Fin y Finalidad. Dos miradas sobre el fin del mundo*

End and finality. Two perspectives on the end of the world


Francisco O’Reilly

foreilly@um.edu.uy



Resumen: Durante mucho tiempo el cosmos se entendió como algo eterno. Las tradiciones Abrahamicas trajeron al debate no solo la idea de creación sino también la idea de fin del mundo, eschaton, sin embargo, nadie sabía el día ni la hora. Durante el proceso de secularización, esta promesa que encontramos en el Apocalipsis tiene impacto en el discurso político fomentando una perspectiva optimista sobre el futuro. Sin embargo, durante el siglo XX la física y la astronomía descubren que el cosmos no podrá seguir alojando más vida en le futuro, y esto fue visto por varios autores como una confirmación de que la vida no tiene sentido. Sin embargo, prestando mayora atención a la relación entre la idea de eschaton y telos podemos comprender que existe una diferencia entre ambas nociones. A pesar de que la Astronomía afirme que en un futuro lejano habrá un fin, ¿es esta la última respuesta a la pregunta por el sentido de la vida? Este artículo es una aproximación a la distinción entre sentido de la idea de fin dado por la cosmología y el sentido de fin que encontramos en la filosofía.


Palabras clave: sentido de la vida, cosmología, fin del mundo, filosofía de la religión, ciencia y religión


Abstract: For a long time, the Cosmos was understood as something without an end. The Abrahamic traditions brought into the debate not only the idea of creation, but also the idea of an end of the world. But about this eschaton –the temporal end of the world- no one knows about the day or the hour. Even if, concerning this promise, the Revelation also promises another type of end (telos), these notions have had an impact on the political discourse during the process of secularization by fostering an optimistic perspective about the future. However, in the past century, Physics and Astronomy discovered that the cosmos will not be able to support life, so some authors saw this as a confirmation that life is meaningless. However, if we take a closer look at the history of the relationship between eschaton and telos we will notice that these are two different notions. Even though Astronomy tells us that in a distant future life will come to an end, is this one the ultimate answer on the meaning of life? This paper is an approach on the distinction between the meaning of ‘end’ in cosmology –eschaton-, and the meaning of ‘end’ –telos– in philosophy.


Keywords: meaning of life, cosmology, Philosophy of Religion, science and religion, end of the world


Recibido: 30 de septiembre de 2020

Aceptado: 10 de octubre de 2020



Introducción


Desde 1947, en la sede del The Bulletin of the Atomic Scientists existe un reloj que mide los minutos que faltan para llegar a la medianoche. La medianoche representa el fin del mundo, y los minutos se adelantan o atrasan teniendo en cuenta las amenazas de la carrera nuclear. Si bien el reloj se creó como símbolo de la inminencia nuclear en el mundo1, hoy también controla el cambio climático.

La segunda mitad del siglo XX tuvo la imagen del fin del mundo presente en diversas áreas: la Guerra Fría y la carrera armamentística, la filosofía nihilista, el cine y la literatura catastrófica y apocalíptica. Por eso, el fin del mundo no es un tema extraño a la historia contemporánea, sino que todo ese contexto hizo que la sociedad creciera con el imaginario de un futuro holocausto nuclear (Francescutti, 2002).

Uno puede preguntarse con razón el porqué, ¿por qué el hombre se fascinó con el fin del mundo? Sin duda que Hiroshima y Nagasaki junto con la posterior Guerra Fría han influenciado en la visión de una amenaza. En ese relato la dimensión moral se hace presente y el fin sería causado principalmente por el hombre. Sin embargo, aparte de la cuestión humana, las teorías científicas contemporáneas confirman que existirá un fin del mundo, e incluso se afirma cierta imposibilidad en un futuro remoto de que exista vida en el cosmos tal cual la conocemos. Frente a esta evidencia, la capacidad del hombre para actuar es insignificante, y es frente a ello que surge nuevamente la pregunta ¿qué nos dice el hecho de que el mundo tenga un fin? ¿Es la respuesta de la astronomía la última respuesta?

El fin del mundo y su finalidad nunca fue algo ajeno y el desafío estuvo en las respuestas a las preguntas por el: ¿habrá? ¿cuándo?, ¿cómo?, ¿por qué? Para algunos, falta poco; para otros, falta tanto que resulta inútil pensar en ello. Las razones para argumentar a favor de la inminencia o la lejanía están basadas en diversos paradigmas. Desde la religión podemos pasar desde los que afirman que es imposible conocer cuándo ocurrirá, hasta los fanáticos del apocalipsis, que trepados a un banco o con carteles atemorizan con su inminencia. Desde la ciencia hay cierta unanimidad de que sucederá, pero las opiniones son diversas sobre el cuándo y el cómo: tanto las consideraciones por las amenazas del factor humano como las amenazas externas que hacen al conocimiento de la historia del universo (Stoeger, 2000).

A pesar de todo esto, la familiaridad con el concepto de fin material del mundo es relativamente reciente. Todos los hombres supieron que morirían, pero no todos pensaron que en un futuro –lejano o cercano- llegaría el momento a partir del cual el universo no podría contener ninguna forma de vida. La historia de este concepto revela una interacción del pensamiento científico, filosófico y teológico.

¿Cuándo se acaba este mundo?, ¿para qué existe? o ¿dónde y cómo alcanzará su plenitud? A estas preguntas se les ha dado diversas respuestas teniendo en cuenta muchos elementos de la ciencia y de la religión de cada época. La idea de este artículo es explorar las diversas formas en las que la historia se ha enfrentado a esa pregunta, y cómo las respuestas fluctuaron entre la ciencia, la filosofía y la religión. Este recorrido ayuda a ver una interacción entre formas de comprensión del mundo, y muestra en parte cómo tienen en el fin del mundo un campo común de diálogo.

Las interacciones entre los tres campos ponen de relevancia un tema más general y ayudan a comprender cómo las observaciones que se realizan son hijas de un paradigma. Cuando se hace una pregunta o se busca algo, se prefigura de algún modo la respuesta. Al focalizar la mirada en algo determinado, y no el todo, se preanuncia la solución. Esto es lo que normalmente se denomina carga teórica (Barbour, 2004). Esa carga teórica puede ser de origen filosófico, científico o religioso. En la historia estos preconceptos se han ido poniendo a prueba y modificando, y esos momentos de modificación han sido cruciales en la reconfiguración del mundo.


