Los fundamentos teóricos de la ética de las virtudes médicas. Estudio de la primera parte del libro

Las Virtudes en la Práctica Médica

de E. Pellegrino y D. Thomasma

The Theoretical Foundations of the Ethics of Medical Virtues: a Study of the First Part of the Book The Virtues in Medical Practice by E. Pellegrino and D. Thomasma


Guillermo Juárez

gjuarezop@unsta.edu.ar



Resumen: Con ocasión de la aparición de la edición española (2019) de la obra The Virtues in Medical Practice (1993) de Pellegrino y Thomasma, se ofrece un estudio pormenorizado y crítico de la parte teórica que la preside, en el que se puntualiza su objetivo, así como su contenido y el orden de los capítulos que la componen. Dicho estudio está precedido por tres acercamientos convergentes referidos al estado de la reflexión sobre ética médica al momento de la aparición de la primera edición del libro, a su lugar en el conjunto de la obra escrita de E. Pellegrino, su autor principal, y al lugar de esta parte en la estructura de conjunto del libro. Para Pellegrino es fundamental dejar establecido desde el principio que la vida virtuosa es el principal recurso con el que cuenta el médico para contribuir a la sanación de su paciente. Por eso consagra el primer capítulo al concepto de virtud desde una perspectiva histórica. El siguiente capítulo estudia el vínculo entre virtudes, principios y deberes respondiendo al desafío de mostrar cómo se puede combinar la teoría de la virtud con el principialismo. La temática de la medicina como comunidad moral, sobre la que versa el tercer capítulo, se impone desde el momento en que las virtudes, los principios y los deberes de los médicos requieren de un soporte institucional adecuado para que su accionar se oriente sin desfallecer a los fines propios de la profesión. El capítulo cuarto estudia estos fines mostrando que no se reducen a la curación del paciente, sino que miran a su bien integral. Ante la vulnerabilidad del enfermo, la primera respuesta del profesional médico y de toda la comunidad a la que pertenece será la beneficencia en la confianza.

Palabras claves: teoría de las virtudes; principialismo; carácter, principios; deberes; comunidad moral; fines de la relación médico-paciente; beneficencia y autonomía.


Abstract: On the occasion of the release of the Spanish edition (2019) of the work called “The virtues in medical practice” (1993) by Pellegrino and Thomasma, a detailed and critical analysis of the theoretical part that heads the work is provided, part in which the goal of the work is specified, as well as the contents and the chapters sequence. This study is preceded by three converging approaches concerning the status of reflection on medical ethics when the first edition was released, the place of this part within the structure of the whole of E. Pellegrino’s works, this work’s main author, and the location of this part within the structure of the entire book. For Pellegrino it is essential to establish from the beginning that a virtuous life is the main resource that a physician has to contribute to the healing of their patient. For this reason, the first chapter is devoted to the concept of virtue from a historical perspective. The next chapter analyzes the connection between virtues, principles and duties, responding to the challenge of showing how the virtue theory can be combined with principlism. The theme of the medicine as a moral community, over which the third chapter deals, prevails form the moment that the virtues, principles and duties of the physicians require adequate institutional support so that their actions are guided without failing to the proper purposes of the profession. The fourth chapter studies these aims showing that they are not reduced to the cure of the patient, but rather they look at their integral well-being. Before the vulnerability of the patient, the first response of the medical professional and of the entire community to which they belong, will be the beneficence in trust.

Key words: Virtue theory; Principalism; Character, principles, and duties; moral community; purposes of the physician-patient relationship; beneficence and autonomy.


Recibido: 27 de abril de 2020

Aceptado: 21 de junio de 2020



Introducción. Una reflexión teórica sobre las virtudes de los médicos


En octubre del año 2019, la Universidad Francisco de Vitoria de Madrid publicó, en la Colección Humanidades en Ciencias de la Salud, el libro Las virtudes en la práctica médica, traducción al español del original en inglés con el mismo título, hecho en colaboración por Edmund D. Pellegrino y David C. Thomasma y publicado el año 1993 en la editorial de la Universidad de Oxford1. El traductor es el doctor en medicina Manuel de Santiago, un reconocido intérprete del pensamiento de Pellegrino, autor principal de la obra. En su traducción, M. de Santiago ofrece también una introducción al pensamiento de Pellegrino seguida de un prólogo a la obra, ambas de una extensión considerable y de gran utilidad para abordar el estudio de temáticas de ética médica contemporánea tan fundamentales como arduas2.

No cabe duda de que este libro despertará un gran interés entre los profesionales de la salud en nuestro ámbito particularmente entre los médicos, que son sus destinatarios principales. Será ciertamente un libro de cabecera para los estudiantes de las carreras correspondientes, a los que ofrecerá un horizonte de comprensión más amplio, pautas antropológicas y éticas, experiencias concretas y consejos prácticos de gran provecho. Leyéndolo detenidamente, estudiantes y graduados, podrán reconocer mejor la importancia que tiene, en el ejercicio de estas profesiones, la formación continua del carácter mediante el cultivo de las virtudes, en especial, de aquellas que son más requeridas en la relación de sanación. La situación totalmente excepcional que vivimos con la pandemia del nuevo coronavirus pone de manifiesto hasta qué punto esta formación es esencial para su tarea, al menos tanto como lo es la adquisición de una adecuada competencia técnica.

Los autores de esta obra quieren ofrecer también orientaciones, pautas y principios éticos perfectamente aplicables a otras profesiones más allá del ámbito de la salud3. Consideramos que al menos dos aspectos de este libro atraerán poderosamente la atención de un vasto público, deseoso de acceder a una reflexión más sólida sobre problemáticas de ética médica y bioética cada vez más actuales y desafiantes. El primero se refiere a la amplia gama de problemáticas abordadas, que van desde los diversos modelos de relación médico-paciente hasta el rol que juega la comunidad médica, el Estado, las instituciones sanitarias y los otros agentes que pueden intervenir en dicha relación, pasando por las álgidas cuestiones de las prácticas irregulares, las obligaciones sociales y el lugar que ocupa el desarrollo tecnológico. El segundo aspecto es el estudio detallado de algunas virtudes que son imprescindibles para toda profesión, en particular, para las que miran al cuidado de los otros, tales como la fidelidad en la confianza, la compasión, la prudencia, la justicia, la integridad y el desprendimiento. Debemos admitir que no son frecuentes, hoy en día, las obras consagradas al estudio de las virtudes y, mucho menos, las que intentan reconocerlas desde lo específico de una profesión concreta, como fruto y sustento de su moralidad interna.

En el presente trabajo concentraremos nuestra atención sobre la primera parte del libro referida a los fundamentos teóricos de la ética de las virtudes en la práctica médica. Aunque esta es, sin lugar a dudas, la parte más exigente de la obra, resulta indispensable para entrar en el corazón de las problemáticas de la ética médica contemporánea y para sacar el mayor provecho de la lectura de las partes que le siguen. Presentaremos una apretada síntesis de los vigorosos desarrollos conceptuales desplegados en sus cuatro capítulos. Nos proponemos también evaluar críticamente y esclarecer o ampliar, según los casos, algunos de sus desarrollos más importantes. El estudio detallado de estos capítulos nos permitirá reconocer mejor la estructura de conjunto de esta parte, su propósito y su relación con las otras dos partes del libro, que serán objeto de estudios posteriores.

Al estudio de los capítulos de la primera parte, le precederá una sección introductoria compuesta de tres acercamientos convergentes. El primero será una breve presentación del estado de la reflexión sobre ética médica al momento de la aparición de la primera edición del libro, las problemáticas que se abordaban y las teorías en boga. El segundo mira al lugar que tiene el libro en el conjunto de la obra escrita de Pellegrino. Finalmente, ofreceremos una breve presentación de conjunto de la estructura del libro, lo que nos permitirá ingresar mejor equipados en el estudio más detallado de la parte teórica que lo preside.


1. Tres acercamientos convergentes


Desde fines del siglo IV antes de Cristo y hasta mediados del siglo XX, la ética hipocrática ha sido la columna vertebral de la ética médica. En ella, se pueden distinguir dos niveles diferentes: el juramento hipocrático y los libros deontológicos del Corpus Hipocráticum. Estos últimos se refieren sobre todo a cuestiones de protocolo, como las reglas de comportamiento, la limpieza, la verdad, la formación. El juramento, en cambio, incluye la mayoría de los preceptos estrictamente morales, como las obligaciones de hacer el bien, de no dañar y de llevar una vida “pura y santa”. Lejos de ser obra de una sola mano, el Corpus, en su conjunto, tiene una larga historia de redacciones sucesivas y ha recibido el influjo de las grandes escuelas filosóficas de la antigüedad (cf. Carrick, 1985, pp. 59-98; Jonsen, 2000, pp. 1-12). A diferencia de muchas teorías o sistemas actuales, el método de la ética hipocrática para la toma de decisiones no se basaba en reglas o principios, sino que consistía en comparar una determinada conducta médica con los preceptos morales. Según este método, teniendo a la vista los objetivos generales de la vida moral (el bien, la justicia, etc.) y conducido por la prudencia en el caso particular, el médico virtuoso estaba habitualmente dispuesto a actuar en conformidad con los preceptos.

En la actualidad, no pocos profesionales médicos, especialmente los más veteranos o los formados en algunos ámbitos más tradicionales, siguen adhiriendo básicamente a este paradigma ético. ¿Podemos decir que E. Pellegrino es uno de ellos? Por lo pronto, diremos que él rechaza categóricamente la mentalidad opuesta, muy extendida en la actualidad, que postula la deconstrucción del antiguo edificio. Según esta mentalidad deberíamos ver la ética médica como un texto sobre el cual imponemos el significado tal como nosotros lo interpretamos. El resultado es una lectura nihilista, sin normas, constantemente redefinida desde un texto. En lo concerniente a la relación médica, el único código moral sería la garantía de que el médico y el paciente poseen la libertad de aplicar sus propios significados al texto. En todo caso, la respuesta a la pregunta propuesta será claramente negativa si se atribuye con ello a Pellegrino una mentalidad restauracionista que busca reconducir la ética médica a una presunta rectitud original sin considerar críticamente los elementos del juramento hipocrático que resultan hoy completamente inadecuados (el autoritarismo benigno, la negativa de revelar la condición del paciente, etc.) y sin sopesar suficientemente las grandes transformaciones sociales y culturales de nuestra época. Situándose en un término medio virtuoso entre estos dos extremos, nuestro autor postula una reconstrucción de la ética médica mediante la revisión de sus fundamentos, de lo que en la tradición es moralmente válido y de lo que se debe rechazar, y la apertura crítica hacia los aportes de las corrientes bioéticas contemporáneas (cf. VPM, pp. 307-308).


1.1. El principialismo


La síntesis hipocrática comienza a erosionar a mediados de los años sesenta como resultado de una serie de cambios en la sociedad, tales como la expansión sin precedentes del poder médico a través de la tecnología, la difusión de la democracia participativa, el auge del pluralismo y la heterogeneidad moral, la desconfianza generalizada en la autoridad y el debilitamiento de las instituciones religiosas (cf. VPM, pp. 144s.; 306s.). Estos cambios tuvieron un fuerte impacto en la medicina provocando los procesos de especialización y fragmentación, institucionalización y despersonalización, unidos a la multiplicación y complicación de las cuestiones de ética médica. Los fundamentos tradicionales fueron puestos en duda y comenzaron a aparecer modelos alternativos. Algunos profesionales buscaron orientación y apoyo en las decisiones políticas o en la legislación; otros, todavía menos escrupulosos, claudicaron ante el nihilismo subjetivista y relativista cada vez más presente en la opinión pública (cf. VPM, pp. 85-86; 263-264). Pero la gran mayoría, reconociendo los peligros a los que conducían estas respuestas más reductivas, buscaron auxilio en una filosofía moral que permitiera abordar de un modo sistemático y objetivo los dilemas éticos que se presentaban en la práctica médica.

Los filósofos fueron aportando a los médicos una variedad de tradiciones morales, entre las que se encontraba la teoría de los principios prima facie de William D. Ross (cf. Ross, 1988; VPM, pp. 95s.; 308s.), que se convirtió muy pronto en la forma dominante de hacer ética. De un modo genérico, podemos decir que los principios a los que ella se refiere no son de orden puramente especulativo, porque no están ordenados solo a saber. Se trata, más bien, de principios de orden práctico, puesto que dirigen la acción moral. En efecto, estos principios son propuestos como criterios o guías para la acción buena y correcta. Pero lo característico de ellos es que funcionan como coordenadas o acercamientos que, en determinados casos, pueden ser dejados de lado. Por eso se los denomina principios prima facie: son principios que rigen el actuar moral en una primera aproximación teórica, pero las circunstancias y las consecuencias previsibles de las decisiones que se tomen son las que indicarán la prevalencia de uno sobre otro en el caso concreto. Como son realmente principios, deberemos aplicarlos siempre, a menos que exista una fuerte razón compensatoria que justifique lo contrario. Pero estos principios, no se derivan de postulados o intuiciones morales más fundamentales y siempre válidas, como podría ser el imperativo categórico de Kant, “obrar de acuerdo a la razón necesaria y universal”, o el principio escolástico de la sindéresis, “hacer el bien y evitar el mal”.

