Itinerantes. Revista de Historia y Religión 20 (ene-jun 2024) 146-162

On line ISSN 2525-2178

https://doi.org/10.53439/revitin.2024.1.08



La denuncia inquisitorial. La publicación del edicto de fe de 1672 y la actuación del comisario Antonio de Orta Barroso en Mérida, distrito de México



The Inquisitorial Denunciation. The publication of the edict of faith of 1672 and the actions of the comisario Antonio de Orta Barroso in Mérida, district of Mexico



Pedro Miranda Ojeda

Universidad Autónoma de Yucatán

orcid.org/0000-0003-1881-8778

pmojeda@correo.uady.mx


Pilar Zabala Aguirre

Universidad Autónoma de Yucatán

orcid.org/0000-0002-0596-6141

zaguirre@correo.uady.mx


Resumen


En el año de 1672 el nuevo comisario del Santo Oficio Antonio de Orta Barroso promulgó en la ciudad de Mérida su primer edicto de fe. Su importancia radica en el gran número de denuncias, más de cien, que se interpusieron a distintas personas desde el día siguiente de su lectura, un número muy elevado para un distrito en el que nunca se habían presenciado tantas acusaciones. No cabe duda de que la personalidad del comisario tuvo mucho que ver en esta situación, por lo que parece importante hacer una breve semblanza de este personaje y conocer el contenido y desarrollo de las denuncias, así como las repercusiones que tuvieron.


Palabras clave: edicto de fe, comisario, denuncia, Mérida


Abstract


In the year of 1672 the new comisario of the Holy Office Antonio de Orta Barroso promulgated in the city of Mérida his first edict of faith. Its importance lies in the large number of complaints that were filed from the next day of its reading to different people, a number, more than a hundred, which stands out for its number for a district in which so many accusations had never been witnessed. There is no doubt that the personality of the comisario had a lot to do with this situation, so it seems important to make a brief profile of this character and know the content and development, as well as the repercussions that this fact had.


Keywords: edict of faith, comisario, denunciation, Merida




Fecha de envío: 27 de noviembre de 2023

Fecha de aceptación: 4 de marzo de 2023




Introducción


El Dr. Antonio de Orta Barroso fue nombrado comisario del Santo Oficio en el obispado de Yucatán en 1671. Perteneciente a una familia importante, fue un personaje con una destacada carrera eclesiástica y en pocos años ascendió a las dignidades más elevadas del obispado. No obstante, lo que más se reconoce en su trayectoria eclesiástica es su actuación como comisario del Santo Oficio. Tras la lectura de un edicto de fe en 1672, se sucedieron un elevado número de denuncias, muy por encima de las que solían producirse normalmente. Podemos decir que el período que duró su mandato, ocho años, destaca por la sucesión constante de acusaciones por transgresiones al orden que promulgaba la Inquisición.

Denuncias de toda índole se fueron sustanciando bajo su mandato, acusaciones por la utilización de malas artes para la cura de enfermedades, hechizos, encantamientos, acusaciones de brujería realizadas por personas de ascendencia indígena o esclavos negros y mulatos por pedido o mandato de diversas personalidades de origen español o criollo. Salieron a la luz muchas de las creencias de la sociedad meridana del momento, como se puede observar por la cotidianidad que vertían sus testimonios las personas denunciantes y denunciadas sobre situaciones y actuaciones muy alejadas de la ortodoxia religiosa.

Pero la pregunta que nos hacemos es cómo tras la lectura de un edicto de fe, acto bastante cotidiano en esta época, surgieron en esta ciudad y en tan poco tiempo tan elevado número de denuncias. También interesa saber, no solo el tipo de denuncias, sino también el procedimiento llevado a cabo para realizar la denuncia, esto es, la consecuencia de la lectura del edicto de fe y sus repercusiones en las personas para presentarse como testigos en este acto de fe.


La figura del Dr. Antonio de Orta Barroso


La trayectoria del Dr. Antonio de Orta Barroso, comisario diocesano de Yucatán (1671-1679), retrata a una figura destacada en la vida política y eclesiástica en este obispado. Nacido en la ciudad de Mérida hacia 1630, descendía de una importante familia local vinculada al poder mediante oficios de justicia, civil y militar, que incrementaban sus relaciones sociales y políticas, puesto que contaba con el amparo permanente de la élite provincial.1

Cursó sus estudios en el Colegio y Universidad de la Compañía de Jesús de la ciudad de Mérida: bachiller en derecho canónico, maestro en filosofía y doctor en teología.2 Debido a su amplia formación, la Audiencia de México le otorgó el grado de abogado en 1651 y ejerció como tal en la Real Audiencia.3 La importancia política de su familia fue clave en la concesión de una licencia, antes de la conclusión de sus estudios en septiembre de 1652, para poder predicar y recibir confesiones. A mediados del año siguiente, iniciaría su meteórica carrera eclesiástica obteniendo una cotizada y prestigiosa posición en uno de los dos curatos de la catedral meridana.

