Itinerantes. Revista de Historia y Religión 20 (ene-jun 2024) 57-78

On line ISSN 2525-2178

https://doi.org/10.53439/revitin.2024.1.04



La pedagogía misional jesuítica en el Nuevo Reino de Granada. El desarrollo de las misiones populares en la visita de Diego Francisco de Altamirano (1688-1696)


Jesuit missionary pedagogy in the New Kingdom of Granada. The development of popular missions in the visit of Diego Francisco de Altamirano (1688-1696)



Ismael Jiménez Gómez

Universidad Nacional Autónoma de México

https://orcid.org/0000-0003-0900-9311

ismael050894@gmail.com



Resumen


El presente artículo tiene la intención de revisar algunas de las estrategias pastorales desplegadas por algunos miembros de la Compañía de Jesús, durante el desarrollo de las denominadas misiones populares, en la España de los siglos XVI y XVII, y como se reflejaron en el ámbito americano, a partir del análisis de un caso concreto ubicado en el virreinato de Nuevo Granada. Se pretende dar cuenta de la metodología misionera a través de la gestión realizada por el jesuita Diego Francisco de Altamirano como visitador de la provincia neogranadina, entre los años de 1688 y 1696, período en el cual tuvo lugar su visita provincial. Partimos de un argumento más general, centrado en los objetivos espirituales de la Compañía durante el período moderno, que consistía en el adoctrinamiento y reafianzamiento de la doctrina entre las sociedades urbanas. Gracias a la revisión de una serie de instrucciones escritas por el jesuita Altamirano, se podrán ofrecer algunas conclusiones sobre la ejecución de la empresa misionera en los territorios del Nuevo Mundo.


Palabras clave: misiones populares, Compañía de Jesús, visita provincial, Nueva Granada, Diego Francisco de Altamirano


Abstract


This article intends to review some of the pastoral strategies deployed by some members of the Society of Jesus during the development of the so-called popular missions, in Spain of the sixteenth and seventeenth centuries and how they were reflected in the american sphere, from the analysis of a specific case located in the viceroyalty of Nuevo Granada. It is intended to account of the missionary methodology through the management carried out by the jesuit Diego Francisco de Altamirano as visitor of the province of New Granada, between 1688 and 1696, a period in which his provincial visit took place. We start from a more general argument, focused on the spiritual objectives of the Society during the modern period, which consisted in the indoctrination and re-affirmation of the doctrine among urban societies. Thanks to the revision of a series of instructions written by the jesuit Altamirano, some conclusions may be offered concerning the execution of the missionary enterprise in the territories of the New World.


Keywords: popular missions, Society of Jesus, provincial visit, New Granada, Diego Francisco de Altamirano




Fecha de envío: 5 de junio de 2023

Fecha de aceptación: 15 de septiembre de 2023




Introducción

En el año de 1696, el padre Francisco González, encargado de la provincia jesuítica del Nuevo Reino de Granada, daba cuenta al general de la Compañía en Roma, Tirso González, los resultados pastorales de la visita provincial realizada por el padre Diego Francisco de Altamirano, en la ciudad de Santa Fe de Bogotá, sus alrededores y otras regiones adscritas, como era el caso de las misiones de los Llanos Orientales y la Orinoquia. El provincial resumía los frutos espirituales obtenidos de las gestiones de dicho jesuita en los términos siguientes:


Sumo consuelo y gozo […] me causa el ver que en todos los colegios, según el número de sujetos que le componen, se ejercitan con todo fervor, aplicación y estimación nuestros ministerios; se explica con frecuencia en nuestros templos y plazas la doctrina cristiana, habiéndose también introducido el jubileo de las doctrinas; las misiones en todas partes las veo repartidas; en muchas introducidas la novena de San Javier y en algunos los santos ejercicios de la buena muerte; las congregaciones conservadas, asistidas y muy aumentadas en número y fervor de sus piadosos ejercicios […] Muy especiales gracias merece el infatigable celo con que V.R. ha visitado las misiones de los Llanos y vuelto a restaurar la misión del río Orinoco (Citado en Pacheco, 1959: 211)

Como se puede apreciar en el testimonio ofrecido por el padre González, el establecimiento y la consolidación del ministerio de la misión, desplegado por los jesuitas de la provincia neogranadina se manifestaba como algo elemental para los objetivos espirituales que la Compañía de Jesús se estableciera en los virreinatos americanos. Esta orden regular, establecida por el español Ignacio de Loyola y aprobada por el papa Paulo III en el año de 1540, tuvo entre sus principales razones de ser, el establecimiento de misiones religiosas, con el objetivo de cristianizar a los denominados “neófitos en la fe”. Esto se podía ejecutar a través de distintos mecanismos, que se reflejaban en la enseñanza y el reforzamiento de la doctrina cristiana, sobre todo para aquellos individuos que ya conocían su contenido.

En la Europa Moderna de los siglos XVI y XVII, las empresas misioneras se encontraban dirigidas a la población que habitaba tanto en el ámbito rural como en el urbano. Estas misiones, a las que se ofreció el calificativo de “populares” por el tipo de público al que se dirigían, fueron puestas en práctica en distintas regiones de España, Italia y el Sacro Imperio. Bajo algunos términos similares, en las provincias americanas también se desarrollaban, pero contaban con algunas particularidades derivadas del ámbito local. La mayor parte de estas se llevaban a cabo en compañía de un instrumento del ámbito jurídico: la visita provincial. Esta tenía el objetivo general de conocer el estado material de la respectiva provincia, pero también se preocupaba por revisar el estado espiritual en que se encontraban las principales instituciones que la conformaban: pueblos de misión, colegios, residencias, noviciados, haciendas, entre otros.

Al igual que en el caso de las visitas episcopales, que eran ejecutadas por los obispos de distintas diócesis para conocer el estado material y espiritual de las jurisdicciones eclesiásticas a su cargo (García e Irigoyen, 2006: 294), para el caso de la Compañía de Jesús representaban una herramienta que les permitía llevar a cabo acciones concretas que mejoraran la administración de sus provincias. Tanto el general, desde el ámbito romano, como el padre provincial, desde su jurisdicción local, mantenían la facultad jurídica de delegar las funciones de la visita en otro individuo.

Entre los años de 1688 y 1696, el jesuita español Diego Francisco de Altamirano, quien había ejercido el cargo de provincial de la provincia de “Paraquaria” o del Paraguay unos años antes, fue encomendado a realizar una visita provincial en el Nuevo Reino de Granada y la ciudad de Quito, adscrita a la misma provincia. En 1687, el prepósito general, Tirso González, lo nombró visitador oficial de esta jurisdicción, por lo que tendría el encargo de verificar el avance espiritual que la Compañía había obtenido desde su fundación a inicios del siglo XVII, centrando su atención en el ámbito misionero, Para lograr este objetivo, las autoridades romanas consideraban la necesidad de impulsar la actividad misionera, a través de la puesta en marcha del famoso ministerio de las misiones populares, desarrolladas en el ámbito europeo. Así, dicha gestión quedaría encomendada al padre Altamirano como uno de sus principales objetivos.

