Gloria de la pasividad: autorrevelación de lo invisible según Michel Henry
Glory of Passivity: Self-Revelation of the Invisible According to Michel Henry
Mario Di Giacomo
Universidad Católica Andés Bello (UCAB),
Caracas, Venezuela
mario.digiacomo@isfodosu.edu.do
ORCID 0000-0001-5170-5906
Resumen: Este trabajo, desarrollado en el contexto del giro teológico de la fenomenología francesa, reflexiona sobre la significación de la Vida en Michel Henry, Vida y pasividad que no resultan de la volición de un sujeto moderno que parecería haber sido hoy superado. Estamos en los umbrales de una filosofía primera que no deja absolutamente de lado la intencionalidad de otrora, así como su carácter activo en la donación de significado, pero subordina ambos a un fundamento primero, único e irreductible: la Vida. Hemos titulado este trabajo Gloria de la pasividad puesto que, en efecto, el ego no aparece como el artífice originario de la constitución del mundo, de sus significados y de sus idealidades. Una pasividad primitiva del sujeto antecedería al ego constituyente de la fenomenología clásica, una pasividad viejísima, que no cabría, sin lugar a duda, en ninguna memoria. No hemos querido, sin embargo, introducirnos al pensamiento de Henry sin antes darnos una idea de lo que significa la pasividad del sujeto reflejada en algunas líneas de Marion, cuya comprensión se da en el marco de una fenomenología de lo invisible y de una fenomenología abierta al exceso de evidencia.
Palabras clave: Fenomenología, filosofía de la Vida, fenomenología y religión, fenomenología de lo invisible, Michel Henry
Abstract: This work, developed in the context of the theological turn of French phenomenology, reflects on the significance of Life in Michel Henry, Life and passivity that do not result from the volition of a modern subject who seems to have been overcome. We are on the threshold of a first philosophy that does not absolutely leave aside the intentionality of the past, as well as its active character in the donation of meaning, but subordinates both to a first, unique and irreducible foundation: Life. We have entitled this work Glory of Passivity since the ego does not appear as the original architect of the constitution of the world, its meanings and its idealities. A primitive passivity of the subject would precede the constituent ego of classical phenomenology, a very old passivity that would not fit, without a doubt, in any memory. However, we did not want to introduce ourselves to Henry’s thought without first giving us an idea of what the passivity of the subject reflected in some of Marion’s lines means, whose understanding occurs within the framework of a phenomenology of the invisible and a phenomenology open to excess of evidence.
Keywords: Phenomenology, philosophy of life, Phenomenology and religion, Phenomenology of the invisible, Michel Henry
Recibido: 07/10/20
Aprobado: 23/10/20
Introducción
L’Essence de la Manifestation est un travail purement phéno-ménologique où j’ai mis à jour mes présuppositions phénoménologiques, ma phénoménologie, c’est-à-dire une phéno-ménologie qui repose sur le dualisme de la phénoménalité ek-statique du monde qui est celle de Heidegger et d’une phénoménalité totalement différente qui est celle de la vie.
Michel Henry
Bajo un título llamativo y crítico, pero acaso impreciso, Dominique Janicaud (2000) ha emprendido una querella teórica en contra de aquellos filósofos (nuevos fenomenólogos) que tienden a destituir el primado del ego constituyente y de la intencionalidad tal como es presentado habitualmente en el pensamiento de Husserl. Desde la perspectiva de Janicaud, tales tendencias se agrupan en torno a un grupo de autores contemporáneos. Éstos representarían el así denominado giro teológico de la fenomenología francesa: Levinas, Henry, Marion, Chrétien. Giro inadmisible -según Janicaud- en el ámbito de la filosofía por la intrusión indebida de elementos teológicos o criptoteológicos, acaso no advertidos por los mismos fenomenólogos de nuevo cuño, o si han sido advertidos, no han sido explícitamente asumidos como tales por esos mismos pensadores. Este trabajo reflexiona sobre la significación de la Vida en Michel Henry, Vida y pasividad de las que no pueden ser autores los sujetos mediante ningún tipo de acto volitivo. Estamos en los umbrales de una filosofía primera que no deja absolutamente de lado la intencionalidad de otrora, así como su carácter activo en la donación de significado, pero subordina ambos a un fundamento primero, único e irreductible: la Vida. En palabras de Touaboy:
Henry s’érige contre le monopole discursif de la phénoménologie intentionnelle de Husserl, mais aussi contre celle existentiale et ekstatique de Heidegger, au nom d’une dualité d’apparaitre en régime phénoménologique, d’une irréductibilité de la connaissance/donation phénoménologique à la seule vérité objectivant hellénistique, bref au nom d’une phénoménologie non-intentionnelle. (s.d., p. 4)
Hemos titulado este trabajo Gloria de la pasividad puesto que, en efecto, el ego no aparece como el artífice originario de la constitución del mundo, de sus significados y de sus idealidades. Una pasividad primitiva del sujeto antecedería al ego constituyente de la fenomenología clásica, una pasividad viejísima, que no cabría, sin lugar a duda, en ninguna memoria. No hemos querido sin embargo introducirnos al pensamiento de Henry sin antes darnos una idea de lo que significa la pasividad del sujeto reflejada en algunas líneas de Marion, cuya comprensión se da en el marco de una fenomenología de lo invisible y de una fenomenología abierta al exceso de evidencia, ya que la intuición colma por completo, sin intervención intencional, la mirada del sujeto que contempla, que es transformado por aquello que contempla debido a la detención, parálisis, refrenamiento de sus facultades epistémicas (Marion llama a tal sujeto adonado). Acostumbrados como estamos todavía al dominio y mando del sujeto moderno, perfecto dominus sui actus, determinando al mundo según su voluntad y su razón, es decir, ontificándolo, al entendimiento, pues, aún le cuesta comprender semejante glorificación de la pasividad que encontramos tanto en la epifanía del rostro (Levinas), la Vida (Henry), la contra-experiencia propia de los fenómenos saturados (Marion) y, tal vez, en la plegaria de Chrétien, esa elocuente parole sans abri y, acaso, sin destinatario. Sin embargo, seguir la senda de la pasividad no significará a la postre una carencia completa de formación subjetiva o de pre-formación subjetiva. Podrá aparecer poco a poco una ontología fundamental, como creo que sucede en el caso de Henry, no obstante, el abstinente arrojo de la pasividad consiste justamente en uno de los modos en que el ser manifiesta su más íntima riqueza.
Saturación fenoménica
Según Marion (2008), hay fenómenos originariamente dados o determinados por la donación que aparecen sin que sea requerida la presencia de un ego constituyente, que los ha desestructurado y recompuesto a la medida del horizonte de posibilidad de cualquier ego, por lo cual las condiciones a priori parecen sobrar en el espectro de la donación originaria, en especial con los fenómenos saturados, experiencia de donación donde no sólo el a priori constitutivo se pone en cuestión, sino que aquéllos son aptos para aparecer “sin o en contra de toda constitución de objeto, incluso a veces sin tan siquiera ser” (p. 13). La legitimidad filosófica de tales fenómenos la encuentra Marion cuando se trata de pensar en los que permanecen la “mayor parte del tiempo disimulados o todavía no vistos” (p. 15). Se trata de los fenómenos alcanzables únicamente por una fenomenología abierta a lo invisible, no siendo necesariamente teológico el invisible del que se trata. Desde la perspectiva de Marion, la mirada se dirige no a los objetos producidos técnicamente, ni a los entes del mundo, sino a aquellas realidades que aparecen a partir de sí mismas, en consecuencia, se caracterizan por un “exceso de evidencia”, porque “nos acechan desde demasiado cerca” y “nos aprisionan ya desde siempre” (p. 15). El fenómeno saturado es un tipo de fenómeno que resulta insoportable, como la mirada de Dios, como la idea de Bien, como el rostro del Otro, como la herida en la plegaria del suplicante. De alguna manera esta fenomenicidad ni óntica ni técnica está ante nuestras puertas, entra a través de ellas reformando nuestra subjetividad, invirtiendo la formulación habitual según la cual los fenómenos entran a nosotros de acuerdo con el horizonte finito, limitado, delimitado, que le permite ser fenómeno para nosotros. Por el contrario, estos fenómenos saturados, son uno con uno mismo, con la subjetividad de uno mismo, ingresan en nuestra subjetividad no como la alegre alienación de quien se olvida a contrapelo a sí mismo, sino como si nuestra misma esencia co-creciese en y por ellos “porque nos resultan más íntimos que nosotros mismos” (p. 15). Aunque vengan de fuera como el rostro del Otro, siempre está demasiado cerca de la fibra más secreta que íntimamente podemos tocarnos. Por eso estamos en las cercanías de fenómenos de revelación al arrimarnos a los predios de los fenómenos saturados: difícilmente objetivables, que nos devuelven a nosotros mismos de una manera indirecta, bajo el influjo de una paradoja o “contra-experiencia” (p. 15), según la cual la forma habitual del fenómeno se guarda en su luz trascendente, pero admite, así sea a regañadientes, la entrada de esas contra-experiencias por las cuales el hombre no mira directamente nada objetual para efectivamente constituirlo como objeto, ni admite pasivamente las ousiai que enfrenta bajo la figura de sustancias primeras.