A partir de este momento ocuparía diversos cargos de relevancia en la curia diocesana, como el de examinador sinodal para la evaluación de las admisiones en los concursos a curato y doctrinas de la provincia.4 Así, durante el obispado de Luis de Cifuentes y Sotomayor fue provisor y vicario de la diócesis. En 1659, fue nombrado gobernador del obispado. En 1663, ocuparía una de las canonjías, incorporándose de esta forma al cabildo catedralicio de Mérida.5 Tendría que esperar casi una década para ser promocionado a las diversas jerarquías eclesiásticas, como era la maestrescolía y de forma casi inmediata, sería elevado a la chantría, por último, en 1672 al arcedianato. En decir, en un periodo menor de dos años ascendió a la tercera y segunda posición de poder en el cabildo, gobernado por el deán, la figura más prominente en el mismo.6

Su carrera siguió en ascenso, recibiendo también otros privilegios y oficios de enorme relevancia. En 1671 había sido nombrado comisario de la Santa Cruzada en Yucatán y en este mismo año sucedería a Escalante Turcios y Mendoza como comisario del Santo Oficio, cargo que mantendría a lo largo de ocho años hasta 1679. A partir de este último año comenzó a sufrir diversas enfermedades que le obligaron a ausentarse de sus funciones, al punto de que forzarían su retiro a mediados del mismo. Orta Barroso moría en la ciudad de Mérida en febrero de 1682.7 A pesar de haber ocupado numerosos cargos a lo largo de su vida fue un comisario que realizó una labor muy importante, sobre todo tras la promulgación del edicto de fe de 1672.


Los comisarios del Santo Oficio


Los comisarios constituyeron pilares fundamentales de la estructura inquisitorial y de la organización del Santo Oficio. La figura del comisario representaba en su distrito “la jurisdicción, privilegios y ornato del Santo Oficio” (Vallejo García-Hevia, 2001: 216). La representación del inquisidor en la persona del comisario poseía una enorme importancia. El prestigio y el poder del Santo Oficio demandaba la incorporación de las personalidades más destacadas de la Iglesia. La carrera eclesiástica y la elevada posición política en sus diócesis eran elementos importantes que la institución tenía en consideración para nombrar a los comisarios. La decisión tenía que ver con su limpieza de sangre y sus méritos familiares y personales, además de una inmaculada honorabilidad y credibilidad, con prestigio y poder debido a su ascendencia social; es decir, individuos que pudieran ser eminentes representantes del Santo Oficio, con una elevada posición jerárquica en la estructura eclesiástica local. Esta elección, por lo tanto, señalaba una utilidad recíproca, demandando la incorporación de sujetos cualificados y seleccionados para representar un poder imponente y que, al mismo tiempo, tuviera la confianza de la población (Miranda Ojeda, 2021: 24). La elevada posición en la jerarquía religiosa o el prestigio político y social en la comunidad no eran las únicas condiciones para ser seleccionado. Además de cumplir con los criterios genealógicos y de limpieza de sangre, era indispensable que tuviera la confianza y la credibilidad de la población para ser seleccionado como autoridad inquisitorial, debido a que las potenciales denuncias sólo podían exponerse siempre que el comisario contara con el mayor apoyo. Hay que tener en cuenta que la efectividad del Santo Oficio dependía de la cooperación de la sociedad.

Por tanto, los comisarios fueron determinantes para el funcionamiento del Santo Oficio, ya que eran los representantes de los inquisidores en cada jurisdicción. Había dos tipos de comisarios, los diocesanos que tenían jurisdicción en toda la diócesis y los sufragáneos que tenían autoridad inquisitorial en ciudades, villas, puertos de mar y pueblos de españoles que pertenecían al mismo obispado.

Las funciones, objetivos, tareas y responsabilidades del comisario están contenidas en los reglamentos de los códigos normativos y de los manuales fundamentales, elaborados por el Consejo de la Suprema Inquisición española: la Cartilla de los comisarios8 y las instrucciones del Cuaderno de Cartas Acordadas.9 La responsabilidad de los comisarios, por supuesto, era definitiva en el funcionamiento efectivo del Santo Oficio. Las tareas más decisivas consistían en recibir en audiencia las denuncias, examinar a los testigos, practicar las ratificaciones y presidir la lectura de los edictos de fe, nombrar a las llamadas personas honestas en calidad de testigos durante las ratificaciones, así como examinar las cajas y libros de los navíos para evitar la introducción de los libros prohibidos que llegaban a los puertos10. Sus facultades también comprendían el nombramiento de un intérprete de confianza, cuando alguno de los testigos no hablara español; por supuesto, el intérprete debía prestar juramento ante el comisario para el buen desempeño de sus funciones y guardar el secreto de las cosas tocantes a su ejercicio (Ávila Hernández, 1995: 74). Asimismo, debía realizar las visitas a las poblaciones del distrito y demás asuntos tocantes al Santo Oficio.

A diferencia del papel pasivo que suele conferirse al comisario en sus funciones, su cometido tenía la elevada autoridad de decidir el destino de las denuncias de fe y criminales. En su calidad de representante del inquisidor tenía la facultad de juzgar los pormenores iniciales de una denuncia para poder –mediante un análisis preliminar, objetivo, imparcial y sin responder a ninguna clase de interés particular– determinar la sustancia del testimonio original para proceder o interrumpir la averiguación. El verdadero poder del comisario consistía en su carácter decisivo en el seguimiento de la denuncia con testificaciones (citación de los testigos señalados) y ratificaciones (confirmación de testimonios), elementos capitales para el inicio formal de una causa. Una vez recogida toda la información de los testigos, los inquisidores debían decidir si había elementos suficientes para determinar la culpabilidad del denunciado por un delito sancionado por el Santo Oficio. La resolución positiva implicaba la emisión de un oficio, ordenando la inmediata aprehensión del imputado y su traslado a la ciudad de México.

