Itinerantes. Revista de Historia y Religión 18 (ene-jun 2023) 49-71

On line ISSN 2525-2178


El comienzo de una larga transición. El gobierno eclesiástico de Gabriel González y el fin de las misiones dominicas en Baja California, 1840 – 1854



The beginning of a long transition. The ecclesiastical government of Gabriel González and the end of the Dominican missions in Baja California, 1840 – 1854



Pedro Espinoza Meléndez

Universidad Autónoma de Baja California

pespinoza60@uabc.edu.mx



Resumen


Este artículo se desprende de una investigación más amplia, cuya finalidad es analizar la transición de las instituciones misionales a las propias de una iglesia diocesana en la península de Baja California, durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX. En este caso centro mi atención en los últimos años de presencia dominica en esos territorios, cuando la presidencia de las misiones fue ocupada por el padre Gabriel González, un personaje recordado por la historiografía local por comportarse más como un caudillo que como un misionero. Me interesa mostrar cómo, durante su gobierno eclesiástico, atravesado por la guerra entre México y Estados Unidos, tuvo lugar un proceso que no sólo implicó el desmantelamiento de las instituciones misionales, sino también el comienzo de una iglesia diocesana, cuya finalidad ya no era la evangelización de los indígenas sino administrar la vida espiritual de la “gente de razón”, por lo que la función de las misiones y los misioneros fue reemplazada por la de curas párrocos, aunque la autoridad episcopal en la península no logró consolidarse sino más de un siglo después.


Palabras clave: Misiones, misioneros, dominicos, secularización, Baja California, siglo XIX

Abstract


This article emerges from a bigger investigation, whose purpose is to analyze the transition from missionary institutions to those of a diocesan church in the Baja California peninsula, during the second half of the 19th century and the first half of the 20th century. In this case, I focus my attention on the last years of the Dominican presence in those territories, when the presidency of the missions was occupied by Father Gabriel González, a character remembered by local historiography for behaving more like a caudillo than a missionary. I am interested in showing how, during his ecclesiastical government, crossed by the war between Mexico and the United States, a process took place that not only implied the dismantling of missionary institutions, but also the beginning of a diocesan church, whose purpose was no longer the evangelization of the natives but to administer the spiritual life of the "people of reason", for which the function of the missions and missionaries was replaced by that of parish priests, although the episcopal authority in the peninsula was not able to consolidate itself for more than a century later.


Keywords: Missions, missionaries, Dominicans, secularization, Baja California, 19th century




Fecha de envío: 18 de mayo de 2023

Fecha de aceptación: 26 de junio de 2023




Introducción


Este trabajo se desprende de una investigación más amplia, cuya finalidad es dar cuenta de la transición de las instituciones misionales a las propias de una iglesia diocesana en Baja California, durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX. En este artículo, la atención está dedicada a los últimos años de presencia dominica en la península, cuando la presidencia de las misiones fue ocupada por el padre Gabriel González, un personaje recordado por la historiografía local por comportarse más como un caudillo que como un misionero, llegando a sublevarse contra las autoridades políticas y militares, y por participar en la resistencia armada en contra de la ocupación estadounidense que tuvo lugar entre 1846 y 1848. Durante su gobierno eclesiástico, tuvo lugar un proceso que, como ha mostrado la historiografía, implicó el desmantelamiento de las instituciones misionales que resultó de los decretos de secularización y colonización (Weber, 1981; Ortega, 2009; Trasviña, 2019), los cuales fueron justificados, en el caso de Baja California, por el declive de la población indígena (Magaña, 2009).

En las siguientes páginas me interesa mostrar cómo, durante el gobierno eclesiástico de Gabriel González, tuvo lugar un proceso que, por un lado, implicó un debilitamiento de la autoridad del padre presidente de las misiones, y por otro, apuntaba hacia la conformación de una iglesia diocesana, cuya finalidad ya no era la evangelización de los indígenas sino administrar la vida espiritual de la “gente de razón”. En este sentido, la secularización de las misiones no sólo implicó sustraer de los misioneros el control de los bienes y terrenos misionales, sino también un proceso que llevó a los misioneros a cumplir la función de curas párrocos y capellanes, colocados bajo la jurisdicción de un obispo y siendo reemplazados eventualmente por sacerdotes diocesanos, el cual se consolidó en 1854, cuando el arzobispo de México, Lázaro de la Garza, cesó la presidencia de las misiones y nombró un vicario capitular para Baja California (Espinoza, 2021), aunque la autoridad episcopal en la península no logró consolidarse sino más de un siglo después (Enríquez, 2008). También intento demostrar que la guerra entre México y Estados Unidos y sus consecuencias fueron centrales en este proceso.