1. El fin y la finalidad en la antigüedad clásica


En la antigüedad clásica, (VII a. C.-IV d. C.) los autores greco-latinos fundaron gran parte de las formas y métodos de pensamiento, filosófico y teológico de occidente. En este apartado se mostrará cómo en este período se planteó la problemática del fin del mundo. De un modo sintético se podría agrupar a los autores en tres grupos: los presocráticos, Aristóteles y los grandes sistemas, y la tardo-antigüedad.

Entre los siglos VII y V a. C. se encuentran los presocráticos, también conocidos como los físicos dado que la mayoría de las obras –perdidas en gran parte- llevaban por nombre Acerca de la naturaleza (physis en griego). Los presocráticos se ocuparon especialmente por la pregunta sobre el principio (arché) del universo. Por principio se entiende aquello desde lo cual la realidad se constituye.

Entre ellos se encuentran los monistas, para quienes era necesario encontrar un primer principio material que explicara el origen de todo. Desde ese elemento manifestaban el cambio que era evidente por la experiencia. Tales de Mileto proponía el agua como el origen del cambio, porque es esencialmente vida. Una propuesta más arriesgada es la de Anaximandro con su indefinido (apeiron): una realidad intermedia que contiene los contrarios. Este indefinido es infinito y eterno, por ello la tradición le adjudicó a Anaximandro la afirmación de que habrá un número infinito de mundos sucesivos o incluso simultáneos.

Otros han recurrido a una pluralidad de principios materiales. Empédocles afirma que tierra, agua, aire y fuego son los cuatro elementos que constituyen el mundo. Esta descripción perduró en la filosofía de la naturaleza antigua y medieval. Estos no representan a los cuatro elementos nominales sino a cuatro formas genéricas del ser material. A ello Empédocles agregó dos principios que rigen el movimiento de esa pluralidad de elementos: la Armonía y la Discordia. El cosmos tiene períodos extremos del triunfo de la Armonía, en la cual la totalidad de los elementos se encuentran fusionados, sin distinción, formando un gran Sfero. Por otro lado, con el ascenso de la Discordia, se produce la separación de todos los elementos. El cosmos en el que vivimos, donde hay cosas que se separan y se unen corresponden al intermedio entre uno de esos caminos (Kirk et al., 1987).

Cuando se piensa en estas respuestas a la pregunta por el principio (arché) debe tenerse en cuenta que no es la pregunta por el inicio temporal, sino por el fundamento metafísico de lo real. Las teorías presentadas proponen una explicación de un proceso, que se concibe como eterno, la descripción de la razón por la cual hay una lógica en el movimiento regular de las cosas. Olof Gigon (2012) comentando estos autores aclara: “llegar a la existencia es para el pensamiento antiguo un continuo ir surgiendo ‘de sí mismo’ y no un ser creado por algo superior y ya existente” (p. 36). Por eso, para el paradigma griego, la respuesta sobre el principio no debe interpretarse como el comienzo radical de la existencia (luego de un no ser) y como consecuencia de ello, si nunca hubo un comienzo, nunca habrá un final radical del ser.

Ahora bien, a este principio fundante de la realidad natural le sigue una explicación sobre el movimiento que se produce en ella. Uno de los principios fundamentales de los presocráticos es la idea de los contrarios. Todos los movimientos se explican a partir de los contrarios: el frío exige el calor como antecedente, la luz a la oscuridad, y uno no existe sino porque tuvo al otro de antecedente. Todo movimiento es visto como cíclico. En el orden de lo físico, el movimiento es la corrupción de algo que abre lugar a la generación de otra cosa nueva. La realidad natural en lo particular es contingente, pero en la dimensión universal es eterna.

La descripción del mundo natural explicita una dinámica de auto transformación cerrada, por lo cual la pregunta por el fin resulta absurda, no hay desgaste sino permanente renovación. Los antiguos entendían claramente la idea de que nada se pierde y todo se transforma. Por ello, si acaso se puede alcanzar un fin de un movimiento, este inmediatamente da lugar al comienzo de uno nuevo. El cosmos es visto como un sistema que estará siempre en un movimiento circular perfecto. Nada hay en el cosmos que indique que vaya a terminar, al verano le sigue el otoño, al invierno la primavera, finalmente volverá el verano. En este sentido, rara vez hablan del fin como el final del tiempo. Sin embargo, sí aparece la noción de finalidad, es decir, la idea de que los sistemas tienen procesos de desgaste y regeneración, y es en la finalidad de las cosas donde se presenta la idea de perfección. Por ejemplo, el Sfero de Empédocles significa el triunfo de la Armonía, su perfección y plenitud. Sin embargo, esto no implica que el mundo vaya a terminar.

De este modo los físicos desdeñan la idea de un fin del mundo, entendiendo que la realidad del mundo tal cual se la experimenta no remite a una idea de un momento cronológico que acabe con la historia.

Con Aristóteles se produce un desarrollo de estos conceptos. Cabe destacar el alcance científico de su obra, la cual recoge no solo a Platón, sino que también realiza una división de las ciencias y una metodología analítica de trabajo que le permitió sondear de un modo más sistemático las preguntas sobre la realidad.

Considerando lo que encontró en los físicos, Aristóteles desarrolla una teoría del cambio y la naturaleza. Considera que sus antecesores pusieron demasiado énfasis en las causas materiales, y estas no son suficientes para explicar el cambio. Por ello, el Estagirita extiende el análisis: todo cambio opera conforme a la materia, la forma y la privación2. Para este sistema, el cosmos implica la presencia de una dinámica permanente.

Con Aristóteles permanece la configuración del mundo según la cual todo lo que hay, seguirá habiendo, aunque implique una sucesión de cambios infinitos. Por eso, Aristóteles no duda en decir que las cosas vuelven a suceder y se repiten no solo en el orden natural sino también en el de las opiniones humanas: “no diremos que las mismas opiniones aparecen entre los hombres una sola vez ni dos ni unas pocas veces, sino infinitas veces” (Mete. 339 b 27s).

Ahora bien, en el desarrollo de esta filosofía de la naturaleza los griegos intentaban explicar la realidad del origen y fin del universo. Sin embargo, en la acepción coloquial de estos dos términos pareciera ser ilógico el surgimiento de la pregunta y de la filosofía: ¿cómo puede surgir una pregunta sobre el origen y el fin de la realidad en un mundo que es infinito en su devenir?

La respuesta tiene que ver con que hay una modificación en la pregunta por el sentido del origen y del fin. Recuérdese que por origen se entiende la base de lo real, aquello que sostiene el cambio. Acerca del fin, en Aristóteles, podemos hablar de dos ideas, el fin como finalidad o perfección (τέλος), y el fin como el acabamiento temporal, es decir el fin cronológico (ἔσχατος). Así, la finalidad o perfección de cada realidad está en su plenificación, en el caso del hombre se encuentra en la felicidad, mientras que la muerte es vista como el fin temporal de la vida, pero no como la finalidad de la vida humana (Metaph. 1021b).