Al final de su visita, el padre Altamirano redactó un informe en el que daba cuenta de la metodología pastoral de la misión popular realizada en la ciudad de Santa Fe, al inicio de su visita provincial. En dicho texto, que se puede ubicar de manera física en el acervo del Archivo Romano de la Compañía de Jesús, el jesuita dejaba redactadas algunas instrucciones, dirigidas a los miembros de la provincia neogranadina, donde establecía el proceder de los misioneros en este tipo de empresas, las cuales debían mantenerse en el futuro próximo. El presente artículo tiene la intención de revisar parte del contenido de este documento, centrándonos en las herramientas pastorales que se desarrollaban durante la misión popular en el Nuevo Reino de Granada y que determinaban la metodología jesuítica. Algunas de estas eran las procesiones religiosas, la administración del sacramento de la confesión y la predicación constante, que se reflejaba en la aclamación de sermones y saetas de tipo moralizante. Gracias a la revisión de estos elementos, se pretenden ofrecer algunas conclusiones sobre el desarrollo de las misiones populares en los territorios del Nuevo Mundo y las particularidades que pudieron tener respecto a las que se ejecutaron en el ámbito europeo.


El espíritu misionero de la Compañía de Jesús


Según las Constituciones establecidas por Ignacio de Loyola, el fin de la Compañía de Jesús era, ante todo: “procurar el provecho de las almas en la vida y doctrina cristiana por medio del ministerio de la palabra, los ejercicios espirituales, y otros ministerios y obras de caridad.” (Citado en Ruiz, 2005: 17) Esta frase explica uno de los principales motivos que guiaba el actuar de esta orden regular y también uno de los elementos que justificaba su razón de ser: la renovación religiosa al interior de la vida cotidiana. A diferencia de otras corporaciones eclesiásticas, los jesuitas concibieron su labor espiritual con objetivos de largo alcance, dirigida a distintos sectores y lugares.

En una de sus obras clásicas sobre la historia de la Compañía, el historiador Marcel Bataillon (2014: 188) señalaba el interés principal de los “hijos de Loyola”: la instauración de un cristianismo “más verdadero” entre todos los hombres. Para lograr dicho objetivo, el ministerio educativo, logrado a partir del establecimiento de colegios, era un aspecto central. Diego Laínez, segundo prepósito general después de Ignacio de Loyola, fue quien puso en marcha la fundación de estas instituciones educativas (Egido, 2004: 108). Fue así como la educación universitaria y de formación espiritual dirigida a los sectores de la aristocracia europea, y a ciertos individuos que contaban con la capacidad y vocación de convertirse en profesos, comenzó a desarrollarse desde los primeros años de existencia de la orden jesuita. Para comprender la estructura educativa, es necesario conocer dos obras fundamentales redactadas por Ignacio de Loyola. La primera es la Ratio Studiorum, publicada en 1599, donde se encuentran los fundamentos básicos para la formación de los individuos que deseaban ser miembros de la Compañía; se establecía que los estudios universitarios debían estructurarse en tres o cuatro clases de gramática y una de retórica. En estas se estudiaban autores clásicos como Cicerón, Virgilio, Herodoto, Homero, Sófocles y Jenofonte; por otro lado, ofrecía las herramientas retóricas para ejecutar la declamación de recitaciones en verso y prosa, destacando también la escenificación de obras de teatro relacionadas con algún tema religioso (Villalba, 2003: 20). A su vez, los estudios se dividían en dos grupos: el curso inferior o de formación, y el superior en el que se profundizaba la enseñanza en las humanidades (Aguirre, 1999: 34).

Estas instituciones fomentaban la obtención de un amplio conocimiento humanístico por parte de los futuros operarios. Ejemplo de esto se reflejaba en la escritura de algunas obras teológicas en latín, redactadas por jesuitas que se basaban en temas extraídos de repertorios clásicos, o de la historia antigua de la Iglesia. A partir de estos textos, era posible representar piezas teatrales que tenían la intención de “dar vida” a la renovación católica a través de un fuerte simbolismo; para muchos religiosos, estudiantes y ciudadanos, lo que se representaba en estos espectáculos, era la denominada quinta esencia de la fe católica, la cual era una “especie de revelación simbólica que se desvelaba aquí y allá en los acontecimientos históricos del mundo real” (Po-Chia, 2010: 53).

Por otro lado, en los Ejercicios espirituales redactados por Loyola, se definían las cualidades y virtudes que caracterizaban a los miembros de la Compañía. El individuo debía renunciar a “sí mismo”, es decir, a sus placeres terrenales y a su beneficio propio para ocuparse enteramente al servicio a Dios y a su prójimo. Tenía que ser capaz de abandonar la tranquilidad de su hogar para servir a las autoridades civiles y religiosas que lo enviaban a evangelizar, ya fuera el Papa, el prepósito general, o el monarca mismo. Además, debía tener una personalidad inquebrantable para superar obstáculos y para adaptarse a las realidades que le esperaban. En síntesis, lo que un jesuita debía llevar a cabo para poder realizar su ministerio era:


[…] la perfecta abnegación de sí mismo, y [tener] las virtudes sólidas y perfectas las que […] habilitan para conocer y hacer en cada caso la voluntad de Dios […]. El método para la prosecución de la fe [comprendía] el examen general y particular, la oración de gracias y de meditación, y la ejecución, o sea el modo de llevar a la práctica lo meditado e ir caminando constantemente y sin tropiezo por el camino de la perfección (Aguirre, 1999: 33)


El desarrollo del ministerio espiritual, por parte de los miembros de la Compañía, podía verse expresado en la labor espiritual de la enseñanza de la doctrina cristiana, dirigida a aquellos individuos que las ignoraban, fuera de manera parcial o completa. De este modo, las denominadas misiones populares se convertirían en una de las herramientas básicas para lograr el objetivo trazado. En sintonía con este punto, resulta importante destacar que, en algún momento o etapa de su vida, el jesuita estaba llamado a convertirse en misionero, por lo que su formación y vocación debían ser las más adecuadas.


La práctica de las misiones populares en el ámbito europeo

Después del aspecto educativo, reflejado en el establecimiento de colegios y universidades a lo largo de las provincias americanas, la segunda actividad más importante para la Compañía fue el establecimiento de misiones religiosas, tanto en ámbitos urbanos como rurales. Es importante recordar que el ministerio de la misión jesuítica se convirtió en uno de los mecanismos pastorales más relevantes en el mundo moderno. A través de esta institución, la Corona y las autoridades virreinales buscaban obtener la pacificación y reducción de las sociedades nómadas que habitaban los distintos territorios de frontera (Torre, 2013: 23). Al mismo tiempo, se constituyó como un proyecto de dimensión global que estaba íntimamente relacionado con el ámbito local en el momento de una primigenia mundialización ibérica; durante este momento, “las órdenes religiosas cumplieron un papel fundamental, al conformarse como las primeras empresas globales en términos de organización interna, de circulación de sujetos, saberes y experiencias” (Maldavsky y Palomo, 2018: 574). Durante la ejecución de este proceso espiritual, tuvieron lugar diferentes respuestas regionales que transformaban el proyecto misionero que obligaron a los jesuitas a buscar la adaptación correspondiente, basándose en el principio de la acomodatio o tolerancia (Hausberger, 2015, 232).

