Jacques Maritain y la teoría de la evolución

 

Jacques Maritain and the Theory of Evolution

 

Oscar H. Beltrán

Universidad Católica Argentina, Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, Buenos Aires, Argentina

oscarbeltran@uca.edu.ar

ORCID: 0000-0001-9689-9409

 

DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt56.28.2025.263-294

 

Resumen: El artículo desarrolla el juicio de crítica filosófica que llevó a cabo Jacques Maritain con respecto a la teoría de la evolución. Sus textos se presentan en orden cronológico, en conexión con el trayecto intelectual y espiritual del autor. Se destaca la aceptación del hecho de la evolución y la propuesta para congeniarlo con el marco conceptual del pensamiento de Tomás de Aquino. Finalmente se relata el intercambio de cartas sobre el tema entre Maritain y Étienne Gilson. La conclusión destaca los méritos del aporte de Maritain aunque también señala algunas dificultades.

 

Palabras clave: Maritain, evolución, Tomás de Aquino, interdisciplinariedad, creación

 

Abstract: This article explores the philosophical critique developed by Jacques Maritain regarding the theory of evolution. His writings are presented in chronological order, in connection with the author’s intellectual and spiritual journey. The article highlights Maritain’s acceptance of the fact of evolution and his proposal to reconcile it with the conceptual framework of Thomas Aquinas’ thought. Finally, it recounts the correspondence on the topic between Maritain and Étienne Gilson. The conclusion underscores the merits of Maritain’s contribution while also pointing out certain difficulties.

 

Keywords: Maritain, evolution, Thomas Aquinas, interdisciplinarity, creation

 

Recibido: 10/12/2024

Aceptado: 27/03/2025

 

El presente volumen de la revista Studium, enmarcado en el trienio jubilar 2023-2025 en memoria de Tomás de Aquino, convoca a una consideración del vínculo entre el Doctor Angélico y las ciencias naturales. En ese contexto he sido invitado a exponer sobre uno de los autores más representativos de la corriente neotomista, el francés Jacques Maritain. Puntualmente haré referencia a sus aportes críticos acerca de la teoría de la evolución, con el objetivo de presentar un testimonio significativo del potencial iluminador de la filosofía del Aquinate en materia científica.

Mi propuesta está dividida en cuatro partes. En la primera, haré una semblanza de Jacques Maritain, donde pondré de relieve tanto su vocación por el diálogo interdisciplinario como su esmerada preparación científica y filosófica. En la segunda, plantearé algunas de las premisas fundamentales de la concepción epistemológica de Maritain que, a mi juicio, intervienen de modo más o menos directo en la discusión con respecto a la teoría de la evolución. En tercer lugar, intentaré exponer la opinión de Maritain sobre este problema recapitulando sus intervenciones en un vasto arco de tiempo en el que se destacan sus publicaciones más tardías. Finalmente, dedicaré un apartado a reseñar el breve pero sustancioso intercambio epistolar entre Maritain y Étienne Gilson acerca de los desarrollos científicos sobre la evolución.

 

Un diálogo nada fácil

 

Nada iguala la ignorancia de los filósofos modernos en cuestiones de ciencia, excepto la ignorancia de los científicos modernos en cuestiones de filosofía.

Gilson, 1952, p. 9[1]

 

Como es bien sabido, la ciencia moderna nació como un intento de superar la visión supuestamente perimida de la antigua filosofía, mayormente aristotélica, con respecto al mundo natural. En su propio análisis de este capítulo de la historia del pensamiento Maritain (1944) afirma que, tras haberse separado traumáticamente de la filosofía, la ciencia acabó por volverse contra ella: “El mundo moderno […] no ha sido el mundo de las armonías de las sabidurías, sino el del conflicto de la sabiduría y de las ciencias y el de la victoria de la ciencia sobre la sabiduría” (p. 46). “La tragedia de la civilización moderna no proviene de que ha cultivado y amado la ciencia en un grado muy elevado y con éxitos admirables, sino de que esa civilización ha amado la ciencia contra la sabiduría” (1985, p. 140). Esta confrontación ha conocido varias idas y vueltas, pero finalmente hoy podemos decir que se respira un clima de mayor simpatía y propensión al diálogo.

No obstante, la buena intención de quienes, por el lado de la filosofía, se empeñan en alcanzar un mutuo entendimiento con la ciencia supone el respaldo de, al menos, dos condiciones. La primera es la aptitud que una determinada escuela filosófica pueda exhibir para acoger en su cosmovisión todo aquello que, con razonable pretensión de verdad, se postule bajo una perspectiva estrictamente científica. La segunda es la virtud ínsita en el espíritu de un pensador para hacer posible en su propia subjetividad la integración de los diversos objetos formales, que de suyo son excluyentes. Tal como lo recuerda con crudeza el epígrafe, filosofía y ciencia parecen haber impuesto a sus respectivos cultores una forma mentis que los conduce a un profundo extrañamiento de lo ajeno.

En este sentido, la filosofía de Tomás de Aquino y el talante personal de Maritain parecen especialmente aptos para tan ambicioso emprendimiento. En efecto, el tomismo expresa quizá más que cualquiera otra filosofía la vocación profundamente realista del intelecto humano, que se reconoce a sí mismo como una potencia destinada por naturaleza al encuentro con el ser y la verdad. En este sentido contrasta nítidamente con las vertientes inmanentistas que proliferaron a partir de lo que Kant identificó como “revolución copernicana de la filosofía”. Esa apertura y docilidad incondicional hacia los hechos, quizá no tan declamada como efectivamente ejercida, es sin duda muy atractiva para el paladar de la ciencia.

 

[La filosofía] según santo Tomás reposa sobre los hechos; debe aceptar los hechos; comienza por un acto de humildad frente a la realidad conocida de antemano por los sentidos, aprehendida en nuestro contacto carnal con el universo; y la filosofía de la naturaleza, a diferencia de la metafísica, tiene en la experiencia de los sentidos no sólo su origen sino también el término en donde debe poder verificar sus conclusiones […] por referirse a lo real, a lo que verdaderamente tiene aptitud para existir fuera del espíritu, las comprobaciones experimentales son parte integrante del saber filosófico. (Maritain, 1978, pp. 94 y 97)

 

Por otra parte, ese realismo se traduce en una postura metodológica según la cual el conocimiento humano avanza de a poco, abrumado por la desmesura del misterio de ese ser que lo convida a descubrirlo. Y para sobrellevar el desafío ha de seguir la regla de proceder de lo más a lo menos conocido, como quien da un paso tras otro afianzándose en terreno firme. Pero he aquí que lo más conocido para un intelecto unido sustancialmente a un cuerpo es el mundo físico, el ámbito de las cosas que hieren los sentidos y en el que se despliega la búsqueda por parte de las ciencias naturales. Si bien en tiempos de Tomás apenas llegaba a vislumbrarse la distinción objetiva entre filosofía y ciencia, sus continuadores fueron capaces de reconocer en los principios epistemológicos del Aquinate una herramienta de análisis para elaborar un sofisticado panorama acerca de los distintos objetos formales y sus relaciones mutuas.

Por parte de Maritain, la vasta producción que nos ha dejado refleja con elocuencia su elevada capacidad intelectual y su profunda asimilación del pensamiento de Tomás de Aquino. Pero además se desenvuelve de manera competente en el abordaje de los problemas planteados por la ciencia, sustrayéndose como pocos al citado reproche de Gilson. Como se mostrará de inmediato, el talento natural de Maritain se encontró providencialmente con maestros en muchos casos alejados de la verdad, pero que supieron despertar en su mente el amor por lo profundo. Y a esa naturaleza bien dispuesta se habrá de unir, cual levadura en la masa, la virtud iluminadora de la gracia.

Bajo estas condiciones era de esperar que Maritain (1944) reconociera que la integración del saber es la culminación de todos los esfuerzos del intelecto:

 

[…] el problema propio de la edad en que entramos consistirá en reconciliar la ciencia y la sabiduría en una armonía vital y espiritual. ¿Acaso las mismas ciencias no parecen invitar a la inteligencia a este trabajo? He aquí que ellas se despojan de los vestigios de metafísica materialista que ocultaban su verdadera fisonomía, nombran una filosofía de la naturaleza, y las admirables renovaciones de la física contemporánea dan al sabio el sentido del misterio balbuceado por el átomo y por el universo. Sin embargo, con las solas fuerzas de las ciencias el sabio no puede llegar a un conocimiento ontológico de la naturaleza. La condición de la obra de reconciliación de la que hablamos consiste en constituir la crítica del conocimiento con un espíritu enteramente nuevo, quiero decir con un espíritu verdaderamente realista y metafísico. (pp. 50-51)

 

Tal como veremos a continuación, el camino formativo de Maritain le fue dando la predisposición para asumir ese empeño, y así ha quedado reflejado a lo largo de su vasta producción. El caso de la evolución será para nosotros un testigo privilegiado de esa vocación integradora.