Por ello es que Aristóteles no entiende que se pueda hablar de un fin del universo, pero aparece la idea de finalidad, que implica el conocimiento de la naturaleza (physis), ya que es ella, con su desarrollo que devela la finalidad o perfección de sus movimientos. La filosofía de la naturaleza es en gran parte la que da la respuesta a esa pregunta. Indagando la naturaleza de las cosas es que se encuentra el sentido de la existencia, sentido que responde a la finalidad.

Aristóteles no ve en la eternidad del mundo un absurdo, sino una descripción razonable de lo que es el mundo material; es en el estudio de la naturaleza, de la teleología del mundo, donde está la verdadera respuesta a la pregunta por el sentido, y su respuesta se encuentra en la naturaleza de las cosas.

Finalmente, el período tardo-antiguo en su mayoría mantiene la visión perenne del mundo, sin ningún tipo de amenaza. Por ejemplo, en el De rerum natura Lucrecio (2004) afirma: “Ningún ser vuelve a la nada, sino que todos vuelven, por disgregación a los elementos primeros de la materia” (I, 245-250). Así, la realidad fue, es y será siempre, y que es la dinámica de la naturaleza la transformación permanente. Sin embargo, pese a la ausencia del fin, el sentido de finalidad comenzó a tomar un valor ético más que físico y se manifestó bajo la idea de destino. El mundo tiene como conjunto una finalidad, oculta, pero tiende naturalmente a realizarse. Esto es, en parte, la explicación del fin del mundo para los estoicos. La filosofía y los “ejercicios espirituales” –como los denomina Pierre Hadot (2006)- sirven para aprender a reconocer que la naturaleza tiene un destino y el sentido del pensamiento es educarse para aceptarlo. De alguna manera, en los modelos helenísticos la filosofía se convierte en la dadora de sentido o finalidad de la vida frente a una realidad que para el individuo es inexorable, la muerte.


2. El fin del mundo en las tradiciones religiosas


Una de las razones por las que la antigüedad afirmó la eternidad del mundo es que la naturaleza se presentaba cono una realidad divina. Algo divino tiene la peculiaridad de ser algo que se comporta con necesidad, ajeno al gobierno humano. De allí la idea de eternidad de las cosas y de su incorruptibilidad, los elementos no desaparecen, constituyen la realidad y se cambian entre sí; los cuerpos celestes, por su parte, son el ejemplo de lo necesario y perpetuo. Movimientos perfectos. En este sentido, el presupuesto de la antigüedad está en la sacralidad de la naturaleza.

La introducción de los relatos bíblicos en la cultura y el pensamiento hicieron cambiar esos presupuestos. Como destaca Joseph Ratzinger (2008), uno de los datos principales que encontró el pueblo judío en el Génesis es que el cielo y la tierra no son divinos sino luminarias, objetos materiales. Los presupuestos que introduce la Biblia colaboran en la desacralización de la naturaleza (Barbour, 2004, p. 155). A eso se le agrega el hecho radical de la creación ex nihilo: no hay algo material preexistente y hay un inicio temporal. Todos esos elementos implican que la idea de la eternidad del mundo no sea tan evidente, y que la posibilidad de comprender un fin en la vida de la naturaleza no resulte irracional3.

De esta manera, los relatos escatológicos permiten pensar en un fin cronológico que coincide con la finalidad o el sentido de la existencia. Es así que, en los relatos monoteístas, en tanto que la creación implica el comienzo temporal y una creación inteligente, fruto de un ser inteligente, es razonable que se afirme y se encuentre en ellos una finalidad que se plasma en un momento histórico.

Pese a que esta idea es preponderante en casi todos los relatos proféticos, son de difícil elucidación. Las fuentes judías encierran el anuncio de un Salvador, que los cristianos interpretan como el anticipo de Jesús de Nazaret, el Cristo. Pero en esas mismas profecías, aparte de la plenitud de la promesa, también hay un fin que tiene que ver con catástrofes materiales y el fin de la historia.

En las fuentes cristianas, el fin del mundo aparece no solo en el Apocalipsis4 sino que también en los Evangelios y las Epístolas, pero debe ser interpretado fundamentalmente como la promesa de un futuro distinto, aunque aparezcan algunas referencias a la destrucción total del mundo. Así se lee: “El advenimiento (parusía) del día de Dios, por el cual los cielos, abrasados, se disolverán, y los elementos, ardiendo, se derretirán” (2 Pedro 3, 12).

Hay unanimidad entre los cristianos de que habrá un fin, pero las interpretaciones son diversas respecto al cómo y al cuándo. Gran parte de los cristianos primitivos entendieron que el fin sería inmediato. En parte se dedujo de un dicho de Jesús a san Pedro: “Si yo quiero que [san Juan] permanezca hasta mi vuelta, ¿a ti qué te importa?” (Juan, 21, 22). De allí nació la creencia de que el final llegaría antes de que san Juan Apóstol muriera. Por otro lado, la forma en la cual sucedería, y las consecuencias de ese fin encuentra en el Apocalipsis la referencia al reino de mil años de Cristo luego de su segunda venida (Ap. 20, 1-8). Éste fue identificado por muchos como un futuro en el cual se alcanzará el fin temporal y éste coincidirá con la plenitud, con un paraíso restaurado en el que “el lobo y el cordero pacerán juntos” (Is. 65,25).

En este sentido, las religiones monoteístas cambian la comprensión de la historia e incorporan una visión lineal, cuyo fin promete una realización o plenificación del mundo. Si bien, durante las primeras generaciones de cristianos perduró una conciencia muy grande respecto a la llegada de la segunda venida, también hay una advertencia a no fascinarse por ello, de este modo san Pablo advierte en una de sus epístolas: “no se dejen perturbar fácilmente ni se alarmen, sea por anuncios proféticos, o por palabras o cartas atribuidas a nosotros, que hacen creer que el Día del Señor ya ha llegado” (2 Th 2.2). Sin embargo, algunas sectas se adjudicaron la capacidad de comprender el momento, y por eso predicaron la inminencia de la llegada del reino de los mil años por lo cual se las identifica como las sectas de las profecías milenaristas. Estas sectas tienen dos puntos importantes en su constitución: pretenden haber encontrado la clave interpretativa para deducir el fin del mundo, y es uno de sus miembros –el fundador generalmente- quien ha sabido comprender o ha recibido la revelación de esta inminencia5.

