Las ciencias naturales en la teología de santo Tomás y los tomistas del siglo XX
The Natural Sciences in the Theology of St. Thomas and the Thomists of the 20th Century
Ignacio Silva
Universidad Austral, Buenos Aires, Argentina
iasilva@austral.edu.ar
ORCID: 0000-0002-1419-688X
DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt56.28.2025.295-311
Resumen: Este artículo propone una nueva estrategia metodológica dentro del tomismo para su relación con las ciencias naturales, sugiriendo un marco dinámico inspirado en los desarrollos recientes de la science-engaged theology. A través del análisis de casos históricos y contemporáneos, incluyendo los trabajos de Désiré Mercier, Édouard Hugon y Joseph Gredt, así como el propio uso teológico del conocimiento natural en Tomás de Aquino, el artículo sostiene que el mismo Tomás practicó una teología informada por la mejor ciencia de su tiempo. Este tomismo comprometido con la ciencia recupera la apertura metodológica de Tomás hacia la filosofía natural y ofrece un camino contemporáneo para el diálogo fecundo entre la teología y las ciencias naturales, evitando tanto la subordinación a la ciencia como el aislamiento de ella.
Palabras clave: Tomás de Aquino, tomismo, teología comprometida con la ciencia, filosofía de la naturaleza, teología y ciencia
Abstract: This paper proposes a new methodological strategy within Thomism for engaging with the natural sciences, suggesting a dynamic framework inspired by recent developments in science-engaged theology. Through the analysis of historical and contemporary cases –including the works of Désiré Mercier, Édouard Hugon, and Joseph Gredt, as well as Thomas Aquinas’s own theological use of natural knowledge–the paper argues that Aquinas himself practiced a method of theology informed by the best scientific understanding of his time. This science-engaged Thomism not only recovers Aquinas’s methodological openness to natural philosophy but also offers a contemporary path for fruitful dialogue between theology and the natural sciences –one that avoids both subordination to science and isolation from it.
Keywords: Thomas Aquinas, Thomism, science-engaged theology, philosophy of nature, theology and science
Introducción
En su mayoría, los filósofos y teólogos tomistas a través de la historia han enmarcado sus presentaciones de las relaciones entre ciencia y fe dentro de la doctrina de cómo se relacionan la fe y la razón, sosteniendo que, dado que Dios es la fuente tanto de la revelación como del mundo natural, estas no pueden contradecirse entre sí, y que la naturaleza es una fuente confiable para aprender sobre lo divino. Siguiendo este principio, por lo general, se ha intentado dentro de la escuela mapear las nociones y conceptos básicos tomistas a nociones científicas, teorías, hipótesis, modelos, etc.
El objetivo de este artículo será presentar una nueva estrategia dentro del tomismo en cuanto a su relación con las ciencias naturales, siguiendo algunos nuevos desarrollos metodológicos contemporáneos por fuera del tomismo. Por supuesto, no voy a sostener que ningún tomista haya utilizado tal metodología, ni que esta metodología sea la única a la mano para hacer teología filosófica o teología sin más hoy en día de la mano de santo Tomás. Tan solo quiero presentarla como una metodología que el mismo Tomás utilizó y que no siempre fue tenida en cuenta por quienes intentamos seguir sus enseñanzas.
El campo académico actual en el cual se discuten las relaciones entre ciencia y teología, o ciencia y religión como se lo suele llamar más habitualmente, nació de algún modo en la década de 1960 de la mano de Ian Barbour, quien propuso identificar al menos cuatro modos básicos de relaciones entre ciencia y religión (o teología), a saber, conflicto, independencia, diálogo e integración, por ejemplo en Barbour (1996). Con sus numerosas publicaciones, Barbour logró introducir en el mundo académico secular (mayormente anglosajón) la discusión acerca de tales relaciones de modo más bien analítico. Hacia 1991, John Hedley Brooke, historiador de la ciencia y quien fuera el primer profesor de ciencia y religión de la Universidad de Oxford, propuso la que fue llamada tesis de la complejidad histórica (Brooke, 1990, traducción al español 2014). Es decir, la historia de la ciencia muestra que sus relaciones con los diversos discursos teológicos y religiosos no pueden ser encajonados en cuatro grandes tipos de relaciones. En palabras de Brooke (2014):
si las creencias religiosas han proporcionado presupuestos, sanción e incluso motivaciones a la ciencia; si han regulado las discusiones sobre el método y han jugado un papel selectivo en la evaluación de teorías rivales, se abre la posibilidad de una investigación de mayor alcance. (p. 42)
El trabajo de Brooke a finales del siglo pasado ha sido enormemente fructífero y no solo ha dado pie a nuevas investigaciones históricas acerca de cómo se han relacionado los diversos discursos teológicos con los científicos, sino que ofreció el ámbito para el desarrollo de nuevas estrategias de relación entre los mismos hoy en día. En cuanto a lo primero, Peter Harrison, quien sucediera a Brooke en la cátedra de Oxford en 2006, ha propuesto que el estudio de tales relaciones en el pasado se complejiza más si se toma en cuenta que las mismas nociones de “ciencia”, “teología” y “religión” han variado su significado a lo largo del tiempo: “existe un peligro sistemático de malinterpretar las actividades del pasado si suponemos erróneamente la estabilidad de estas expresiones” (Harrison, 2020, XIV).
