J. González Arintero O.P.: la evolución entre la ciencia, la religión y la metafísica tomista

 

J. González Arintero O.P.: Evolution between Science, Religion and Thomistic Metaphysics

 

Ignacio Enrique del Carril

Universidad Austral, Buenos Aires, Argentina

idelcarril@austral.edu.ar

ORCID: 0000-0003-4322-1973

 

DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt56.28.2025.313-331

 

Resumen: A fines del siglo XIX el papa León XIII promovió los estudios tomistas dentro de la Iglesia Católica. El padre Juan González Arintero fue un fiel representante del neotomismo de la época. En 1880 fue enviado a Salamanca a estudiar físico-química. En un ambiente hostil a la fe, el joven fraile estudió a fondo la teoría de la evolución y, contrariamente a lo esperado, se fue convenciendo de la solidez de esta teoría. Este nuevo convencimiento lo forzó a buscar la compatibilidad de la teoría respecto no solo del dogma católico, sino también de la metafísica tomista. Y así se propuso intentar una síntesis de ciencia, filosofía y religión en clave tomista, contestando a sus oponentes de derecha (los intransigentes) y de izquierda (la pseudociencia) cuál debía ser el verdadero criterio respecto de las relaciones entre ciencia y religión. Arintero consigue esa síntesis de evolución y metafísica tomista a través de la distinción entre especie orgánica y especie ontológica. Más allá de las críticas que uno podría realizarle a su propuesta, sin duda muestra el verdadero espíritu de apertura que la Iglesia tenía respecto de la ciencia.

 

Palabras clave: Neo-tomismo, González Arintero, evolucionismo, metafísica, especie ontológica y orgánica

 

Abstract: At the end of the 19th century, Pope Leo XIII promoted Thomistic studies within the Catholic Church. Father Juan González Arintero was a faithful representative of the Neo-Thomism of that era. In 1880, he was sent to Salamanca to study physico-chemistry. In an environment hostile to the faith, the young friar studied the theory of evolution in depth and, contrary to expectations, became increasingly convinced of its validity. This new conviction compelled him to compatibility between the theory and not only Catholic dogma but also Thomistic metaphysics. Thus, he set out to attempt a synthesis of science, philosophy and religion from a Thomistic perspective, responding to his opponents on the right (the intransigents) and on the left (pseudo-science) regarding what should be the proper criterion for the relationship between science and religion. Arintero achieves this synthesis between evolution and Thomistic metaphysics through the distinction between organic species and ontological species. Beyond the critiques that could be made of his proposal, it undoubtedly demonstrates the true spirit of openness the Church had toward science.

 

Keywords: Neo-Thomism, González Arintero, evolutionism, metaphysics, ontological and organic species

 

Recibido: 26/11/2024

Aceptado: 19/03/2025

 

Introducción

 

La aparición en 1859 de la obra de Darwin, El origen de las especies y, luego, de su secuela en 1871, La descendencia del hombre, hicieron correr ríos de tinta no sólo en el ámbito científico, sino también, y fundamentalmente, en el religioso. Una nueva batalla parecía cernirse en el interior de la Iglesia católica del siglo XIX, pero su experiencia pasada en el siglo XVII con el caso Galileo había dejado cicatrices que aún hoy seguimos curando. Era conveniente andarse con cautela y no dejarse llevar por lo que a simple vista podía parecer. Si algo había quedado claro del asunto Galileo era que la nueva ciencia realmente tenía algo que decir acerca del mundo de los fenómenos naturales, y el origen del hombre ciertamente se cuenta entre estos.

En este caso, el Vaticano optó por la prudencia y evitó las condenas abiertas y formales sobre la nueva teoría del origen del hombre. Esto, por supuesto, no significó que no haya habido mar de fondo. Sin duda, el debate se dio dentro de la Iglesia, y hubo quienes se plegaron sin discernimiento a las conclusiones de la biología nueva y quienes se aferraron intransigentemente al texto bíblico. Las autoridades de la Iglesia –El Santo Oficio, hoy Dicasterio para la Doctrina de la Fe, y la Congregación del Índice– tuvieron que zigzaguear entre las propuestas antagónicas asintiendo y negando a un lado y a otro los diversos planteos que los intelectuales católicos aventuraban. El caso fue que, gracias a la organización interna de la Iglesia, y a la prudencia de sus autoridades, estos debates se conservaron en el archivo vaticano y fueron abiertos al público en 1998 (Artigas et al., 2010).

Mientras que en el seno de la Iglesia del siglo XIX ocurrían estos sucesos, el entonces papa León XIII en su encíclica Aeterni Patris (1879) exhortaba a los sabios católicos a la renovación y la propagación de los estudios del pensamiento de Tomás de Aquino. Más allá de que los estudios tomistas siempre estuvieron vivos en la historia intelectual de la Iglesia, sin duda esta exhortación papal renovó el impulso de las academias católicas para profundizar la filosofía y la teología del santo. Esto sucedió de modo muy particular en la Orden de Predicadores, cuyo estatuto exige a los frailes “cultivar una activa comunión con los escritos y la mente de santo Tomás” (Libro de las Constituciones y Ordenaciones de la Orden de Predicadores, § 82).

