Peccatum naturae y privaci�n de la gracia
en Tom�s de Aquino
Thomas Aquinas on �peccatum naturae�
and privation of grace
Juan F. Franck
jffranck@yahoo.com
Resumen: El trabajo tiene como objetivo averiguar si para Tom�s de Aquino el peccatum naturae consiste �nicamente en la privaci�n de la gracia sobrenatural, es decir en un estado en el que la naturaleza humana carece de la gracia divina pero no presenta una debilidad en relaci�n a sus propias fuerzas morales naturales, consistentes en la capacidad de obrar seg�n la raz�n. El tema est� en el l�mite entre lo teol�gico y lo filos�fico, pero c�mo se lo resuelva impacta llanamente en la comprensi�n filos�fica del hombre y de su condici�n moral. De la revelaci�n cristiana sobre los or�genes de la historia humana no se sigue una lectura ingenuamente optimista ni una irremediablemente pesimista.
Palabras clave: pecado original, Tom�s de Aquino, peccatum naturae, antropolog�a filos�fica, naturaleza humana.
Abstract: The goal of this paper is to find out whether for Thomas Aquinas the peccatum naturae consists only in the privation of supernatural grace, i.e. that human nature would be bereft of divine grace but would not present an additional weakness relative to its own moral strength, which consists in the capacity to act according to reason. The issue is at the intersection between theology and philosophy but its resolution has a direct impact on our philosophical understanding of man and of his moral condition. Neither a na�vely optimistic nor a hopelessly pessimistic reading of man�s situation follow from the Christian revelation about the origins of human history.
Keywords: original sin, Thomas Aquinas, peccatum naturae, philosophical anthropology, human nature.
Como expresa su t�tulo, este trabajo tiene como objetivo averiguar si para Tom�s de Aquino el peccatum naturae consiste �nicamente en la privaci�n de la gracia sobrenatural, es decir en un estado en el que la naturaleza humana carece de la gracia divina pero no presenta una debilidad en relaci�n a sus propias fuerzas morales naturales, consistentes en la capacidad de obrar seg�n la raz�n. Para alcanzar una conclusi�n no se recurrir� a los numerosos comentadores y tratadistas de teolog�a moral, de fines de la Edad Media en adelante. Hacerlo exceder�a en mucho las posibilidades de un art�culo e implicar�a enredarse en interminables discusiones de escuela. Por otra parte, la pregunta planteada puede recibir una adecuada respuesta en un trabajo de modestas pretensiones bas�ndose en la sola obra de Santo Tom�s. Probablemente la diversidad de lecturas se deba a distintas preocupaciones desde las que se lee a Tom�s en este punto, y aunque dichas preocupaciones no resultan por eso invalidadas, es probable que no siempre contribuyan a una interpretaci�n objetiva.
Desde luego, el tema est� en el l�mite entre lo teol�gico y lo filos�fico, pero c�mo se lo resuelva impacta llanamente en la comprensi�n filos�fica del hombre y de su condici�n moral. Muchos obst�culos se oponen en la cultura occidental contempor�nea a la aceptaci�n o incluso comprensi�n del dogma del pecado original. Robert Spaemann enumera cuatro: el naturalismo, al cual resulta inconcebible aquello de lo que no se tiene experiencia y no se puede explicar cient�ficamente; el espiritualismo, que separa el car�cter personal de su arraigo en una naturaleza; el individualismo, que rechaza toda dependencia respecto de otros, y el postulado de que todo en el hombre puede ser eventualmente transformado por la t�cnica (Spaemann, 2007). Que el hombre nazca condicionado por un desorden de tipo moral; que ese desorden afecte al uso de su libertad, se deba adem�s a su misma pertenencia a la especie humana y sea imposible de corregir mediante ning�n esfuerzo que est� de su parte hacer sin el auxilio divino, todo eso sencillamente parece en las ant�podas de lo que el hombre contempor�neo est� dispuesto a admitir. En su conjunto, estos cuatro obst�culos hacen m�s digerible la idea de que el estado de la naturaleza humana es normal y tienden a exaltar nuestra capacidad de superar los l�mites y de enderezar lo torcido, o a confiar en todo caso en que ambas cosas se lograr�n durante el curso de la evoluci�n y de la historia.
Pero esta especie de optimismo no es la �nica alternativa. La permanente constataci�n de nuestra dificultad para obrar de acuerdo a la raz�n �adecuadamente reflejada por Ovidio: video meliora proboque, deteriora sequor (entiendo qu� es lo mejor y lo apruebo, pero hago lo menos bueno)[1]� antes sugiere una actitud pesimista, de la que son una buena muestra tambi�n las meditaciones de Immanuel Kant sobre la naturaleza humana, a la que compara con una madera torcida[2]. De la revelaci�n cristiana sobre los or�genes de la historia humana, sin embargo, no se sigue una lectura ingenuamente optimista ni una irremediablemente pesimista. En efecto, ella nos transmite la advertencia de que existe una enemistad entre el hombre y Dios, como consecuencia del desorden interno del hombre causado por un hecho hist�rico, libre y contingente, pero transmite tambi�n la certeza de que con el auxilio divino ese desorden tiene soluci�n y la amistad puede ser restablecida. A mi entender, c�mo se responda la pregunta planteada al comienzo resulta decisivo para alcanzar una visi�n equilibrada de la condici�n presente de la humanidad. Por esa raz�n, he querido recurrir a Tom�s de Aquino en busca de una respuesta lo m�s clara que el asunto permita.
1. Planteo del problema
Una lectura del dogma cristiano del pecado original con el que nace todo individuo de la especie humana lo hace consistir fundamentalmente en la privaci�n de la gracia recibida por los primeros padres al comienzo de la historia y que estos deb�an transmitir al resto de la humanidad. A ra�z de la falta cometida, Ad�n y Eva habr�an perdido esa gracia y con ella tambi�n los otros dones otorgados a la naturaleza humana, que deb�an ser transmitidos junto con esta (ciencia, impasibilidad, inmortalidad, etc.). El m�s precioso de estos dones era la justicia original, consistente en la ordenaci�n de la voluntad a Dios y, como consecuencia de esta ordenaci�n, la sujeci�n de las potencias inferiores a la raz�n. Aunque consonantes con su naturaleza, el hombre no pod�a reclamar ninguno de esos dones como pertenecientes a esa misma naturaleza. Luego del primer pecado se perdi� la gracia y la naturaleza fue abandonada a sus propios elementos. De ah� la muerte, la enfermedad, la ignorancia y tambi�n la lucha para obrar moralmente bien. La acumulaci�n de pecados a lo largo de la historia habr�a entenebrecido a�n m�s a la humanidad, haciendo el combate moral m�s dif�cil y multiplicando los obst�culos al bien y las tentaciones. Pero la actual condici�n del hombre ser�a la correspondiente a su misma naturaleza, sin ninguna gracia a�adida.
A primera vista, no habr�a inconveniente con tal visi�n. Parece inobjetable que la muerte, la enfermedad y la ignorancia se siguen de la constituci�n natural del hombre, un ser finito, temporal y corp�reo. Resulta m�s problem�tico, sin embargo, tanto desde la consideraci�n teol�gica como de las consecuencias para la filosof�a, que la condici�n moral actual del hombre sea explicable simplemente a partir de su finitud y de su composici�n corp�reo-espiritual. Si la condici�n moral del hombre tal cual nace actualmente es �nicamente de privaci�n de la gracia sobrenatural, habr�a que concluir que sus fuerzas morales naturales est�n fundamentalmente intactas. Pero se hace muy dif�cil explicar as� la abundancia del mal. Y si esta abundancia se explicara por la misma naturaleza compuesta del hombre, ser�a ingenuo o hasta pueril sostener que sus fuerzas morales naturales est�n fundamentalmente intactas. M�s bien habr�a que decir que su composici�n natural es tal que el mal se hace pr�cticamente inevitable sin la ayuda de la gracia. En tal caso la inevitabilidad del mal no se seguir�a de una debilidad moral fruto de un acto hist�rico, libre y contingente, sino de la naturaleza misma del hombre.