En cuanto a las nuevas estrategias para relacionar ciencias naturales con teología, John Perry y Joanna Leidenhag, de la Universidad de St Andrew’s en Escocia, han descrito recientemente una nueva corriente dentro de la teología académica que considera que la ciencia natural proporciona datos fundamentales para el quehacer teológico. A esta metodología la han llamado “science-engaged theology”, algo así como “teología comprometida con la ciencia”. Perry & Leidenhag (2021) sugieren que este nuevo enfoque “estudia cuestiones teológicas de enfoque limitado que ya están entremezcladas de alguna manera con teorías y hallazgos científicos” (p. 247). Para ellos, esta teología es audaz al plantear preguntas empíricas a la ciencia natural contemporánea, la que se concibe como fuente para la teología.
Mi punto hoy es que, en cierta medida, esta estrategia es similar a la que utilizó Tomás de Aquino en su época al tratar de resolver ciertas cuestiones teológicas, recurriendo para ello al mejor conocimiento del mundo natural que tenía a mano, es decir, la filosofía aristotélica de la naturaleza. Considérese, por ejemplo, sus discusiones sobre la eucaristía y su uso de nociones aristotélicas como la sustancia, o su comentario sobre el Hexámeron con las ilustraciones recurrentes de la cosmología y la geografía aristotélicas, y algunas cuestiones similares. Intentaré mostrar cómo Tomás ha utilizado esta estrategia, cómo ciertos tomistas de principio de siglo XX no lo han hecho de manera completa, y cómo hoy en día muchos sí lo hacen.
Perry & Leidenhag encuentran en las enseñanzas de Alvin Plantinga, filósofo analítico norteamericano, un punto de partida para este tipo de teología:
“El mundo”, sostiene Plantinga, “tal como Dios lo creó, está lleno de contingencias. Por lo tanto, no nos limitamos a pensar en ello en nuestros sillones, tratando de inferir a partir de primeros principios cuántos dientes hay en la boca de un caballo; en cambio, echamos un vistazo”. (citado en Perry & Leidenhag, 2021, p. 248)
Ahora bien, la metafísica de Tomás de Aquino reconocía que el mundo estaba lleno de contingencias; de hecho, su doctrina sobre la providencia divina requiere que existan eventos contingentes en el mundo para que la creación sea más perfecta, permitiendo que este lema plantinguiano sirva también para el tomismo. De hecho, este es un claro caso de estudio para teólogos tomistas que quieran comprometerse positivamente con la ciencia: la doctrina de la providencia requiere que el mundo tenga eventos contingentes, eventos que puedan ser descubiertos mediante el uso de las ciencias naturales como las entendemos hoy.
Neotomismo, ciencia y teología
Como mencioné, no quiero afirmar que los tomistas no se hayan comprometido con la ciencia en el pasado. De hecho, la Aeterni Patris de León XIII llamó a este compromiso casi explícitamente. Uno de los tres objetivos principales del llamado papal a renovar el tomismo era para que las ciencias naturales se beneficiaran de él:
Os exhortamos [...] a restaurar la sabiduría dorada de santo Tomás, y difundirla a lo largo y ancho para la defensa y la belleza de la fe católica, para el bien de la sociedad y para el beneficio de todas las ciencias.
Es decir, las ciencias ganarían mucho en interacción con el pensamiento filosófico y teológico de Tomás de Aquino.
La Universidad Católica de Lovaina, siguiendo el mandato papal, decidió abrir una Cátedra de Filosofía Tomista. Curiosamente, la convocatoria solicitaba explícitamente que el titular de esta cátedra tendría que ser:
tanto un erudito escolástico como un hombre moderno. Tendrá que haber estudiado la filosofía de la Edad Media en las fuentes y no en los libros de texto [...]. Tendrá que seguir el desarrollo de las ciencias, la psicofísica, la microscopía celular. (Van Riel, 2022)
El sacerdote católico belga Désiré Mercier (1851-1926), quien más tarde se convirtiera en el influyente Cardenal Mercier, fue seleccionado para esta prestigiosa cátedra en 1882, permaneciendo en su cargo hasta 1905. Durante su mandato, creó el Instituto Superior de Filosofía, un faro de la filosofía tomista durante la primera mitad del siglo veinte.