Los milenaristas rompen no solo con la tradición de san Pablo, de no dejarse perturbar por el fin del mundo, sino también con la afirmación de que “en cuanto a ese día y esa hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mt. 24, 36). En ese sentido, el cristianismo mantiene un escepticismo respecto a la posibilidad de prever el fin, por ello lo repiten varios doctores de la Iglesia, como Tomás de Aquino que afirma: “No cabe mencionar ningún lapso de tiempo, ni pequeño ni grande, tras el cual haya que esperar el fin del mundo”6. Si bien la idea cristiana encierra un momento en el cual el fin llegará, no hay una forma en la cual podamos predecirlo o acelerarlo –como sostienen las sectas milenaristas-, sino que está en el misterio de la acción divina su llegada.

Sí ha sido objeto de discusión e incluso de debate la pregunta sobre cómo sería esa instancia final, y la plenificación de la creación. Habría tres modos de entender el proceso que sufrirá el mundo en su final. La aniquilación de este mundo (annihilatio mundi): lo encontramos en la primitiva teología luterana y también en algunas visiones escatológicas musulmanas7. Este mundo debe perecer, y será luego recreado absolutamente.

La teología católica latina interpretó esta instancia como la de una transformación del mundo (transformatio mundi), siguiendo la carta a los Romanos de san Pablo. Finalmente, una tesis más bien de la Iglesia ortodoxa, que se orienta hacia la deificación del mundo (deificatio mundi), en la misma línea que la transfiguración del cuerpo glorificado de Cristo (Bollini, 2009). Mientras que el primer modelo pone un énfasis en la destrucción total y la necesidad de una nueva creación del mundo, los últimos dos no son excluyentes sino complementarios, y plantean la idea de un fin del mundo como lo conocemos, y una transformación que busca desarrollarlo (O’Callaghan y Sanguinetti, 2016)

Más allá de las diversas formas en las que se visualiza este cambio, desde el cristianismo se produce una fusión entre los conceptos de finalidad y de fin temporal. El fin de la historia está sujeto a la llegada de su plenificación. Si bien esto no debe ser comprendido como un proceso de progreso o avance de perfeccionamiento gradual –ya que hay una profecía de catástrofes-, sí esconde una idea de que ese fin de la historia coincidirá con la plenitud. Hay una promesa en la revelación del fin de la historia que conlleva la llegada del perfeccionamiento del hombre.

¿Cómo será esa vida de plenitud posterior al fin? ¿En qué consiste esa transformación o recreación del mundo? Los autores medievales entienden que esa pregunta merece ser atendida a la luz de las teorías filosóficas sobre la finalidad de la vida humana y de las fuentes teológicas. Se debe destacar fundamentalmente dos líneas. San Juan Crisóstomo (2007, 124-5) a propósito de la primera afirma que el hombre es “extranjero por naturaleza”, por lo cual la vida consiste en reconocer ese estatus de peregrino, hasta su vuelta a la “patria celestial” donde no será tratado como extranjero ni despreciado. Esta idea, de filiación neoplatónica, y que podríamos decir configura el neoplatonismo cristiano, tiene por fuente una visión de lo espiritual como la verdadera identidad humana y considera a lo corpóreo como un espacio de mediación para nuestro reconocimiento. San Agustín dirá que la vida consiste en el pasaje de la vida en el tiempo, a una vida en la eternidad. Es por eso que el fin del mundo, no es la desaparición del mismo, sino su pasaje de lo temporal y mudable a unos nuevos cielos y tierra, donde ya no existirá el tiempo (Vera rel., 83 y 87; Ep. Io, 2, 10).

Frente a esta visión neoplatónica –predominante en el cristianismo medieval- aparecieron autores que entienden que el mundo material no tiene meramente un rol de vía de acceso a la dimensión espiritual, sino que el mundo material en sí mismo ocupa un lugar en el plan divino. En este sentido san Ireneo de Lyon desarrolla una comprensión del mundo a la luz de una teología anti-gnóstica. Las sectas gnósticas surgen en la primera época de la era cristiana, y presentaban una interpretación dualista del mundo y de lo divino: materia y espíritu son las dimensiones de lo divino que están en pugna en el tiempo. La escatología implica en parte el triunfo de una de las deidades sobre la otra.

Frente a esta visión Ireneo puso énfasis en la bondad de toda la creación, tanto lo espiritual como lo material. No sólo el mundo material es bueno, sino que está impregnado del espíritu y por ello es fecundo. Esta realidad híbrida del mundo en la que convive lo espiritual y lo material contiene un anticipo del futuro. Para Ireneo la venida de Cristo fue el comienzo de la restauración del orden de lo creado. Por ello todo el cosmos deberá ser restaurado cuando se produzca el fin. La dimensión material forma parte de la perfección del mundo, y en especial, de la vida humana y la creación (Adv. haer., V, 29-32). También lo dirá Tomás de Aquino, quien comentando el estado del hombre luego del juicio afirma que sería conveniente que las creaturas corpóreas del mundo renovado estén en concordancia con el nuevo estado renovado del hombre. Esto lo ve a la luz del texto del Apocalipsis que menciona nuevos cielos y nueva tierra (SCG, IV, 97).

La tradición religiosa entiende que la finalidad de la vida humana no coincide con el fin de su vida corpórea, la muerte. Se presenta la idea de que dicha finalidad es una vida eterna de convivencia con lo eterno y permanente, por lo que exige la renovación del mundo material. De este modo, el fin del mundo es visto no como un destino inexorable intrínseco al orden natural –como lo será a partir del siglo XX- sino como un pasaje necesario para que el hombre pueda alcanzar su plenitud. Por eso, los relatos del fin pueden ser leídos en clave catastrófica o también como expresión de la necesidad del cambio radical que necesita el mundo para albergar la nueva forma de vida prometida por la religión. Pero nunca está a nuestro alcance tener el poder para provocarlo ni conocerlo.


3. El fin y la finalidad en la era secularizada


“‘Pronto será el fin de todo; y habrá· un nuevo cielo y una nueva tierra’, leemos en el libro del Apocalipsis. Si eliminamos el cielo y conservamos sólo la “nueva tierra”, tendremos el secreto y la fórmula de los sistemas utópicos” (Cioran, 1996, p.81).

El cristianismo modificó la forma de concebir no solo el mundo sino también la historia, ya que mientras en la tradición clásica no se veía en la historia un proceso de evolución o progreso, el cristianismo empieza una idea de evolución de la historia y una finalidad sobre la cual se puede pensar y esperar un conjunto de cosas. En este sentido es con el cristianismo que comienza el tema de la filosofía de la historia, que fascinó a muchos autores modernos.