La teoría de Ross fue adaptada a la ética médica en la célebre obra de Tom Beauchamp y James Childress titulada Principios de ética biomédica y publicada por primera vez en agosto de 1979. Pocos meses antes aparecía el documento The Belmont Report4, fruto de los trabajos de la comisión nacional estadounidense para el estudio de las problemáticas éticas vinculadas a la investigación médica en seres humanos, creada el 12 de julio de 1974 ante la denuncia de diversos casos médicos escandalosos. Este informe es el principal antecedente de dicha obra y una de las razones de su gran difusión en el ámbito biosanitario. De hecho, la obra estudia los principios prima facie que aparecen en él, considerados por sus autores como especialmente apropiados para la ética médica en general. El principio de respeto a las personas del informe será formulado en la obra como principio de autonomía. Al tratar el principio de beneficencia, el informe se refiere también a la no maleficencia; en la obra aparecen claramente distinguidos como dos principios distintos. Finalmente es explicado, tanto en el informe como en la obra, el principio de justicia5. Como los mismos autores de la obra lo aclaran, aunque el informe enumera los principios en este orden (respeto a las personas, beneficencia y justicia), no sugiere ninguna prioridad o jerarquía entre ellos.

El sistema constituido por esta tétrada de principios o principialismo tenía varios atractivos para los médicos clínicos. Reducía la complejidad de los debates y atemperaba los puntos de vista demasiado subjetivos. Brindaba, además, una metodología y pautas de acción más específicas. Permitía evitar la confrontación directa en temáticas más polémicas como el aborto y la eutanasia. En fin, era compatible con muchas otras teorías en boga (cf. Evans, 2000), incluso con algunos aspectos de la teoría clásica de la virtud. De hecho, los principios de beneficencia y no maleficencia remitían a conocidas obligaciones hipocráticas. Los principios de autonomía y justicia buscaban ofrecer una respuesta a requerimientos originados en las grandes transformaciones sociales y culturales de la época; el de justicia sale al encuentro de las crecientes disparidades en la distribución de la asistencia médica; el de autonomía, por su parte, cobra la mayor vigencia como consecuencia de la mentalidad dominante que absolutiza la libertad, los deseos y derechos individuales.

Se ha señalado, como una notoria debilidad del principialismo, la falta de una determinación más clara del procedimiento por el que los principios se transforman en deberes efectivos en su confrontación con los casos particulares. Beuchamp y Childress habían dejado en claro que no querían proponer una nueva teoría moral, sino un sistema o un método para la resolución de casos difíciles. Para fundamentar su sistema recurren a la “moral común”, en la cual se integrarían las diversas normas de conducta socialmente aprobadas (cf. Beauchamp y Childress, 1999, pp. 3-4). De este modo, el común sentir de las personas y de la sociedad permitiría reconocer cuando un principio pasa a ser una obligación ética real. Buscan así combinar el monismo de las teorías basadas en los principios, como el kantismo, con el pluralismo de las teorías de la moral común (cf. p. 94). Ante la objeción señalada, los autores intentarán robustecer esta fundamentación de su sistema en las ediciones posteriores de la obra6. En todo caso, las críticas más importantes a su teoría insistirán sobre la falta de consistencia en sus fundamentos. Para Baruch A. Brody, estos cuatro principios requieren una justificación racional y una base más firme en alguna de las tradiciones morales (cf. Brody, 1990). En el mismo sentido, K. Danner Clouser y Bernard Gert afirman que el principialismo carece de una teoría moral unificadora que dé a los principios la fundamentación que requieren (cf. Clouser-Gert, 1990)7. De hecho, un sistema sin principios absolutos e innegociables desemboca, tarde o temprano, en el relativismo y el subjetivismo. A ello contribuye también la falta de una jerarquía entre los principios postulados8.

En esta atmósfera, no es de extrañar que el principio de autonomía haya ganado, de hecho, el primer lugar, como lo postulaba en esos años H. T. Engelhardt (cf. VPM, p. 312; Thomasma, 1990, pp. 257-258)9. En el ámbito de la ética médica, el principio de autonomía recoge el imperativo del respeto a la autodeterminación del paciente. Los médicos, especialmente los que han sido formados en el autoritarismo tradicional, han tenido no poca dificultad en aceptar este principio temiendo que su absolutización pueda nublar el buen juicio clínico o fomentar el desapego y el desinterés por los pacientes. En la actualidad, se puede notar un apoyo creciente a otras alternativas de ética médica como la nueva casuística, la ética experiencial, la ética del cuidado o de la virtud, que ponen el énfasis en las personas y sus circunstancias, y suelen ser presentadas como un complemento necesario a la teoría de los cuatro principios.



1.2. La etapa moralista en la obra de Pellegrino


El interés por la lectura del libro que nos ocupa se ve poderosamente estimulado cuando consideramos la singular relevancia que ha tenido en el ámbito de la ética médica su autor principal. Repasando la extensa trayectoria de Pellegrino10, podemos constatar que a lo largo de más de sesenta años ha logrado compatibilizar la práctica de la medicina y su enseñanza, con estudios de investigación clínica, pedagogía, humanidades y ética, y con trabajos administrativos y directivos en prestigiosas instituciones sanitarias y educativas. Centrando nuestra atención sobre sus trabajos desde inicios de los años ochenta, cuando comienza a dedicarse a temáticas referidas a la ética de la profesión médica, podemos constatar el gran despliegue del accionar de esta polifacética personalidad. Del año 1982 al 2000, fue profesor de la cátedra John Carroll de Medicina y Ética Médica en Georgetown University Medical Center, en Washington, D.C.; del año 1983 al 1989, director del célebre Kennedy Institute of Ethics de la Universidad de Georgetown; del año 1989 al 1994, director del Georgetown University Center for the Advanced Study of Ethics; y del año 1991 al 1996, director del Center for Clinical Bioethics, en el Centro Médico de esta misma universidad. Durante este período escribió sus libros más importantes de ética médica y una cantidad impresionante de artículos referidos al tema. Fue, además, miembro del American College of Physicians, de la American Association for the Advancement of Science, del Instituto de Medicina de la National Academy of Sciences to Review Human Subjects, de la Pontificia Academia para la Vida, del Comité Internacional de Bioética, y director del Consejo de Bioética del presidente de los Estados Unidos.

Después de su jubilación en el año 2000, Pellegrino permaneció en Georgetown y continuó escribiendo, enseñando medicina y bioética, y colaborando en servicios clínicos regulares. Recibió más de cuarenta doctorados honoris causa y los premios Benjamin Rush de la Asociación Médica de Estados Unidos, Abraham Flexner de la Asociación Americana de Colegios Médicos, Laetare de la Universidad de Notre Dame, y el premio a la Beecher for Life Achievement in Bioethics del Hastings Center. Con su muerte, en el año 2013, “desaparecía uno de los más grandes maestros de la ética médica”, probablemente “el más consistente humanista de la historia de la profesión” médica. Estas consideraciones tan elogiosas de M. de Santiago (cf. VPM, p. 15) se hacen eco de la extraordinaria valoración que Beauchamp hacía de la obra de Pellegrino al decir que “nadie desde Hipócrates a Percival llevó a cabo una contribución mayor en el campo de la ética médica” (cf. VPM, p. 57). Podríamos añadir un sinnúmero de elogios semejantes. Pero estas referencias son suficientes para llamar la atención sobre un autor que, por su rebeldía contra la mentalidad dominante, no ha tenido la repercusión esperada en su propio medio11, y que, a no ser quizás por su protagonismo en el origen y el desarrollo inicial de la bioética, sería completamente desconocido para muchos de nosotros, a pesar de su enorme producción científica: 24 libros escritos o editados y más de 600 artículos académicos (cf. VPM, p. 26).

El mismo traductor, en su introducción al libro, ofrece una tentativa de periodización de sus escritos en cinco etapas que resultará de provecho para enmarcar el contenido y el objetivo del libro que ahora estudiamos: “La obra escrita de Pellegrino posee cierto carácter de proceso que se desenvuelve por etapas y que aflora paulatinamente a lo largo de cinco décadas de fértil e intensa vida profesional…” (VPM, p. 17; De Santiago, 2014a). De las etapas propuestas, la primera es la científica (1941-1956) y alcanza un centenar de publicaciones referidas, especialmente, al área de la fisiopatología renal. A este aspecto de su obra, que lo acompañará toda su vida junto con la práctica clínica, se añade, en un segundo momento, la etapa de la educación médica (1957-1972), donde aparece claramente su perfil pedagógico12. Esta etapa se va solapando paulatinamente con la humanística, cuyo inicio podría ser situado en su breve estudio Introduction to the Second Institute (1973). Es el momento del nacimiento del Institute of Human Values in Medicine patrocinado por el National Endowment for the Humanities que apoya la investigación, la educación, la preservación y los programas públicos referidos a las humanidades. De dicho instituto Pellegrino será director de 1978 hasta 1982.

La etapa moralista de su pensamiento aflora a inicios de los ochenta y está vinculada al surgimiento de la bioética, de la que es considerado uno de los fundadores. Pero su giro hacia la ética médica se comprende, ante todo, por su convencimiento de la insuficiencia del proyecto humanista “como antídoto a la decadencia de los valores de la profesión” (VPM, p. 19). Reconociendo la dificultad insuperable de la ética normativa y la insuficiencia de los sistemas éticos vigentes (utilitarismo, deontologismo, etc.), considera que es necesario recuperar los contenidos más consistentes de la ética tradicional asumiendo las riquezas de los nuevos enfoques y adaptándola a las problemáticas propias de la medicina actual. En definitiva se trata de recuperar la identidad propia de la medicina, nacida de la práctica de sanar y cuidar a los enfermos, un modo de ser que no debe ser condicionado por factores externos a ella, como el poder económico o político y los pensamientos de moda, pero que debe incorporar los cambios legítimos que impone la época. Para ello, es necesario “desentrañar la moralidad médica desde los orígenes, descubrir sus fuentes y significados para amoldarlos a un tiempo nuevo y una medicina distinta” (p. 19). En 1981 aparece un libro clave que es el primer fruto de la reflexión conjunta de Pellegrino y Thomasma, A Philosofical Basis of Medical Practice. En un embalaje histórico, muy elaborado y erudito, se pone de manifiesto la estructura interna, ontológica y fundante de las obligaciones morales del médico. De este modo, comienza a concretarse la idea de una filosofía de la medicina como fuente de inspiración de la ética médica (cf. p. 28). Pero los dos libros decisivos de esta cuarta etapa son publicados respectivamente en 1988 y en 1993. El primero, titulado For the Patient’s Good, restaura el bien del enfermo como rasgo nuclear de esta nueva ética. El segundo es The Virtues in Medical Practice, en el que se ofrece “el sesgo secular [no confesional] que proclama las virtudes esenciales de todo buen médico” (p. 20).

La etapa del compromiso religioso pone de manifiesto el potencial de grandeza que se abre a la profesión médica a la luz de la fe. El inicio de esta quinta etapa, que es la definitiva, está enmarcada por la publicación del libro The Christian Virtues in Medical Practice en 1996 y Helping and healing en 1997. Esta explicitación del sustrato teológico oculto en el pensamiento de Pellegrino se vio favorecida por el convencimiento de que el modelo de profesional que había promovido por el fomento de las virtudes médicas siempre encontraría una fuerte oposición en las comunidades ajenas a los grandes valores y regidas por el código moral múltiple y relativista que se iba imponiendo en las democracias liberales (cf. p. 20).

Con esta rigurosa periodización del pensamiento escrito de Pellegrino, M. de Santiago nos ayuda a reconocer mejor el lugar que tiene en el mismo el libro que estudiamos. Esta obra finaliza de algún modo su aportación “a la moralidad de la medicina a través de una ética filosófica, civil, reconocible y para todos” (p. 17). De este modo, se convierte en una formidable plataforma de diálogo en el campo de la ética médica con aquellos que se guían, ante todo, por la luz de la razón natural o que no comparten la misma perspectiva religiosa. En este sentido, el libro “representa un final de trayecto, una especie de puente entre el planteamiento secular de la ética médica, cuyo vértice ocuparía, y el giro al planteamiento trascendente, a la perspectiva religiosa de la moral médica” (p. 17).