Lo que sí quiero afirmar, sin embargo, es que a veces, quizás la mayoría de las veces durante el siglo pasado, los tomistas se han acercado a las ciencias naturales para ofrecer algo más parecido a un tomismo regulador de la ciencia que a un tomismo comprometido con la ciencia... permítanme ofrecer un ejemplo o dos. Después de la Aeterni Patris se publicaron muchos manuales sobre filosofía “aristotélico-tomista” o filosofía “tomista”, a menudo considerados como preámbulos para el estudio de la teología en los seminarios católicos. El Cardenal Mercier, Éduard Hugon o Joseph Gredt son clásicos ejemplos, y todos se involucraron en sus trabajos con las ciencias naturales. En particular hoy voy a considerar el diálogo con la teoría de la evolución de Darwin que intentaron plantear Joseph Gredt, OSB (1863-1940) y Édouard Hugon, OP (1867-1929) respectivamente[1].
La magna opus de Gredt, Elementa philosophiae aristotelico-thomisticae, publicada por primera vez en 1899, se convirtió en uno de los manuales de filosofía tomista más utilizados en los seminarios católicos a lo largo del siglo XX hasta la década de 1960. En la primera edición sitúa su tratamiento de la teoría de la evolución, bajo el nombre de darwinismo, al final de su tratado de filosofía de la naturaleza, al considerar el origen de las cosas, tras su análisis del origen del cosmos y de la vida (1899, pp. 290ss). Después de una presentación simple pero bastante precisa de la teoría de la evolución de Darwin por selección natural y mutación aleatoria, Gredt la descarta como falsa. Su presentación señala algunas características centrales de la teoría: 1) todas las formas vivas provienen de uno o algunos originales imperfectos por medio de la transmutación; 2) este proceso no sigue ningún principio teleológico interno, sino que ocurre mecánicamente; 3) este es un proceso aleatorio en el que las especies tienen su origen por selección natural según la aptitud al medio ambiente de los individuos.
Gredt ofrece cuatro argumentos contra la teoría de Darwin. El primero resalta la distinción entre especies y variedades (un término antiguo para subespecies). Mientras que las variedades difieren entre sí solo accidentalmente, las especies lo hacen esencialmente. Esta diferencia no permite que el darwinismo sea verdadero. Para respaldar esta afirmación, ofrece cuatro evidencias: 1) hay cambios abruptos entre especies y solo cambios graduales entre variedades; 2) los individuos nacidos de padres de diferentes variedades pueden generar descendencia, mientras que los nacidos de padres de diferentes especies no pueden. El segundo argumento afirma que dado que no es evidente que haya innumerables formas de especies como predijo Darwin, porque las variedades no van más allá de los límites de las especies, las especies son inmutables, mientras que las variedades no lo son. El tercer argumento afirma que las innumerables formas intermedias, por las que se dice que se unen las diferentes especies, según los darwinistas, no se encuentran por ninguna parte, ni entre los seres vivos que viven en estos tiempos, ni en los estratos de la tierra. Finalmente, Gredt afirma que la ley de herencia de Darwin se postula de manera demasiado general, ya que la transmisión de nuevas características a la posteridad solo ocurre de manera imperceptible, de hecho, a menudo no ocurre en absoluto. La adhesión de Gredt al hilomorfismo es tan fuerte que cuando discute la evolución del hombre es inflexible: ni siquiera el cuerpo humano podría haber sido producido por la evolución, como argumentaron algunos en ese momento y como se ha convertido en costumbre dentro de la ortodoxia católica, ya que el alma es la forma sustancial del cuerpo humano.
Aun si rechaza el darwinismo como tal, Gredt no quiere comprometerse con una posición creacionista fuerte y sugiere que algún tipo de evolución intraespecífica puede ser aceptada, una que daría lugar, a lo largo de diferentes eras geológicas, a nuevas formas de vida más perfectas (aunque no a nuevas especies): “la misma especie que originalmente existía en formas más imperfectas en un estado más imperfecto, evolucionó gradualmente a través de diferentes períodos geológicos hacia una más perfecta”. Gredt ve este tipo de evolución como más conveniente para la fe católica, ya que permite evitar la repetida intervención directa de Dios, “y se establece un modo de producción de los vivos muy propio de la sabiduría divina” (p. 293).
Cuarenta y ocho años después, en la séptima y última edición de su manual en vida (hay trece ediciones en total), Gredt ofrecerá una versión más matizada del evolucionismo. Todavía rechaza el darwinismo; de hecho, afirma que incluso si “durante un largo período de tiempo ha fascinado las mentes de muchos, ahora los historiadores naturales lo han abandonado” (1946, p. 494) y que este tipo de evolución está dirigida por una tendencia intrínseca teleológica según la cual se forman los diversos tipos de una sola especie, dependiendo de las exigencias del medio. En esta última edición mantiene las mismas ideas sobre la evolución humana, aunque explica los argumentos un poco más extensamente.
En su Cursus philosophiae thomisticae (1905), Hugon ofrece un rechazo más directo de la teoría de Darwin con argumentos teológicos tomistas. Después de una presentación de ciertas evidencias que ofrecen la paleontología y la geología, Hugon presenta cuatro posibles respuestas a esta pregunta: 1) una especie de creacionismo; 2) evolución pasiva influenciada por Dios; 3) evolución activa; 4) evolución pasiva sin la influencia de Dios.