El despliegue misionero se expandió por distintos territorios de la Europa Occidental, principalmente en España e Italia, así como también en territorios protestantes como los Países Bajos, Alemania, Francia e Irlanda. El caso italiano tomó un cariz particular, pues retomando el argumento de Ginzburg, las misiones se conformaron como “el fenómeno más característico e importante dentro la historia religiosa italiana del siglo XVII, ya que se cristalizó una especie de institucionalización eclesiástica en esta región.” (Citado en Pavone, 2007: 74).

Sobre el origen del ministerio de la misión, es importante mencionar que su acción pastoral estaba contemplada desde la fundación de la Compañía, en la intención que tenía Loyola de peregrinar a Tierra Santa. Sievernich (2005: 267) define a este elemento como el “sentido personal” o individual de la misión, representado en el ideal de la peregrinación espiritual que el fundador y sus primeros compañeros compartían entre sí. El concepto daba cuenta del envío de religiosos solos o en grupo por parte de una autoridad eclesiástica, que podía ser el Papa o el General de la Orden, para desempeñar una determinada actividad apostólica, aunque también comprendía las tareas organizativas, los preparativos del viaje, el traslado y el establecimiento en la región prevista (Sievernich, 2005: 266).

Cabe señalar que los jesuitas no compartían una vida exclusiva de liturgia y clausura, pues su prioridad no era la celebración de oficios, cánticos u oraciones en templos o conventos, sino que dicho ministerio y la predicación misma de la doctrina se debía realizar en el ámbito público: en las calles, los hospitales y las cárceles. De este modo, los jesuitas conformaron un grupo en perpetuo movimiento que, siguiendo el ejemplo de los apóstoles de Cristo, se dedicaba a la propagación de la fe católica (Po-chia, 2010: 50). Durante este proceso, era tarea de los misioneros explicar la doctrina para combatir el problema de las supersticiones que persistían entre distintos niveles de las sociedades occidentales, y a su vez podían actuar como mediadores en situaciones de conflicto.

Una de las variaciones del ámbito misionero se reflejó en el desarrollo de la denominada misión popular o misión interior. Ambos conceptos englobaban a las diversas labores realizadas por los jesuitas en zonas donde el proceso de evangelización se encontraba en un estado prematuro. Esto se podía presentar en el ámbito urbano y sus áreas circundantes, con la finalidad de afianzar el cristianismo, tanto entre los españoles, como con las castas, indios y negros (Nájera, 2020: 288). Cortés Peña (2009: 115) ofrece otra definición, destacando que se trataban de expediciones de catequesis que se realizaban en el seno de los países católicos y en el que se llevaba una promoción y venta del cielo, y a la vez una lógica condena del infierno. Como parte de las nuevas políticas adoptadas a partir del Concilio de Trento, los ministros debían verificar que fieles supieran los aspectos básicos de la doctrina.

El primer jesuita que comenzó con estas actividades fue el italiano Silvestro Landini, quien predicó en la península itálica y en la isla de Córcega, en 1547. Este misionero sentó las bases que caracterizaron a este tipo de misiones. Entre sus principales estrategias, destacaban “la relevancia de la predicación con el fin de alertar a los escuchar acerca del pecado y comunicarles la misericordia de Dios; al mismo tiempo, instruir a los sectores de la sociedad cada día y organizar cofradías para tratar de que estas agrupaciones mantuvieran los valores introducidos por el misionero.” (Nájera, 2020: 295) En la región de Toscana se asentaron las misiones de Lunigiana y Garfagnana, y ya en el siglo XVII, al interior del territorio de la Italia del Norte y en los Estados Pontificios, destacó el trabajo del padre Paolo Segneri, quien llegó a establecer hasta 540 misiones entre los años de 1655 y 1692 (Pavone, 2007: 73-76).

Para el caso español, las primeras misiones populares se desarrollaron desde el año de 1556. Lo primero que la Compañía realizó en estos territorios, a través de sus provinciales, era seleccionar los lugares en donde se realizaría la misión. Una vez que se asentaban, se desarrollaban como primeras actividades la prédica en las plazas públicas por las mañanas, se administraban sacramentos en los respectivos templos, y se ponían en marcha algunas procesiones espirituales. Uno de estos casos fue la misión realizada por el padre Jerónimo López (1589-1658), quien se dedicó a explicar algunos sermones y artilugios moralizantes, y también organizó procesiones de penitencia (Soto, 2002: 75). Otro caso particular fue el de las misiones realizadas en Málaga y sus alrededores, que estuvieron a cargo de los jesuitas José de Cuadros y Pedro de Angulo, en el año de 1590. Destacaron también, en este mismo período, las misiones de Marbella, desarrolladas por el jesuita Gabriel Guillén, cuyos sermones eran famosos por tratar temas acerca de la salvación del alma, la penitencia, el perdón, la necesidad de la oración, y también el uso de recursos plásticos, principalmente pinturas, que representaban las penas que sufrían las almas que entraban al infierno (Soto, 2002: 77). En el contexto germano, destacaron las personalidades de los padres Schacht y Jeningen, como misioneros itinerantes. A pesar del desarrollo de estas empresas, el mayor impulso a la actividad misionera itinerante se reforzó durante el generalato del jesuita Claudio Acquaviva. Durante tres etapas, repartidas entre los años de 1590, 1594 y 1599 se encargó de ordenar los envíos de seis a doce sacerdotes a laborar en complejos misionales por cada una de las provincias europeas y encomendó a los provinciales de mantener el carácter apostólico en la instrucción (Pavone, 2007: 75).

En síntesis, el objetivo principal de la misión popular era la cristianización de amplias capas de las sociedades europeas que carecían de un mínimo conocimiento de las bases teológicas del cristianismo. Dicha labor se realizaba principalmente en urbes, pero posteriormente en las regiones rurales, en donde existía una marcada deficiencia en el conocimiento de los curas locales. De este modo, las misiones populares respondían a la exigencia, de volver a aproximar la ortodoxia católica a las comarcas más alejadas. Además de atender el ámbito espiritual en las comunidades, también existía una preocupación por la sana convivencia entre los habitantes, pues los misioneros se ocuparon de desarrollar tareas de arbitraje entre las familias, esforzándose en calmar disputas y componer disensos. De este modo, la misión asumía el control sobre la vida cotidiana de la comunidad.


