Los obispos del Tucumán y la corrección de costumbres en los monasterios de Santa Catalina de Siena y San José de Córdoba (1724-1740)


The bishops of Tucumán and the correction of customs in the monasteries of Santa Catalina de Siena and San José from Córdoba (1724-1740)


Alejandro Nicolás Chiliguay

ICSOH-CONICET - Universidad Nacional de Salta

alejandrochiliguay@yahoo.com



Resumen

Los monasterios de Santa Catalina de Siena y de San José habían sido las únicas casas religiosas femeninas en la antigua diócesis del Tucumán. Las mismas acogían a las hijas y descendientes de las principales familias de la región. Habitualmente, en los informes de los obispos se resaltaban la observancia de las costumbres que guardaban las monjas. Sin embargo, una serie de intervenciones de los obispos Juan de Sarricolea y Olea y José Antonio Gutiérrez de Zevallos, en la segunda y tercera década del siglo XVIII, nos brindan una imagen completamente distinta. Numerosos problemas fueron detectados por estos obispos, especialmente por Gutiérrez de Zevallos quien denunció que las monjas no guardaban la clausura, faltaban a la vida en común y llevaban una mala administración de cuentas en los conventos. Aunque la relajación de costumbres había sido frecuentemente justificada en la pobreza de las casas religiosas, cuando los obispos intentaron imponer el orden y la disciplina en los monasterios, su intervención fue motivo de numerosos conflictos.


Palabras clave: obispos, monjas, política eclesiástica, corrección de costumbres, pleitos.


Summary

The monasteries of Santa Catalina de Siena and San José had been the only female religious houses in the ancient diocese of Tucumán. They accepted the daughters from descendants of the main families of the region. In their reports the bishops usually said that the observance was kept by the nuns. However, bishops Juan de Sarricolea and Jose Antonio Gutierréz de Zevallos' involvement give us a completely different image from the second and third decade of the 18th century. A lot of problems had been detected by these bishops, especially by Gutiérrez de Zevallos who was concerned about the closure, and denounced the lack of life in common and the mismanagement of accounts in the convents. The relaxation of customs had often been justified in the poverty of religious houses, but when the bishops tried to impose order and discipline in the monasteries, their actions caused a lot of conflicts.


Keywords: bishops, nuns, ecclesiastical policy, corrections of customs, disputes.

Una semblanza de la ciudad de Córdoba y el obispado del Tucumán


Durante la segunda mitad del siglo XVI y primera mitad del siglo XVII el mundo hispano había experimentado una auténtica oleada fundacional de conventos femeninos y masculinos (Atienza López, 2010: 422), proceso que se extendió al espacio americano. Un claro ejemplo es la ciudad de Córdoba del Tucumán, que había sido fundada a orillas del río Suquía el 6 de julio de 1573 por don Jerónimo Luis de Cabrera (Lobos, 1999: 422), y que albergaba las casas de cuatro conventos de religiosos: Santo Domingo, San Francisco, Nuestra Señora de la Merced y la Compañía de Jesús. Asimismo, en Córdoba había dos monasterios de monjas, uno el de Santa Catalina de Siena de las hermanas dominicas, y otro de San José, de las carmelitas descalzas.

En el siglo XVIII Córdoba era cabecera de la diócesis del Tucumán, que había sido creada por el Papa Pio V en el año 1570, y se hallaba bajo la órbita del Arzobispado de Charcas desde 1609 (Dellaferrera, 1999:385-415). Aunque originalmente la Catedral del obispado había sido asentada en Santiago del Estero, en virtud de la Real Cédula de 1696 se dispuso su traslado a Córdoba, la mudanza se hizo efectiva en 1699 cuando fray Manuel de Mercadillo se encontraba como pastor de la diócesis (Castro Olañeta, 2009: 171). El sitio de la nueva sede episcopal era el lugar más próspero de la región, tal como describía el propio Cabildo de la ciudad en una carta enviada al rey unos años antes,

pone la ciudad de Córdoba en consideración de vuestra magestad que entre quince ciudades que pueblan estas tres provincias de Tucumán, Paraguay y Rio de la Plata, es ésta la más principal, sin hacer agravio a otra alguna, porque está en el centro de todas, cuya población es necesaria para el trajín y comercio de dichas provincias; el temple apacible y saludable; las campañas fértiles y pobladas […] asimismo está poblada esta ciudad con mucha gente noble y en ella profesa mucha policía y culto divino (Segreti, 1973:107-108) 1

Asimismo, Córdoba era el principal centro de formación de los cuadros de la sociedad de españoles (Nieva Ocampo, 2017: 525-560). La Compañía de Jesús tenía a su cargo la única Universidad existente en las provincias antes mencionadas, contaba con el Colegio Máximo y administraba, por voluntad de su fundador, el Colegio de Nuestra Señora de Monserrat (Benito Moya, 2011: 27), mientras que el Seminario de Nuestra Señora de Loreto dependía del ordinario.