Hugon es explícito al describir la primera opción en términos que eluden la idea de una creación episódica de la nada a la manera de los creacionismos anglosajones del siglo veinte. Por el contrario, afirma que esta creación de nuevas especies requeriría desde un principio la existencia previa de algún tipo de materia inerte de la que se producirían las nuevas especies vivas. Por lo tanto, prefiere el término “produccionismo” para describir esta posibilidad, que afirma fue la doctrina común de los pensadores del pasado. En la segunda opción, Dios utilizaría especies inferiores para producir especies superiores, aunque no ofrece muchos detalles sobre esta opción. En cuanto a la tercera opción, Hugon explica que, en este modelo, Dios crearía las especies originales con una suerte de rationes seminales agustinianas a partir de las cuales se formarían otras especies, por lo que la naturaleza estaría como embarazada de especies, así como las madres están embarazadas de un niño. En esta opción, “las células primitivas contenían en potencia las formas superiores, de modo que, antes de llegar a una especie perfecta y completa, tenían que pasar por formas y especies intermedias” (p. 309). Hugon explica que en esta opción se puede admitir la presencia de la influencia divina, aunque no tan directa como en el produccionismo, y que es una posición atribuida a san Agustín, santo Tomás y Suárez. La cuarta opción funciona “sólo con la confluencia natural de causas irracionales y accidentales” (p. 309) y la identifica con la evolución darwinista.
De estas cuatro posibles soluciones a la pregunta por sobre el origen de las especies vivas, Hugon afirma que “las primeras tres [...] pueden ser defendidas con seguridad por un católico; [ya que] no tienen nada en contra de la fe” (p. 309), mientras que “la visión de una evolución puramente pasiva debe ser rechazada por completo” (p. 306). Entre otros argumentos, asumiendo que la evolución significa cambios sucesivos hacia seres más perfectos, Hugon intenta mostrar que no todas las especies de hoy son más perfectas que las del pasado, y que hay ejemplos de especies antiguas mucho más perfectas que las menos antiguas. Pensando en este proceso en un desarrollo hacia la perfección, Hugon afirma que un efecto no puede ser más perfecto que su propia causa. Ahora bien, como el proceso de evolución por adaptación es ciego e irracional, y su efecto son especies cada vez más perfectas, éstas no pueden proceder de él.
Con respecto a las tres opciones que Hugon considera viables para los católicos, afirma preferir el produccionismo por razones filosófico-teológicas. Aún así, ofrece algunos motivos para aferrarse a las otras dos. Con respecto a la evolución pasiva influenciada por Dios, sugiere brevemente que se podría argumentar que “era conveniente que Dios no destruyera las especies ya existentes, sino que se sirviera de ellas, es decir, modificándolas y elevándolas a una forma superior”. En cuanto a la evolución activa influenciada por Dios, afirma que se podría decir que:
Dios produce directamente aquellas cosas que sólo pueden ser hechas por su acción. Pero la producción de especies podría efectuarse por causas secundarias, a través de la evolución de las especies primitivas en las que virtualmente estaban contenidas. Por lo tanto, era más conveniente que esas especies surgieran a través de una evolución activa. (p. 309)
Hugon afirma que prefiere el produccionismo como filosóficamente más probable. Primero, afirma que “si bien la evolución activa no implica ninguna contradicción metafísica, el hecho de la evolución no puede admitirse a menos que se determinen razones a posteriori” (p. 310). Ahora bien, había mostrado que no existían tales razones (o al menos ninguna que lo convenciera o de la que tuviera conocimiento). En segundo lugar, suponiendo nuevamente que la evolución es un desarrollo hacia una naturaleza más perfecta, Hugon afirma que “admitiendo la evolución, uno debe concluir que las especies inferiores se ordenan al tipo superior como un complemento propio y esencial, y por lo tanto que todas las especies inferiores los tipos son esencialmente imperfectas e incompletas” (p. 309). Pero había mostrado que existieron especies pasadas que eran perfectas y completas, lo que claramente contradice la conclusión.
Finalmente, Hugon presenta un argumento sobre la belleza del universo y afirma que admitir la evolución va en contra de ella. Para Hugon “la belleza del universo se almacena en la multitud de formas completas en sí mismas” (p. 311). Ahora bien, si las especies antiguas fueran imperfectas e incompletas, entonces el universo no habría sido hermoso entonces (y aún ahora, ya que las especies de hoy todavía estarían evolucionando hacia otras más perfectas), ya que habría habido un tiempo con especies incompletas e imperfectas. Es más, habría habido un tiempo en que no habrían existido todas las especies. Sin embargo, la abundancia y multitud de especies pertenece a la belleza del universo. Por lo tanto, la belleza del universo sería destruida. Dado que “la producción de especies se refiere a la constitución de la naturaleza misma”, esta “debe proceder directamente del Autor de la naturaleza”. Por lo tanto, “la constitución de las especies debe haber sido directamente de Dios” (p. 309).
