Reseña crítica
La simplicidad divina a la luz de la Trinidad
A propósito del libro de Jordan P. Barrett:
Divine Simplicity, A Biblical and Trinitarian Account
Jordan P. Barrett, Divine Simplicity, A Biblical and Trinitarian Account, Minneapolis, Fortress Press, 2017, xiii + 228 pp., ISBN 978-1-5064-2482-8. Tesis doctoral, redactada bajo la dirección de K. Vanhoozer y defendida en Wheaton College, Illinois, en 2016.
Si tuviera que elegir entre la simplicidad divina o la Trinidad como punto de partida de la doctrina de Dios, Karl Barth respondería que no hay opción posible: se debe comenzar por la Trinidad. Hacerlo por la simplicidad comportaría dos pasos negativos: por un lado, anteponer una idea general del ser divino concebida independientemente de la manera en que Dios se revela en la Escritura, y por otro, afirmar una unidad tan radical que termine en alguna forma de nominalismo. Pero es la auto-revelación de Dios como trino la que dirige el discurso sobre la simplicidad de su naturaleza y, en particular, sobre la distinción de sus atributos. Esta lógica anima la monografía que comentamos, en la que Jordan Barrett busca precisar las raíces bíblicas de la doctrina de la simplicidad y clarificar sus conexiones con la Trinidad. Para alcanzar este objetivo lleva a cabo un estudio bien documentado, descrito por él mismo como un ejercicio de teología sistemática, beneficiario de la teología histórica y de los estudios bíblicos.
El recorrido histórico, que ocupa gran parte de la obra (capítulos 2-4), muestra que el acercamiento de los teólogos, especialmente de los primeros Padres, a la doctrina de la simplicidad divina responde a una doble necesidad: interpretar de manera correcta algunos textos de la Biblia y refutar las falsas enseñanzas sobre el Dios cristiano. Los pasajes de la Sagrada Escritura implicados en este asunto giran en torno a la pluralidad de nombres divinos y la indivisibilidad de las operaciones trinitarias ad extra. Barret indica que estas son las raíces de la simplicidad divina, las cuales se han mantenido operativas, aunque con ciertas variaciones, en las obras patrísticas, medievales y reformadas (su estudio va desde Ireneo hasta Barth). El análisis de los textos inspirados ocupa el capítulo 5, que concentra todo el enfoque bíblico. La reflexión sistemática se halla en el capítulo 6, donde la simplicidad divina es coordinada con la teología trinitaria a través de una analogía que le permite establecer una peculiar distinción entre los atributos. En las últimas páginas encontramos la bibliografía que, por su extensión (pp. 191-224), testimonia la vitalidad de las actuales investigaciones y discusiones sobre la simplicidad divina, y un índice que facilita la rápida localización de nombres y temas (pp. 225-228).
Antes de entrar en cada una de las secciones, queremos señalar un par de rasgos que sobresalen en este libro. En primer lugar, su aproximación teológica. A diferencia de la tendencia contemporánea, que aborda la simplicidad de Dios desde un ángulo preponderantemente filosófico, el trabajo de Barrett ofrece una perspectiva bíblica y trinitaria. El autor sostiene que el origen de la doctrina de la simplicidad divina no está en la filosofía griega, la teología natural, la teología del ser perfecto o el teísmo clásico, sino en la misma Sagrada Escritura (pp. 33, 134, 164-168). Se trata, entonces, de una verdad revelada, exclusivamente cristiana.
En segundo lugar, la simplicidad divina es definida como un concepto teológico que deriva necesariamente de la Trinidad y pone de manifiesto lo que está implícito en la representación bíblica de Dios, a saber, que los atributos y la esencia divina son idénticos, mientras que los atributos divinos son idiomáticamente distintos entre sí. Una distinción que es real, pero que no implica independencia o separación entre ellos (pp. 32, 163). De hecho, los atributos son eternamente inseparables (la justicia de Dios es siempre amante y su amor es siempre justo). La simplicidad viene, así, a proteger la naturaleza divina de cualquier tipo de división y, al mismo tiempo, evita remover de ella todo tipo de distinción.
Pasemos ahora a una breve descripción de los seis capítulos que componen la obra.