 

Maritain y la ciencia

 

Conviene poner en contexto la circunstancia que conduce a Maritain a discutir los problemas epistemológicos y a detenerse en algunos de ellos, como será el caso de la teoría de la evolución. Nacido en 1882, recibió una esmerada preparación científica en el Liceo Enrique IV y posteriormente en la Sorbona. El ambiente intelectual de principios del siglo XX estaba enrarecido por las fuertes señales de estrechez del modelo físico matemático de Newton y, por lógica consecuencia, de la doctrina positivista que había encumbrado a ese modelo como la visión única y definitiva del mundo. Voces discordantes polemizaban en torno a esta crisis, y en esa atmósfera de controversia se desenvolvió la formación temprana de nuestro autor.

Algunos entendieron que los límites del método científico tradicional, puestos en evidencia por las nuevas teorías de la física, obligaban a una reformulación menos ingenua de su respectiva filosofía, pero sin cambiar lo esencial, esto es, el reduccionismo cientificista como criterio exclusivo de verdad. Pocos años más tarde este enfoque cristalizará en el movimiento conocido como Círculo de Viena. Otros, en cambio, consideraron que el verdadero problema no está en la fragilidad de las teorías científicas, sino en su incapacidad intrínseca para llegar hasta lo más profundo de la realidad, y así propusieron la rehabilitación del pensamiento filosófico. En esta línea sobresalieron al principio el vitalismo, la fenomenología y, precisamente, la escuela de Tomás de Aquino.

 

Bergson y el vitalismo

 

La primera conmoción filosófica de Maritain fue a partir de los cursos de Henry Bergson, donde descubre la perspectiva metafísica como instancia superadora del positivismo. La concepción vitalista, al parecer, es en realidad la proyección filosófica de una intuición que ganó fuerza en la sede de los estudios biológicos, en oposición al mecanicismo predominante. El modelo explicativo en vigencia de los fenómenos vitales se inspiraba en el intento por unificar la biología con la física a través de la representación de los seres vivos como máquinas. El vitalismo, en cambio, defiende la existencia de un principio irreductible a la composición de fuerzas mecánicas, una suerte de alma o centro de energía que evoca los planteos aristotélicos, y que tal vez por eso recibe el nombre de entelequia.

Ahora bien, en el caso de Bergson el vitalismo se nutre de un hallazgo científico de alto impacto para aquella época, a saber, la presunta evidencia de una transformación gradual de las especies vivientes a lo largo del tiempo. Aquí irrumpe la figura de Charles Darwin, quien llevó a cabo la recolección y el estudio sistemático de los indicios fósiles, cuyo resultado fue su célebre escrito El origen de las especies. A partir de aquí surgen diferentes propuestas filosóficas que incorporan el fenómeno de la evolución como un dato primordial para una interpretación última de la realidad. Entre ellas, la de Herbert Spencer y, bajo su influencia, la de Bergson, quien “generaliza, como un filósofo en busca de un saber ‘completamente unificado’, sobre la fe en una ciencia que no es obra suya y de la que no tiene ninguna experiencia personal. Extrapola la ciencia ajena” (Gilson, 1980, p. 213) Apoyado en la firme convicción del hecho en sí de la evolución, Bergson (1959) postula la existencia de un impulso vital que anima todas las cosas, incluso las que se suele describir como no vivientes. Ese impulso pasa a través de cada especie biológica de manera que, a pesar de la tendencia paralizante de nuestros conceptos, no hay en rigor formas ni estados vitales, sino la pura duración que empuja hacia expresiones cada vez más sublimadas del fluir, sin detenerse jamás.

 

La experiencia establece, pues, que lo más complejo ha podido salir de lo más simple por vía de evolución […] la hipótesis transformista aparece cada vez más como una expresión al menos aproximada de la verdad. No es demostrable rigurosamente; pero, por debajo de la certidumbre que da la demostración teórica o experimental, hay esta probabilidad indefinidamente creciente que suple la evidencia y que tiende a ella como a su límite: tal es el género de probabilidad que presenta el transformismo. (pp. 458-459)

 

De esta manera, el encantamiento de Maritain hacia la filosofía viene de la mano de una concepción evolucionista que, según veremos, habrá de persistir como inquietud hasta sus últimos días.

Con el afán de profundizar en la vertiente vitalista, Maritain viajó a Heidelberg para estudiar junto a Hans Driesch, un destacado biólogo alemán que salpicaba sus escritos científicos con sugerentes ideas filosóficas con las que buscaba descalificar la perspectiva mecanicista acerca de la vida. Seguramente evocando esta experiencia dirá más adelante Maritain (1978) que “biólogos reputados por sus investigaciones experimentales han emprendido la rehabilitación de conceptos tales como ‘lo orgánico’, ‘la vida’, ‘la actividad inmanente’ y hasta ‘el alma’, que la ciencia del siglo pasado se creía en el deber de dejar cortésmente de lado” (p. 311). Puede decirse que lo que Bergson recoge de la investigación científica como espectador foráneo, Driesch lo elabora desde el interior mismo del laboratorio de biología. Las virtualidades filosóficas que bosqueja sin mucho rigor alcanzan para persuadir a Maritain (1921) de que, lejos de exigir el rechazo hacia la filosofía, la ciencia más bien parece reclamar por ella.

 

Los trabajos biológicos de Driesch representan en la historia de la ciencia un acontecimiento de alta significación, que merece la consideración de todos los espíritus reflexivos. Después del reino del puro fenómeno y del hecho bruto, después de tres siglos de matematismo, aquellos trabajos no anuncian nada menos que una restauración de la filosofía natural, en el sentido en que Aristóteles y los escolásticos entendían este término, restauración que muchos síntomas permiten prever del lado de las ciencias de la materia inorgánica, pero que tiene muchas posibilidades de efectuarse sanamente del lado de las ciencias de la vida, donde el riesgo de quedar atrapado en los sueños idealistas es muy inferior. (pp. 1255-1256)

 

El efecto subyugante de la filosofía vitalista, a la que tanto le debe Maritain en su rescate de la opresión que le causaba el positivismo, habrá de perdurar en su pensamiento. De hecho, más de 60 años después, nuestro autor recuerda con aprecio a Driesch, “cuyo ‘neo-vitalismo’ (término desafortunado) creo que estaba, en realidad, muy cerca de Aristóteles” (Prouvost, 1991, p. 246). Pero, en este caso, la intuición fundamental de Bergson quedará atravesada por una nueva luz: aquella que le proporcionará el don sobrenatural de la fe, y el magisterio del Doctor Universal de la Iglesia.

 

El encuentro con Tomás de Aquino

 

Poco antes de partir para Alemania, y tras un largo proceso de discernimiento interior, Maritain se convierte al catolicismo y recibe el bautismo. Cabe recordar que, en los primeros años del siglo XX, la cultura cristiana se encontraba movilizada por la proclama de León XIII en la Aeterni Patris: “¡Vayan a Tomás!”. Este imperativo se tradujo pronto en iniciativas de todo tipo: cursos, tratados, publicaciones periódicas y, sobre todo, el emprendimiento de la edición crítica de las obras del Aquinate, conocida como Editio Leonina, que todavía hoy está en curso. No es extraño, pues, que al poco tiempo de su conversión Maritain tome contacto con los textos de Tomás de Aquino, y allí encontrará el reposo definitivo para su deambular intelectual.

Con la típica fogosidad de un converso que apenas pasaba los treinta años, Maritain inicia su producción escrita con trabajos polémicos donde critica con especial dureza a la filosofía moderna y al que juzga como su vástago natural, el cientificismo. Justamente, uno de los blancos de su belicosidad será el transformismo darwiniano. En efecto, las primeras reacciones a la difusión de la teoría de la selección natural de Darwin en el ambiente filosófico, capturado por la doctrina positivista, fueron de entusiasmo. No solo porque le sustraía a la religión uno de sus últimos bastiones (la creación especial de las formas vivientes), sino porque dicha teoría se describe a sí misma como un mecanismo, es decir, un juego de fuerzas interactivas que, de modo espontáneo, hacer emerger un orden donde se creía necesario invocar una instancia creadora inteligente. El mecanicismo cartesiano, consolidado a partir de los desarrollos experimentales de Claude Bernard en el siglo XIX, parecía triunfar incluso en el esquivo terreno de la trama del tiempo.

