El Observatorio 2 (diciembre 2024) 71-81
Autoridad, poder y política: Límites y posibilidades
Authority, Power, and Politics: Limits and Possibilities
Agustín Viejobueno
Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino
agustin.viejobueno@unsta.edu.ar
Resumen: El análisis de la dispersión del po-
der en los grupos sociales y de su ejercicio
tanto por parte de aquellos que detentan el
monopolio legal de la coacción estatal, como
de aquellos que se encuentran por fuera de
esa órbita; como así también de los márge-
nes y características de la autoridad, han sido
objeto de estudio y discusión doctrinaria a lo
largo de los siglos. Autores como Platón, Ma-
quiavelo, omas Hobbes, y en épocas más
recientes Raymond Aron, Hannah Arendt
y Robert Dahl, han aportado ideas con res-
pecto a la consideración de la autoridad y del
poder, su posibilidad de implementación, sus
límites y sus riesgos. Elementos como la vio-
lencia, la ideología, la dispersión, aparecen
referenciados en los debates doctrinarios y
posibilitan una serie de conceptualizaciones
con las cuales es factible analizar, desde una
perspectiva comparativa, los avatares de su
uctuación y aplicación en los sistemas po-
líticos modernos.
Palabras claves: poder, autoridad, Estado,
coacción, democracia.
Abstract: e analysis of the dispersion of
power in social groups and its exercise both
by those who hold the legal monopoly of sta-
te coercion and by those outside that sphere,
as well as the margins and characteristics of
authority, has been the subject of study and
doctrinal discussion throughout the centu-
ries. Authors such as Plato, Machiavelli, o-
mas Hobbes, and more recently Raymond
Aron, Hannah Arendt, and Robert Dahl,
have contributed ideas regarding the consi-
deration of authority and power, their po-
tential for implementation, limits, and risks.
Elements such as violence, ideology, and
dispersion are referenced in doctrinal deba-
tes and enable a series of conceptualizations
with which it is possible to analyze, from a
comparative perspective, the vicissitudes of
their uctuation and application in modern
political systems.
Keywords: power, authority, state, coercion,
democracy.
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Introducción
El estudio de la trayectoria evolutiva de las comunidades políticas y la re-
visión de los rasgos distintivos que demarcan criterios de análisis especícos
dentro de cada caso concreto señalan, en todos los supuestos contemplados,
la presencia constante de una relación en la cual determinados individuos o
grupos de individuos expresan manifestaciones de conducta que entrañan
una toma de decisiones, las cuales –en última instancia– afectarán al resto de
los integrantes de la comunidad política. Este comportamiento supone ba-
ses de poder fáctico, preciso, en el sentido de probabilidad de imposición de
voluntad, según el concepto weberiano, o de posibilidad de limitación de las
conductas en función de la persecución de nes propios, según lo cita Aron,
que –citando a J. A. A. Van Doorn– dene al poder como “la posibilidad, de
parte de una persona o de un grupo (o la capacidad de una persona o de un
grupo) de perseguir sus nes propios, de limitar a otras personas o grupos
en la elección de sus conductas” (Aron, 1999, p. 167). De tal suerte, en el
preciso momento en que el sujeto activo de esta relación actúa y maniesta
su conducta limitativa, impone una voluntad al sujeto pasivo –que puede ser
una sociedad, una parte especíca de ella, o sujetos aislados– distinta de la
que éste estimaba como curso normal de acción dentro de su propia esfera
de posibilidades. Sin embargo, una detenida percepción de la conducta (que
es inevitablemente política desde el preciso instante en que se trata de vida
en comunidad, en la cual los sujetos se interrelacionan) excluye de plano este
sentido valorativo de esa acción limitativa en cuanto acción de poder, ya que
lo natural no es la ausencia de limitaciones de la conducta por parte de indi-
viduos o grupos hacia otros individuos o grupos, sino, por el contrario (y ne-
cesariamente como condimento especial de las relaciones políticas), la exis-
tencia de la coacción como elemento que se maniesta de manera inequívoca
en los espacios denominados públicos, en los cuales la alteridad como nota
distintiva de las relaciones humanas adquiere vital trascendencia. Este fenó-
meno, por la complejidad misma del tejido social, se presenta multiplicado
en numerosos ámbitos y bajo diversas formas; no se equivoca Aron al señalar
que un sujeto, inserto en múltiples medios de acción, ejerce por turnos y en
distintos momentos el rol de sujeto activo y pasivo de las relaciones de poder,
en función de las características particulares del subsistema en el cual exprese
su conducta individual.