1.3. El libro, sus partes y capítulos


Con la publicación del original en inglés del libro Las virtudes en la práctica médica en 1993, Pellegrino y Thomasma se hacen eco de una renovada apertura hacia la reflexión sobre las virtudes en el discurso ético, en la que destacaban autores como Elizabeth Anscombe (1981) y Alasdair MacIntyre (1981). El objetivo principal de la obra es llevar dicha reflexión al ámbito de la medicina, como ellos mismos lo indican en su introducción: “este libro es un intento por aplicar la teoría de las virtudes a la ética biomédica, particularmente, en el contexto de la práctica clínica” (VPM, p. 69). En este ámbito, el interés por la temática de las virtudes respondía especialmente al deseo de enriquecer la teoría principialista criticada por abordar las cuestiones éticas de manera formalista, sin tener suficientemente en cuenta las peculiaridades del agente y las circunstancias concretas (cf. p. 68). De un modo más amplio, el libro viene a cuestionar el perfil del profesional médico que suele cultivarse en las facultades de medicina y que ha logrado imponerse en muchos ambientes entre doctores y pacientes. Según esta concepción “el ejercicio correcto de la profesión significa básicamente el conocimiento y la sabia aplicación de la faceta técnica de la medicina, de la función de curar…” (p. 16). En contraposición a dicho perfil, los autores del libro quieren transmitirnos la convicción de que “la calidad de acto médico, de cualquier país y de cualquier cultura, gravita en la calidad moral del médico […], en su dimensión humana y sus virtudes, en su perfil de buena persona, en suma, en el ejercicio activo de las virtudes” (p. 16), lo cual lejos de subestimar la competencia técnica profesional, le da un soporte más sólido y confiable.

Aunque el orden de las tres partes del libro con sus 15 capítulos no es explicitado por los autores, puede ser inferido sin gran dificultad luego de una lectura atenta13. Nos hemos propuesto ponerlo de manifiesto a lo largo de este estudio, en particular, por lo que concierne a la primera parte. En ella, denominada simplemente Teoría, se establecen los criterios básicos para la aplicación al ámbito médico de la teoría de las virtudes. Consta de 77 páginas (pp. 75-152) y 4 capítulos. Luego de estudiar, en el primer capítulo, la noción de virtud y su evolución a lo largo de la historia desde los filósofos de la antigüedad hasta el resurgimiento actual, se detiene, en el segundo capítulo, sobre el vínculo entre las virtudes, los principios y los deberes. El tercer capítulo se presenta como una reflexión sobre la medicina como comunidad moral, mientras que el cuarto estudia los fines de la medicina.

La segunda parte de la obra lleva como título Las virtudes en medicina. Con 8 capítulos y 121 páginas (pp. 155-276) es claramente la más extensa. Es también la que puede resultar de mayor interés, en especial, para el público menos especializado y para los estudiantes de medicina naturalmente inquietos por conocer y adquirir las mejores cualidades del carácter del profesional médico. En esta parte se exploran algunas de las virtudes más características de la buena práctica médica, una por capítulo. Los autores no pretenden ser exhaustivos en la enumeración14 ni refieren un orden particular de exposición. Con todo, habrá que prestar particular atención a las enumeradas en primer y en último lugar, a saber, la fidelidad en la confianza (cap. 5) y el desprendimiento (cap. 12), que son los rasgos mayores que trazan el perfil de todo médico virtuoso. Luego de la compasión (cap. 6) y antes de la integridad (cap. 12), dos virtudes que todos esperamos encontrar en nuestros doctores y que están íntimamente vinculadas a las anteriores, son mencionadas las cuatro virtudes cardinales según el orden de importancia que tienen en la ética clásica: prudencia (cap. 6), justicia (cap. 7), fortaleza (cap. 8) y templanza (cap. 9). El oscuro escenario de una crisis sanitaria como la causada por la pandemia del nuevo coronavirus pone de manifiesto el valor que tiene y el rol que juega en el ejercicio de la profesión médica cada una de las virtudes estudiadas en esta parte del libro. Una lectura atenta del mismo permitirá notar también la capacidad que han tenido sus autores para describir el modo en que dichas virtudes configuran los rasgos de carácter que el buen médico debe exhibir y la forma en que ellas van moldeando la práctica de la medicina.

La tercera parte del libro es la más breve. Tiene como título La práctica de la virtud y consta de 3 capítulos y 41 páginas (pp. 279-320). Sin introducción, el último capítulo (cap. 15), titulado Hacia una filosofía integral de la medicina, asume una modalidad conclusiva. Advierte que la teoría de las virtudes, desarrollada a lo largo de la obra, aun siendo fundamental, debe ser inscripta en un horizonte más amplio. En definitiva, “las teorías éticas basadas en las virtudes y los principios deben engarzar con la naturaleza propia de la medicina” (p. 69; cf. De Santiago, 2014a, pp. 55-58)15, temática sobre la que versa justamente la filosofía de la medicina. Los dos capítulos previos responden a dos interrogantes, siempre en referencia a la profesión médica: cómo la virtud marca la diferencia (cap. 13) y si la virtud puede ser enseñada (cap. 14). La primera respuesta pondrá de manifiesto que los médicos que buscan la virtud en el ejercicio de su profesión podrán discernir mejor sus propias intenciones, evitar toda complicidad moral y perseguir la excelencia moral en el desempeño de los deberes o en la adhesión a los principios. La segunda respuesta sostiene, con la ética clásica basada en Platón, Aristóteles y santo Tomás de Aquino, que la virtud se puede enseñar con la práctica, el ejemplo y el estudio de la ética, y explica cómo se debería realizar esta enseñanza en las facultades de medicina. Leyendo atentamente los contenidos de estos tres capítulos, podemos reconocer cierta continuidad y complementariedad con las temáticas de los capítulos de la primera parte. Podrían, incluso, ser abordados con provecho a continuación de los mismos, para favorecer su mutuo esclarecimiento.

Tenemos, por tanto, una segunda parte referida a las virtudes del profesional médico en particular, precedida por el estudio de sus fundamentos teóricos. Aquella nos muestra cuáles son, en concreto, las disposiciones de carácter que ha de tener un buen médico. Esta sería, en cambio, como el “cerebro” del libro, porque determina la esencia de estas líneas operativas convergentes de la acción buena y correcta, y las pone en relación con los principios y las reglas, con la comunidad médica y con sus fines internos. En fin, en la tercera parte, los autores ofrecen como corolarios temáticas poco más que sugeridas en la primera que merecen, por su importancia, un desarrollo particular: la diferencia que hace la virtud, su enseñanza y su referencia al conjunto de una filosofía de la medicina.

2. El fundamento teórico


Con realismo y clarividencia, nuestros autores constatan que en la sociedad plural contemporánea es extremadamente difícil convenir en los fundamentos filosóficos de los que se derivarían principios y reglas inapelables para orientar la conducta a seguir en cada caso (cf. VPM, p. 95). Por esta razón buscan establecer un fundamento irrebatible a nivel empírico. Este fundamento no es otro que los rasgos de carácter que se desprenden de la práctica médica y la conducen a un nivel de excelencia. Ellos son conscientes de que esta búsqueda “está lejos de ser una versión completa de la estructura práctica exigible para una filosofía moral integral propia de la medicina” (p. 303). Su propósito es, más bien, reconocer el lugar que ocupa en dicha filosofía la teoría de la virtud y su relación con las teorías basadas en los deberes y en los principios. Tal es el sentido del orden de los dos primeros capítulos del libro.


2.1. El concepto de virtud y su historia


Cuatro son básicamente los períodos distinguidos por nuestros autores en la historia de la virtud, a saber, el clásico y medieval, el posmedieval y moderno, el analítico-positivista, en el que se destacan las corrientes anti-virtud, y el periodo actual de resurgimiento de la teoría de la virtud (cf. pp. 38-39). Este último podría ser considerado también como una reacción -muy vigorosa, por cierto- al período precedente que seguiría imponiéndose en la actualidad. En todo caso, la mención del mismo deja en claro cuál es para ellos el camino hacia la renovación de la ética biomédica. Del período clásico, destacan sus orígenes en los sofistas, en Sócrates y Platón (cf. pp. 76-77). Convendrá seguir de cerca esta presentación histórica en la que van apareciendo los componentes esenciales de la teoría de la virtud tal como es presentada en este libro. Los sofistas pensaban que la virtud puede ser enseñada y que es esencial para el recto ejercicio del poder. Para Sócrates la virtud consiste en reconocer lo que es bueno para el hombre. Por eso, la sabiduría es considerada como la virtud por excelencia. En la misma línea, Platón sostenía que la virtud es conocimiento de la excelencia de la vida buena. El vicio resulta de la falta de reconocimiento del bien como tal. No es de extrañar, pues, que el fundador de la Academia no lograra ver a la ética como una ciencia práctica. Define las virtudes por su conformidad con las formas puras y se empeña en desarrollar una teoría general de la virtud llegando, incluso, a enumerar las virtudes cardinales: fortaleza, templanza, justicia y sabiduría.

Partiendo de una crítica de la visión generalizadora de Platón, Aristóteles afirma que el fin de la ética es eminentemente práctico: ser bueno y actuar el bien. La virtud es, para Aristóteles, un estado del carácter (ethiké) que hace bueno al agente y a su acción. De este modo, la ética busca la verdad “acerca de la felicidad, que es el resultado de toda actividad humana acorde con la excelencia” (p. 77). Lejos de presentar un compendio de reglas morales (principios u obligaciones), el Estagirita insiste en que los agentes deben considerar en cada caso qué es lo apropiado. Así, el énfasis estaría puesto más en los rasgos del carácter, en las disposiciones del agente que se dejan ver en sus actos, que en los mismos actos y su regulación. Las virtudes son justamente estas características de la persona que la hacen buena y le permiten hacer bien su trabajo. Tres serían, para Aristóteles, las raíces de los actos de la persona virtuosa: el conocimiento del bien, la elección por el bien en sí mismo y un buen carácter como fuente de ambos. Pero la primacía le corresponde a esta última por ser la condición supuesta en las dos primeras: “son los rasgos del buen carácter los que aseguran que la intención recta y buena no solo sea reconocida, sino finalmente elegida” (p.78). La virtud aristotélica no es un mero sentimiento de lo bueno o una capacidad de elección, sino que es una disposición habitual para actuar el bien que resulta del entrenamiento y la práctica, y que es guiada por la razón. No es, por tanto, una simple respuesta intuitiva por un conocimiento innato del bien o un reflejo automático e irracional. Con estas adaptaciones, Aristóteles asume la doctrina platónica de las cuatro virtudes cardinales poniendo de relieve la virtud de la prudencia16, y las distingue de las virtudes intelectuales como el arte y la ciencia.

Como el lector podrá intuir, estos contenidos de la enseñanza de Aristóteles sobre la virtud son centrales en la elaboración del pensamiento de Pellegrino y Thomasma. Por eso mismo, puede resultar curioso su cuestionamiento de la doctrina aristotélica de la virtud como término medio17. Consideramos que esta posición merecería estar mejor fundamentada, en particular, porque el mismo Aristóteles acude al concepto aludido en una de sus más célebres definiciones de virtud (cf. E.N.: II, 6, 1106 b 36 -1107 a 2), que es continuamente recuperada por santo Tomás de Aquino, como lo recuerda oportunamente Rodríguez Luño (2006, p. 214). Probablemente, la postura de nuestros autores se deba a la influencia de la crítica kantiana que haría de la virtud “un vicio disminuido” (Mauri, 1987, p. 166). En todo caso, para ellos es fundamental que los médicos distingan la excelencia exigida por la virtud de la mediocridad legalista del deber que imponen algunas teorías éticas contemporáneas como la del consumidor y la del contrato negociado (cf. VPM, pp. 145-146)18. Nuestra observación, lejos de desestimar su aporte en la interpretación del pensamiento aristotélico sobre la virtud, nos permite reconocer mejor el modo original en que su propio constructo intelectual se inserta en la gran tradición del pensamiento clásico.

