El rostro de Domingo: quiasmo, hipérbole y simbolismo teológico en El Hombre que fue Jueves de G. K. Chesterton
Sunday’s face: Chiasmus, Hyperbole and Theological Symbolism in The Man who was Thursday by G. K. Chesterton
Thiago Rodríguez Harispe
Universidad Católica Argentina, Buenos Aires, Argentina
thiago160404@gmail.com
DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt56.28.2025.361-384
Resumen: En este trabajo nos proponemos analizar el simbolismo teológico presente en el rostro de Domingo, personaje de El Hombre que fue Jueves: una pesadilla de G.K. Chesterton, en relación con la experiencia humana del abismo divino. Utilizamos para ello el método de la analogía estructural propuesto por Karl-Josef Kuschel en orden a realizar un estudio interdisciplinario entre la ciencia teológica y la crítica literaria. Proponemos como hipótesis central que la novela expresa la experiencia del abismo teológico por medio de un simbolismo quiásmico e hiperbólico que articula toda la estructura onírica de significación de la obra.
Palabras clave: G.K. Chesterton, El Hombre que fue Jueves, simbolismo teológico, Domingo, rostro de Dios
Abstract: This paper seeks to analyze the theological symbolism embodied in the face of Sunday, a character on The Man Who Was Thursday: A Nightmare by G. K. Chesterton, in relation to the human experience of the divine abyss. To this end, we employ the method of structural analogy proposed by Karl-Josef Kuschel, with the aim to conducting an interdisciplinary study between theological science and literary criticism. Our central hypothesis is that the novel expresses the experience of the theological abyss through a chiasmic and hyperbolic symbolism that structures the entire oneiric framework of meaning within the work.
Keywords: G. K. Chesterton, The Man Who Was Thursday, theological symbolism; Sunday; God’s face
Recibido: 11/01/2025
Aceptado: 30/04/2025
Introducción
Because my name is Lazarus, and I live
Chesterton, The convert
Gilbert Keith Chesterton fue un hombre de búsqueda, un sujeto cuyo itinerario espiritual tuvo a lo largo del camino de la vida numerosos redireccionamientos. Si uno se para desde el ángulo adecuado, podrá notar cómo el conjunto de su producción literaria adquiere la forma de un imponente paisaje montañoso perfectamente delimitado y coherente que contiene una profunda vitalidad a la vez estática y a la vez móvil, como las marmóreas imágenes que Dante presenta en el canto X del Purgatorio. Sólo esta imagen nos ha convencido para tratar de expresar cómo su obra manifiesta con delicadeza pictórica su viaje a través del gran teatro de nuestro mundo. En particular, la novela The Man Who Was Thursday, considerada por muchos como su obra maestra en la narrativa, fue publicada en 1908, mismo año en que se publicó Orthodoxy. Mientras que en este segundo texto explica la filosofía de vida cristiana que ha logrado por fin asentarse en su corazón luego de tantas desventuras, en el primero narra, en cambio, la pesadilla filosófica que experimentó durante su juventud junto a los otros integrantes de su generación a finales del siglo XIX. Empero, dicho texto no agota su contenido en la mera explicación biográfica: Chesterton acaba esbozando en él un titánico cuadro de toda la historia de la humanidad y su odisea (e ilíada) por conocer lo absoluto en medio del gran bosque de tinieblas del universo. Esto le otorga al texto una identidad multifocal y proteica que se expresa en una compleja hibridez genérica: se trata de un experimento que oscila entre la novela policial, el ensayo filosófico y el cuento de hadas.
Nos proponemos en este trabajo analizar los recursos que el autor utiliza para expresar la experiencia del abismo en la vida espiritual, esto es, la distancia (aparentemente, insondable) entre Dios y el hombre, y la dificultad de este último en creer en un ser bello y bondadoso en un mundo lacerado por el mal que parece luchar consigo mismo. Proponemos como hipótesis central que el contenido a analizar (la vivencia del abismo espiritual) se manifiesta en la forma narrativa (es decir, en la estructura de la novela) por medio de un simbolismo literario basado en los recursos del quiasmo (por medio del cual se expresa, fundamentalmente, la experiencia de la confusión como fruto del juego de apariencias de la realidad) y la hipérbole (siempre creciente y que intensifica cada vez más la confusión quiásmica de la novela). Estos recursos articulan toda la estructura onírica de significación de la obra. Para analizar esta articulación simbólica nos centraremos en la imagen del rostro de Domingo que, a nuestro parecer, se encuentra en el centro de cada metáfora abismal y sintetiza a modo de sinécdoque las principales notas de dicha experiencia presentadas en la novela.
Enfocaremos nuestro estudio, en primer lugar, desde la teología sobrenatural (sobre todo desde la rama de la teología fundamental) a fin de realizar un diálogo mutuo entre el contenido del texto y la fe revelada. Asimismo, nos serviremos de la teología filosófica (también llamada teología natural) para analizar la problematización que el texto plantea acerca de qué es aquello que podemos decir realmente de Dios por medio de las categorías y los procedimientos de nuestro intelecto.
Nuestra propuesta busca devenir en un análisis interdisciplinario entre la ciencia teológica y la crítica literaria. Esto quiere decir que no buscamos realizar, por un lado, un mero análisis literario con algunos matices teológicos ni mucho menos, por otro lado, abstraer y descuartizar al objeto literario tomando de él sólo lo concerniente a lo teológico. Aspiramos a lograr que ambas disciplinas dialoguen en un análisis unitario que nos permita acercarnos simultáneamente tanto a la verdad del texto como a la experiencia de cuestiones trascendentales que dicha verdad textualizada nos presenta. Nos basamos para esto en el método de la analogía estructural propuesta por Josef Kuschel (Barcellos, 2007, pp. 265-269; 2008, p. 301). Esto implica que no vamos a emplear ni un método meramente confrontativo (es decir, uno que enfrente tajantemente lo dicho en las Escrituras con lo dicho en el texto literario para ver si concuerda o no), ni otro meramente correlativo (es decir, uno que vea el valor de lo literario sólo en cuanto tenga correspondencias con elementos trascendentales que conciernen a la teología). El método de Kuschel busca al mismo tiempo señalar correspondencias y diferencias entre ambos discursos. La obra de arte es vista en sí misma como una iluminación del misterio del hombre y es a partir de esta óptica que procedemos en nuestro análisis: buscamos aproximarnos al fenómeno humano de la expresión literaria dentro de la cual se enmarca la paradójica experiencia del abismo espiritual.