Las denuncias y acusaciones por las transgresiones al orden establecido solían producirse tras la realización de un acto fundamental en el funcionamiento del Santo Oficio como era la promulgación y lectura del denominado edicto de fe que debían realizarse, cada cierto tiempo, en los diferentes distritos inquisitoriales. En estos actos se trataba de remover las conciencias de los asistentes e inducirles a que denunciasen hechos y personas que hubieran realizado actos contra la moral y la religión.


El edicto de fe


Una de las funciones principales de los comisarios era la promulgación de los edictos de fe que constituían una parte importante del procedimiento inquisitorial.11 Eran los propios inquisidores los que elaboraban los mismos y su contenido apenas varió durante los siglos XVI y XVII. Este documento incluía aquellos códigos de conducta que se consideraban imprescindibles para obligar a la sociedad a seguir el comportamiento moral y religioso según los mandatos de la Iglesia. A través de diferentes medios los inquisidores tenían un profundo conocimiento de la realidad social, en todos sus matices, cultural, religioso o moral. Por ello, en el edicto se señalaban aquellas desviaciones que se habían de corregir y que se consideraban indispensables para mantener el orden que se predicaba.

Los edictos podían ser particulares o generales. Los primeros solían hacer referencia a aquellas transgresiones que surgían esporádicamente para procurar controlarlas, a fin de evitar su propagación y los segundos estaban constituidos por el catálogo de delitos que perseguía el Santo Oficio. Durante los siglos XVI y XVII en total se publicaron cuatro edictos generales en 1571, 1582, 1621 y 1650 (Chuchiak y Guerrero Galván, 2018) que fueron publicados y promulgados una y otra vez como recordatorio para la población.

El último edicto general que se elaboró data de 1650 y su contenido se irá repitiendo en los posteriores que fueron promulgándose. Es este el que leyó y promulgó Orta Barroso en 1672 por el que solicitaba a la población de Mérida que denunciaran los delitos de los que tenían conocimiento. Hacía referencia, en el mismo, a diversas transgresiones como eran las herejías, consideradas desviaciones peligrosas que atentaban contra la fe católica, por lo que pugnaba impedir su propagación. Hacían referencia, sobre todo, a aquellas personas sospechosas de practicar el judaísmo, islamismo o luteranismo; también se incluían a sectas como la de los alumbrados que tuvieron bastante predicamento en la época. Otros comportamientos que se consideraban heréticos, aunque en menor grado que los anteriores, eran las blasfemias, reniegos o palabras malsonantes en contra de la religión católica, de sus santos y representantes terrenales, así como otros comportamientos que pudieran considerarse desviaciones a la ortodoxia religiosa.

En el edicto de fe de 1672 se contenían todas las causas citadas, además de otras regulaciones que solían contener tales edictos. En orden de importancia hacían referencia a la solicitud (solicitancia o solicitación) que trataba del comportamiento o desviación de índole sexual que un religioso podía cometer contra sus feligreses. De la misma manera, se perseguían otros delitos como bigamia, amancebamiento o conculcación, esto es, atentar contra las imágenes religiosas. La Inquisición también juzgaba otras prácticas como la astrología, adivinación u otras supersticiones que consideraba desviaciones a la ortodoxia religiosa. Por último, también menciona la prohibición de edición, propagación o lectura de aquellos textos que podían ir en contra de las regulaciones impuestas a la sociedad de la época, esto es, los libros prohibidos.

Los edictos de fe debían publicarse cada tres años como mínimo en todas las poblaciones sujetas al Tribunal, aunque en la mayoría de las ocasiones no se guardaba este mandato y podían transcurrir varios años entre una lectura y otra. Se ordenaba que debían leerse en un día determinado en todas las iglesias, parroquias o catedral de las jurisdicciones inquisitoriales, se efectuaba en domingo y más en fiestas solemnes como la Semana Santa.12 Posteriormente, para su conocimiento por parte de los feligreses, el edicto impreso debía fijarse en las puertas de la catedral o parroquia.13 Aunque en este caso, muchas veces era meramente testimonial ya que la mayoría de la población no sabía leer y, por lo general, su difusión se hacía a través de los comentarios de las personas que habían asistido al acto. Hay que tener en cuenta que la sociedad del Antiguo Régimen es tremendamente oral, el porcentaje de la población que sabía leer era muy pequeño las noticias y la información se difundían en varias formas. Leyes, decretos u otros informes oficiales se enviaban a las diversas autoridades para que ellos hicieran llegar al conocimiento de toda la población, se colocaban en lugares públicos y también a través de pregoneros encargados de su lectura al público en general. Por tanto, la transmisión de noticias y de juicios de valor se realizaba sobre todo de forma oral, mediante las continuas habladurías o de las relaciones de los viajeros, sobre todo en los días de mercado cuando la afluencia del pueblo era mayor. Así, arrieros, tratantes o mercaderes mantenían a los pueblos de la provincia al tanto de los eventos que ocurrían en la capital virreinal, incluso en otros lugares como la Corte.