El obispado se ubicaba geográficamente en los confines del Virreinato del Perú, abarcaba una gran extensión territorial y albergaba una población muy dispersa. Sus límites jurisdiccionales eran:

por el Norte con las provincias de Chichas, de Lipes; desde el Noroeste al Poniente, con la de Atacama; por el Poniente y Occidente con la de Cuyo, perteneciente al Reyno de Chile. El terreno desde el Sudoeste hasta el Sudeste se halla desierto. […] Siguiendo al Sudeste, esta provincia confina pon la jurisdicción de Santa Fé, perteneciente al gobierno del Rio de la Plata Buenos Ayres. Desde este rumbo hasta el Norte, donde se encuentra la provincia de Chichas, confina con las vastas regiones del Gran Chaco Gualamba, pais inculto, montuoso, habitado por varias naciones bárbaras.2

Si bien sus rentas estaban tasadas en 4.000 pesos (Astrada, 1998: 175), lo que podría considerarse como uno de los obispados más pobres de Indias, no lo era tanto como Honduras que llegaba a los 3.000 pesos o aquellos como Santo Domingo y Manila que con dificultad podía asemejarse a dicha cifra (Arvizu, 2007: 56). Los prelados designados para la diócesis del Tucumán durante la primera mitad del siglo XVIII, carecían de experiencia previa en el gobierno episcopal, con lo cual, su estancia en el obispado, representaba su primera práctica con el objetivo de hacer mérito y ascender a diócesis mejores posicionadas. Tales fueron los caso de Alonso del Pozo y Silva (1715-1724) quien fue promovido a Santiago de Chile, al igual que Juan de Sarricolea y Olea (1724-1730), solo que el primero culminó su carrera al como arzobispo de Charcas, mientras que el segundo obtuvo el obispado del Cusco. En cuanto a José Antonio Gutiérrez de Zevallos, es el único obispo que pasó por la diócesis tucumana y que llegó al mayor cargo episcopal en el Virreinato del Perú, al desempeñarse como arzobispo de Lima (Chiliguay, 2017: 198).

Aunque el Tucumán ha sido para muchos prelados el primer escalón en sus cursus honorum, el estado económico de la diócesis distó de ser óptimo. Las primeras décadas del siglo XVIII fueron de crisis económica en la región, desencadenada por la caída de la producción de la plata altoperuana desde la segunda mitad de la centuria anterior, y por el recrudecimiento del contrabando (Arcondo, 1992: 23). A ello se sumó la peste de 1718 que empeoró aún más el panorama. Testimonio de ello fueron las declaraciones de Fernando Salguero de Cabrera en 1732:

las grandes necesidades que padecen todos los vecinos de esta ciudad, obligándolos a retirarse a sus haciendas de campo para ahorrar gastos y trabajar en sus cosechas, y la desdicha a que ha venido esta ciudad y reduciéndose a trueque y cambios de frutos unos con otros y con ropa, porque no corre plata, y el atraso de sus invernadas hace las ventas fiadas por 3 y 4 años (Segreti, 1973: 122)

La precariedad económica también afectó a las rentas del obispado, pues se vieron disminuidas si se contrasta con la centuria pasada, cuando su valor estaba estimado en 6.000 ducados anuales.3 Esta situación complicó aún más el gobierno de la diócesis que se encontraba en un proceso de normalización tras una larga sede vacante (1704-1715) donde la disciplina general de los clérigos se había relajado, tal como se puede constatar en los numerosos pleitos de la época.4 Esta situación sería revertida progresivamente por los prelados, entre ellos Sarricolea y Gutiérrez de Zevallos.


Me hallaran juez severo mientras no me quieran padre amoroso”5: Visita y reforma de los obispos Sarricolea y Gutiérrez de Zevallos a las carmelitas descalzas y a las dominicas de Córdoba


Una nota particular merece el conflicto desatado en el Monasterio de San José a raíz de la visita que había realizado el obispo José Antonio Gutiérrez de Zevallos el 4 de diciembre de 1733. Allí se revela que además de las 18 monjas de velo negro y dos de velo blanco, hay una serie de criadas y esclavas que viven en el convento sin autorización del obispo y rompen con la clausura que debían guardar las monjas, puesto que las seglares entraban y salían a su arbitrio (Larrouy, 1927: 74).