La teolog�a cat�lica ense�a que luego del bautismo permanece en el hombre el fomes peccati, una forma de concupiscencia que si bien no es pecado en s� misma, inclina al mal. Pero si la concupiscencia as� entendida fuera un elemento de la naturaleza pura �de una naturaleza como habr�a podido ser creada� esta ser�a tal que por s� misma inclinar�a al hombre a pecar. Es decir, si fuera correcta esta interpretaci�n del misterio del pecado original, ser�a muy dif�cil armonizar con la bondad divina que Dios hubiese podido crear en tal estado al hombre. Aun si se afirmara que no podr�a ser de otro modo debido a los diversos elementos que componen la naturaleza humana, no se podr�a hacer consistir al pecado original en la simple carencia o privaci�n de la gracia sin admitir tambi�n que ser�a esencial a la naturaleza humana un estado de desorden moral. Que pudiera no haber recibido la llamada de Dios a participar en la vida divina, y que tampoco podr�a responder a esa llamada sin la misma gracia, ser�a verdadero en cualquier situaci�n �de justicia original, de naturaleza ca�da o de naturaleza pura� pero no puede aceptarse sin m�s que la naturaleza misma del hombre sea tal que lo pondr�a en contradicci�n con el fin propio de esa misma naturaleza. En definitiva, en dicha interpretaci�n no se ve por qu� el hombre sin la gracia tendr�a tanta facilidad para el mal. Si la ra�z de esta facilidad estuviera en la naturaleza misma, no en una inclinaci�n desordenada adquirida de alg�n modo, �no habr�a que responsabilizar a Dios por ella? Es comprensible que haya cierta lucha o combate en una naturaleza compuesta de apetitos sensitivos y de voluntad racional, ordenada al bien universal, pero no podr�a decirse lo mismo de la facilidad para el mal y la debilidad de la voluntad.
La cuesti�n desborda la teolog�a apoyada en la revelaci�n, ya que incide tambi�n en cualquier consideraci�n profunda de la realidad, de la naturaleza del hombre y de Dios. En sus consecuencias para el conocimiento de la naturaleza humana esta visi�n coincidir�a con la negaci�n ya sea del car�cter hist�rico de la ca�da, ya sea de la relevancia de considerarlo a los fines de conocer nuestra condici�n moral actual. En efecto, si su condici�n ser�a de todos modos la misma, dar�a igual que el hombre hubiese sido siempre como es o que hubiera perdido un don que de todas formas no le era debido.
El famoso te�logo del siglo XIX, Matthias Scheeben, sostiene meridianamente esta posici�n, llegando a decir que el estado postlapsario de la naturaleza humana �es una impureza natural, inherente de suyo a la naturaleza humana, debido a la uni�n del esp�ritu con la materia� (Scheeben, 1950, p. 299). En ese estado el hombre puede ser llamado pecador �solamente con una denominaci�n puramente exterior�, a�adiendo que �de ninguna manera podremos ser tachados de una injusticia y culpabilidad inherente y propia de cada una de nosotros en particular� (Scheeben, 1950, p. 302). La perversi�n que resulta de perder la justicia original habr�a que entenderla relativamente al estado sobrenatural. Tomada materialmente, esa perversi�n no es un desorden que solo podr�a haberse originado mediante el pecado. Ahora bien, as� quedan igualados el pecado original, tomado materialmente, con la concupiscencia natural. En definitiva, esa �mancha� no es m�s que la �impureza natural del ser humano, puesta al descubierto� (Scheeben, 1950, p. 321).
Por eso, la diferencia �entre el estado del hombre con pecado original y el del hombre puramente natural, que nunca hubiese estado dotado de la gracia sobrenatural � [es que] el �ltimo nunca tuvo la justicia sobrenatural, ni hab�a de tenerla� (Scheeben, 1950, p. 322). En su estado actual el hombre �no responde ya a la idea original de Dios� (Scheeben, 1950, p. 322), pero la denominaci�n extr�nseca de pecado que afecta a la carencia de la gracia, debido a que resulta de la p�rdida de lo que Dios quer�a que el hombre tuviese, �no rebaja al hombre � a un nivel inferior a su naturaleza�; su �nico castigo es �quedar abandonado a toda la miseria de su naturaleza, de la cual le hab�a arrancado la gracia� (Scheeben, 1950, p. 323). El pecado original es un misterio por la sola raz�n de que solo por revelaci�n se puede saber que el estado actual de la humanidad es penal (Scheeben, 1950, p. 324).
Algunos atribuyen expresamente a Santo Tom�s esta opini�n. Para Martin Rhonheimer, por ejemplo, el estado de naturaleza pura es el considerado por la filosof�a y es id�ntico al de naturaleza ca�da, propio de la consideraci�n teol�gica de la historia de la salvaci�n. La antropolog�a aristot�lica describe �la naturaleza humana tal como es, pero no puede explicar por qu� es as� (Rhonheimer, 2000, p. 321). El ser ca�do se entiende en relaci�n a la situaci�n original del hombre en el para�so, no en relaci�n a la naturaleza considerada en sus propios elementos.
El autor de un reciente tratado teol�gico sobre el pecado original y la gracia interpreta a Santo Tom�s como sosteniendo la idea de que tras el pecado el hombre pierde la gracia, pero mantiene la condici�n natural propia: �El pecado ha devuelto al hombre a la condici�n que por su naturaleza le corresponde, dej�ndolo privado del auxilio de la justicia original� (Ladaria, 2001, p. 95)[3]. Es decir, la posici�n tomista ser�a que la naturaleza no ha sido alterada en sus elementos propios y el estado de la humanidad luego de la ca�da se ha de entender en t�rminos de privaci�n de la gracia. Eso concuerda con otra afirmaci�n del autor, en la l�nea de lo sostenido por Scheeben: �la privaci�n de la presencia de Dios y de la gracia que quiso darnos, en la concreta situaci�n supracreatural que es la nuestra, es �pecado�� (Ladaria, 2001, p. 115)[4].
Un estudio minucioso de 1930 sobre la posici�n de Tom�s, debido a Jean Baptiste Kors, llegaba a conclusiones similares. En el cap�tulo conclusivo, luego de reconocer que tras el pecado original las potencias de la naturaleza quedaron en un estado de desorden, se plantea si la naturaleza pura estar�a afectada por ese mismo desorden. La respuesta es positiva: haber perdido la gracia, que es un don agregado, no afect� a la naturaleza misma: �si existe un desorden en la naturaleza ca�da, debe tener su raz�n de ser en la naturaleza misma y, en consecuencia, debe ser igualmente atribuible a la naturaleza pura� (Kors, 1930, p. 162). La diferencia entre naturaleza pura y naturaleza ca�da se refiere a la p�rdida del orden sobrenatural, pero el pecado original �no ha disminuido la inclinaci�n [a la virtud] que resulta de la naturaleza pura. (�) La ignorancia de la inteligencia, la malicia y la debilidad de la voluntad, la concupiscencia de la carne, habr�an sido inherentes a la naturaleza pura� (Kors, 1930, p. 163). De hecho, dice Kors, �[l]o �contra-natural� no excluye lo natural en el sentido estricto de la palabra�, es decir que habr�a un �desorden natural� en la naturaleza misma (Kors, 1930, pp. 164 y 163).
Sean Otto, en cambio, advierte que no debemos entender nuestro estado actual como de naturaleza pura, reconociendo que ese estado es pecaminoso e implica un desorden de la naturaleza. Dice, sin embargo, que �hay que pensar el pecado original en t�rminos de una privaci�n de la gracia, como la carencia de un don sobrenatural, m�s que como una falta o un defecto biol�gico� (Otto, 2009, p. 784)[5]. Es cierto que no puede hablarse del pecado original como de un pecado actual libremente cometido por cada persona individual ni tampoco como de algo biol�gico. Lo primero ser�a absurdo dado que el uso de raz�n, y por lo tanto tambi�n del libre albedr�o, tienen lugar muy posteriormente en el desarrollo de un ser humano, y en el segundo caso carecer�a de moralidad. Pero la dificultad fundamental es si resulta suficiente entender el pecado en t�rminos de privaci�n de la gracia o, dicho de otra manera, si entenderlo as� es la �nica alternativa a entender el pecado de la naturaleza como un pecado libremente cometido. No hay respuesta para esto en el trabajo de Otto.