Tendríamos que hacer mención brevemente, pues, de qué entendemos exactamente por “abismo”. Aquí también nos basamos fundamentalmente en Kuschel (Barcellos, 2007, p. 268), quien señala que dicho concepto posee una doble acepción. Por un lado, la noción del abismo divino expresa que Dios es mucho más que un mero instrumento de salvación o que una simple categoría de pensamiento. Del mismo modo, la noción de abismo implica que el Señor es inconmensurable e inefable: su identidad más íntima es el misterio. Esto último encuentra su paralelo con lo que plantea Chesterton (1908/2010) en Orthodoxy: “Ésta es la paradoja primordial de nuestra religión: algo que no hemos conocido en ningún sentido pleno, que no sólo es mejor que nosotros mismos, sino también más natural a nosotros que nosotros mismos” (p. 186). Este carácter enigmático es algo fundamental en la relación del hombre con Dios, algo tan esencial que persiste aún incluso en la perfecta y postrimera visión beatífica. La visión de la gloria eterna no consiste como tal en la develación total y absoluta del misterio divino sino en una apertura radical del hombre a la cercanía absoluta con el mismo, siendo la incomprensibilidad misma de Dios el contenido de la visión propiamente dicha, ahora vista bajo el foco de luz de la eternidad (Rahner, 1962, p. 78).
El texto de Chesterton incorpora en relación con esta segunda acepción de “abismo” una cuestión no menos importante: el problema del dolor. Si, efectivamente, Dios es un ser bueno, bello y bondadoso (de hecho, si Él mismo se identifica realmente, como plantea la metafísica clásica y medieval, con el Bien, la Verdad y la Belleza en sí mismos), ¿por qué existe el mal en el mundo? ¿Por qué las guerras, las epidemias, las catástrofes? Si todo hombre tiene conciencia de que el mal no tiene derecho a la existencia y de que el mundo es lo sustancialmente bueno, mientras que el mal es el príncipe usurpador del mismo (Chesterton, 2021a, p. 300), entonces, ¿cómo conciliar ambas ideas? En términos de Blake: ¿por qué Dios creó al cordero y luego al tigre que devorará al cordero?
Estas dos últimas nociones (Dios como misterio y, dentro del mismo, el problema del mal) son las temáticas centrales que plantea la novela y, en consecuencia, serán los puntos principales que abordaremos a lo largo de nuestro análisis. Antes de pasar al trabajo propiamente dicho, consideramos pertinente mencionar una o dos palabras acerca de la novela en cuestión.
Algunas notas sobre El hombre que fue Jueves
La novela es una pesadilla. Ese es, efectivamente, su subtítulo: a Nightmare. El poema inicial dedicado a Edmund Bentley ya nos abre esta clave de lectura en su primer verso y los siguientes: “A cloud was on the mind of men [...] This is a tale of those old fears” (Chesterton, 1910, p. 3). Esta juventud de clima nublado le dejó al autor, según sus propias palabras, “la certeza de la objetiva solidez del pecado” y, de no haberla superado, lo habría llevado “a la adoración del demonio o adonde demonios hubiera sido” (2003, pp. 88-89). Es esencial entender este punto para comprender la figura de Domingo pues, según el propio autor, la novela como tal es:
Una pesadilla sobre las cosas, no tal como son, sino como le parecían al joven ligeramente pesimista de los años noventa; y el ogro, que aparece brutal pero que también es, en el fondo, benevolente, no es tanto Dios, en un sentido religioso o antirreligioso, sino la Naturaleza a los ojos de un panteísta cuyo panteísmo naciera del pesimismo. (p. 113)
Domingo es, pues, una imagen divina, pero el contenido de dicho predicativo no se identifica en principio con la identidad del Dios cristiano como tal sino, antes bien, con la imagen del distorsionado (y distorsionante) Dios-Naturaleza. Pensemos en el juego que se realiza en el idioma original con el nombre del personaje: “Sunday” es, literalmente, el día del sol y, asimismo, el Día del Señor, el shabbath. En la novela ambos elementos se identifican dado que, si el Señor del Sábado es el universo, éste se identifica también, en consecuencia, con el sol, que es a su vez centro y sinécdoque natural de la vida en el cosmos. De ahí también que su cuerpo sea corpulento e hinchado: la razón de su hiperbólico aspecto físico parece encontrar su fundamento simbólico en su identidad como concreción material en miniatura de todo el universo deificado en un personaje enigmático y escurridizo. Es, por así decir, un sol en miniatura, un huevo cósmico.
Se comprueba, de este modo, lo que Chesterton (2018) dice en The defendant: “Toda gran literatura siempre ha sido alegórica, porque es una alegoría de un modo de ver el universo”. De ahí que el Libro de Job, al igual que la Odisea y la Ilíada, sea una obra grande y magnífica: es una alegoría en el fondo porque “toda vida es un enigma” (p. 62). Y ese es, justamente, el dilema final hacia el cual toda la novela se dirige. Luego de atravesar hiperbólicamente el delta quiásmico constituido por el juego de disfraces entre el Bien y el Mal, la contradicción del universo y la imposibilidad de comprender a Dios, el texto culmina presentando la fuente que irriga el fluir narrativo de toda la novela: el problema del dolor, tal cual como es presentado en el libro de Job.
Pero de esto, en otro momento. Ahora pasemos al rostro de este Señor universal (o, más bien, de este Universo divino).
Quiasmo (cuarto oscuro y primer banquete)
Proponemos como hipótesis que la escena del cuarto oscuro (Cap. IV) y la escena del primer banquete del consejo anarquista (Cap. V) forman entre sí un quiasmo simbólico-temático que tiene por función expresar la paradójica incongruencia que experimenta el pesimista filosófico al vislumbrar el orden moral del mundo, esto es, el sentimiento general de que el bien se disfraza de mal y el mal se disfraza de bien. Esto es propio de la pesadilla espiritual de los protagonistas de la novela, inmersos en un juego de máscaras que no les permite discernir con total seguridad qué es real de aquello que ven y qué no.
Esto entra en diálogo directo con el Libro de Job: en palabras del propio Chesterton (1915, p. 17), una de las principales bellezas intelectuales presentadas en el libro del Antiguo Testamento es el deseo de conocer lo que es y no meramente lo que parece. Este deseo de conocimiento culmina con dos respuestas principales: que los acertijos de Dios son más satisfactorios que las respuestas de los hombres (p. 22) y que el hombre encuentra su consuelo en las paradojas más que en las verdades delimitadas (p. 27). El quiasmo es la personificación retórica y temática de este aspecto paradojal y contradictorio de la realidad distorsionada que presenta la pesadilla.
Como señala Avenatti (2012), dado que el quiasmo se encuentra relacionado con la paradoja y con el contraste y debido a su carácter mediador entre la palabra y la imagen, es un recurso más que adecuado para expresar cualidades trascendentales o incomprensibles de la realidad, dado que “pensar en clave quiásmica ayuda a evitar el dominio de un término sobre otro impidiendo la unidireccionalidad del discurso” (p. 17). Al estar constituido por dos cláusulas compuestas de los mismos elementos pero en orden inverso, el quiasmo resulta un recurso propicio para expresar situaciones contradictorias y paradojales dado que, primero, presenta una determinada realidad en su primera cláusula y luego, en su segunda cláusula, presenta otra realidad compuesta exactamente por los mismos elementos presentes en la primera cláusula, pero dados vuelta (Por ejemplo, las palabras de Mc. 2, 27: “El sábado por el hombre fue instruido, y no el hombre por el sábado”).