El autor cuya doctrina propongo presentar aquí como ejemplo de reflexión sobre las relaciones entre ciencia, filosofía y religión es el fraile dominico español Juan González Arintero (1860-1928) que vivió y escribió durante las últimas décadas el siglo XIX y los comienzos del siglo XX. Se lo recuerda más por su defensa de la mística tradicional frente a ciertas propuestas modernas que, respecto de la vida religiosa, separaban la contemplación mística (o infusa) de la ascética (o adquirida), reservando la vida mística para unos pocos elegidos y, tal vez, tocados de modo especial por el Espíritu Santo, y, el camino de la ascesis y el esfuerzo espiritual para el resto de los mortales. El padre Arintero, dice un biógrafo, “para quien el llamamiento universal a la santidad suponía un único camino para alcanzar las cumbres de la santidad, no aceptaba la doble vía contemplativa” (Pérez Casado, 2014, pp. 41-42) y, sin rechazar la necesidad de la ascética en la vida espiritual, insistía en la conexión entre una mística sana y una ascética exigente

 

Ciencia y religión en Arintero

 

Sin embargo, como dicen sus biógrafos, si hay una palabra que define toda la obra arinteriana, esta es “evolución”. En efecto, Arintero fue enviado en el año 1880 a Salamanca para cursar los estudios de ciencias fisicoquímicas. Por ese entonces cundía en esa Universidad un ambiente “predominantemente descreído, anticlerical, irrespetuoso con cualquier atisbo sagrado” (Pérez Casado, 2014, p. 15), y, aún en un ambiente hostil a la fe, el joven e incipiente fraile, con santa paciencia se dedicó a explorar la trama de la naturaleza sugerida por las ciencias de la época, en especial por la teoría de la evolución.

Si se quiere entender la posición de Arintero acerca de las relaciones entre ciencia y religión, en primer lugar, se debe recordar que cuando habla de “religión” está pensando en la religión cristiana, para ser más específicos, en la religión cristiana católica. En segundo lugar, conviene señalar que, en aras de la brevedad, este estudio se encuadra en el contexto de los problemas filosóficos y teológicos suscitados por la en ese entonces joven teoría darwiniana. Por eso, cuando Arintero hablaba de ciencia, tenía en su mente la teoría de la evolución. Tras comprender estas premisas queda claro que Arintero fue uno de los primeros tomistas que acogieron la teoría de la evolución dentro de la intelectualidad de la Iglesia.

El estatuto ontológico de las teorías científicas es motivo de numerosas discusiones en la epistemología contemporánea. Algunos las entienden como modelos representativos, otros como programas de investigación, otros admiten el realismo de las teorías. Si bien estas posiciones respecto de la realidad de las teorías no son nuevas (Zanotti, 2011), también es cierto que la aparición de nuevas teorías en las sociedades motiva la toma de posiciones y el replanteo de la estructura interna de la realidad toda. Tal es así que a menudo estos replanteos arrastran cambios en la cosmovisión científica del universo (cambios de paradigmas). Como suele ocurrir con toda novedad en la cultura, hay quienes las aceptan y quienes las rechazan.

Por eso aparecen verdaderos problemas cuando la parte que acepta asocia la nueva teoría a una única interpretación metafísica del mundo, pues, cuando esto sucede, es habitual que la parte que niega, asumiendo la misma asociación metafísica, rechace la nueva teoría en virtud de la desconfianza que aquella interpretación metafísica le ocasiona. Y así, por fin, quedan configuradas dos facciones: por un lado, los progresistas, que asumen las nuevas propuestas de la ciencia como la verdad y nada más que la verdad, y, por otro, los tradicionalistas, que rechazan todas las nuevas propuestas como si fueran la falsedad y nada más que la falsedad. Este fue el tipo de situación que se generó en la Europa cristiana, y, específicamente, en el seno de la Iglesia tras la publicación de las obras de Darwin. Por un lado, una facción naturalista monista, que pretendía que la gran ley de la naturaleza y “aquello que concibe primeramente el intelecto y en lo cual resuelve todas sus concepciones” (De Ver. q. 1, a. 1, c.) es la evolución. Por otro lado, las posiciones religiosas que, con el propósito de rechazar el monismo naturalista, terminaban por rechazar con el mismo ímpetu la nueva explicación teórica del origen y formación de las especies. En contra de este escenario escribió Arintero, calificando de pseudocientíficas a las interpretaciones situadas en la parte progresista de la ecuación, y de intransigente al ala tradicionalista.

La buena voluntad del fraile y su honesta búsqueda de la verdad se hizo manifiesta cuando, luego de dedicarse a fondo a realizar una exhaustiva investigación, su mente comenzó a virar desde una inflexible negación de la evolución a la opción por un evolucionismo moderado. Este se contraponía por un lado con el ultraevolucionismo rígido de tipo cientificista, y, por otro lado, con los antitransformistas intransigentes que despachaban de cuajo la nueva teoría sin estudiarla seriamente. Así pues, Arintero se convirtió en un sublime ejemplo del lema aristotélico in medio virtus, rescatando la verdad científica frente a los religiosos intransigentes que pretendían que los errores del mundo moderno debían ser condenados en globo y a priori, sin hacer concesión ninguna, ya que, en tren de hacer concesiones, nadie sabría nunca dónde detenerse. Y sosteniendo ante los ultraevolucionistas que:

 

No cabe la menor oposición entre la ciencia y la fe: la oposición puede estar sólo entre la falsa ciencia y la verdadera fe, o entre la verdadera ciencia y lo que falsamente pudiera atribuir a la fe cualquier doctor particular. (González Arintero, 1898, p. 38)

 

Respuesta a los intransigentes

 

Frente a la ortodoxia intransigente que miraba con malos ojos a las nuevas teorías científicas, en especial la de la evolución, Arintero opta por tomar una posición recia. Él mismo había tenido la posibilidad, o más bien el deber, de estudiar a fondo las ciencias actuales, lo cual le dio una ventaja sobre el resto. Su humildad y su sencillez le garantizaron mucha confianza en la verdad.