Los estoicos “añadieron elementos como la compasión y el humanismo a la ética médica hipocrática” (p. 79). Pero la clave de la ética estoica es su noción de naturaleza y de leyes de la naturaleza. En los seres humanos se concita una fuerza creativa divina (la libertad) y la necesidad de acomodarse a estas leyes. El bien y la felicidad del hombre residen en la bondad y el orden de la naturaleza. La naturaleza y su fin permiten enmarcar el rol de las virtudes. Por ellas alcanzamos esta plenitud y el hecho de practicarlas hace cada vez más virtuoso al hombre. El estoicismo es la escuela que más insiste sobre este punto. Asume, además, la enseñanza de las cuatro virtudes fundamentales de Platón. Practicando las virtudes, el hombre se hace libre y benevolente como Dios. A diferencia del aristotelismo, el estoicismo exalta la noción de deber a tal punto que, en la práctica, la obligación se identifica con la virtud. Los primeros deberes estarían vinculados a las leyes de la naturaleza. En definitiva, el modelo de comportamiento virtuoso es, para esta escuela, el hombre sabio que, liberado de sus deseos, se mantiene sereno a pesar de las dificultades y así es libre e independiente de las circunstancias (cf. p. 80).

En el breve desarrollo del libro correspondiente a la ética medieval, podemos notar nuevamente cómo Pellegrino y Thomasma ponen particularmente de relieve los contenidos que están a la base de su propio pensamiento. Santo Tomás de Aquino asume la ética clásica añadiendo las virtudes sobrenaturales que se desprenden de la teología escriturística (cf. p. 81). Entre estas virtudes destaca las teologales que son la fe, la esperanza y finalmente la caridad que ordena a todas las demás. Con todo, la dimensión racional, filosófica, de su doctrina sobre las virtudes no se ve mancillada por este añadido que la supone, la asume y la eleva. Por esta misma razón, la ética de la virtud es central en su filosofía moral, pues es la consecuencia de la unión de las enseñanzas de Aristóteles y de San Agustín. Siguiendo de cerca al Estagirita, el Aquinate dirá: “Pertenece a la virtud humana hacer que el hombre y su obra sean conformes a la razón” (S.Th., II-II, q. 123, a. 1, c.)19. Nuestros autores destacan el enfoque teleológico del pensamiento ético de santo Tomás, que ellos comparten plenamente. La calidad moral de los actos deriva, en definitiva, de su relación con el fin de la vida siendo las virtudes disposiciones habituales para realizar dichos actos en conformidad con la razón. De ahí la importancia de la prudencia que dispone a la razón para encontrar el fin bueno de un acto. Así, la virtud tiene un lugar primario en la ética medieval porque “nos dispone a integrar las intenciones rectas, los pensamientos rectos y las acciones rectas” (VPM, p. 82).

Nuestros autores señalan con acierto que durante el Renacimiento y la Ilustración se produce un cambio de paradigma en el conocimiento que supone el rechazo de la metafísica y la exaltación de la ciencia empírica. Este cambio afecta al concepto de virtud y a su lugar en la filosofía moral. La ética de Locke, reconstruida en términos de derecho, contrato social e individualismo, tiene en su base la antropología “realista” de Hobbes. Frente al pensamiento de Hume, que explora el concepto de sentimiento moral innato, Kant adjudica a la razón un lugar central y relanza la antigua idea estoica de deber en términos de máximas morales. Para Bentham y Stuart Mill, no es el deber el que determina la calidad de los actos, sino las consecuencias. De esta transformación derivan diversos conceptos de virtud. Así, p. ej., para Hume, la virtud es una “cualidad mental […] aceptada o aprobada por todos aquellos que la consideran o contemplan”, mientras que para Kant es “la coincidencia del querer racional con cada deber firmemente asentado en el carácter” (p. 82). Subyace, en estos autores, la idea de que la ética es una disciplina ordenada a la determinación de la acción correcta y sus reglas, y a justificar el deber de cumplir acciones justas y de seguir reglas (cf. Abbà, 1989, p. 77). Junto con esta manera de abordar los problemas éticos, el respeto de Kant por la persona y el concepto de utilidad de Stuart Mill y Bentham están a la base de la ética de los principios, en la que se presta más atención al acto (regla) que a su agente (virtud). Esta concepción, desarrollada por Sidgwick y Ross, es la que predomina en la actualidad.

Por su influencia en la ética contemporánea, destacan, también, las corrientes anti-virtud presentes ya en los diálogos de Platón (cf. VPM, pp. 84s.). Un claro exponente de esta corriente es Maquiavelo, para quien las virtudes naturales y cristianas son contrarias al ejercicio del poder. La seguridad y el bienestar del Estado es la preocupación del príncipe que deberá, por tanto, ser cruel o magnánimo según las circunstancias. En sentido análogo, se destaca el pesimismo ético de Ayn Rand, la nueva ética de Engelhardt y Rie, en la que la beneficencia es sustituida por el interés propio, y el elogio que Mandeville hace de los vicios porque favorecen el progreso social. Pero el ataque más poderoso y sofisticado a las virtudes se encuentra en el pensamiento de Nietzsche para quien el superhombre se eleva por encima de la moralidad siendo la filosofía moral clásica una máscara de la voluntad de poder.

Llegando al final de su bosquejo histórico sobre la teoría de la virtud, nuestros autores afirman que, si bien dicha teoría ha tenido un enorme desarrollo, solo en los últimos años se puede hablar de un verdadero resurgimiento de su interés (cf. pp. 86s.). Destacan los aportes de Philippa Foot, Stanley Hauerwas y Carol Gilligan. Pero se refieren sobre todo a la reflexión de MacIntyre en su célebre obra Tras la virtud, quien ha puesto de manifiesto el vínculo entre las virtudes y la comunidad moral. Según el autor escocés, las virtudes son disposiciones necesarias para alcanzar los bienes internos a las prácticas comunitarias, disposiciones que sostienen, incluso, las identidades comunales y las tradiciones en las que cada uno logra su propia realización.

El capítulo culmina con la respuesta a algunas objeciones contra el intento de relacionar la teoría de las virtudes con la medicina, lo que constituye el objetivo principal de la obra. Contra la primera objeción que, desde un relativismo cultural, niega la evidencia de dicha relación, se responde que hay una referencia permanente (objetiva) de las principales virtudes médicas a la sanación. La segunda objeción tiene cierta razón al señalar que “la teoría de la virtud no puede mantenerse en solitario en una sociedad moderna, pluralista y laica” (pp. 89-90), por lo que se sostiene que las virtudes tienen que estar vinculadas con los principios y entre sí, en especial, con la prudencia. Frente a la objeción que hace innecesaria la virtud en una “medicina de extraños”, como la practicada, p. ej., en las actuales salas de emergencias, se afirma que, justamente por esa razón, deberíamos estar “más seguros de que las personas que nos tratan están determinadas [por su buen carácter] a nuestro bien y al objeto de la medicina” (p. 90). La última objeción, que hace referencia a la colaboración de los médicos en la Alemania nazi, pone nuevamente de manifiesto la necesidad de una formación en las virtudes acoplada a los principios. El condicionamiento cultural que tuvieron estos profesionales lleva a concluir que “solo una ética médica críticamente reflexiva y unos individuos autocríticos –y en posesión de un carácter bueno- pueden ofrecer alguna esperanza de que la historia no se repita” (pp. 92-93).


2.2. Virtudes, principios y deberes


Clarificado el concepto de virtud, Pellegrino y Thomasma estudian, en el siguiente capítulo, el vínculo entre virtudes, principios y deberes. En el origen de esta reflexión está la necesidad de alcanzar un equilibrio entre la ética basada en reglas o principios y la ética de la virtud. Si queremos superar una mentalidad meramente restauracionista, debemos comenzar por reconocer que una ética fundada en las virtudes no es suficiente para abordar de manera integral las complejas problemáticas de la ética médica. Baste con evocar la enorme dificultad de los dilemas planteados por los cambios que ha suscitado el desarrollo tecnológico en esta materia para caer en la cuenta de ello. Sin embargo, no es posible prescindir de la ética de las virtudes, porque el carácter del médico está en el corazón de la elección y de la acción moral. Esta es, sin lugar a dudas, una de las intuiciones mayores del libro:


Es el agente quien interpreta los principios, quien los selecciona para aplicarlos o para ignorarlos, quien los coloca en un determinado orden de prioridad y los moldea de acuerdo con su experiencia vital y la situación de cada momento (VPM, p. 96).


Por su parte, la ética basada en los principios tiene importantes limitaciones: los principios son demasiado genéricos, no están jerarquizados ni referidos a las grandes tradiciones morales, no son formulados desde una visión de género, etc. (cf. supra, 1.1). Las alternativas propuestas (la nueva casuística, la ética experiencial, narrativa o feminista, entre otras) tienen ciertas semejanzas con la ética de la virtud, porque ponen más énfasis en los agentes y las circunstancias. Aunque corren el riesgo de cierto subjetivismo y relativismo, estos enfoques pueden ser integrados a una ética de la virtud desarrollada, a su vez, como complemento de la ética de los principios (cf. VPM, p. 97).

Nuestros autores refieren, a continuación, algunos intentos insuficientes de integrar las virtudes y los principios en el análisis moral y en la toma de las decisiones (cf. pp. 98s.). Un buen ejemplo de ello es Kant, para quien es virtuosa la persona que actúa en conformidad con el imperativo categórico, principio moral supremo, perdiendo así de vista la dimensión de disposición subjetiva propia de la virtud. Una paradoja permite reconocer claramente hasta qué punto es necesario lograr una auténtica articulación entre virtudes y principios superando todo reduccionismo: se puede tener una buena comprensión de los principios y no saber aplicarlos correctamente o de manera fiable y, a la inversa, las personas de carácter pueden no estar al tanto de los principios o razonar sobre ellos de forma correcta, pero podemos confiar en que actuarán correctamente (cf. p. 99)20. La buena intención, asegurada por el buen carácter, no es suficiente para juzgar rectamente sobre la calidad de los actos en sus circunstancias concretas. En este sentido, los principios son puntos de referencia que permiten relacionar intenciones y actos concretos. Es claro que, para aspirar a una teoría moral más integral, es preciso establecer algunos vínculos o nudos conceptuales entre el deber, los principios y la virtud. Nuestros autores procuran hacerlo, aquí, en referencia al contexto particular de la ética médica.

Los principios son declaraciones o manifestaciones del bien y de lo correcto que se derivan de los fines y propósitos de la actividad médica centrada en la sanación. Los deberes, por su parte, son obligaciones concretas asumidas por quienes se dedican a la práctica médica y, por eso mismo, se comprometen con sus fines y con los principios que guían las acciones para alcanzar dichos fines. Para comprender mejor la diferencia entre principios y deberes, podemos decir que si la justicia pertenece al ámbito de los principios, los códigos de ética profesionales pertenecen al ámbito de los deberes (cf. Beauchamp y Childress, 1999, p. 4). Los deberes contribuyen, como marco objetivo, a consolidar un obrar orientado hacia los fines sobre los que se elaboran los principios. En fin, las virtudes son los rasgos de carácter por los que el agente se dispone a las elecciones que le permiten alcanzar esos fines. Las virtudes contribuyen desde adentro a consolidar el obrar bueno; confieren “poderes” para realizar las acciones médicas buenas (cf. VPM, pp. 99s.). Podemos ver así cómo se van concatenando o articulando los diversos componentes de la acción médica éticamente recta. En el punto de partida, está el tipo específico de interrelación humana que se produce entre el médico y el paciente, la cual permite reconocer los fines propios de su accionar. Estos fines, por su parte, dan sentido y fundamento a los principios de la ética médica que ponen de manifiesto lo bueno y lo correcto de modo universal. Los médicos, guiados por los principios, se encaminan hacia los fines propios de la sanación robusteciendo su obrar con las virtudes y los deberes. Mientras que los deberes son las obligaciones que les ofrecen un marco objetivo concreto, las virtudes son las disposiciones interiores que los movilizan para avanzar, dentro de dicho marco, hacia un obrar de excelencia.

Un principio moral es básicamente una guía para la acción. Nuestros autores desarrollan esta idea recurriendo al principio de respeto a la capacidad que tienen las personas de tomar sus propias decisiones (autonomía). Como guía de acción, este principio impone que actuemos del modo indicado por él. Ahora bien, podemos actuar así, observar el principio, y no tener aún la virtud correspondiente. En cambio, decimos que la persona es virtuosa en relación con el principio porque, aun si no ha tenido la oportunidad de llevarlo a la práctica, lo ha internalizado haciéndolo ya sinónimo de sus intenciones y está dispuesta a respetarlo de manera habitual y excelente. De ahí que la persona virtuosa no perciba al principio solo como un deber, como una obligación impuesta desde afuera, sino como parte de su propio carácter. La persona virtuosa practicará la virtud con una diligencia que aspira a la perfección evitando los grises del margen moral y que el criterio de su obrar sea lo mínimo obligatorio del deber o la aprobación de los otros (cf. 101)21.