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Ahora bien, esta capacidad humana para determinar conductas puede ad-
quirir un carácter permanente y estable, llegando, si se quiere, a “institucio-
nalizarse, según mecanismos que pueden encontrarse previstos de acuerdo
a reglas concretas, o quizás que lleguen a adquirir tal trascendencia por una
vía meramente fáctica. La estabilización de ese poder deviene en autoridad,
pero para alcanzar tal rango será preciso, invariablemente, que la manifes-
tación de voluntad emanada del sujeto activo de la relación que analizamos
sea considerada por el receptor como la única opción válida en su espectro
de consideraciones propias del proceso decisorio de acciones necesarias o
impuestas deliberadamente por quien ha obrado en la búsqueda de inuir
en las conductas de terceros. Pero esta estimación de lo que podemos de-
nominar la “orden, en el sentido de “mandato, debe alcanzar ciertos niveles
de irracionalidad relativa a su contenido especíco, excluyendo todo tipo de
valoración o consideración acerca de aquélla. La justicación de tal conducta
viene dada por la base misma de la autoridad, que entraña la legitimación
de quien toma las decisiones, y en última instancia, la amenaza constante y
latente del empleo de determinadas formas de coacción, dentro de las cuales
la violencia no siempre se encuentra excluida (estos dos factores no necesa-
riamente se presentan unidos).
Autoridad y violencia
Esta comunión entre autoridad y violencia puede parecernos a todas luces
natural y hasta obvia; sin embargo, Hannah Arendt se ha manifestado abier-
tamente escéptica en torno a tal sentencia, declarando que, aunque la relación
jerárquica es implícita al campo en el cual se desarrollan subordinaciones de
mando y obediencia, no debe confundirse autoridad con poder o con vio-
lencia, ya que aquella “excluye el uso de medios externos de coacción: se usa
la fuerza cuando la autoridad fracasa” (Arendt, 1961, p. 102). Asimismo, ex-
tiende su escepticismo incluso a la contemporaneidad de la subsistencia de la
autoridad en sí, la cual, desde su óptica, se ha perdido, sin que ello resulte un
obstáculo para que en ciertos ámbitos en donde residía la autoridad, la cual
resulta diluida, se concentren medios favorables al uso de violencia coactiva.
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La pérdida de poder y de autoridad de todas las grandes potencias resul-
ta claramente visible, aunque se vea acompañada por una inmensa acu-
mulación de los medios de violencia en manos de los Gobiernos, pero el
aumento en las armas no puede compensar la pérdida de poder. (Arendt,
1972, p. 207)
Parecería que el concepto en el cual Hannah Arendt legitima la autoridad
excluye de plano cualquier tensión que involucre la posibilidad de entablar
relaciones que, de una u otra manera, puedan implicar medios coactivos vio-
lentos: más bien esta relación jerárquica se justica “por la jerarquía misma,
cuya pertinencia y legitimidad reconocen ambos y en la que ambos ocupan
un puesto denido y estable” (Arendt, 1961, p. 103). En la visión pesimista
de la pensadora, crítica de la concentración de poder y del ensanchamiento
injusticado de la autoridad, tal vez admitir que el arco de elementos que
encierra el concepto de autoridad como estructuras constituyentes contenga
a la violencia, supone la posibilidad encubierta de que esa violencia, incluso
canalizada y enmarcada dentro de límites establecidos o de reglas escritas,
exceda sus nes moralmente tolerables y se incorpore exacerbada bajo carac-
teres de autoritarismo.