La visita provincial del jesuita Diego Francisco de Altamirano en el Nuevo Reino de Granada (1688-1696)


Hijo de un notable jurisconsulto, Diego Francisco de Altamirano1 nació en Madrid el 26 de octubre de 1625. Ingresó a la Compañía de Jesús el 27 de marzo de 1642, siendo recibido por el padre Francisco Aguado. Siguiendo el camino de su padre, estudió la carrera de leyes en la Universidad de Alcalá de Henares y en 1647 se licenció en filosofía en su ciudad natal. Al año siguiente pasó al Nuevo Mundo, estableciéndose en las ciudades de Buenos Aires y Tucumán; en esta última estudió teología, además de que alcanzó la orden sacerdotal. Posteriormente, dedicó varios años a la labor docente en el Colegio Máximo de Córdoba, entre los años de 1661 y 1676. Un año después, en 1677, sería designado provincial de la provincia jesuítica establecida en la región de Paraquaria o del Paraguay, primer cargo de mayor importancia que ocupó en América. Una de sus principales tareas para fortalecer el desarrollo de dicha provincia, fue la autorización de la conformación de milicias de indios guaraníes al interior de las misiones jesuitas que se encontraban establecidas en las orillas de los ríos Paraguay, Paraná y Tecuari, con el objetivo de expulsar a los portugueses de la isla de San Gabriel, en el Río de la Plata.

Seis años después, ya con experiencia acumulada, el prepósito Tirso González, le nombró visitador de la provincia del Nuevo Reino y Quito, cargo que ostentó entre los años de 1688 y 1696. El objetivo más importante que tendría al asumir este cargo sería el de la división jurisdiccional de la extensa provincia, con el fin de lograr una mejor administración económica y espiritual. Tras recorrer dos veces los territorios a su cargo, incluyendo las misiones de los Llanos Orientales y las de la región de los Maynas, en la Alta Amazonia, Altamirano reunió una congregación provincial en Santa Fe el 8 de septiembre de 1695, y poco después, el 21 de noviembre, procedió a dividir la región en dos provincias: la del Nuevo Reino y la de Quito. Con este hecho, su gestión como visitador de la provincia se había consumado, al lograr su principal enmienda. Sin embargo, dos años después, en 1697 sería nombrado visitador de la provincia peruana. Altamirano logró recorrer la mayor parte de dicha provincia, e incluso llegó a visitar el complejo misional de Mojos, ubicado en el territorio del Alto Perú.

Para entender con mayor claridad la gestión realizada por el padre Altamirano en el Nuevo Reino, es importante remontarse un poco en el tiempo y apuntar algunos elementos sobre la fundación de la provincia y la manera en que se encontraba organizada. En 1590, el presidente de la Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá, Antonio González, llegó acompañado de tres jesuitas con la intención de abrir una casa en territorio neogranadino. Sin embargo, al no hallar cierto patrocinio otorgado por el cabildo eclesiástico, sumado al asunto de la sede vacante en el obispado durante ese período, el general Claudio Acquaviva, denegó el permiso para el establecimiento de una provincia (Egaña, 1966: 510). Nueve años después, llegaron otros dos jesuitas a Santa Fe: los padres Alonso Medrano y Francisco de Figueroa, quienes acompañaban al obispo recién electo, Bartolomé Lobo Guerrero (González, 2019: 2-3). Posterior al arribo de dichos personajes, el rey Felipe III autorizó a través de una real cédula, la fundación de una viceprovincia jesuita, la cual quedaría sufragánea a la provincia del Perú, el 30 de diciembre de 1602. La cédula indicaba que la viceprovincia tendría a su cargo los Colegios Máximos que se establecieran en Quito y Santa Fe, así como también las fundaciones que se fundaran en Panamá y Cartagena (Rey y Gutiérrez, 2015: 27). De esta manera, fue nombrado como primer viceprovincial el padre Diego de Torres Bollo, quien en el año de 1604 arribó al puerto de Cartagena en compañía de otros jesuitas.

Al igual que en otras regiones del Nuevo Mundo, el asunto de la evangelización de los indios que habitaban en los territorios de “frontera” sería una de las principales tareas delegadas a la Compañía en su nueva provincia. La primera doctrina de indios que le fue encomendada fue la de Fontibón, ubicada a las afueras de Santa Fe, habitada por indios muiscas. En este lugar, destacó el trabajo de los jesuitas italianos José Dadey y Juan Bautista Coluccini. La segunda doctrina fue Cajicá, atendida entre 1605 y 1615; la tercera fue la de Duitama, cuyas actividades doctrinales tuvieron lugar entre 1615 y 1636; la cuarta fue la doctrina de Tunjuelo, administrada entre 1618 y 1649, y finalmente la doctrina de Tópaga, administrada por el jesuita Francisco Ellauri, establecida en 1636 y atendida hasta 1661 cuando fue permutada con el clero secular, a cambio de la doctrina de Pauto, ubicada en la región de los Llanos. Cabe mencionar que la labor evangelizadora realizada en estas doctrinas tomó como base las normativas emanadas del sínodo diocesano, realizado el 21 de agosto de 1606 en Santa Fe de Bogotá. Referente al tema de la evangelización de los indígenas, el sínodo mandaba enseñar la doctrina en las lenguas locales, ya que seguía algunas de las pautas del Tercer Concilio Limense de 1585. Fue así como se impuso la lengua muisca para la catequesis, la enseñanza de la doctrina cristiana se debía impartir a diario hacia los niños y los ancianos, y al resto de la población cada martes y jueves por la mañana (Egaña, 1966: 505-512).

Ahora bien, son escasas las referencias directas sobre las visitas provinciales que realizó la Compañía de Jesús en la provincia del Nuevo Reino de Granada y, a consideración propia, la visita de Altamirano es una de las que más se detallan en las fuentes primarias, tal vez por la importancia y las repercusiones que tuvo, sobre todo lo relacionado a la división de la provincia. Esta contó con el apoyo y supervisión del presidente de la audiencia santafereña, Gil Cabrera y Dávalos y el provisor Pedro Moreau y Montaña, adscrito al obispado neogranadino. Como se mencionó en la introducción, el general Tirso González fue quien decidió enviar al padre Altamirano como visitador, y le otorgó poderes plenos para realizar su encomienda. Sus funciones principales serían el estudio de la conveniencia de la división de la provincia, y el estado en que se encontraban los colegios, las doctrinas y las misiones hasta el momento establecidos. Los motivos por los que fue elegido Altamirano como visitador se basaban en su experiencia previa en la provincia paraguaya, donde había ejercido tal cargo. Esto lo señalaba el general González, en carta al provincial Juan de Santiago: “La persona en quien he puesto los ojos es el P. Diego Francisco Altamirano, que vino por procurador de su provincia del Paraguay, cuyo provincial fue, y se halló en esta congregación general dando en ella grandes satisfacción y muestras de prudencia, religión y grande experiencia”. (Citado en Pacheco, 1959: 206)