En este vínculo entre virtudes y principios, la virtud de la prudencia juega un rol fundamental. Es el punto de encuentro entre la universalidad de los principios morales y la particularidad de la acción buena. El principio es la entidad moral más fundamental y universalizable. Deriva de la consideración de la acción moral en sus aspectos más fundamentales. Por su carácter genérico, debe ser siempre interpretado en su aplicación a los casos particulares. Aquí es justamente donde entra en juego la prudencia. Ella es, según la enseñanza clásica, la razón del agente para actuar, para elegir los fines y los medios concretos (cf. Basso, 1991, pp. 190-194; Pope, 2002, pp. 122-123). Las virtudes suponen una intuición de lo que es bueno. Pero hay también un componente racional que es dado justamente por la prudencia. Ella dispone de modo habitual a elegir lo que se debe hacer en un caso particular.

Pellegrino y Thomasma nos invitan a avanzar todavía más en la explicitación del vínculo de los principios con la virtud de la prudencia. Como declaraciones generales de aquello que guía a las personas buenas en su accionar, los principios proporcionan una regla de previsibilidad moral. Por eso, son un punto de referencia necesario para la elección de cualquier línea de acción. Pero no son suficientes, porque cada acto moral es particular por sus circunstancias concretas. La decisión moral involucra actos concretos, por lo que mira a la relación de unos fines, intenciones y circunstancias concretas con los principios. Pues bien, por la prudencia podemos llegar a lo bueno y a lo correcto ordenando los principios y los hechos concretos en los casos particulares. A través de ella, la ética de la virtud vincula los principios y las obligaciones a las circunstancias de nuestras vidas personales. Aquí podemos reconocer el sentido correcto que puede tener la expresión “moralidad personal”22 para nuestros autores y, de modo más amplio, la manera en que postulan un sano personalismo en materia moral en la línea del pensamiento de santo Tomás de Aquino. Entre los extremos de un subjetivismo emotivista y de un principialismo deshumanizante, la ética de la virtud vincula los principios y las obligaciones abstractas a las circunstancias concretas de la vida a través de la virtud de la prudencia (cf. VPM, p. 103).

Los deberes son declaraciones específicas de lo que es requerido por un principio o regla, a diferencia de lo que podemos desear hacer, pero no es obligatorio sino más bien supererogatorio (cf. pp. 103-104.). Fueron los estoicos los que definieron las virtudes en términos de congruencia con las leyes inmutables de la naturaleza. Esta perspectiva aparece en el ámbito de la revelación judeocristiana en referencia a la ley divina. Kant, por su parte, equipara el deber con un principio: la lógica suprema del deber está contenida en el imperativo categórico revelado intuitivamente por la voluntad racional. Para Hume, en cambio, el deber sería la obligación de actuar en conformidad con lo que está socialmente aceptado como una convención; la virtud, por su parte, se vincula a los motivos de los actos más que a los actos mismos. De un modo semejante a Hume, Beauchamp y Childress vinculan las virtudes, reglas y principios a través de la motivación (intención). Para superar la desorientación a la que podría llevar una ética de la virtud, proponen una correlación entre las virtudes y los principios ofreciendo una tabla de correspondencia que, a fin de cuentas, resulta un tanto artificial. La falta de un vínculo conceptual más preciso aparece con claridad en la distinción que establecen entre obligaciones derivadas, como la autonomía, e ideales de acción, como la compasión. Para explicitar aún más estas inconsistencias, Pellegrino y Thomasma examinan algunas virtudes médicas en particular. Tomando a la benevolencia como ejemplo, muestran que no está vinculada necesariamente a la beneficencia como suponen Beauchamp y Childress. En efecto, en un acto de beneficencia motivado por el temor a las represalias, no está presente la virtud de la benevolencia aunque se respete el principio correspondiente.

Podríamos distinguir, finalmente, tres formas de vincular las virtudes a los principios y sus teorías de fondo (cf. pp. 106s.). En la primera, los principios desplazan a las virtudes, pues estas son añadidas después del establecimiento de la corrección moral de un acto mediante alguna teoría o método de análisis. Este último sería el campo de la ética, mientras que en aquel intervendrían los educadores, los políticos, los psicólogos, etc. La motivación es inculcada por medios como la aprobación de leyes o la oferta de incentivos. Esta forma de vinculación “por añadido” comporta una separación entre la teoría y la virtud, por lo que se opone a la vinculación “por mediación”. En esta, cuando se presenta un conflicto entre principios (p. ej., entre autonomía y justicia), la persona virtuosa puede encontrar la manera de aplicarlos, mediar entre ellos, por la internalización del bien propuesto en ellos. Esta internalización comporta una apropiación de la verdad a nivel cognitivo, volitivo y sensible. Lo razonado exige que vinculemos lo que pensamos, lo que hacemos y lo que sentimos. La tercera forma de vinculación entre teoría y virtud comporta una sustitución en la que la internalización desplaza por completo a los principios y a las normas. Si en la primera se separan virtudes y principios, en esta última los principios desaparecen.

En realidad, las virtudes necesitan de los principios porque en materia moral no existen certezas absolutas y no todos tienen el mismo nivel de desarrollo moral. En una comunidad se requieren reglas morales para establecer una expectativa de mínimos orientada a todos. Así pues, las virtudes y los principios están interrelacionados. Por eso, si poseemos de verdad la virtud de la justicia, tendremos la voluntad de dar a cada uno lo suyo; pero tendremos también el conocimiento de cómo aplicar las reglas que evitan la violación de este orden. Mediante la virtud, el agente enlaza de una manera interna con lo bueno y lo correcto que es propuesto por el principio, lo internaliza apropiándoselo. Así, a través del entrenamiento, del hábito y de la elección consciente, todo su comportamiento es progresivamente modelado por lo bueno y lo correcto que le es propuesto por los principios. Por este camino, las virtudes aparecen como disposiciones para aplicar la regla moral a las circunstancias concretas. De ahí que sin un agente que ponga en acto la virtud, ninguna regla moral, por exigente que sea, modificará los comportamientos. En cambio, cuando aquello sucede se produce, a la vez, un refinamiento y un desarrollo de los principios morales.


2.3. La medicina como comunidad moral


El capítulo siguiente se presenta como una densa y extensa reflexión referida a los modos en que la medicina funciona como una comunidad moral que en sus interrelaciones contribuye a dar forma tanto a los fines de la sanación como a los medios por los que dichos fines emergen en las acciones virtuosas (cf. p. 39s.). Se intenta, de este modo, poner de manifiesto que “la interacción entre las virtudes y los principios se basa en el fundamento común de ambos en la comunidad y sus valores” (p. 113)23. Esta afirmación nos permite intuir la razón del paso hacia este desarrollo, luego del estudio de la noción de virtud y de su relación con los principios. La profesión médica como comunidad moral sostiene la práctica de las virtudes, la vigencia de los principios y la articulación de principios y virtudes en el cuidado de los enfermos. La idea de la medicina como comunidad moral es el frontispicio de la etapa ética del pensamiento de Pellegrino. De su seno emerge, a través de la idea de profesión tomada en su sentido clásico, la fuente natural de su pro­pia eticidad, a la que denominó “moralidad interna” (cf. De Santiago, 2014a, pp. 45s.; Brussino, 1997, pp. 55s.). Esta concepción implica para el médico el esfuerzo de situarse existencialmente como miembro de esta comunidad gozando de sus beneficios y cumpliendo con las obligaciones que emanan de esta pertenencia. Pero, sobre todo, implica el desafío de reconocer que “la medicina es, en su corazón, una empresa moral” (Pellegrino, 1978), que el colectivo médico es esencialmente un colectivo ético, una comunidad moral. Quienes practican la medicina son, de hecho, miembros de una comunidad moral; están unidos por el conocimiento médico y los preceptos éticos, y tienen, por consiguiente, obligaciones morales individuales y colectivas de proteger el bienestar de los pacientes (cf. VPM, 2019, p. 115).

Con el objetivo de poner de manifiesto la importancia que tiene para el médico su pertenencia a una comunidad moral, los autores parten del dilema fundamental de la ética profesional actual. Este dilema consiste en que la medicina intenta conciliar dos órdenes opuestos, uno basado en la primacía de su pacto con el paciente y otro basado en el ethos del interés propio. Mientras que muchos médicos quieren permanecer fieles a la primacía del bienestar del paciente de la ética médica tradicional, otros no ven la razón por la que deban estar sujetos a un estándar de conducta ética más exigente que el de los otros. Estos últimos creen, incluso, que la “ciudadela de la ética” ya ha caído y que los que se resisten a los cambios se ven impotentes, solos y abandonados por la profesión. Para resolver este dilema debemos superar la concepción del gremio que solo defiende sus intereses y recurrir a la idea de la profesión como una comunidad moral, que utiliza su poder para oponerse a las fuerzas que erosionan la integridad profesional y que apoye a los médicos que se atreven a seguir los estándares tradicionales del comportamiento ético.

Esta temática es desarrollada en cuatro ejes reflexivos. Los dos primeros estudian la profesión como comunidad moral desde el punto de vista histórico y filosófico. El tercero está consagrado a las implicaciones prácticas, mientras que el cuarto busca determinar por qué ser médico marca una diferencia moral. Se mencionan, pues, en primer lugar, distintos modelos de comunidad ética a lo largo de la historia, todos con su parte de verdad, pero insuficientes, que subsisten en forma de remanente en la conciencia profesional colectiva (cf. pp. 115s.). El modelo hipocrático reconoce las responsabilidades mutuas y colectivas de los médicos, aunque no hace referencia a las obligaciones del médico con la sociedad. El modelo estoico defiende la benevolencia hacia todo ser humano, pero desconfía de las instituciones. El modelo cristiano asume el cuerpo del juramento hipocrático y, aunque excluye las oraciones iniciales que acentúan el carácter reservado y elitista del gremio, refuerza la idea de comunidad moral por el principio de la caridad. El modelo más influyente es una forma atenuada del modelo caballeresco que floreció en Inglaterra en el siglo XVIII. Aunque el médico formaba parte, entonces, de una comunidad de privilegios que le daba seguridad, cargaba, más que en épocas anteriores, con la responsabilidad de determinados problemas socialmente importantes (p. ej., la salud de los trabajadores). Con todo, este modelo mantenía, a la vez, un aura de privilegio y de condescendencia.

En la actualidad muchos factores como la especialización, la falta de atención a las obligaciones colectivas, el pluralismo moral y el ánimo de lucro, debilitan la idea de la medicina como comunidad moral (cf. p. 118). Por lo demás la variedad de roles asumidos por los médicos (empresario, científico, proletario, etc.) los arrastra a comunidades distintas de la sanadora y esta última se puede expresar incluso de manera distorsionada. Es difícil encontrar una voz profesional colectiva que hable por el paciente y definir el contenido común de la ética médica.

Desde el punto de vista filosófico, la idea de medicina como comunidad se basa en tres pilares (cf. pp. 119s.; De Santiago, 2014a, p. 47). El primero es la naturaleza de la enfermedad que deja vulnerable al paciente, lo obliga a confiar y, en forma de reclamo moral de ayuda, forja el vínculo con el médico. El segundo es la naturaleza no patentada del conocimiento médico, es decir, del conjunto de su formación profesional, cuyo monopolio está legitimado en vistas a garantizar que la sociedad disponga de una dotación ininterrumpida de personal médico capacitado24. El tercer pilar es el mismo juramento que el médico presta en su graduación, una promesa en la que reconoce la trascendencia de su vocación prometiendo usar su competencia en beneficio del paciente. Estas tres realidades generan un fuerte vínculo moral y una responsabilidad colectiva. Ellas chocan con la concepción ética de la medicina que favorece el interés propio y la adaptación a lo que la sociedad demande.

¿Cuáles son las implicaciones prácticas de estas reflexiones? (cf. VPM, pp. 122s.). Ante todo, los médicos deben tomar conciencia de que parte del deterioro moral que los afecta procede de ellos mismos, por no reconocer del todo el carácter propio de la actividad a la que se dedican. En razón de lo que exige el cuidado de los enfermos, los médicos están comprometidos a un nivel de beneficencia que va más allá de los requisitos mínimos de la ley. Siempre que sea éste el motivo de su actuar, pueden prevalecer contra cualesquiera prácticas y políticas poco éticas y ganar el apoyo social. En realidad, ellos poseen un enorme poder moral cuando asumen su responsabilidad de ser los defensores de los enfermos por delegación de la sociedad. La soledad del médico que resiste a la decadencia moral actual es una acusación a toda la profesión, como una prueba en contrario de la importancia que tiene la comunidad ética. Por lo demás, para tener una actitud crítica ante los desafíos actuales y restringir la búsqueda desordenada del interés propio, los médicos necesitan una mejor formación ética en su campo.