La mirada, entonces, pierde su luz soportable, ingresa en lo insoportable, y sin embargo está en la obligación de hacerlo suyo, porque es lo más constitutivamente suyo, aunque no sea ni el acto de una propiedad constitutiva ni de la espontaneidad de su entendimiento. He aquí el trabajo que hay que realizar sobre estas paradojas, sobre estas contra-experiencias fenomenológicas que salen de la luz habitual del ego, hacia la sobreabundancia de luz en el deslumbre o a la noche desde la que somos lo que somos y fundamos lo que somos. Hay que describir, pues, esos fenómenos que nos son donados en un derroche de luz o en la patética de una oscuridad innombrable. Nos perdemos y al mismo tiempo nos explicitamos en esos excesos de claridad y oscuridad donde al describir nuestra condición no vemos como se ve en la luz cotidiana en la que los objetos y entes se nos entregan. Manifestaciones hay que el hombre no puede contemplar a ojos vistas, como no puede verse a sí mismo de manera natural y clara, aunque tenga a la mano los objetos técnicos con lo que se distrae y glorifica como lo mejor de sí mismo. Las ardientes figuras que toman el nombre de fenómeno saturado en Marion, explica Bassas Vila (Marion, 2008, p. 22), la resistencia a convertirse en objetos trascendentes que son resultados de síntesis trascendentales, han llevado a calificar el pensamiento del autor francés de teología fenomenologizada o de teología encubierta por la fenomenología. En todo caso, el fenómeno saturado se caracteriza por un exceso, por un desborde de toda limitación egológica, por un rebasamiento de las atribuciones semánticas, por una paralización de las facultades del sujeto. Es como si el fenómeno, paradójicamente, tomase un papel activo en la contemplación. Mundo de subjetividades modificadas, heridas, recrecidas por efecto de una intensidad fenoménica, una multiplicidad significativa, una parálisis enriquecedora, que ningún sujeto es capaz de subsumir bajo su poder constitutivo. Si en tales fenómenos se nos dona al mismo tiempo nuestra más íntima intimidad y nuestra más insigne altura, pues sean bienvenidos a esta casa que es nuestro cuerpo. No porque lo otro no exista o no tenga importancia su existencia (objetos y entes), sino porque la propia pasividad significa una recaptura y resignificación de muy viejos desprecios que merecen un espacio filosófico que los estime en su maravillosa paradoja, yendo más allá de los textos macerados por la tradición filosófica, fundados en idealidades lógicas, en paradigmas científicos y en los caminos seguros (tanto, que dan tedio) de la ciencia moderna.
Aquí lo que está en juego es una simple refutación de los retornos. Como en la economía salvífica, los retornos están de más, mientras que las sobreabundancias son lo de menos, pues lo importante en términos supererogatorios es la donación y el dar, el entregar sin esperar recibir, la liturgia de excesos irrefutables: un Absoluto autoentregado hasta el sacrificio. Escribe Schrijvers a propósito de los excesos litúrgicos, ardientemente disociados de los retornos económicos, de la lógica del beneficio y de la apropiación privada del mundo moderno:
For liturgy transgresses the world and offers to the realms of the means and ends of technology, the excess and surplus of a preoccupation with God that serves, at least in the world that is ours, no direct end: over and against the utility and the costs and benefit analyses of the world stands the gratuity and the uselessness of liturgy. (2011, p. 9)
El dar a manos llenas significa la erosión de ese dar que espera recibir, la liturgia transgrede la lógica de los costos y de los beneficios, del do ut des, en un mundo del cual solamente cabría esperar el triunfo de esa lógica.
Henry: la afectividad como esencia de la vida
¿Qué escucha Henry en ese sitio, en esa liturgia ¿divina? donde ya no es posible el ruido del mundo ni los murmullos del afuera (Henry, 2004, pp. 165-166), porque el ego se encuentra tomado por una inmanencia que prima sobre la trascendencia/alteridad? (Khosrokhavar, 2001, p. 326). Tal vez la vida que se experimenta a sí misma en sus sufrimientos y alegrías, no la luz mediante la cual ganamos un mundo, “la gloria de este mundo” (Henry, 2004, p. 31), sino la revelación de lo invisible en nosotros. Con ello Henry nos da a entender una vez más cómo distingue las intencionalidades fenomenológicas. Si “la Afectividad es la esencia de la vida” (p. 27), entonces existen dos órdenes de diversa catadura, uno el del cuerpo inmerso en el espacio de las cosas, cosa entre cosas, cuerpo material y objetivo, y los seres que son carne, los seres encarnados, en oposición al mundo que se encuentra delante y enfrente de nosotros, en la orilla de luz donde cada reverbero es reverbero objetual, mientras que el origen hasta donde quiere remontarse Henry se adensa en la bruma de una noche que eternamente nos acompaña para levantar un monumento a lo que el logos habitualmente ha despreciado; quiere elevarse “hasta un dominio de origen de donde todo depende, pero que por su parte no depende de nada” (p. 11). Además, que el logos se haya asociado regularmente a la luz no significa que Henry esté utilizando el logos para destruirlo, es decir, para hundirse en la incoherencia de la irracionalidad o para ensalzar lo otro de la luz. El delirio.
En nuestro propio cuerpo la Vida nos abraza; la Vida nos estrecha en el propio cuerpo. Pero el fenómeno en este caso, ya lo hemos repetido, aparece en un mundo, se me aparece a mí, sometido a las constricciones del médium trascendental egológico. Sin embargo, Henry cree encontrar otra forma de donación, distinta de la familiar, ubicada en la inmanencia absoluta de la vida, en la autodonación de la Vida, lo que se dona en una oscuridad plegada sobre sí misma de la cual no podemos tener una certeza sensible (en las formas puras de la intuición), pues ella se nos da como un “hecho primitivo” (p. 22) desprendido de los horizontes limítrofes en que se da toda presencia, todo fenómeno. En palabras de Janicaud, es la inmanencia radical lo que debe ser objeto de pensamiento en Henry, ella no es the reversal of perceptive transcendence, but its first condition (Janicaud, 2000, p. 72). No hay que desquitarse del cuerpo, como hubiese querido Kant al tildar de patológico todo esfuerzo teórico puro que no pase por el cedazo de la limpieza somática (Henry, 2007, p. 152). Leyendo a Maine de Biran, Henry invierte el logos a través del tamiz de un cuerpo, como si el cuerpo, carne en los últimos escritos de Henry, se convirtiera en el thesaurus de las experiencias antropológicas. Por decirlo de otra manera, aunque siguiendo al mismo Henry, el mundo comprende todos los contenidos de mis propias experiencias corporales, pero lo es gracias a ese origen dominante del que todo depende pero que él mismo no depende de nada, absolutamente cercano a nosotros, desligado de cualquier mediación entre nuestro cuerpo subjetivo y nosotros: ninguna distancia fenomenológica se interpone entre el movimiento y nosotros, como si el cuerpo fuera un fenómeno ajeno a nosotros, como si fuera la objetivación que de uno hacen los otros (pp. 89-104).
Cuerpo y subjetividad ajenos a la experiencia.