 

Lo racional y prudente es imitar el ejemplo que en este punto nos dejaron los Santos Padres y los apologistas más ilustres. Al surgir una herejía ó cualquier doctrina perniciosa, lejos de condenarla a bulto, se tomaban el trabajo de estudiarla afondo, para, después de discernir lo verdadero de lo falso, rebatirla con claridad y solidez. (González Arintero, 1898, p. 20)

 

Por eso, lo más sabio en este caso era asumir las tesis de la ciencia moderna para discernirlas a la luz de la fe y tomar de ellas lo que era bueno. Ya lo había dicho san Pablo –dice Arintero– “Omnia probate: quod bonum est tenete [Examinadlo todo y retened lo que es bueno]” (1 Tes. 5, 21). El buen creyente debe evitar caer en el simplismo de cortar por lo sano y rechazar de raíz las nuevas teorías científicas sólo por ser nuevas y/o por ser científicas –admitiendo veladamente que el adjetivo “científico” y “naturalista” son sinónimos–, pues, al fin y al cabo, esa actitud no será tanto cortar por lo sano sino más bien cortar lo sano y dejar así, enfermo al cuerpo. Los que así razonan, dice Arintero, “dan a los impíos el trabajo hecho” (p. 28). En pocas palabras, dejan la discusión servida en bandeja, porque, en el fondo, lo que necesita el ateo racionalista es consolidar la hipótesis de conflicto, y una vez asentada la idea de que existe oposición entre fe y ciencia, el prestigio del que la ciencia goza en el mundo de hoy se ocupará sin dificultad de que prevalezca la cosmovisión materialista. Por eso, Arintero denuncia el error funesto que implica partir de la misma premisa de los que pretenden, con las armas de la ciencia, destruir la fe, a saber, que existe un conflicto insalvable entre la ciencia y la religión.

 

No se hable, pues, más de concesiones y de compromisos lamentables, cuando se trata de la investigación de la verdad. […] Porque la ciencia no es patrimonio exclusivo de ninguna escuela: se da a todos los que con cuidado la cultivan. (pp. 31-32)

 

Dicho esto, menciona los deberes del apologista y del exégeta que pueden ser resumidos de la siguiente manera:

 

1) Estudiar a fondo las ciencias modernas sin mostrarse “medroso y desconfiado” ante los nuevos descubrimientos.

 

Debemos estudiar a fondo las ciencias modernas, servirnos de sus clarísimas luces e inapelables testimonios, apoderarnos de todos los nuevos descubrimientos, antes de que caigan en manos de los adversarios, que con fraude y engaño los harán servir á su partido. (p. 35)

 

No puede faltar la profundidad y seriedad en el estudio y consideración de las nuevas teorías científicas. En la medida en que la profundidad abunda, la verdad sale a la luz sin obstáculos. Lo que más obnubila la verdad no es el error, sino la superficialidad. Y una de las causas más comunes de esta es el miedo. Existe en el hombre un instinto a replegarse sobre las verdades conocidas cerrándose a las desconocidas por temor a la incomprensión y a lo desconocido. Este es el miedo que precisamente debe evitarse, según Arintero, para no dar argumentos al adversario.

 

La mayor imprudencia que podemos cometer en nuestros días, en que todas las ciencias han emprendido tan rápido vuelo, es querer resistir á esa irresistible corriente, es mostrarnos medrosos y desconfiados ante los nuevos descubrimientos; pues esto sería dar ocasión a nuestros adversarios para que libremente se apoderen de ellos, y nos tachen de ignorantes, de retrógrados y enemigos de la ciencia. (p. 35)

 

2) Evitar proceder con estrechez de criterio sino, “con la santa libertad que nos concede la Iglesia”.

 

Además de ese, tiene el apologista otro principalísimo, y es, que, al cultivar las ciencias, al acudir á las teorías en boga, no ha de proceder con estrechez de criterio, sino con la santa libertad que nos concede la Iglesia. (p. 36)

 

Prescindir de los preconceptos y las posiciones tomadas a priori. Estas son francamente propias de quien no ha emprendido una sincera búsqueda de la verdad, sino que se refugia en el empecinamiento y en la presunción y cree que ya ha encontrado la verdad y nada hay más que agregar a lo que ya sabe. La Iglesia siempre dejó mucho margen abierto a la especulación tanto filosófica como científica en todos aquellos puntos que no son objeto de un dogma de fe, aunque, por desgracia, los católicos no siempre obraron inspirados con esta amplitud de miras.

 

3) No rechazar las novedades genuinas por temor de las peligrosas ni apegarse sin criterio razonable y discernido a opiniones científicas o exegéticas aceptadas en otros tiempos pero que necesitan revisión, corrección e, incluso, modificación en los tiempos actuales:

 

Sin temer las novedades legítimas por odio a las peligrosas, y sin aferrarse jamás a opiniones científicas o exegéticas, en otros tiempos respetables, pero hoy inútiles o nocivas. (p. 36)

 

El objetivo de este último punto es reconocer que las academias actuales apoyan sus afirmaciones en fenómenos observados, medidos, constatados y documentados. De aquí se desprende una de las quejas principales del padre Arintero respecto de aquellos que, en nombre de la fe, extrapolan sus afirmaciones desconociendo las ciencias en las que incurren y, hacen el ridículo frente a los sabios de la ciencia. A ellos les cita un texto de san Agustín que dice:

 