Para señalar la importancia y trascendencia de la proclamación de los edictos de fe, se cancelaban los actos o funciones que tenían programadas las iglesias u otros recintos de culto con el fin de que la población asistiera en masa, además de prohibir realizar cualquier tipo de trabajo en el día fijado. Su lectura era un ritual muy solemne. La inherente gravedad de la promulgación implicaba la realización de una serie de rituales, como procesiones y distintas fórmulas litúrgicas.

Por tanto, los edictos de fe constituían la base que sustentaba el funcionamiento del aparato inquisitorial. En otras palabras, definían el código fundamental para normar las mentalidades y conductas sancionadas por la potestad de la Inquisición.14 El significado conferido a la lectura de los edictos poseía un propósito doctrinario que pretendía regir el destino de la conducta y de la mentalidad de la población no india y, al mismo tiempo, interrumpir y corregir las desviaciones de los comportamientos proscritos. Era el principal instrumento de recordatorio sobre los deberes de conciencia y comportamiento social, a la vez que un mecanismo esencial para el funcionamiento de la práctica inquisitorial.

A través del edicto se recordaba a la población cuáles eran los delitos que debía denunciar. Según Ignacio Villa Calleja había tres ámbitos de reacción de la sociedad: 1) confesar una transgresión tenía una función liberadora para la persona que los denunciaba, porque cumplía con el deber hacia Dios y a su propia conciencia; 2) responder a una reacción por resentimiento, malquerencia, enemistad oculta o envidia hacia alguna persona y, por venganza, generar una denuncia y 3) temor a que se les pudiera acusar de encubrimiento por no presentar una denuncia (Villa Calleja, 1993: 325).

Hay que tener en cuenta que no siempre la promulgación de un edicto propiciaba que hubiera denuncias, pues en numerosas ocasiones no se presentaba ninguna. Por ejemplo, el domingo 12 de julio de 1693, el Lic. Fernando de Munguía, comisario del partido de Tingüindín en Michoacán, publicó un edicto general de fe en el pueblo de Zapotlán, con jurisdicción sobre los pueblos de Tingüindín, Zapotlán, Chilchota y Jiquilpan, para procurar la presentación de denuncias, sin embargo, desistió después de una semana de audiencia permanente en su casa porque ningún testigo se presentó.15

Centrándonos en el caso que nos ocupa, tras la promulgación y lectura del edicto de fe de 1672 en la ciudad de Mérida, se produjo un hecho sin precedentes, como fue la masiva respuesta de la población acusando y denunciando múltiples causas en contra de vecinos de la ciudad. Lo que demuestra la efectividad del discurso de Orta y Barroso, a la vez que la confianza que la población mostraba hacia su persona.

Las denuncias


El domingo 13 de marzo de 1672, en una ceremonia protocolaria a la que asistieron las principales autoridades civiles y religiosas de la provincia se presentó el edicto de fe. A través de su lectura Orta Barroso pretendía que comenzaran las denuncias secretas de los delitos que habían cometido los individuos sujetos a la Inquisición.

Ya desde el día siguiente a su lectura y durante el resto del mes de marzo fueron diarias las denuncias. Hemos podido identificar a 42 testigos que manifestaron tener conocimiento de 129 infracciones. Estos son considerados como los testigos originales porque a medida que se siguieron los procedimientos aparecieron más denuncias y testigos. Entre los delitos denunciados destacan aquellos que hacían referencia a supersticiones, hechicerías, conculcación, pecado nefando, amancebamiento, etc., todos incluidos en el edicto de fe promulgado. Por ejemplo, el alférez Joseph de Montalvo y Vera denunció por hechicería al alemán Juan Guerman, clarinero del gobernador, por haberlo curado con malas artes, utilizando un cuchillo y pronunciando palabras ininteligibles.16 Francisco Xavier del Valle denunció al cirujano inglés Luis Ricardo por decir que la simple fornicación no era un pecado.17 O el licenciado Juan Jiménez Tejada que acusó a la mulata libre Micaela Montejo por adivinación porque había utilizado ventosas y rezado credos para saber dónde se encontraban diversas cosas.18

Una regla general del comisario era su función inquisitiva. Esto significaba que podía advertir varios delitos en cada interrogatorio y en cada uno debía procurar desvelar los nombres de otros testigos. Una denuncia, por consiguiente, podía generar una interminable cadena de delaciones. A los testigos, en principio, no se les revelaba el motivo de su convocatoria a la audiencia, con la finalidad de que ellos al verse ante las autoridades inquisitoriales pudieran delatar otros delitos o a otros individuos. Así, tras el edicto de fe de Orta Barroso, de las personas llamadas a declarar, por haber sido mencionados como testigos de los hechos denunciados, fueron apareciendo más casos sospechosos de haber atentado contra las normas incrementándose en 35 denuncias más, sumando en total 164. Se trata de un número de delaciones muy elevado para esta jurisdicción y muy superior en comparación a las de otros distritos. Por ejemplo, José Toribio Medina destaca en San Luis Potosí “dieziséis testificaciones que á raiz de la lectura del edicto en San Luis de Potosí en la cuaresma de 1665 habían llegado al Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición” (Medina, 1952: 269).