De la distancia intencional o fenomenológica
De acuerdo con un espacio originario, jamás confundido con una espacialidad real, la distancia fenomenológica ha de ser entendida como la visibilidad del fenómeno, es decir, ella despliega un horizonte de visibilidad al interior del cual permite a algo ser visible para nosotros, por consiguiente, es concebida como un pouvoir ontologique (Henry, 1963, p. 77) que nos da acceso a las cosas porque nos permite encontrarnos primitivamente abiertos, gracias a ese campo, a ellas. Pero, a la par, también define una condición de imposibilidad propiamente humana: al ser humano le es imposible no estar abierto al mundo, la inaperturidad es una condición ontológica impensable. Sostiene Henry que aquello que entendemos por distancia, o lo que nos aparece dentro de una distancia y sobre lo cual arrojamos nuestros conceptos, es una distancia derivada de ésa más primitiva y menos ingenua, que denominamos campo fenomenológico, horizonte de manifestación, horizonte de visibilidad, es decir, condición de aparición para nosotros de un fenómeno bajo la modalidad de una cierta separación. Nos topamos, pues, con la ermeneutica dell’alienazione (Formisano, 2013, pp. 186 y 197), recepción del objeto trascendente dentro del horizonte del ser de la conciencia, prefigurándose así, en la misma división (Scheidung), un representado, el fenómeno, y un representante, un horizonte de visibilidad, que puede ahora ser interrogado (no fenoménicamente, empero) gracias a la duplicación del acto que implica la presencia del fenómeno en la conciencia:
La représentation […] se réfère explicitement à l’essence comme telle de la présence et nous invite à comprendre celle-ci comme une présence qui est celle du représenté, c’est-à-dire la présence de quelque chose qui survient devant, dans un milieu d’extériorité dont elle n’est elle-même. (Henry, 1963, p. 100)
Eso implica que la conciencia es pensada no solamente como representación, como lugar de la presencia, sino también como el lugar de una alienación necesaria, como un lugar de separación y de división para que la presencia efectivamente se dé a la conciencia:
Les grands phénomènes humains […] ou divins […] y sont en fait interprétés en fonction de la nécessité d’un avènement de la conscience, avènement qui est toujours pensé, à partir du phénomène ontologique central de l’aliénation, comme une division et une séparation. (p. 98)
Campo irrebasable e inevitable de toda manifestación fenoménica, ella se encuentra completamente salvaguardada por su carácter primitivo, naturante, no naturado, es decir, la distancia que procura al pensar lo que haya de ser pensado expresa nítidamente que la unidad jamás se hallará sobre el fondo de esa diferencia primitiva. La alienación es insuperable gracias a ese intervalo y a nuestra aperturidad, de allí que el ser no se nos manifieste sino en tanto que alienado, en tanto que no coincidiendo ni jamás ni plenamente consigo mismo. Explica Henry que “le concept de distance phénoménologique est identique au concept originaire et ontologiquement pur d’aliénation. L’aliénation est insurmontable. L’être n’existe et ne se manifeste qu’en tant qu’être aliéné” (p. 87). La claridad o no de la manifestación indica el grado de proximidad del objeto que entra en ese campo que se alarga para permitir la entrada a lo otro de sí. En tanto que intervalo, la distancia fenomenológica es lo que permitiría pensar al ser, siempre bajo la condición de que eso que se piensa no coincida jamás consigo mismo, en virtud, precisamente del intervalo fenomenológico: el fenómeno no llega a ser fenómeno sin ese intervalo, aprehendido como un poder ontológico, como ya se ha dicho, como “une distance naturante et non pas simplement naturée”, punto originario de cualquier comprensión de otro tipo de distancia, y poder originario capaz de instaurar el intersticio primigenio por mor del cual “l’être pourra s’apparaître à lui-même” (p. 81). Es, en fin, una distancia que merece ser llamada “distance phénoménologique” (p. 75).
Para darse a la presencia, para manifestarse, el ser ha tenido que duplicarse, no puede ser sí mismo en esa exterioridad que lo remite a otro, es decir, ha tenido que separarse de sí, o ha sido separado de sí, y su voluntad de reunión, la voluntad de ser sí mismo de nuevo no puede sino volver a atravesar la alcabala inmóvil de un intervalo fenomenológico que impedirá el ímpetu de su auto-coincidencia: una nueva alienación no revocará, por lo tanto, la anterior que lo ha separado de sí, de allí que la supresión eidética de la alienación es algo poco menos que absurdo, una imposibilidad ontológica desde el punto de vista del monismo ontológico. Si existe algo así como un deseo de unión en la re-unión de lo dividido merced a la intervención del intervalo, ese mismo deseo no será sino nostalgia, una sonrisa velada por las lágrimas. Dentro de estas circunstancias, el ser deviene el deseo de sí, él es su propia nostalgia, concluye Henry: “L’être est le désir de soi, il est sa propre nostalgie” (p. 90). En Heidegger, dice Henry, la distancia fenomenológica está restringida a la relación categorial con el ente, o lo que es igual, con el ente que no es el Dasein: la diferencia aparece con todo ente que no coincida con el Dasein, mientras que éste, el Dasein comporta una distancia existencial, distinta a la distancia fenomenológica. Heidegger habría sustituido el concepto de distancia de la fenomenología clásica por el de distance existentielle (p. 80), desligándose él también de la distancia entendida en sentido espacial, pero aproximándola al sentido del cuidado (Souci). La lejanía o cercanía de las cosas con respecto al Dasein se determina por el interés que ellas en éste provocan. Eventos ocurridos hace siglos pueden ser nuestros contemporáneos en un proceso de traducción interpretativa que encuentre estructuras semejantes entre el pasado y el presente, así como el futuro al que ellos refieren. Por otra parte, cosas muy alejadas de nosotros pueden llegarnos a ser próximas en la medida en que suscitan en nosotros ciertas recurrencias familiares, espantos que no pueden ser ya refrenados por las fronteras y los límites, el desorden global que achica toda lejanía. La preocupación o el cuidado definen entonces aquello que nos resulta o próximo o alejado, o propio o extraño. Por consiguiente,
la distance phénoménologique doit aussi être distinguée dans son concept de celui de “distance existentielle”, qui caractérise la proximité plus ou moins grande dans laquelle se tiennent pour nous les choses selon l’intérêt que nous leur portons. Cette proximité n’a aucun rapport avec la proximité spatiale. (…) La distance existentielle est liée au Souci. (Henry, 1963, p. 80)
Pero entonces es el cuidado el que define ahora la presencia cercana o lejana de algo, el contenido de algo que llama nuestra atención es lo que viene definido como cercanía, los contenidos que no lo hacen, por la razón que sea, definen el alejamiento en tanto que no es objeto de nuestra preocupación. Sin embargo, el comentario de Henry a Heidegger deja bien en claro que son los objetos y los contenidos determinados los que llegan hasta nosotros a través de la distancia existencial que puede hacérnoslos próximos o lejanos, dependiendo de la preocupación que ellos susciten en nosotros. La orientación preocupada por los objetos/eventos alejados ocultan el alejamiento como tal, así como la tendencia a preocuparse por lo cercano nos disimula el medio ontológico en el cual aparece eso cercano, medio ontológico, empero, que resulta fundamental para las determinaciones categoriales, las cuales terminan por reposar sobre los existenciarios; aquí lo original es la distancia existencial que viene definida por la Souci, que, a su misma vez, precisa qué es objeto de proximidad o de lejanía, dependiendo de los intereses suscitados en el Dasein (p. 80). Por eso el Dasein nace en un ámbito preinterpretado, que él mismo vuelve a interpretar de acuerdo con unos intereses que no necesariamente nacen de la pureza eidética, del conocimiento teórico o del abordaje contemplativo. Pese al acecho que sobre él ejerce un posible solipsismo, el Dasein, identificado con la Sorge, es arrancado por Heidegger al imperio del Yo pensante y de la actitud teórica ante el mundo (Marion, 2008, p. 404). Reintroduciéndolo en la finitud por medio de ser-en-el-mundo (In-der-Welt-sein), la respectividad y la facticidad, el Dasein ya no se muestra como una realidad capaz de fundarse a sí misma o de ponerse a sí misma, sino que se encuentra ya siempre animada por ese estar en un mundo siempre precedente y siempre preinterpretado. De allí que, para el Dasein, en apariencia lejos de toda premisa autárquica, “todas las modalidades de nuestra experiencia del otro (presencia y ausencia) suponen ese prius del ser-con” (Henry, 2001, p. 311). El Dasein y el Mitsein no son más que uno, afirma con énfasis concluyente Henry (p. 312).
El ego no tiene por qué acudir a ningún cuerpo para obrar sobre el mundo, pues el ego y el cuerpo se identifican. Desechando el factum de una vida teórica autónoma originaria, Henry comenta a Biran en el sentido de que sí existe, en efecto, una vida primitiva, pero no la que hasta ahora hemos vindicado, sino una vida de otro linaje que está allí como fundamentum inconcussum de la verdad y del logos ensalzados. Fundada se encuentra la verdad teórica, ni siquiera la verdad más pretendidamente abstracta puede presumir de una validez incondicional, apta para todos los auditorios y tiempos. Esa verdad acontece sobre un terreno ya dado, el de la vida sensible, nuestra vida concreta y en nuestra percepción ingenua. Antes de cualquier elaboración intelectual, la vida se ha situado por detrás de un logos revelador, ha sido Vida sin ese logos, se ha ubicado aun sin él. De allí, dice Henry, que lo de veras sustantivo es la vida del cuerpo, la vida antes del ego, la vida situada y defendida desde el plano propiamente sensitivo, vida antes de la doctrina, vida que marca la doctrina con su propio sello, anterior a la más depurada de las doctrinas.