Empero, los vitalistas impugnan decididamente esa pretensión, y con ello invierten el sentido del proceso heurístico: no es la ciencia la que ratifica el mecanicismo y obliga a descartar la evolución como algo ilusorio, sino que es la filosofía la que descubre en lo profundo de una teoría científica lo que esta no es capaz de ver, o sea, un impulso vital irreductible a las fuerzas fisicoquímicas que se proyecta hasta abarcar el universo entero. Más aún, asistida por las luces de la revelación divina, la cuestión de la evolución se replantea a partir de uno de los preámbulos de fe con mayor proyección metafísica, cual es el de la creación. Así podemos leer en uno de los primeros textos publicados por nuestro autor:

 

El transformismo en general no es negado, pero sí dejado de lado por los sabios de la escuela de Driesch. La cuestión queda abierta para ellos, pero es una cuestión puramente histórica, y aguardan para admitir la hipótesis transformista que ella aporte indicios serios a su favor. […] los seres vivos han sido creados, o al menos han surgido de una intervención especial del Creador. Y una vez admitida la realidad de la creación, el transformismo no se encuentra directamente refutado, pero se vuelve superfluo y pierde su interés. En suma, el transformismo es esencialmente una interpretación cuantitativa de la historia de la vida, el vitalismo una interpretación cualitativa de la naturaleza de la vida. Responden, pues, a dos tendencias bien contrarias. De todo esto podemos concluir que el vitalismo científico 1º excluye formal y totalmente el darwinismo 2º reduce formalmente el transformismo al rol de hipótesis histórica 3º es incluso por tendencia implícitamente antipático a esta hipótesis. (1910)

 

A continuación, veremos de qué manera Maritain aprovecha los principios de la teoría de la ciencia de Tomás de Aquino para desarrollar el instrumental adecuado a la compleja tarea del diálogo entre la filosofía y la ciencia.

 

Algunas premisas de la epistemología maritainiana

 

Con el correr del tiempo, la asimilación del pensamiento tomista en Maritain fue ganando madurez y aplomo. De modo especial, su interés por el tema del conocimiento y la diversidad de las disciplinas decantó en una serie de trabajos que, finalmente, conformaron un único volumen publicado con el título de El orden de los conceptos y subtitulado “Distinguir para unir” (1978). Aunque en esta obra no se ocupa específicamente del tema de la evolución, reconocemos allí la síntesis más acabada acerca de lo que es la ciencia y de su relación con la filosofía. Para darle marco a los minuciosos análisis que luego dedicará a las teorías científicas a propósito de la evolución, deseo llamar la atención sobre tres puntos de su visión epistemológica.

 

La noción de “hecho”

 

El conocimiento humano comienza fundamentalmente en los hechos. Pero ¿a qué llamamos un hecho? A una verdad existencial adecuadamente comprobada, a toda afirmación que indique la posición de algo en la existencia extramental dentro de márgenes razonables de certeza. El hecho consiste ante todo en una realidad dada, impuesta al espíritu, y a la cual llegamos por mediación de los sentidos animados e iluminados por el sentido interno de la cogitativa, gracias al cual la inteligencia misma se inclina sobre el dato empírico para discernir en él su contenido inteligible. En virtud de los diferentes modos de conceptualizar podrá hablarse de hechos de diferente orden: de sentido común, científicos, matemáticos, lógicos y filosóficos (Maritain, 1978, pp. 94-96 y 98-102).

Los hechos filosóficos son aquellos que, ordinariamente comunicados a través de la experiencia vulgar, proporcionan de manera general y confusa una certeza inconmovible sobre la perspectiva de la realidad. A cambio de omitir el detalle, la filosofía se vale de esos hechos para establecer sus principios fundamentales sin temor a errar. Ejemplos: la existencia del devenir, de lo continuo, de la duración sucesiva, la relativa semejanza entre el psiquismo animal y humano. Pero debemos insistir en que los hechos adquieren esa condición según la luz bajo la cual son observados. Así, salvo el caso de las experiencias de laboratorio, a las que muy pocos tienen acceso, todo el caudal de hechos asimilables por la ciencia y la filosofía se presenta en la vida cotidiana y en el contacto vulgar con las cosas.

Al mismo tiempo, la filosofía puede, sin compromiso de su identidad, apropiarse no solamente de los hechos vulgares, que desde siempre han sido su cantera de privilegio, sino también de los que sugiere el trabajo de la ciencia. Los hechos científicos no se integran, como tales, al discurso filosófico, sino una vez asimilados críticamente bajo el sentido propio de ese discurso.

 

Es una ilusión creer que, apelando a hechos científicos sin asumirlos en una luz superior, se podrá fallar en un debate filosófico […] Es preciso no desechar ninguno de ellos, y estar al acecho de todos los demás que pudieran surgir en adelante. Pero sólo relacionándolos con los conocimientos filosóficos anteriormente adquiridos y con los principios filosóficos es posible obtener de ellos un contenido inteligible y útil a la filosofía, discernir y juzgar el valor ontológico que pudieran encerrar, y usar de ellos, sea para inducir las conclusiones del filósofo al contacto de las verificaciones sensibles y de los resultados obtenidos al día por la ciencia experimental, o bien para confirmar o establecer hechos propiamente filosóficos, punto de partida de demostraciones filosóficas. (p. 104)

 

Ahora bien, así como la filosofía puede ser víctima de fraude a partir de una experiencia insuficientemente elaborada, cabe esperar un riesgo parecido al tratar sobre los materiales proporcionados por la ciencia. En efecto, los hechos científicos no pueden evaluarse en todos los casos de la misma manera, ya que según el tipo de saber habrá en ellos una mayor o menor presencia de elementos aportados por la razón. La instancia crítica viene aquí a socorrer al filósofo para ayudar a discernir cautelosamente lo que puede tomar y de qué manera hacerlo (pp. 105, 112-113 y 288).

 

La intuición intelectual

 

El término “intuición” cumple un papel muy destacado en la teoría del conocimiento y la epistemología de Maritain. En ello no puede disimularse, una vez más, la poderosa influencia de Bergson. No cabe duda de que, en tal sentido, su encuentro con el pensamiento de Aristóteles y santo Tomás a partir de estos antecedentes bergsonianos le ha permitido un notable enriquecimiento de la visión del realismo clásico con respecto al abordaje de los primeros representantes de la nueva escolástica, más cómodos con una posición algo contaminada de racionalismo. Puesto a definirla, Maritain (1973a) aprovecha para insistir en la variedad de usos a los que puede extenderse el término:

 

[…] reservaré el nombre de intuición ya sea a la intuición del sentido externo, ya sea a la intuición creadora propia del poeta, ya sea a la intuición puramente intelectual y cognitiva, –pienso sin duda en esos juicios intuitivos que dirigen todas las conexiones lógicas y que, vinculando inmediatamente un concepto-predicado a un concepto-sujeto, brotan ellos mismos en el campo nocional, como el principio de identidad y las otras aserciones primeras que debemos al intellectus principiorum, mas pienso también y sobre todo en la intuición metafísica por excelencia, la intuición del ser–, acto judicativo privilegiado por el cual, “viendo” sin componer conceptos entre ellos, el intelecto se traba en lucha directa con lo real. (pp. 932-933)

 

Desde un punto de vista ya algo más técnico, digamos que esta intuición significa, justamente, lo opuesto a todo proceso o desarrollo analítico: “no se trata de un análisis racional o de un procedimiento inductivo o deductivo o de una construcción silogística, sino de una intuición que es un hecho primario” (Maritain, 1982, p. 31). De esta manera se esboza la evocación de un tema profundamente arraigado en la escuela de santo Tomás: el de la distinción entre intellectus y ratio como funciones contrastantes pero complementarias de la vida intelectual.

El tema de la intuición aparece, a mi entender, directamente conectado con el del conocimiento por connaturalidad. Se trata de una experiencia de lo real que transita más allá del régimen de las objetivaciones conceptuales, y que se verifica por una especie de sintonía profunda con la cosa en la que juega un papel decisivo el juicio por inclinación. Viene a ser el efecto de una familiaridad con lo real allanada desde lo afectivo, y que cumple un rol insoslayable en el campo del conocimiento práctico, pero que también se manifiesta en el olfato con el cual el científico intuye la verdad escondida en la maraña de los hechos que una mente poco adepta sería incapaz de desentrañar.

En este sentido, la visión de Darwin acerca de una transformación evolutiva de las especies vivientes podría compararse con la intuición que inspiró a Galileo en la férrea defensa del heliocentrismo, contra el peso aplastante de las evidencias supuestamente favorables a la inmovilidad de la Tierra. En su estudio Sobre la Iglesia de Cristo, Maritain (1970) dedica el capítulo XIV al episodio de la condena del Pisano. Y uno de los puntos que enfatiza en defensa del ilustre científico es, justamente, la fuerza de su convicción acerca de la verdad del copernicanismo, citando sus propias palabras: “lo que me parece evidente y que creo tocar con la mano” (p. 354). Esa certeza fue suficiente como para desafiar su espíritu de obediencia incondicional a la Iglesia a la que tanto amó. Tal como allí lo dice, Galileo actuó como poseído por un demonio (p. 344), frase que merece entenderse por analogía con aquella voz interior que inspiró la audacia de Sócrates ante sus adversarios. Y, si bien admite que las supuestas pruebas exhibidas por él en defensa del heliocentrismo no fueron satisfactorias, la intuición fundamental que movía a su espíritu quedó en pie:

 

Las pruebas invocadas por Galileo no eran demostrativas ni de mucho valor. Pero antes de demostrar y sin estar todavía en estado de demostrar hay en el espíritu del gran científico una aprehensión intuitiva que basta para darle una convicción de la cual (con razón o sin ella, es otra cuestión que tiene que ver con el progreso de la ciencia) no duda en absoluto. Tal fue el caso para el genio intuitivo de Galileo. (p. 354, n. 9)

 

Entiendo que la valoración especial que Maritain otorga al conocimiento intuitivo cobra relieve como clave hermenéutica de su propia visión respecto al proceso evolutivo universal. Tal como veremos, y al igual que en el episodio de Galileo, la relativa endeblez de las pruebas disponibles no inhibe la convicción manifestada por nuestro autor de que, siempre en un contexto teológico y metafísico adecuado, la teoría de la evolución visibiliza un proceso más profundo que la filosofía debe ser capaz de asumir.