Adjunto a su nombramiento, el prepósito determinó que, durante su visita, el padre Altamirano debía verificar que se expandiera el ministerio de las misiones temporales en las principales ciudades españolas del virreinato. Cabe señalar que las bases jurídicas de esta visita se basaban en las disposiciones de la Congregación General de 1687, donde se estableció que dicho ministerio debía realizarse, principalmente, durante el período de la cuaresma.2 La información oficial sobre la llegada de Altamirano al puerto de Cartagena se puede verificar en una carta annua que contiene la información del estado de la provincia neogranadina entre los años de 1684 y 1690. En esta se indicaba que:


[…] arribó de Europa a la Nueva Cartagena el Padre Diego Altamirano, enviado como Visitador de la Provincia […] Quienes participaron a la ceremonia de su llegada [fueron] el presidente de esta Provincia, el Señor Gil de Cabrera y Dávalos, caballero de la Orden de Calatrava, el Señor Pedro Moraeu y Montaña, [el señor] canónigo de esta Iglesia catedral y Vicario del Arzobispo para que su buena voluntad y su participación en las actividades de tan piadoso ejercicio no se echaran de menos (Citado en Rey y Gutiérrez, 2015: 29).


La primera gestión administrativa de Altamirano fue realizada el 3 de enero de 1689, la cual consistía en los nombramientos de los nuevos superiores de los colegios jesuitas de la provincia, de los cuales destacó el del rector del Colegio de Santafé, Juan Martínez Rubio. Como secretario de su visita nombró al padre Pedro Calderón, quien era rector del colegio de Tunja. De este modo, la visita comenzó formalmente en el mes de marzo de 1689 con una procesión de penitencia por las calles en la que participaron miembros de las altas jerarquías, destacando el presidente de la audiencia, los prebendados y los oidores.

Desde el ámbito espiritual, Altamirano gestionó la ejecución de misiones temporales en distintos sectores de la ciudad de Santa Fe, con el fin de reforzar los métodos y las prácticas religiosas de la población española, las cuales se realizaban a través de procesiones por las calles principales de la ciudad dentro de las cuales se recitaban algunos sermones y se administraba el sacramento de la confesión (Rey y Gutiérrez, 2015: 30). El método general indicaba que lo primero que se debía realizar era la elección del lugar donde se requerían los servicios espirituales, y buscar algún lugar de residencia temporal, con capacidad para recibir entre seis y ocho sacerdotes (Soto, 2002: 74). Posteriormente, se realizaba un anuncio previo de que los misioneros arribarían al lugar en cuestión para realizar sus ministerios; este asunto se hacía con el fin de otorgar mayor publicidad al ministerio. Generalmente los misioneros llegaban en grupos y no se trasladaban a otro lugar hasta haber atendido a toda la población que lo requiriera. Para esto, era necesario que tuvieran algún texto o guía escrita que los orientara en su labor, como algunos manuales de misión escritos por jesuitas que tenían cierta experiencia en el tema, y algunos catecismos que contenían las principales oraciones cristianas, como el padre nuestro, el ave maría y el credo. Autores como Delumeau (1973: 235-236) mencionan que estos documentos desprendían exámenes de conciencia, que llevaban a la reflexión interna de los fieles. El método concreto de Altamirano para iniciar este ministerio comenzaba con la ejecución del rezo de una novena dedicada al santo jesuita experto por excelencia en el asunto de las misiones: San Francisco Xavier. El apoyo de las autoridades santafereñas, tanto civiles como eclesiásticas, fue clave para el desarrollo de este ministerio, pues determinaron que:


[se concedía] a todos los religiosos de la Compañía de Jesús que se ocuparen en estas misiones (por el tiempo que duraron) todas nuestras veces en el fuero interno en todos los casos […] reservados por derecho y constituciones sinodales. Y porque conste de las Iglesias en donde se gana el jubileo de la doctrina señalamos para la primera semana de la misión, la Iglesia Catedral, las dos Iglesias del Colegio principal de la Compañía de Jesús, las cuatro de los cuatro conventos de monjas y las parroquiales de Santa Bárbara y San Vitorino.3


De igual manera, el padre visitador daba cuenta en su informe que, para dar por inaugurada el inicio de la misión, se realizó un evento espiritual representado por su magnificencia visual, que consistió en una procesión ejecutada la noche anterior, donde participaron las principales autoridades civiles y eclesiásticas de la ciudad:


[…] al anochecer salió de la iglesia principal de la Compañía un santo y devoto crucifijo, que llevaba con grande edificación de la nobleza y de la plebe el Señor Presidente, mostrando en esta tan religiosa acción […] Acompañaban el santo cristo algunos religiosos de la Compañía con faroles que iban enarbolados en […] y muchas hachas que parte de ellas llevaban con no menos piedad y edificación algunos de los señores prebendados de esta iglesia, el licenciado Don Domingo de la Rocha, oidor de esta Real Audiencia, y muchos de los más insignes colegiales del Colegio Real de San Bartolomé con otro buen número de los nobles y caballeros de esta ciudad. […] suplió la devoción mucho de esta incomodidad y asistieron largamente a la función más de diez mil almas por las calles […] Y muchas personas, especialmente mujeres, que no pudieron hallarse en las calles, salían a las ventanas y balcones atraídas de las saetas que se arrojaban […]4


Podemos señalar que, durante la época barroca, el recurso visual y simbólico que ofrecía la procesión, represento una gran fuente educativa en varios sentidos. Retomando a Nájera (2020: 314), se trataba de la representación de una festividad concreta, que se reflejaba en el culto a los santos y a la virgen, además de que iba acompañado de otros recursos utilizados en la misión temporal, como las pláticas y los sermones que buscaban reforzar la fe de los individuos. De igual manera, la procesión tenía el objetivo espiritual de que el fiel asumiese profundamente comportamientos y reglas a través de la adopción de ciertos hábitos corporales y mentales que generaran un estado emocional y cognoscitivo (Nájera, 2020: 296). Las procesiones realizadas durante la misión temporal santafereña también se realizaban en la tarde, como señala el testimonio siguiente, y eran encabezadas por los miembros de la Compañía de Jesús:


[…] se hizo por la tarde una procesión general de la doctrina cristiana, a la cual concurrió innumerable pueblo, anticipándose a tomar puesto a la iglesia de la Compañía de donde había de salir desde la una de la tarde. Y a las tres que era la hora señalada, salió la procesión llevando el estandarte el señor Don Francisco López, oidor de esta Real Audiencia; iban delante las escuelas de la Compañía y el Colegio Real de San Bartolomé en forma de procesión; y aunque se procuró este mismo orden, y concierto en todos los demás, que acudieron, no dio lugar a tanto la multitud, por sí tan […] la gente, que no cabía por las calles.5