La historia del Monasterio de San José se remonta al año 1628, cuando había sido fundado gracias a la devoción e iniciativa de don Juan de Tejeda Miraval en virtud de una promesa hecha a Santa Teresa por la salud de su hija María Magdalena. Don Juan de Tejeda era hijo de don Tristán de Tejeda, miembro de la hueste que participó en la fundación de Córdoba y, a la vez, sobrino nieto de Santa Teresa de Jesús (González Fasani, 2010: 698-700). El convento era el segundo erigido en la ciudad y hacia la segunda década del siglo XVIII cosechaba loas por su celo espiritual, situación que contrastaría con la denuncia del obispo Zevallos sobre los graves y escandalosos antecedentes públicos. Hacemos referencia a aquel suscitado por Josefa Maltes, una seglar de recogimiento, que quedó embarazada por un esclavo del mismo convento y a quien “la echaron y casaron con un hombre blanco” (Larrouy, 1927: 75).6

El obispo Zevallos había sido informado en Chile por Sarricolea sobre las anormalidades en el Monasterio de San José y de su fracaso para remediarlas. Sin embargo, la tarea de reformar a las “hermanas teresas” la llevó a cabo el prelado a instancias del Rector del Colegio Máximo de la Compañía, el padre Miguel López, quien, desde la llegada del obispo a la diócesis, le advirtió de la falta de disciplina del convento (Braccio, 2000: 156). Él mismo había sido confesor de las monjas (Larrouy, 1927: 74), de manera tal que conocía en profundidad los problemas morales y económicos que vivía el monasterio.

Aunque la descalcez exigía guardar de la castidad y pobreza (Fasani, 2010: 709) la granjería, entendida como las actividades comerciales realizadas por las comunidades religiosas con productos agrícolas, - ya sean dulces, tejidos, etc.- fue una práctica común durante el Antiguo Régimen, a pesar de ser vista como un obstáculo para el cumplimiento de la clausura (Martínez Ruíz, 1998: 144). Esta actividad también existió en Córdoba, puesto que el obispo Zevallos denunciaba la ollería pública y notoria que tenían las monjas en el monasterio. Aunque esta existía desde los inicios del convento, el consentimiento u omisión de los prelados por dicho asunto, tenía que ver más con el hecho de que la ollería proveía a la comunidad de los utensilios necesarios y de metálico para poder afrontar sus necesidades (González Fasani, 2009). Sin embargo, en la visita, el obispo se anoticiaba de que cada monja hacía negocio particular con sus esclavos y la ollería, lo que se traducía, a su vez, en la falta de vida común que tenían las religiosas ya que, por ejemplo, algunas tenían en sus celdas su propia cocina (Bruno, 1966: 461). En este episodio relativo a la clausura, no se ha podido constatar una práctica que era común en el mundo hispano, las devociones. Los llamados devotos de monjas o galán de monjas eran hombres que frecuentaban el trato con ellas por medio del locutorio, siendo una de sus aspiraciones tocar la mano de la monja por la bocamanga del hábito (Millar, 2005: 138).

También durante la pesquisa en el convento se detectaron irregularidades en la administración. Al solicitar el obispo Zevallos a la priora María Antonia de Jesús los libros de gobierno y administración, y al síndico procurador José Etura y Urrutia las cuentas del monasterio, se sorprendió al ver la precariedad de los registros. El prelado designó entonces a don Francisco Luis de la Guerra contador para que llevase los libros del monasterio. Ya el obispo Sarricolea había señalado unos años antes la raíz del problema de los registros:

ynformado de sus gravisimas necesidades [de las teresas y dominicas] y de que no nacían de la falta de fincas y rentas […] provenía todo de la mala administración, procuración y cobranza. Pues aunque [los conventos] se presentaban ante los alcaldes pidiendo ejecucion contra los deudores, no se daba providencia ninguna porque los jueses solían ser los que debían más y pagaban menos […] por esta causa se hallaban con muchos censos perdidos, despojados de fincas y con tan envejecidos pleitos (Larrouy, 1927: 62-63)

Lo peculiar de la destitución del síndico procurador Etura radicó en que unos años antes el obispo Sarricolea lo había designado para corregir tal situación en los monasterios:

deseando poner por mi parte el remedio posible discurrí valerme de las más sobresalientes personas de la ciudad […] para que corriesen como síndicos y administradores de sus rentas […] y aunque los primeros que de quienes tenía mayor confianza se excusaron […] vine a encontrar los que Dios tenía preelegidos que fueron don Sylvestre de Valdivieso y Arvizuy, Don Jospeh de Etura y Urrutia […] encargandose de la administración con que empezaron a correr desde 1 de agosto del año pasado de 727 (Larrouy, 1927: 63)

El síndico José de Etura y Urrutia era un rico hacendado guipuzcoano, que se había insertado en la élite cordobesa gracias las nupcias que había contraído en 1721 con doña María Ordóñez, hija de una linajuda familia del Tucumán. Desde entonces desempeñó como tesorero de santa cruzada, síndico del convento de San Francisco, entre otros cargos (Ghirardi, 2010: 309). Aunque al estado actual de este estudio no se pudo establecer el lazo entre el síndico procurador y las múltiples propiedades del convento de las teresas, sí se puede plantear el interés económico directo que tuvo sobre los bienes de dicho monasterio. El problema de las cuentas del convento permite acercarnos al estudio del fenómeno de la corrupción, que actualmente goza del interés de los historiadores (Andújar Castillo, 2017: 284-311). A partir del trabajo de María Victoria Márquez, al menos se puede esbozar la traza entre las obligaciones contraídas con los monasterios por la familia de las Casas y Ponce de León, y la relación con el síndico (Márquez, 2009).