Del hombre encarnado, más que de la conciencia, parte el hecho originario de una aventura ontofenomenológica, saliendo de la subjetividad constituyente que termina reduciéndolo todo lo otro a ella, a fin de pavimentar un análisis sobre el cuerpo. Nuestro cuerpo, alega Henry, es un cuerpo viviente que no puede ser entendido como una mera realidad biológica, objeto de intervenciones tecnológicas que lo optimizan por medio de una distancia que deja poco de sagrado en él (2007, p. 28). El hombre reducido a la pura subjetividad no se interroga demasiado por ese accesorio llamado cuerpo. “Sujeto desencarnado como el espectador kantiano de los Paralogismos” (p. 30), añade Henry, este hombre no sería sino un espíritu puro que contempla el mundo desde una altura que la filosofía no ha solido desdeñar. “Pero el hombre es un sujeto encarnado, su conocimiento está situado en el universo, las cosas le son dadas bajo perspectivas orientadas desde su propio cuerpo” (p. 31), la misma modificación de un abordaje gnoseológico puede ser dada por una afinación de perspectivas y de percepciones elaboradas desde la misma condición corpórea que nos caracteriza. Al fenómeno del cuerpo no lo puede eludir en modo alguno una ontología fenomenológica perfilada desde un análisis de la subjetividad. El cuerpo es un Yo, afirma sin ambages Henry. El primer filósofo, continúa, que ha comprendido la necesidad de determinar originariamente nuestro cuerpo como un cuerpo subjetivo es Maine de Biran, que merece ser considerado “junto con Descartes y Husserl como uno de los verdaderos fundadores de una ciencia fenomenológica de la realidad humana” (p. 32). Continúa Henry:
El monumento levantado por Biran es uno de los más grandes edificado por el espíritu humano en su historia, tomando sus materiales de ese país desierto que es el lugar originario donde tiene lugar toda constitución y donde debe moverse la filosofía primera. Este exiguo monumento […] es lo que tratamos de descifrar a fin de recoger su enseñanza y de servirnos de ella como hilo conductor para nuestro análisis ontológico del cuerpo. (p. 34)
De esta larga selección del texto de Henry destacaremos varios puntos a nuestro parecer esenciales para una fenomenología del cuerpo, de lo invisible, de lo que no-aparece:
La encarnación humana, el ser somático del hombre, determina y sitúa su misma comprensión de la realidad, al punto que el cuerpo es un Yo, como explícitamente escribe Michel Henry;
El hombre no puede concebirse como un espíritu descarnado que contempla el mundo sin intoxicarse con sus impurezas;
El cuerpo situado es anterior a la pureza de una subjetividad a la que se contrae todo aparecer fenoménico, todo aparecer aparece finitizado dentro de un determinado horizonte ad modum recipiendis, según el esquematismo del entendimiento.
Cuerpo y filosofía primera
También Henry, como Maine de Biran, indaga por el lugar original de toda constitución, configurando con ello, él también, una prima philosophia, pero cuya base es la afectividad, mejor aún, la autoafección de la vida, imposibilitada de poner la famosa distancia fenomenológica entre sí y su sentir de sí. Por eso éste no es sólo un país desierto, sino un país invisible. Así, pues, lo esencial es la vida corpórea, esa vida en la que una subjetividad individual ya ha arraigado, mientras que lo derivado viene a ser la verdad intelectual, en la cual, parece posible y pensable, se insertan los filamentos de la vida meramente vivida, recibiendo aquélla la sensibilidad que no había llegado a logos en ésta (Henry, 2007, p. 156). Es como si se dijera: el logos piensa sin jamás represar del todo el fondo primitivo que ya siempre lo precede. El recinto del logos, según esta perspectiva teórica, es la vida, no al revés.
Desplazado de su propia subjetividad, el cuerpo de carne, carne sentiente, ve cómo quedan atrás sus mortificaciones y alegrías, sus penas y redenciones. A la obligada suspensión del Verbo corpóreo, del Verbo afectivo, se lo sustituye con un tipo de cogito ajeno a las Erlebnisse afectivas, porque se toma como un dogma cognoscitivo que lo que pensamos no depende de esto que somos. Se desaloja el sentimiento como se desaloja el vagón de un tren privado de tracción, invirtiendo de esta guisa Henry el guion ése según el cual la idea es el fundamento de lo real (p. 115), como si lo real (corpóreo-afectivo) no se sintiera a sí mismo, inmediatamente, sin mediación alguna. El paradigma científico de la Modernidad permitió no solamente el privilegio de la concepción matemático-física en detrimento del pathos que se adscribía al cuerpo, sino, además, la extradición de la subjetividad del campo de los actos puros e impasibles radicados en el pensamiento. En el ser matemático, como lo piensa Descartes, escribe Henry, no caben sentimientos y pasiones, por lo tanto, la afectividad es ajena a la esencia de ese tipo de pensamiento. De lo anterior se desprende que, si existe algo que degrada la pureza del pensamiento deslizándolo hacia el ámbito de la subjetividad afectiva, eso va a ser consecuencia la injerencia de un elemento ajeno al conocimiento, a saber, del cuerpo (p. 201). El orden axiológico de las diferentes Erlebnisse indica que unas son de carácter afectivo, mientras que otras se inscriben en la pureza apática de la ciencia recién descubierta, índice, paradigma y emblema del mismo conocimiento filosófico. Pero entonces Descartes ha admitido el derecho a la existencia de la Erlebnis afectiva, pero su propia concepción valorativa la ha demeritado, supeditándola por medio de un prejuicio intelectualista al ideal del conocimiento matemático. De allí el desvío histórico o déviance historiale por el cual la voie frayée vers le Commencement fue abandonada, mientras que la filosofía de la conciencia se comprometía con una teoría trascendental del conocimiento y de la ciencia, “rendant possible à son tour la maîtrise des choses et l’univers de la technique” (Henry, 1985, p. 7).
¿Pero es que acaso Descartes no ha advertido –se pregunta Henry- que la experiencia solicitada al conocimiento intelectual, una experiencia de beatitud en el conocimiento, tenga el valor de una certeza que nada ni nadie pueda arrebatarnos, “una felicidad que sea más nuestra que un abrigo”? (2007, p. 205). De allí que esa pureza conserve en sí un rastro no reconocido de tono afectivo, así como existen alegrías y placeres puramente intelectuales, como suele ser admitido en el pensamiento filosófico occidental, de modo que la dualidad propuesta, la jerarquía establecida y el orden axiológico empleado se ven mermados en una experiencia del cogito, dice Henry, que contiene en sí la marca profunda de una afectividad irreductible. No es que el pensamiento puro no produzca a través de la distancia metódica y la objetivación reproductiva de los procesos un avance en el conocimiento científico, lo que no es aceptable es pensar que ese conocimiento no contenga en sí elementos afectivos que incluso lo llevan a ser lo que es, sin decirlo explícitamente: los procesos metódicos y la capacidad de pronóstico indican no sólo una seguridad a futuro que la ciencia está en capacidad de proporcionar, pero la pregunta de fondo es si por detrás de tales mecánicas no existen movimientos afectivos: temor por lo que vendrá, placer por el descubrimiento de novedades, placer de la búsqueda, felicidad intelectual (Spinoza). Así, pues, el placer intelectual se adscribe al mismo cogito, aunque se quiera reservar el placer a la opacidad de la res extensa.
Volvamos al Henry de L’esssence de la manifestation. Existe una pasividad radical, originaria, primitiva que impide al sufrimiento rebasarse como tal, por consiguiente, siguiendo a Kierkegaard, el yo se encuentra tan adherido a sí mismo que no puede huir de su sufrimiento, dejarlo atrás, derogarlo. En eso consiste su desesperación. En todo caso, sufrimiento y desesperación, que no son idénticos, pero que radicalizan la sensación del propio yo, de la propia ipseidad, provocan el parto de un querer: el de deshacerse de sí mismo, el de romper el lazo que une a la propia pasividad que niega justamente aquel deshacer: “dans cette souffrance et dans la structure de son souffrir, surgit et se développe un vouloir, celui de briser cette structure, de rompre le lien qui attache le moi à lui-même, le vouloir se défaire de soi” (Henry, 1963, p. 853). Mas separarse de sí mismo es impracticable: he aquí una impotencia que por impotencia no puede alcanzar el fin propuesto. La desesperación permanece desesperación como la experiencia más auténtica de un yo que no puede anunciar su propio divorcio de aquello que en su profundidad inmanente lo constituye. El querer huir de sí mismo es la experiencia de impotencia que el yo realiza de sí mismo. Eso es lo monstruoso de la desesperación, escribe Henry a propósito de Kierkegaard, “Telle est la contradiction monstrueuse, 1’atroce contradiction du désespoir” (p. 853). El infortunio de no poder romper con el vínculo que ata al yo a sí mismo le permite a ese mismo yo impotente sentirse más que nunca a sí mismo: la vida se le manifiesta más que nunca en esa enfermedad mortal por la cual la desesperación, expresión de un vínculo indisoluble del yo consigo mismo, se anuncia como eterna. El yo vive agónica e impotentemente su autovínculo, que desprecia, muere agónicamente de su vida, de la que no puede prescindir, quiere morir o hacer morir el vínculo, pero no puede llevarlo a efecto; muere o quiere hacerlo, sin embargo, es impotente para realizar su propia muerte. Si bien este sujeto no es propiamente hablando un sujeto, sino que se ha encontrado en la atmósfera contingente de una vida que no se debe a sí mismo, va a tener que procurar una cierta mismidad a partir de la contingencia que justamente la rechaza. Es decir, tendrá que hacerse cargo de sí mismo en la asunción de una vida ética mediante la cual la distinción entre contingente y esencial se torna irrelevante en la medida en que la asunción de la propia biografía debe dar cuenta incluso de lo que acantona como contingente. Si el sujeto “se ha tomado a sí mismo bajo su propia responsabilidad” (Habermas, 1990, p. 204), debe dar cuenta también de aquello que ha excluido como contingente e inesencial a su vida: debe responsabilizarse en cada acto de elección responsable incluso de aquello que no ha elegido.