Gabriel González y la presidencia de las misiones dominicas


Gabriel González (1801-1868) es un personaje recurrente en la historiografía sobre el siglo XIX en Baja California. Además de ser el último dominico que ocupó el cargo de padre presidente, instancia creada en 1773, cuando se formalizó la jurisdicción de la orden dominica sobre la península, es recordado por su participación en la vida política y militar. Hay dos episodios que han captado la atención de la historiografía: el levantamiento armado que organizó en 1843 para deponer al jefe político de Baja California (Gerhard, 1953; Grijalva, 1993) y su participación en la guerra contra los Estados Unidos, en 1846-48 (Bancroft, 1886; Martínez P. L., 1956; Terrazas, 1995; Trejo, 2002).1 González también forma parte de la memoria de las poblaciones sudcalifornianas pues, pese a tratarse de un religioso, procreó una numerosa descendencia y fundó dos apellidos que persisten hasta nuestros días, Villarino y Villavicencio (Gerhard, 1953; Grijalva, 1993; Reyes Silva, 2014). Aunque la historiografía lo ha caracterizado como un hombre fuerte, el análisis de su gobierno eclesiástico ofrece una imagen más compleja.

De origen español, González arribó a Baja California en 1825 y fue nombrado padre presidente de las misiones en 1840, año en el que se creó la diócesis de las Californias. Fue la primera diócesis erigida tras la independencia de México, en respuesta al proceso de secularización de las misiones impulsada durante la década previa, resultado de la primera Reforma liberal y de los intereses de una incipiente élite terrateniente (Ortega, 2009). Su primer obispo fue Francisco García Diego, franciscano. Arribó a Alta California en 1841 y estableció su sede en Santa Bárbara al año siguiente. Su gobierno eclesiástico fue breve, ya que falleció en 1846. Aunque logró sentar las bases de una iglesia diocesana, enfrentó serias dificultades, tales como la hostilidad de las autoridades locales, que temían que intentara restaurar el régimen misional, y la negativa del gobierno mexicano al cumplir su compromiso de poner a su disposición el antiguo Fondo Piadoso, creado por los jesuitas para la evangelización de las Californias.2 Tras su muerte, la sede fue ocupada provisionalmente por otro franciscano, José María González Rubio. En 1851 arribó a California su segundo obispo, el dominico José Sadoc Alemany (Weber, 1972).

Entre 1779 y 1840 las misiones dominicas dependieron de la diócesis de Sonora. Esta relación, poco explorada por la historiografía, parecía estrecharse en la década de 1830. En 1838, los superiores de las misiones de Alta y Baja California recibieron de Lázaro de la Garza, obispo de Sonora, el título de vicarios foráneos. En el caso de Baja California, la facultad de administrar la confirmación se dio al padre presidente, Félix Caballero, y José Antonio Morquecho, quien fungía como vicepresidente en el sur de la península.3 En ese mismo año, el obispo decretó la creación del Libro de las determinaciones tomadas por la Presidencia de las Misiones y Vicaría Foránea adjunta a la misma por decreto del Ilmo. Obispo Don Lázaro de la Garza, conforme el decreto del 3 de enero de 1838 (en adelante Libro de gobierno), una fuente poco explorada para la historia religiosa de la península en el siglo XIX.4

La relación del primer obispo de Californias con los misioneros de la península fue ambivalente. Cuando en 1836 solicitó al Cabildo Metropolitano de México erigir una diócesis en las Californias, ejemplificó su preocupante estado espiritual con una anécdota de su breve paso por Baja California años atrás.


[…] debido a un providencial infortunio, estuve en Baja California por algún tiempo, durante el cual atendí a muchos de sus habitantes, les prediqué, escuché sus confesiones, me familiaricé con sus miserias y me compadecí de las mismas. Puedo dar testimonio de su infeliz estado, que verdaderamente necesita su atención y preocupación. Permítaseme comenzar con algunas palabras sobre el área peninsular.

El territorio se extiende por más de 400 leguas, desde el Cabo San Lucas hasta la misión de San Miguel. Cuando estuve ahí, era atendido por sólo cinco dominicos, establecidos a tales distancias entre ellos que hacía imposible cuidar propiamente de las almas a su cargo. Consecuentemente, con excepción de los habitantes más cercanos, la mayoría de la población no puede escuchar misa ni cumplir con sus obligaciones espirituales. Muchos mueren sin asistencia espiritual, y nunca, o al menos, raramente, pueden escuchar la Palabra de Dios. Entendiblemente, no comprenden su fe religiosa, y sus vidas difícilmente se distinguen de las de los bárbaros y de los salvajes (Weber, 1976: 88-89).