 

El problema de las especies naturales

 

La ciencia moderna ha heredado un vocabulario que por mucho tiempo se empleó en sede filosófica, y que ha sufrido una verdadera transposición o desplazamiento de su sentido original, por ejemplo “sustancia”, “materia”, “ley” o “causa”. Pues bien, uno de los términos que justamente se prestan a esta inestabilidad semántica es el de “especie”. En efecto, si bien tiene su origen en el ámbito filosófico, las ciencias naturales, y en especial la biología, lo han tomado como propio y le han asignado un alcance peculiar. En varios casos ha alcanzado un protagonismo que vuelve imperativa la aclaración de sus diversos sentidos y aplicaciones.

Hay que decir, ante todo, que corresponde distinguir la noción de especie ontológica respecto de la de especie empiriológica. Mientras la primera tiene que ver con la esencia misma de las cosas, la segunda se presenta como sucedánea de una naturaleza no conocida propiamente en sí misma, y que sólo aparece presentida de un modo oscuro:

 

Ella se contenta con constituir uno de los cuadros de la sistemática sin pretender de ningún modo coincidir con la especie ontológica, inalcanzable por los criterios de la ciencia. Las diversas categorías taxonómicas no conciernen, en efecto, sino a caracteres observables, juzgados como más o menos importantes y que permiten agrupar los individuos en los cuadros de la representación sensible; ésta, constituida por la ciencia en un universo epistemológico distinto, no puede sino simbolizar con las categorías y los objetos de pensamiento del orden ontológico, mas no puede revelarlos. Es como una pantalla sobre la cual se diseñan los hechos y las medidas cuya perfecta precisión se paga con la condición neblinosa de las nociones de inteligibilidad común empiriológicamente replanteadas. (Maritain, 1973a, p. 616)

 

Al mismo tiempo, debe tenerse presente la diferencia entre la especie lógica y la especie propiamente real u ontológica. Por cierto que, según corresponde al contexto de una lógica y una metafísica realista, ambas se implican en cuanto aluden, respectivamente, al universal en su existencia mental y al fundamento de ese universal presente en las cosas. Pero conviene también aquí apuntar algunas diferencias. En primer lugar, la que corresponde a las segundas intenciones (en las que tiene su origen estrictamente la noción de especie como predicable lógico) respecto a las primeras intenciones, o naturalezas: “la especie ontológicamente considerada no es exactamente la ‘naturaleza específica’, sino más bien una aplicación de la noción lógica de especie para designar la naturaleza específica” (Maritain, 1941, p. 1193).

Pero, como cierta consecuencia de ello, se sigue que la especie lógica, cuya finalidad principal es el orden de los conceptos más que la contemplación de las cosas, puede asumirse como cierta unidad de generalización a partir de determinadas características asociadas a un tipo de ser, pero que no indiquen necesariamente la esencia, en la línea de la abstractio totalis a la que alude santo Tomás. Se trata aquí de un uso práctico de la especie, como al considerar el perro como animal latrans o la noción difusa de “piedra” (Maritain, 1940, p. 1277). Por último, mientras los géneros lógicos se distribuyen en las especies de un modo unívoco, los géneros tomados metafísicamente implican cierta analogía, que Maritain considera como impropia, y que indica cierta desigualdad en la participación de las especies en un género. Así pues, “desde el punto de vista ontológico, la animalidad del hombre no es la del león, ya que la diferencia específica impregna el ser hasta en sus raíces” (p. 1277). Podríamos denominarla una analogía de desigualdad, bajo la cual se llega a una captación más comprensiva y densa de los universales, que suele pasarse por alto en muchos tratados.

Ahora bien, el filósofo de la naturaleza es incapaz de distinguir las especies últimas de las cosas en sentido ontológico, pero es razonable pensar que las que establece el método científico constituyen, al menos en los casos fundamentales, un signo probable de ellas. Se asume que, debido a la fecundidad misma del ser y la extrema indeterminación de la materia, “las especies reales del mundo material son muy numerosas” (Maritain, 1941, p. 1193).

Y a partir de allí se plantea, con elevada probabilidad, que las diferencias básicas que se establecen entre los géneros zoológicos, los elementos químicos y las distintas sustancias mixtas, así como en otros dominios bien establecidos, son reflejo de una verdadera diferencia ontológica. El filósofo puede esperar con fundamento que la diversidad de las especies taxonómicas refleje muy cercanamente la de las especies ontológicas, ya que la constatación sofisticada de ciertas regularidades o patrones es a menudo muy sugestiva. Y ello sin perjuicio de que las teorías científicas del futuro produzcan profundos cambios en la identificación de sus propias especies, y sin que por ello quepa negar que una especie ontológica se derive de otra, como puede ser el caso de los distintos tipos de átomos formados a partir del de hidrógeno, o quizá de las mismas especies biológicas. El propio Maritain (1940) arriesga la opinión de que “los phylum representarían la especie natural difundida en el curso del tiempo a través de una multitud de sub-especies (especies taxonómicas)” (p. 1281; 1951, p. 70).

Otro dato que la filosofía puede aportar se refiere al carácter jerárquico de las especies, en lo cual nuestro autor se muestra muy categórico: “las especies reales están jerárquicamente dispuestas, y no hay dos que tengan el mismo grado de perfección” (Maritain, 1941, p. 1191). En cambio, no parece ser tan drástico para afirmar, como es el caso de otros autores, que el número de las especies aumenta a medida que se desciende en la jerarquía ontológica, como una suerte de compensación entre la debilidad y pobreza de cada especie con su creciente variedad. A su entender “es verosímil que las especies sean más numerosas en la esfera biológica que en la esfera química” (p. 1201).

 

El desafío intelectual de la evolución

 

Es casi redundante señalar el interés que despertó la teoría de la evolución en el espíritu de nuestro autor. Hemos visto, por una parte, el estrecho vínculo que sostuvo con Bergson, y cómo a través de él quedó definitivamente impregnado de una mirada propensa a superar la esclerosis de los conceptos y a favor de una intuición profunda de cierta aspiración universal en continuo ascenso ontológico. Pero también tomamos nota de su deuda, mucho más significativa todavía, con la visión de Tomás de Aquino, cuya expresión histórica parece más bien hostil a una perspectiva evolucionista.

Por eso hablo de desafío: Maritain tiene ante sí una propuesta científica que amerita ser tomada seriamente en cuenta, pero que al mismo tiempo ha servido de apoyo a algunas expresiones del ateísmo. Por lo demás, el tomismo encuentra dificultades en su diálogo con ella, e incluso durante la primera mitad del siglo pasado la Iglesia de Roma ha estado alerta con su intervención en ciertos casos (Martínez, 2007). Las cartas están echadas.

 

El hecho de la evolución

 

Para empezar, Maritain (1973b) considera que la evolución es un hecho incontrastable. En efecto, “lo que nos muestra la paleontología es que los grandes grupos zoológicos han aparecido sucesivamente a lo largo de la historia de la tierra”. Y luego agrega: “esta sucesión histórica […] es suficiente para sugerir invenciblemente la idea de que la vida es una realidad histórica que se ha desarrollado evolutivamente” (p. 196).

Lo que más llama la atención, positivamente desde luego, es de qué manera conviven en el espíritu de Maritain el entusiasmo que inspiran estos hallazgos con cierta prevención y severidad que le merecen los riesgos y profundas distorsiones a que han dado lugar. Por una parte, hay una valiosa intuición de la ciencia, a la que Maritain (1951) califica como “la real conquista de la filosofía moderna” (p. 69), perfectamente integrable en el tomismo y capaz de enriquecerlo como ilustración de la movilidad universal y constitutiva del ente físico (1980, p. 180). Pero existe también una versión falsamente planteada en el registro filosófico y religioso. Es lo que nuestro autor plantea al distinguir entre un evolucionismo de investigación (podríamos llamarlo también evolucionismo científico), que merece ser asimilado en un contexto sapiencial, y un evolucionismo absoluto emparentado con la metafísica hegeliana, que debe rechazarse como una falsa sabiduría (1910, p. 799).