Siguiendo esta clave de lectura, nosotros proponemos pensar la paradoja como la expresión relacional de una realidad quiásmica compuesta por cláusulas antitéticas entre sí que es llevada hiperbólicamente, en sentido expansivo, hasta su extremo lógico sin que ello implique la destrucción de sus componentes elementales. Según nuestra (muy provisional) definición, los componentes de una realidad paradojal son elementos naturalmente opuestos entre sí que, sin embargo, en lugar de destruirse eligen convivir en un tirante equilibrio de expansión lógica. Al impactar en nuestra psique, esta armonía de tensiones se traduce como obscuritas, razón por la cual nos cuesta tanto entender las paradojas: siempre están rodeadas de un halo de misterio. Son una realidad delimitada pero que, al mismo tiempo, siempre se está expandiendo más y más hacia los extremos lógicos: nunca acabamos por agotar su contenido. Las paradojas nos generan la constante y falsa sensación de que son meras contradicciones que en cualquier momento, como un veterano edificio roído por los años, van a mostrar alguna falencia y a caer sobre sus propios cimientos. Sin embargo, la sorpresa de las paradojas es que rompen siempre con lo concebido como propio del sentido práctico de las cosas y consolidan, de este modo, una lógica propia que nos excede y que aumenta los horizontes de nuestra vida.
No proponemos que esta concepción de la paradoja sea universal e indiscutible, pues justamente las paradojas nos exceden constantemente y son prácticamente imposibles de clasificar. Sin embargo, consideramos que esta provisional caracterización sirve para el análisis que nos proponemos en este pequeño estudio y, grosso modo, aplica para ciertas paradojas básicas y fundamentales. Por ejemplo, Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre, esto es, Dios en su totalidad identificado como hombre y hombre en su totalidad identificado como Dios. Su propia misión es, del mismo modo, quiásmica, como bellamente expresa C. S. Lewis (2014): “The Son of God became a man to enable men to become sons of God” (p. 96). De este modo, podría pensarse que toda la novela de Chesterton se encuentra estructurada en una serie de quiasmos encadenados, irrigados cada uno de ellos por una hipérbole onírica presentada in crescendo que culmina con la álgida escena del banquete esjatológico.
Pasemos, entonces, a la novela en cuestión. En primer lugar, analizaremos la escena del cuarto oscuro. Luego contrastaremos esta escena con la del primer banquete, mostrando cómo mantienen entre sí una oposición quiásmica. Finalmente, analizaremos en clave interdisciplinar la segunda escena de este quiasmo.
Domingo es presentado como el jefe de los policías. Ya de por sí, la literatura policial tiene una gran impronta en la obra de Chesterton. Los detectives y los policías no son meramente empleados estatales o privados: son caballeros del orden. “[Los policiales] nos recuerdan que vivimos en un campo de batalla, que estamos en guerra contra un mundo caótico y que los criminales, los hijos del caos, no son más que los traidores que acechan detrás de nuestras puertas” (Chesterton, 2018, p. 137). Por tanto, el hecho de que Domingo sea el jefe de todos ellos implica que es el mayor de todos los agentes del orden, aquel que más tiene (o más se supone que tiene) como prioridad, en principio, reordenar el caos anarquista para mantener y proteger la armonía del mundo. Es prácticamente un agente demiúrgico de cosmos.
Syme va decidido a Scotland Yard para encontrarse con este ser misterioso, pasa por las manos de cuatro oficiales y casi antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, se encuentra con él en la habitación (1910, p. 63). Ese “almost before he knew what he was doing” recuerda al primer canto de la Commedia de Dante: “Yo no sé decir bien cómo entré en ella [la selva oscura], por el sueño que tenía en aquel punto en que dejé la senda verdadera” (2021, vv. 10-12, p. 5). Recordemos que el tono onírico es el predominante en la novela y que aquí Syme se encuentra descendiendo a un lugar oscuro. Si la referencia es o no intencionada, no lo sabemos, pero sí podemos ver que encaja coherentemente con el simbolismo general de toda la obra: Syme está realizando en este momento una catábasis.
Está, pues, en la habitación. Se pregunta sin dudas quién será este misterioso ser. Por supuesto, cualquier sujeto se pregunta, ante el encuentro con alguien nuevo, cómo será su rostro. Es lo primero que vemos en una persona y esto ha devenido en un símbolo literario tradicional: es expresión de los matices más finos de un ser humano, irradiación de su vida espiritual y la aparición de lo anímico en su cuerpo (Cirlot, 1992, pp. 390-391). Sin embargo, no, la cara no se le presenta a Syme: ese requisito tan básico en cualquier encuentro personal le es negado. Se encuentra en la oscuridad, pero “it was not the ordinary darkness (...) it was like going suddenly stone-blind” (Chesterton, 1910, p. 63).
Esa ceguera súbita que experimenta Syme al entrar a su oficina nos remite a dos hechos de las Sagradas Escrituras. En primer lugar, a la ceguera de San Pablo (Hch. 9, 3-4; 22, 6-7; 23, 13-14). Recordemos que esta ceguera repentina constituye el inicio de la conversión de Saulo y se da acompañada, justamente, de la escucha de la voz de Jesús. Del mismo modo, la escena de Syme constituye el primer encuentro directo que tiene con “el Señor” y es acompañado, del mismo modo, por una ceguera súbita y, luego de ella, una voz que le habla. La diferencia clara es que la ceguera de san Pablo es provocada por la luz mientras que aquí es la oscuridad la causa. Nótese cómo, desde esta lectura, la visión distorsionada de la pesadilla que narra la novela muestra la conversión como un evento oscuro e intranquilo pues se trata no de una adhesión a la fe cristiana sino, más bien, de una afiliación a uno de los dos bandos del séquito distorsionado del Dios-Naturaleza.
En segundo lugar, también nos remite al episodio en que la mano de Dios cubre a Moisés para que no vea su rostro (Éx. 33, 20-21). Recordemos, asimismo, que Domingo está no sólo a oscuras sino de espaldas. Esta imagen de la espalda de Domingo es casi una pintura exacta de las palabras de Yahweh: “Podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás” (Éx. 33, 23). La repentina ceguera de Syme y el hecho de que este ser aparezca sin que su rostro apunte hacia él es lo más importante de toda la escena. Proponemos que constituye una libre reformulación del tópico del Deus absconditus, tópico basado en las palabras de Isaías (Is. 45, 15) que será central en la construcción de la figura de Domingo a lo largo de toda la obra. El hecho de que el personaje se encuentre en la oscuridad absoluta del cuarto también remite a Dios mismo, quien se encontraba, según la lectura de la novela, en la oscuridad absoluta antes de la creación del mundo y de la luz: no hay visión aquí, sólo audición, del mismo modo que en el Génesis Dios crea por medio de la Palabra. Domingo mismo abre estas claves de interpretación en el último capítulo: “I sat in the darkness, where there is not any created thing, and to you I was only a voice commanding valour and unnatural virtue” (Chesterton, 1910, p. 273).