La denuncia se consideraba un acto de fe y como tal se realizaba en un evento solemne donde el testigo juraba decir la verdad, poniendo su mano derecha en el pecho, de que los hechos vistos u oídos eran reales, sin callar ni ocultar nada de lo que recordarse. El sigilo que conllevaba la denuncia hacía que, por lo regular, se presentaran al anochecer, tratando de evitar la mirada de los vecinos. En la sala únicamente estaban presentes el comisario y el notario encargado de registrar las declaraciones correspondientes. A pesar del secretismo de las denuncias, en ocasiones, el denunciante desistía en ese mismo momento de levantar testimonio. Es el caso de María Casanova que iba a delatar a María Maldonado por prácticas de hechicería, pero en el camino se encontró con la hermana de ésta que, tras amenazarla para que no la denunciara, se defendió diciendo que no iba a delatarla, sino que iba a que el comisario la absolviera por no haber acudido a la misa del día del edicto. No obstante, al día siguiente interpuso la denuncia.19

Existía un formulario para elevar la denuncia que consistía en registrar el lugar, hora, fecha y filiación del testigo y, una vez que exponía su conocimiento y memoria de los delitos, solía advertírsele que debía guardar silencio. La frase “en testimonio de verdad” concluía el expediente de la denuncia, sancionada legalmente por el signo, rúbrica y firma del notario.20 El mismo procedimiento se seguía con los otros testigos que el denunciante original declaraba que tenían conocimiento de los dichos y hechos descubiertos.

Una vez aceptada la denuncia, el comisario tenía la obligación de localizar y llamar a testificar a las personas mencionadas en ella para que expusieran sus testimonios. No obstante, estas personas a veces declaraban no tener conocimiento de los hechos, sin embargo, se les mostraba que en las denuncias citadas habían sido nombradas testigos de los casos acaecidos sin ellos saberlo. Tenemos el ejemplo de la denuncia interpuesta por Bibiana Novelo, mestiza, quien delataba a Gertrudis Alfonso de Novelo por practicar la hechicería y mencionó como testigos al licenciado Luis Tello y a Isabel de Solís y ambos respondieron no tener conocimiento de tales hechos, aunque se les señalaba en la denuncia.21 En muchas ocasiones tampoco había testigos de los hechos denunciados y declaraban que “lo habían oído” o era “de voz pública” tales comportamientos. Sin embargo, el comisario exigía la presencia de informantes porque de otra manera no podía dar seguimiento al proceso.

En el derecho inquisitorial no era necesario un número excesivo de testigos, bastaba con dos para confirmar la denuncia.22 A pesar de que todos los declarantes tenían la obligación de presentarse a rendir su testimonio, en ciertas oportunidades no los podían localizar después de realizar todas las diligencias posibles para encontrarlos. En una de las varias denuncias elevadas por el capitán Francisco Xavier del Valle se nombraron a trece testigos, pero solo pudieron localizar a cinco de ellos.23 En la denuncia de Teresa Centurión se identificaron once testigos de los cuales sólo cinco pudieron declarar al no poder encontrar al resto de los mencionados.24

No cabe duda de que, en ocasiones, por razones de enemistades, odios u otras desavenencias hubiera personas que acusaban a otras por delitos que no habían cometido.25 En la denuncia de Teresa Centurión contra María Cisneros por hechicería, argumentaba que la había puesto porque le había relatado los hechos una tal Catalina Martín, pero ella consideraba que Cisneros lo hacía por “odio y mala voluntad” que le tenía a la acusada, denuncia que no prosperó.26 En este sentido, Giraud explica el cuidado que debía tenerse con las denuncias por la existencia de personas que las utilizaban como instrumento de venganza, odio, envidia o resentimiento (2000: 317-324). Cabe mencionar el secretismo que envolvía todo el proceso inquisitorial y nadie, en teoría, podía saber quién le había denunciado.

Asimismo, en las denuncias también puede percibirse el temor que se tenía al Santo Oficio. En las declaraciones los testigos reconocían que, a veces, los mismos que habían confesado haber cometido un delito, al advertir la gravedad de sus dichos, posteriormente, negaban sus supuestos delitos. Las súplicas y ruegos del cirujano inglés Luis Ricardo para que Francisco Javier del Valle “no lo dijesse a nadie porque no se supiesse y lo acusasen a la Inquisición” de poco sirvieron porque finalmente su amigo lo denunció.27 Miguel de Cuevas también mostró arrepentimiento porque después de emitir una blasfemia “se avía hincado de rodillas delante de él [el testigo] y de las demás personas y pedídoles que no lo dijesen, asegurando que él mismo se autodenunciaría”,28 aunque esto no sucedió y por ello fue denunciado.

Tras las diligencias preliminares que conllevaba el proceso inquisitorial, las declaraciones hechas en primera instancia debían ser ratificadas al poco tiempo, no más de catorce días después de hecha la denuncia. Sin embargo, en el caso que nos ocupa hemos podido constatar que aquélla se demoraba en el tiempo, al menos dos años, dándose la situación que, en ocasiones, los testigos ya habían fallecido, estaban enfermos, se habían instalado en otros lugares o habían desaparecido.29

Se debía de ratificar lo declarado por todos los denunciantes o testigos. Hecho de máxima importancia porque constituía el último momento para retractarse, enmendar o rectificar lo dicho. Por ello, además del comisario y notario, también comparecían las llamadas “honestas y religiosas personas”, esto es, eclesiásticos de indudable calidad y buenos principios que autentificaban los testimonios. Las firmas de las honestas y religiosas personas, junto con las del notario, sancionaban la legitimidad del documento que sería enviado al Tribunal de México para determinar el curso de la denuncia.