A pesar de que asistimos a una profunda revolución en lo que concierne a la ética médica en su significado social, es posible hoy ser un médico ético en una profesión ética. Para ello, los médicos deben afirmarse como una verdadera comunidad moral que reconoce su responsabilidad para apoyar a los miembros que son atacados por su integridad ética, para rechazar a los que son infieles a los lazos (principios, deberes, etc.) que los unen a dicha comunidad y para defender la causa los enfermos. Cuando los profesionales de la salud se sienten abrumados o asediados, tienen que pensar si han sido completamente fieles a sus obligaciones morales colectivas. Si asumieran comunitariamente el poder moral que poseen, podrían neutralizar e incluso revertir las fuerzas que erosionan la profesión (legitimación del ánimo de lucro, cambio de roles, etc.). Para ello, la profesión debe admitir sus propios errores y asumir el liderazgo en un terreno que les dará el crédito necesario ante la sociedad, el del interés de los pacientes. En suma, los médicos deben elegir entre dos mundos: uno regido por las virtudes, las reglas de la ética y la preocupación por el paciente, y el otro por las reglas de la política, la economía y el interés propio.

Antes de responder, por separado, a las preguntas sobre la diferencia que marca el hecho de ser médico y de ser médico virtuoso25, nuestros autores vuelven sobre la descripción de las razones de su urgencia (cf. pp. 126s.). Asistimos a una profunda transformación del clima moral en la práctica médica (cf. Torres León, 2011). Los distintos sectores de la sociedad (pacientes, políticos, especialistas en ética, etc.) buscan imponer concepciones de los deberes médicos en radical desacuerdo con la ética tradicional. Además, los médicos deben enfrentar estos interrogantes en un contexto en el que el pluralismo moral o el amoralismo están al orden del día, y en el que las cuestiones centrales de la vida humana han sido arrancadas de sus fundamentos religiosos convirtiéndose en nuevas oportunidades para una suerte de prestidigitación tecnológica. Pareciera, así, que los médicos están justificados en su confusión y en su tendencia a amoldarse a lo que la sociedad les exige para proteger su propio interés.

Con todo, la respuesta a la pregunta sobre el estándar superior de comportamiento moral exigido a los médicos es afirmativa (cf. VPM, pp. 128s.; De Santiago, 2014a, p. 48). Pero los imperativos morales de la profesión no provienen de algo exterior a ella, como los códigos deontológicos, el ambiente cultural o una determinada tradición compartida, sino que están esencialmente vinculados a la acción de la sanación y, por consiguiente, a la relación clínica que se fundamenta en dicha acción. De hecho, en esta relación se observan los cinco rasgos distintivos que proporcionan los imperativos morales:

1. La vulnerabilidad del enfermo y la consiguiente desigualdad de su relación con el médico, lo que impone obligaciones morales para este último;

2. La naturaleza fiduciaria de la relación: el enfermo no puede evitar exponerse y revelar su intimidad, y lo hace ante quien se ha comprometido públicamente a ayudarlo y posee el conocimiento idóneo para hacerlo;

3. La naturaleza de las decisiones médicas que combinan lo técnico y lo moral;

4. El sentido o finalidad social del monopolio del conocimiento médico;

5. La complicidad moral del médico respecto de lo que se hace para el bien del paciente, como salvaguardia final de su bienestar.


Consiguientemente, la segunda pregunta planteada recibirá una respuesta afirmativa (cf. VPM, pp. 132s.): es posible ser un médico virtuoso si se reconocen las cinco características que proporcionan a la medicina sus imperativos morales y se cultiva el ideal de una comunidad moral. Como no es suficiente una ética de las virtudes sin una ética de los principios, tampoco es posible vivir una y otra de manera aislada. Los testimonios de la conciencia que la profesión médica tiene de la idea de comunidad moral son elocuentes. Podemos nombrar, entre otros, la obligación de tratar a los pacientes con HIV (no tan evidente en los años 90 como ahora) o la actualización de los códigos éticos son buenos ejemplos de ello. Aunque resta mucho para que se visualice y se respete el espectro completo de las obligaciones colectivas, sabemos cuál es el camino para lograrlo: recurrir, ante todo, a la naturaleza misma de la relación de sanación que lleva a poner en segundo plano el propio interés en pro del bien del paciente.

Cuando existe una comunidad médica virtuosa, todos los médicos se ven afectados por las virtudes y los vicios de los colegas. Los médicos pueden hacer muchas cosas para movilizar de modo colectivo el poder moral de la profesión. Deben comenzar por examinarse a sí mismos y reconocer su propia responsabilidad en el declive actual de los cuidados médicos. La restauración de la imagen de su integridad moral vendrá detrás de una verdadera superioridad moral, lo que supone actuar, ante todo, sobre lo que ocurre dentro de la profesión y no sobre fuerzas externas que la asedian. Si los médicos son fieles al objetivo central de la medicina, no sus privilegios y sus ingresos sino el cuidado y la cura de los enfermos, tendrán a la opinión pública de su lado y podrán combatir lo que inquieta sus conciencias a causa del comportamiento de sus colegas o de su entorno social.

Hay una variedad de esfuerzos que una medicina organizada puede realizar en defensa de la profesión. En líneas generales, las propuestas que, en este sentido, hacen nuestros autores para la realidad de los EEUU a inicios de los años 90, siguen teniendo validez para nosotros. Entre otras cosas, la profesión médica debería recopilar los datos necesarios para convencer al público y a los legisladores de que el mercado libre y la comercialización de la medicina son indeseables y perjudiciales para el bienestar de los enfermos; resistir frente a la aceptación acrítica de la idea de que es necesario el racionamiento de los cuidados de salud; cooperar con los esfuerzos para eliminar los honorarios excesivos con un programa de tarifas y un sistema de compensación de escala relativa. En definitiva, la profesión debería recuperar su liderazgo moral y potenciar su habilidad política para administrar el enorme poder que dicho liderazgo le da en la sociedad, en orden a reevaluar sus valores. Debería comenzar por preguntarse ¿qué valor está implicado en ese poder? Por este camino, podría promover la cooperación de las distintas fuerzas de un país (individuos, colectivos, empresarios, legisladores, etc.) para ordenar sus prioridades de modo que pueda disponer de una atención médica de calidad para todos.


2.4. Los fines de la medicina y sus virtudes


Pellegrino y Thomasma comienzan el último capítulo de la sección teórica de su obra preguntándose si es posible determinar, en el actual contexto de pluralismo moral y cambio continuo, ciertos fines que pudieran funcionar como el telos (finalidad última) de la medicina moderna y como base de las virtudes propias de los médicos (cf. pp. 44-45; 139s.). A la luz de los desarrollos previos, podemos reconocer mejor porqué se trata ahora esta temática. La explicación diacrónica del concepto de virtud había derivado en una reflexión sobre el vínculo entre virtudes y principios que responde a la problemática del momento, a saber, el surgimiento de la teoría de las virtudes en un contexto donde impera el principialismo. Dicha reflexión se extiende hacia atrás y hacia adelante: hacia atrás, por la referencia a la temática de la comunidad moral que sostiene o da un soporte institucional adecuado a los principios y a las virtudes de la profesión; hacia adelante, por la consideración de los fines de la relación médico-paciente, que dan su sentido último a las virtudes y a los principios. La comunidad moral y, sobre todo, los fines, explican la interrelación entre principios y virtudes en la actividad médica. Podemos representar esta visión de conjunto de la parte teórica del libro en el siguiente gráfico que sitúa, en la base, la comunidad moral y en la cúspide, el fin principal, el bien integral del enfermo. Los médicos encuentran en su comunidad moral los principios y las virtudes que les permitirán realizar adecuadamente la acción de sanar desde la que se explica su relación con el enfermo:



Fin = bien integral del enfermo


Sanación: relación médico-paciente

Principios Virtudes




Comunidad moral


Los continuos cambios en la sociedad provocan cambios en la moralidad interna de la profesión con los problemas que esto trae aparejado. Por lo demás, cuando la cultura se vuelve más pluralista, se erosiona la base moral de muchos presupuestos morales, lo que provoca reacciones antitéticas. Incluso dentro de la medicina como comunidad moral, existen tradiciones de investigación moral que difieren profundamente entre sí. Pero el problema más acuciante es que el pluralismo moral cambia constantemente. ¿Podemos afirmar, en este contexto plural y cambiante, la existencia de finalidades comunes y permanentes que estén a la base de las virtudes médicas? La respuesta a esta pregunta comienza con un acercamiento a la relación médico-paciente muy diferente al del principialismo (Thomasma, 1990, pp. 247-248; Brussino, 2001, pp. 43-58; De Santiago, 2016, pp. 42-45). Lo que tenemos en este último es una aproximación externa por la aplicación de un sistema filosófico previo, no derivado de dicha relación. Frente a esta perspectiva externalista, se propone un acercamiento desde adentro, que arranca con los fenómenos propios de la actividad médica y los capta de manera filosófica, es decir, crítica, formal y sistemática, sin asumir los contenidos de una determinada teoría filosófica. En efecto, este enfoque internalista consiste en examinar la relación médica haciendo derivar de ella, más precisamente, de sus fines, las exigencias éticas así como los principios y las virtudes requeridas (cf. VPM, pp. 141s.). La relación que surge de las acciones del médico y del enfermo impone por sí misma obligaciones o deberes que se observan gracias a una prudente combinación de principios y virtudes. Las decisiones y acciones de ambos son buenas y correctas en la medida en que, cumpliendo dichas obligaciones con la prontitud y facilidad dada por las virtudes y bajo la guía de los principios, persiguen los fines propios de la relación clínica.

En un primer acercamiento, los fines aludidos se reconocen con facilidad si se atiende a aquello que da origen a dicha relación, la necesidad que tiene el paciente del auxilio del médico y la acción consiguiente de este último. Según esto, los fines de la medicina son la restauración y la mejora de la salud: curar al paciente y, cuando esto no es posible, cuidarlo y ayudarlo a vivir con la incomodidad o la discapacidad. Ahora bien, en cada una de las decisiones a adoptar para lograr estos fines se realiza una fusión de elementos técnicos y morales. Si se tratara solamente de la corrección técnica, el principal principio de la moral médica sería la competencia. Pero afirmar esto sería no tener presente que los sujetos a los que afectan dichas decisiones son seres humanos particularmente vulnerables. Ellos deben confiar, no sólo en la competencia del médico sino en que la utilizará para su bien como pacientes; un bien que, por lo demás, va más allá del bien estrictamente médico26. Así considerado, el bien del paciente proporciona la arquitectura, la piedra fundamental de la relación de sanación que da sentido a los principios. Por eso es tan importante, en el pensamiento de nuestros autores, la beneficencia. Entendida como la disposición continua a obrar el bien del otro27, la beneficencia ya no es un requisito del sistema filosófico aplicado a la medicina desde fuera, como sucede en el principialismo, sino algo requerido por la propia naturaleza de la actividad médica. Dado que el fin de la medicina es procurar el bien del paciente, no puede ser puesta en práctica sin una actitud benéfica. Lo mismo sucede con los otros principios, el de autonomía (respeto de los valores del paciente) y el de justicia (fidelidad a su confianza), y con las obligaciones propias de la profesión (confidencialidad, honestidad, etc.). Contradecir estos principios y obligaciones es atentar contra la naturaleza de la relación médica.

Las obligaciones de los médicos, reflejadas en los códigos deontológicos, derivan de la promesa de proporcionar ayuda competente, una promesa que ellos hacen al momento de su graduación y que está en el corazón de la relación médica. Pues bien, esta promesa se refiere directamente a la obligación de beneficencia, obligación principal que unifica la teoría de la ética médica. Se trata propiamente de una “beneficencia en la confianza” que fusiona el respeto por la persona del paciente (autonomía) con la doble obligación de prevenir o eliminar el daño (no maleficencia) y de hacer el bien (beneficencia). Hacer el bien es la obligación principal del médico incluso si implica algún coste o riesgo propio28. Desde este acercamiento, los cuatro principios se derivan de las obligaciones asumidas libremente para ayudar al enfermo y, en particular, de la obligación de beneficencia. Surgiendo de la relación médico-paciente, las obligaciones proporcionan una base teórica interna que no encontramos en la teoría principialista. La beneficencia en la confianza, que es la primera obligación y el principio ordenante, es también la finalidad primaria de la relación de sanación. Por fluir de obligaciones basadas en el carácter especial de la relación médica, los principios no son una mera lista de verificación de consideraciones del discurso ético, sino que tienen un poder moral vinculante.