En cuanto a la situaci�n postlapsaria de la humanidad, se reconoce una clara tendencia a resaltar el �optimismo� tomista frente al �pesimismo� agustiniano (Dubois, 1983), debida seguramente a la preocupaci�n de la teolog�a posterior a Trento de evitar la posici�n luterana. Pero Santo Tom�s, ajeno a esa preocupaci�n y m�s atento quiz�s al error contrario, de tipo pelagiano �probablemente igual que las declaraciones tridentinas (Ladaria, 2001, pp. 98-105)� subraya el desorden presente de la naturaleza humana, que lo enemista con Dios.
Evidentemente, no existe un acuerdo completo sobre el aut�ntico pensamiento de Santo Tom�s respecto de c�mo hay que considerar el estado moral de la naturaleza humana luego del pecado de Ad�n. Con la salvedad de admitir que hubo un estado previo de justicia original, incluso entre quienes sostienen que nuestra condici�n actual equivale a un estado de naturaleza pura no hay acuerdo en cuanto a las implicancias de esa condici�n, yendo desde la aceptaci�n de una comprensible lucha debido a la naturaleza compuesta del hombre hasta la admisi�n de un verdadero desorden como su estado natural. Pasemos ahora al examen de la posici�n de Tom�s.
2. Posici�n de Santo Tom�s
Hay ciertamente algunos textos que dan pie a una interpretaci�n en el sentido de que el peccatum naturae consistir�a en la carencia de una gracia indebida y equivaldr�a, por lo tanto, al estado correspondiente a la naturaleza en cuanto tal, sin ninguna gracia especial de Dios. Sin embargo, en varios de esos lugares puede encontrarse tambi�n con suficiente claridad cu�l es la verdadera posici�n de Santo Tom�s al respecto.
En el cuerpo del segundo art�culo de la cuarta cuesti�n disputada De malo, por ejemplo, donde se pregunta qu� es el pecado original, afirma que las fuerzas inferiores no se someten a la raz�n (inferiores vires non subduntur rationi), sino que se vuelcan a los bienes inferiores seg�n su �mpetu propio (ad inferiora convertuntur secundum proprium impetum), sugiriendo que ese �mpetu les es connatural y no consistir�a en nada sobrevenido. Es cierto que poco antes en el mismo art�culo, como en general cuando habla del pecado original, Santo Tom�s habla de un desorden de esas potencias, pero se podr�a inferir que tal desorden se debe m�s bien a un defecto de la naturaleza en cuanto tal, la cual tras el pecado es abandonada a s� misma (sibi relicta; De malo, q. 4 a. 2 co.)[6].
En la Summa Theologica, en pleno tratado sobre el pecado original, hay otra afirmaci�n, hecha al responder a la objeci�n de que los defectos resultantes del pecado original no son iguales en todos los hombres, de modo que la misma muerte no deber�a considerarse un efecto de ese pecado. All� responde Santo Tom�s que la p�rdida de la gracia signific� la remoci�n de un impedimento (removens prohibens), de modo que la naturaleza del cuerpo humano fue abandonada a s� misma: remota originali iustitia, natura corporis humani relicta est sibi (Ia-IIae q. 85 a. 5 ad 1). Aunque podr�a responderse f�cilmente que aqu� no se discute un defecto propiamente moral, sino f�sico, como es la muerte, la expresi�n sibi relicta se repite y parecer�a confirmar la idea de que representa el estado postlapsario de la naturaleza, en el cual esta ser�a simplemente como habr�a sido si hubiera sido creada al principio sin la gracia.
Esta posible interpretaci�n podr�a cobrar mayor fuerza a partir de otro lugar del mismo tratado, dos cuestiones m�s adelante, al se�alar como la principal penalidad debida al pecado que la naturaleza haya perdido la justicia original y quedado abandonada a s� misma, de lo cual se siguen todas las dem�s penalidades que padecen los hombres por el defecto de su naturaleza: principaliter quidem poena originalis peccati est quod natura humana sibi relinquitur, destituta auxilio originalis iustitiae (Ia-IIae q. 87 a. 7 co.).
La comprensi�n de la justicia original como lo que imped�a el desorden de las inclinaciones, que ser�a natural al hombre en virtud de su composici�n, parece sugerida tambi�n en otros lugares del mismo tratado. El siguiente texto reconoce como consecuencia del pecado original que el hombre tenga una inclinaci�n desordenada. Pero aclara que tal cosa no ocurre directamente, como si se a�adiera a la naturaleza una nueva inclinaci�n, torcida, sino indirectamente, ya que es precisamente consecuencia de retirar la justicia original, que imped�a los movimientos desordenados (Quamvis etiam ex peccato originali sequatur aliqua inclinatio in actum inordinatum, non directe, sed indirecte, scilicet per remotionem prohibentis, idest originalis iustitiae, quae prohibebat inordinatos motus) (Ia-IIae q. 82 a. 1 ad 3). Al disolverse la armon�a original, las distintas potencias del alma se dispersan cada una buscando su propio fin (soluta harmonia originalis iustitiae, diversae animae potentiae in diversa feruntur) (Ia-IIae q. 82 a. 2 ad 2). Y nuevamente, discutiendo la pena del pecado original, subraya Tom�s que tras haberse quitado el impedimento, los hombres, abandonados por el auxilio de la gracia, no pueden sobreponerse a sus pasiones: remotio prohibentis (�) deserti homines ab auxilio divinae gratiae, vincuntur a passionibus (Ia-IIae q. 87 a. 2 co.).
En el Comentario a las Sentencias, tras mencionar los dones preternaturales de la sujeci�n de las potencias a la raz�n para que el hombre pueda f�cilmente tender a Dios y alcanzar su fin �ltimo, y la impasibilidad del cuerpo para que no impida la contemplaci�n, Santo Tom�s se�ala que la naturaleza humana no disfrut� ya de esos bienes luego del pecado y al hombre quedaron �nicamente los que se siguen de sus principios naturales: facta deordinatione a fine per peccatum, haec omnia in natura humana esse desiere, et relictus est homo in illis tantum bonis quae eum ex naturalibus principiis consequuntur (Super Sent., lib 2. d. 30 q. 1 a. 1 co.).
En ese art�culo, sin embargo, discute si se debe considerar los defectos de la naturaleza debidos al pecado del primer hombre como una pena, y excluye expl�citamente a la concupiscencia propia del hombre ca�do como algo que habr�a pertenecido de todos modos a la naturaleza humana. Tender a lo deleitable es propio del apetito concupiscible, pero en el hombre ese apetito debe tender a su bien bajo el gobierno de la raz�n (sub regimine rationis). De ah� que tender sin freno a su bien es contrario a la naturaleza humana (quod in suum objectum tendat irrefrenate, hoc non est naturale sibi inquantum est humana, sed magis contra naturam ejus inquantum hujusmodi). Est� respondiendo en ese lugar a la objeci�n de que habr�a una lucha natural (pugna naturalis), debida a que cada apetito tiende a su fin propio. Pero dice Tom�s que, si bien cada elemento puede tener su naturaleza propia, al integrar un conjunto le corresponde otra cosa de acuerdo a la naturaleza del todo del que forma parte (aliquid convenit sibi secundum naturam totius). La ca�da respecto de la condici�n inicial del hombre incrementa el car�cter de pena de ese defecto actual (maxime es el adverbio empleado por Santo Tom�s), ya que la distancia y la desproporci�n son aun mayores, pero no deja de ser un defecto con respecto a la naturaleza en cuanto tal, inquantum hujusmodi, no �nicamente respecto de esa condici�n inicial. Carecer de la visi�n divina luego de la ca�da no es simplemente una negaci�n, sino una privaci�n, puesto que es un bien perdido que deb�a y pod�a ser conservado, pero se a�ade a esa privaci�n una cierta molestia (cum quadam obnoxietate). Se ve entonces que Tom�s entiende que el estado actual de nuestra naturaleza no es puro y solamente sin la gracia, sino que tiene en s� un impedimento �una molestia� que no es esencial tampoco a los elementos que la componen[7].