Se presenta, pues, el concepto de la Fe que se basa en la audición: una fides ex auditu (Rom. 10, 17), si bien posee la diferencia radical de que aquí Syme no sabe quién le habla y su fe es, literal y metafóricamente, ciega. Escucha y obedece, pero sin identificar voz con rostro, esto es, la identidad (pues la voz, el lenguaje, designa la esencia de las cosas) con el sujeto a quien le pertenece. Podemos leer esta capacidad de Syme de escuchar la voz de Domingo como un equivalente del hombre como capax Dei. Todo hombre busca naturalmente a Dios y Él lo atrae hacia sí (Catecismo de la Iglesia Católica - CEC, n. 27). El hombre emprende esta búsqueda motivado por un impulso latente que descubre dentro de sí mismo, situación equivalente a la de Syme cuando reconoce su afinidad intelectual con los policías-filósofos en la conversación que tiene con el guardia (Chesterton, 1910, p. 59).
En la audición se da el momento decisivo: Dios, revelando su misterio gratuitamente, le entrega verdades al hombre que de otro modo no podría reconocer (CEC, n. 50), del mismo modo que Syme no podría aprehender nada acerca del jefe de policía si no fuera porque este decide libremente hablarle. Conociéndose a sí mismo, el hombre se reconoce capaz de Dios y, en consecuencia, capaz de escuchar la palabra de Dios: está en la decisión del hombre, pues, abrirse a dicha revelación divina y escuchar lo que Dios tiene para decirle, pasando de ser un mero oyente a constituirse como creyente (Pié-Ninot, 2001, pp. 172-173). Abrirse a esta voz constituye una primera experiencia verdaderamente transformadora, como lo expresara el obispo de Hipona: “vocasti et clamasti et rupisti surditatem meam” (Conf., 1837, lib. X, cap. XXVII, p. 187).
El narrador menciona que, de forma misteriosa, Syme se percató de que este enigmático ser tenía una gran altura y se encontraba de espaldas, es decir, con su rostro escondido. Syme le plantea que no tiene experiencia para ser un policía-filósofo, pero eso no le importa a este ser: “You are willing, that is enough” (Chesterton, 1910, p. 63). Volviendo a lo anterior, recordemos que tampoco Saulo, el matador de cristianos, o Moisés, el tartamudo, tenían experiencia alguna para la misión que les tocó asumir. Del mismo modo que Syme fue llamado por esa voz, asimismo podemos leer aquí el llamado de una vocación que, como tal, es concedida gratuitamente como una salvación (CEC, n. 1699), como también se lo comunica tan particularmente Domingo: “I am condemning you to death” (Chesterton, 1910, p. 64).
Se le da a Syme la misión de un mártir. Sin embargo, la llamada no se da desde un trato personal e individual, antes bien con un modo sumamente frío, general, casi indiferente: “Are you the new recruit?” (p. 63). Este agente del cosmos habla impersonalmente mientras se oculta, y he aquí el centro de gravedad de esta escena: el bien se oculta como si fuera mal, el policía se oculta como si fuera un anarquista perseguido. Toda esta escena se encuentra basada en el pesimismo filosófico que impregna toda la pesadilla. El agente del cosmos, aquel ser bueno y justo, se esconde entre las sombras sin mostrar su rostro, convocando agentes para sus filas maquinalmente y sin ir nunca él mismo al campo de batalla. Es el rostro oculto de un dios frío e impersonal que condena a muerte a hombres enviándolos a una batalla contra el mal en la que él mismo no participa, casi como si Dios creara hombres destinados a ser justos para luchar contra hombres destinados a ser malos a fin de provocar una maniquea batalla cósmica sin fin en la cual sólo hay dolor y agonía.
Domingo, el supuesto agente cósmico, se oculta en recovecos oscuros, misteriosos, como un criminal. En el primer banquete, en cambio, Domingo asumirá el rol de agente caótico, presidente de los anarquistas y hará exactamente lo contrario: se presenta a la vista de todos comiendo con tranquilidad y hablando de sus planes terroristas a pleno pulmón. Notemos el gran contraste de estos dos momentos desde la óptica pesimista: el Bien se disfraza del Mal, el Mal se disfraza del Bien, y nadie se da cuenta de ese juego perverso (ni siquiera los propios personajes, sino hasta el final de la novela).
El rostro de Domingo en la escena del primer banquete refleja un abismo de inefabilidad. Es tan grande que no se lo puede contemplar con una sola mirada: tiene un ojo por aquí, otro por allá y es difícil sintetizar una imagen completa. Esto será un tema recurrente a lo largo de la novela, ya presente, como bien podemos apreciar, desde el primer momento en que se nos presenta su rostro a la vista.
El Dios-Cosmos se presenta como algo indecible que no puede ser comprendido del todo por su tamaño absolutamente colosal que excede al raciocinio humano. Esta inefabilidad de Domingo es concentrada a modo de sinécdoque por medio de su rostro. Lo primero que ve Syme de él es, nuevamente, la espalda (p. 73), al igual que en la escena anterior del cuarto oscuro (claro y sutil indicio de que ambas personas son, en realidad, la misma). He aquí la primera descripción que se nos da del mismo:
This man was planned enormously in his original proportions [...] His head, crowned with white hair, as seen from behind looked bigger than a head ought to be. The ears that stood out from it looked larger than human ears. He was enlarged terribly to scale.
Luego de describirnos toda la enormidad de su figura, llega la descripción de la cara para cerrar con la presentación del personaje:
As he walked across the inner room towards the balcony, the large face of Sunday grew larger and larger; and Syme was gripped with a fear that when he was quite close the face would be too big to be possible, and that he would scream aloud. (p. 75)
Entonces Syme se atreve a mirar dicho rostro: “His face was very large, but it was still possible to humanity”. Aún en el capítulo siguiente se sigue destacando, por medio del recuerdo, la anormal medida de sus facciones: “with his large face, which was too frank to be understood” (p. 88).
La cara del presidente tiene tal impacto en su psique y queda grabada de tal manera en ella que actúa como sinécdoque del recuerdo de toda su persona, como cuando el profesor de Worms le dice que ni aunque fueran trescientos policías podrían vencer a Domingo:
The face of the unforgettable President sprang into his mind as startling as a coloured photograph, and he remarked this difference between Sunday and all his satellites, that their faces, however fierce or sinister, became gradually blurred by memory like other human faces, whereas Sunday´s seemed almost to grow more actual during absence, as if a man´s painted portrait should slowly come alive. (p. 120)
Syme y el resto de personajes usan a menudo comparaciones físicas para intentar definir el gigantesco tamaño de Domingo: “the back of a great mountain of a man” (p. 73), “his earth-shaking abstraction, as of a stone statue walking”, “For he ate like twenty men” (p. 88), “The speech was broken off short under a vast shadow. President Sunday has risen to his feet, seeming to fill the sky above them” (p. 90). Incluso el narrador se encuentra en consonancia con esta sinergia cuando emplea un juego de palabras entre su nombre y la luz del sol: “and they all came out simultaneously into the broad sunlight of the morning and the broad sunlight of Sunday´s smile” (p. 231).