El capítulo 1, “La simplicidad divina en la teología contemporánea” (pp. 3-34), contiene un verdadero status quaestionis de la recepción de esta doctrina, dividido en tres partes. En la primera, Barrett identifica los autores que rechazan la simplicidad divina. Algunos lo hacen por motivos históricos o de la tradición como, por ejemplo, los que critican a Agustín o Tomás (R. Jenson; A. Plantinga), debido a que sus posiciones conforman un influjo filosófico nocivo, que hace imaginar a Dios como una mónada indiferenciada, con los consiguientes problemas para la Trinidad, la cristología, la acción divina en el mundo, etc. Otros la niegan por no estar explícita en la Biblia o porque entra en conflicto con la descripción que la Biblia hace de Dios (J. Feinberg; B. D. Smith). Y otros porque consideran que causa serios inconvenientes al misterio cristológico (B. McCormack). La segunda parte menciona a quienes aceptan la doctrina tradicional de la simplicidad divina, pero a condición de que sea modificada para que pueda responder satisfactoriamente a las objeciones contemporáneas, que ven la simplicidad como identidad de un ser sin multiplicidad, sin posibilidad de diferenciación (F. G. Immink, C. Gunton, P. R. Hinlicky, J. Frame, E. Jüngel). Finalmente, la tercera parte presenta los autores que se inclinan por un enfoque más tradicional de la doctrina de la simplicidad divina y expone las respuestas que dieron a los críticos y revisionistas de la noción clásica de Dios (C. F. H. Henry, M. Erickson, R. Highfield, J. Dolezal, P. Sanlon, D. B. Hart, S. R. Holmes, S. J. Duby).
Una de las conclusiones de Barrett es que la versión de la simplicidad divina que estos autores reprueban, no se encuentra en las obras de los teólogos cristianos, sino más bien en las posiciones que ellos combatieron. La lectura incompleta o equivocada de la Biblia, por parte de unos, y la aproximación desde una metafísica diferente, por parte de otros, originaron esas juicios erroneos. Asimismo señala que las respuestas contemporáneas son insuficientes por no haber valorado el papel clave que juega la Escritura en la teoría de la simplicidad divina cultivada a lo largo de la tradición teológica.
El capítulo 2, “Acercamientos cristianos primitivos a la simplicidad divina” (pp. 35-70), se destaca por la detallada exposición de las enseñanzas de Gregorio de Nisa y de Agustín sobre la simplicidad de Dios. De esta manera, Barrett intenta mostrar la convergencia doctrinal entre los Padres de Oriente y Occidente en un contexto que generalmente pasa desapercibido: las polémicas contra las falsas teorías del Dios cristiano. En estas páginas queda plasmado el debate de los Capadocios contra Eunomio, que defendía la simplicidad de Dios al punto de remover toda distinción y diferenciación tanto en el orden de los atributos como en el de las personas divinas. También aparece la confrontación con los gnósticos que rechazaban la simplicidad de Dios, al considerarlo divisible o dividido en partes o sustancias. Estas disputas obligaron a los Padres a precisar el sentido correcto en que debían interpretarse los textos bíblicos referentes a la multiplicidad de nombres y a las acciones trinitarias ad extra. Fue así como se determinó el fundamento escriturístico de la simplicidad de Dios.
El capítulo 3, “La simplicidad divina en la teología medieval” (pp. 71-92), dedica un amplio espacio a Tomás de Aquino, pero no sin antes destacar las posiciones de Dionisio, Juan Damasceno, Anselmo y Pedro Lombardo. Barrett subraya la estrecha y directa dependencia bíblica de la teología tomista. Pero, en el caso de la simplicidad, no percibe esa conexión en el estudio que la Summa Theologiae ofrece de dicho atributo (q. 3), sino más bien en la cuestión de los nombres divinos (q. 13). De esta manera pone a Tomás en sintonía con los grandes autores mencionados en el capítulo anterior, pero silenciando los pasajes bíblicos en los que el Aquinate se inspira al hablar específicamente de la simplicidad de Dios. Llama también la atención que el autor, por un lado, limite la contribución tomista solo a la tesis de que Dios es su ser; y por otro, no haya explorado la cuestión de las operaciones inseparables en una teología trinitaria tan rica como la de santo Tomás.