Es sumamente denigrante y pernicioso, y ha de evitarse a toda costa, que un cristiano, presumiendo hablar de estas cosas conforme a las sagradas letras, diga tales desatinos delante de un infiel, que éste, viéndole desbarrar sin límite ni freno, apenas pueda contener la risa. Y no es de gran transcendencia que sea objeto de burlas un hombre porque yerra; lo gravísimo es que los infieles piensen que nuestros autores sagrados dijeron tales necedades, y que los acusen de ignorantes y los desprecien, con gran detrimento de aquellos cuya salvación nos preocupa. (De Genesi ad litt., L. I, cap. 19)

 

Para justificar su posición, y dejando a la vista su amplio conocimiento de la obra de Tomás de Aquino, cita un texto muy poco conocido en el que el santo dice:

 

Hace mucho daño asentir o negar las cosas que no se refieren a la doctrina de la piedad como pertenecientes a la sagrada doctrina […] De donde me parece que es prudente que, esas cosas que los filósofos pensaron como más común y que no repugnan a nuestra fe, ni deben ser afirmadas como dogmas de fe, aunque a menudo se introduzcan bajo el nombre de los filósofos, ni tampoco deben ser negadas como contrarias a la fe; para que no se les conceda a los sabios de este mundo la ocasión de despreciar la doctrina de la Fe. (De 42 articulis, proe.)

 

El texto es más que claro y muestra la ecuanimidad que inspira a Arintero: escuchar y estudiar con profundidad las nuevas teorías, sin considerarlas ni dogmas de la ciencia irrefutables para siempre, ni dogmas de la fe cuyo rechazo conllevaría la herejía. Ejercer un sano discernimiento de los criterios hermenéuticos de la Escritura para no convertir en dogma lo que en realidad no pertenece, como dice Aquino, a la Sagrada Doctrina.

 

Réplica contra las tendencias pseudocientíficas

 

Sería extremadamente difícil resumir la reacción de Arintero a las tendencias pseudocientíficas, ya que escribió un volumen entero contra ellas. Se titula Teleología y teofobia y es la segunda parte de un Tratado sobre la providencia y la evolución. En él, el padre Arintero aborda el problema de la teleología en la naturaleza, y comienza con un capítulo sobre el azar en el que expone el argumento clásico del diseño condensado en estas líneas:

 

Este es el argumento clásico, siempre victorioso desde que Cicerón lo empleó: si el azar no puede producir la simple combinación de elementos que entran en la Ilíada, mucho menos puede producir la de los que componen el universo, entre los cuales está la misma Ilíada. (González Arintero, 1903, p. 34)

Y, sin embargo, este argumento implica, según Arintero, que el mundo no sólo está evidentemente diseñado y que sería ciertamente irracional atribuir al azar –caos y desorden– los productos de la naturaleza y la cultura, dotados de un orden asombroso, sino que admite que el orden que hoy vemos estaba virtualmente presente en la primera nebulosa de la que surgió el mundo actual.

 

¿Dónde estaban y cómo eran estos admirables productos antes de la aparición de los cerebros humanos para concebirlos o representarlos? [...] ¿Existían ya virtualmente en la misma nebulosa? [...] Y si no existían ya allí, ni siquiera de esa manera, ¿cómo aparecieron después, y se mostraron como realidades tan grandes y tan poderosas que dominan toda la historia humana? [...] Luego ya en la nebulosa primitiva existían y palpitaban de algún modo la moral y la justicia, el pensamiento y la ciencia, y hasta la idea misma de Dios, del Ser absoluto en que todo lo demás se funda. (pp. 36-37)

 

Tras enunciar estas dos premisas, Arintero procede a responder a la objeción que le hace el mecanicismo a la teleología. Debe saberse que Arintero ve una profunda conexión entre las filosofías mecanicista y monista. Así, todo este capítulo está destinado a dar una respuesta contundente a la visión monista de autores como Spencer, Huxley y, sobre todo, Haeckel. La filosofía monista, en pocas palabras, acusa a la mayoría de las religiones occidentales de ser dualistas, porque sostienen la existencia de dos principios de la realidad: a saber, Dios y el mundo, el espíritu y la materia, el alma y el cuerpo, etc.

 

Todas estas antiguas concepciones religiosas y teleológicas, así como los sistemas filosóficos (como los de Platón y los de los padres de la Iglesia) que surgieron de ellas, son antimonistas; están en antítesis directa con nuestra filosofía monista de la naturaleza. La mayoría de ellos son dualistas, considerando a Dios y al mundo, al creador y a la criatura, al espíritu y a la materia, como dos sustancias completamente separadas. Encontramos este dualismo expreso también en la mayoría de las religiones eclesiásticas más puras, especialmente en las tres formas más importantes de monoteísmo que fundaron los tres profetas más renombrados del Mediterráneo oriental: Moisés, Cristo y Mahoma. (Haeckel, 1893, p. 18)

Así, los monistas optan por postular una (en griego monon) única realidad que fundamenta el universo y todo lo que pulula sobre él. Esa única realidad es la materia, pero no la materia pura y dura, sino la materia en movimiento. Se trata de un principio observable que permite evitar las explicaciones que recurren a causas trascendentes. Todo se reduce a causas mecánicas, es decir, en jerga tomista, todo se explica a partir de causas materiales y eficientes, negando la existencia real de causas formales y finales. Esta última afirmación significa recíprocamente que sólo existe lo que es evidente para la experiencia.