En cierto sentido, en lugar de encontrar la bondad de la ciencia contemporánea para profundizar en el misterio de la creación y de lo divino, Hugon y Gredt mapearon la ciencia natural en jerga tomista, por así decirlo. Rechazaron la teoría de la evolución, aferrándose, quizás demasiado, a algunos principios provenientes de su interpretación de las ideas de santo Tomás. Ahora bien, si observamos cómo Tomás aborda algunas cuestiones teológicas de su tiempo, podemos ver que su ejemplo, al menos en algunos casos, propone otra actitud metodológica.
Tomás teólogo y el conocimiento de la naturaleza
Uno de los enigmas teológicos más interesantes para los que Tomás de Aquino recurre al conocimiento sistemático disponible del mundo natural es el de la encarnación. Entre los muchos problemas teológicos que abordó en torno a esta materia, uno fue la cuestión de la concepción divina en el seno de la Virgen María con las herramientas que le proporcionaba la biología aristotélica. De hecho, el uso que hizo Tomás de Aquino de las doctrinas de Aristóteles sirvió no solo como un instrumento para responder una pregunta teológica discreta, sino que también ayudó a dar forma a esa misma pregunta y a presentarla como teológicamente relevante[2].
En S. Th. III, 31, 5, Tomás pregunta si la carne de Cristo fue concebida de la sangre purísima de la Virgen (ex purissimis sanguinibus virginis). Antes de asumir su respuesta, vale la pena mostrar cómo su comprensión de la biología aristotélica dio forma a su interpretación de la pregunta que estaba formulando. El término latino purissimis generalmente se entendía como una referencia al sentido espiritual de María como la más pura de las criaturas. En este sentido, Tomás aporta la autoridad de Juan Damasceno en el sed contra, quien afirmaba que “el Hijo de Dios construyó para sí mismo, de la casta y purísima sangre de una virgen, una carne animada por un alma racional”. El griego original dice ἐκ τῶν ἁγνῶν αἱμάτων, con ἁγονός-ή-όν como el único adjetivo aplicado a la sangre. Este adjetivo se puede traducir tanto como casto o como puro, y es una indicación de cómo se plantea la pregunta dentro de un contexto espiritual. De hecho, la siguiente frase del damasceno dice: “tomando para sí las primicias del barro humano, el mismo Verbo se hizo persona del cuerpo”, reforzando la idea de que estaba escribiendo en un sentido espiritual (Juan de Damasco, 1899, p. 270.)
La respuesta de Tomás, sin embargo, muestra cómo la biología reproductiva de Aristóteles reconfiguró la forma en que abordaba la cuestión. Como quedará claro, Tomás entendió el término purissimis sanguinibus más bien biológicamente que espiritualmente, es decir, como la sangre de la cual se hizo la carne de un nuevo ser humano. Para Aristóteles, la mezcla de la sangre es el resultado de la nutrición. De esa forma, la ingesta de alimento es, en cierto modo, preparada por el ser vivo para que pueda convertirse en cualquier parte del organismo. Así, la sangre se dirige hacia todo el cuerpo y posee la potencialidad de convertirse en cualquier parte de él. Al explicar la reproducción humana en De partibus animalium y De generatione animalium, Aristóteles señala que se produce según la unión de las semillas masculina y femenina. Estas semillas se forman como la última etapa de la mezcla de sangre, en la que la sangre experimenta un realce final de su potencia de forma. Las mujeres, debido a su debilidad natural, no pueden llevar su semilla a esta etapa final, por lo que no pueden reproducirse por sí mismas. Los hombres no tienen los órganos adecuados para cuidar de la descendencia durante sus primeras etapas de desarrollo. Así, el hombre y la mujer se necesitan mutuamente para la reproducción: la mujer aporta su semilla incompleta y lleva el embarazo, y el hombre aporta su semen más perfecto. Como acepta Tomás, en esta relación el semen masculino actúa sobre la semilla femenina incitándola a organizarse como un nuevo ser humano. Ambas no son más que sangre preparada en la medida de sus posibilidades (diferentes en hombres y mujeres) para poder transmitir la forma a una nueva generación.