El enfoque centrado en la beneficencia se esclarece aún más en su confrontación con el enfoque centrado en la autonomía (cf. pp. 144s.; Thomasma, 1990, p. 251). La perspectiva de la autonomía ha ganado el primer plano en la ética médica gracias al drástico cambio que han sufrido en las últimas décadas los estándares de conducta ética que rigen la relación médico-paciente. En esta perspectiva, el centro de gravedad está puesto en el paciente siendo el médico un mero garante de su autodeterminación. Cada faceta de la atención médica, incluida la solicitud de no reanimación, se interpreta como un derecho moral y civil del enfermo, y se cuenta con que los doctores lo respetarán. Entre las fuerzas que causan este cambio se menciona el pluralismo moral, la desconfianza en la autoridad, la expansión del poder médico por la tecnología, etc. En esta transformación, ha tenido un rol destacado la influencia del análisis filosófico formal sobre las temáticas de la ética médica, en particular, gracias a la publicación del célebre libro de Beauchamp y Childress.

No cabe duda de las bondades que comporta la afirmación de la autonomía tanto dentro como fuera de la medicina. Ella exige la protección de los valores morales y personales de cada individuo, en especial, ante el enorme poder que ejerce el conocimiento experto sobre las decisiones privadas y públicas en las sociedades industrializadas. El principio de autonomía combate el dominio histórico del autoritarismo benigno (paternalismo) asegurando que el paciente pueda elegir entre las diversas alternativas de tratamiento y obrar en consonancia con sus valores y creencias morales. Sin embargo, el énfasis puesto en la autonomía ha fomentado la aparición de modelos de relación médico-paciente profundamente divergentes con los tradicionales, como el modelo del consumidor, en el cual el cuidado de la salud es una mercancía, y el del contrato negociado, en el que cualquier curso de acción es válido si es acordado29. En estos modelos, la relación médico-paciente es instrumental y de procedimiento, es legalista y solo exige un mínimo de compromiso y de confianza. Examinándolos de cerca, son ilusorios e incluso peligrosos, en especial, por la desigualdad (asimetría) que existe entre las partes, la vulnerabilidad del paciente y el poder multiforme del médico.

En realidad, la salvaguarda de la autonomía no se realiza con su absolutización, que fomenta la desconfianza, sino vinculándola con los principios de beneficencia y de justicia, y con la teoría de ética médica basadas en las virtudes y en la experiencia. Lo que ha sucedido, en cambio, es que la autodeterminación del paciente se ha resuelto en oposición polar a la beneficencia gracias a la identificación de esta última con el paternalismo que dispensa el conocimiento médico sin interferencia del paciente. Pero todo médico de bien reconoce que una violación de la propia percepción del paciente sobre su bienestar nunca puede ser un acto benéfico. La auténtica beneficencia se encuentra en una relación polar con el paternalismo, porque busca el bien del paciente, un bien que va más allá del bien médico centrado en la restauración del funcionamiento fisiológico y del equilibrio emocional. Desde esta concepción integral del bien del paciente aparece la congruencia de la beneficencia con la autonomía que, en la jerarquía de bienes, se encuentra entre los catalogados como bienes de los humanos en cuanto tales, porque “sin libertad y sin capacidad de tomar decisiones sobre nuestras propias vidas […], no podemos expresar por completo nuestra humanidad” (VPM, p. 148).

Nuestros autores cierran el capítulo volviendo sobre una idea central de toda la primera parte del libro. El enfoque de los principios prima facie, entre los que se encuentran el de beneficencia y el de autonomía, tiene una serie de bondades que no pueden ser cuestionadas (cf. pp. 149s.). Baste con decir que ha situado todo el proceso de toma de decisiones morales sobre una base más ordenada, menos idiosincrática y más explícita. Pretender sustituir este enfoque por otros como el de la virtud, los experienciales o feministas, puede conducir a al subjetivismo, al emotivismo y al egoísmo. Sin embargo, no se puede seguir sosteniendo una ética basada exclusivamente en los principios. Esta última ha demostrado ser demasiado abstracta y carecer de una teoría moral que vincule dichos principios impidiendo así que haya una guía unificada para la acción. Una solución superadora tendría que avanzar en dos líneas fundamentales: retener el principialismo complementándolo con ideas de otras teorías éticas y fundamentarlo mejor en los fenómenos de la relación médico-paciente. A pesar de los cambios culturales, este vínculo sanador sigue siendo el objetivo final de la profesión, que ha dado origen a las virtudes características de la profesión, como la beneficencia en la confianza y la compasión, la integridad y el desprendimiento.


Conclusión. Virtudes y principios éticos de la medicina

para el bien integral del enfermo


Convencidos del gran provecho que puede tener la lectura de la nueva versión española del libro Las Virtudes en la Práctica Médica de Pellegrino y Thomasma, tanto para los médicos como para el gran público cada vez más interesado por las problemáticas de ética médica, hemos querido detenernos en el estudio de su primera parte, que ofrece la fundamentación teórica de la ética de las virtudes. Reconociendo lo difícil que puede resultar para un lector interesado pero lego el esfuerzo en entrar en temáticas tan complejas como importantes, nos pareció conveniente ofrecer, en una primera sección, tres acercamientos convergentes a esta parte del libro que pueden ser útiles también como introducción a toda la obra. El primero nos permitió identificar y exponer el principialismo, la teoría de ética médica más relevante desde los años ochenta, que se propone resolver los dilemas éticos y definir la conducta correcta de médicos y pacientes recurriendo a la conocida tétrada de principios prima facie. A pesar de sus deficiencias cada vez más manifiestas, no cabe duda de que esta teoría ha ofrecido importantes beneficios a la práctica médica contemporánea. La falta de un soporte filosófico más consistente y de una adecuada jerarquía entre estos principios, dio lugar a cierta absolutización del principio de autonomía en consonancia con la transformación sociocultural que se ha verificado desde fines de los años sesenta. Con el segundo acercamiento, hemos podido reconocer la etapa del pensamiento escrito de Pellegrino en la que se inscribe este libro. La obra se sitúa hacia el final de la etapa moralista suscitada por una búsqueda del antídoto contra la decadencia de los valores de la profesión médica. Sin el menor ánimo restauracionista, Pellegrino busca recuperar y profundizar las riquezas de la teoría clásica de las virtudes, en la línea de la reflexión que lidera MacIntyre, abriéndose críticamente a los aportes de las teorías éticas actuales y manteniendo su discurso en un plano secular o filosófico. El tercer acercamiento es una presentación de conjunto del libro, sus partes y sus capítulos, que nos ha permitido reconocer mejor el significado de la parte teórica. En ella, antes del estudio de las virtudes médicas en particular, realizado en la segunda parte, se esclarece la naturaleza de estas líneas operativas convergentes de la acción buena y correcta, y se la pone en relación con los principios y las reglas, con la profesión como comunidad moral y con sus fines. Algunas temáticas que aparecen allí poco más que sugeridas o con un desarrollo inicial, son profundizadas en la tercera parte a modo de corolarios.

Con el estudio analítico y crítico de los contenidos de la primera parte hemos podido reconocer mejor su estructura y su propósito. Este estudio nos ha permitido también desplegar, esclarecer o desarrollar, algunas de las temáticas mayores de sus cuatro capítulos. En el primer capítulo, se ofrece una explicación del concepto de virtud desde una perspectiva histórica. En orden a una mirada de conjunto, importa tener presente aquí, ante todo, la enseñanza aristotélica seguida de cerca por Pellegrino y Thomasma. Para Aristóteles, la virtud es la disposición del carácter de la persona que la hace buena permitiéndole obrar el bien. De las tres raíces de los actos virtuosos, el conocimiento del bien, su elección y el buen carácter, esta última es ciertamente la principal. Por las virtudes el bien no es solo reconocido sino también elegido y realizado. Consideramos que el malestar de nuestros autores con la idea aristotélica de término medio debe ser interpretado en relación con su rechazo de la mediocridad legalista que mira como supererogación la búsqueda de la excelencia propia de la virtud. Se señala, finalmente, el aporte del pensamiento de MacIntyre al concepto aristotélico de virtud. Para el autor escocés, las virtudes son disposiciones necesarias para alcanzar los bienes internos a las prácticas comunitarias, que sostienen las identidades comunales y las tradiciones en las que cada uno logra su propia realización.

En el capítulo segundo, se desarrolla una profunda reflexión sobre el vínculo entre las virtudes, los principios y los deberes que apunta, ante todo, a rectificar y complementar la teoría de los principios. Hay una distinción de planos supuesta en dicha reflexión: mientras que los principios y los deberes son declaraciones del conocimiento, las virtudes son disposiciones del carácter. Los deberes son declaraciones específicas de lo que es requerido mínimamente por un principio o regla. Estas obligaciones, asumidas libremente por los médicos, contribuyen como un marco para consolidar su obrar direccionándolo hacia los fines de la actividad médica. Los principios, por su parte, son declaraciones o manifestaciones del bien y de lo correcto que se derivan de los mismos fines. Por eso mismo, son una guía de acción que impone su observancia. Al seguir estos principios, ciertamente estamos cumpliendo con nuestro deber. Pero este cumplimiento será virtuoso solo cuando proceda de una persona que los ha internalizado como parte de su propio carácter y que está dispuesta a respetarlos de manera habitual y excelente. A través del entrenamiento, del hábito ya adquirido y de cada elección consciente, todo el comportamiento de la persona es progresivamente modelado por lo bueno y lo correcto que le es propuesto por los principios y los deberes. A esta apropiación subjetiva de los principios realizada por las virtudes, contribuye la obra propia de la virtud de la prudencia que consiste en la vinculación de los principios y los deberes con las circunstancias concretas. La prudencia aparece, así, como el punto de encuentro entre la universalidad de los principios morales y la particularidad de la acción buena.

La razón de consagrar el tercer capítulo a la temática de la medicina como comunidad moral no es explicitada inmediatamente por los autores, pero se puede colegir muy bien de lo dicho a propósito del concepto de virtud, así como del conjunto de los desarrollos de este capítulo. Para concebir a la medicina de este modo es preciso superar la mentalidad de gremio y luchar contra otros factores disgregantes, como la falta de atención a las obligaciones colectivas y la tentación de asumir roles diversos al de la profesión. Una verdadera comunidad moral médica defiende, ante todo, la causa de los enfermos, apoya a los miembros que son atacados por su integridad ética y rechaza a los que son infieles a los lazos que los unen a dicha comunidad. Tres son los pilares que sostienen, desde el punto de vista filosófico, el vínculo moral y la responsabilidad colectiva que explica la existencia de esta comunidad: la naturaleza de la enfermedad, la naturaleza no patentada del conocimiento médico y el juramento médico. Algunos de estos conceptos centrales son recuperados en la explicación de la necesidad de un estándar superior de comportamiento moral. En efecto, dicho estándar se fundamenta en la relación de sanación que tiene como rasgos distintivos la vulnerabilidad del enfermo, la naturaleza fiduciaria de la relación, la naturaleza de las decisiones médicas, la finalidad social del monopolio del conocimiento médico y la complicidad moral con el paciente. Estas cinco características proporcionan a la medicina sus imperativos morales. Queda mucho por hacer para que se visualice y se respete el espectro completo de las obligaciones colectivas propias de una comunidad moral médica. Los profesionales médicos deben comenzar por reconocer su propia responsabilidad en el declive de los cuidados médicos y restaurar su propia integridad moral buscando siempre los máximos morales con un desempeño de excelencia. La misma profesión deberá recuperar su liderazgo moral y potenciar su habilidad política para administrar el enorme poder que dicho liderazgo le da en la sociedad, en orden a reevaluar sus valores y sus metas. Esto será posible sólo si los médicos, individualmente y como colectivo, son fieles al objetivo central de la medicina, el cuidado y la cura de los enfermos. Si logra este cometido, la medicina llegará a ser un modelo y una inspiración para las demás profesiones.