Para los monistas sólo existe la física “en el dominio del conocimiento humano”, y sostienen que la naturaleza se basa en las “grandes, eternas y férreas leyes” que expresan la “conexión necesaria entre causa y efecto” (Haeckel, 1887, pp. 34-35). Sin embargo, todo el conjunto de las leyes y, mejor dicho, de la naturaleza en general estaba regido por una única gran ley –llamada por Haeckel (2020) “Ley de la sustancia”– que fusionaba en sí misma las dos leyes fundamentales de la naturaleza: la de la conservación de la masa y de la energía[1]. Esto quería decir que en la realidad la materia y el movimiento no se distinguían. La materia para él no era precisamente materia inerte, sino materia en movimiento. La materia y el movimiento (o fuerza o energía) son una sola y la misma realidad, o, como quien dice, las dos caras de una misma moneda: la Naturaleza. Por este motivo, no sería justo acusar a Haeckel y al monismo de materialistas. De hecho, el biólogo alemán lo expresa claramente cuando prefiere el mote de hilozoísta al de materialista[2].

 

Las dos teorías están tan íntimamente unidas como sus objetos: la materia y la fuerza o energía. De hecho, esta unidad fundamental de las dos leyes es autoevidente para muchos científicos y filósofos monistas, ya que simplemente se refieren a dos aspectos diferentes de uno y el mismo objeto, el cosmos. (p. 114)

 

Esta concepción de la naturaleza que subyace al pensamiento del científico naturalista se identifica en gran medida con el panteísmo. Para Haeckel no cabe duda. Lo expresa diciendo que, de todo lo dicho “se sigue necesariamente que el panteísmo es la cosmovisión del científico moderno” (p. 152). Mas no se trata tanto del panteísmo de las religiones orientales, sino el panteísmo filosófico de occidente cuyos representantes más importantes fueron nada menos que Spinoza y Goethe[3].

Ahora bien, un panteísmo en el que se suprimen los aspectos litúrgicos y rituales, y se descartan las ideas de trascendencia, de un Dios personal, de la supervivencia del alma allende la muerte, un panteísmo, en fin, desembarazado de sus caracteres religiosos reducidos a lo que está al alcance de la razón, es demasiado semejante a una metafísica. Metafísica panteísta, puede ser… pero metafísica al fin.

Haeckel presumía de su antimetafisicismo, pero no puede escapar de la metafísica. Desde el momento en que se pretende elevar las leyes de las ciencias experimentales al rango de principios últimos de la Naturaleza, se estaría haciendo metafísica. En este caso se trataría de una metafísica mecanicista, que postula una Naturaleza única regida por unas leyes que marcan sus ritmos constantes y eternos. Eso lleva a Arintero a preguntarse: “¿En qué física aprendió la eternidad de las leyes de la materia, y la absoluta imposibilidad [...] de siquiera derogarlas o eludirlas?” y reflexiona junto a Bettex: “el materialismo, que rechaza la eternidad cristiana como metafísica, la sustituye por la eternidad de la materia, como si ésta no fuera también metafísica” (González Arintero, 1903, pp. 57ss).

Esta fue una sinopsis de la respuesta de Arintero a las tendencias pseudocientíficas. Como se ve, son pseudocientíficas porque en realidad no pueden evitar expresar su cosmovisión en términos metafísicos. Por tanto, hay que concluir que la ciencia no tiene una única interpretación, sino que se fundamenta sobre unas afirmaciones que no le corresponden, y esas afirmaciones hay que discutirlas dentro de la filosofía. Por eso Arintero se quejaba de quienes “llegan a tener aversión a las ciencias, a las que asignan defectos que sólo pertenecen a sus cultivadores sectarios” y confunden involuntariamente “las ciencias con el abuso de las ciencias” (1898, p. 18) que realizan estos filósofos que pretenden que la ciencia tiene una única y sola interpretación naturalista.

 

El asunto de la especie

 

En la obra que aquí nos sirve de base, Arintero intenta una solución al problema de la aparente contraposición entre el evolucionismo y una doctrina filosófica compatible con la religión católica. Dado que el buen apologista, como se dijo más arriba, debe tomar lo verdadero y abandonar el error, la pregunta obligada sería ¿qué tomar y qué dejar de las nuevas doctrinas evolucionistas?

Sin dudar, debe excluirse de ellas, en cuanto incompatible con cualquier doctrina religiosa que sostenga la existencia de un Dios trascendente, personal y que haya entrado en relación con el hombre a lo largo de la historia[4], cualquier interpretación monista o materialista de la naturaleza. En estas, el evolucionismo sirve no solo como aval científico de la teoría, sino más fundamentalmente como explicación concreta del devenir de la única sustancia. Es importante tener en cuenta que, dado que en estas doctrinas naturaleza y ser se identifican, la diferencia entre el saber científico de las causas segundas y el filosófico-teológico de las causas primeras se confunden en una única descripción. Y así, las teorías evolucionistas tendrán en estas doctrinas la magna tarea de dar cuenta del mundo en su totalidad como un universo en devenir.

Fuera de estas metafísicas de corte panteístas, el evolucionismo plantea algunas dificultades que en la superficie parecen entrar en pugna ya con afirmaciones de la religión, ya con afirmaciones de la metafísica del ser elaborada y defendida por Aquino: encabezando el listado se encuentra la cuestión acerca del origen del hombre, pero se puede agregar, el papel que juega el azar en la evolución y sus implicancias respecto de la idea de un universo diseñado, el alcance gnoseológico de las teorías científicas en comparación con el de la metafísica y el de la religión, y por último, el asunto del que aquí me voy a ocupar, que es el estatuto ontológico de la especie, tópico fundamental si de lo que se trata es de entender cuál es el origen de las especies.