Este intento de definir a Domingo tanto cuantitativa como cualitativamente por medio de la analogía con otros elementos del mundo es exactamente lo mismo que el hombre realiza por medio de su razón natural en su intento de conocer y entender a Dios. Dado que Él es, en último término, un misterio, su esencia es conocida por nosotros analógicamente debido a que no se encuentra al alcance inmediato de nuestra razón (Derisi, p. 83), como lo expresa la cita de santo Tomás: “in hac vita non potest a nobis videri per suam essentiam; sed cognoscitur a nobis ex creaturi, secundum habitudinem principii, et per modum excellentiae et remotioni” (S. Th., I, q. 13, a. 1). Esto se debe a que Dios es acto puro e infinito del que todo ser depende y participa mas que en sí mismo; no depende ni participa de nada pues es el Ser mismo: “ipsum esse est actus ultimus qui participabilis est ab omnibus, ipsum autem nihil participat” (Q. D. De anima, a. 6, ad 2). Debido a esto es infinitamente cognoscible y, en consecuencia, sólo puede ser comprendido por una inteligencia que sea asimismo infinita. La nuestra no lo es, pues es finita: de ahí que no podamos conocerlo en su totalidad, no porque sea incomprensible en sí mismo sino porque nuestra inteligencia no logra comprenderlo debido a su propia limitación (González, 2008, pp. 138-139). Esta nota de incomprensibilidad lleva, necesariamente, a una inefabilidad: dada la infinita trascendencia de Dios, no podemos expresarlo en sí mismo y sólo podemos significarlo por medio de varios nombres. Podemos, efectivamente, nombrarlo partiendo de las múltiples perfecciones de las criaturas percibidas por nuestra razón natural (CEC, n. 48); sin embargo, estos nombres no son más que expresiones parciales de su ser dado que, al ser acto puro, no puede ser definido y, en consecuencia, ningún acto puede ser aplicado sustancialmente (González, 2008, pp. 148-149). Esto es el fundamento de las analogías que Syme y el consejo de anarquistas-policías realizan a lo largo de la obra para tratar de expresar y definir algo que en sí mismo se les escapa constantemente. La cara indescriptible de Domingo actúa aquí, pues, como un símbolo del abismo existente entre la insignificante capacidad del intelecto humano y la esencia inescrutable de la divinidad.
Hipérbole (persecución y banquete final)
Luego de que termina el desarrollo central de la novela, en el cual se dan una sucesión de anagnórisis de la identidad real de cada uno de los miembros del Consejo de los Días (Caps. VI-XII), llega el momento que abre el tramo final del texto: la confrontación con el presidente que antecede a la revelación de su identidad como presidente anarquista y como jefe de policía (Cap. XIII). A partir de este momento, cuanto más se acerquen los sujetos a la esencia del misterio, tanto más la trama se tornará simbólica y alegórica. Todo cobrará dimensiones cada vez más fantásticas e irreales hasta tal punto que la imagen final del rostro expandido ad infinitum de Domingo bien podría clasificarse como de tipo surrealista. Todo esto indica que nos encontramos cada vez más cerca del final de la pesadilla que, como suele suceder en los sueños, alcanza su punto álgido en las postrimerías. De ahí que el recurso fundamental que mejor puede definir a esta sección última de la novela sea la hipérbole: todos los elementos del mundo parecen hincharse cada vez más y más de significado, cobrando dimensiones cada vez más amplias, como si se estuviera inflando por medio del tramado de la diégesis un gran globo hipersemiótico. Tanto los personajes como los lectores perciben la tensión constante de que, en algún momento de toda esta creciente alegorización, dicho globo va a reventar y será efectivamente dicho ruido expansivo lo que, en última instancia, despierte tanto a los personajes como a los lectores de esta pesadilla.
Previa a la persecución como tal, ya la respuesta de Domingo ante la pregunta sobre su identidad implica un cambio de actitud por su parte. Se utiliza el verbo “rugir”, propio de los animales (roared), seguido de otro ejemplar de analogía vinculada con un fenómeno natural como las que vimos antes: “I? What am I? –roared the President, and he rose slowly to an incredible height, like some enormous wave about to arch above them and break” (Chesterton, 1910, p. 233). Esta es una pregunta fundamental que va al centro de la cuestión: los hombres quieren conocer la esencia de este Dios-cosmos. Pero esto excede tanto a la ciencia como a la poesía, algo que Domingo deja claro al desafiar tanto a Bull, el científico, y a Syme, el poeta, a que intenten en sus ámbitos tratar de comprenderlo. La relación con Job es más que clara:
But I tell you this, that you will have found out the truth of the last tree and the topmost cloud before the truth about me. You will understand the sea, and i shall be still a riddle; you shall know what the stars are, and not know what I am.
Nótese cómo ya, en esa última frase, el presidente se empieza a diferenciar muy sutilmente a sí mismo del cosmos. No creemos que esto sea casual: proponemos que esta confrontación es el momento exacto de inflexión de la novela. A partir de aquí los protagonistas empiezan, por un lado, a acceder al momento final de la pesadilla y, por el otro, a acercarse cada vez más a la verdad más allá de la apariencia, esto es, a salir y despertar de una vez por todas de la pesadilla pesimista del deforme Dios-Cosmos.
Hecha la mayor anagnórisis de la obra, empieza la gran persecución. Bien podríamos decir que esta es como la carrera de toda nuestra especie. Si bien cada especimen del consejo de los días tiene por finalidad simbólica principal la de ser el máximo representante de un determinado movimiento filosófico y de alguna falta moral de la época del autor, también el autor parece haber tenido la idea de representar, en cierto sentido, a toda la humanidad por medio de estos días tan heterogéneos (Cullen, 1949, p. 55).
Esta persecución cobra tintes sumamente extravagantes. De Certeau (2004) menciona que el discurso místico se enmarca muchas veces dentro de la cotidianidad del día a día para transformar ese tipo de detalles en mitos, haciendo que la vida común se convierta “en la ebullición de una inquietante familiaridad –una frecuentación del Otro–” (p. 20). Podríamos decir que aquí Chesterton plantea algo similar con esta persecución: expone simbólicamente una persecución filosófico-teológica del Dios-cosmos en pleno tráfico londinense. Al hacerlo, casi podríamos decir que mitifica nuestra realidad haciéndola partícipe del gran misterio. La gran persecución por conocer el rostro de Dios no se dió solo en tiempos de los apóstoles: toda la humanidad la realiza día a día. Nuestra realidad, en cierto sentido, se convierte aquí en mito, pero mito en cuanto narración llevada a su plenitud por la Revelación: nosotros, que somos seres religiosos por naturaleza (CEC, n. 44), hemos de decidir cada día si salimos en la persecución del rostro divino, y será en vistas de esa eterna búsqueda y no de otra que se definirán las notas esenciales tanto de nuestra vida como de nuestras sociedades.