Ignacio de las Casas procedía de las familias tradicionales de Córdoba, aunque no había heredado tierras, se dedicó al comercio de mulas y ejerció oficios en el Cabildo que obtuvo por remate. Su esposa fue doña Teresa Ponce de León, hermana de Gabriel Ponce de León, deán del obispado hasta 1728, y Leandro Alejo Ponce de León emparentado con Josefa Herrera y Velasco (Tejerina Cabrera, 1978: 138), proveniente de una familia de importante invernadores. La crisis de principios del siglo XVIII había afectado la venta de mulas, por lo que de las Casas diversificó su actividad actuando como garante de terceros en la adquisición de censos. El comerciante cordobés no solo había sido parte de la Hermandad de San Pedro de las carmelitas descalzas, sino que también era cercano al capitán José de Etura y Urrutia, con quien se encontraba ligado por una serie de transacciones sobre propiedades sometidas a censos por los conventos de las teresas y las catalinas (Márquez, 2009). El lazo de Ignacio de las Casas con ambos cenobios se reforzó con el ingreso de dos de sus hijas al convento de San José, María de la Cruz y Susana, y su otra hija, Ignacia, que se consagró en el monasterio de Santa Catalina.

Tras la visita al monasterio de las carmelitas descalzas, el obispo Zevallos dispuso las Ordenaciones y reglamentos – previa consulta, efectuada en enero de 1734, al Cabildo Eclesiástico y las cabezas de las religiones – (Bruno, 1966: 462) en las que establecía, primero echar a las seglares, segundo, sacar los hornos en los que se fabricaban ollas y tinajas para vender, tercero, cerrar una puerta falsa ubicada en la celda de la priora, y cuarto, ordenó quitar las cocinas de las celdas.7 El Concilio de Trento había otorgado a los obispos poderes de visita de monjas y prescripciones relativas a la corrección (Telechea Idígoras, 1997: 207-233), y en este caso Zevallos se dispuso asegurar la clausura, recuperar la vida comunitaria y hacer respetar las constituciones de la congregación. El objetivo era dar una imagen de ejemplo moral ante la sociedad (Chiliguay, 2017: 209), puesto que en el imaginario de la época una comunidad de religiosos, entregados a la oración y a servir a Cristo, era considerada como intercesores del pueblo ante la divinidad (Millar, 2005:126).

Sin embargo, las monjas apelaron la decisión del obispo ante el arzobispo de Charcas, doctor don Alonso del Pozo y Silva, tres meses después de efectuada la visita al monasterio en 1734, alegando que “el gobierno económico interior pertenece a la Prelada y no al Prelado” (Larrouy, 1927: 76). Ante las resistencias de las carmelitas descalzas, e impulsado por el fiscal y maestre don Lorenzo Félix de Gigena Santisteban (Bustos Argañaráz: 1972: 10) el obispo se negó a hacer lugar a la apelación y tomó como medida extrema trasladar el 5 de mayo de 1734 a la madre priora María Antonia de Jesús al convento de Santa Catalina (Bruno, 1966: 469). El obispo acusó a la priora y al síndico procurador ante el arzobispo de querer hacerse de las rentas del monasterio (Bruno, 1966: 464).

El Arzobispo, ante la fuerza del hecho consumado, sugirió a Zevallos mayor flexibilidad para resolver el conflicto:

atendiendo sino solo desear el crédito de su buen nombre y la serenidad del sosiego y quietud a que deuemos atender aunque sea cediendo alguna cosa de nuestro derecho vuestra señoría ylustrisima como tan santo celoso doctto y tambien como cavallero discurrira el medio de ponerlas con alguna suavidad a su obediencia.8

No obstante, el obispo respondió al metropolitano haciendo énfasis en su firme determinación de disciplinar el obispado aun a costa de su carrera, tal como le expresó al rey en el auto de su visita: “le deuo a dios fortaleza para llevarlas con resignacion y con muy particular consuelo si entendiese que mis ascensos los pierdo por esta causa que juzgo tan del servicio de su divina magestad”.9

A pesar de ello, el Metropolitano no desautorizó el accionar del obispo, antes bien “les escribió el Arzobispo [a las teresas] aconsejándolas que obedeciesen [al obispo] en todo” (Larrouy, 1927: 93). Ambos prelados sabían las consecuencias que podía traer para cada uno si las monjas apelaban al Rey, pues ya lo habían hecho ante la Real Audiencia de Charcas, donde su presidente, José Cipriano Herrera, había intentado interceder por ellas. Por lo tanto, para evitar conflictos mayores, el arzobispo Alonso del Pozo y Silva prefirió ratificar el accionar de prelado tucumano.