En la respuesta a la objeci�n anterior de ese mismo art�culo hay otro indicio importante sobre c�mo entender la disminuci�n que supuso la ca�da. Cuando se plantea que ni los �ngeles ni el hombre habr�an perdido nada de su naturaleza al pecar, Tom�s lo acepta en cuanto a los principios o elementos propios de sus respectivas naturalezas: por el pecado ninguno perdi� ni sufri� una disminuci�n (nec homo nec Angelus per peccatum aliquid naturalium amisit; vel in aliquo diminutus est). Sin embargo, acto seguido dice que los bienes naturales ciertamente han disminuido en ambos en cuanto a la ordenaci�n al fin �ltimo (in utroque bona naturalia diminuta sunt quidem). Igual que el �ngel, el hombre se ha hecho menos capaz y ha quedado m�s lejos de alcanzar su fin (minus habilis et magis distans a finis consecutione). Esa ser�a la explicaci�n de la f�rmula tradicional: gratuitis spoliatus et in naturalibus vulneratus. Ser�a forzar el texto, y desatender el contexto, pretender que la naturaleza y los bienes naturales se refieren al estado del hombre en el para�so. Est� claro que la disminuci�n se refiere a los bienes de la naturaleza sin m�s (Super Sent., lib. 2 d. 30 q. 1 a. 1 arg. 3 et ad 3).
Seg�n otro texto, que el hombre est� compuesto de cuerpo y alma, y que posea una naturaleza tanto intelectiva como sensitiva, explicar�a que un ser dejado a estos elementos naturales se sienta impedido de alg�n modo en el ejercicio de sus actos superiores: gravan y hacen pesado su intelecto, de modo que pierde libertad para llegar a la m�xima cima de la contemplaci�n (intellectum aggravant et impediunt, ne libere ad summum fastigium contemplationis pervenire possit). Este defecto parecer�a algo natural y a eso se deber�a que Dios otorg� al primer hombre un auxilio especial en raz�n de esa composici�n (aliud supernaturale auxilio, ratione suae compositione) (De malo, q. 5 a. 1 co.).
En un art�culo posterior de esa cuesti�n se pregunta si los defectos de esta vida son una pena del pecado original. Una objeci�n cita a S�neca diciendo que la muerte es propia de la naturaleza del hombre, no una pena (mors est hominis natura, non poena)[8]. La respuesta de Santo Tom�s es que la justicia original fue algo gratuito y que la raz�n no puede conocer su existencia por s� misma; por eso los fil�sofos gentiles no supieron que tales defectos eran penales (illud auxilium datum homini a Deo, scilicet originalis iustitia, fuit gratuitum; unde per rationem considerari non potuit; et ideo Seneca et alii gentiles philosophi non consideraverunt huiusmodi defectus sub ratione poenae) (De malo, q. 5 a. 4 ad 1). Parece as� favorable a la idea de que la naturaleza en cuanto tal no ha sufrido variaci�n y que solo por la revelaci�n sabemos de la condici�n penal de la humanidad. Pero en este lugar, como en muchos otros, se est� refiriendo nuevamente a defectos f�sicos, que a veces llama naturales, no a defectos morales, de modo que no es posible apoyarse en esos pasajes para sostener tal posici�n.
Con independencia de esto, conviene no olvidar que en la Summa contra gentiles sostiene que hay algunos signos que hacen probable la existencia de un pecado de origen de la humanidad, entre los que incluye tanto los defectos corporales como la dificultad para conocer la verdad y vencer a los apetitos (peccati originalis in humano genere probabiliter quaedam signa apparent � satis probabiliter probari potest huiusmodi defectus esse poenales) (Contra Gentiles, lib. 4 cap. 52, in principio et n. 4).
No hay duda de que muchos textos sobre el pecado original pueden leerse tanto bajo una interpretaci�n como bajo la otra y que, tomados aisladamente, pueden no ser capaces por s� mismos de resolver la pregunta planteada. Pero adem�s de que casi siempre el contexto es suficiente para aclarar el sentido de cada expresi�n, abrumadoramente m�s abundantes son los lugares en los que Santo Tom�s realiza afirmaciones que o bien excluyen expresamente la interpretaci�n mencionada al comienzo de la secci�n 1, o bien la hacen imposible o en todo caso sumamente improbable. Vale la pena detenerse en un cierto n�mero de esos lugares.
2.1. Las cuestiones disputadas De malo
Varias respuestas a las objeciones en De malo 4, 1 son muy clarificadoras. Dice Santo Tom�s que, si nos referimos a la persona individual, el defecto contra�do se debe a un pecado actual de otro (Ad�n), no del hombre que lo contrae. En cambio, si nos referimos a la naturaleza, el defecto se debe a un principio intr�nseco (quasi a principio intrinseco) (De malo, q. 4 a. 1 ad 5). Y poco m�s adelante explica que, aunque la justicia original fue un don totalmente gratuito de Dios, que despu�s del pecado de Ad�n el hombre no la reciba no es solamente por una decisi�n divina de no otorgar la gracia, sino que se debe a que en la naturaleza humana hay algo contrario a la gracia que impide recibir ese don (ex parte humanae naturae, in qua invenitur contrarium prohibens) (De malo, q. 4 a. 1 ad 11). Es decir, hay en la naturaleza un obst�culo a la gracia, pero decir que tal cosa es inherente a la naturaleza misma ser�a atribuir a Dios la creaci�n de algo cuyos elementos esenciales se opondr�an a la gracia. En tal caso tambi�n al elevar al hombre originalmente esa oposici�n habr�a tenido que ser vencida o suprimida.
Este principio intr�nseco contrario a la gracia no es una expresi�n que pudiera referirse igualmente al estado de naturaleza pura y a un estado de naturaleza ca�da y desordenada. Es cierto que la visi�n divina no es debida a la naturaleza sin m�s, que en ese sentido carecer�a de ella aun sin cometer pecado (carentia divinae visionis competeret ei qui in solis naturalibus esset etiam absque peccato), ya que ese defecto o carencia es propio de toda naturaleza creada. Pero no debemos entender as� la privaci�n de la visi�n divina en nuestro estado actual, sino m�s bien como la consecuencia de que hay algo en nosotros en virtud de lo cual es justo que carezcamos de esa visi�n divina (hoc modo ut habeat in se aliquid ex quo debeatur ei quod careat visione divina). Santo Tom�s distingue entonces tres situaciones: la de naturaleza pura, la de naturaleza herida por el pecado original, y la de pecado actual. La carencia de la visi�n divina es penal solo en las dos �ltimas y en ambos casos no responde �nicamente a una decisi�n divina, sino a algo intr�nseco de la naturaleza: sic carentia visionis divinae est poena et originalis et actualis peccati (De malo, q. 4 a. 1 ad 14). Los nexos conjuntivos et � et indican que se trata de dos situaciones distintas, y que tanto en una como en otra corresponde la privaci�n de la gracia.