Los límites y los parámetros
¿Cuál es el límite de la autoridad? Esta pregunta ha traído aparejadas
elucubraciones varias durante siglos, incluyendo fuertes críticas y
sobreestimaciones diversas, desde el anarquismo más radical hasta la tiranía
más conservadora. La necesidad de dotar de un trasfondo metafísico a la
justicación del poder hizo que Platón construyera un universo ideal en el
cual la opinión quedaba reducida a cenizas, y la divergencia fuera mirada con
recelo, ya que la unidad aparecía como el factor de equilibrio imprescindible
para la buena salud política de la polis. En ese marco la autoridad se tornaba
rígida, pétrea, y el límite era ambiguo: si consideramos que el conocimiento
de la verdad que exige Plan del lósofo-rey en su República, o el poder de
las leyes que las convierten en gobernantes indiscutibles del campo público,
según observara posteriormente, podemos partir de la premisa de que existe
un parámetro en base al cual considerar el ejercicio de la autoridad; pero bien
señala Arendt que “el gobierno de esas leyes estaba basado en una actitud de
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evidente despotismo” (Arendt, 1961, p. 116), y el espectro de posibilidades de
acción de quien ejerce la autoridad se amplía indenidamente cuando enfo-
camos el supuesto del lósofo-rey. Maquiavelo continuó en la misma línea,
aunque sin proponérselo, ya que en su revalorización de lo clásico dispuso
pautas de conducta para el gobernante que excluían a la moral como ins-
trumento de medida de las motivaciones que puedan determinar la toma de
decisiones políticas, distanciándose en esto de Platón, ya que éste exigía una
subordinación a ciertas condiciones que en última instancia pueden enfo-
carse en un criterio de valoración positiva; Maquiavelo sólo se interesó por
la razón de Estado, por la conservación del poder, por aquellos elementos
que hacían que el príncipe mantenga de manera satisfactoria su status quo
de dominación. Pero ambos coincidieron en que este poder no tenía límites
en su ejercicio, y la autoridad como situación preexistente al ejercicio con-
creto del poder quedaba de esta manera sacralizada, envuelta en un halo de
totalidad. Varios siglos después omas Hobbes, deseoso de dotar de una
base racional y hasta jurídica al absolutismo monárquico, hizo lo propio al
edicar su Leviatán, un monstruo compuesto por una innidad de sujetos
que forman un todo, al cual han entregado de manera denitiva el poder de
autodefensa que les compete de manera natural, para que éste, con la cruz en
una mano y la espada en la otra, lo usufructúe como mejor le parezca, a n de
conservar el orden y de alejar al individuo de aquél estado de naturaleza en el
cual los hombres se convierten en lobos unos de otros, y el estado de guerra
asume caracteres que hacen imposible el progreso de ciencias, artes, indus-
trias, comercio. El epílogo de esta corriente ideológica se produjo cuando los
Aliados vencieron al Eje en 1945, dando n a la Segunda Guerra Mundial, y
aniquilando al fantasma de los regímenes totalitarios, depositarios de todo el
poder y magnicadores de la autoridad sagrada y mística que envolvía a los
dictadores, con un saldo ruinoso de millones de vidas y de ciudades enteras
arrasadas por la barbarie de la guerra.
Pero la autoridad, que parece acotada rígidamente en la perspectiva de
Hannah Arendt, aparece delineada de manera más exible a partir del en-
foque de Robert Dahl, quien revisa detenidamente tanto la crítica radical a
la autoridad como su sobrevaloración, en las formas de anarquía y lo que él
denomina “tutelaje. Al parecer, la confrontación con la óptica estimativa de
Arendt resulta interesante, ya que Dahl interpone sustanciosos argumentos
para justicar, bajo ciertas circunstancias, la coacción como instrumento del
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Estado, ya que ante la crítica anarquista, esgrime inteligentemente que si el
Estado no existiese, la coacción seguiría presente en las relaciones interperso-
nales, pero de manera irregular, ya que el Estado asume la utilización racional
de esta violencia coactiva, la cual –al desaparecer– puede adquirir formas
indeseables. No caben dudas: el hecho concreto de la coexistencia de los indi-
viduos parece indicar que, de una u otra manera, siempre habrá un ejercicio
de poder por parte de unos hacia otros, y que la acumulación de medios para
ejercer la violencia coactiva en un grupo determinado y reducido puede re-
sultar inevitable, a lo cual la racionalización de esta violencia resulta lo más
aconsejable, y esto como corolario de lo que expone Raymond Aron al abor-
dar la temática de la dispersión del poder: la complejidad y la multiplicidad
de las relaciones humanas hace necesario esto, ya que una comunidad que
pueda ejercer un autogobierno sin la necesidad de apelar a una autoridad que
tenga el control de la violencia coactiva, sólo puede ser posible en un grupo
reducido, con una cantidad de miembros que posibilite en cierta medida un
comportamiento de estas características para el logro de sus objetivos con-
cretos. Incluso, viéndolo desde una perspectiva pragmática, Dahl reconoce
que en el hipotético caso de que asumiéramos el desafío de crear comunida-
des pequeñas con los rasgos señalados, debería tratarse de un desafío global
en todo sentido de la palabra, ya que el poder “vacante” sería inevitablemente
cooptado por los Estados existentes, produciéndose de esta manera una con-
centración mayor de poder en menor cantidad de centros de ejecución del
mismo, generándose así una mayor posibilidad de coacción.