A partir de 1735, el conflicto comenzó a amortiguarse. Por un lado, en el convento eligieron como priora de la comunidad a Jerónima de la Encarnación, quien se desempeñó como tal hasta su muerte en 1737, y nombraron como síndico procurador al general don Bartolomé de Ugalde. Durante este periodo, las monjas acataron sumisamente las disposiciones del obispo (Bruno, 1966: 477) y suavizaron su tono con el prelado. Tras la concreción del castigo a la ex priora María Antonia de Jesús, se le permitió su regreso al convento con su cargo original, y tras su fallecimiento, Jerónima de la Encarnación asumió nuevamente ese rol. Por su parte, en el final del conflicto, el informe del fiscal del Consejo de Indias dio una clara aprobación al accionar del obispo:

reconoce el fiscal que por lo que toca a lo obrado en la visita no encuentra reparo alguno pues es todo providencia regular de ella y pribativo de su ministerio eclesiastico para el buen régimen y gobierno de las yglesias quenta razon y buena administración de sus rentas y reforma de costumbres que es lo que comprehende la Visita y lo ha executado este Prelado con muy particular celo10

Otro apartado merece el monasterio de Santa Catalina de Siena. El mismo se había fundado en 1613 por obra de doña Leonor de Tejeda y Miraval, hermana de Juan de Tejeda. El convento de dominicas fue el primer claustro femenino de la ciudad de Córdoba (Martínez de Sánchez, 2011: 88). Según consta en la visita del obispo Sarricolea, hacia 1729 habían 58 monjas de velo negro y estas “compiten con igualdad en perfección de espíritu” con las carmelitas descalzas (Larrouy, 1927: 62-63).

Sin embargo, la observación del prelado pasó, al igual que en el monasterio de San José, por la corrección de las cuentas. Las rentas habían disminuido considerablemente en la década de 1720, puesto que muchos de sus deudores no pagaban, entre ellos habían numerosos deudores censales que acarreaban deudas no saldadas por sus antecesores, mientras que otros no abonaban en metálico sus obligaciones y lo hacían con frutos y efectos de la tierra (Nieva Ocampo, 2008: 284). Este fenómeno no fue privativo del Tucumán, la falta de liquidez era un problema generalizado y se debía a la inestabilidad propia de un sistema basado en la minería y la agricultura, y el elevado gasto que para las principales familias representaba contribuir en obras pías o el gasto suntuario, por lo que muchas veces las erogaciones se solucionaban con una mayor adquisición de deuda (Von Wobeser, 2010: 150-151). Como se ha mencionado con anterioridad, uno de los síndicos nombrados por el obispo Sarricolea fue el mariscal del campo don Silvestre de Valdivieso y Arvizu.

En ambos monasterios los síndicos “han trabajado incomparablemente en […] dijerir la crudeza de sus cuentas” puesto que muchos morosos no habían concurrido a reconocer sus deudas con el convento y menos aún a pagarlas, por lo que el obispo decidió que debía iniciárseles causa judicial para su remedio (Larrouy, 1927: 64). Durante el episcopado del obispo Zevallos, el síndico procurador de las catalinas sufrió la misma suerte que el de las teresas, fue reemplazado por don Francisco Luis de la Guerra. La responsabilidad de no tener regularizada la contabilidad de los conventos era, en palabras del obispo, de “sus mismos administradores por no estar sujetos a cuentas ni haber un contador que los fiscalice” (Larrouy, 1927:75).

En contraste con la relajación de las costumbres denunciadas por Zevallos en las teresas, en su visita al monasterio emite loas a sus monjas expresando:

declaramos a la comunidad de dicho nuestro convento y a cada una por muy religiosa y observante de su regla y constituciones, en la asisencia al coro, rezo, oracion, y de mas actos de comunidad11

Sin embargo, se procedió a echar a las seglares que no tenían los siete años cumplidos. La medida no era baladí, acompañaba la intención de sanear las cuentas y además tenía por propósito recuperar la clausura para mejor observancia de la vida monástica. Hacia el año 1737, había en el monasterio 35 niñas seglares y 67 criadas.12 La benevolencia del obispo con las monjas dominicas, no solo se refleja en la tolerancia que tuvo al permitir el recogimiento de seglares y criadas de servicio, también quiso promover un espíritu de piedad y modestia en el convento. Lo sorprendente, frente a la rigidez expuesta con las teresas, fueron las excepciones que otorgó a las catalinas en cuanto al refectorio, dormitorio y bienes de uso (Arancibia, 2018: 142).

Hasta el momento el análisis a escala local permite asentar al menos algunas ideas: la importancia de los monasterios como centros crediticios, el peso de las élites locales y su absorción de los principales cargos de gobierno local en áreas que hoy llamaríamos civiles y religiosos, y la injerencia de los padres de la Compañía de Jesús. No obstante, cabe interrogarse ¿por qué los obispos Sarricolea y Zevallos pudieron llevar adelante con cierto, pero limitado éxito, las obras de corrección en estos monasterios?