A pesar de esta preocupación, dirigida no hacia la evangelización de los indígenas sino a la feligresía católica de esos territorios, García Diego no visitó la península tras su ordenación y, además de otorgar a González el título de vicario foráneo en 1843, se involucró poco en la vida de esas misiones. González se lo hizo saber en una carta de 1842:


Grande ha sido la alegría y entusiasmo que entre los Reverendos Padres Misioneros y sus feligreses porción de la grey, de quien Vuestra Señoría es su Obispo y Pastor, han causado las dos Pastorales que la caridad de Vuestra Señoría se dignó remitirnos para nuestro consuelo.

[…] Todos, Ilustrísimo Señor, deseábamos y esperábamos que, al paso para la Alta California, tendríamos la gloria de visitarle y recibir su bendición paternal, y cuando todo estaba preparado para recibirle, también sufrimos el triste desengaño de que Vuestra Ilustrísima había llegado ya a la Alta, sucediendo con esto las lágrimas y la tristeza al gozo.5

Estos testimonios se enmarcan en un proceso que ya algunos historiadores han apuntado sobre los últimos misioneros de Baja California, pues desde la década de 1830, su labor cada vez se asemejaba más a la de curas párrocos que a la de evangelizadores (Niesser, 1998; Trasviña, 2019). Un indicador de ello es su distribución geográfica. La historia demográfica muestra cómo, a lo largo del siglo XIX, la población nativa prácticamente desapareció del sur de la península y fue reemplazada por “gente de razón”. A mediados de la década de 1830 la península de Baja California tenía cerca de 10 mil habitantes. Poco más de 5 mil seiscientos vivían en el sur (Trejo, 2005) y alrededor de 4 mil en la región de la frontera, en el norte. De estos últimos, alrededor de 3 mil eran indígenas (Magaña, 2004). La persistencia de población indígena exentó a esas misiones de la frontera de los decretos de secularización emitidos en las décadas de 1830 y 1840, ya que la premisa que guiaba estas disposiciones era que “que donde no haya comunidad de neófitos, no hay misión” (Lassépas, 1859, pág. 212). Sin embargo, el mayor número de misioneros se localizó en el sur, mientras que, desde 1825, hubo sólo dos misioneros en la frontera, situación acentuada en 1840, cuando se retiró de allí Félix Caballero.

El padre Félix Caballero llegó a la región en 1817. En 1825 se convirtió en presidente de las misiones y en 1834 fundó la última misión dominica de Baja California, Nuestra Señora de Guadalupe. La historiografía ha destacado su participación en la vida económica de la región como ganadero, comerciante y prestamista, llegando a tener a su cargo casi 5 mil cabezas de ganado (Martínez J., 2013). Asimismo, la fundación de la misión de Guadalupe se asemejaba a una parroquia que atendía a la “gente de razón” que se asentaba en la zona (Niesser, 1998: 248). Caballero abandonó la región cuando un contingente kumiai atacó la misión de Guadalupe, al parecer, como represalia porque el misionero bautizó algunas mujeres y niños sin la autorización de Jatñil, un líder indígena que antes había cooperado con él. El dominico se trasladó a San Ignacio, en el desierto central, donde murió en agosto de 1840. Algunas fuentes indican que pudo tratarse de un envenenamiento ya que, desde años atrás, el religioso se encontraba en disputa por el control de los bienes misionales. De acuerdo con Magaña, la salida de Caballero de la frontera puso fin a la presencia dominica como una instancia capaz de mediar entre los soldados misionales y los indígenas que habitaban esa región, ya que el otro misionero que se encontraba allí, Tomás Mancilla, era considerado incapaz, pues padecía un “accidente de demencia” (Magaña, 2017: 449-450).

Entre abril de 1840, cuando se creó la diócesis de las Californias, y 1854, cuando cesó la presidencia de las misiones de Baja California, hubo doce religiosos adscritos a dicha jurisdicción. Como se observa en el cuadro 1, solo cuatro de ellos estuvieron asignados a la frontera. El resto se dedicó a atender las localidades del sur, destacando San Antonio, un poblado minero que no tenía un antecedente misional. Sólo la mitad de esos religiosos pertenecía a la Orden de Predicadores. Esto se explica no sólo por las dificultades de la orden para proveer de misioneros, sino también, como veremos, por los reacomodos que ocurrieron tras la anexión de Alta California a los Estados Unidos. Sólo Caballero, fallecido en 1840, arribó a la península en tiempos novohispanos. El resto de los dominicos llegó en el contexto del México independiente y republicano y, pese a su origen español, lograron sortear los decretos de expulsión de los años 20 (Ruiz de Gordejuela, 2007).