 

Una idea que interpela

 

En su vasto trabajo sobre la filosofía moral, Maritain (1960) alude a “tres grandes choques intelectuales que han quebrantado la confianza del hombre en sí mismo, y que en realidad podrían ser saludables y servir poderosamente a la filosofía moral si supiéramos comprender las cosas como es debido” (p. 579). Se trata de tres grandes propuestas, desplegadas en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, que significaron un impacto vigoroso en la idea que el hombre se había hecho de sí mismo. En todos los casos se trata de visiones que él juzga no exentas de error, pero cuyo resultado, según sus palabras, “puede ser saludable” a partir de la interpretación adecuada de sus puntos de partida. Justamente el signo común de estos “tres choques intelectuales” es la captación de cierto escenario fenoménico que pone en evidencia la agudeza que puede alcanzar la intuición de los científicos, y al mismo tiempo la necesidad de una iluminación sapiencial que no desvirtúe el sentido de esos datos. Se trata, concretamente, del marxismo, el evolucionismo y el psicoanálisis.

Así nos presenta Maritain el caso del evolucionismo y sus repercusiones filosóficas, especialmente en el terreno de la ética:

 

El primer gran sacudimiento lo produjo el darwinismo, con la teoría del origen animal del hombre. Un choque de tal naturaleza puede tener un doble resultado: un resultado destructivo para la vida moral, y que deshumaniza al hombre, si se piensa que el hombre es sólo un mono evolucionado; se tiene entonces como resultado la ética materialista de la lucha por la vida. Pero el mismo choque puede tener un resultado favorable si se entienden las cosas de otro modo, si se comprende que la materia de la que el hombre está hecho es una materia animal, pero informada de un alma espiritual, de tal modo que existe continuidad biológica en el sentido de las ciencias naturales entre el universo del animal y el universo del hombre, pero discontinuidad metafísica irreductible. El concepto científico de evolución es capaz entonces de llevarnos a una mejor apreciación de las vicisitudes y de los progresos de la historia humana, y a una ética más consciente de las raíces materiales del animal racional, de las profundidades del dinamismo del elemento irracional que hay en el hombre, pero también de las más hondas profundidades del dinamismo del espíritu que define su grandeza. (pp. 579-580)

 

Por estos tiempos, la ética y la filosofía social eran las preocupaciones dominantes en la reflexión de nuestro autor. Pero él mismo era consciente de que, para reconocer eficazmente el aporte del evolucionismo en el ámbito de lo moral, hacía falta llegar “hasta las profundidades del dinamismo del elemento irracional que hay en el hombre”. Luego de la experiencia turbulenta del Concilio Vaticano II, reflejada en su obra El campesino del Garona, Maritain (1967) regresa al clima algo más benigno de las especulaciones teóricas. Y nos deja un precioso testimonio cuyo análisis bastaría, por sí solo, para dar cuerpo a este modesto artículo.

 

Un texto clave: sus seminarios sobre la evolución

 

La contribución más significativa que nos ha dejado Jacques Maritain en cuanto a un análisis filosófico de la teoría de la evolución son sus seminarios titulados Hacia una idea tomista de la evolución dictados a comienzos de 1967 en Toulouse, en los que pretende “cierta aproximación filosófica” en confrontación “con los datos más recientes de la paleontología y de la psicología animal” (1973b). El abordaje sapiencial de un fenómeno identificado y analizado desde el punto de vista estrictamente empírico permite clarificar numerosas cuestiones y abrir paso a una solución justa y razonable de las problemáticas planteadas (p. 51).

Para nuestro autor, la filosofía de santo Tomás, quien “no tenía idea de lo que nosotros llamamos evolución”, es capaz de proporcionar “los principios metafísicos de un pensamiento realmente evolucionista”. Todo lo que hay que hacer es extender en el tiempo la escala jerárquica de los seres, con lo cual se dispone de:

 

la evolución del cosmos de la materia y de los seres vivientes, en una consideración filosófica acorde con la imagen que la ciencia, en su nivel epistemológico, trata, bien que mal, de dar de esta evolución a cada uno de nosotros. (pp. 58-59)

 

Un reto al hilemorfismo

 

A pesar de la declarada admiración de Darwin por el biólogo Aristóteles, las vertientes filosóficas que acogieron el transformismo como expresión de un principio metafísico estaban muy lejos de congeniar con la cosmovisión del Estagirita. Y es que, a poco de andar, resulta manifiesto que, en el sistema aristotélico, la composición esencial de materia y forma de los entes naturales plantea prima facie un escenario claramente conservador y fijista. En efecto, según Aristóteles, la forma sustancial es aquello por lo cual algo es lo que es, y según lo cual actúa. En el libro II de la Física afirma, por una parte, que la naturaleza es más bien la forma que la materia. Y luego, que la forma se identifica con el agente y el fin, ya que cada cosa tiende a obrar por virtud de su forma, y para replicar esa misma forma en sus efectos. No parece haber ningún resquicio para que una especie viviente, completamente determinada por su forma sustancial, sea capaz de engendrar a otra, que precisamente por ser otra tendrá su propia forma sustancial distinta de la de aquello que la engendró.

Esto permite entender el rechazo tajante de la gran mayoría de los tratadistas escolásticos de la segunda mitad del siglo XIX a la hipótesis de Darwin, y el malestar hacia aquellos que, desde las mismas filas, procuraban algún acercamiento. No obstante, las nuevas generaciones del tomismo entendieron que, sin necesidad de derogar la doctrina hilemórfica, podría ser posible una influencia recíproca entre filosofía y ciencia con beneficio para ambas. Por un lado, el reconocimiento de la evolución daría la oportunidad para una perspectiva menos rígida de la noción de forma sustancial, capaz de compaginarse con la transformación de una especie en otra. Por otro lado, el anclaje hilemórfico previene a la ciencia de caer en representaciones pueriles o fantasiosas de la evolución, y en cierto sentido le pone un límite a su alcance.

En un texto que, justamente, habla de cooperación intelectual, Maritain esboza un camino para llegar a una posible asimilación de la teoría de la evolución en el marco de la filosofía natural de Aristóteles y Tomás de Aquino. En el ámbito de la vida reaparece la temática ya presentada acerca de la comparación entre especie en sentido ontológico y especie en sentido científico. Más allá de la conjetura acerca de la identidad esencial, en sentido ontológico, de muchas especies taxonómicas, la cuestión crucial aparece cuando se atraviesa el umbral entre un phylum o especie ontológica y otra. Si bien algunos tratadistas son renuentes a admitirlo, Maritain lo da por sentado y propone, a su vez, el recurso a otra noción tradicional, en este caso la de causalidad universal. Los antiguos adjudicaban al dinamismo celeste un papel instrumental en la formación de las distintas especies, a través de la regulación de las variables climáticas, o los períodos de fertilidad y celo, etc. Si bien ya no hay soporte para atribuir esa tarea a los astros, sigue en pie la necesidad de una moción orientadora del flujo evolutivo, que dependería en última instancia del mismo acto creador de Dios. Habría en tal caso, según nuestro autor, una intervención divina puntual que, bajo las condiciones de apertura indefinida de la materia orgánica, imprimiría una virtud sobreelevante a una determinada pareja de progenitores para que el fruto de su reproducción dé un salto cualitativo realizando un tipo específico metafísicamente distinto y superior. Considero que la extensión de la cita está por demás justificada:

 

Si hay razón, como yo creo que la hay, para insistir en la necesidad que tiene la filosofía tomista de dar, en las diversas fases de su conceptualización, un alcance mucho mayor a la idea general del dinamismo y de la evolución –la real conquista de la filosofía moderna–, y de profundizar en tal sentido la noción tradicional de forma sustancial, yo creo, no obstante, que tal idea está en la necesidad de ser precisada si ha de ser verdadera.

[…] yo creo cosa muy cierta que el proceso evolutivo de la naturaleza y la noción de forma sustancial pueden y deben ser reconciliadas. […] cuando penetramos en los dominios de la biología, nos sale al paso otro problema: el nuevo organismo viviente posee necesariamente la misma forma sustancial específica que el organismo u organismos de que procede. ¿Cómo, pues, concebir la evolución biológica en términos de formas sustanciales? No creo que esto sea imposible. En primer lugar, la especie (no la especie taxonómica del botánico, del zoólogo o del genetista, sino la especie ontológica) podría ser concebida de una manera, no sólo más extensiva, sino también más dinámica. De una manera más extensiva, quiero decir que es posible que organismos comprendidos en grupos tan extensos como esos que la clasificación llama familias, órdenes, etc., deban en realidad ser considerados como pertenecientes a la misma especie ontológica. De manera más dinámica, quiero decir que la forma sustancial, en el dominio de la vida, podría ser mirada como desbordando o traspasando, en sus virtualidades, las capacidades de la materia que informa en condiciones determinadas; a la manera de un estilo arquitectónico o de una idea poética que imagináramos lanzada a la materia; en una palabra, la consideraríamos como un impulso ontológico que se realiza según diversos tipos en la línea de cierto phylum.