No se puede disociar el contexto general de la Monarquía Española de los acontecimientos del Tucumán. Durante la Guerra de Sucesión Española (1701-1713), el papa Clemente XI (1700-1721) se había negado a reconocer a Felipe V (1700-1746) como legítimo rey de España, lo que derivó en la ruptura de relaciones entre la Corona y la Santa Sede (1709-1713) (Martín Marcos, 2011). El conflicto entre Madrid y Roma perduró a lo largo del reinado del primer Borbón como un sinuoso camino que osciló entre momentos de tensión y una frágil paz, lo que repercutió sobre todo en materia de provisión de cargos episcopales. Este fue uno de los factores que permiten explicar la prolongación de la sede vacante en el Tucumán tras el fallecimiento del obispo fray Manuel Mercadillo en 1704 hasta la efectiva toma de posesión del obispado por parte de Alonso del Pozo y Silva en 1715.

La política general del reinado de Felipe V fue “desarraigar los vicios y las malas costumbres” del clero (Vargas Ugarte, 1960:119), particularmente vigilando el cumplimiento de los decretos tridentinos en virtud de la bula Apostolici Ministerii de 1723 (Vilar, 2010: 248). La política del monarca respecto al clero partía de su propia convicción personal, resultado de la influencia que había tenido Fenelón durante su formación (Reinhardt, 2007: 163). En este sentido se hacía menester la colaboración de los obispos en calidad de consejeros naturales del rey (Mazín, 2012: 374) que iniciaron un proceso de recomposición de su propia autoridad y de la autoridad real en los diferentes espacios de la monarquía.

El Arzobispo de Lima, Antonio de Soloaga había llegado a la sede episcopal en 1713 pero tomó posición efectiva de la arquidiócesis en 1714 hasta su fallecimiento en 1722. Durante su episcopado había pretendido corregir los vicios excesivamente evidentes del clero peruano, y para tal fin contó con el apoyo del clérigo romano José María Barberí, que pertenecía al séquito del Príncipe de Santo Buono, virrey del Perú entre 1716 y 1720 (Moreno Cebrián, 2003). El clérigo cayó en desgracia tras la muerte del arzobispo, lo mismo sucedió con José Antonio Gutiérrez de Zevallos que por entonces se desempeñaba como oficial del Santo Oficio en Lima y que guardaba una estrecha relación con el círculo de Soloaga. Posteriormente, tras el interinato del arzobispo de Charcas Diego Morcillo Rubio Auñón como virrey del Perú, Zevallos pasó a formar parte del núcleo de amigos del Marqués de Castelfuerte, virrey del Perú entre 1724-1736.

En el lado opuesto se encontraba quien había ejercido el cargo de virrey de manera interina, fray Diego Morcillo. Tras él se encontraba una poderosa facción compuesta por el inquisidor Ibáñez de Segovia, la red familiar y clientelar del oidor decano de Lima, Miguel Núñez de Sanabria, la mayoría de los obispos del Perú y los mineros del Potosí. Esta red actuó para que caiga Santo Buono e instalar a Morcillo nuevamente como virrey interino hasta 1724. Castelfuerte soportó numerosas desavenencias de los clérigos en el Perú, por lo que es comprensible su apoyo al obispo Zevallos en su proceder con las hermanas teresas “quien le aprobó mucho todos sus procedimientos con dichas religiosas celebrando la prudencia y sagacidad que había practicado”.13

Posteriormente, también contó con el apoyo del virrey Marqués de Villagarcía, hecho determinante para el ascenso de Zevallos (Martín Rubio, 2010: 163) que fue promovido en 1740 para el Arzobispado de Lima, el cual efectivizó en 1742 (Bruno, 1966: 419). Allí también tuvo conflictos con las monjas del Monasterio de Santa Clara de Lima, por su laxitud moral y por la dificultad que tenía la abadesa para imponer su autoridad, solo que en esta ocasión la intervención del prelado estuvo guiada por la prudencia (Martín Rubio, 2010: 161); le bastaba la experiencia adquirida con las monjas tucumanas. El arzobispo falleció el 16 de Enero de 1745 (Mendiburu, 1876: 359) y pidió que su corazón sea enterrado en la reducción de los vilelas (Pedrotti: 2011).