El último capítulo de la parte teórica del libro está consagrado al estudio del tema capital de los fines de la medicina. Se explica allí, ante todo, que la teoría de la virtud descubre y explora dichos fines tomando como punto de partida los fenómenos propios de la actividad médica captados de manera filosófica, haciendo derivar de allí las exigencias éticas, los principios y las virtudes de la profesión. Las decisiones y acciones son buenas en la medida en que se buscan los fines que se hacen manifiestos en la misma relación médico-paciente. Estos fines son básicamente la restauración y la mejora de la salud. Para alcanzarlos es importante, ciertamente, la competencia del profesional. Pero esta competencia se ordena, en última instancia, al bien del enfermo, bien que comprende todas las dimensiones de su persona. Así considerado, el bien del enfermo es la piedra fundamental de la relación clínica. De la misma naturaleza de la actividad médica brota, pues, el principio de beneficencia y, a través de él, los demás principios y obligaciones de la profesión. Se trata, en rigor, de una “beneficencia en la confianza” que incluye, por una parte, el respeto por la persona del paciente y, por otra, la obligación de prevenir o eliminar el daño y de hacer el bien. La beneficencia es la primera obligación y el principio ordenante de la acción que sustenta la relación de sanación. Por fluir directamente de los fines de esta relación, tanto la beneficencia como los otros principios y reglas, dejan de ser simples parámetros prima facie y pasan a tener un poder moral vinculante. Por el contrario, en el enfoque centrado en la autonomía, en auge en la ética médica contemporánea, el médico pasa a ser un mero garante de la autodeterminación del paciente, de modo tal que cada faceta de la atención médica se interpreta como un derecho moral y civil del mismo. Sin dejar de reconocer las bondades de este enfoque, se constata que el énfasis puesto en la autonomía ha fomentado la aparición de modelos legalistas que no dan lugar más que a un mínimo de compromiso y de confianza, y que pueden ser peligrosos por la natural asimetría entre las partes. La absolutización de la autonomía, supuesta en estos modelos, ha sido favorecida por su oposición a la beneficencia erróneamente identificada con el paternalismo. Desde la perspectiva de la beneficencia en la confianza, propia de la teoría de las virtudes, el médico reconoce que una violación de la percepción del paciente sobre su bienestar nunca es un acto benéfico.

Esta revisión conclusiva de la primera parte del libro, a la vez que pone de relieve la profundidad y la consistencia de este proyecto de ética de las virtudes en medicina, nos permite ofrecer un panorama sintético del sentido que tiene la disposición de los cuatro capítulos que la conforman. El enfoque teleológico clásico domina claramente el pensamiento de los autores desde el principio. En el campo de la ética médica, el tema de la finalidad tiene una poderosa fuerza ordenadora porque aflora directamente del tipo de interrelación que se produce entre el médico y el paciente, y da sentido a los principios, a los deberes y a las disposiciones de carácter que deben conjugarse armoniosamente en la obra de la sanación. Sin embargo, Pellegrino y Thomasma han preferido iniciar su reflexión con la temática de la virtud que es el tema principal y el hilo conductor de toda obra. Ofrecen un estudio histórico del concepto de virtud como tal, que les permite poner de manifiesto su propio enfoque en la línea del pensamiento aristotélico. Para ellos debe quedar claro desde el inicio que el principal recurso de un médico para curar a sus pacientes es su propio carácter. Es él mismo, con las disposiciones de un carácter cultivado en el bien, quien deberá interpretar los principios, seleccionarlos, ordenarlos y moldearlos de acuerdo con su experiencia y con la situación concreta que debe enfrentar. El desafío que sigue es combinar adecuadamente esta teoría con las que tienen mayor vigencia en la actualidad, en especial, la teoría de los principios. Los autores ponen de manifiesto repetidas veces su valoración positiva del principialismo sin dejar de evidenciar sus límites. Lo que buscan, ante todo, es mostrar cómo se articulan los principios y las virtudes en una práctica médica buena y correcta. A través de las virtudes que, guiadas por la prudencia, disponen a la elección y a la acción buena, el comportamiento del médico es moldeado por lo bueno y lo correcto tal como se lo declaran los principios y los deberes. La temática de la profesión como comunidad moral se impone desde el momento en que se constata que las virtudes, los principios y las obligaciones de los médicos necesitan de un soporte institucional adecuado para que no sucumban ante la tentación de adulterar la finalidad de su actuar, por un interés egoísta o por la presión de terceros. Como las virtudes y los principios, esta comunidad se consolida cuando tiene como objetivo central la salud del paciente. Podemos ver así cómo la reflexión de los autores desemboca naturalmente en la temática de los fines de la medicina, la restauración y la mejora de la salud del paciente. Para lograr estos fines, el médico pondrá su competencia al servicio del bien integral del paciente. De ahí que, ante la vulnerabilidad del enfermo, la primera respuesta del profesional médico y de toda la comunidad a la que pertenece será la beneficencia en la confianza que es, a la vez, el primer principio que guía su accionar, su primer deber y su principal virtud.


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1  En adelante citaremos la obra en español con la sigla VPM. Hemos tenido la oportunidad de participar en la presentación de esta traducción que tuvo lugar en Valencia, el día 26 de octubre, en el contexto de la celebración del vigesimoquinto aniversario de la Asociación Española de Bioética y Ética Médica (AEBI). Dicha presentación fue realizada por el mismo M. de Santiago junto con el doctor R. Abengózar Muella, director de la colección, quien ofrece un bello prefacio a esta edición del libro.


2  Junto con el prefacio referido, la introducción y el prólogo de M. de Santiago ocupan las primeras 50 de las 320 páginas de la obra. Un excelente complemento de estos trabajos es el publicado previamente por el mismo M. de Santiago en la revista Cuadernos de Bioética de 2014, con el título “Una aproximación al pensamiento de Edmund D. Pellegrino”, que citaremos con profusión.


3  Se puede constatar claramente este interés en el capítulo 12 (cf. VPM, pp. 256-257; 270-273).


4  El Informe Belmont, publicado el 18 de abril, fue elaborado por el Departamento de Salud, Educación y Bienestar de los Estados Unidos. Su título completo es “Principios éticos y pautas para la protección de los seres humanos en la investigación”.


5  Allí mismo, el informe señala que estos principios éticos básicos son “criterios generales que sirven como justificación básica para muchos de los preceptos éticos particulares [deberes u obligaciones] y evaluaciones de las acciones humanas” (The Belmont Report, 1979, B).


6  Propondrán como respuesta a esta objeción un reajuste continuo de las normas de conducta de acuerdo con sus resultados (cf. Beauchamp y Childress, 1999, pp. 18s.).


7  En este artículo se utiliza por primera vez el nombre principialismo (principlism) para designar la teoría ética de los principios.


8  Conscientes de las limitaciones del sistema, Beauchamp y Childress propusieron algunos requisitos que deben cumplirse para justificar la no aplicación o infracción de un determinado principio, p. ej., que no haya disponible una alternativa preferible (cf. Beauchamp y Childress, 1999, p. 53; VPM, p. 311).


9  En concordancia con esta primacía, Beauchamp y Childress ofrecerán, después de la primera edición de su obra, una nueva formulación del principio. En adelante será el “principio de respeto a la autonomía” (1999, pp. 117s). Ya no es una propuesta de una mera actitud respetuosa ante las elecciones autónomas del enfermo sino la indicación precisa de que es necesario abstenerse de interferir en dichas elecciones.


10  Baste con citar el CV ofrecido online por el Kennedy Institute of Ethics de la Universidad de Georgetown: https://kennedyinstitute.georgetown.edu/files/Pellegrino_CV.pdf. Consultado el 20 de junio de 2020.


11  M. de Santiago lo advierte con toda claridad cuando afirma que “una buena parte de la profesión viene siendo ajena al discurso del maestro durante medio siglo, dada la escasa autocrítica de la medicina sobre su propia identidad y su fuerte dependencia de los valores sociales y políticos contradictorios de cada época” (VPM, p. 16).


12  Ofrece un buen ejemplo de este perfil en los dos últimos títulos del capítulo 14 del libro (cf. VPM, pp. 296s.).


13  Los autores presentan una mirada de conjunto en su introducción (cf. VPM, p. 69-70). Por su parte, M. de Santiago ofrece una breve interpretación del orden de las partes del libro en su prólogo (cf. VPM, p. 38).


14  Ellos mismos indican que “entre las virtudes omitidas [por razones de tiempo y espacio] y dignas de escrutinio se encuentran la honestidad intelectual, la humildad y la parsimonia terapéutica” (VPM, p. 152).


15  Sobre el sentido que tiene una filosofía de la medicina en esta obra, ver el estudio de Brussino (1997, pp. 46-48).


16  Para Aristóteles, la prudencia, “de modo general, es alguien que sabe cómo ejercer el juicio en casos particulares. La phronesis es una virtud intelectual; pero es la virtud intelectual sin la cual no puede ejercerse ninguna de las virtudes de carácter” (MacIntyre, 2013, p. 206).


17  “Uno de los puntos débiles de la teoría aristotélica sobre la virtud se encuentra en la doctrina sobre el término medio […]. Está claro que no todas las virtudes se sitúan en el punto medio entre dos extremos”. (VPM, p. 78). Pocos años antes de la primera edición de este libro, un reconocido asesor de los médicos católicos argentinos enseñaba, en cambio, que “el término medio se atribuye a las virtudes en el mismo sentido en que se les atribuye la regulación racional sobre las operaciones y pasiones” (Basso, 1991, p. 231).


18  Conviene tener presente, a este propósito, la reflexión ofrecida en el libro bajo el título Areté, virtudes y supererogación, del cap. 13 (pp. 280-281).


19Ad virtutem humanam pertinet ut faciat hominem et opus eius secundum rationem esse”. La traducción al inglés de los autores, seguida por el texto en español, es más libre: “it belongs to human virtue to make a man good and his work according to reason” (Pellegrino y Thomasma, 1993, p. 8). Por eso hemos querido ofrecer nuestra propia traducción. Por lo demás, el original en inglés del libro remite a un texto de la Summa (II-II, q. 122) que no es el citado, lapsus que pasa también a la traducción española. El texto del Aquinate se encuentra en la cuestión siguiente (STh, II-II, q. 123, a.1, c.). Importa indicarlo porque allí mismo cita el texto de la Ética a Nicómaco que es central en la explicación del pensamiento de Aristóteles ofrecida por Pellegrino y Thomasma (cf. Basso, 1991, pp. 160-165; Pope, 2002, pp. 116-130).


20  No es virtuoso el que utiliza los principios correctamente desarrollando argumentos sólidos bastados en ellos sin tener las disposiciones interiores de carácter para la acción buena correcta. Hay, en cambio, muchas personas buenas en las que confiamos que actuarán bien en la mayoría de las circunstancias, pero que no pueden formular los principios éticos ni las razones de sus propias elecciones (cf. VPM, pp. 98-99).


21  El capítulo 13 ofrece una amplia reflexión sobre la diferencia de esta interpretación de la virtud y la vinculada a la noción de supererogación (cf. VPM, p. 287s.).


22  Se refiere “a la persona como una central de decisiones morales, como agente, como portadora de una experiencia única que debe alinearse con algo más allá de la propia persona: los principios de la moralidad” (VPM, p. 102).


23  Como lo señalan, allí mismo, nuestros autores, es una afirmación característica de MacIntyre. El dilema que se menciona a continuación es reconocido también a la luz del diagnóstico del autor escocés sobre la disolución de la ética basada en las virtudes, posterior a la Ilustración.


24  Este conocimiento es “un privilegio necesario que debe compensarse con la correlativa obligación de ser utilizado primariamente en beneficio del paciente” (Brussino, 1997, p. 59), luego de la sociedad y, finalmente, del mismo profesional. La sociedad se reserva el control administrativo de dicho privilegio y podrá, incluso sancionar al médico si lo utiliza de modo inadecuado (cf. De Santiago, 2014a, p. 49).


25  Esta temática se desarrollará ampliamente en el primer capítulo de la tercera parte del libro. cf. supra, 1.3).


26  Es la gran temática del libro For the Patient’s Good (1988), publicado por nuestro tándem, que es central en la reconstrucción de la ética médica. El subtítulo muestra claramente su objetivo: “The Restoration of Beneficense in Health Care”. El bien del enfermo posee al menos cuatro sentidos que están jerarquizados entre sí: su bien final o espiritual, el que corresponde a su propia percepción, su bien como persona y su bien médico (cf. VPM, p. 31-34; De Santiago, 2014b, pp. 60-67; id., De Santiago, 2016, p. 45-48).


27Beneficentia nihil aliud importat quam facere bonum alicui” (STh II-II, q. 31, a. 1, c.).


28  Podemos observar así el vínculo de la última virtud enumerada en la segunda parte del libro con la primera: la beneficencia (fidelidad en la confianza) se prolonga naturalmente en el desprendimiento. Cf. supra, 1.3).


29  La explicación de estos dos modelos es desarrollada en el último capítulo del libro (cf. VPM, pp. 316-317).