Sin embargo, será la secularización lo que generará un cambio en la comprensión de la historia y el sentido del fin del mundo. En este proceso de secularización del fin de la historia el futuro es siempre superación. Es por eso que en muchas expresiones al referirnos a la historia se habla de ya” o todavía. Así, se suele decir “los aborígenes americanos ya contaban con …” o “todavía no conocían…” dando a entender que hay un fin al que apunta la intencionalidad de la historia (Pieper, 1998). Esta concepción filosófica de la historia, que ha predominado en los siglos XIX y XX, fue la base teórica de gran parte de los pensamientos utópicos que encierran una dimensión o influencia teológica de tipo secularizado. Esta fue la consecuencia de un largo proceso de secularización de los relatos religiosos sobre el fin del mundo.

Como explica Löwith (1990, p.61):


Fueron necesarios quinientos años de historia occidental, antes de que Hegel osara transformar los ojos de la fe en los ojos de la razón y la teología de la historia fundada por Agustín en una filosofía de la historia, que no es sagrada ni profana. Ella es una mezcla extraña: el acontecimiento salvífico es proyectado sobre el plano de la historia terrena y esta última es elevada al plano de la primera (en Horn, 2012, p. 130).


Los relatos cristianos de la historia como una historia de la salvación, en la cual estamos a la espera de la llegada de un gobierno final en la segunda venida, son desarticulados sobre todo por su visión trascendente, pero parcialmente. Si bien cae bajo la crítica de los ilustrados las ideas del Reino de los Cielos, lo que se sostiene es la idea de una esperanza en una salvación de la humanidad. Dotando de una nueva legitimidad científica a la esperanza en este futuro, es por ello que perduró la fe en la redención del hombre. Un ejemplo de este giro puede encontrarse en las palabras de Trotsky (2002) al decir:


La especie humana, el Homo sapiens actualmente congelado, volverá a entrar en un estado de transformación radical y se tratará a sí mismo como objeto de los más complejos métodos de selección artificial y entrenamiento psicofísico. Tales perspectivas derivan de la evolución del hombre […] El hombre será incomparablemente más fuerte, más sabio y más sutil. Su cuerpo será más armonioso, sus movimientos más rítmicos y su voz más musical. Sus modos de vida pasarán a ser dinámicamente dramáticos. El tiempo humano medio se elevará hasta alcanzar las cimas de un Aristóteles, un Goethe o un Marx. Y sobre esas cumbres, otras nuevas erigirán.


El fin se mantiene identificado con la finalidad, y es por ello que la historia avanza a la realización de una humanidad más perfecta. Los autores clásicos que reflejan este esquema de secularización son Saint-Simon y Augusto Comte, quienes presentaron una historia de progreso que consistía en un proceso según el cual la humanidad avanzaba en estadios: del religioso al metafísico y de éste al científico o positivo. Así, el fin de la historia temporal coincide con la instauración de un nuevo orden que se identifica con la plenitud de la humanidad.

Las formas de desarrollo de una filosofía de la historia que se piensa como abocada a un fin, pero que éste ha sido secularizado llevó a una forma utópico revolucionaria que en parte es hija de los milenarismos tardo-medievales y modernos. El milenarismo moderno fue promovido por el interés de una revisión del sentido de los textos del Apocalipsis por la Reforma. A modo de ejemplo se puede pensar en un grupo de anabaptistas, que surgen como una escisión del luteranismo. Un grupo que abandonando la peculiaridad pietista de la secta tomó una forma violenta por medio de una prédica milenarista. Uno de sus precursores fue Melchor Hoffman quien consideraba que había recibido del Espíritu Santo el poder de la profecía, y estuvo en contacto también con otro grupo de anabaptistas que afirmaban la inminencia de la parusía como Ursula Jost. Entre sus discípulos cabe destacar el caso de Juan Matthys y Juan Bockelson o Juan de Leiden quienes en 1534 junto con un grupo de anabaptistas tomaron el poder de la ciudad de Münster. La ciudad rápidamente atrajo la atención de los anabaptistas de la región, mientras se anunciaba que todas las ciudades del mundo serían destruidas, y solo Münster sobreviviría para devenir en la Nueva Jerusalem. Fueron expulsados todas las personas que no comulgaran con el anabaptismo –fueran luteranas o católicas-; se instauró una comunidad total de bienes; se mandó a quemar todos los libros menos la Bibila; se reconocían solo los matrimonios entre anabaptistas. Matthys anunció que en la Pascua de 1534 llegaría el día de la parusía, y salió con un grupo reducido de hombres a enfrentarse con los soldados que asediaban la ciudad. No llegó el fin del mundo, ni la plenitud, sino tan solo el fin de su vida. Murió y su cuerpo fue descuartizado, su cabeza fue clavada en una pica. Juan de Leiden se instauró entonces como rey, reformó nuevamente las prácticas de la ciudad restaurando la forma de vida propia de Israel. Entre otras cosas la poligamia, el consejo de ancianos etc. Finalmente, el obispo de Münster reconquista la ciudad en junio de 1535, Bockelson fue apresado, humillado públicamente por las ciudades del norte de Alemania durante meses, para terminar nuevamente en Münster donde fue torturado hasta la muerte (Baumgartner, 1999).

Este breve recuento de la historia del levantamiento de Münster marca un cambio radical en la lectura y concepción del fin del mundo en la tradición cristiana. Norman Cohn (1986), en su clásico En Pos del Milenio, advierte que el relato de Juan Bockelson contiene los cinco elementos claves de la comprensión de la salvación: colectiva, terrenal, inminente, total y milagrosa. Es decir, la salvación o la realización de la promesa se debe dar para el grupo de fieles, esto debe suceder en esta tierra y se hará de un modo inmediato –aquí aparece un fundamento para la implementación de la violencia revolucionaria-, será total porque transformará todo lo existente; y será, gracias a la ayuda de la acción humana que se dará la intervención para que devenga el milagro.

El Milenio o la utopía prometida colabora en la idea de que todo lo que ayude a acelerar el proceso de su llegada estará justificado por su resultado. En este sentido, los elementos que componen las formas de transformación de la realidad, donde alcanzar el fin implica lograr la finalidad de la vida humana, lleva a justificar cualquier acción inmediata por parte del conjunto de los humanos. Así, mientras que en la tradición cristiana el fin del mundo es entendido como el momento del juicio y plenitud de los tiempos sobre el cual no se tiene control ni capacidad de acción, en las corrientes milenaristas, y en las políticas utópico revolucionarias que surgen durante la secularización moderna, esa transformación se produce y es responsabilidad del sujeto y su realización no es trascendente, sino que tendrá lugar en la misma dimensión histórica.