En cuanto al obispo Juan de Sarricolea y Olea (Franco, 1992), resulta dificultoso su adscripción a alguna de las redes del virreinato del Perú. La reconstrucción de la biografía de su hermano, Martín de Sarricolea, permite quizás asociar el ascenso de su carrera a la figura del arzobispo fray Diego Morcillo Rubio Auñón, Martín de Sarricolea se había desempeñado como canónigo magistral en el arzobispado de Charcas y había accedido a dicho puesto por oposición. Lo curioso es que mientras Morcillo se desempeñó como obispo de La Paz, Martín pudo obtener un curato en Calacoto, y posteriormente cuando fray Diego Morcillo fue trasladado como arzobispo de Charcas, éste lo hizo nombrar a Martín de Sarricolea como provisor y vicario general de la arquidiócesis.14 Años después, en 1720, consiguió ser propuesto como obispo in partibus para la diócesis del Paraguay, debido a la demencia que padecía el obispo Durana (Pastells, 1946: 598). No obstante su carrera se truncó por su temprano fallecimiento, el 20 de abril de 1720.15 De esta manera, no resulta descabellada la idea de vincular la carrera del obispo Juan de Sarricolea a la persona de fray Diego Morcillo. Más aún si consideramos que en 1713, Sarricolea se había presentado en la oposición para una canonjía penitenciaria en la Catedral de Lima, había obtenido loas por su actuación y, sin embargo, ni siquiera figuró en la nómina. Es innegable que el concurso estaba viciado (Franco, 1992: 149) a pesar de haber contado con la presencia del arzobispo,16 que por entonces era Soloaga.

Por último, dos consideraciones, primero sobre el origen y la formación de los obispos, y segundo respecto al peso del cabildo eclesiástico en las décadas de 1720 y 1730. Juan de Sarricolea, era natural de Huánuco, y sobrino materno del padre jesuita Nicolás de Olea, quien, se destacó por sus obras intelectuales y por haber sido rector del colegio San Pablo y del colegio de Cuzco (Céspedes Agüero, 2001: 137-149). Asistió al Colegio Real de San Martin donde cursó filosofía, teología y derecho. El colegio mayor había sido fundado por la Compañía de Jesús en 1582 y se había constituido en uno de los más prestigiosos del virreinato (Burrieza Sánchez, 2010: 205), allí acudían los hijos de las familias más notables del Perú. Los jesuitas, a través de su ministerio educativo, procuraron granjearse el apoyo de los sectores más encumbrados para sus proyectos, como así también tener un control ideológico y capacidad de inmiscuirse dentro de las redes y clientelas locales (Lozano Navarro, 2005: 32). En este sentido, el obispo Sarricolea jamás negó su inclinación hacia la Compañía, pues reconocía “la legitima descendencia de la ínclita familia de los jesuitas de Lima, de cuya leche razonablemente sin engaño me he nutrido” (Barbero, 1995: 133). Lamentablemente, la documentación relativa al obispo Zevallos no permite reconstruir cabalmente su formación, tan solo que nació en Puente Viesgo, estudió en la Universidad de Salamanca recibiéndose de doctor en sagrados cánones y fue caballero del hábito de la orden de Santiago (Mendiburu, 1876: 359).

En cuanto al cabildo eclesiástico, que era la plataforma del poder local en el gobierno del obispado (Díaz Rodríguez, 2012: 34), no representó en estos años un obstáculo para los prelados. La razón es sencilla, para 1733 sus miembros se encontraban disminuidos y sin fuerza porque tenían problemas de salud y porque eran ancianos (Larrouy, 1927: 72), a pesar de que la última reconfiguración del cabildo había ocurrido en 1729 (Bruno, 1966: 422). Sin embargo, no hay que subestimar el peso del cabildo eclesiástico como espacio de las élites locales para negociar su obediencia.


Conclusiones


Primero, el proceder de los obispos Sarricolea y Gutiérrez de Zevallos no solo fue posible por las características de sus propias personalidades, sino por el respaldo que tuvieron por parte de los padres jesuitas. Estuviere o no el prelado embebido de un sentimiento afín a la Compañía el acercamiento a la misma era una estrategia para gobernar una diócesis ya que, en la práctica, la élite local se formó principalmente en los colegios y en la universidad ignaciana.

Segundo, la élite tucumana que había sido afectada por la crisis económica de principios del siglo XVIII apeló a los monasterios como fuente crediticia para paliar su situación. Pero como había una gran correspondencia entre los deudores, los administradores de los monasterios y los principales oficiales habilitados para impartir justicia, se generaba un ambiente propicio para que fuesen evadidas las obligaciones contraídas por los particulares con los monasterios. El resultado era la falta de recursos inmediatos para el mantenimiento de los moradores de los conventos. La regularización de cuentas que intentaron los obispos contó con pocos colaboradores, particularmente por la delicadeza del asunto y por el vínculo que tenían los normalizadores con las personas que se hallaban en falta.

Tercero, el grado de severidad de las reformas, en gran medida, estuvo determinado por el respaldo que pudiese otorgarle una autoridad superior. Sarricolea tenía muy presente las lógicas de negociación local, y optó no granjearse su enemistad, puesto que aspiraba a tener un cursus honorum ascendente. En este sentido, puede entenderse la apreciación favorable que plasmó en su visita a ambos monasterios. Diferente fue el proceder del obispo Zevallos, quien aplicó con todo rigor la corrección tanto de las costumbres de los monasterios como en la regularización de sus cuentas. Para ello contaba con el apoyo de los jesuitas, y a su vez él mismo gozaba de la protección del virrey Castelfuerte.