Las actividades más importantes de la misión temporal se centraban en la predicación constante y en la administración de sacramentos, destacando el de la confesión. Estas tareas se debían realizar por un período aproximado de ocho días, en los templos situados en los distintos barrios que componían la ciudad. Es importante señalar que, independiente al proceso de adoctrinamiento, otros de los fines relevantes del ámbito misionero eran la administración de sacramentos y la erradicación de las “malas costumbres” que corrompían el orden moral del colectivo social. Por tanto, el programa pastoral al interior de la misión jesuita se dividía de la siguiente manera: los servicios relacionados con la “palabra” de Dios que eran la predicación, la enseñanza de la doctrina y la catequesis de niños; los servicios sacramentales como la confesión, la eucaristía, y la comunión; y las obras de caridad, como la atención a los presos en cárceles y a los enfermos en los hospitales (Sievernich, 2005: 271). El informe de Altamirano destacaba la labor de predicación y confesión realizada en los barrios con mayores carencias espirituales y económicas, como era el caso del barrio de las Nieves, establecido en las afueras de la capital santafereña:


Es este barrio de las Nieves […] el mayor de esta ciudad (cuyo espacio, contorno y vecindad es bastante por sí solo a componer otra bien populosa) en este barrio vive la gente más pobre y necesitada, así del sustento corporal como del espiritual del alma, que es la doctrina cristiana, en el común: sus moradores, por la mayor parte, son los más estragados en costumbres; y muchos de ellos en todo el año no oyen misa, ni sermón […] Así mismo del Colegio Máximo envió el padre visitador ocho o diez confesores desde la cinco de la mañana con otros padres dedicados solo a dar las comuniones, que por horas se iban remudando a ministrarlas unos después de otros […]6


Un elemento que iba de la mano con la confesión era el de la predicación a través del sermón. Esta representaba uno de los productos retóricos más demandados al interior de una sociedad sacralizada, ya que a partir de él se fomentaba la atención de un público general; en las Constituciones de Loyola, se ratificaba como una de las herramientas necesarias para la formación de un buen predicador. Dentro de la realización de las misiones populares, se realizaba una predicación continua en las mañanas y en las noches, para que hubiera una gran participación de los asistentes y también para reforzar el conocimiento de la doctrina (Rico, 2002: 321). A la par de la prédica, el uso de imágenes religiosas era fundamental; estas se plasmaban en cuadros o estampas de uso cotidiano, y a su vez podían contener fábulas o exemplas con función moralizante. También existían otras que mostraban el aspecto contrario, como algunos cuadros o grabados de “rostros desencajados y horribles”, que representaban los castigos y penas del infierno (Rico, 2002: 322). De esta manera, la enseñanza de la doctrina era un asunto esencialmente visual hacia un auditorio iletrado.

El informe de Altamirano da cuenta de los frutos espirituales derivada de la prédica jesuítica, a través de los sermones. Ofrece el caso de dos mujeres que buscaban la redención espiritual a través del sacramento de la confesión, después de haber escuchado los dichos o saetas impartidos por los misioneros y participar en las procesiones y rezos. Se consideraba que habían sido mal influenciadas por el demonio en su actuar cotidiano:


Una mujer, que había cuarenta años que hacía confesiones sacrílegas, solapando en ellas gravísimos pecados (pasión propia de este sexo) viendo la conmoción grande que había en toda la ciudad y la ansia, con que todos acudían al acto de contrición, fue también a él llevada más de la curiosidad y novedad, que de su aprovechamiento y remedio puesto esto era lo que ella menos pensaba, y convidando a otras amigas suyas, a que fuesen en su compañía, les dijo: vamos a ver las invenciones y embustes de los teatinos. Pero habiendo ido y oído algunas saetas acerca de las malas confesiones, especialmente aquella tan repetida y penetrante: Confiesa lo que has callado no sea que amanezcas condenado; quedo tan trocada […] volvió muy de veras arrepentida trayendo bastantes razones de muchas lágrimas y dolor de sus sacrilegios y culpas de tantos años; y así mismo temores grandes de su condenación eterna […] Y así habiéndose prevenido algunos días se confesó enteramente de toda la vida con el padre rector del Colegio Máximo de la Compañía, a quien refirió fuera de confesión todo lo dicho […]

El segundo caso es de una mujer que había once años que, por sugestión del demonio mudo, callaba sus más graves pecados en las confesiones, confesando solamente las culpas ligeras, y habiendo venido al acto de contrición y oído repetidas veces la saeta penetrante; que dice: confiesa lo que has callado, no sea que amanezcas condenado, volvió tan asustada a su casa, y con tan grandes temores y remordimientos de su mala conciencia […]7


Los párrafos anteriores dan cuenta también de que, para lograr la atención del público, se realizaban recorridos a toques de campana y proclamando alguna “saeta” o sermón para reunir a la gente, y a la par de la ejecución de procesiones. Durante el desarrollo de los actos de contrición, los misioneros se acercaban a los clérigos de las poblaciones locales y les pedían perdón por las ofensas que les había causado, se arrodillaban y les besaban los pies. Se dedicaban a realizar la enseñanza de actos morales a través de la representación de algunos actos de contrición y perdón en la plaza pública, realizaban confesiones sacramentales y repartían la comunión después de la liturgia (Soto, 2002: 72). Ambos aspectos lograban que tuviera lugar un choque emocional fuerte en el auditorio que lo presenciaba.

Para el ejercicio de su ministerio, los padres de la Compañía se valían de recursos efectistas y teatrales, las cuales ponían en práctica gracias a las tradiciones retóricas con las que eran educados en los colegios; de esta manera, podían explicar de manera sencilla los misterios de la fe y el evangelio cristiano (Po-Chia, 2010: 53). Los ejemplos que ofrecían imágenes crudas e impactantes podían ser más efectivos para la redención de los individuos. Tal es el caso del testimonio siguiente, similar a los anteriores:


Otra mujer afirmó a su confesor que era un padre de la Compañía, que esta noche misma del acto de contrición, yendo a acostarse, encontró en su cama un cadáver yerto, y que espantada de aquel espectáculo tan horroroso había huido a toda prisa. Si esto haya sido fuerza y viveza de la aprehensión, o algún aviso de Dios, que por este medio quería dárselo de su muerte, que suele ser tan eficaz para enmendar la vida más estragada […] lo que se vio fue que los efectos que en aquella atemorizada mujer causó la visión fueron muy buenos y santos, pues se previno con mucha diligencia para una confesión general […]8


En sintonía con el testimonio anterior, la prédica de la misión popular propugnaba por la reforma de costumbres contrarias a la moral cristiana, a través del uso de impactos emotivos que escenificaban aquellos lugares a donde se dirigía el alma de los pecadores, como el infierno. De esta manera, “más que enseñar los contenidos teológicos y los dogmas del cristianismo, se impartía un código moral de comportamiento.” (Pavone, 2007: 76) En ese mismo sentido, gracias a la utilización de sermonarios misionales era posible explicar las penas que se sufrían en el infierno de forma didáctica. En los sermonarios también se explicaban otros temas espirituales como la penitencia, el pecado, y el juicio final.