Debido a que Cristo fue concebido sin semen masculino, Tomás señala en su respuesta que “pertenece al modo sobrenatural de la generación de Cristo que el principio activo de la generación fuera el poder sobrenatural de Dios”. Sin embargo, asumiendo esta intervención divina, el principio pasivo de la generación era el mismo que en cualquier otra concepción humana:
Pertenece al modo natural de Su generación, que la materia de la cual Su cuerpo fue concebido sea similar a la materia que otras mujeres suministran para la concepción de su descendencia. Ahora bien, esta materia, según el Filósofo (De Gener. Animal.), es la sangre de la mujer, y no cualquiera de su sangre, sino llevada a un estado más perfecto de secreción por el poder generativo de la madre, a fin de ser apta para la concepción. (S. Th. III, 31, 5)
Por lo tanto, al presentar su propia visión sobre cómo Dios actuó en la concepción de Jesús, Tomás también indica su interpretación de la cuestión. Por un lado, mientras el Espíritu Santo fue el poder activo, María proveyó la sangre en el estado de secreción más perfecta. Mientras que originalmente la expresión “sangre casta/pura” era una referencia a la santidad y virginidad de María, en Tomás también es una referencia al hecho de que la sangre sobre la que Dios actuó era, biológicamente hablando, aquella sangre en la que la virtud propia de sangre está en su punto más perfecto. Así, las enseñanzas biológicas de Aristóteles ayudaron a Tomás a comprender mejor una de las creencias fundamentales del cristianismo, a la vez que reconfiguraron una cuestión que no se habría planteado de esa manera si no hubiera estado trabajando dentro de ese marco biológico.
Un segundo ejemplo es el de la ubicación terrenal del jardín del Edén, en S. Th. I, 102, 1. Tomás propone que el jardín pudiese estar ubicado en una región, al menos hasta entonces, inexplorada, apoyándose en el conocimiento de que había lugares aislados por obstáculos naturales. Los tres obstáculos que nombra corresponden a los tres límites que Ptolomeo propone en su Geografía: a saber, el Hindu-Kush a Oriente, el cual no había sido transitado hasta el momento; a Occidente el mar, que es un cuerpo de agua continuo que termina en las costas orientales de la India, y finalmente las zonas tórridas más allá de Etiopía, la cual no son aptas para el hombre debido al calor extremo que provoca su proximidad al sol. Así, dada la geografía ptolemáica, el jardín del Edén debe haber estado o en el hemisferio sur, en la zona habitable entre el trópico de Capricornio y el círculo antártico, o en la India, entre las estribaciones orientales del Hindu-Kush y las costas orientales indias del Atlántico.
En ambos de estos ejemplos, elegidos precisamente por referir al conocimiento natural más afín a lo que hoy entendemos por ciencia natural, Tomás asume tal conocimiento como dato fundamental para resolver cuestiones de pura teología. No es novedad decir que santo Tomás fue un hombre de su tiempo y no se escudó detrás de una falsa pretensión de aferrarse al pasado para abordar los problemas más apremiantes y determinantes de la filosofía y la teología del siglo XIII. Si bien fundó gran parte de su pensamiento en el de san Agustín y los Padres de la Iglesia, también abrazó sin dudar la nueva filosofía aristotélica, lo que significó que fue un pensador en cierta forma heterodoxo para muchos de sus colegas. Se apropió de las ideas más modernas, por decirlo así, de la naturaleza y el mundo natural y, reconociendo su modernidad, abordó problemas teológicos de su presente y su pasado. En cierto modo, Tomás estaba comprometiendo a su teología con el mejor conocimiento del mundo natural que disponía para intentar ofrecer soluciones a problemas teológicos concretos.
La enseñanza de Tomás para el diálogo de la teología contemporánea con la ciencia
Los ejemplos de la sección muestran someramente la gran diversidad de formas en que la teología puede realmente involucrarse con discursos sistemáticos sobre el mundo natural. Los niveles de discusión con el conocimiento del mundo natural varían y, en última instancia, dependen del tema en cuestión. Esta variedad y diversidad recuerdan las enseñanzas de John H. Brooke, quien afirmara que las relaciones entre la ciencia y la teología (o la religión en general) son complejas, implicando que existe una amplia gama de posibles interacciones.
En un sentido no trivial, John Brooke cambió el enfoque de cómo abordar el estudio de las relaciones entre ciencia y religión, algo a lo que Perry y Leidenhag parecen aspirar inspirados en el trabajo de Peter Harrison. En su volumen, Brooke argumentó que la historia de las relaciones entre ciencia y religión no mostraba un patrón fijo, sino que eran tan complejas que no era posible agruparlas en ninguna tipología. Brooke encuentra ejemplos de estos diferentes tipos de relaciones particularmente en el surgimiento de la ciencia moderna durante los siglos XVII, XVIII y XIX. Por ejemplo, Brooke señala que, durante los inicios de la ciencia moderna, el pensamiento teológico desempeñó un papel clave en el desarrollo de la nueva filosofía experimental, atomista, matemática y mecánica de la naturaleza.
La perspectiva de Brooke fue traída al presente en el trabajo de David Livingstone (2020), quien argumenta que hoy en día también debe complicarse el estudio de esas relaciones, y que este estudio no puede encajar estas relaciones en tipologías contemporáneas. Para Livingstone, este complejizar debería pluralizar el compromiso de las diferentes ciencias con la diversidad de tradiciones religiosas; localizar este compromiso situándolo en sus contextos geográficos; hibridarlo, prestando atención a las síntesis transculturales; e incluso politizarlo. En última instancia, Livingstone apunta al hecho de que la idea de la ciencia o la religión como empresas puras debe subvertirse, y que esta impureza “nos alerta del contexto más amplio de la ‘ciencia’ y la ‘religión’” (p. 287). Como comenté más arriba, esta es la idea que Peter Harrison presentó al analizar la historia de las nociones mismas de ciencia y religión en su obra de The Territories of Science and Religion. En este trabajo, Harrison básicamente sostiene que “religión” y “ciencia” no son categorías naturales, y como tales, no pueden tener una relación perenne que pudiera tipificarse, y de ahí que el proyecto de Perry y Leidenhag se presentase como una continuación del trabajo de Harrison.