Las numerosas denuncias presentadas en 1672 muestran las creencias y prácticas de la población meridana del último tercio del siglo XVII. Hemos elegido una denuncia como ejemplo para observar el procedimiento seguido en la comisaría de Mérida en el período de Orta Barroso.30

Así el 22 de marzo de 1672 compareció sin ser llamada Magdalena Andueza de 20 años, casada con Joseph López de Cieza y vecina de la ciudad, que denunciaba a una mestiza de tener unos perritos a los que bautizaba y cuando morían los enterraba, transcurrido un tiempo sacaba los huesos y cabezas para guardarlos en un cajón. Según argumentaba la denunciante todo esto se lo había contado doña María de Ayala, mujer del sargento Juan Farráez. También denunciaba a una mulata de nombre Isabel por tener encantado a un hombre a cuya mujer le había dado un hechizo o veneno que le había causado la muerte. Este hecho se lo había contado doña Juana Rosado quien también le comentó que doña Brígida Pacheco había matado a su madre con una comida. Dos años después, el 19 de septiembre de 1674, compareció siendo llamada la denunciante Magdalena Andueza y en presencia de honestas y religiosas personas ratificó su denuncia.

Posteriormente, debía de producirse la denominada “contestificación” que era la declaración de los testigos nombrados en la denuncia. En este caso, el 24 de septiembre de 1672, compareció siendo llamada la dicha doña Juana Rosado, quien desconocía para qué había sido convocada. Esta era una estrategia que se llevaba a cabo para poder conocer más infracciones y así ocurrió con esta denunciante quien no mencionó en principio las acusaciones antes dichas, sino que notificó otras. Así mencionó que Ignacia López, mujer de Joseph de Lugo le manifestó que ella sabía encantar huesos de micos y a las rosas. También oyó decir, no recuerda a quién, que unas mulatas, solo da el nombre de Leonor Toribio porque desconoce el de las otras, eran brujas. Al mismo tiempo denunció a otras cuatro personas, todas mulatas, por haber cometido delitos de encantamiento y brujería.

Después de haber denunciado todos estos hechos fue preguntada por las causas que figuraban en la denuncia de Magdalena Andueza, manifestó que sabía que Brígida Pacheco mató con un hechizo a Sancho del Puerto, hecho que sucedió diez años atrás y era de conocimiento general, cuando en la denuncia figuraba que el delito de la acusada era haber matado a su madre. De la misma forma tergiversó la otra acusación, denunciando un hecho que, aparentemente, nada tenía que ver. Dos años después, la testigo Juana Rosado ratificó las denuncias que había declarado en su citación.

Todas estas acusaciones y delaciones dejan entrever como se van modificando las diversas versiones de acusadores y testigos, hasta el punto de cambiar significativamente los delitos que acusaban a otras personas. Es de suponer que muchas infracciones se basaban en murmuraciones sin conocimiento real de lo acontecido.

Otros testigos mencionados por Magdalena Andueza fueron llamados a declarar el 24 de septiembre de 1672. Siendo convocada Agustina de Alcántara, mestiza de 30 años, viuda de Juan de Tolosa y vecina de la ciudad, manifiesta desconocer los hechos para los que fue citada. Sin embargo, denuncia que hace más de veinte años, es decir, tendría a la sazón diez, oyó decir a su ama Catalina de Andrada, ya fallecida, que una tal Ana María había encantado a un hombre. Al preguntarle sobre los hechos que se estaban sustanciando en la denuncia de Magdalena Andueza, negó todo conocimiento del caso y ratificó lo declarado.

Convocada a testificar María de Ayala la primera persona que cita la denunciante de este caso, declaró y ratificó ser conocedora de los hechos relatados, agregando el nombre y situación de la persona a la que habían acusado. Menciona a una tal Mariana, mestiza y casada con el sargento Antonio de Escobedo. No obstante, en su declaración, María de Ayala no juzga los hechos de forma tan grave, manifiesta que es cierto que la citada Mariana tenía unos perritos a los que bautizaba con nombres de santos y también a otros animales y animaba a otras personas a que participasen del ritual como compadres, pero cree que estas actuaciones se debían a la simpleza de la persona que los realizaba, pero no para un mal fin. Declaración que fue ratificada el 7 de septiembre de 1674.

Con este ejemplo, se puede observar la veracidad que pueden tener las denuncias hechas por particulares. Desde la primera declaración a la de los testigos posteriores se aprecian muchas contradicciones y cómo de una primera delación surgen otras diversas, además de nuevos testigos. Todo ello hace que la información fuera incrementándose y surgieran múltiples discordancias y por este motivo se solicitaba la comparecencia de dos o más testigos para poder tener una información más veraz. Pero aun así no se puede tener una certeza de que los hechos denunciados fueran verdaderos. Debido a esta situación la mayoría de los casos remitidos al tribunal de México no llegaron a ser tenidos en cuenta al considerarlos improcedentes. Los más de cien casos presentados por Orta Barroso fueron estimados como meras informaciones y por ello no fueron sustanciados.