Aquí el rostro de Domingo ocupa un lugar fundamental. No se encuentra totalmente oculto como en el cuarto oscuro, pero tampoco se encuentra completamente visible como en el primer banquete, y ciertamente no está (aún) titánicamente omnipresente como en el último capítulo de la novela. Aquí el rostro posee una presencia transicional: ni muy presente ni muy ausente. Está representado de acuerdo con una medida justa calculada para expresar simultáneamente dos abismos en una misma escena.
Apenas iniciada la persecución, corre dándoles la espalda. Sin embargo, luego de que hubo conseguido un cochero, saca la cabeza mofándose de ellos:
At the highest ecstasy of speed, Sunday turned round on the splashboard where he stood, and sticking his great grinning head out of the cab, with white hair whistling in the wind, he made a horrible face at his pursuers, like some colossal urchin. (Chesterton, 1910, p. 235)
No nos parece casual que utilice esa palabra infantil, “pilluelo” (urchin), mientras que después es comparado con la figura de un padre: “he was only like a father playing hide-and-seek with his children” (p. 257). Esto puede ser vinculado directamente con aquellas palabras con las que Chesterton describe a Dios en Orthodoxy en relación con la niñez y la adultez: “Es posible que Él tenga el apetito eterno de la infancia, pues nosotros hemos pecado y crecido, y nuestro Padre es más joven que nosotros” (1908/2010, p. 71). El rostro de Domingo tiene una autoridad imponente, como hemos visto, pero aquí hace muecas como un niño: es un símbolo de la dualidad misma de Dios. Podría plantearse que el vínculo de los personajes en relación con Domingo en esta persecución es la misma que la nuestra en relación con Cristo en nuestra vida espiritual (que también es un viaje y una persecución): estamos subordinados en tanto que es Dios, pero es nuestro hermano en tanto que es hombre. Hay un cruce paradójico de la verticalidad y la horizontalidad, rompe un poco con la ley aristotélica de que la amistad sólo se da entre iguales: aquí, Jesús nos ofrece su amistad no solo a pesar del gran abismo que hay entre Él y nosotros sino, justamente, a través de él. Reconociéndolo como Dios podemos llegar a amarlo y, viviendo en Gracia, esto es, participando en la vida divina, podemos llegar a mantener una relación de amistad plena con Él. Hay simultáneamente cercanía y lejanía en este rostro burlón que escapa de los hombres: es una gran forma de expresar (si bien de forma distorsionada) tanto el misterio de la unión hipostática como la extraña verdad de que nuestro Padre sea como un niño y que los niños, a quienes pertenece el reino de los Cielos (Mt. 19, 14), sean como nuestro Padre.
Volviendo a la escena: Domingo, mientras está con su cochero, les vuelve la cara para hacerles muecas. Sin embargo, cuando elige a continuación escapar montado en el elefante, ya no hace eso. Elige darles la espalda: “This time Sunday did not turn around, but offered them the solid stretch of his unconscious back, which maddened them, if possible, more than his previous mockeries” (Chesterton, 1910, p. 242). ¿Qué ha cambiado en el medio? Antes jugaba mofándose y ahora se esconde. ¿A qué viene eso? Ha vuelto a la situación inicial, ha regresado la espalda del cuarto oscuro que les habla (en este caso, arrojándoles enigmáticos papeles) sin siquiera dignarse a mirarlos.
Creemos que la clave de interpretación de este hecho se encuentra reflejada en el cambio del simbólico vehículo de transporte. Si vamos al Libro de Job, nos encontraremos con la descripción de una bestia llamada Behemot (40, 15-24). Se ha teorizado que este animal, en virtud de ciertas características con las cuales es descrito en el texto (por ejemplo, herbívoro, colosal en tamaño, vive cerca del agua, etc.), podría llegar a ser un hipopótamo o también, efectivamente, un elefante (Becking, Der Horst & Der Toorn, 1999, p. 166). No parece algo casual que exactamente en el momento en que Domingo se sube a un animal que encaja bastante bien con las cualidades físicas de la bestia presentada en el Libro de Job, texto cuyo mensaje central trata acerca del misterio de Dios y de sus planes, entonces, de repente, el presidente da vuelta la cara y les presenta la espalda a sus perseguidores. Tampoco parece ser casual que en el momento en que Domingo abandona al elefante y se sube al globo aerostático, hace reaparecer su cabeza: “and they could see the great white head of the President peering over the side and looking benevolently down on them” (Chesterton, 1910, p. 245).
Entonces la persecución llega, en el capítulo siguiente, al bosque. Esta escena es sumamente curiosa: si bien Domingo no se encuentra presente entre ellos (está volando por los aires a bordo del globo), desempeña un rol central: aquí, todos los personajes discutirán sobre lo que piensan acerca del presidente.
Dos de ellos hacen énfasis en el rostro de Domingo: el profesor de Worms y Syme. El primero retoma el concepto de inefabilidad y dice que piensa que su cara es demasiado grande y dispersa: “everybody does” (p. 253), aclara, lo cual parece suplir la necesidad de discurso del resto de los personajes. Todos piensan lo mismo que él en ese aspecto, lo cual constituye una ingeniosa técnica narrativa pues evita que nosotros como lectores leamos una y otra vez a los personajes diciendo lo mismo sobre su rostro, permitiendo explorar otros matices en sus testimonios. El profesor afirma, además, que dicho rostro es difícil de sintetizar en una imagen, al igual que su propia juventud, y que le ha generado dudas de índole espiritualista: “his face has made me, somehow, doubt whether there are any faces” (p. 254).
Habla entonces Syme. El protagonista desempeña aquí un rol crucial pues descubre el gran patrón de los testimonios expuestos por los personajes: todos comparan al Presidente con el mismísimo universo. En otras palabras: todos se relacionan con Dios, en mayor o en menor medida, de una forma o de otra, desde una postura panteísta. Syme se da cuenta de que ya no se trata de una mera analogía: se trata de una identificación metafísica. Él mismo asume esta óptica en su posterior explicación: “that has been for me the mystery of Sunday, and it is also the mystery of the world” (p. 256). Además, se da cuenta de otro punto en común que poseen todas las respuestas: lo tratan de definir por negaciones (Hunter, 1977, p. 179), es decir, por medio de una teología apofática.
Entonces el poeta introduce de lleno, aún desde esta óptica, el problema del dolor. Esta noción es presentada como la llave de entrada a la esencia misma de las cosas, la razón por la cual Domingo y el mundo nos parecen tan ambiguos:
Bad is so bad, that we cannot but think good an accident; good is so good, that we feel certain that evil could be explained [...] Shall I tell you the secret of the whole world? It is that we have only known the back of the world. We see everything from behind, and it looks brutal [...] If we could only get round in front”. (Chesterton, 1910, pp. 256-257)
Nótese nuevamente la insistencia que poseen las imágenes de la espalda y del rostro: Syme aún las aplica tanto a Domingo como al mundo material debido a que aún sigue identificando a Dios con el cosmos.