Por si quedara alguna duda, en la �ltima objeci�n de ese primer art�culo recuerda que el castigo por el pecado del primer hombre no es un castigo por el pecado de otro, sino por un pecado propio. Ahora bien, est� fuera de discusi�n que el pecado original no es un pecado actual de cada hombre, ya que se contrae con anterioridad al uso de la libertad. Por consiguiente, solo queda que se trate de un pecado de la naturaleza, que merece un castigo. Es decir, el castigo no es el pecado mismo, entendido como la privaci�n de la gracia del para�so, sino que el castigo (la privaci�n) sigue al pecado. �Pero qu� castigo va a merecer una naturaleza en estado puro? Y si se dijera que no es por su estado puro que se castiga la naturaleza con la privaci�n, sino por ser recibida de Ad�n, quien s� pec� y deb�a transmitir la gracia junto con la naturaleza, esa lectura est� expresamente excluida por Santo Tom�s en la misma respuesta: quien es castigado por el pecado del primer progenitor, no es castigado por el pecado de otra persona, sino por un pecado propio (cum aliquis punitur pro peccato primi parentis, non punitur pro peccato alterius, sed pro peccato suo) (De malo, q. 4 a. 1 ad 19). No se trata ciertamente de un pecado actual, pero s� de un verdadero pecado.
Las respuestas a objeciones en el segundo art�culo de la misma cuesti�n, que trata de la esencia del pecado original, tambi�n contienen afirmaciones importantes. Recordemos que era all� donde se hablaba de la naturaleza abandonada a s� misma (sibi relicta). Respondiendo a la octava objeci�n, la concupiscencia como apetito natural es distinguida de la concupiscencia propia del estado de naturaleza ca�da, resultante del pecado de Ad�n. Dice Santo Tom�s que es algo adquirido y que hablando con propiedad no es algo natural: habitualis concupiscentia quae pertinet ad peccatum naturae, est acquisita ex voluntario actu primi parentis; non autem est naturalis, proprie loquendo (De malo, q. 4 a. 2 ad 8). Este proprie loquendo excluye que la concupiscencia pueda referirse a una naturaleza considerada en cuanto tal.
Al perder la justicia original se contrae una malicia, de la que se deriva la propensi�n a elegir el mal (malitia contracta � inde incurrit omnem pronitatem ad mala eligendum) (De malo, q. 4 a. 2 ad 10). Ahora bien, resulta claro que esa malicia, que se llama adem�s contra�da, no podr�a pertenecer a la naturaleza por s� misma, ya que en ese caso habr�a que atribuirla al creador. El pecado original es llamado tambi�n por eso un accidente antinatural (accidens innaturale; De malo, q. 4 a. 2 ad 12), es decir algo que la naturaleza no posee esencialmente �por eso es un accidente� pero que es contrario tambi�n al orden propio de esa naturaleza. De ninguna manera un accidente antinatural podr�a ser la simple carencia de algo indebido.
Dice tambi�n que es un desorden de la naturaleza que se sigue de la sustracci�n de la justicia original (inordinatio naturae per subtractionem originalis iustitiae) (De malo, q. 4 a. 2 ad 13). Por las mismas razones antes mencionadas, no habr�a dicho esto Santo Tom�s si pensara que esa sustracci�n hubiera dejado a la naturaleza simplemente en estado de privaci�n de una perfecci�n que no le era debida.
El s�ptimo art�culo de esa cuesti�n est� motivado por la pregunta si todos los hombres, todos los individuos que participan de la naturaleza humana recibida de Ad�n, contraen el pecado original. Al igual que en la Summa Theologica, Santo Tom�s sostiene que no es suficiente con provenir materialmente de Ad�n, sino que solo quienes lo hacen por v�a seminal (seminaliter) lo contraen. Si un hombre fuera producido de la tierra, no tendr�a el pecado original, porque lo decisivo es el agente del que proviene, el cual transmite la forma, no la materia de la que est� hecho. Respondiendo a la tercera objeci�n dice claramente que el pecado original no pertenece a la naturaleza humana de manera absoluta (peccatum originale non pertinet ad naturam humanam absolute) (De malo, q. 4 a. 7 ad 3), sino en cuanto que proviene de Ad�n por v�a seminal. Pero no pertenecerle absolute implica que el defecto de que se habla no es inherente a la naturaleza humana en cuanto tal, ya que de lo contrario cualquier individuo de la humanidad estar�a en las mismas condiciones que cualquier otro. Y si la diferencia estuviera solamente en el agente que transmite u otorga la naturaleza humana, la atribuci�n del pecado original ser�a �nicamente extr�nseca y no dir�a nada del estado moral de la misma naturaleza recibida en este individuo particular, algo imposible de armonizar con la doctrina sobre el pecado original.
En el primer art�culo de la quinta cuesti�n del De malo se sostiene que carecer de la visi�n de Dios es una pena debida al pecado original. En el cuerpo del art�culo se recordaba la composici�n de alma y cuerpo de la naturaleza del hombre, de lo intelectivo y lo sensitivo, y que esa composici�n dificultaba al hombre la contemplaci�n. Por el don de la justicia original, que supl�a los defectos de esa composici�n, la mente estaba sometida a Dios y las potencias inferiores a la raz�n. Una t�pica objeci�n a la privaci�n de la visi�n divina como pena por el pecado original se refiere a los ni�os muertos sin el bautismo, ya que parecer�a que su castigo y su sufrimiento se debieran al vicio de otro y que por lo tanto deber�an ser objeto de misericordia. La respuesta es que el ni�o muerto sin el bautismo sufre ciertamente por el vicio de otro, que es la causa por la que recibe el pecado, pero que sufre tambi�n por un vicio propio, ya que contrae la culpa. Por eso es digno de que la misericordia divina disminuya la pena, pero no de que la alivie por completo (iste puer decedens sine Baptismo, laboravit quidem vitio alieno quantum ad causam, quia scilicet peccatum ab alio traxit; laboravit tamen vitio proprio, in quantum a primo parente culpam contraxit; et ideo dignus est misericordia diminuente, non tamen totaliter relaxante) (De malo, q. 5 a. 1 ad 11).
Tanto la objeci�n como la respuesta tocan dos puntos dif�ciles: por una parte, la discusi�n sobre el destino de los ni�os muertos sin bautismo y la cuesti�n del limbo; y por otra, c�mo hay que entender la contracci�n de una culpa sin haber realizado ning�n acto libre. No es el lugar de discutir ninguno de estos puntos, sino �nicamente de subrayar una vez m�s que para Tom�s todo ser humano que recibe la naturaleza por v�a seminal de parte de Ad�n tiene un vicio propio y su estado moral no consiste solo en una cualificaci�n extr�nseca, por referencia al vicio o pecado de otro (Ad�n), sino en un desorden propio, a pesar de no haber cometido ning�n pecado actual.
Hay que entender tambi�n la respuesta a la �ltima objeci�n a la luz del desarrollo anterior, aunque fuera de contexto pudiera interpretarse diversamente. La objeci�n dice que un hombre constituido en la sola naturaleza (in naturalibus constitutus) tambi�n carecer�a al morir de la visi�n divina, aun cuando no hubiera pecado nunca, pero no se podr�a considerar una pena, ya que esa visi�n solo se alcanza por la gracia. Por lo tanto, carecer de la visi�n divina no es una pena. Por supuesto, responde Santo Tom�s, tal hombre carecer�a de la visi�n divina, pero hay que distinguir entre una situaci�n en la que no corresponde que tenga algo (non debere habere) y otra en la que corresponde que no lo tenga (debere non habere). La primera es un defecto, pero la segunda tiene raz�n de pena: aliud est enim non debere habere, quod non habet rationem poenae, sed defectus tantum; et aliud debere non habere, quod habet rationem poenae (De malo, q. 5 a. 1 ad 15). Si ese debere non habere se explicara totalmente de manera extr�nseca, no se habr�a hablado de un accidente contrario a la naturaleza ni de un vicio propio. Se tratar�a de la naturaleza en el mismo estado en uno y otro caso, solo que por raz�n de su procedencia le corresponder�a un castigo o no.
2.2. La Summa Theologica
Una de las primeras cuestiones en el llamado tratado del pecado original de la Summa Theologica es acerca de Dios como su causa, exterior ciertamente. Tiene mucho sentido preguntarse algo as�, y m�s a�n contestar afirmativamente diciendo que Dios es causa exterior del pecado original, si se lo entiende como una privaci�n, en este caso como la sustracci�n de un don que fue perdido por una falta cometida. Hasta se podr�a pensar que una parte de la respuesta de Santo Tom�s abona la comprensi�n del pecado original como privaci�n o carencia, ya que Dios evidentemente no va a ser causa de un desorden, pero s� es l�gico pensar que sea causa de que la gracia no sea conferida al hombre. Es m�s, parecer�a decir que es de esta sustracci�n que se sigue la oscuridad de la mente y la tibieza del coraz�n humano (ex qua sequitur quod mens divinitus non illuminetur ad recte videndum, et cor hominis non emolliatur ad recte vivendum) (Ia-IIae q. 79 a. 3 co.).