En general, la prosecución de delitos en el Santo Oficio operaba por petición de parte. Esto significa que, con la sola presentación de una denuncia, con los testigos adicionales correspondientes, el Tribunal podía reunir los elementos necesarios para poder procesar a una persona.31 Pero, en la mayoría de las ocasiones no reunían los datos suficientes para proseguir con el caso y terminaban por ser sobreseídos.

El sobreseimiento de la causa significaba su olvido en el archivo, sin realizar más investigaciones.32 La denuncia original apenas figuraría en unas cuantas líneas de la correspondencia con el tribunal, perdida entre los miles de fojas de los archivos inquisitoriales.

Está claro que la actitud de Orta y Barroso y su elocuencia al leer el edicto de fe atrajo a las denuncias a numerosos vecinos de la ciudad, pero también queda claro que no fueron delaciones que prosperaran, ya que no llegaron a sustanciarse al tribunal superior de México. En este sentido, fueron otras cuestiones las que llevaron a la población a tales comportamientos, tiene más que ver con la mentalidad y creencias de los habitantes de las ciudades en una época en las que los elementos mágicos se mezclaban con los cristianos en la concepción del mundo y de la religión. Además de que, en esta época, la propia información a menudo era poco fiable o aparecía falseada de forma inevitable por el rumor.

Aunque no se pueden establecer generalizaciones en esta materia, podría decirse que astrología, adivinación, animismo y miedo a la naturaleza, alquimia, hechicería, posesión demoníaca, brujería y creencia en curaciones mágicas formaban parte de las concepciones normales del siglo XVII. La mera existencia de la Inquisición avala esta forma de pensar y actuar.


Conclusiones


Indudablemente que la lectura del edicto de fe, por lo general, conllevaba un efecto perturbador muy grande a la población. En este sentido, el secreto fue una de las características más distintivas del mundo inquisitorial ante el dilema de denunciar a un familiar, vecino o amigo. El riguroso celo con el que se protegía la identidad de los testigos fue un instrumento fundamental que favoreció la presentación de denuncias. La Inquisición solo operaba a partir de una imputación, de otra manera –aun teniendo conocimiento de un delito– no podía jurídica ni tampoco legalmente proceder contra algún infractor. El secreto del procedimiento era fundamental para orquestar un buen funcionamiento inquisitivo porque el potencial conocimiento de una denuncia podía inducir a los acusados a huir. Por este motivo, las citaciones de los testigos se hacían bajo estrictas medidas y con la seguridad de proteger su identidad. El secretismo inquisitorial, sin embargo, se convirtió en una herramienta que la sociedad cultivó para tratar de resarcirse de ofensas, o acusar a un enemigo, desacreditar al competidor comercial, etcétera. La enemistad forjada por envidias, rencores o rivalidades bien podía diluirse mediante una acusación con testigos falsos.

En este sentido, la denuncia permite descubrir el mundo de las creencias, de las supersticiones, prácticas cotidianas que formaban parte de los imaginarios colectivos que configuraban el universo mental del pueblo llano, sino también de las propias élites que a través de estas denuncias se pueden detectar. El “descargo de la conciencia y la limpieza del alma” que declaraban denunciantes y testigos promovidos por el comisario contribuían a que algunas personas denunciaran a semejantes muy cercanos, no sin antes superar el conflicto entre la conciencia religiosa y la conciencia social. Esto no quiere decir que los principios de la conciencia social (comunitaria, familiar, personal o íntima) no tuvieran importancia, sino que la inmensa mayoría de las personas, además del sentimiento de culpa, tenían muy arraigada la conciencia religiosa. Aun cuando el descargo de la conciencia y la limpieza del alma tuvieron respuestas positivas, éstas por lo general no tendían a despertar el ánimo colectivo para presentar denuncias. Por ello, destaca la figura del comisario Orta Barroso que pudo ganarse la confianza de la población y obligarlos, en cierta medida, a que llevaran a cabo las delaciones. Mucho tuvo que ver su personalidad y su oratoria para convencer a la población a que denunciaran en masa, ya que la lectura de un edicto de fe no significaba, por lo general, el proceder a las acusaciones por parte del pueblo.


















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1 Indiferente. Legajo 118, n. 77. Archivo General de Indias (AGI); Indiferente. Legajo 196, n. 16, ff. 130-133. AGI.

2 Indiferente. Legajo 127, n. 78. AGI.

3 Indiferente. Legajo 202, n. 25, f. 338. AGI.

4 Indiferente. Legajo 196, n. 16, f. 128. AGI.

5 Indiferente. Legajo 118, n. 66, f. 499. AGI.

6 Indiferente. Legajo 201, n. 66, f. 499v. AGI.

7 Indiferente. Legajo 127, n. 78. AGI.

8 Instrucciones que han de guardar los comisarios del Santo Oficio de la Inquisición, en las causas y negocios de fe y los demás que se ofrecieran. Inquisición. Vol. 834. Exps. 9-10. Archivo General de la Nación (AGN); El orden que se debe tener en el reçebir las testificaciones que ocurrieren en la ciudad de Mérida del obispado de Yucatán, de cosas que tocaren al Santo Officio de la Inquisición. México, 1571. Inquisición. Vol. 84. Exp. 29. AGN; Forma que ha de tener el comissario de Yucatán en la ratificación de los testigos que deste Santo Oficio se le cometiere. México, 1571. Inquisición. Vol. 84. Exp. 26. AGN.