Otra de las novedades en la misión encabezada por el visitador Altamirano era que los ministerios de la misión temporal podían ser realizados en otros templos, pues el de la Compañía resultaba insuficiente cuando se dictaban algunos sermones:


Y porque el gentío que concurría a la iglesia de la Compañía por lograr el sermón de misión era grande y no cabía se dispuso que en algunas de las mismas iglesias hubiese los mismos sermones de misión, que se alternaron con las pláticas […] En la catedral de esta ciudad hizo las pláticas de doctrina el padre Joseph Hernández. En el convento de religiosas de Santa Clara hizo las pláticas y sermones el padre Baltasar Felices. En el de la Concepción los hizo el Señor Chantre Don Carlos de Bernarola a quien así en lo fervoroso y sólido que platicaba no hicieron ventajas las más insignes misiones de la Compañía […] Los sermones de misión los hizo el padre Juan Bautista Larrazabal. El convento de las religiosas de Santa Inés hizo los sermones de misión y pláticas de doctrina el padre Francisco Daza catedrático de vísperas y el padre Bartolomé de la Torre del Moral.9


Derivado de la participación de otras corporaciones religiosas en las misiones populares, se podían crear algunas asociaciones religiosas permanentes que reforzaban el adoctrinamiento cristiano. Este fue el caso de las congregaciones marianas, las cuales tenían el objetivo de reforzar la devoción de distintas advocaciones de la Virgen María. Algunos de sus miembros ayudaban a los novicios jesuitas que practicaban actividades de caridad y enseñanza en distintos lugares (Martínez, 2003: 38-41). Una de las intenciones de las congregaciones, al igual que la de los jesuitas en las misiones, era fomentar cierto control de la moral cristiana; por esta razón se condenaban las murmuraciones, las lecturas de libros deshonestos, la prostitución y los juegos de azar (Martínez, 2003: 47). Aunado a esto, se publicaron numerosos textos y manuales, basados en documentos como los Ejercicios espirituales de Loyola, que uniformaban el modelo de comportamiento que debían practicar los afiliados de las congregaciones; el asunto de la imitación de los santos formaba parte importante de este modelo moral y religioso (Pavone, 2007: 93). Se determinaba que la vida de los congregantes debía estar caracterizada por la ética y la virtud profunda, y para lograrlo debían confesarse y comulgar frecuentemente.

En la parte final de su informe, el padre Altamirano dispuso algunas instrucciones para la ejecución de futuras misiones populares en la capital neogranadina. En primer lugar, ordenó realizar algunas misiones volantes o itinerantes, por lo menos dos veces al año.10 También se determinó que ninguna persona debía ser excluida de participar en el ministerio, fuera español, indio, mulato o mestizo. Todos ellos debían recibir los sacramentos por el jesuita a cargo. Señalaba también instrucciones específicas para el caso de la ejecución de visitas en pueblos de doctrina administradas por regulares y seculares. Sobre las primeras, mencionaba que era deber de los jesuitas procurar por todos los medios posibles de agrado, y convencer de llevar a cabo la misión. En caso de rechazo, debían ampararse en la autoridad que el obispado les podía otorgar. Sobre las segundas, se les debía mostrar el mandato otorgado por el prelado de forma extrajudicial, aunque apuntaba que el problema podría ser menor. Sobre el modo de hacer la misión en el ámbito rural, Altamirano también daba instrucciones detalladas y precisas:


Todos los días al anochecer (si no pareciere otra hora más conveniente) se hará doctrina con preguntas y respuestas a los indios, negros y muchachos de ambos sexos, explicándoselas de suerte que las que puedan entender bien con palabras, comparaciones y ejemplos acomodados a su capacidad. Después se les hará platica exhortaría sobre los novísimos, confesión, comunión, mandamientos y materias más perceptibles, y de que necesitare más el auditorio, contándoles algún ejemplo doctrinal y espantoso. Podrá haber algunas veces sermón en forma, máxime si concurriere número de españoles y gente que sepa castellano. Al fin de cada práctica exhortatoria o sermón ha de hacer el misionero acto de contrición, sacando un santo crucifijo como usamos en las ciudades; o también calavera alma condenada.11


Sobre los medios materiales y económicos que permitían la ejecución del ministerio, indicaba que era obligación del padre rector del colegio administrarles lo necesario para su avío, sustento y vestuario, además de otros objetos litúrgicos: “les darán algunas cosas de devoción y donecillos que apetecen los indios y negros: rosarios, estampas, medallas, cruces, nominas, cuchillos, tijeras, anzuelos, agujas, peines y semejantes, según se reconociere en cada tierra, ser conducentes para atraer a semejante gente al servicio de nuestro creador”.12

Las actividades pastorales, desprendidas del ministerio de la misión popular, se extendieron a los territorios fronterizos, específicamente hacia las misiones de los Llanos Orientales, establecidas desde el año de 1661. Por ejemplo, en la misión de Pauto, se tiene registrado que por orden del padre Altamirano los indios comenzaron a ser motivados a la contrición pública durante el tiempo del adviento, así como también se organizaba una procesión presidida por la imagen del Jesús crucificado, que se transportaba a algunas capillas posas situadas en el pueblo; estos ejercicios se realizaban por un periodo de quince días y tenían el fin de que los indios pudieran ganar algunas indulgencias.

Sobre las disposiciones que el visitador estableció en las misiones de los Llanos y el Orinoco, destacó su gestión realizada ante la Real Audiencia de Santa Fe pidiendo que le amparasen económicamente para proseguir la conversión de los indios infieles que habitaban sobre el curso del río Orinoco. A la par, solicitaba el arribo de una cantidad importante de soldados españoles que tuvieran la función de vigilar y proteger el orden y la seguridad de los pueblos de misión (Rey y Gutiérrez, 2015: 211). Gracias esta gestión, pudieron arribar nuevos misioneros jesuitas provenientes de Europa, quienes tendrían la tarea de expandir las reducciones hacia el Orinoco. Esto fue un aspecto fundamental para la exploración y la fundación de dicho complejo misional. Los nuevos jesuitas misioneros fueron los alemanes Gaspar Beck e Ignacio Teobast, los españoles Agustín de Campos y Julián Vergara. A partir de la labor pastoral realizada por ellos, se lograron establecer siete reducciones, las cuales tomaron el nombre de los grupos indígenas que las habitaban. Estas eran las misiones de Truage, Adoles, Pera, Cusía, Maciba, Duma y Cataruben. Según el padre Juan de Rivero (1883: 256), en todas ellas se levantaron iglesias capaces, se establecieron sementeras de maíz y yuca, así como también algunos hatos ganaderos. Las primeras reducciones establecidas en la Orinoquia sobrevivieron con relativa estabilidad hasta el 7 de octubre de 1684, día en que tuvo lugar la gran invasión de indios caribes provenientes del Atlántico quienes arrasaron con casi todas las reducciones. Como consecuencia de este problema, los jesuitas Beck, Teobast y Campos fueron asesinados, por lo que el avance misional fue cortado de golpe y la restauración ocurriría hasta la tercera década del siglo XVIII.