Arintero, como dije, no siempre admitió el transformismo. La última vez que defendió la tesis antitransformista fue en el examen final de su licenciatura en ciencias fisicoquímicas (Pérez Casado, 2014, p. 17). Poco a poco se fue inclinando a favor de esa teoría, pues consideraba que no solo tenía “mucho de fundado y razonable”, sino que además parecía “verdadero en el fondo, y que los errores que se le podían probar estaban sólo en las exageraciones, en las consecuencias forzadas de sus partidarios sistemáticos” (González Arintero, 1898, p. 90). Sin embargo, ya cerca de admitir el transformismo, dos escrúpulos le hicieron vacilar: en primer lugar, y como era de esperarse, el hecho de que en ese momento en muchos ámbitos intelectuales católicos se asociaba al evolucionismo con el más crudo materialismo naturalista, “enemigo irreconciliable de la fe” (Artigas et al., 2010); en segundo lugar, la idea de que las especies metafísicamente consideradas, en buen tomismo, no pueden ser mutables. Pues, la especie responde a la esencia y las esencias “no se pueden mudar sin destruirse” (González Arintero, 1898, p. 91).

Pudo despojarse del primero cuando descubrió que el problema del transformismo está en su “abuso” y no en su “uso” (sic), y que, al contrario de lo que parece, el transformismo en concordancia con los hechos parece manifestar más claramente “la grandeza de Dios y su infinita Sabiduría en la realización del magnífico plan del Universo visible” (p. 92).

Del segundo escrúpulo, en cambio, se deshizo cuando, admitiendo la evidencia que la ciencia de la época había alcanzado, logró establecer que no necesariamente debían identificarse la especie orgánica con la especie metafísica (u ontológica) (Alba Sánchez, 2006, pp. 233-247). De este modo, se puede afirmar que:

 

las especies metafísicas se fundan en la naturaleza íntima de las cosas, y, por lo tanto, son tan inmutables como esas naturalezas o esencias; pero las especies en Zoología y en Botánica fúndanse en un conjunto de caracteres orgánicos, todos puramente accidentales, y, por lo tanto, son tan variables como los accidentes de las cosas, los cuales nunca permanecen en un mismo ser. (González Arintero, 1898, p. 94)

 

En otras palabras, las especies orgánicas se fundan en ciertos caracteres que manifiestan un grupo de individuos y que no siempre pueden distinguirse de los caracteres que definen las razas dentro de la especie, de modo tal que uno no puede discernir con claridad si raza y especie orgánica son distintas en este sentido. Así, estos caracteres:

 

como pueden ser perdidos, pueden ser también adquiridos, y de hecho se van adquiriendo gradualmente durante la evolución individual o, como se dice, ontogénica, sin que el ser pierda por eso ni gane nada en su naturaleza esencial, y que de la misma manera pudieron y debieron irse adquiriendo en la prolongada evolución especifica o filogénica, sin que por eso la naturaleza se alterara, ni hubiera, por lo mismo, cambio en los constitutivos de la especie metafísica. (p. 168)

 

Entonces, hasta ahora queda claro que la especie orgánica es diferente de la especie metafísica, y, también, que la especie orgánica se confunde con las razas y que es, por tanto, tan mudable como ellas. Pero, ¿qué es la especie metafísica?

 

Esta se funda en la naturaleza verdaderamente esencial, y, por lo mismo, es tan inmutable como la misma esencia, en la cual no se concibe la menor mudanza, sin que el ser deje de ser lo que es, y, por lo tanto, sin que se destruya. (p. 169)

 

De tal modo que no puede identificarse con la orgánica, pues ella sí está sujeta a la mutabilidad. La especie metafísica, por su lado tiene que ver con otro tipo de categorías “más elevadas”, dice el místico español, y más fijas: las clases.

 

Estas sí difieren esencialmente, sí constituyen especies distintas en todo rigor ontológico. Así, por ejemplo, los peces, las aves y los mamíferos difieren en la naturaleza esencial; por lo mismo no cabe transformación espontánea de una de estas clases a otra; pero dentro de cada una de ellas podrían en absoluto realizarse toda suerte de transformaciones, pues a pesar de todo eso, persistiría la misma naturaleza. (p. 170)

 

Es imposible que dentro de la clase de peces pueda haber transformaciones tales que conviertan uno de ellos en una ave voladora, o alguna de estas en un mamífero[5]. Al menos, una suposición difícil de admitir. Actualmente, se sobreentiende que los cambios en los individuos de las diferentes poblaciones de una especie son muy evidentes, e incluso, están documentados. En cambio, las pruebas empíricas de la macroevolución exigen mucha más teoría y se vuelven menos patentes, especialmente cuando se trata de establecer relaciones de parentesco entre clases diferentes. Por eso, para Arintero las especies metafísicas pueden identificarse con las clases orgánicas.

 

El principio vital teleológico

 

Arintero recurre a esta distinción fundamental para preservar la tesis de que en cada viviente hay un “principio vital” verdadero, que es, a su vez, forma específica. Esta es:

 

el factor principal, el verdadero agente de la evolución, el que la dirige y la produce, el que subordina y encauza todas las influencias mecánicas, es un impulso interior, esencialmente teleológico y esencial al mismo viviente, impulso comunicado en un principio por el Creador para realizar su plan providencial. (p. 174)

 

Y ese impulso es como una idea directriz –afirma en el mismo lugar–, que Dios sembró en un organismo adecuado y que dirige el desarrollo embrionario del individuo desde que fue insertado y que se trasmite a los nuevos individuos provocando la evolución específica.