Sin embargo, Tom�s distingue all� a Dios del sol, cuya luz ilumina a todos los cuerpos salvo que haya en ellos alg�n impedimento: una casa, por ejemplo, se mantiene a oscuras si sus ventanas est�n cerradas. Dios, en cambio, resuelve mediante un juicio no otorgar la gracia; no podr�a establecerse una comparaci�n con el sol en el sentido de que la gracia divina sea un don que emana constantemente de �l y que el hombre se cierra a ella. En el caso del pecado original Dios es entonces la causa externa de la privaci�n de la gracia, pero no del obst�culo puesto por la naturaleza, del cual es causa ciertamente el hombre. Para nuestro prop�sito es suficiente constatar, nuevamente, el contrarium prohibens de las cuestiones disputadas sobre el mal, aqu� como obstaculum, una nueva evidencia de que la carencia de la gracia no responde �nicamente a una causa extr�nseca al hombre: Deus autem proprio iudicio lumen gratiae non immittit illis in quibus obstaculum invenit. Unde causa subtractionis gratiae est non solum ille qui ponit obstaculum gratiae, sed etiam Deus, qui suo iudicio gratiam non apponit (Ia-IIae q. 79 a. 3 co.).
Al examinar de qu� manera el hombre es causa del pecado original lo refiere naturalmente al acto libre de Ad�n, ya que no puede responsabilizarse de un pecado actual a quien no tiene todav�a uso de la libertad. Sin embargo, especifica que junto con la naturaleza se transmite su infecci�n (simul cum natura naturae infectio) (Ia-IIae q. 81 a. 1 ad 2). No se transmiten los pecados actuales posteriores, sino solo el desorden producido por el primer pecado, cuando Ad�n ten�a la justicia original. As� como habr�a transmitido este don junto con la naturaleza, as� tambi�n transmite ahora la naturaleza con el desorden opuesto (Unde sicut illa originalis iustitia traducta fuisset in posteros simul cum natura, ita etiam inordinatio opposita) (Ia-IIae q. 81 a. 2 co.). Por supuesto, un pecado actual �grave, se entiende� ser�a suficiente para enemistarse con Dios, pero la situaci�n de quien no ha realizado a�n actos libres es tambi�n de oposici�n a la gracia.
Est� claro que, en todas las obras de Santo Tom�s, as� como en toda la tradici�n, se habla del pecado original m�s frecuentemente en t�rminos que denotan algo m�s que una simple privaci�n o carencia. Prueba, indirecta es cierto, pero no despreciable, de que no se lo entiende solo como la p�rdida de un don gratuito es tambi�n la variedad de t�rminos profundamente negativos empleados: corrupci�n (corruptio), infecci�n (infectio), desorden (inordinatio), enfermedad (languor), herida (vulneratio), vicio (vitium; vitiata dispositio), etc. Si se tratara solo de no poseer algo que de todas formas no ser�a exigible por la naturaleza, la consecuencia ser�a que esos defectos y deformidades corresponder�an de todos modos a la naturaleza humana en cuanto tal[9].
La cuesti�n 82 se ocupa de la esencia del pecado original. Adem�s de encontrar all� las expresiones de costumbre, es posible relevar en las respuestas un par de elocuentes observaciones. La primera, al abundar sobre la comparaci�n con una enfermedad, dice con toda claridad que, as� como la enfermedad corporal tiene algo propio de la privaci�n, porque quita la salud, y algo positivo, a saber, el desorden de los humores, el pecado original es la privaci�n de la justicia original, y junto con esta privaci�n la disposici�n desordenada de las partes del alma (peccatum originale habet privationem originalis iustitiae, et cum hoc inordinatam dispositionem partium animae). Y sigue diciendo: �de ah� que no es una pura privaci�n, sino que es un cierto h�bito corrompido�[10]. No es posible una definici�n m�s clara.
Se recordar�, no obstante, que en ese mismo conjunto de objeciones una frase suger�a que la justicia original prohib�a los movimientos desordenados, los cuales parec�an formar parte de la misma naturaleza (Ia-IIae q. 82 a. 1 ad 3). No obstante, toda aparente contradicci�n se resuelve si se piensa que en la naturaleza humana en estado puro podr�a haber una cierta lucha o contrariedad natural, pero sin que esos movimientos inclinasen necesariamente a obrar mal. En el estado de justicia original incluso estos movimientos estaban impedidos, facilitando los actos buenos y ordenados. Al perder la gracia y la justicia original por el pecado, no solo no son impedidos, sino que adquieren una mayor fuerza para inclinar a la voluntad a obrar mal.
La segunda observaci�n est� en el cuerpo del tercer art�culo. All� expresa la ya cl�sica doctrina de que el pecado de la naturaleza consiste materialmente en la concupiscencia y formalmente en la carencia de la justicia original (materialiter quidem est concupiscentia; formaliter vero, defectus originalis iustitiae) (Ia-IIae q. 83 a. 3 co.). Ahora bien, esta doctrina podr�a tambi�n tomarse en los dos sentidos posibles: o bien �nicamente como privaci�n, si se entiende que la concupiscencia es algo natural, o bien como una proclividad que no ser�a propia de la naturaleza, tampoco en estado puro. En sinton�a con el De malo, admite que la conversi�n a un bien mudable puede llamarse con el nombre general de concupiscencia, pero al responder una de las objeciones subraya que la concupiscencia que va m�s all� de los l�mites de la raz�n es contraria a la naturaleza del hombre (concupiscentia autem quae transcendit limites rationis, est homini contra naturam) (Ia-IIae q. 82 a. 3 ad 1). Es decir, que fruto del pecado se origin� una concupiscencia que no estaba en el estado original, por supuesto, pero que tampoco corresponde llamar propia de la naturaleza, sino contraria a ella.
Antes de continuar podr� ser �til considerar que todo el trabajo que no solo Tom�s de Aquino, sino tambi�n la inmensa mayor�a de los te�logos cat�licos, se han tomado para intentar explicar la transmisi�n del pecado original, no tendr�a gran sentido si lo entendieran como una simple privaci�n o carencia. En efecto, de una privaci�n entendida como la no posesi�n de un don gratuito, no har�a falta explicar la transmisi�n, ya que lo que no se tiene sencillamente no se transmite.
El sujeto del pecado original es la esencia del hombre, pero entre las potencias la voluntad es la m�s afectada, ya que es la que tiene la inclinaci�n primera a pecar (quae primam inclinationem habet ad peccandum) (Ia-IIae q. 83 a. 3 co.), idea reiterada m�s adelante en la cuesti�n al decir que pertenece principalmente a la voluntad esa parte del pecado original que inclina a cometer pecados actuales (peccatum originale ex ea parte qua inclinat in peccata actualia, praecipue pertinet ad voluntatem) (Ia-IIae q. 83 a. 4 ad 1). Pero ser�a verdaderamente raro que por su propia naturaleza la voluntad tuviera una inclinaci�n a pecar. Por consiguiente, dicho movimiento de la voluntad que pertenece al pecado no puede ser natural, de naturaleza pura.