El capítulo 4, “La simplicidad divina desde la Reforma hasta Karl Barth” (pp. 93-132), muestra que los teólogos reformados conservaron la visión de Dios de los períodos anteriores y, por consiguiente, la doctrina de la simplicidad divina. Esta continuidad, sin embargo, no se mantuvo en el aspecto metodológico debido a un interés preponderante por las bases bíblicas de la teología (pp. 94, 98). En los siglos XVII y XVIII, los nombres bíblicos de Dios se convierten en la fuente primaria de la doctrina acerca de lo divino. Recién después vienen las discusiones sobre la esencia y los atributos, las cuales recurren a la teoría de las distinciones como instrumento filosófico para reconocer las que deben ser admitidas en Dios y las que deben ser rechazadas. Estos elementos están bien detallados en el estudio de J. Calvino, J. Owen y F. Turretin. Con todo, Barrett no descuida las opiniones modernas sobre la simplicidad divina, pues también incluye las obras de Ch. Hodge, H. Bavinck y K. Barth.
En el caso particular de Barth (pp. 114-129), se pueden señalar al menos tres aspectos de su concepción de la simplicidad divina. Primero, ubica el tratamiento de la simplicidad en un contexto de teología trinitaria y cristológica, pero en estrecha dependencia de la unidad divina revelada por la Biblia. De este modo, evita que la simplicidad divina sea el resultado de un concepto general del ser o de una metafísica abstracta, problema que, en su opinión, afecta las posiciones de teólogos como Agustín o Anselmo. Es preferible hablar siempre de una particular forma de simplicidad en Dios, dada a conocer en su auto-revelación, y no de un concepto general de simplicidad atribuido a Él. Segundo, rechaza todo tipo de nominalismo que, basado en la simplicidad, considere que los atributos divinos se distinguen solo en la mente humana y no en Dios. Con la intención de afirmar la realidad de la multiplicidad de perfecciones divinas, Barth acude a la sagrada Escritura que revela la riqueza transcendente de Dios a través de múltiples nombres, sin contradecir su simplicidad. Sin embargo, el teólogo suizo no termina de explicar la compatibilidad entre ambos aspectos, es decir, cómo se distinguen los atributos. Tercero, la simplicidad aparece íntimamente unida a la enseñanza bíblica de la fiabilidad de Dios. Dios es digno de confianza porque, en virtud de su naturaleza simple, permanece idéntico en sus distintas maneras de ser y de actuar, sin ningún tipo de división o divisibilidad, y sin experimentar ninguna alteración causada por un posible conflicto entre sus perfecciones.
A partir de sus indagaciones históricas, Barrett establece que los nombres divinos y las operaciones indivisibles de la Trinidad ad extra son las temáticas reveladas que han dado origen a la doctrina de la simplicidad divina. El capítulo 5, titulado “Raíces bíblicas de la simplicidad divina” (pp. 133-162), se encarga de mostrar más detenidamente esas conexiones. El lector apreciará el esmero con que Barrett, a partir del Éxodo y de los Salmos, precisa que: (a) el nombre divino es Dios mismo en su auto-revelación, por tanto todo lo que se dice del nombre se dice igualmente de Dios, de lo contrario se caería en la idolatría; (b) no hay conflicto entre los atributos, aun cuando sean nombres opuestos como, por ejemplo, misericordia y justicia, pues no comportan división de la naturaleza divina; (c) los múltiples nombres, que expresan la riqueza de la naturaleza divina, refieren de manera mutua e integradora al mismo Dios, pero sin dar a entender que sea compuesto.
Menos espacio le dedica a las operaciones de la Trinidad ad extra. En relación con esta temática, su objetivo es mostrar que las operaciones indivisibles de las personas divinas revelan la esencia indivisible y simple de Dios. En efecto, la creación, la salvación o la santificación no son obras de una sola persona divina. No hay una obra que, por ejemplo, pueda ser considerada del Padre pero no del Espíritu Santo. Las tres personas son un Dios y, por consiguiente, operan con un mismo poder, un mismo amor, una misma rectitud, etc. De allí que el principio acerca de las inseparabilidad de estas operaciones influya en la comprensión de la indivisibilidad de los atributos divinos. Estos son, al mismo tiempo, uno y distintos, como los tres de la Trinidad son también uno y a la vez distintos.
