo reside en el apetito sensitivo como el amor intelectivo en el apetito intelectivo. Y pertenece al concupiscible, porque se refiere al bien absolutamente, no bajo el aspecto de arduo, que es el objeto del irascible” (S. Th. I-II, q. 26, a. 1).

[26]  “Mas en el estado de naturaleza corrupta, para evitar todo pecado, necesita el hombre la gracia habitual, que venga a restaurar la naturaleza. Sin embargo, esta restauración, durante la vida presente, se realiza ante todo en la mente, sin que el apetito carnal sea rectificado por completo. De aquí que san Pablo, asumiendo la representación del hombre reparado, diga en Rom 7,25: Yo mismo, con el espíritu, sirvo a la ley de Dios, pero con la carne, a la ley del pecado. Por lo demás, en este estado, el hombre puede evitar el pecado mortal, que radica en la razón, como se expuso arriba; pero no puede eludir todo pecado venial, debido a la corrupción del apetito inferior de la sensualidad, cuyos movimientos pueden ser reprimidos por la razón uno a uno (de aquí su condición de pecado y acto voluntario), pero no todos ellos, porque mientras atiende a uno se le desmanda otro, y tampoco puede la razón mantenerse siempre vigilante para someterlos todos, como ya hemos dicho” (S. Th. I-II, q. 109, a. 8).

[27]  “La realidad del pecado, y más particularmente del pecado de los orígenes, solo se esclarece a la luz de la Revelación divina. Sin el conocimiento que ésta nos da de Dios no se puede reconocer claramente el pecado, y se siente la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc. Solo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 387).

[28]  “Mientras las ciencias humanas, como todas las ciencias experimentales, parten de un concepto empírico y estadístico de ‘normalidad’, la fe enseña que esta normalidad lleva consigo las huellas de una caída del hombre desde su condición originaria, es decir, está afectada por el pecado. Solo la fe cristiana enseña al hombre el camino de retorno ‘al principio’ (Mt. 19, 8), un camino que con frecuencia es bien diverso de la normalidad empírica. En este sentido, las ciencias humanas, no obstante, todos los conocimientos de gran valor que ofrecen, no pueden asumir la función de indicadores decisivos de las normas morales” (Juan Pablo II, Veritatis splendor, 22).

[29]  “Por el contrario, siendo el vicio un hábito contrario a la inclinación natural, se obra por cierta necesidad, pero contradiciendo el verdadero ser de las cosas o la misma inclinación natural y se cae en cierta esclavitud” (S. Th. I-II, q. 71, a. 2).