9 Gargallo García (1999: 39-40) También solían consultarse los códigos fundamentales de Juan de Torquemada, Diego de Deza, Fernando de Valdés, recopiladas por el cardenal Alonso Manrique. Alberro, (1993: 69). Las ordenanzas de Torquemada, hechas en Segovia en 1584, eran aclaraciones de las de 1488. Las llamadas “Instrucciones de Toledo”, firmadas en Madrid el 2 de septiembre de 1561 por el inquisidor Fernando de Valdés, consistían en una recopilación de las “Instrucciones de Ávila” de 1498 y Sevilla de 1500. Este último cuaderno fue un manual práctico de los inquisidores de la Nueva España. Cuevas, 1947, II: 289.

10 “Item, tendréis mucho cuidado de publicar la censura de las biblias y catálogo de los libros prohibidos que se os ha entregado, y se recojan todos los en él contenidos, proveyendo que en los puertos de mar los comisarios tengan cuidado de ver y examinar los libros que entraren en esas dichas provincias, de manera que no entre alguno de los prohibidos; ordenando á los dichos comisarios os avisen muy ordinario de la diligencia que cerca de esto hicieren, porque por ser este negocio de la calidad y substancia que es, será muy necesario que en el cumplimiento y ejecución haya toda advertencia, de manera que por este camino no pueda entrar mala doctrina en esos reinos, procediendo con rigor y escarmiento contra los que cerca de ello se hallaren culpados”. “Instrucciones...”, 1906: 243.

11 “EDICTOS. Vulgarmente son las letras que se fixan en los lugares públicos, dando noticia de alguna cosa, para que todos la sepan y entiendan y acudan los que en ella pretenden ser interesados o estén obligados a responder a tales edictos”. Cobarruvias, 1979: 492.

12 Por ejemplo, “Los edictos que pusso el padre Francisco Mayorga se leyeron en la catedral de esta ziudad (Mérida) en un día muy festibo y en la billa de Valladolid, quyo testimonio ba con ésta y aora los berá en Campeche el padre Mayorga, anse cumplido puntualmente”. Inquisición. Vol. 360, f. 571v. AGN.

13 En las comunicaciones acerca de la lectura del edicto de fe del 29 de marzo de 1693, por ejemplo, se advierte su promulgación y fijación en las puertas de la catedral y de las demás iglesias que se acostumbra. Inquisición. Vol. 690. Exp. 3, ff. 16-18v. AGN.

14 Acerca de las técnicas persuasivas como instrumento al servicio de la comunicación entre feligresía y el Santo Oficio véase Enciso Rojas, 2000: 25-30.

15 Inquisición. Vol. 1549. Exp. 15, ff. 365-372. AGN.

16 Inquisición. Vol. 621, ff. 224-233. AGN.

17 Inquisición. Vol. 621. Exp. 1. AGN.

18 Inquisición. Vol. 621. Exp. 1. AGN.

19 Inquisición. Vol. 620. Exp. 7, f. 598v. AGN.

20 Acerca del procedimiento legalista de la denuncia véase Martínez Peña, 2015: 123; Agüero, 2017.

21 Inquisición. Vol. 621, ff. 235-262. AGN.

22 Acerca de la dificultad judicial que a menudo implicaba la consecución de, por lo menos, dos testigos en las denuncias, puede verse Agüero, 2008: 346-349.

23 Inquisición. Vol. 621. Exp. 1. AGN; Inquisición. Vol. 627. Exp. 6. AGN.

24 Inquisición. Vol. 621, ff. 245-262. AGN.

25 Un caso emblemático fue el que se originó a mediados del siglo XVII en la villa de Campeche contra el alférez real Gonzalo de Mantilla, al respecto véase Miranda Ojeda, Medina Suárez y Zabala Aguirre, 2018: 25-113.

26 Inquisición. Vol. 621, ff. 245-262. AGN.

27 Inquisición. Vol. 621. Exp. 1. AGN.

28 Inquisición. Vol. 226, f. 220. AGN.

29 Sobre personas que no ratificaron sus testimonios por no encontrarlos u otros motivos véase Inquisición. Vol. 627. Exp. 6. AGN; Inquisición. Vol. 626. Exp. 10. AGN; Inquisición. Vol. 621, ff. 20-29v. AGN.

30 Inquisición. Vol. 626. Exp. 10, ff. 296-308. AGN.

31 Los testimonios se clasificaban en obstativos, cumulativos o diversificativos. El primero consistía en el testimonio que contradecía a otro, en cuyo caso ambos se anulaban. El segundo, los testimonios se complementaban entre sí. El tercero, los testimonios coincidían en lo principal y divergían en algunos detalles. La denuncia sin testigos que ratificaran su contenido, denominada singular, no tenía valor porque la palabra de denunciante y el imputado tenía el mismo significado. Eimeric y Peña, 1983: 254-255.

32 Al respecto, Pulido Serrano afirma que hubo numerosos “testimonios, delaciones y deposiciones realizadas por gente diversa que no cobraron relevancia suficiente para iniciar con ellas un proceso de fe contra un reo particular. Así lo entendieron los inquisidores del Santo Oficio. Por tal razón, se quedaron en su forma primitiva, tal como llegaron a su conocimiento y se guardaron así, en gruesos libros conservados en los archivos de los tribunales” (2020: 16).