Mas tal evolución no podría evidentemente tener lugar sino dentro de los límites del phylum o especie ontológica en cuestión, por extensa que la supongamos. Si después de esto, considerando la génesis hipotética de los diversos phyla o especies, dirigimos nuestra atención sobre la acción trascendente de la causa primera, con seguridad podemos concebir que, sobre todo en las edades de formación en que el estado del mundo estaba en su máximum de plasticidad, y en que el divino influjo presente en la materia acababa la obra de la creación, este influjo divino que activa la existencia, atravesando por los seres creados y usándolos como causas instrumentales, pudo (y puede todavía) sobreelevar las energías vitales que proceden de la forma en el organismo animado por ésta, de modo que se produzcan en la materia, es decir en las células germinativas, disposiciones superiores a las capacidades específicas del organismo en cuestión; de modo que, en el momento de la generación, una nueva forma sustancial, específicamente “superior” o más elevada en el ser, se encuentre “sacada” o “educida” de la potencia de la materia, dispuesta así más perfectamente. Acaso estas consideraciones puedan dar alguna idea del modo como el hecho de la evolución, excepción hecha del hombre, que plantea problemas muy diferentes, puede ser incorporado a la filosofía escolástica. (Maritain, 1951, p. 71)

 

La aspiración de la materia y el ejemplo del embrión humano

 

Maritain descubre un resquicio en el pensamiento de santo Tomás para conciliar el hilemorfismo con la evolución. Más allá de su explícita, aunque algo forzada concesión respecto a las razones seminales de san Agustín, hay un hálito de inspiración neoplatónica que lleva al Doctor Angélico a plantear una suerte de aspiración universal de la materia hacia la realización ordenada de todas sus posibilidades en acto, y en última instancia de su imitación de Dios. El texto que sirve de apoyo a la exégesis de Maritain se encuentra en Suma Contra los Gentiles III, 22:

 

Dado que cualquier cosa movida tiende al moverse a la semejanza divina, con el fin de alcanzar su propia perfección, y se es perfecto cuando se está en acto, será preciso que la intención de todo lo que existe en potencia consista en tender al acto, mediante el movimiento. Ahora bien, cuanto más posterior y perfecto es un acto, tanto más particularmente tiende hacia él el apetito de la materia. Es preciso, pues, que el apetito con que la materia apetece la forma tienda, como a último fin de la generación, hacia el acto último y perfectísimo que ella sea capaz de alcanzar. Pero en los actos de las formas existe una graduación. Pues la materia prima está en potencia, en primer lugar, con respecto a la forma elemental. Y bajo la forma elemental se encuentra en potencia para la mixta, y bajo ésta, para el alma vegetativa, porque el alma de tal cuerpo es también un acto. Además, el alma vegetativa está en potencia para la sensitiva, y ésta para la intelectiva. Lo cual puede verse en el proceso de la generación: en la generación, lo primero en vivir es el feto, que vive la vida vegetal, después la vida animal y, por último, la vida humana. Y tras esta forma no hay otra posterior ni más digna en los seres generales y corruptibles. Así, pues, el último fin de la generación de todo es el alma humana, y a ella tiende la materia como a su última forma.

 

Maritain aprovecha también la analogía que propone santo Tomás entre la ontogénesis y la filogénesis. La sucesión de almas que emanan a lo largo del proceso de formación del embrión humano, según la sentencia del Aquinate, constituye la mejor ilustración acerca de la posibilidad de un devenir evolutivo en el ámbito de los vivientes.

 

En el semen no está el alma desde el principio de su separación, sino la capacidad del alma […] Esta capacidad obra disponiendo la materia y dándole forma para la recepción del alma. […] Y así es necesario que una generación de este tenor no sea simple, sino que contenga en sí muchas generaciones y corrupciones. No puede ser, en efecto, que una y la misma forma sustancial sea llevada gradualmente al acto, como se ha mostrado. Así, por tanto, merced a una capacidad formadora que desde el principio hay en el semen, suprimida la forma del esperma, se introduzca otra forma, y suprimida de nuevo se introduzca otra; y así primero se introduce el alma vegetativa; después, suprimida ésta, se introduce el alma sensitiva y vegetativa a la vez; suprimida ésta, se introduce no por esta capacidad mencionada sino por el creador, el alma que a la vez es racional, sensitiva y vegetativa. Y así a tenor de esta explicación hay que afirmar que el embrión, antes de tener el alma racional, vive y tiene alma, suprimida la cual, es introducida el alma racional. (De Potentia Dei, q. 3)

 

Puede hablarse de la virtud como un equivalente dinámico de la forma, a saber, como una forma o programa de movimiento, impresa por el agente y que conduciría a un despliegue ordenado de momentos. De suerte que cabe postular en la virtud generativa una eficacia singular, transmitida a las células reproductivas por los padres, que las hace desenvolver, a partir de su unión, un plan de desarrollo destinado a acabar en el nuevo ser. Y a partir de esta comparación se puede pensar que el acto creador de Dios produciría como una forma capaz de operar, en la corriente del devenir universal, la irrupción sucesiva de nuevas y más perfectas virtualidades.

 

La virtud es cierta forma transmitida o comunicada, pero –y este es el punto capital– no es una forma entitativa, informando una cosa, una res a la cual daría su constitución en el ser. Es una forma transitiva, es la forma de un movimiento, no de un ser, es la forma de un movimiento por la cual este es regulado en la no permanencia misma de su paso en el tiempo. […] la virtud, en el sentido estricto en que toma esta palabra, pertenece a la causalidad formal y de ningún modo a la causalidad eficiente. (Maritain, 1973b, pp. 68-69)

 

En cualquier caso, Maritain retiene la orientación característica de santo Tomás según la cual la acción de la Causa Primera, que nosotros distinguimos bajo las nociones de creación, conservación y concurso, confluye en el efecto junto con la causa segunda. Por eso el escenario de la evolución, detallado en las investigaciones científicas, debería interpretarse en términos de una síntesis de la actividad propia de las criaturas y la moción elevante de Dios. Tal sería, en resumen, la interpretación filosófica de la teoría de la evolución en la óptica de Maritain.

 

En el caso del desarrollo embrionario, teníamos (siendo necesariamente presupuesta la moción directora de la Causa primera que activa toda la naturaleza) un principio primero del desarrollo, que era el alma o forma sustancial del viviente: de este principio formal intrínseco, que da a la sustancia viviente el ser lo que es, emanaba el acto generador cuya virtud ordena todo el desarrollo embrionario, y que hace pasar en él, virtualmente, la naturaleza específica del ser en cuestión, de manera que la disposición última que solicitaba en un momento dado un alma superior al alma vegetativa, el alma sensitiva, (y sucederá lo mismo en lo que se refiere al embrión humano para el tránsito del alma sensitiva al alma intelectiva) tenía su razón suficiente en el alma o forma sustancial de los progenitores.

[…] En lo que se refiere a la evolución de las especies, tenemos dos causalidades diferentes que considerar: en primer lugar la causalidad del Creador del ser, y su moción sobre-elevante y sobre-formadora. […] Y en segundo lugar debemos considerar, a título de causa subordinada, pero muy real y activa, y que constituiría una seria falta olvidar, la causalidad del mismo viviente (del viviente del tronco evolutivo), cuya actividad inmanente, bajo la moción sobre-elevante de la Causa primera, inventa, por el proceso auto-regulador propio del viviente, algo nuevo que, afectando ante todo el organismo de éste, pasará en las gónadas y en la virtud del acto generador. (pp. 199-201)

 

Por la gravedad de sus implicancias, Maritain se detiene en el caso del origen del hombre. Ante todo, aclara las limitaciones que por naturaleza afectan al dominio ontológico y empiriológico en torno al asunto. Así, la filosofía puede hablar con plena competencia de lo que es la esencia del hombre en cuanto distinta del resto de los animales, pero no puede concebir ese resto más que bajo la confusión de la experiencia natural, dejando al científico que investigue las diferencias puntuales, de orden fenoménico, que ayuden a discernir la taxonomía de tan vasto reino. El científico, por su parte, podrá avanzar en gran medida en la descripción de los rasgos accidentales, tanto físicos como psíquicos, de la especie humana, pero quedará al margen de la comprensión de lo más propio e íntimamente humano. Si bien esta situación invita de suyo a un diálogo cooperativo entre filósofos y científicos, los desacuerdos y los prejuicios que aquí prosperan no contribuyen a iluminar los distintos enfoques.