En estas impotencias de huidas y de vínculos indisolubles el hombre muere eternamente mientras vive, no cesa de morir en su desesperación, pero la cesación de la muerte va acompañada de una vida que tampoco cesa, en palabras agustinianas, vita mortalis, mors vitalis; también: “Mourir la mort, dit Kierkegaard, veut dire vivre sa mort” (Henry, 1963, p. 854). La impotencia radical de una vida que quiere morir a sí misma pero que no puede morir a sí misma (la desesperación) encuentra sus lenitivos, desde el punto de vista del Kierkegaard de Henry, en la instauración de una distancia entre el yo y el sí mismo, a ver si de esta manera la enfermedad mortal aminora sus síntomas y el ser humano puede dejar atrás algo de sí, manteniendo a cierta distancia la esencia que hemos calificado de indisoluble. La reflexión, que no es vida adherida a sí y a lo que no quiere como vida, aparece como la distancia entre mi yo y lo que soy, a fin de calmar esa cercanía insoportable en la objetivación distanciadora del yo con respecto de sí mismo.
la réflexion de la vie sur elle-même, le regard sur soi, vise l’objectivation de ce qui ne peut être objectivé.C’est pourquoi cette tentative de la vie de se détruire elle-même en se séparant de soi (…) n’est qu’un mode nouveau de cette vie, une forme de désespoir. (Henry, 1963, p. 855)
La noche del Absoluto: una parousía más íntima que la misma intimidad
Que estemos hechos a la imagen y semejanza de la desesperación es nuestra revelación más genuina: como esencia, no hay modo de librarse de ella, nos marca siempre, nos rodea con su noche, la noche del absoluto. Lo peor que le puede ocurrir a un hombre es no haber padecido la enfermedad de la desesperación, el fondo mismo del absoluto. Por eso también en Kierkegaard la desesperación no se consume en su propio fuego, no se consuma en su propio ardor, sino que la desesperación pasa a ser el ambulacro donde la enfermedad extrema encuentra su contrario, su remedio teológico-antropológico. Si la noche del absoluto es nuestra noche, si la vida irrenunciable es nuestra vida, aunque la vivamos muriéndola, si la souffrance aun en su ápice extremo es nuestra enfermedad mortal, la peor de las desgracias que podrían ocurrirnos es la de no haberla padecido, puesto que no nos hemos autorrevelado (parousía) en ella ni nos hemos transparentado a nosotros mismos en el dolor extremo del sufrimiento. El dios que mora allí abajo, sin embargo, exige sus contraprestaciones, es decir, que el sufrimiento consiga su opuesto en la beatitud que el danés denomina “fe”, consistente en ser uno mismo, en querer ser uno mismo, en querer la vida que somos en el fondo de nosotros mismos. La enfermedad, entonces, se realiza en su contrario, “dans la béatitude que Kierkegaard appelle encore ‘la foi’ et qu’il définit ainsi: ‘étant soi-même et voulant l’être, plonger en Dieu à travers sa propre transparence’ ” (Henry, 1963, p. 557-558). El mal del sufrimiento ha desistido frente a la bienvenida transparencia de la propia autoaceptación. También aquí, en este punto, el consuelo emerge como una inexorable necesidad antropológica. El mal del bien es no aceptar la pasividad radical en que se nos ha donado el bien; el bien del mal es que éste no prevalecerá ni en la desesperación ni en la eternidad de la que ésta podría presumir como si fuese un infierno eterno en una paradójica estadía dentro del tiempo.
En la interioridad se prueba, siente y paladea esta autoafección de la Vida, dada inmediatamente a sí misma, jamás en una serie de Abschattungen siempre incompletas e indeterminadas de un objeto, en aproximaciones siempre imparciales e infinitesimales, propias del ámbito de la luz, donde la intuición, siempre sucesiva, intenta cumplir con una intención de sentido. Sitos en la comarca del sentimiento, éste por el contrario, se da de una sola vez, de un solo golpe, en un solo acto, sin luz y sin mediación que no sea la de sí mismo (esto es, sin mediación alguna). Por eso para Henry absoluto, sentimiento, vida e inmanencia se colocan en un mismo plano discursivo, contrapuesto al plano de las Abschattungen, las perspectivas, los escorzos, las afinaciones de lo que se nos manifiesta en el ámbito de la luz; o un sentimiento se da por completo o por completo no se da: “Le sentiment se donne tout entier, d’un seul coup, comme un absolu” (1963, p. 859). La autoafeccción se entrega toda a nuestra propia vida o no se entrega; si no se entrega, no es autoafectividad ni es sentimiento in uno actu, o sea, no existe parousía, revelación en uno del absoluto. Cabe preguntarse si esta intensidad de la entrega habrá de reflejarse ya no tanto en la autoafección interior de la Vida por sí misma, en la esfera de una afectividad irrenunciable anterior a toda sinergia entre el logos y el acostumbrado poder del ego constituyente, sino en la entrega carnal y total de una vida a otra vida, del amor de una vida por otra vida, (pre)sintiendo que esa otra carne que se nos da en esa vida, abrigando la esperanza de que esta carne nuestra que damos a esa otra vida podrán ser eventualmente una misma carne y una misma vida. En Encarnación Henry será enfático: no existe algo así como una fusión de individualidades en el Todo de una ontología de la oscuridad (tampoco en el cristianismo):
cada cosa está marcada por el sello de la individualidad, está en el espacio, el tiempo, el concepto. […] hay que refutar la experiencia de lo absoluto como disolución del individuo en la vida, pues liquida la fenomenicidad de la vida. La vida devenida impersonal y anónima resulta privada de la fenomenicidad. […] Desprovisto de toda fenomenicidad el movimiento de la vida no es más que una fuerza ciega, una pulsión como en el freudismo. […] Mas todo viviente se instaura como individuo. El que no sea nada por sí mismo –ni un viviente ni un individuo– y de que solo viva en ese proceso de auto-generación de la vida, he aquí lo que lejos de retirarle la efectividad de una realidad singular, al contrario, se la confiere. (Henry, 2001, pp. 235-238)
Podríamos decir, repitiendo el comentario de Henry a Heidegger, que entre el Dasein y el Mitsein existe una afinidad fundamental, que el Mitsein nos precede en la forma que Henry ha denominado ontológicamente “Vida” (luego, “Carne”). Antes que otra cosa estamos ya con otros: nuestra más intensa soledad es un encierro con otros; pero si sentimos alguna vez el ardor insoportable de la soledad (del aislamiento, para ser más precisos), ello se debe a que la experiencia primitiva es el estar-con, esa primería de estar en relación antes que desvinculado. Incluso nuestras experiencias no intencionales (las de la vida inconsciente, las de la vida de la infancia no filtradas aún por la conciencia) nos sitúan ante el mundo, permitiéndonos algunas respuestas, o precisas o imprecisas, o acertadas o fracasadas, a veces medianamente felices, otras veces abiertamente infelices; ellas se explican porque somos modos (Henry, 2001, p. 234) de la Vida, pero no somos cada uno modos idénticos de esa Vida de manera de responder idénticamente a las demandas existenciales. De esta manera ingeniosa ha querido huir Henry del peligroso solipsismo que entraña la auto-afección de la Vida absoluta, sin quicio real entre ella y su propia mismidad. Lo que no deja de ser cierto es que la metafísica más que diferenciar, produce semejanzas; incluso la haecceitas escotista, aunque cause individualidad, no por ello deja de ser una determinación de la forma, una última contracción de la forma, al interior de un platonismo que ha desplazado a la hylé aristotélica como principium individuationis. La distinción individuante no se encuentra, pues, sino en la última realidad que adopta la forma, ultima actualitas formae, ultima realitas entis. En el corazón de lo real, escribe Gilson, no se halla, como en santo Tomás, el actus essendi, sino la essentia y, en ella, la haecceitas, (Gilson, 1952, p. 466). Ese último colocado en el vértice de lo real lo denomina Escoto haecceitas, mientras que Stella differenza ultima (Stella, 1955, p. 118).