 

Mas al producir Dios un nuevo principio vital y prepararle un organismo adecuado, no prescinde de las causas segundas en nada de lo que naturalmente puedan contribuir a esa obra; y esas causas, si no pueden intervenir en la producción de ese principio vital, por ser simplicísimo, pueden preparar de algún modo el organismo. (p. 175)

 

Queda, pues, manifiesto la intrincada colaboración de la Causa Primera y las causas segundas que de Ella dependen en el ser. Dios infunde el principio vital teleológico en un organismo que, posteriormente, se verá influenciado por las causas segundas, esto es, por agentes naturales (orgánicos e inorgánicos) que se ocuparán de desarrollar ese germen para producir toda la diversidad de especies orgánicas. En el tercero de los volúmenes prometidos por Arintero, y que desgraciadamente nunca llegó a publicar (aunque sí a escribir) prometió estudiar precisamente este influjo de los agentes naturales: el medio ambiente, los hábitos del organismo, el uso y el desuso de los órganos, la selección natural, la transmisibilidad de los caracteres adquiridos. Asegura que todos ellos tienen una importancia especial como “factores auxiliares de la evolución. Pero ninguno de ellos es aceptable como factor principal, ni tendría razón de ser si no estuviera subordinado a un principio interno de evolución, a un impulso teleológico” (p. 184).

En el pensamiento de Arintero, la forma sustancial proclamada por Aristóteles principio determinante de la esencia al mismo tiempo que finalidad es precisamente ese principio vital. Pero, y he aquí su aporte singular, la forma como principio vital es idea directriz que determina la ley de la herencia: “en su naturaleza íntima, la herencia viene, pues, a reducirse a una actuación y determinación de la general tendencia evolutriz, entrañada en el principio vital” y cada viviente evoluciona individualmente siguiendo esa tendencia inmanente “de grado en grado hasta el último de la escala a la que sus progenitores llegaron” (1903, p. 215).

Pero esa idea directriz que determina al individuo “puede dirigirse en todas las direcciones y por todas las vías compatibles con la naturaleza esencial, y contiene virtualmente, pero en potencia remota, todas las diversidades y grados de perfecciones que caben en esa naturaleza”, es decir, en ella se encuentran de modo virtual o en potencia todas las formas posibles de realización de la especie metafísica u ontológica en las diversas especies orgánicas. La especie orgánica es, pues, un producto de la variación y el mecanismo natural ejercido sobre los individuos determinados por este principio vital que tiene inscrito en sí mismo las múltiples formas de concretarse la clase (especia ontológica) en ordenes, familias, etc. Y al definirse en un ser individual el camino que ha de seguir su desarrollo, esto es la herencia, lo trasmite a la prole.

 

Así la virtud de la herencia está en el mismo principio vital, en cuanto determinado, orientado y encaminado a tal especie orgánica o a tal raza, mediante las modificaciones congénitas de la materia germinal en que esta encarnado; pues mientras la forma substancial es por sí misma la causa formal y a la vez la final generalísima –y por tanto, más o menos indeterminada en cuanto a los detalles o accidentes– de toda la especie ontológica; esa misma forma, afectada de tal herencia, es causa formal y final de las determinadas especies o razas naturalísticas. (p. 216)

 

De modo tal que la evolución actúa perfectamente en la formación de las especies orgánicas a partir de los primeros organismos que contenían en sí mismos sus principios vitales que definían las clases o especies ontológicas. Ya no se puede negar la mutabilidad de las especies si se trata de la formación de especies orgánicas, aunque esto no significa que no haya algo fijo en la naturaleza. Las especies ontológicas (es decir, las clases orgánicas) son fijas y marcaron los límites iniciales de la generación de los primeros individuos y los futuros caminos de realización y concreción en diferentes ordenes, familias, géneros y especies.

En un remate cargado de lógica aristotélica, Arintero resume el meollo de la cuestión defendida en su obra La evolución y la filosofía cristiana (1898) de esta manera:

 

Como resumen de este libro, hacemos ver la exageración y el error en que suelen incurrir los defensores de la fijeza y los del ultraevolucionismo; al sostener proposiciones absolutas y universales, arguyen casi siempre de la negación de una contraria a la afirmación de la otra. (p. 179)

 

Esto quiere decir que la disputa entre el fijismo y el ultraevolucionismo es la oposición entre una afirmación y una negación universal, olvidando que entre ambas proposiciones contrarias descansan posibilidades intermedias. Entre “Todo lo que es específico en el viviente es mutable” y “Nada de lo que es específico en el viviente es mutable”, existe la posición intermedia: “Algo de lo que es específico es mutable” y eso es lo que corresponde a la especie orgánica, no así lo que a la ontológica.

 

Conclusión

 

Se puede decir que el pensamiento neo-tomista del siglo XIX y principios del XX no fue en esencia una filosofía hostil a la teoría de la evolución. Creo que se podría decir más, ni siquiera fue una única y monolítica filosofía negada frente al cambio y las demandas que la ciencia proponía en esos tiempos. Más bien todo lo contrario. Es cierto que dentro de la Iglesia católica las posiciones no eran unívocas, y que entre los intelectuales católicos se podían contar personalidades que no estaban dispuestas a transigir frente a las supuestas exigencias filosóficas de una ciencia naturalista devenida en armamento de ateos, agnósticos y anticlericales modernistas. Y, es cierto también, que muchos de ellos, como dice Arintero, preferían directamente arrancar “el ojo de la cara” cuando este se convertía para el mundo en una verdadera “ocasión de pecado”, aunque por “ojo de la cara” entendían toda la ciencia desde su raíz.