Ahora que Syme ha cerrado la escena dando directo en el centro de todo el misterio, ¿qué sucede en ese exacto momento? Pues que el globo de Domingo desciende y el presidente no se encuentra allí: no está allí donde ellos pensaban que estaba. Entonces, los recibe un curioso embajador:
Its colour was that shade between blue, violet and grey which can be seen in certain shadows of the woodland [...] for the silver frost upon his head, he might have been one of the shadows of the wood [...] the man´s coat was the exact colour of the purple shadows, and that the man’s face was the exact colour of the red and brown and golden sky. (pp. 259-260)
Desde nuestra interpretación, el descenso del globo de Domingo implica la ruptura del ideal panteísta, confirmada por la llegada de este embajador a quien identificamos como la mitad de la verdadera simbolización de la naturaleza, el cosmos visto tal y como es realmente. Desde esta línea de interpretación que seguimos, proponemos que simboliza la tierra mientras que el otro servidor de la casa de Domingo, que usa una estrella de plata en el pecho (p. 263), representa el cielo estrellado. Tierra y cielo, Gea (Geo, en este caso) y Urano, pareja de términos que actúan de síntesis más que suficiente para representar al cosmos material en su totalidad. La equivalencia entre su vestimenta y el mundo exterior parece no dejar lugar a dudas. Nótese que ambos son sirvientes de Domingo, no extensiones de él. Se le ha quitado la máscara a Domingo: ahora se entiende que Él no es el cosmos como tal, sino Dios (Cullen, 1949, p. 56), lo cual está en consonancia con lo que dice el propio Chesterton acerca de su obra: “¿Me pregunta quién es Domingo? Bien, puede considerarlo la Naturaleza, si quiere. Pero notará que yo sostengo que cuando se le quita la máscara a la naturaleza se encuentra detrás a Dios” (Chesterton, 2023, p. 226).
Uno podría decir que esto contradice a la propia interpretación que da Chesterton en su autobiografía, en la cita mencionada al inicio. Sin embargo, pensamos que, si uno lee esto con detenimiento, se dará cuenta de que no es del todo cierto. El autor explica que Domingo es una imagen de la naturaleza vista por un panteísta, esto es, un Dios-Cosmos. Sin embargo, esta imagen encuentra su fundamento en que la obra entera es una pesadilla, de ahí que se dé esta confusión metafísica. Sin embargo, aquí la hipérbole ascendente nos está acompañando y guiando hacia el final, la pesadilla está terminando: estamos en camino a la Última Cena del Consejo de los Días. No quiere decir esto que Domingo se nos presente a partir de ahora como una imagen del Dios cristiano exactamente tal y como se nos presenta en la Revelación. Sin embargo, su identidad ahora es la de Dios, y no la de Dios-Cosmos: si bien aún no despiertan de la pesadilla, se están acercando a la verdad. Y ésta culminará definitivamente cuando abracen el gran misterio, como Job.
Este último capítulo es el más denso de toda la obra dado que es en su totalidad una alegoría (Cullen, 1949, p. 52) y una puesta en abismo de todos los problemas teológicos planteados a lo largo de la novela (y sobre todo, por supuesto, el problema del dolor).
El ritmo hiperbólico va creciendo cada vez más y más, algo que el propio Syme expresa: “This is getting wilder and wilder” (Chesterton,1910, p. 265). Sin embargo, se encuentra maravillado: “under the influence of the same mesmeric sleep of amazement” (p. 263). Uno podría adjudicar esto a su temperamento poético, pero podemos ir más allá de esto. El propio Chesterton (1908/2010) dice: “El panteísta no puede maravillarse, porque no puede alabar a Dios o alabar algo como distinto realmente de él mismo” (p. 157). Este ingreso al mundo de Domingo, cuya casa parece ser un símbolo celestial (Cullen, 1949, p. 60), una vez caído el velo del error panteísta, le abre nuevamente el espíritu al asombro al que tan activamente se sentía inclinado por su naturaleza artística.
Hemos de señalar algo antes de pasar a la sección final de nuestro análisis. Muchas veces se coloca el énfasis en cómo los personajes son consumidos por la visión del rostro de Domingo en el final de la pesadilla, pero pocas veces se tiene en cuenta otro detalle que consideramos de igual importancia: los mismos personajes encuentran aquí su propio rostro. Antes de aquella particular visión, ellos mismos han descubierto quiénes son realmente. Los disfraces que les dan no son meras coberturas pantomímicas, el narrador mismo nos aclara esto para dejarlo libre de ambigüedades: “For this disguises did not disguise, but reveal” (Chesterton, 1910, p. 266). Hemos de recordar que, según Chesterton (1908/2010), todo hombre ha olvidado quién es: “Tú debes amar al Señor, tu Dios; pero tú no puedes conocerte a ti mismo [...] Todo lo que llamamos espíritu, arte y éxtasis sólo significa que por un instante tremendo, recordamos que hemos olvidado” (p. 64). No sería demasiado arriesgado decir que esto mismo es lo que experimenta Syme al vestirse su ropa de Jueves: “he felt a curious freedom and naturalness in his movements” (1910, p. 266). Ahora que todos están cerca de Dios, Syme y todos los miembros del Consejo de los Días están en consonancia con sus verdaderas identidades, sus aspectos externos reflejan sus aspectos internos: todos ahora son aquello para lo que fueron creados. Ponen en práctica aquel ideal formal del ser cristiano del que habla Hans Urs Von Balthasar (1985):
El ser cristiano es forma [...] garantiza el más hermoso desarrollo de una forma espiritual [...] el cristiano sólo realiza su misión [...] cuando deviene efectivamente en esa forma querida y fundada por Cristo, en lo que lo externo expresa y refleja de un modo creíble para el mundo lo interno, y esto último queda verificado y justificado a través del reflejo externo, convirtiéndose así en digno de ser amado en su radiante belleza. (pp. 30-31)
Pensemos en cómo se sienten al ver la casa de Domingo: “they all agreed that in some unaccountable way the place reminded them of their boyhood [...] each of them declared that he could remember this place before he could remember his mother” (Chesterton, 1910, pp. 162-163). Estos homines viatores han encontrado el lugar originario del que han partido, realizaron un regressus ad originem como el hijo pródigo que vuelve a la casa de su padre. Han experimentado, en fin, una conversión.
Entonces acaece la escena final, la cual merecería un análisis aparte (y ya ha tenido muchos). Luego de todas las preguntas que los personajes realizan a Domingo y de la llegada de Gregory a la escena, la hipérbole llega a su punto más alto: ante la pregunta de Syme acerca de si verdaderamente ha sufrido o no, la cara de Domingo se expande hasta ocultarlo todo, y deja oír estas palabras finales con las que acaba toda la pesadilla: “Can ye drink of the cup that i drink of?”, cita textual de la traducción de la King James Bible de las palabras que Cristo dirige a Santiago y a Juan en Mc. 10, 38: “δύνασθε πιεῖν τὸ ποτήριον ὃ ἐγὼ πίνω”.