En el pensamiento de Michel Henry modo significa algo que no posee su propia consistencia, algo/alguien que no se debe a sí mismo lo que es fundamental en sí mismo, por consiguiente, aunque Henry quiera a toda costa salvaguardar la individualidad de cada viviente, esa individualidad es prácticamente un accidente de algo más sustantivo que él, un derivado, un precipitado subsidiario, al que sin embargo no hay que desestimar. Es la manifestación de una realidad sin la cual se iría a la nada, siendo esa realidad posible, por lo tanto, non in se, sino sólo in alio (Henry, 2001, p. 234). Casi podríamos decir que somos, intramundanamente, el producto de una creatio continua de la que Dios ha sido suplantado por la Vida, y en el que las ousiai creadas (sustancias segundas) desaparecen para dar paso a unos modos cuya individualidad debe destacar sobre la plana llanura de una sustancia llamada “Vida”. El sol fosco de la Vida es renuencia ante el peligroso es gibt impersonal, anonadante, aunque no veo claramente cómo los modi puedan salvar suficientemente su individualidad en la inmanencia de una llanura ontológica a la que se la ha llamado Vida (Vida que parece derivar en un particular panteísmo en que se hace difícil hacer aflorar las diferencias y su unicidad). A menos que las experiencias singulares/empíricas de la negación de la vida, como serían el suicidio y el extremo agotamiento existencial que llevarían a una determinada existencia a concluir que no vale la pena seguir subsistiendo, de que no merece la pena seguir viviendo en un dolor sin retorno, sean vistas bajo la lente de una torsión argumentativa: que el suicida, por ejemplo, ama la vida, no la que tiene efectivamente, sino la que ansía, hasta el punto de quitarse la vida por el amor a la vida que no posee. La imposibilidad de que el sentimiento dado en su inmediatez pueda abrogarse a sí mismo, la incapacidad del sentimiento de darse voluntariamente la vuelta o de convertir su propio sentir en algo distinto de lo que ya es, demuestra la impotencia del sentimiento con respecto a sí mismo, su ineficacia para mudarse en otra cosa. El suicidio, desde la óptica de Henry aparecería como una supresión no del sentimiento mismo que oprime a quien lo vive, sino como una supresión total de sí mismo en vista de que es impotente con relación a la vida del sentimiento, que parece tener su propia autonomía con respecto al sujeto que lo padece. Por esa imposibilidad de dejar de experimentar lo que se experimenta en la impotencia y en la pasividad, el recurso no es la alteración del sentimiento, impensable, imposible, sino en la supresión total del sí mismo: “une telle suppression se propose à lui sous une forme concrète dans l’idée du suicide. Ce dernier révèle dans son concept l’impuissance du moi à se défaire de soi comme constitutive de son être” (Henry, 1963, p. 592). El sentimiento es a veces una visita no querida, pero visita que no puede ser echada de casa, inquilino incómodo que agita cada uno de nuestros aposentos sin que seamos capaces de darnos a nosotros mismos un mínimo consuelo. Comoquiera que sea, el problema puesto aquí sobre el tapete es el respeto de cada irreductible individualidad que no es sino un modo de esa enorme energía unificatriz llamada Vida (Carne). Si cada uno de nosotros es un modo particular de la Vida, se entiende sin mayores rodeos la comunión de las vidas individuales entre sí, y de la comunión de las vidas con la Vida, sin embargo, no se ve por dónde aparece la individualidad de cada una de ellas, a menos que sea un supuesto ontológico de Henry para salvar precisamente lo que es más arduo de salvar, la individualidad en medio del substrato de la Vida, máxime si las experiencias ejercidas en el mundo trascendente en poco y nada modifican las vidas particulares, porque ellas se deben a la Vida, no la Vida a ellas.
Individualidad, comunión en el Sí de la Vida, alteridad
El riesgo que se corre en la apuesta por ir hasta ese punto originario donde la Vida absoluta se muestra como el privilegio inmanente de una antropología que debía estar en contacto perpetuo consigo misma es justamente la ausencia de alteridad: cada vida está convocada a tocarse a sí misma, de inmediato, en ese punto donde incluso el tiempo ha sido desterrado; pero si es así, “¿Puede existir aquí la propuesta subjetiva de una moral si lo que vemos es un amor sin alteridad: el amor de la vida a sí misma” (García-Baró, 2015, p. 313) en cada viviente que sólo estaría llamado a vivir de la Vida absoluta que se esconde tras su vida finita? Da la impresión de que la alteridad ocurre si se avanza por una correntía distinta. La Vida auténtica que no ha de salir de sí ni de su intimidad exasperada ha de desviarse de su autoafección plena, lanzándose a la empresa de salir a la luz del mundo, es decir, de que la autoexperiencia en el sufrimiento y la felicidad brote hacia el querer de lo irreal, emerja a la luz del mundo, olvidando por consiguiente la plenitud de la Vida absoluta, así sea por momentos, para vivir de las incertezas de la vida finita. Pensar la vida, no viviendo la Vida absoluta, “desrealiza” (crítica de García-Baró, 2015, p. 315) intuitivamente la auto-afección inmediata de la vida infinita. “Sa passion pour demeurer dans le plan d’immanence de l’expériencie vécu” (Garrera, 2012, p. 5) haciendo de ella la realidad efectiva de la Vida absoluta tiende a obviar justamente las diferencias existentes entre vida y vida, entre una vida personal y otra vida personal, pues el absoluto es la Vida absoluta existente por debajo de una alteridad o inexistente o accidental. Para que haya algo más que sólo Vida debe darse una traición, es decir, que la vida finita pueda “vaciar el ser de la vida”, olvidando por momentos la Vida infinita o modificándose a sí misma en contacto con otras vidas finitas. Se renace, pero también se retorna al seno de la Vida infinita, por la “restauración del vínculo religioso explícito” (García-Baró, 2015, p. 315), porque Ella, como Dios, nunca nos deja completamente a solas.
Pero esta vida absoluta, esta chair autoimpresionelle (Garrera, 2012, p. 24), ¿es una sola Carne-Vida autoafectada y afectiva que vale para todos los que han sido dotados de ella, o cada vida absoluta en su carne impresiva es única e irreductible? Por otra parte, no hay dificultad en reconocer la facilidad de establecer comunidad y comunión si la Vida absoluta es una y la misma en cada uno de los vivientes (Sánchez, 2013, pp. 246-247), estando ya cada uno constituido en ella, el proceso de reconocimiento entre los sujetos vivientes parece ser el desenlace de eventos expoliados del conflicto: prefigurados en la identidad de esa Vida, el encuentro y la interacción son expeditamente explicables, mientras que ellos, encuentro e interacción, no tocan directamente la Vida, quizás peor aún, ni la inquietan demasiado ni la modifican realmente: al tocar al otro en su Vida, he tocado algo, me he acercado a alguien preformado en ella de la cual el sujeto en cuestión no es responsable. La sustantividad de la Vida es el sujeto verdadero de los acercamientos reales y posibles; si toco a un hombre, si me encargo de su Vida, si la experimento incluso en un sufrimiento indecible, ¿experimento una particularidad personal irreductible o, más bien, establezco una relación con una figura antepredicativa, impersonal, cuya ontología nos habla de un tiempo sin tiempo, de un presente que ninguna memoria es capaz de abarcar? Pues de lo que se trata es de saber si la acusación de Janicaud (2000, p. 78) en el sentido de que se da en Henry un descuido de las determinaciones efectivas de la vida, de lo concreto de la vida humana, no significará a la postre la desvalorización de la individualidad personal, obsesionado como está el autor de L’essence de la manifestation por la búsqueda de los orígenes. ¿O, por el contrario, hay allí en la Vida absoluta algo así como una haecceitas escotista, la posible existencia de una singularidad insustituible, cada vida irreductible a cualquier otra vida, aunque sean partícipes de ese dado sin por qué llamado Vida absoluta en cada uno de nosotros? Lo más nuestro no es nuestra obra: “La buena nueva que nos trae Henry es que nosotros padecemos lo absoluto en nuestro seno más íntimo y que la revelación de lo Absoluto se produce en nuestra propia interioridad” (Garrido-Maturano, 2012, p. 208). La vida que se da como Vida absoluta es la vida de la que no deberíamos separarnos; la vida que piensa el mundo es la que nos damos, separándonos parcialmente de aquella Vida absoluta.
Paradójica se nos muestra semejante situación: si no hay experiencia de alteridad (Fremderfahrung la denomina Garrera, 2012, p. 44), si no se produce un encuentro con lo distinto, ¿cómo cada vida absoluta encontrará su haecceitas, a menos que ésta, como la Vida absoluta le haya sido conferido sin un porqué? Hay demasiada impersonalidad en una filosofía cuyo centro quiere ser la persona, pero ello quizás sea el resultado de la universalidad de los términos metafísicos empleados cuando se desea dar cuenta del singular, del individuo, de la dignidad. Del otro lado, en todo segundo nacimiento, en el sentido agustiniano de los términos, se lleve a cabo, no hay manera de que la alteridad que nos amenaza en la luz de un afuera enajenado no se convierta en la causa necesaria de semejante renacimiento. Para nacer no una vez, sino infinitas, que es la verdadera experiencia humana en el error, la reparación y la enmienda, pues infinitas veces hay que experimentar el evento de la auto-desrealización, el desvío de la Vida absoluta de sí misma debido a un deseo inútil, pero agónico, que saca al hombre de la riqueza de su Vida íntima, la inmanente, la que no parece sino necesitarse a sí misma. A menos que se acepte aun con reticencias lo positivo de esta alienación que nos aleja de nosotros mismos, no se columbra por dónde surgirá el principium individuationis personarum, dado que no se ve ni la necesidad ni la posibilidad de tantos individuos diferentes, escribe acertadamente García Baró (2015, p. 320).