La crítica anarquista a la coacción estatal ha sugerido que un Estado siem-
pre será malo por el hecho de contener dicha posibilidad de coacción, ya
que ésta intrínsecamente es mala. Dahl reacciona a esta sucesión de razona-
mientos perfectamente ensamblados con los argumentos que señalamos más
arriba, pero busca – al igual que Arendt– el límite a esta posibilidad de ejercer
la violencia de manera racional y según parámetros preestablecidos. Si ar-
mamos que el Estado, siguiendo a Popper, es un “mal necesario” –y que sus
atribuciones no deberían multiplicarse hasta rebasar la medida necesaria–
plantear la construcción de una situación en la cual un Estado se convierta
en poseedor de más capacidad de coacción (esto es, de más poder) que lo que
la justa medida viene a indicar, implica diagramar un marco dentro del cual
los miembros de la comunidad pierden de manera sucesiva sus propias facul-
tades de ejercicio de poder no delegado al Estado, el cual viene a convertirse
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en autoritario, en la medida en que responda a leyes o normas; en totalitario,
si las normas buscan el control absoluto de la esfera privada del individuo; o
en una tiranía, si el arbitrio de quien ejerce la autoridad se erige en la medida
de todos los actos de gobierno. Dahl advierte este peligro latente y condena a
aquellos que se ubican en el extremo opuesto del anarquismo, y que aconse-
jan que antes que la ausencia de Estado, es preferible alguna de las opciones
enumeradas, en las cuales el Estado asume el rol de omnicomprensivo posee-
dor de los poderes inherentes a los sujetos privados. Dicha preocupación es
compartida con Arendt, que señala como negativo el argumento de que
Si la violencia cumple la misma función que la autoridad –es decir, hacer
que la gente obedezca– la violencia es autoridad. (...) Nos encontramos
con los que aconsejan una vuelta a la autoridad porque piensan que sólo si
se vuelve a introducir la relación orden-obediencia se pueden solucionar
los problemas de una sociedad de masas. (Arendt, 1961, p. 113)
Dispersión y legitimación
La perspectiva aroniana de la dispersión de los centros de poder coinci-
de plenamente con lo que Dahl expuso acerca de la democracia poliárquica,
en la cual los individuos ejercen en cierto sentido un “autogobierno” al vivir
bajo leyes de su propia elección. La compleja interrelación de factores de po-
der existente en las sociedades modernas relativiza bastante este concepto
de Dahl, ya que observamos permanentemente que las leyes no siempre son
dictadas con el beneplácito de los miembros de la sociedad, y ni siquiera de
las mayorías. Favoritismos partidarios, intereses económicos, arreglos polí-
ticos y otros factores determinan el curso de conformación de las reglas de
conducta, reduciendo de manera evidente el poder de “autogobierno” que
Dahl resalta como propio de su poliarquía. En este sentido, cobra fuerza la
visión de Aron, ya que cuando el poder se dispersa en cierto sentido se des-
personaliza y cada vez más personas parecen tener capacidad de inuir en la
conducta de los otros, aunque sólo sean unos pocos los que toman las deci-
siones de envergadura:
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Mientras la humanidad esté dividida en múltiples colectividades sobe-
ranas, uno o algunos hombres, aquí o allá, determinarán mediante deci-
siones irrevocables la existencia de millones de sus semejantes (...) Cuánto
más se dispersa la potencia, más pueden experimentar los individuos la
sensación de que no tienen ninguna inuencia sobre el orden social y de
que éste se ha cristalizado. (Aron, 1999, p. 190)
Esto de ninguna manera sugiere un paso hacia la anomia, sino por el con-
trario, la existencia de normas rmes, estables, cuya legitimidad entraría en
tela de juicio si examináramos cuestiones referidas a la validez de la represen-
tatividad y a su efecto cuando las minorías toman decisiones colegiadas en
nombre de las mayorías.