 

Ahí donde el sabio quisiera interrogar a la filosofía, encuentra filósofos en desacuerdo sobre todo. Ahí donde el filósofo quisiera conocer lo que piensa la ciencia en su nivel propio, encuentra algunas veces sabios orientados, sin declararlo, en sus ideas científicas, por una prefilosofía consciente o inconscientemente aceptada, y también en algunas ocasiones sabios de escuelas diferentes que se pelean entre sí (esto no es privilegio de los filósofos), y también algunas veces sabios que en su nivel propio (y justamente porque permanecen en él) les hacen participar de las dudas e incertidumbres de la ciencia al mismo tiempo que de los puntos adquiridos por ella. (p. 204)

 

Una distinción perentoria es la que cabe entre el proceso reproductivo del hombre en comparación con el del resto de los animales. En efecto, la causalidad de los progenitores es completamente suficiente en los demás casos, pero cuando se trata del ser humano es inevitable postular una intervención especial de Dios, capaz de dar cuenta de la aparición de una nueva alma espiritual. Debido a esta diferencia, “los padres humanos no son ni reproductores ni creadores; son procreadores” (Serani, 2009, p. 26).

Uno de los malentendidos más dramáticos que aquí se observa es entre la interpretación científica y filosófica respecto a los ancestros inmediatos del hombre actual, agrupados bajo la categoría de homínidos. Mientras la ciencia los considera como otra especie de hombres, lo cual es problemático, la filosofía, en el entender de Maritain, les niega el carácter humano en sentido propio, mas no sin reconocer cierto perfil excepcional en esos brutos. En efecto, la hipótesis filosófica de Maritain es que esas especies cuasi-humanas representan la cúspide de las posibilidades de perfeccionamiento de la vida sensitiva, y su razón de ser habría sido justamente la de proporcionar la disposición adecuada para que, bajo la mediación del gesto divino, el curso ascendente de la vida llegase por fin a su cumplimiento en el género humano:

 

en la cumbre del desarrollo de los primates superiores, más exactamente homínidos, debió aparecer en un momento dado una serie más o menos efímera de animales que se acercaban muy próximamente al hombre y al término de la cual se encontró un animal que era casi un hombre, de tal modo que el hombre haya podido nacer de él. (Maritain, 1973b, p. 210)

 

Ahora bien, ¿cómo pudo ocurrir el nacimiento del primer hombre? Si nos atenemos al esquema convencional, no es posible afirmar que dos ejemplares de una especie diferente a la humana produzcan, por su propia virtud, un individuo verdaderamente humano. De ahí que, en la tradición, digamos, pre-darwiniana, se declaraba la creación directa de Adán y Eva, tanto de su cuerpo como de su alma, y ya en estado adulto.

La alternativa que propone Maritain es la siguiente: cuando pensamos en la transición de una especie animal a otra, la naturaleza permanece en el plano ontológico de lo sensitivo, es decir, de aquellas formas que se hallan completamente inmersas en la materia. Aquí basta una moción divina que, de modo general, haga posible ese plus de las formas animales para engendrar, oportunamente, una especie de rango superior. En cambio, cuando se trata del hombre, esa moción general no es suficiente, porque la forma humana es un alma espiritual, que requiere disposiciones materiales absolutamente originales. La configuración anatómica necesaria para el desenvolvimiento de un sistema nervioso dotado de una sofisticada capacidad instintiva (propia de los animales superiores) no puede compararse con el grado de complejidad que exige un alma racional.

Por eso, cuando una pareja de aquella especie casi humana engendra al que estará destinado a ser el primer hombre, recibe de parte de Dios una moción excepcional, para que el desarrollo del embrión conduzca a una disposición sensitiva específicamente humana, que lo haga apto para la infusión del alma espiritual creada directamente por Dios.

 

la disposición última producida en la naturaleza bajo la moción excepcional y absolutamente única de Dios […], esa disposición última que aparece al término del desarrollo sensitivo del feto en cuestión, es, en el primer instante de naturaleza, ya virtualmente humano, quiero decir, ya humano en lo que se refiere a la calidad de la vida sensitiva del feto, ya llevada al grado humano bajo este respecto, es decir, ya llevada, bajo este respecto, a un grado superior a las capacidades de la naturaleza material y de la vida inmersa en la materia […] (En el segundo instante de naturaleza, el feto ha recibido el alma intelectiva, y la disposición última es formalmente humana: todo ello ocurre en un mismo instante cronológico). (pp. 214-215)

 

En resumen: el plan creador de Dios incluye, además de la creación del mundo en un cierto estado primitivo, y con determinadas sustancias provistas de materia y forma, una moción que puede interpretarse como la forma, ya no de una cosa, sino de un movimiento, y que conduce en sucesivas etapas a que la potencia reproductiva de las especies, sobre-elevada por dicha forma, dé lugar a especies de nivel ontológico superior. En el caso del hombre, la especie precursora habrá alcanzado el máximo de las posibilidades de la materia en el orden sensitivo, y proporcionará un embrión que, además de atravesar como todos la etapa vegetativa y sensitiva, exprese una moción privilegiada de Dios a fin de pasar de la disposición material para la vida sensitiva animal a la que corresponde a la vida sensitiva humana, y en el mismo instante reciba el alma espiritual.

En un Post-scriptum añadido en 1972 se expresa a propósito de la controversia entre monogenismo y poligenismo. A su entender, la ciencia paleontológica no es capaz de discernir con certeza la naturaleza propiamente humana de los fósiles y utensilios descubiertos. La filosofía proporcionaría indicios orientativos para juzgar a favor de la tesis monogenista, por el lado del advenimiento de las condiciones dispositivas que preparan la irrupción del espíritu. En definitiva, la última palabra caería en el terreno de la teología (1973a, pp. 644-648).

El interés de Maritain por el tema permanece vivo hasta los últimos años de su vida. En El Campesino del Garona (1967) dedica varias páginas a criticar el pensamiento de Teilhard de Chardin, quien a partir de su amplia competencia en las investigaciones paleontológicas intenta una síntesis de la ciencia, la teología y la filosofía que acaba por desdibujar los órdenes de la realidad y la distinción de los saberes. Este “metacristianismo”, como lo llama el propio Teilhard, resulta evocativo de una gnosis acomodada a los adelantos de la ciencia actual, cuyas conclusiones, de todos modos hipotéticas, son extrapoladas de manera completamente inadecuada (pp. 163-175).

 

Un encuentro epistolar memorable: Maritain y Gilson

 

En su larga vida, Maritain cultivó numerosas amistades que dieron lugar a un frondoso epistolario. En varios casos esas cartas ya han sido publicadas. En el caso de Étienne Gilson, la relación tomó cuerpo a partir de su alianza espontánea a comienzos de los años 30, cuando se suscitó el debate acerca de la noción de filosofía cristiana. Habiendo coincidido en la defensa de ese modo de filosofar, estas dos lumbreras del tomismo trabaron un vínculo afectivo que perduró hasta el fin.

Pocos meses antes de morir, Maritain dedica sus últimas cartas con Gilson a ciertos comentarios provocados por la publicación del ensayo De Aristóteles a Darwin (y vuelta). Gilson (1980) sostiene allí que:

 

Como la creación distinta de las especies, doctrina teológica que persigue detestándola sin preguntarse siquiera sobre qué autoridad revelada se funda, esta formación progresiva de los seres vivos que se habría sucedido por sí misma “mientras continuaba este planeta sus revoluciones según la ley fija de la gravedad”, es una simple actitud del espíritu cuyo mérito es dar razón de modo satisfactorio (si es acertada) de una multitud verdaderamente innumerable de hechos, observados u observables, presentes, pasados e incluso futuros. La totalidad de la historia universal comparece aquí bajo una única y simple mirada humana. Se concibe que Darwin se haya sentido entusiasmado por ello, pero es, simplemente, reemplazar una teología por otra, y ambas son igualmente indemostrables. (pp. 325-326)

 

Maritain le expresa su admiración por la justeza doctrinal y la erudición que allí se despliegan. Apoya los comentarios referidos a Descartes, Darwin y Jacques Monod y celebra el retorno a Aristóteles en medio de diversas quejas por su avanzada decrepitud. A nuestro autor le llama la atención y toma distancia de la afirmación que allí aparece según la cual la idea de evolución que Darwin quería oponer a la presunta creación de cada especie sería “reemplazar una teología indemostrable por otra”.

 

Deseo decirle hoy cuánto amo este libro, que es un modelo de crítica filosófica admirablemente lúcida y fundada sobre los textos mismos (¡Ud. ha leído todo!) y un maravilloso estimulante para el espíritu. Sean dadas las gracias por hacernos constatar esa vuelta. Y por haber puesto a punto tantas cuestiones difíciles y aclarado tantas confusiones. […] A propósito de las páginas 238-239: ¿no piensa Ud. que hay allí más que “teologías indemostrables” y que el filósofo puede legítimamente considerar como la más probable la idea de que el acto creador se ha cumplido a través del tiempo por la evolución, mientras que el advenimiento de la especie humana ha sido objeto de una creación especial para el primer hombre (como a continuación para todo individuo humano), a saber, la del alma espiritual? (Prouvost, 1991, p. 247)

 

Gilson comparte la idea de que el acto creador se despliegue a través de la evolución y que el cuerpo del primer hombre haya sido preparado de ese modo, por analogía con la ontogénesis. Pero destaca que la idea de evolución, al igual que la de hilemorfismo, no pertenece a la ciencia y por lo tanto no puede ser probada científicamente.