La actitud de no pocos autores pertenecientes al movimiento neo-tomista fue, no obstante, muy otra. Consistió, esencialmente, en hacer un profundo y sanísimo discernimiento de las nuevas teorías científicas, entre ellas la teoría de la evolución, para separar de ellas el trigo de la cizaña y rescatar lo que en ellas había de verdad por aquello de que toda verdad es naturaliter christiana. Y al hacerlo no sólo buscaban una real conciliación de la fe y el pensamiento científico, sino que además aspiraban a alcanzar una comprensión más profunda del mensaje que el Creador había dejado en su magnífica obra: la naturaleza. El padre Juan González Arintero es, sin lugar a dudas, un excelente representante de esta actitud.

La evolución, como se ve, sigue siendo un capítulo interesante en la reflexión acerca de las relaciones entre ciencia y religión. Arintero nos dejó su propia explicación de los hechos, y un verdadero ejemplo de esfuerzo por conciliar la ciencia y la filosofía de Tomás de Aquino. Nos legó, en pocas palabras, criterios metodológicos a seguir si realmente estamos convencidos de que la ciencia, la filosofía y la religión son, para el hombre, canales de acceso a la verdad de las cosas en sus múltiples e infinitas facetas.

 

Referencias

 

Alba Sánchez, R. (2006). La evolución de las especies según Juan González Arintero. Facultad Eclesiástica de Filosofía. Universidad de Navarra.

Artigas, M., Glick, T. F. y Martínez, R. A. (2010). Seis católicos evolucionistas. El Vaticano frente a la evolución (1877-1902). B.A.C.

González Arintero, J. T. (1898). La evolución y la filosofía cristiana. Librería de Gregorio del Amo.

--. (1901). El Hexámeron y la ciencia moderna. José Manuel de la Cuesta.

--. (1903). Teleología y teofobia (2° parte de La providencia y la evolución). Cuesta.

Haeckel, E. (1887). The History of Creation (Vol. I, R. Lankester, trad.). D. Appleton & Co.

--. (1893). El monismo como nexo entre la religión y la ciencia. Profesión de fe de un naturista (A. Machado Núñez, ed. y M. Pino G., trad.) Madrid.

--. (1904). The Wonders of Life. A Popular Study of Biological Philosophy. (J. McCabe, trad.) Watts & Co. https://archive.org/details/in.ernet.dli.2015.22567/page/n9/mode/2up

--. (2020). The Riddle of the Universe at the close of the Nineteenth Century (1ra. ed., J. McCabe, trad.). Pantianos Classics.

León XIII. (1879). Aeterni Patris [Epístola encíclica]. https://www.vatican.va/content/leo-xiii/es/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_04081879_aeterni-patris.html

Pérez Casado, Á. (2014). El amor vive creciendo. Introducción a la vida y pensamiento de Juan González Arintero. San Esteban.

Thomas Aquinas. (2019). Sancti Thomae de Aquino Responsio de 43 articulis ad magistrum Ioannem de Vercellis (E. Alarcón, ed.). Corpus Thomisticum. https://www.corpusthomisticum.org/os3.html

Zanotti, G. J. (2011). Filosofía de la ciencia y realismo: los límites del método. Civilizar, 11(21), 99-118. https://doi.org/10.22518/16578953.37

 

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[1]  Under the name of “law of substance” we embrace two supreme laws of different origin and age –the older is the chemical law of the ‘conservation of matter’, and the younger is the physical law of the “conservation of energy”. It will be self-evident to many readers, and it is acknowledged by most of the scientific men of the day, that these two great laws are essentially inseparable (p. 113).

[2]  Monism is best expressed as hylozoism, in so far as this removes the antithesis of materialism and spiritualism (or mechanicism and dynamism), and unites them in a natural and harmonious system (Haeckel, 1904, p. 84).

[3]  “On the contrary, we hold, with Goethe, that ‘matter cannot exist and be operative without spirit, nor spirit without matter’. We adhere firmly to the pure, unequivocal monism of Spinoza: Matter, or infinitely extended substance, and spirit (or energy), or sensitive and thinking substance, are the two fundamental attributes or principal properties of the all-embracing divine essence of the world, the universal substance” (Haeckel, 2020, p. 19). La intención de Haeckel trascendía el ámbito académico. Su idea era formar una nueva generación, una nueva cultura en la que religión y ciencias se unificaran formando una única cosmovisión. Era necesario suprimir las religiones occidentales como resabios de viejas supersticiones: “The atheistic scientist who devotes his strength and his life to the search for the truth, is freely credited with all that is evil; the theistic church-goer, who thoughtlessly follows the empty ceremonies of Catholic worship, is at once assumed to be a good citizen, even if there be no meaning whatever in his faith and his morality be deplorable. This error will only be destroyed when, in the twentieth century, the prevalent superstition gives place to rational knowledge and to a monistic conception of the unity of God and the world” (p. 154).

[4]  Entiéndase aquí cualquier religión de las llamadas “religiones de libro”, esto es, el cristianismo en todas sus formas, el judaísmo y el Islam.

[5]  Tal vez adrede Arintero nada dice de la transformación entre un reptil y un ave, pues ponerse a volar tiene que ver con cierta constitución de los huesos, alas aerodinámicas y no mucho más, y es pensable que estos cambios puedan darse en el tiempo. Pero ponerse a respirar aire mediante pulmones cuando se carecía de estos, o comenzar a amamantar las crías cuando se carecen de mamas, es más difícil de aceptar.