La cuesti�n siguiente trata c�mo un pecado puede ser causa de otro. Adem�s de mencionar los pecados capitales, se distingue all� entre la ra�z y el inicio de todos los pecados, algo muy a prop�sito, ya que la multitud de pecados actuales tiene alguna conexi�n causal con el pecado original. La ra�z se atribuye a la sensualidad, puesto que de alg�n modo esta nutre y alimenta el pecado, como si dij�ramos desde abajo, en cuanto el pecado implica una conversi�n al bien mudable (ex parte conversionis ad bonum commutabile) (Ia-IIae q. 84 a. 2 co.). Pero el inicio es atribuido a la soberbia, en cuanto que esta encierra la aversi�n a Dios, cuyo mandamiento se niega a obedecer (ex parte aversionis a Deo, cuius praecepto homo subdi recusat) (Ia-IIae q. 84 a. 2 co.). La soberbia conlleva una cierta inclinaci�n a despreciar a Dios y se debe a la corrupci�n de la naturaleza (ex corruptione naturae) (Ia-IIae q. 84 a. 2 co.). De nuevo, malamente se podr�a entender la corrupci�n de la naturaleza como el abandono de esta a s� misma, si eso implicara necesariamente el desprecio de Dios.
Es fundamental la cuesti�n 85, en la que se habla del efecto principal del pecado original, que es la corrupci�n del bien de la naturaleza. All� Tom�s explica c�mo habr�a que entender la c�lebre frase de Beda el Venerable sobre el estado del hombre luego de la ca�da: expoliatus gratuitis, vulneratus in naturalibus. El bien de la naturaleza se puede entender de tres modos distintos. El primero se refiere a los principios mismos que constituyen la naturaleza, como las potencias y las propiedades esenciales. En este sentido el pecado no lo quita ni lo disminuye. Un segundo modo es la inclinaci�n a la virtud, y el tercero es el don de la justicia original, que constituy� tambi�n un bien de la naturaleza que habr�a sido transmitido de no haber pecado Ad�n. Este �ltimo bien se perdi� por completo. Pero el segundo result� disminuido, ya que el pecado es contrario a la virtud (medium bonum naturae, scilicet ipsa naturalis inclinatio ad virtutem, diminuitur per peccatum) (Ia-IIae q. 85 a. 1 co.).
En una cuesti�n de la primera parte de la Summa Theologica se lee que la sujeci�n del cuerpo al alma y de las fuerzas inferiores a la raz�n, es decir la justicia original, no es un don natural, ya que en ese caso se habr�a conservado luego del pecado (Manifestum est autem quod illa subiectio corporis ad animam, et inferiorum virium ad rationem, non erat naturalis: alioquin post peccatum mansisset) (Ia q. 95 a. 1 co.). Pero que esto sea verdad no dice nada del estado de la inclinaci�n a la virtud luego del primer pecado.
Una preocupaci�n de quienes defienden la idea de que el pecado original no alter� la naturaleza humana en cuanto tal es que no se incurra en el error de decir que el pecado original corrompi� la naturaleza. Y ciertamente, Tom�s de Aquino es muy claro en este punto, pero tambi�n es claro en qu� sentido de los tres anteriormente mencionados hay que entender su posici�n. Los lugares en los que cabe apoyarse para sostener la tesis de que la naturaleza no sufri� disminuci�n luego del pecado se refieren en realidad a bienes no morales de la naturaleza, en los cuales no cabe una alteraci�n sin modificar la misma esencia del ser en cuesti�n. Es meridianamente clara la respuesta a la primera objeci�n del primer art�culo, que invoca a Dionisio Areopagita (De divinis nominibus, n. 23) para decir que el bien de la naturaleza se mantuvo �ntegro en el hombre, igual que en los �ngeles pecadores: �Dionisio habla del primer bien de la naturaleza, que es el ser, la vida y la inteligencia, como es evidente para quien pone atenci�n a sus palabras�[11].
La respuesta a la segunda objeci�n del primer art�culo y el cuerpo del segundo art�culo son tambi�n elocuentes en cuanto a c�mo hay que entender esa disminuci�n del bien de la naturaleza, que es la aut�ntica posici�n de Santo Tom�s. La objeci�n dice que la variaci�n de un accidente como la disposici�n de la voluntad no modifica la sustancia. Y esto es as� en tanto que la naturaleza es anterior a la acci�n voluntaria, pero tambi�n le es natural la inclinaci�n a alguna acci�n voluntaria. Ahora bien, la inclinaci�n var�a de acuerdo al t�rmino al que se ordena o tiende (ipsa inclinatio variatur ex illa parte qua ordinatur ad terminum) (Ia-IIae q. 85 a. 1 ad 2). En el cuerpo del art�culo siguiente dice que el bien de la inclinaci�n a la virtud no puede disminuir en cuanto a su ra�z, que es la naturaleza racional, porque en ese caso ya no ser�a capaz de pecar (iam non esset capax peccati) (Ia-IIae q. 85 a. 2 co.). Pero s� disminuye en cuanto a su t�rmino y fin, ya que el pecado es un impedimento para alcanzarlo, tanto m�s cuanto mayor sea el pecado.
Es as� entonces que el bien natural puede sufrir variaci�n. De modo que la naturaleza puede estar �ntegra en cuanto a sus elementos esenciales, pero como uno de esos elementos es la voluntad, a la cual corresponde naturalmente una inclinaci�n mayor o menor a su t�rmino, en virtud de esa inclinaci�n puede decirse que su bien ha disminuido. La naturaleza, considerada en los mismos elementos que tendr�a tanto al ser elevada como luego del pecado, como tambi�n si nunca hubiera recibido el don de la justicia original, puede tener un estado moral diverso. El desorden moral no afecta entonces a la naturaleza humana en su sustancia, ya que en ese caso la transformar�a en otra o la destruir�a, sino a su disposici�n respecto del bien y, por consiguiente, a su mayor o menor integridad o corrupci�n.
La malicia, adecuadamente llamada herida de la naturaleza (vulnus naturae), no se da solamente en el pecado actual, sino que es tambi�n una cierta propensi�n de la voluntad al mal (sumitur � pro quadam pronitate voluntatis ad malum) (Ia-IIae q. 85 a. 3 ad 2), algo que no puede ser propio de una naturaleza en estado puro.
Algunas cuestiones m�s adelante, Santo Tom�s toca el tema de la ley del fomes peccati. Dice que en contraposici�n a la ley que reg�a en la primera condici�n del hombre, en la cual obraba de acuerdo a la raz�n, luego del pecado es el �mpetu de la sensualidad lo que arrastra al hombre, quien queda de alg�n modo asimilado a las bestias (ut sic quodammodo bestiis assimiletur) (Ia q. 91 a. 6 co.). Puede decirse que este �mpetu, el fomes peccati, tiene raz�n de ley en virtud de la pena instituida por la justicia divina, lo cual tiene como consecuencia que el hombre quede destituido de su propia dignidad (hominem destituente propria dignitate) (Ia-IIae q. 91 a. 6 co.). Esa dignidad es la que le corresponde por su naturaleza humana, no la que ten�a en el para�so, ya que no cabe pensar que la sola p�rdida de la gracia asimile al hombre a las bestias.
3. Conclusiones
Puede decirse que la respuesta de Santo Tom�s a la pregunta planteada en el t�tulo del art�culo es que el peccatum naturae no consiste �nicamente en la privaci�n de la gracia, sino tambi�n en que en cada individuo de la naturaleza humana hay un desorden intr�nseco, previo a todo acto libre suyo. Por consiguiente, se puede hablar de un estado moral debilitado de la voluntad, que no implica una corrupci�n total de la misma naturaleza, pero s� disminuye las fuerzas morales e incrementa la dificultad para obrar bien. Plantear la existencia de ese desorden no equivale tampoco a suprimir toda ley o finalidad naturales, sino que, por el contrario, las confirma, ya que ambas son condici�n para hablar de desorden.
Que la naturaleza no se haya corrompido totalmente no excluye una debilidad moral cong�nita. Por lo tanto, el estado actual de la naturaleza humana previo al bautismo no es de naturaleza pura, si esto significara una naturaleza intacta en su vigor moral natural prescindiendo de la gracia divina[12]. Pero, aunque dicho estado jam�s se haya realizado hist�ricamente, es una teorizaci�n v�lida, porque existe un orden y un fin propios de la naturaleza humana, susceptible de ser elevado al orden de la gracia y perfeccionado por ella. No hay que perder de vista adem�s que las expresiones sibi relicta y puris naturalibus aparecen sobre todo en el contexto de bienes o perfecciones no morales. En materia moral, el desorden, la desobediencia y el pecado son la condici�n presente de la naturaleza.