Mi punto aquí es que el observar los ejemplos en los que uno de los teólogos más influyentes de la historia, Tomás de Aquino, asumió el dato de la ciencia natural para su trabajo teológico, puede enriquecer la idea contemporánea de una teología comprometida con la ciencia, con la sutileza de la diversidad en cómo la teología puede relacionarse con las ciencias naturales, tomando prestada la idea de complejidad en estas relaciones del trabajo de John Brooke. De hecho, los ejemplos de Tomás muestran que el método básico que Perry y Leidenhag proponen como guía para la teología comprometida con la ciencia, es decir, que los teólogos sean audaces al plantear preguntas empíricas a las ciencias naturales, abre el camino a una amplia gama de posibilidades. Por lo tanto, habrá problemas teológicos que serán científicamente informados en sus respuestas, otros que estarán respaldados científicamente, y otros que simplemente se involucrarán en un diálogo comparativo para el enriquecimiento mutuo. Y aún más, yendo más allá del conocimiento científico del mundo natural, Tomás se involucra con reflexiones filosóficas sobre este conocimiento.
Estos diferentes tipos de compromiso se vuelven evidentes si se revisan los ejemplos descritos en la sección anterior. El primero, sobre la encarnación de Cristo en relación con la biología embrionaria, es en realidad bastante complejo. De manera similar a Kuhn, la aceptación de Tomás de la teoría aristotélica de la reproducción humana determina la forma en que interpreta no solo el texto patrístico con el que está tratando, sino incluso la misma pregunta que está planteando. Él era ciertamente muy consciente de su reformulación de la pregunta, ya que sabía que su forma de entender el texto del Damasceno no estaba alineada con la intención original del Padre griego. Sin embargo, procede y añade al menos una nueva capa de significado a la expresión ex purissimis sanguinibus virginis. Esta es una imagen tomada del mundo natural: un elemento anatómico como la sangre, que hace que la pregunta teológica caiga directamente bajo el ámbito de las ciencias naturales, abriendo el camino para explorarlo desde esa perspectiva. Por lo tanto, Tomás desarrolla nuevos aspectos de la imagen de la sangre a través de su comprensión aristotélica de los procesos naturales relacionados con la imagen. El hecho de que el autor humano original de esta imagen, Damasceno, pudiera haber sido ignorante sobre las ciencias naturales relacionadas con los elementos que eligió no implica que los teólogos posteriores no puedan seguir el camino hermenéutico que estamos describiendo. Porque, aunque, a diferencia de Tomás con su biología aristotélica, Damasceno quizás no sabía cómo la sangre estaba relacionada con la reproducción humana, su selección de la sangre como el elemento que representa la relación orgánica entre Cristo y su madre humana puede leerse como una elección providencial. Su calificación de esta sangre como la más pura, aunque originalmente apuntara a la inmaculada espiritualidad, también puede explorarse en sus implicaciones anatómicas, que es lo que hizo santo Tomás.
El caso de la ubicación del Edén es de una naturaleza diferente. En este caso, Tomás apunta a preservar la letra del texto sagrado, insistiendo en que la historia narrada en el Génesis debe tomarse como un relato histórico, por lo que debe haber una ubicación geográfica que corresponda al Jardín. Dado que se trata de una ubicación geográfica, el argumento debe llevarse a cabo con las herramientas proporcionadas por la geografía. Tomás encuentra que esta ciencia presenta suficiente evidencia para sostener su interpretación de los textos bíblicos, al mostrar que, de hecho, hay ubicaciones inexploradas –e incluso inexplorables– al este del mundo conocido que son candidatos adecuados para el Edén. Este compromiso, en lugar de basarse en el hecho de que hay algún tipo de superposición debido al uso de imágenes, como en el ejemplo de la sangre de María, encuentra la superposición debido a una cierta forma de entender el sentido del texto sagrado. Así, Tomás está utilizando el mejor conocimiento del mundo natural proporcionado por disciplinas distintas a la teología para elaborar comparaciones con el texto bíblico, avanzando así en una interpretación teológica particular de esos textos.
Una vez más, estas instancias en las que Tomás enfrenta preguntas teológicas recurriendo al mejor conocimiento del mundo natural disponible en su tiempo apuntan hacia la variedad y diversidad de los distintos tipos posibles de interrelaciones también en la actualidad. Uno podría incluso argumentar que, diferenciándose de lo que Perry y Leidenhag proponen para la teología comprometida con la ciencia, el caso de Tomás muestra que uno puede comprometerse con las ciencias naturales a nivel local y, al hacerlo, también contribuir a un proyecto teológico más amplio, y por lo tanto comprometerse a un nivel teológico más general. El proyecto teológico más amplio de santo Tomás de Aquino es, ciertamente, demostrar la no irracionalidad de la fe cristiana, y de ahí su constante compromiso con la filosofía en general y con las ciencias naturales medievales en particular.