 

Pienso que el teólogo y el filósofo pueden considerar como la más probable la idea de que el acto creador se haya cumplido a través del tiempo por la evolución, como Ud. lo dice. Incluso creo posible, por mi parte, si es que hubo evolución animal, que Dios haya creado la primera alma humana, es decir el primer hombre, cuando la evolución biológica produjo finalmente un cuerpo susceptible de recibirla. Esto me parece igualmente tan poco sorprendente como la evolución que todos admitimos al nivel de la ontogénesis en la cual, según santo Tomás, una sucesión de formas que se reemplazan las unas a las otras (corporeidad, vegetativa, sensitiva) prepara la venida (desde Fuera) del alma racional. No puedo ver allí dentro nada científicamente demostrable para la ciencia moderna que es aquella a la que nos estamos refiriendo. Lo que nos separa irreparablemente de ella es la noción aristotélica (y de sentido común) de la Forma Sustancial [] Descartes ha despoblado la naturaleza de ella. Ya no se comprende más nada desde que se ha olvidado la gran palabra de Aristóteles, que no hay “ninguna parte de un animal que sea puramente material o inmaterial”. No es el término filosofía, es el término naturaleza el que nos divide de nuestros hombres de ciencia contemporáneos. Como no espero convencerlos de la verdad (evidente, sin embargo) del hilemorfismo, no creo posible proponerles nuestra hipótesis como científicamente válida.

Mas, en primer lugar, yo no puedo considerar la evolución como una verdad científica. Esto viene de lejos. En 1906 o 1907, cumplía visitas cada semana a la Facultad de Ciencias. Un día Delage nos muestra la sucesión de aparatos digestivos en ya no sé qué familia de mamíferos. La evolución era contundente. Una vez en el segundo diagrama, nos dice que de esa serie solamente el primero y el último espécimen eran conocidos pero que los tipos intermedios deberían necesariamente haber existido, ya que sin ellos el pasaje del primero al último habría sido imposible. Me di por resignado [] Solamente hemos llegado al punto en el que no podemos imaginar que el evolucionismo no sea una verdad científica. La pasión con la cual nuestros teólogos avanzados se lanzan sobre esta hipótesis debería bastar para persuadirnos de que es falsa. En estas materias, la mayor parte de los teólogos tienen un olfato infalible para el error. (pp. 250-251)

 

Maritain está de acuerdo: “Demostrable científicamente no, por cierto. Pero la hipótesis más probable para la razón filosófica, lo creo igual que Ud.” (p. 252). Ambos coinciden, finalmente, en prevenir a los teólogos de un excesivo entusiasmo hacia los planteos de la ciencia.

 

Observaciones críticas

 

La teoría científica que sostiene la evolución como un proceso universal, o cuanto menos en el ámbito de las especies vivientes, ha sido una de las hipótesis más audaces y controvertidas de la historia del pensamiento. Además de conmover la impronta naturalmente fijista de la mente humana, tuvo un efecto revolucionario, o cuanto menos perturbador, en casi todos los demás ámbitos de la cultura. Por el alcance y hondura de sus implicancias, puede decirse que frente a ella se pone a prueba la madurez y perspicacia de los intelectuales. Jacques Maritain no es uno más de ellos. La cristiandad lo reconoce como uno de sus filósofos más ilustres del siglo pasado. El objetivo de este trabajo ha sido confrontar los retos de la teoría evolucionista con las ideas del tan destacado autor francés.

Respaldado en sus talentos naturales y su prolija formación académica, Maritain se enfrentó tempranamente con esta problemática. Su relación con Henry Bergson lo ayudó decisivamente a ponerla bajo nueva luz y asumirla como un rasgo primordial de la realidad. Luego, con su inteligencia purificada mediante la gracia y su encuentro con la cosmovisión de Tomás de Aquino, replanteó su perspectiva y elaboró, a lo largo de varias décadas de reflexión, una síntesis original. En ella, según hemos visto, el fenómeno de la evolución conserva su presencia, pero esta vez contemplado en perspectiva sapiencial. Lo que la ciencia bosqueja en su propio lenguaje, la filosofía lo asume desde categorías metafísicas oriundas de una experiencia vital extraña a la evolución, y que hasta ese momento no se habían puesto en diálogo con algo semejante.

Maritain se declara persuadido de la existencia de la evolución, y entiende que en ella se manifiesta, en un sentido menos ingenuo y antropomórfico, el misterio del obrar creador de Dios. La tradición cristiana, según la cual el Autor del universo no solo ha querido traer las cosas a la existencia, sino también hacerlas partícipes de su propia realización, parece encontrar en este caso su ejemplo más contundente. La transformación de las especies, según nuestro autor, puede explicarse a partir de una moción divina que se vale de la virtud reproductiva de los vivientes para elevar la naturaleza y hacerla capaz de engendrar algo cada vez más perfecto. Y, en el caso del hombre, sugiere que, en estricta solidaridad con el mundo físico del que es parte, existió alguna vez una especie precursora, de condición puramente animal, a la que Dios preparó para que, elevada esta vez por un gesto especialísimo del Creador, preparase el cuerpo del primer miembro de nuestro linaje.

Con esta propuesta, Maritain deja atrás el reduccionismo materialista al que parecía conducir la teoría darwiniana, pero toma distancia, a la vez, de las interpretaciones metafísicas de sabor panteísta que absolutizan el devenir. Finalmente, se opone a la actitud renuente de algunos autores de la escuela tomasiana.

Más allá de lo que cada uno juzgue sobre el acierto de este aporte de Maritain, me parece incuestionable su aptitud para integrar con generosidad la visión de la ciencia, la filosofía y la teología en un asunto tan complejo y ríspido. Como se puede apreciar en otras materias a las que se ha dedicado, el tomismo de Maritain no es literal, conservador o servil. Tal vez porque supo entenderlo en su espíritu, se da cuenta de que su caudal explicativo trasciende las temáticas propias del siglo XIII y permite arrojar luz sobre cuestiones que el Doctor Angélico jamás hubiese podido siquiera imaginar.

En esta empresa no es poco lo que se le debe a su decidida promoción de una filosofía de la naturaleza revitalizada, que se distingue verdaderamente de una supuesta metafísica de la naturaleza pero se beneficia de los principios reguladores de la filosofía primera. Esa filosofía de la naturaleza es, precisamente, el interlocutor más apto para interactuar con las ciencias naturales, y el caso de la teoría de la evolución muestra con elocuencia lo mucho que ambas tienen para ganar en ese intercambio.

Quizá sea justo, también, dar lugar a algunos reparos con respecto al planteo de Maritain. Ante todo, me parece cuestionable la afirmación de la evolución como un hecho incontrovertible. Me refiero a que no hay constancia de que un individuo de la especie A se haya transformado o haya engendrado un individuo de la especie B. No se puede negar el efecto sugerente de la ordenación temporal de los restos fósiles y otros indicios, pero las lagunas que surgen a partir de la hipótesis principal son todavía más llamativas. Es extraño que Maritain no supiera de esto, y no tengo presente que haya tomado muy en cuenta algunas de las objeciones más serias que se han planteado.

En esa misma línea, no está clara la legitimación que se quiere hacer de la evolución como objeto de intuición intelectual. Es respetable comparar la intuición de Galileo sobre el movimiento de la Tierra con la que tuvo Darwin acerca del transformismo. Pero no puede pasarse por alto una diferencia: el impacto metafísico del copernicanismo es nulo, mientras que el de una evolución tomada como absoluto tiene repercusiones filosóficas mucho más relevantes. En este sentido, cabe el riesgo de confundir, aunque sea honestamente, una intuición con un prejuicio.

Por último, el argumento basado en el proceso de formación del embrión humano, como es bien sabido, no es original de Maritain. Algunas corrientes del materialismo del siglo XIX lo instalaron con la pretensión de que la ontogénesis fuera la justificación de la filogénesis. Pero, una vez más, no se ve por qué ese paso sea lógicamente válido. La naturaleza de la que decimos que non facit saltus es la que Aristóteles identifica con la sustancia individual. Esa idea de la naturaleza no quedaría necesariamente vulnerada si, en el plan de la creación divina, hubiese más de una intervención directa de la Causa Primera.

Como conclusión, considero que los escritos de Jacques Maritain sobre la teoría de la evolución contienen valiosas enseñanzas por las que merecen ser releídos. Nuestro autor se ha destacado incuestionablemente por su espíritu de amplitud y diálogo en búsqueda de una verdad integral. Dedicado a la filosofía, pero con vasta formación científica y teológica, ostenta un perfil que lo ayuda a transitar con lucidez y autoridad el difícil camino del encuentro entre las disciplinas. Sin duda habrá lugar para discrepar de él en algún aspecto, pero ello no invalida los méritos fundamentales que su obra exhibe, y que hoy nos sentimos llamados a continuar.

 

Referencias

 

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