Proponemos que esta expansión facial constituye una especie de visión beatífica distorsionada. La visión de Dios, en una perspectiva cristiana, constituye una experiencia de eudaimonía sobrenatural: “ultima et perfecta beatitudo non potest esse nisi in visione divinae essentiae” (S. Th., I-II, q. 3, a. 8). Sin embargo, aquí en la novela la visión ni es realmente agradable ni genera paz en el alma de los sujetos: el rostro infinitamente expandido es comparado con el de la máscara de Memmón, que hizo temblar tanto a Syme de pequeño (Chesterton, 1910, p. 279). Nos encontramos con esta misma comparación con la misma máscara en el capítulo V (p. 75), con el primer vistazo que tiene Syme de la cara de Domingo.
Creemos que el objetivo de esta visión en la narración es el de mostrar cómo en la pesadilla metafísica del panteísmo filosófico pesimista Dios es visto sobre todo en cuanto a su omnipotencia e infinitud y no en relación con su cercanía. Es un ser que absorbe todo y que luego lo aniquila. Esta visión anti-beatífica parece configurarse como la advertencia final que da el texto acerca del panteísmo: es un error teológico, un suicidio metafísico. Es la imagen de Domingo que, policía y anarquista, lucha contra sí mismo y se muerde la cola como la pagana Jörmundgander.
Coincidimos con la interpretación que da Pickering (2020, p. 296) sobre las palabras finales: parece que introducen la Teología de la Encarnación en el plano de la pesadilla, llevándola a su fin. Se presenta, efectivamente, como la voz que lo libera a cada uno del panteísmo para dirigirlo hacia el Cielo (Bledsoe, 2022). El hecho de que hagan referencia al sufrimiento de Cristo parece sugerir que, efectivamente, Chesterton pensó como parte del misterio del dolor el hecho no menor de que el mismísimo Dios se identifica con nuestro sufrimiento (Knight, 1999, p. 191). Todo esto, en fin, es no una solución como tal del problema del dolor sino una apertura al misterio de este, una invitación a abrirse a la paradoja que es la vida, llena de dolor y de gozo, de belleza y de crueldad, como toda novela (Chesterton, 2021b, p. 150). Como bien explica Meis (2013):
Las experiencias paradojales requieren una visión de conjunto de los opuestos que anticipen la interrelación de los opuestos en la mente y que encuentren este futuro realmente anticipado en los fenómenos, como sucede en la experiencia ética y religiosa donde se hace necesaria la experiencia de liberarse del encontrarse cerrado en su propio pensar. (p. 25)
Toda la última escena se presenta como una hiperbólica exposición en conjunto de los opuestos que busca liberar de manera definitiva a los integrantes del Consejo de los Días de su propio pensar: tienen que abrirse y abrazar el abismo, el gran misterio de Dios, aunque no lo entiendan del todo. La única forma de devolverle la cordura al hombre (esto es, hacerlo despertar de la pesadilla), es haciéndole volver a la verdadera cosmovisión teísta “en la que Dios no es el mundo, ni el hombre es simplemente naturaleza, sino que Dios ha creado el mundo y sus misterios e interviene en él” (Martínez Arranz, 2022, p. 242). Esta paradoja metafísica implica, pues, una rendición no sólo a algo que no puede ser conocido en este momento, sino a algo que no podrá ser conocido nunca porque es inefable (Romero-Wenz, 2021, p. 138), como hemos visto representado metonímicamente en la imagen del rostro del presidente. Nos queda, sin embargo, un mensaje de esperanza: que, si el sufrimiento es soportado valientemente, seremos recompensados por la Paz de Dios (Cullen, 1949, p. 62). Mientras tanto, el rostro expandido de Domingo nos recuerda continuamente este infinito abismo de Dios que será siempre para nosotros un enigma. Tenemos la posibilidad de aceptar esto gracias a la gratuita fe revelada que nos narra el mayor de todos los milagros: que Dios se ha hecho hombre y ha asumido los dolores de nuestra especie en su rostro sangrante. El manto de la Verónica, de este modo, es la eterna pintura del rostro del obsequio hipostático que nos ha devuelto la vida dando la suya.
Conclusión
En este breve estudio nos propusimos tratar de esbozar un análisis interdisciplinar teológico-literario acerca de la imagen del rostro de Domingo a partir de sus principales concreciones textuales. Debido a la distorsión propia del relato de una pesadilla, no nos hemos quedado meramente con los datos que no coincidían con la doctrina revelada (pues ello habría derivado en un análisis puramente confrontativo) sino que también hemos tratado de tomar las posibles correspondencias presentes entre ella y los segmentos analizados.
Hemos observado cómo la escena del cuarto oscuro expresa sutilmente las nociones de vocación e iniciación en conjunto con el tópico del Deus absconditus. Este episodio conforma una especie de quiasmo simbólico en conjunto con el primer banquete de la novela, ante todo una escena que pone en juego la imposibilidad de abarcar el rostro de Domingo, es decir, la esencia de Dios, con la mirada, esto es, el intelecto. El centro de gravedad de dicho quiasmo radica en el rostro de Domingo, ser que simultáneamente se esconde como criminal cuando en realidad es inocente y que se presenta como inocente cuando en realidad es criminal.
Luego hemos analizado la escena de la persecución, imagen de la odisea de toda la humanidad por conocer el rostro de Dios que se oculta como un padre que juega a las escondidas con sus hijos. La hemos comparado con la escena del banquete final desde el concepto de hipérbole, elemento presente in crescendo a lo largo de toda la novela que se intensifica con la persecución final y que llega a su punto álgido con la visión beatífica distorsionada que abre la puerta al misterio cristiano de la Encarnación y de la Pasión de Cristo, elementos que provocan el final de la pesadilla espiritual.
Creemos que Chesterton, aún desde esta general versión torcida, plantea deliberadamente un relato en el cual se encuentran presentes, aún en medio de las oscuridades humanas, las semillas del Verbo. Su novela nos abre la puerta hacia una profunda reflexión sobre el propio fenómeno de la literatura como tal: así como nuestros rostros no son más que participaciones parciales del eterno Rostro divino, del mismo modo nuestro logos artístico no es más que una subcreación imperfecta de aquella Palabra originaria que nos creó y que nos sigue creando día a día en todo momento. Nos tiene atados “como por un hilo invisible”, en palabras del Padre Brown, y toda nuestra vida no es más que un intento progresivo de conocer más aquellas facciones que nos repiten constantemente el llamado del duc in altum. Mientras tanto, nosotros mismos descubriremos en el proceso nuestros propios rostros, como los miembros del Consejo de los Días, hasta el momento final en que se nos sean reveladas ambas cosas simultáneamente (permaneciendo siempre, sin embargo, una mayor cuota de misterio).
Allí no contemplaremos la bestial y aterradora cara de Domingo que se expande hasta el infinito sino la inefable y bella cara del Señor que se hizo finito para que nosotros nos expandieramos hacia Él. Ese es el gran quiasmo y la gran hipérbole de la historia de la humanidad, para ellos no tenemos explicación alguna. Todo lo que podemos hacer es abrirnos al Misterio, aceptarlo y agradecer. El rostro del Verbo Encarnado nos ha salvado de la gran pesadilla, ahora sabemos cuál es nuestro verdadero nombre: todos nosotros somos Lázaro y estamos vivos.
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