¿Que la vida sabe sin saberse (p. 320), que la vida se sabe y se siente incluso en su auto-olvido? ¿Y por qué la plenitud de la Vida absoluta, pese al extremo del sufrimiento, el dolor, debería abandonarse a sí misma, para hundirse en el otro dolor, en el de vivir la Vida infinita, cuyo traje es una voz hilada de olvidos? Que la vida se sienta aun en su auto-olvido nos recuerda que ni aun el olvido, como nos ha dicho san Agustín, permite que el Absoluto se mantenga lejos de nuestras vidas. A contrario, es Él quien nos mantiene reunidos. Pero me da la impresión no sólo que este auto-olvido, por perturbador que aparezca, engendra la persona y las distinciones que hay en cada uno de los vivientes, sino que la alienación en la luz, el propio deambular por tierras que no son la patria llamada Vida absoluta, son lo que permite una situación de alteridad de rostro a rostro y de carne a carne: en la llanura de la Vida absoluta no hay sino eso, Vida absoluta, no diferencia, no alteridad, no individuos que se enriquecen (o maltratan) en la confrontación y el arrebato; tampoco es necesaria la filosofía como esfuerzo por viajar hasta ese fundamento último llamado Vida, porque esa misma Vida, desprovista de la palabra y de su hábito, no requiere de la palabra ni de su hábito para establecerse y consolidarse, ella ni es un postulado del pensamiento, ni es una condición a priori de posibilidad, sino originalmente autoafección.
Si la exterioridad no tiene rol alguno en el principio de individuación de cada viviente, entonces cada viviente, ab ovo, es distinto en sí mismo, pues el modus de autoafectación es distinto en cada uno de ellos. La intensidad de la Vida, su autoafectación y su afectividad, poseerían grados que permitirían una distinción personal entre los mismos vivientes. Conforme a Ruiz Pesce (2015-2016), la Vida se experimenta a sí misma “fuera del mundo, independientemente de todo ver. Y que experimentándose a sí mismo –en la auto-afección– en su abrazo invencible, es incontestable. Es viviente y, así, “real, aun cuando no haya ningún mundo” (p. 371). El abrazo patético de la Vida ha llegado ya antes que los horizontes en los que el ser se despliega y comprende. La individualidad de cada viviente (su Ipseidad) no resulta de aquello que la filosofía ha privilegiado a lo largo de su historia al colocar al ser en la exterioridad del mundo, en un riguroso acto de olvido somático. Un yo se diferencia de otro porque cada uno es originariamente un Sí mismo en la individualidad insondable de su íntima afección.
Es de destacar que Henry se autoformula esta inquietud partiendo del principio de la inmanencia que ha constituido para su noción de Vida trascendental, que es la vida enteriza en la que ya se encuentra desde siempre todo viviente personal. Mutatis mutandis, la inquietud es formulada en Encarnación en los siguientes términos: El Sí inmanente, interpretado a partir de esta autodonación de la Vida, de la cual no es responsable in primis, y constituido por ella y sintiéndose en ella, ¿no alza por ello los muros de una prisión insoportable, condenado a una soledad no menos insoportable, inmunes a los cuernos de Josué, a diferencia de las murallas de Jericó, un Sí incapaz de salir de sí, abriéndose a alteridades sin las que la experiencia de lo otro parece poco menos que probable? (Henry, 2001, p. 278). La respuesta será negativa, los muros, derruidos, y Josué aparecerá de nuevo victorioso. Pero será la ontología fundamental la que tendrá la última palabra: si bien la condición de posibilidad del conocimiento no estará en la mirada gnoseológica, no por ello será menos cierto que ocurrirá un desplazamiento de las condiciones de posibilidad desde un locus logicus a un locus affectivus, desde la ley de la lógica hacia la ley de la afección. Sobre este horizonte de identidad se comprende que cada Sí personal, cada singularidad, modus de la Vida absoluta, comulgue de antemano con cualquier otro Sí gracias a la Vida. El ser-junto se instala originariamente en la unicidad de la Vida, ello permitiría a cada uno comprender al otro como el otro se comprende a sí mismo incluso antes de producirse un encuentro entre ellos, incluso antes de saber de la existencia de ese otro que de alguna manera es idéntico a él (p. 321). Sin embargo, al mismo tiempo, la haecceitas no puede ni debe ser anulada, de manera que el encuentro realizado en y desde la Vida es un encuentro, pese a todo, de alteridades, de individualidades irreductiblemente singulares entre sí. El fiasco del deseo está en intencionarlo, porque con ello se pierde justamente el Absoluto que es Vida, se la permuta por una experiencia sin vida, la experiencia del deseo y de la sexualidad como lo abierto a la luz del mundo, y mientras más luz, más vulgaridad: en la desaparición de los vivientes interviene la plena aparición del cuerpo objetivado, ámbito donde la profanación de la Vida nos permite ver, precisamente, todo (p. 287), acabando con las sombras, los claroscuros, con la palabra desempalabrada de lo invisible que ha llegado antes, mucho antes, que lo visible. La intencionalidad sexual no suprime nada ni conduce al hombre hasta el secreto de su Vida, por el contrario, se convierte en el principio de actos reiterados indefinidamente, porque la Vida se mantiene, también en la sexualidad, retenida en su secreto. En el vínculo entre el fracaso de la intencionalidad y la repetición obsesiva de actos mecanizados se halla el fundamento de la obsesión sexual de lo humano (¿o es que lo humano ya no puede entender el secreto del deseo sexual sino en el plató de luces de lo visible?). Pero lo sexual nunca expondrá a la luz su viejo secreto, ni siquiera en la cruda luz que impide la más mínima sombra (Henry, 2007, p. 293). La Vida no es instrumento, es ante todo comunión, de sí consigo, de los otros en Ella. Sin la mediación abstractiva, sin excluir la Vida en virtud de la operación del pensamiento, los Síes se encuentran ya desde siempre re-ligados, la cópula del amor no es meramente cópula, sino el amor que busca su comunión más profunda en ese ámbito erótico donde cada carne se hace carne de la otra, donde cada carne es carne de una Carne.
Tantas originariedades o explican demasiado o explican demasiado poco. Pienso, aparte de mi personal simpatía por Henry, que aquí, en este punto, está explicando demasiado poco, en virtud de un origen que explica todo, o casi todo, lo que no es él mismo. Pero en él mismo la diferencia necesaria entre los vivientes se rehúsa a constituirse desde la luz y la visibilidad, como si el adentro fuese impenetrable, inmodificable de una manera absoluta, precisamente porque es un absoluto. Pese a Henry, estamos ante un absoluto afectivo, un absoluto constituyente, así sea pasivo, inmodificable por el sujeto que lo padece, quizás tan constituyente como el ego que somete todo lo que no es él a las condiciones a priori de su finitud, pues tonaliza las experiencias de luz, lleva como sin querer la afectividad a sitios remotos e impensados, incluyendo ésos donde la ciencia ha instalado su reino desde hace ya varias centurias.