Para finalizar, la política general de la Corona partía de la propia convicción de Felipe V que apuntó a corregir los diferentes vicios del clero. En un marco de conflictividad con el papado, el monarca no podía apañar situaciones escandalosas que pudieran generar entredichos en Roma, y menos aún su intervención en asuntos americanos. A su vez, la Corona requería la presencia de obispos con capacidad de imponer la autoridad real en todos los territorios, para garantizar la conservación y buen gobierno de los mismos, y asegurar la fidelidad de sus vasallos.


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Recibido: Septiembre de 2018

Aceptado: Octubre de 2018


1 Carta del Cabildo de Córdoba al Rey. Córdoba, 5 de enero de 1680. Nota: Carlos Segreti ha recopilado una serie de documentos relativos a la ciudad y provincia de Córdoba para otorgar una semblanza de dicho espacio entre los siglos XVI y XX.

2 Descripción del obispado del Tucumán por Dr. D. Cosme Bueno, 1774. Tomo IV 1681-1783, Legajo 54: Obispado y Catedral, Archivo Arzobispal de Córdoba (AAC)

3 Proposición de sujetos para el obispado de Tucumán. Año 1683. Legajo 6: Consultas originales, Audiencia de Charcas, Fondo Gobierno, Archivo General de Indias (AGI)

4 Por ejemplo la práctica simoníaca de licenciado Luis de Medina en el curato de Londres, Catamarca. Auto del cabildo eclesiástico sobre la demanda interpuesta por el capitán don Pedro Artaza y Aguilera contra el cura Luis de Medina (1715), Tomo I, 1793-1835, Documento 3, Legajo 2: Cabildo de Córdoba, AAC. El descuido de algunas doctrinas como la de los Ocloyas en Jujuy. Visita de Jujuy. San Salvador de Jujuy, 25 de febrero de 1726, Documento N° 289, Fondo Documental Pablo Cabrera (FDPC), Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba.

5 Carta del obispo Zevallos al arzobispo de Charcas Alonso del Pozo y Silva. Salta en 19 de febrero de 1735. Leg. 372: Cartas y expedientes de los obispos de Córdoba de Tucumán, Audiencia de Charcas, Fondo Gobierno, Archivo General de Indias (AGI)

6 Carta del obispo Zevallos a SM, Santiago del Estero, 20 de agosto de 1734. Las visitas de los obispos del Tucumán se encuentran transcriptas por Antonio Larrouy.

7 Expediente del reverendo obispo del Tucumán doctor don José de Cevallos en que da cuenta de las diligencias que ha practicado en la visita general que ha hecho de su obispado. 11 de noviembre de 1740, Tomo IV, Legajo 54, AAC.

8 Carta del Arzobispo de Charcas Alonso del Pozo y Silva al obispo Zevallos, Potosí, 19 de octubre de 1734. Leg. 372: Cartas y expedientes de los obispos de Córdoba de Tucumán, Audiencia de Charcas, Fondo Gobierno, AGI

9 El obispo Zevallos al arzobispo de Charcas, Salta 19 de febrero de 1735. Leg. 372: Cartas y expedientes de los obispos de Córdoba de Tucumán, Audiencia de Charcas, Fondo Gobierno, AGI

10 Informes del fiscal sobre visita en el Monasterio de Santa Teresa. Madrid, 25 de febrero de 1737. Leg. 372: Cartas y expedientes de los obispos de Córdoba de Tucumán, Charcas, Gobierno, AGI.

11 Auto de visita del convento de Santa Catalina. 11 de abril de 1734. FDPC, 1159.

12 Razón de las niñas españolas que ay en el convento de santa Catalina de Sena de esta ciudad de Córdoba. Año 1737. Tomo I, Legajo 9: Catalinas, AAC.

13 Expediente del reverendo obispo del Tucumán doctor don José de Cevallos en que da cuenta de las diligencias que ha practicado en la visita general que ha hecho de su obispado. 11 de noviembre de 1740, Tomo IV, Legajo 54, AAC

14 Oposición de Martín de Sarricolea. ff. 36-41, vol. 15, caja 7, Actas Capitulares, Archivo Capitular, Archivo y Bibliotecas del Arzobispado de Sucre (ABAS)

15 Fe de muerte del señor doctor don Martín de Sarricolea y Olea, Canónigo magistral, gobernador, provisor y vicario general de este arzobispado. 20 de abril de 1720. f. 174 r. y v., vol. 15, caja y, Actas Capitulares, Archivo Capitular, ABAS.

16 Relaciones de méritos de personas eclesiásticas, méritos: Juan de Sarricolea y Olea. Documento 46, 222, Indiferente General, AGI.