En el fondo, la idea misma de una corrupci�n total de la naturaleza es incomprensible, ya que equivaldr�a a su aniquilaci�n o a su transformaci�n en otra. Pero que el hombre no haya perdido nada de lo que corresponde a su esencia no implica eo ipso la normalidad del estado postlapsario. Tampoco en la m�s profunda corrupci�n moral se pierde nada de la propia esencia. Si as� fuera, tal condici�n dejar�a de ser algo lamentable. Lo caracter�stico de un estado moral es precisamente la determinada relaci�n que una naturaleza racional tiene respecto de su fin. As�, ni un hombre redimido ni un hombre condenado dejan de ser individuos pertenecientes a la naturaleza humana, pero su estado moral es diametralmente opuesto. Una inclinaci�n al mal no implica tampoco necesariamente una facultad o h�bito de realizar determinado tipo de actos malos; basta el desorden de las potencias para generar esa inclinaci�n.
De la posici�n de Santo Tom�s se sigue que el dato revelado arroja luz sobre la condici�n del hombre no solamente en relaci�n a su destino trascendente, sino a todo su obrar en el �mbito de lo moral. La finalidad natural de las pasiones es obedecer a la raz�n, pero eso mismo, que podr�amos llamar el orden natural, resulta sumamente dificultoso y hasta imposible sin el auxilio de la gracia. La posici�n cl�sica de la fe cristiana y de la teolog�a es que existe una raz�n hist�rica de tal situaci�n, un hecho contingente en los comienzos de la humanidad fruto de un acto libre de desobediencia al creador. Y que no solo es necesaria la gracia para alcanzar la visi�n divina, sino tambi�n para restaurar el orden de la misma naturaleza, de modo que aunque ambos aspectos puedan distinguirse, tampoco se podr�a alcanzar el orden natural propio de las potencias humanas sin la gracia.
Por otra parte, no es suficiente con aceptar un origen hist�rico de la condici�n actual, ya que as� no se despejan las dudas sobre esa condici�n. Si se entendiera el acontecimiento hist�rico de la ca�da �nicamente respecto de un estado elevado, pero que dejar�a intactas todas las fuerzas naturales, se deber�a atribuir la proclividad al mal a la misma naturaleza. Aun si el hombre hubiera sido creado sin la gracia, su naturaleza tendr�a entonces de por s� una deformidad, que no podr�a ser suprimida ni siquiera por el bautismo sin violentar la misma naturaleza.
Pero si se entendiera que la debilidad moral del hombre es fruto de un pecado en los comienzos, pero contraria a su misma constituci�n, entonces la naturaleza podr�a ser reparada y restaurada, no solo elevada. En otras palabras, que el hombre sea pecador por naturaleza no significar�a que la naturaleza sea necesariamente pecadora, sino que lo es de manera contingente, en raz�n de un estado que tiene una explicaci�n hist�rica. Podr� parecer una sutileza filos�fica, pero la diferencia entre ambos escenarios es abismal. Contribuir a reconocer esa diferencia ha sido el objetivo del presente trabajo, que quisiera concluir con palabras de Michael Schulz: �identificar la naturaleza humana con la pecaminosidad pondr�a forzosamente al hombre en una contradicci�n metaf�sica. (�) La redenci�n llevar�a a una nueva contradicci�n. Que en la historia de la salvaci�n el hombre haya sido modificado para peor evita esta contradicci�n metaf�sica� (Schulz, 2002, p. 504).
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Recepci�n: 10.10.18
Aceptaci�n: 12.01.19
[1] Ovidio, Met. VII, 20-21.
[2] La frase completa es: �Aus so krummen Holze, als woraus der Mensch gemacht ist, kann nichts ganz Gerades gezimmert warden� (�De una madera tan torcida como de la que est� hecho el hombre, no puede construirse nada totalmente derecho�) (Kant, 1974b, p. 41 [A397]). Tambi�n en Die Religion innerhalb der Grenzen der blo�en Vernunft (Kant 1974a, p. 760 [B141/A133]).
[3] Se refiere all� a S. Th. I-II, 87, 7.
[4] La situaci�n actual del hombre hab�a sido anteriormente descripta diciendo que �[e]l Esp�ritu de Dios ha de vencer una resistencia al bien que no existir�a si los hombres hubi�ramos sido siempre d�ciles a sus inspiraciones� (Ladaria, 2001, p. 50), pero esto evidentemente no resuelve la inquietud de si esa resistencia al bien ser�a propia de la naturaleza o una herida contraria a la naturaleza. Es decir, si la naturaleza transmitida por Ad�n es la naturaleza tal como habr�a podido ser creada, sin la gracia, o si es transmitida con alguna debilidad moral.
[5] Tambi�n Rudi Te Velde se�ala que el pecado original es una disposici�n desordenada de la naturaleza, no simplemente �la tr�gica p�rdida de su perfecci�n moral original� ni la �condici�n humana� (Te Velde, 2005, 159).
[6] Eso parece poder desprenderse tambi�n de un lugar de la Summa Theologica, donde al hablar de los actos imperados por la voluntad, ve precisamente ese abandono de la naturaleza a s� misma al perder el don divino como la raz�n natural de que el hombre no pueda dominar el movimiento de los �rganos genitales: per peccatum primi parentis � natura est sibi relicta, subtracto supernaturali dono quod homo divinitus erat collatum; ideo consideranda est ratio naturalis quare motus huiusmodi [genitalium] membrorum specialiter rationi non obedit (Ia-IIae q. 17 a. 9 ad 3).
[7] El texto completo es el siguiente: vis concupiscibilis naturale habet hoc ut in delectabile secundum sensum tendat; sed secundum quod est vis concupiscibilis humana, habet ulterius ut tendat in suum objectum secundum regimen rationis; et ideo quod in suum objectum tendat irrefrenate, hoc non est naturale sibi inquantum est humana, sed magis contra naturam ejus inquantum hujusmodi: et secundum hoc rationem poenae habere potest, maxime considerata natura humana, secundum quod tota est sub regimine rationis, ut in prima conditione fuit (Super Sent., lib. 2 d. 30 q. 1 a. 1 arg. 4 et ad 4).
[8] Cl�sica cita tomada del De remediis fortuitorum, de S�neca. La frase correcta es: Morieris, ratio confortat. Ista hominis natura non poena est.
[9] Si as� fuera, la bondad divina estar�a en haber preservado al hombre en el para�so de esa miseria, tambi�n moral. Pero en ese caso, ser�a la naturaleza misma la que estar�a ya ca�da �con independencia del pecado del primer hombre y presumiblemente como consecuencia del pecado ang�lico� de modo que la �reducci�n� al estado de pura naturaleza no ser�a tampoco al de un estado de simple privaci�n de la gracia, sino al de un estado tambi�n moralmente desordenado y, por consiguiente, al de una naturaleza ca�da respecto de su misma perfecci�n natural.
[10] Unde non est privatio pura, sed est quidam habitus corruptus (Ia-IIae q. 82 a. 1 ad 1).
[11] Dionysius loquitur de bono primo naturae, quod est esse, vivere et intelligere; ut patet eius verba intuenti (Ia-IIae q. 85 a. 1 arg. 1 et ad 1).
[12] Steven Long adopta el concepto como significando la existencia de una finalidad natural, conservada luego del pecado, y tal como tambi�n habr�a podido ser creada. Pueda o no hablarse de una finalidad natural en el sentido adoptado por Long, el tema es independiente de cu�l ser�a el estado moral actual del ser humano. Su discusi�n concierne la relaci�n de la naturaleza con la gracia, no espec�ficamente la pregunta que motiva este art�culo (Long, 2010). Una discusi�n actualizada del debate reciente en torno a esta cuesti�n puede verse en (S�nz S�nchez y Watson, 2017).