Peter Harrison (2021) ha reflexionado sobre este método teológico propuesto por Perry y Leidenhag, sugiriendo tres desafíos que se propone evitar:
1) un patrón de servilismo en el que la ciencia siempre triunfa sobre la teología; 2) una agenda anticientífica que rechaza la legitimidad de la ciencia o niega que tenga algo útil que ofrecer a los teólogos; 3) una afirmación de la total independencia de la ciencia y la teología que niega cualquier punto significativo de contacto. (p. 476)
Siguiendo el ejemplo del mismo Tomás, el tomismo comprometido con la ciencia, o science-engaged Thomism como suelo llamarlo en inglés, ciertamente podría evitar estos desafíos, incluso si algún tomismo del pasado no lo ha hecho. De hecho, el tomismo suele enfrentarse con la objeción de que, al situarse en un nivel de análisis diferente (ya sea en la metafísica del ser o en la filosofía hilemórfica de la naturaleza), simplemente se distancia de cualquier discurso científico. Por el contrario, creo que un verdadero tomismo comprometido con la ciencia no solo es viable, sino que también seguiría el ejemplo establecido por el mismo santo Tomás sobre cómo abordar ciertas cuestiones teológicas, y que hoy está presente en dentro de ciertos círculos tomistas.
Un enfoque verdaderamente tomista consideraría cuestiones y problemas teológicos, como lo hizo Tomás de Aquino, y un tomismo comprometido con la ciencia buscaría conexiones relevantes con las diferentes ciencias a nivel local. Harrison, sugiere que este método podría “brindarnos nuevas oportunidades para re-imaginar aspectos de una tradición cristiana que se habían perdido como consecuencia de hábitos mentales que surgen de conceptos e ideas modernas” (p. 478). De hecho, la búsqueda de un sistema tomista, el gran proyecto del neotomismo de principios del siglo XX, podría verse como uno de esos hábitos mentales no tan beneficiosos que surgen de la modernidad. Sobreabundan los textos en los que se intenta enmarcar (¿encerrar?) el pensamiento de Tomás dentro de un sistema moderno de pensamiento. Intentando describir la filosofía perenne, Jacques Maritain (1931) ha dicho que ella:
ha sido sistematizada por Tomás de Aquino, quien le dio una formulación científica como una filosofía sistemática, que es perdurable y permanente, pues desde su fundación como sistema ha permanecido como una tradición poderosa y viva. Este sistema no es otro que el sistema tomista. (p. 100)
El problema es que el mismo Tomás no buscó definir su pensamiento en tanto que sistema, si no que buscó, por medio de las más diversas herramientas de filosofía natural y metafísicas, resolver problemas filosóficos y teológicos de su tiempo.
En última instancia, lo que me gustaría sugerir es que existen innumerables temas dentro de la filosofía y teología tomista para los que un compromiso positivo con las ciencias naturales podría ayudarnos a comprender mejor la realidad natural y divina. Hoy por hoy, por ejemplo, esta metodología se ve presente en el trabajo del teólogo austríaco Simon Kopf (2022), quien se involucra con la teoría evolutiva para desarrollar una teología de la teleología; el filósofo argentino Juan José Sanguineti (2019), quien recientemente ha escrito extensamente sobre cómo las neurociencias pueden iluminar nuestra comprensión de la persona humana; el bioquímico estadounidense Nicanor Austriaco (2019), quien también se ocupa de la teoría de la evolución para comprender sus implicancias para la imagen teológica de la persona humana (aunque ahora se encuentra abocado al desarrollo de vacunas en Filipinas), o el filósofo y médico chileno Juan Eduardo Carreño (2024), quien, siguiendo el estudio sobre la encarnación, argumenta que “los datos biológicos modernos ofrecen espacio para subrayar aún más el papel activo de la Madre de Dios en la generación de su Hijo” (p. 83).
Así, en lugar de defenderse contra los hallazgos de las ciencias naturales, y siendo fiel al espíritu de santo Tomás, un tomismo contemporáneo comprometido con la ciencia haría uso de las herramientas y recursos que estas le ofrecen para progresar en sus respuestas a nuevas y apremiantes cuestiones teológicas.
Referencias
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[1] Para la consideración de otros neo-tomistas como Désiré Mercier o Réginald Garrigou-Lagrange, OP (1877-1964), ver Silva (2024), así como los artículos en este volumen de Oscar Beltrán (para Jacques Maritain y Étienne Gilson) e Ignacio del Carril (para Juan González Arintero).
[2] Para una exposición más extensa y de otros ejemplos, ver Silva & Recio (2023).