La pregunta por la finalidad del mundo se resuelve en la dimensión política, por ello destaca John Gray que: “La política moderna ha estado impulsada por la creencia de que la humanidad puede ser librada de sus males inmemoriales gracias al poder del conocimiento. Precisamente, sobre las formas más radicales de esta creencia, se han sustentado los experimentos de utopismo revolucionario que han caracterizado los últimos dos siglos” (2008, pp. 29-30).

El giro que se produce durante la era de la secularización del sentido de la historia es en parte un giro en el que la finalidad (no tanto el fin cronológico) comienza a ser una finalidad colectiva, y sobre la cual descansa toda esperanza. Ahora bien, hay un pasaje por el cual el lugar que ocupaba el profeta o intérprete particular, que era la base de toda secta milenarista, pasó a estar ocupado por el revolucionario o el intelectual que captó el sentido de la historia, o el político que da las claves por las que el éxito se consigue. Se reinterpreta en calve política la idea de que se revela no solo un fin necesario e inexorable de la historia que no solo se conoce, sino también las formas por las cuales se lo puede acelerar o alcanzar. La revolución y la acción en vista a tal fin quedarán justificadas, tanto para el milenarista como para el revolucionario. Desaparece la visión contingente de la vida humana quedando sujeta a un desarrollo de la historia. En este sentido, el fin del mundo queda fusionado en su finalidad, ésta es la transformación del mismo para hacer posible una vida perfecta, un paraíso terrenal, en el que no solo se busca la igualdad social, sino que incluso algunos llegan a plantear la persistencia eterna de la especie en esa sociedad. En pocas palabras, la secularización del paraíso es completa, con la única salvedad de que ese fin es un fin político que puede ser provocado, comprendido y dirigido por algún teórico o líder carismático.


4. Fin del mundo y finalidad del cosmos


La ciencia contemporánea concluye que las formas de vida tal cual se las conoce hoy serán inviables en el futuro (Stoeger, 2000). Esto implica que el universo llegará a un fin en cuanto que no será posible pensar que la humanidad deje algún legado8. Desde una perspectiva física, pensar en algo así como el sentido de la vida parece un absurdo si uno abre mucho la perspectiva temporal. El interés sobre este último apartado es advertir cómo se han buscado respuestas a la pregunta sobre la finalidad del mundo, frente a la certeza del fin del mismo. En primer lugar, se presentan las respuestas que se han dado desde la perspectiva científica, para luego advertir algunos puntos de la escatología cristiana que ha tomado los datos de la ciencia.


La escatología de la física


Muchos son los autores que desde la física contemporánea han intentado explicar o dar sentido a lo que sucederá en la evolución del universo. Dentro de estos autores, hay algunos que dan una connotación filosófica a las descripciones que encuentran en la misma física. Otros, sin embargo, no solo se quedan en la consideración de los datos de la física, sino que a partir de ellos realizan especulaciones que superan su propio campo.

En primer lugar, consideremos a los autores que, partiendo de la descripción del futuro del universo, toman en cuenta que esto simplemente confirma que el mundo carece de sentido. Peter Atkins (1986) resume la descripción de este modo: “Todo el mundo sabe por qué las cosas cambian: las cosas tienden a lo peor”. De hecho, Atkins entiende que esta afirmación es dicha de una forma matizada o menos emotiva al hablar de que al final las cosas se dispersan: “Es especialmente importante notar que esta dispersión caótica de moléculas es sin finalidad, es decir, nada se dirige hacia una especial dirección” (p. 83). El fin está totalmente separado de una finalidad o realización, la física describe un fin del universo que carece de plenitud.

Otro autor que participa de esta tesis es Jacques Monod (2016) quien sostiene que el hombre “sabe ahora que, como un zíngaro, está al margen del universo donde debe vivir, un universo sorbido a su música, indiferente a sus esperanzas, a sus sufrimientos y a sus crímenes” (p. 177). Estas posturas conformarían formas nihilistas de dar respuestas respecto al sentido, no hay nada que esperar ni nada que explicar, simplemente el universo va a terminar. El fin temporal se lleva con él toda posibilidad de finalidad, la finalidad o sentido ocupa un lugar para mover la vida, pero no explica la realidad. En palabras del filósofo Bertrand Russell: “ni el fuego, ni el heroísmo, ni la intensidad del pensamiento o del sentimiento, pueden preservar una vida más allá de la tumba; todos los trabajos de todas las eras, toda la devoción, toda la inspiración, toda la brillantez meridiana del genio humano, están destinados a la extinción en la vasta muerte del sistema solar, y todo el templo de los logros humanos deberá inevitablemente quedar enterrado bajo los restos de un universo en ruinas” (Russell, 2004, p. 37).

Estas perspectivas parten de una ontología materialista y de un reduccionismo científico, entiende que el fin material del mundo hace absurdo todo intento de comprensión de una finalidad. La descripción del movimiento de las cosas deja un futuro inexorable en el que nada puede desarrollarse. El fin aniquila la finalidad.

Frente a esta posición, aparecen otras en las que se intenta marcar que existe de algún modo una finalidad que logra superar el fin descripto por la física. La forma de explicar la finalidad puede encontrarse desde dentro del mismo universo o intentando aventurar otras posibilidades, aunque muchas veces esos físicos abandonan el ámbito propiamente de la física.

Uno de esos autores es el físico Paul Davies, quien busca sortear la explicación del fin del universo, advirtiendo que dicho modelo se encuentra sumergido en una visión mecanicista del universo, aunque, se ha dejado de lado la evidencia de un universo que es creativo. A la flecha entrópica del cosmos el contrapone la flecha de la complejidad creciente. En su estudio sobre el tema Claudio Bollini (2009) explica que para Davies: “El universo puede decaer a causa del aumento de la entropía y, al mismo tiempo, crecer en orden y coherencia; en otras palabras, este mecanismo permite resolver la aparente paradoja de un universo a la vez agonizante y de complejidad creciente. Así las flechas de tiempo ‘optimista’ y ‘pesimista’ pueden coexistir” (p.124).