El capítulo 6, “Una consideración trinitaria de la simplicidad divina” (pp. 163-189), desarrolla las últimas indicaciones del párrafo anterior. Barrett ve que la Trinidad puede proveer una analogía (analogia diversitatis), que ayude a establecer una cuidadosa distinción, sin división, entre los múltiples atributos divinos. Esa analogía consiste básicamente en la siguiente comparación: así como Dios trino es una naturaleza en tres personas distintas, así la simplicidad de Dios es una naturaleza en múltiples y distintas perfecciones. Las semejanzas y desemejanzas, propias de toda analogía, se perciben a nivel de la identidad y de la distinción. En cuanto a las semejanzas, señala que las personas y los atributos se identifican realmente con la esencia divina, y que las personas se distinguen entre sí y los atributos también. Barrett asimila el tipo de distinción de los atributos al de las personas, es decir, una distinción real que no causa o admite división, separación, mezcla o conflicto en Dios. A la distinción entre los atributos la llama “idiomática”, y en ella consiste su aporte personal a la teoría de la simplicidad divina (p. 181). En cuanto a las desemejanzas, advierte que los atributos no se parecen a las personas por dos motivos: primero, porque las personas se distinguen en virtud de sus propiedades personales, que expresan sus distintas relaciones y orígenes; segundo, porque las personas están unidas entre sí no solamente por las relaciones de origen, sino también por su unidad pericorética (estos últimos puntos deberían haber recibido una mayor atención por parte del autor).
Ahora bien, que los atributos sean idiomáticamente distintos significa básicamente que no son sinónimos, y que no son idénticos significa que no son lo mismo en sentido absoluto. Se admite, por consiguiente, un grado de distinción real, ontológica, entre ellos (p. 176), pero que no llega a separar o dividir la esencia, sino que conserva su unidad (pp. 181-182). Según Barrett, este tipo de distinción, por un lado, reconoce que el misterio de la simplicidad divina consiste en que Dios es rico y múltiple, sin ser compuesto ni divisible en partes, y por otro, acoge una faceta de la fuerte crítica formulada por la filosofía analítica, concretamente la que habla de “la identidad entre propiedad y propiedad” en Dios (pp. 10, 182).
En el último tramo, el autor enumera una serie de conclusiones mediadas por la analogía de diversidad entre la Trinidad y los atributos divinos. Las enunciamos brevemente. Cada perfección predicada de Dios no refiere una parte, sino toda la esencia divina. Sin embargo, eso no significa que la naturaleza de Dios se reduzca a un atributo particular. Los atributos no son otra cosa que la esencia divina, pero no son sinónimos. Cada perfección debe ser entendida como el mismo Dios. La naturaleza divina no es una mezcla de atributos. La simplicidad implica que los atributos no pueden entrar en conflicto y que no hay diferencia de grado entre ellos.
Al concluir este comentario, deseamos expresar nuestra opinión positiva del libro de Barrett. Su principal mérito es haber puesto de relieve la conexión de una temática tan discutida como es la simplicidad divina con su fuente bíblica, y de esa manera tratarla desde una perspectiva teológica, en particular a la luz de la Trinidad. El proceso consistió esencialmente en relacionar la simplicidad divina y la Trinidad a través de su vínculo con la enseñanza bíblica de las operaciones indivisibles. Junto a este logro central, destacamos la abundante y valiosa información brindada gracias a la bibliografía específica que el autor utilizó. En este sentido, el status quaestionis del capítulo 1, constituye un aporte considerable.
Por otro lado, ha sido reconfortante comprobar cómo el estudio de los teólogos de diferentes épocas lleva a superar algunos estereotipos que suelen repetirse sin fundamento en muchos ámbitos de la enseñanza de la teología. Según Barrett, hay que rechazar definitivamente la opinión de que las doctrinas de la simplicidad divina de Agustín, Anselmo o Tomás de Aquino están comandadas por la metafísica, transmiten una visión abstracta de la naturaleza divina o ponen en peligro la teología trinitaria debido a sus tendencias modalistas o a su negación de las distinciones. Las enseñanzas de estos autores deben, definitivamente, dejar de ser vistas como una influencia desafortunada en la teología occidental. Asimismo, y aunque su opción metodológica sea distinta, el autor se muestra tolerante con las obras que abordan en primer lugar la esencia divina, tal como sucede en la Summa Theologiae, pues lejos de haber allí una separación de Dios uno y de Dios trino o una autoridad doctrinal prevalente de la simplicidad sobre la Trinidad, lo que encontramos es una exposición sobre Dios tal como es, pero que se va desplegando según la comprensión que Tomás tenía del orden de la disciplina teológica.