¿Certeza? El sentimiento, desde luego…
¿Hay aquí certeza, evidencia, esos nombres privilegiados que la tradición occidental ha puesto en escena en el campo filosófico o, por el contrario, una certeza que en la tradición de un absoluto afectivo se simultanea con el sentimiento? Trayendo a cuento a Pascal, Henry transcribe: “comme le fit Pascal quand, submergé par ce qui est tout, il le nomma: ‘certitude, sentiment’ ” (Henry, 1963, p. 860). Existen dos modos de manifestación del ser, el uno, en la visibilidad, la apofansis de las cosas, tal como el ente se manifiesta, poniéndose a la disposición de la manipulación técnica, cuya manifestación reenvía a lo que precisamente no se hace manifiesto (mais sa manifestation même renvoie à ce qui ne se manifeste pas) (p. 861). Su profusión se refleja sobre las cosas, las pertenecientes al primer modo de manifestación, como si fuese un no-saber que titila, sale muy perentoriamente de sí retrayéndose de inmediato del espectro de luz, resbala sobre lo que no es sí mismo, retornando a la noche de su no-saber que cimenta el metodismo del saber efectivo. Eso no es poco, es revelación de la Vida misma en la Vida misma, es la obra de la noche sobre lo que hemos llamado día, es la parousía que no tiene que esperar en el abajamiento por una carne, porque ya desde siempre, desde antes que cualquier recuerdo, que cualquier esfuerzo de la memoria, ha habitado en ella. Consistiría lo anterior en una fenomenología de lo invisible, del sentimiento y, ¿por qué no?, de la noche. Desarrollo de una fenomenología de la experiencia vivida, del ego, se su abajamiento, del autoconocimiento, de la vida interior y del absoluto que allí reside, de la estructura de la experiencia en general, mas no gnoseológica, y de sus formas esenciales. Por ser más claros, el autor ha querido establecer ese punto originario en el desierto intemporal donde la Vida se siente a sí misma en una autoafección perpetua, punto y acto originario que tiene lugar siempre antes de cualquier aventura que salga de la autoafección, entrando en el mundo de la (ir)realidad de la vida externa, contrapuesta a la realidad absoluta de una Vida que se vive, siente y se prueba a sí misma. La Vida, más que objeto primigenio de reflexión, de distancia y de mirada alienada, es ante todo la inmediatez de autosentirse, es eso mismo acto, sin ninguna diferencia interna, de autosentirse: “Il senso del mostrarsi proprio della vita consiste tutto, esattamente, in un sapersi di tipo non rappresentativo, ma essenzialmente affettivo“ (Formisano, 2013, p. 212). En la alienación y el autoextrañamiento, expresa Baró, bajo un impulso absurdo se lanza el viviente a vivir una vida que no le pertenece, una vida desarraigada de su más íntima esencia afectiva, afirmándose en el vigor iluso de que puede rechazarse a sí misma (García-Baró, 2015, p. 312): ni desollarse puede la vida ni prescindir de sí como el sacerdote de la casulla luego de la homilía. La “auto-divergencia” de la vida (p. 312) es una ilusión en el sentido de que nadie tiene el poder de desprenderse de sí mismo, puesto que la impotencia más absoluta es infinitamente más fuerte que la decisión del autodesprendimiento, a fin de ejercer una vida que se le ha donado. La vida ni se ha puesto por sí misma ni se modifica por sus propias actividades, “ella sufre constantemente en un sufrir más fuerte que su libertad” (p. 313), padece de una pasividad colocada en ella sin sujeto y sin esfuerzo de sujeto, a saber, esa Vida absoluta guardada bajo la fina capa de la vida finita nos es dada en una donación desconocida, por un donador desconocido (es ésta la teoría de las dos capas que García Baró desarrolla a propósito de la Vida y de la Carne en Henry). Podemos decir que ésa ha sido la intención de Henry en un libro de unas 900 páginas, La esencia de la manifestación: que se manifieste la subjetividad afectiva, justamente lo que se hurta a la luz y a la visibilidad.
Si la Vida es afecto, este afecto forma parte de un pasado absoluto que nada tiene que ver con el pasado temporal. La Vida, entregada a este presente absoluto, identificada con él, está fuera del tiempo y así de toda memoria, inclusive de lo Inmemorial, pues es un pasado por completo deslindado de la muerte, mientras que el pasado temporal tiene como horizonte propio justamente la muerte, a ella, la muerte:
There is life as there is affect: only in the present. Not in this present that itself comes into time and in it slips into the past, which is only a temporal form, but in what stands outside time and thus outside all memory-in the Oblivion of the Immemorial. (Henry, 2000, p. 230)
Presente eterno que ninguna memoria podría evocar, la Vida podrá ser objeto del olvido, pero no por ello la Vida deja de vivir, ya que la Vida está “antes del tiempo, antes de todo mundo” (Garrido-Maturano, 2012, p. 201), cortocircuitando sin remedio la dimensión histórica (Clavier, 2005) y esa especie de segunda naturaleza que se desprendería de ella. La Vida no se nos entrega en una memoria, pero, aunque no exista tal entrega, aunque la memoria no guarde en su palabra el sentido de la Vida, ni posea la palabra para pronunciar su esencia, sin embargo, la Vida, que está antes de la memoria, no abandona a ésta jamás porque es infinitamente anterior a ella: “una memoria sin memoria nos ha unido a ella desde siempre y para siempre” (Henry, 2001, p. 244).
Conclusiones
La Vida nos exhibe no sólo un tiempo viejo, una memoria en su misma praxis, sino que el olvido se sofoca en la práctica misma de una Vida que se sufre y se goza a sí misma: el dolor es dolor y el júbilo, júbilo, no pensamiento del dolor ni pensamiento del júbilo, dolor apretado a sí mismo, felicidad vivida en la inmanencia de la sola felicidad, cada pathos auto-referido, cada pasión sintiéndose a sí misma y a nada más que sí misma, el dolor sin sitio donde refugiarse para escapar de sí mismo, la vida sin buscar un refugio porque goza de sí misma. Y el dolor, y el sufrimiento, como una eternidad, se viven a sí mismos en un presente sin porvenir, como si el presente fuera la esencia del sufrimiento, de un sufrimiento que no parece desasirse de sí para lograr el cometido lenitivo que desea. Lo tremendo del sufrimiento es la imposibilidad de fundar una dehiscencia entre él y sí mismo, superando esa eternidad del presente por un futuro esperanzador. Pero si el sufrimiento viene adosado, por su magnitud, a la desesperanza, el presente sin porvenir se convierte en la prisión hermética que imposibilita decir adiós al dolor, de despedir la carne viva de quien sufre. Un síndrome de cautiverio, una patología de enclaustramiento. En palabras de Merleau-Ponty, citadas por Simmons y Ellis, lo que se nos da visiblemente viene filtrado por lo invisible, lo que se nos da a la luz lleva consigo el pliegue esencial de la invisibilidad, ya que ésta es siempre anticipatoria y fundante: “the visible is never pure, but always palpitating with invisibility” (Simmons & Ellis, 2013, p. 114). El fundamento no radica ya en el ego y en su logos, sino dans l’affectivité (Groleau, 2011, p. 106), a la cual el logos se subordina de forma inequívoca: no hablamos ya de res cogitans o de sustancia pensante, sino de sustancia afectiva. Toda comprensión es, pues, afectiva, y la razón encuentra su base más profunda en dicha afección. Cuando interpreta a Descartes (At certe videre videor), Henry coloca el videre sobre el plano de la exterioridad, mientras que la intimidad fundante-afectiva del videor se coloca en un plano superior al videre, abierto al horizonte del mundo: “El fondo de la certeza coincide así con un comienzo radical y con una interioridad absoluta, a la que el videre nada puede añadir en términos de verdad. El aparecer originario está ubicado en el videor, en la expresión ‘pero ciertamente me parece que’ “ (Di Giacomo, 2019, p. 53), como un sentirse a sí mismo anterior que el ver, es decir, en la inmanencia y en la inmediatez del videor, sobre el cual hay una certeza radical, que vela y prima sobre la inconstancia del videre, volcado a la exterioridad del mundo.
Pensamiento desconcertante y seductor, el de Henry nos coloca de nuevo ante una audacia, es decir, a las puertas de un fundamento invisible del que no podemos prescindir porque palpita en cada ente finito como Vida infinita. Quizás es este el fruto de la lectura espiritualista que Henry hace de la fenomenología (Janicaud, 2000, p. 33). Mas algo hay que reprochar a los excesos de la Vida que el autor intenta explicitar: aunque ésta no sea ni cosificada ni ontificada, lo cual demuestra su coherencia argumentativa, Henry no ha dejado, empero, de hablar de esa plenitud a la que toda palabra llega con retraso. De allí que —aun con demora— la palabra significativa, aunque ésta no sea intencional, ni volcada hacia un objeto dado intuitivamente, debe adquirir un sentido hermenéutico a fin de donar un discurso a lo que por su propia plenitud afectiva vive en sempiterna mudez. Asimismo, aunque ese fundamento llamado Vida sea algo así como intimior intimo meo, no obstante debe en alguna medida ser ob-jetivado para que un decir lo ponga frente al sujeto que simplemente lo vive: la vida vivida al llegar a ser vida pensada no puede dimitir de la palabra hermenéutica capaz de abordar incluso lo que por definición se le escapa, como se escapa la lejanía de Dios de una definición humana. Debe, pues, darse cuenta del silencio de la afección, tal como humanamente se da cuenta a medias de la desmesura del significado de la palabra “Dios”. Es por eso que tales seducción y audacia del autor no deberían hacernos perder de vista que toda vida finita está en el mundo, no fuera de él, y que se modifica a sí misma —acaso no en su más profunda intimidad personal, y en este punto coincidimos con Henry— en sus vínculos con el mundo natural y con el mundo humano. A veces da la impresión de que Henry pareciera querer situar cada vida más acá del mundo (en la Vida), como no estando inmersa en él: “En un sens profond, et en pastichant Rimbaud, nous pourrions dire, avec Michel Henry: ‘Nous ne sommes pas au monde’ ” (Khosrokhavar, 2001, p. 322).
Referencias
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