En este sentido Davies entiende que frente a la degradación de la entropía se le opone la fuerza creativa, y la emergencia de la vida y nuevas formas de organización. Justamente rescata la idea de finalidad, para advertir de este modo la presencia de una inteligencia inmanente al mundo que la gobierna. Así, esta evidencia de la teleología del cosmos le permite afirmar una visión panteísta de la religión que en última instancia se explica desde la física. Por ello, Davies procura recuperar el sentido del cosmos, dando al mundo un Dios natural opuesto a un Dios sobrenatural.

Tomando la posibilidad puramente teórica, otros autores afirman que es posible pensar a nuestro universo como uno más entre muchos. Es decir, habría una multiplicidad de universos, en los que se podría encontrar otras formas de vida (Barrow, 2002; Carr, 2007). Si bien no se logra superar el tema del fin del hombre, el cual está indefectiblemente condenado a desaparecer, sí pareciera estar salvada en una perspectiva universal. Frente a la posibilidad de los multiversos existen diversas hipótesis, pero uno de sus puntos es que logra salvar la idea de sentido. Algunos autores intentan superar el sin sentido de este universo y plantean buscar una forma en la que se deje un legado de la humanidad a otros universos (Linde, 1989).

Frank Tipler (2005) para superar el sin sentido del fin material sostiene la idea de una evolución cósmica en la cual la vida alcance una forma que sobreviva en el escenario futuro. De hecho, Tipler parte del desarrollo de la bio-tecnología informática la cual permita detener los procesos de decaimiento de la entropía. De tal manera que se podría generar una forma de vida estable y que persista por siempre. Como propone O’Callaghan y Sanguineti (2016), estaríamos en una propuesta semejante a la del trans-humanismo:


De llegar a una condición post-humana que trascienda nuestras limitaciones, como el envejecimiento y la muerte, gracias a la evolución de las bioneurotecnologías. El trans-humanismo suele referirse a las condiciones de la vida terrestre, pero puede también alcanzar una proyección cósmica, porque los eventuales seres transhumanos, inteligentes, podrían salir de la tierra y transportarse a otras galaxias e hipotéticamente a otros universos (3.3.E).


Las propuestas para enfrentar el fin del mundo podemos encontrar formas diversas de explicaciones en las que las ideas de fin y finalidad van alternando en su prioridad. Ahora bien, la lógica de la relación entre la prioridad de una sobre la otra pareciera marcar que con la separación de la noción de finalidad de la de fin se produce una pérdida del sentido, sobre todo porque la finalidad tiene en apariencia una jerarquía sobre el mero fin temporal. Es por ello que algunas pretenden superar la evidencia del fin, tratan de marcar como este se puede alejar o ser evadido de una u otra manera, aunque por otro lado se evita intentar dar respuesta a la pregunta por la finalidad.


El fin del mundo en la escatología cristiana contemporánea


Si bien en el apartado sobre las tesis de los medievales se abordaron algunas cuestiones respecto a la noción del sentido en la tradición religiosa, y cristiana principalmente, es interesante advertir brevemente cómo algunos teólogos y documentos doctrinales han atendido al debate sobre el fin intentando dar una respuesta a las controversias de la ciencia contemporánea.

Algunos ven una necesidad de dar respuesta, porque consideran que de algún modo la existencia de un fin del mundo cósmico, implica la pérdida del sentido de la creación y de la esperanza cristiana. Las respuestas son diversas, pero se mencionarán algunas.

En primer lugar, hay autores que desde diversas cuestiones se los puede denominar como no cosmológicos. Estos autores consideran que los datos de la cosmología no deben ser tenidos en cuenta para la realización de una teología escatológica. No cambia mucho el sentido de la lectura que hago de los textos y el sentido religioso de la vida por la modificación en la ciencia. En este sentido hay un énfasis en la lectura existencial e individual de la teología. Bultmann, discípulo de K. Barth, invita a desmitologizar la religión, y abandonar la idea del fin del mundo y la parusía, para llevarlos al plano existencial. Otro teólogo que asume esta invitación es el primer G. Greshake quien interpreta que el fin del mundo y la escatología final deben ser leídas como hechos que se dan con cada sujeto, y no dentro de una historia cósmica (cf. Ruiz de la Peña, 2011; Bollini, 2009). Con estos casos se apunta a mostrar la interpretación que lleva a destacar que no hay un conflicto con la tesis cosmológica y porque todo discurso teológico es esencialmente existencial y no tiene relevancia en el mundo natural9.

Frente a esta postura que reacciona de manera específica a los datos de la ciencia, podemos encontrar otras dos que se fundamentan en la tradición clásica de la escatología, aunque encontramos reformulaciones entre ellos.

La primera sería la reafirmación de una dualidad entre el mundo presente y el mundo futuro, lo cual implica la necesidad de una ruptura con el orden presente. Estos autores entienden que los datos de la religión exigen un fin del mundo, y su renovación que sería hija de la destrucción. De algún modo la implicancia de que la promesa de la parusía implica la llegada de un mundo nuevo. De este modo se produce una discontinuidad entre este mundo y el otro. Entre estos autores estaría Lutero, y algunas vertientes islámicas. Dentro de los teólogos contemporáneos encontramos a H. von Balthasar (católico) y J. Moltmann (protestante).

Por otro lado, una postura más bien continuista, según la cual este mundo no sufrirá una ruptura, sino que será la base para una transformación y para el cumplimiento de la promesa futura. Entre los teólogos que afirman esta tesis se destacan Teilhard de Chardin, Yves Congar o Ruiz de la Peña.

Más allá de las posturas específicas de estos autores, en ambas concepciones se entiende que los indicios que dan las ciencias naturales sobre el futuro de la naturaleza no encuentran una incompatibilidad con el relato religioso. La historia de la salvación anunciada en el Nuevo Testamento exige la intervención divina, no presupone la posibilidad de conocer o forzar su llegada, y también implica que la misma será imprevista. En ese sentido, muchos de estos autores encuentran razonable que la descripción del cosmos sea visto como una cierta evidencia de la contingencia de lo real, y la necesidad de una intervención exterior para evitar que el futuro sea peor.

Quizás un autor que amerita un comentario particular es Teilhard de Chardin, quien no solo tiene en cuenta la revolución cosmológica que se produce en el siglo XX, sino también la revolución biológica inaugurada por Ch. Darwin. Teilhard, desde una visión de integración entre las diversas disciplinas, entiende que la filosofía, la teología y la ciencia convergen en un punto, y este tiene que ver justamente con el hombre, Dios y el fin de la naturaleza.