Ahora bien, celebrar esta monografía implica, además, sugerir una reflexión más amplia sobre ciertos aspectos. Puntualicemos algunos de ellos.
La base genética de la investigación, que es la historia de la relación entre la simplicidad divina y la Escritura desde los primeros teólogos de Oriente y Occidente hasta Karl Barth, representa en sí misma una novedad (p. 37). Es un recorrido tan preciado como inabarcable. Resulta comprensible que haya momentos en los que los análisis no alcancen el nivel esperado, se muestre solo una cara del problema, las conclusiones avancen demasiado rápido, etc. Con estas salvedades como marco, nos atrevemos a señalar lo siguiente:
La simplicidad de la que habla Barrett es la que se origina en dos temáticas bíblicas: los nombres divinos y las operaciones trinitarias ad extra (p. 134). Esta dependencia, fijada gracias a los capítulos 2-4, pero sobre todo al influjo de la teología barthiana (p. 120), es la que termina confinando el papel de la simplicidad divina al polémico ámbito de la distinción de los atributos. Acomodado a este parámetro, el autor afirma que ni el período medieval, en particular, ni la historia de la teología cristiana, en general, ofrecen una visión uniforme, monolítica, de la simplicidad divina. Las variaciones obedecen en casi todos los casos a los tipos de distinciones que los teólogos concibieron entre los atributos (pp. 92, 131, 188). Estos criterios sirven para interpretar la distinción “idiomática” imaginada por Barrett y a la que él califica como un progreso dentro de la tradición.
Vemos así que el horizonte del trabajo es muy ajustado y no deja contemplar muchas otras preguntas relativas a la simplicidad divina que, en conexión con la Biblia, se plantearon y resolvieron los teólogos a lo largo de la historia. La inmaterialidad o la extracategorialidad de Dios, por mencionar sólo dos temáticas íntimamente relacionadas con la simplicidad, han sido de máxima importancia en los debates y actualmente han cobrado un nuevo vigor debido a las pretensiones revisionistas contemporáneas de la idea tradicional de Dios. La circunscripción impuesta a la simplicidad de Dios la empobrece y hace que la monografía termine ofreciendo una mirada histórico-doctrinal bastante parcial. Esto es constatable en la evaluación que hace de los teólogos medievales.
En efecto, en el capítulo 3, encontramos una opinión tajante según la cual, con excepción del Pseudo-Dionisio, no hay una conexión explícita entre la simplicidad divina y la Escritura en los autores medievales. Se admite, en cambio, una conexión implícita en la mayoría de ellos solo cuando abordan la cuestión de los nombres divinos (p. 71). Este dictamen se debe a la sujeción antes señalada (la simplicidad tiene que ver con la distinción de los atributos), que condiciona decisivamente la lectura de este período. Barrett es consciente tanto del papel vital que tenía la Biblia en el pensamiento teológico medieval (de hecho la lectura y el comentario de la Biblia constituían el ejercicio escolar habitual de los doctores in sacra pagina), como del desarrollo que había experimentado la teoría de la simplicidad divina por el interés que tenían los maestros de explicarla y enseñarla en la universidad. Pero la determinación de su enfoque no le permite captar el conjunto de cuestiones contenidas en la simplicidad y explorar las exégesis de los pasajes bíblicos en los que los medievales se inspiraban. Por eso las conclusiones que saca de esta etapa de la historia de la teología son incompletas.