El problema de la confrontación entre autoridad y poder parece, de tal
manera, alcanzar un complejidad intrínseca, a la cual Aron pone luz en fun-
ción de lo que sugieren Arendt y Dahl, cuando aporta su concepto de poten-
cia. Arma el sociólogo francés:
La potencia designa una relación entre hombres, pero como simultánea-
mente designa un potencial y no un acto, se puede denir la potencia
como el potencial que posee un hombre o grupo para establecer con otros
hombres o con otros grupos relaciones conformes a sus deseos. (Aron,
1999, p. 171)
Al profundizar la diferencia entre acto y potencia, entre acción y capaci-
dad, entre lo que se ha manifestado y lo que está latente, esta denición nos
sirve para asimilar la potencia aroniana a la autoridad. La cuestión se hace
más interesante cuando nos preguntamos si este potencial reconoce límites
en cuanto al uso de la violencia, para asemejarlo más ya sea a la postura de
Arendt o a la de Dahl; como estamos en el ámbito de lo potencial, la violen-
cia se hace presente acá en la forma de amenaza, y entonces la autoridad,
que puede tener una legitimación legal o racional (o aquella que deriva del
posible uso de la fuerza) adquiere un carácter netamente ilimitado, ya que la
perspectiva psicológica de uso de la violencia puede generar consecuencias
de rechazo y hostilidad en el sujeto pasivo de la relación de autoridad siempre
que las amenazas no resulten racionales, o al menos, justicadas. En el otro
extremo, si quien ejerce la autoridad no capitaliza la posibilidad de mantener
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un cierto grado de adhesión en función de la potencialidad del uso de la
violencia, su caudal de autoridad sin ninguna duda se verá disminuido, por
más poder que tenga en sus manos. Para completar este análisis, no debemos
descartar que Aron consideró autoridad a la potencia evaluada según la posi-
ción que se ocupe dentro de un determinado grupo o subsistema; por lo cual
la cuestión acerca de si poder y autoridad pueden permanecer separados o si
la autoridad es una subespecie del género poder se torna nebulosa, cuando
notamos que ciertos grupos de presión tienen poder sin ejercer una auto-
ridad dentro de la sociedad, o al menos ejerciendo una autoridad reducida
en relación a la totalidad; y contrastando esta situación con individuos que
pueden gozar de cierta autoridad pero sin posibilidad de ejercer poder, ya
por la limitación de esa potencialidad por factores externos, ya por la propia
decisión de no concretar en acciones dicha posibilidad.
El trasfondo ideológico: un factor de riesgo latente
La consideración, en la óptica de quienes vienen a constituir el objeto de la
relación mando-obediencia, de la legitimación de la autoridad según compo-
nentes metafísicos, mágicos, rituales, o de otra índole sustancialmente ambi-
gua y arbitraria, compone, a nuestro juicio, el punto de partida de regímenes
autoritarios y totalitarios. En este sentido, el elemento más fuerte de legiti-
mación de la autoridad y del poder durante el siglo XX, ha sido, sin dudas,
el factor ideológico, tan criticado por Raymond Aron en su obra El opio de
los intelectuales. Si hacemos un breve repaso histórico, la ideología ha dado a
luz sistemas perversos, amparados en su propia base justicativa, como rasgo
distintivo del totalitarismo, el cual elabora y diagrama, a su propio gusto, im-
ponentes sistemas dotados de cuerpos ideológicos que sustenten el accionar
destructivo y perverso que han desplegado para cumplimentar sus objetivos.
Fascismo, nazismo, estalinismo han sabido ubicar a la ideología como punto
de partida de sus propias experiencias. Hitler supo combinar su virulento an-
tisemitismo con las teorías del espacio vital de Ratzel y con los fuertes discur-
sos nacionalistas de Fichte para dotar a su aventura de sustento ideológico.
Stalin hizo lo propio con las doctrinas de Marx y su adaptación del ámbito
urbano-industrial a un contexto rural-agrícola preindustrial, realizada por
Lenin. Otro tanto puede decirse de Mussolini, el cual fue más pragmático que
intelectual, pero que, basado en los desarrollos teóricos del lósofo Giovanni
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Gentile, dotó de un férreo componente metafísico a su idea de la omnipoten-
cia del Estado, que había dejado de ser un medio para convertirse en un n.