Para el tema de este apartado resulta relevante destacar que Teilhard sostiene la idea de un punto Omega, que se identifica con una plenitud última en la que toda la realidad se completaría, es decir, identifica una finalidad de la creación en ese punto. Si bien éste forma parte de la descripción de la finalidad, toda la realidad material contiene en su mismo corazón la semilla de esta búsqueda de la plenitud, sin embargo, se completará este desarrollo del cosmos no solo por la acción de la materia –que entiende que la evolución es una manifestación de esta idea- sino que para alcanzar su fin necesita de una intervención sobrenatural.


Conclusión


Desde la ilustración podemos decir que predomina la idea de que la ciencia responderá a nuestras preguntas importantes. Sin embargo, en un repaso por la historia del pensamiento, la pregunta por el fin de las cosas, no siempre tuvo la misma respuesta, y mucho menos la pregunta por la finalidad de las cosas. Por otro lado, se puede afirmar junto con Wittgenstein (2000) que “Nosotros sentimos que incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse, el problema de nuestra vida no habría sido más penetrado. Desde luego que no queda ya ninguna pregunta, y precisamente ésta es la respuesta” (p. 52).

Por ello, siguiendo a John Cottingham (2003), se podría concluir que no queda muy claro por qué deberíamos reducir a las evidencias empírico-científicas todo intento por responder por la pregunta ¿por qué hay un universo? La ciencia no alcanza a deshacer la pregunta, sino que deja abiertos muchos aspectos, lo que deriva, probablemente, a otro tipo de respuesta complementaria a ella.

La idea del fin del mundo ha jugado un papel relevante, y lo sigue haciendo, en las visiones de la vida y del cosmos. De alguna forma el impacto del cristianismo en la visión de la historia generó que la idea de fin y la de finalidad se conjugaran. Desde el relato del Apocalipsis el fin del mundo es visto como la consumación de la historia. Eso hizo que, pese a la secularización de la cultura comenzada en el siglo XVIII, la visión sobre el sentido de la historia permaneció en esa idea de que el mundo tiende a lo mejor. Es por eso que la astronomía contemporánea dio el golpe más fuerte que se le podría haber dado a las ideologías, frente al optimismo progresista la astronomía aclara que el futuro será peor, por lo menos para la vida humana en la tierra. Esto para una precomprensión del mundo optimista fue devastador, y es por ello que no resulta casual que surja un gran número de autores nihilistas, y en continuidad con eso una cultura de la muerte.

Sin embargo, la historia de la relación entre fin y finalidad permite advertir que son conceptos distintos. El sentido de mi vida no está en mi muerte, y la pregunta por el sentido del universo no pareciera tener que ver con la realización del big rip. Sino que en realidad pareciera que con esto se abre la gran pregunta, ¿para qué todo esto? ¿Cuál es la finalidad del hombre? Esta pregunta surge inevitablemente cuando las cosas y las búsquedas cotidianas son saciadas o llegan a agotarnos, ¿para qué hago todo esto?

El hombre necesita dar sentido a su vida, y el sentido no es otra cosa que la finalidad. Es por eso que considero que es interesante para el diálogo entre la ciencia y la religión recuperar lo que se entiende por sentido. Advertir que las preguntas abren mundo, y la realidad excede lo meramente observable. El sentido de las cosas parece no estar sujeto meramente a aquello que puede responder a una utilidad, e incluso, cuando advertimos cierta utilidad de ella también se advierte que esa explicación no explica la totalidad de las cosas. Por eso, el breve recorrido por estas teorías y pensamientos sobre el fin y la finalidad pone de manifiesto que la realidad aún nos sigue presentando preguntas inquietantes. Un punto relevante es que las preguntas son tan medulares y sus respuestas tan inasibles que a veces tendemos a tratar de encontrar su respuesta considerando un solo aspecto, pero es necesario no perder la visión global de lo real.

Es interesante ver como la respuesta lineal sobre el fin de la vida y la respuesta filosófica sufren una modificación. Aristóteles, por ejemplo, entendía que hacía falta abandonar la visión física o lineal, ya que ésta no daba la respuesta, para él el mundo en su historia era infinito y necesario, sin embargo, como seres humanos finitos y contingentes la pregunta por el fin pareciera ser distinta. Es por ello que Aristóteles abandona la respuesta de la física, que es sobre lo físico y necesario, y busca la respuesta en la filosofía primera, que contempla el movimiento de lo intencional, de aquello que logra superar la necesidad del mundo material. Así surge la idea de finalidad, surge la necesidad de pensar por qué actúo, y para poder definir para qué hago las cosas, necesito pensar cómo hacerlo.


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1  Para conocer la historia del Doomsday Clockwork puede visitarse la web: http://thebulletin.org/doomsday-clockwork8052?platform=hootsuite Su evolución puede verse en http://thebulletin.org/timeline

2  La privación, es la ausencia del contrario. Para Aristóteles (Física, I,7), dentro de los agentes del cambio el ser no-blanco de una pared es una condición antecedente necesaria para que ésta pueda devenir en blanca, aunque obviamente no es razón suficiente para que lo sea.

3  Sobre esto resulta interesante advertir el debate que se dio en la Universidad de París sobre la eternidad del mundo. En dicho debate sobre la racionalidad o necesidad de la eternidad del mundo Tomás de Aquino (De Aet. Mundi) advierte que la idea de que el mundo fue creado con un inicio en el tiempo es razonable y posible, aunque su certeza la tengamos por la revelación.

4  No parece absurdo recordar que el nombre de Apocalipsis en griego significa revelación, y no fin de los tiempos. Es el termino escatología el que se utiliza en teología para referir a esta temática.

5  Resulta especialmente interesante el uso del fin del mundo en las sectas milenaristas, que van desde el cristianismo primitivo hasta algunos grupos del siglo XX. Véase Romerales, E. (2011) “Una tipología de las profecías milenaristas”; ‘Ilu. Revista de Ciencias de las Religiones, (16), 203-223.

6  Tomás de Aquino, Conta impugnantes Dei cultum et religionem, V,5, co. “Non ergo potest quantumlibet spatium determinari, parvum vel magnum tempus, quo finis mundi, in quo Christus et Antichristus expectantur, expectetur”.

7  Si bien esto fue afirmado por parte de los teólogos luteranos del siglo XVII, actualmente son pocos los que lo afirman.

8  En sentido estricto la ciencia no puede afirmar que el universo deje de existir, es decir que se produzca un aniquilamiento, por eso lo preciso es decir que el futuro del cosmos es un futuro inhóspito para la vida.

9  Esta tesis suele ser descripta siguiendo la tesis de S. J. Gould conocida como NOMA (non overlaping magiteria), y es denominada por I. Barbour como la tesis de la independencia en la relación entre ciencia y religión.