La perspectiva teológica de la monografía y la afirmación acerca de la naturaleza revelada de la simplicidad divina no deberían menoscabar el papel de la filosofía en este asunto. Si bien el capítulo 1 hace alusión al lenguaje técnico y aclara que la metafísica debe ser aprovechada en un sentido más bien ministerial que magisterial (p. 32), lo cierto es que en este trabajo la apertura más explícita a la filosofía pasa casi exclusivamente por la teoría de las distinciones (pp. 172-173). Esta concesión es muy reducida y acarrea notables obstáculos en la comprensión del tema y en los beneficios especulativos que se podrían alcanzar.
No cabe duda de que, desde una mirada trinitaria, la simplicidad divina encuentra su último fundamento en la Sagrada Escritura. Sin embargo, eso no impide que la metafísica, en virtud de las prerrogativas de la razón filosófica, elabore su propia reflexión sobre dicho atributo. La historia de la filosofía lo certifica y da pruebas de que la simplicidad divina no depende, ni en su origen ni en su desarrollo, del contenido de la fe cristiana. Barrett no tendría dificultad en aceptar estas afirmaciones. El inconveniente está en que ve a la metafísica con desconfianza, como una de las principales causas de las distorsiones de la noción de Dios (pp. 164-168). Detrás de esta actitud subyace la famosa cuestión acerca de “lo poco que tienen en común” el Dios de los filósofos y el Dios de los teólogos. Una oposición insuperable que todavía permanece en muchos intelectos, con graves secuelas conceptuales.
La teología necesita la participación de la metafísica para elaborar sus conclusiones. Un ejemplo sencillo de las derivaciones que se siguen de no satisfacer adecuadamente este requerimiento es el hecho de que Barrett habla más de la unidad divina que de la simplicidad. La indivisión en la que pone la clave de la simplicidad es, en realidad, la razón formal de lo uno, no de lo simple. Pero unum no se opone a la composición real. Unidad y composición no son antagónicas. El autor, advirtiéndolo, se contenta con señalar que la simplicidad es una forma de unidad (p. 183). Elude, así, tener que precisar metafísicamente lo que es la simplicidad divina y establecer su distinción y relación con la unidad. El planteo permanece, desde este punto de vista, algo confuso.
Entender cómo llega a sus principales convicciones no es tan difícil. El inicio de la trama está en la revelación bíblica de la riqueza de la naturaleza divina. Dios mismo manifestó que es de tal o cual manera (p. 183). La realidad de los distintos atributos o perfecciones es, entonces, indiscutible. A la teología le corresponde posteriormente establecer cómo se distinguen entre ellos. Barrett asume para ello el modelo trinitario en el que la distinción de las personas divinas rechaza, por incompatible, la tesis de una simplicidad divina absoluta (p. 172). Esto lo lleva a excluir la distinción virtual (atribuida a Tomás de Aquino), y a optar por un tipo de distinción (vecina a la formal escotista), según la cual los atributos son distintos unos de otros, pero “no tan distintos que sean separables” (p. 185). Esta distinción, que es real, aunque no radicalmente real, no niega la simplicidad de Dios, porque la noción de simplicidad se funda, como ya vimos, en la inseparabilidad de los atributos o en la indivisión de la naturaleza divina, propiedad que está asegurada porque los atributos, como las personas divinas, no rompen la unidad de Dios. En base a todo esto, Barrett cree estar sosteniendo “fuertemente” la simplicidad divina (pp. 182, 186).
En fin, haber pensado la simplicidad como un concepto teológico en función de la multiplicidad de nombres divinos y no haber integrado una metafísica adecuada a la reflexión teológica sobre Dios, es lo que, entre otras cosas, da como resultado un enfoque parcial y una versión débil de la simplicidad divina. Por eso, este libro no propone solamente un cambio metodológico, sino también uno de doctrina, en relación a la concepción tradicional de Dios.
Las observaciones que hemos compartido no deben eclipsar los logros alcanzados por el autor. Más bien buscan abrir la posibilidad de repensar ciertas temáticas desde un diálogo más profundo y armónico entre la fe y la razón, entre la filosofía y la teología, en orden a una mayor clarificación y consistencia de los frutos obtenidos.
Por todo lo dicho, no hay duda de que estamos ante un libro muy estimulante, que hará progresar las investigaciones sobre la simplicidad divina en el campo teológico.
Juan José Herrera
Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino,
Tucumán, Argentina
jjherrera@unsta.edu.ar
ORCID: 0000-0001-7374-034X