Si bien la crítica de Aron en El opio de los intelectuales apunta más a la ideo-
logía comunista, engloba en realidad una denuncia hacia el inmenso poder,
positivo o negativo, que las ideologías pueden alcanzar, y que de hecho, en el
contexto en el cual a él le había tocado vivir, habían alcanzado. El riesgo de
esta identicación, de la justicación de la autoridad con un poder sobrena-
tural, se torna presente incluso en Arendt, que denunció la “lógica de la idea
como elemento básico de los totalitarismos del siglo XX.
Por ello, parece sensato que la reubicación del contenido del concepto de
autoridad debe secularizarse, alejándolo de la noción de fundación en el sen-
tido romano como punto de partida, como base del mismo, que desarrolla
Hannah Arendt, para acercarlo a uno más propio de condiciones democrá-
ticas tales como las entiende Robert Dahl. Para diferenciar adecuadamente
un sistema político de otro debe tenerse en cuenta primero la medida en que
el gobierno es legítimo y se acepta el poder de los dirigentes como autoridad;
luego, la proporción de los miembros que inuyen en las decisiones políticas;
y por último, el número de subsistemas y su propia extensión de indepen-
dencia. De esta manera, los gobiernos tendrán una alta o baja legitimidad.
Aparece acá una tipología elaborada en base a parámetros objetivos, y en
función de la cual podemos arribar a conclusiones positivas, algo que no está
presente en Hannah Arendt, quien para formular el concepto de autoridad
se dedica a repasar las distintas acepciones que el mismo tuvo para griegos,
romanos, y en el mundo cristiano. La política no puede, para Arendt, subor-
dinarse a la tensión amigo-enemigo, ya que la base de la relación política es la
amistad; y en este punto, podemos asimilar estas conclusiones con el rechazo
también denido hacia expresiones políticas que extiendan el contenido de la
autoridad, del poder, y que identiquen en última instancia dichos conceptos
con la violencia.
Consideraciones nales
Si entendemos autoridad como una facultad, como un momento poten-
cial, como una cualidad, y poder como una acción humana concreta, como
un momento determinado, podemos concluir que ambos están en una rela-
ción en la cual se retroalimentan y se limitan mutuamente. El poder puede
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limitar a la autoridad, y viceversa: un grupo de presión puede ejercer acciones
que condicionen de manera negativa a un gobernante en la opinión pública,
disminuyendo su autoridad; el propio gobernante puede actuar en conse-
cuencia con medidas para contrarrestar ese efecto, reforzando su autoridad
y restando poder al grupo. Si bien la visión comparativa entre Arendt y Dahl
resulta provechosa, más aún complementada con los interesantes aportes de
Aron sobre la potencia y la dispersión del poder, en las comunidades políti-
cas modernas, en las cuales el poder está denitivamente disperso, y cuyos
gobernantes no siempre gozan de bases estables de autoridad, la tensión per-
manente entre poder y autoridad debe resolverse con política, es decir, con
el accionar constante y equilibrado de los puntos que Robert Dahl enumera
en su obra La democracia: una guía para los ciudadanos, como condiciones
indispensables para el saludable desarrollo de la institucionalización racional
del poder político en la gura de la poliarquía. El aumento de los controles
por parte de los integrantes del cuerpo político resulta un elemento vital para
regular y canalizar de manera positiva poder y autoridad, y para obtener un
desarrollo sustentable en el tiempo, a la luz de los escenarios venideros.
Referencias
Arendt, H. (1961). Entre el pasado y el futuro. Viking Press.
Arendt, H. (1972). Crisis de la república. Harcourt Brace Jovanovich.
Aron, R. (1955). El opio de los intelectuales. Éditions Calmann-Lévy.
Aron, R. (1999). “Macht, “Power”, “Puissance” ¿Prosa democrática o poesía
demoníaca? En: R. Aron, Estudios políticos (pp. 167-190). Fondo de Cul-
tura Económica.
Dahl, R. (1991). La democracia y sus críticos. Paidós.
Dahl, R. (1999). La democracia. Una guía para los ciudadanos. Taurus.
Dahl, R. (2000). La poliarquía. En A. Batlle (Ed.), Diez textos básicos de Cien-
cia Política (pp. 77-92). Ariel.
Popper, K. R. (1994). En busca de un mundo mejor. Paidós Ibérica.
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