Posterior a la visita de los Llanos Orientales, el padre Altamirano se trasladó a Quito a continuar su visita, y posteriormente regresó a Santa Fe convencido de la necesidad de dividir la provincia, ya que no se podía administrar espiritualmente de la mejor manera por la gran cantidad de territorio que abarcaba (Jouanen, 1943: 282-283). Por esta razón, el 18 de noviembre de 1694 envió una circular a todas las autoridades de la provincia, convocando una congregación general para el 8 de septiembre de 1695 en el colegio de San Bartolomé de Bogotá. En dicha congregación se trataría un aspecto central que determinaría la nueva conformación de la provincia del Nuevo Reino y Quito. Esta se daría a partir de una propuesta de división, que quedaría de la siguiente manera: quedarían bajo la administración de la viceprovincia de Quito los colegios, residencias y misiones de Cuenca, Popayán, Ibarra, Latacunga y Panamá, el Marañón o Maynas y el Chocó. A la provincia del Nuevo Reino le tocaría administrar las mismas instituciones ubicadas en Santa Fe, Las Nieves, Tunja, Cartagena, Pamplona, Mérida, Mompox, Honda, Fontibón, así como también las misiones entre infieles de la región de los Llanos Orientales y el Orinoco (Pacheco, 1959: 229). Con esta última acción se daba fin de la visita del jesuita en el territorio del Nuevo Reino, oficialmente el 26 de marzo de 1695. Como se mencionó en la parte introductoria, Altamirano pasaría a la provincia jesuita peruana, en donde ostentaría de nuevo el cargo de visitador por ocho años. En 1703 pasaría a ser rector del Colegio Máximo de San Pablo en Lima, lugar donde fallecería en 1715.


Conclusiones


Pecador, alerta, alerta, que la muerte está muy cerca. Confiésate enteramente, no te mueras de repente. Que sabes, alma profana, si llegarás a mañana. Cuantos son los que anochecen y en el infierno amanecen.13


La frase anterior representaba uno de los tantos sermones y exemplas utilizados en la misión popular, gestionada por el visitador Diego Francisco de Altamirano en territorio neogranadino. El fin principal era la enseñanza y la persuasión dirigida hacia los fieles, con el objetivo de que estos se dieran cuenta de sus faltas y se redimieran a través de la confesión impartida por los misioneros. La reacción emocional de los participantes, provocada durante la práctica misionera, se obtenía a través de la prédica, pero también de ciertos espectáculos u obras teatrales eran el medio didáctico eficaz que atraía a los colectivos sociales. Las escenas podían ser “horripilantes”, si la intención era ejemplificar las penas que sufrían los pecadores en el infierno, o tenían una intención enseñanza católica y moral como la representación de la Pasión de Cristo (Rico, 2002: 318). La conversión promovida derivaba de una experiencia colectiva, y se fortalecía la presencia de distintas manifestaciones religiosas.

En este sentido, la retórica desplegada en la escritura oficial se conformaba como un recurso elemental para justificar los progresos espirituales ante las autoridades correspondientes. En nuestro caso de estudio, el informe redactado por Altamirano daba cuenta de estos elementos. Gracias al análisis de los principales aspectos que daban cuenta de la ejecución de una misión popular, derivada de los estamentos establecidos en la visita provincial dentro de una jurisdicción determinada como la provincia del Nuevo Reino de Granada, es posible resaltar la búsqueda de un bienestar espiritual, temporal y administrativo al interior de las provincias jesuitas. En el ámbito urbano, existía un interés por afianzar la fe cristiana entre la población española, pues una buena parte de la visita contemplaba dejar establecidas algunas pautas que se debían realizar en determinados períodos del año. Esto se veía reflejado en la ejecución de procesiones, la recitación de sermones en calles, las confesiones y la redención de los fieles. Por otro lado, se encontraba el asunto del afianzamiento de la religión cristiana en las poblaciones indígenas que se encontraban congregadas en misiones fronterizas, como era el caso de los Llanos Orientales.

En términos generales, la visita provincial promovía la ejecución de misiones populares, enmarcadas por las celebraciones y festividades litúrgicas más relevantes del año, para lograr el afianzamiento de la doctrina cristiana en las distintas provincias americanas. Finalmente, podemos apuntar que, a través de la revisión de los documentos que den cuenta de otras visitas provinciales y misiones populares realizadas por la Compañía en otros territorios americanos, será posible establecer algunas similitudes y diferencias en las disposiciones locales que se establecían para el mejoramiento del estado espiritual y administrativo, los cuales pueden encontrarse determinados por distintos factores como la región, la población urbana y la personalidad de los misioneros que arribaban a ejercer sus respectivos ministerios. Esta es una tarea que puede ser realizada en el mediano plazo.














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1 Sobre los datos biográficos del padre Altamirano, ver Pacheco, 1959: 207.

2 Archivum Romanum Societatis Iesu (ARSI), Provincia Novi Regni et Quitensis, Tomo 15-II, Fol. 202v.

3 ARSI. Provincia Novi Regni et Quitensis, Tomo 15-II, Fol. 204r.

4 ARSI. Provincia Novi Regni et Quitensis, Tomo 15-II, Fol. 204v.

5 ARSI. Provincia Novi Regni et Quitensis, Tomo 15-II, Fol. 209r.

6 ARSI. Provincia Novi Regni et Quitensis, Tomo 15-II, Fols. 218v-219r.

7 ARSI. Provincia Novi Regni et Quitensis, Tomo 15-II, Fols. 213r-216r.

8 ARSI, Provincia Novi Regni et Quitensis, Tomo 15-II, Fol. 216v.

9 ARSI, Provincia Novi Regni et Quitensis, Tomo 15-II, Fols. 206v-207r.

10 La organización de las misiones populares en el Nuevo Reino, establecida por Altamirano, indicaba que se debían realizar de la siguiente manera: “El colegio de Santa Fe hará una vez misión cada año dentro de la ciudad, remudando las iglesias. Fuera de la ciudad le tocan los territorios por la parte de Usaquén hasta Chocontá, por la parte de arriba hasta Gachetá. Por la parte de Zipaquirá hasta Ubaté y de allí por Pacho hasta la Villeta, Muzo y la Palma. En Honda la misión se hará cada tres años, curso del Magdalena estancias y pueblos intermedios. En Mompox cada tres años. En Cartagena cada dos años, llegando hasta Santa Marta. En Tunja cada tres años, hasta el corregimiento de Chita, Pamplona, Villa de Leyva y Chiquinquirá. En Pamplona cada tres años. En Mérida cada tres años, hasta Maracaibo y los Llanos. En Popayán cada tres años”. Ver Pacheco, 1959: 223-226.

11 ARSI. Provincia Novi Regni et Quitensis, Tomo 15-II, Fol. 236r.

12 ARSI. Provincia Novi Regni et Quitensis, Tomo 15-II, Fol. 238r.

13 ARSI. Provincia Novi Regni et Quitensis, Tomo 15-II, Fol. 216v.