Cuadro 1: Religiosos adscritos a la presidencia de las misiones dominicas de Baja California, 1840-1854

Nombre

Orden religiosa

Año de ingreso

Misión(es) o parroquia(s) asignada(s)

Año de salida y/o fallecimiento

Félix Caballero (presidente)

Dominico

1817

Frontera; San Ignacio

1840 (Muerte)

Gabriel González (presidente)

Dominico

1825

Todos Santos; La Paz

1854 (partida); 1866 (muerte)

Antonio Morquecho

Dominico

1835

San Antonio

1841 (muerte)

Ignacio Ramírez Arellano

Dominico

1833

San José del Cabo; Frontera

1848 (partida)

Tomás Mancilla

Dominico

1824

Frontera; San Antonio

1854 (partida)

José de Santa Cruz

Dominico

1841

San José del Cabo

1844 (muerte)

Vicente Sotomayor

Mercedario

1836

Loreto

1850 (partida)

Ausencio Torres

Mercedario

1836

Mulegé

1845 (partida)

José Suárez del Real

Franciscano

1852

Frontera

1852 (partida)

José Guadalupe Pedroza

Franciscano

1853

Comondú

1855 (partida)

José María Acosta

Franciscano

1853

Loreto

1854 (partida)

Félix Migorel

Picpus

1853

Mulegé; Comondú; San Ignacio

1859 (muerte)

Fuente: Elaboración propia con base en González, et. Al. (1840-1895); Magaña (2007); Espinoza (2021).



Una dificultad mayor durante la presidencia de González fue su conflictiva relación con el poder político. Los ensayos biográficos escritos por Gerhard (1953) y Grijalva (1993) coinciden en que, desde su llegada, el dominico entró en controversias con las autoridades, quienes lo acusaron de llevar una vida escandalosa, de ser un usurero y de maltratar a los indígenas. Estas denuncias solían ir acompañadas de solicitudes para ocupar las tierras asignadas a la misión a su cargo. Al igual que Caballero, su gestión como padre presidente se enmarcó en una disputa por los bienes misionales. Los informes de los jefes políticos solían referirse a él como agitador, sedicioso, “sembrador de revoluciones”, y como alguien que se comportaba “más como un cacique que como un fraile” (Trasviña, 2019: 298). Durante la década de 1830 llegó a involucrarse en movilizaciones armadas en el marco de las pugnas entre centralismo y federalismo a nivel nacional, al tiempo que se opuso a los decretos de secularización y colonización.

Uno de los episodios más recordados es el levantamiento que, a comienzos de 1842, logró tomar como prisioneros al jefe político, al comandante militar y a uno de los jueces de La Paz, cabecera política del territorio, y que ha sido leída como resultado de su oposición a los decretos de secularización (Grijalva, 1993; Trasviña, 2019). De acuerdo con Peter Gerhard, el jefe político Luis Castillo Negrete señaló como los cabecillas de la sublevación al padre González y a otro dominico, Ignacio Ramírez Arellano. González fue tomado preso y enviado a la Ciudad de México, y los bienes de la misión de Todos Santos fueron confiscados. El resto de los amotinados fueron encarcelados en Mazatlán (Gerhard, 1953). Al parecer, el misionero supo ganarse la simpatía de las autoridades nacionales, entre ellas, el presidente Antonio López de Santa Anna. Los jueces lo encontraron inocente y le ordenaron regresar a Baja California. Poco después, el jefe político fue removido de su cargo. No obstante, Trasviña ubica en este conflicto el fin del régimen misional Baja California, ya que, luego de esto, los misioneros poco pudieron hacer para oponerse a la enajenación de los bienes por parte de las autoridades políticas y militares emitidos hasta mediados del siglo (2019: 314).

Las anotaciones del Libro de gobierno dejan ver que la mayor preocupación de González y de la orden dominica en esos años fue el destino de los bienes del padre Félix Caballero que, a su muerte, quedaron en manos del gobierno local. En octubre de 1840, el padre provincial, Francisco López Cancelada, pidió a González trasladarse a San Ignacio para inventariar los bienes de Caballero que estaban en poder del juez del lugar.6 El dominico solicitó al jefe político respetar los bienes del misionero, no sólo por su pertenencia a la orden religiosa, sino también porque Caballero tenía familiares vivos en España y México, y había firmado tratados que garantizaban las sucesiones y herencias de los españoles.7 A finales del año, pidió a la jefatura política poner los bienes del religioso en manos del padre Ausencio Torres, quien fue nombrado asignado a San Ignacio.8 También le pidió a Tomás Mancilla inventariar los bienes del dominico fallecido en la frontera.9 El gobierno de la república fue notificado del asunto en abril de 1841, pero optó por dejarlo en manos de los jueces del territorio.10 González reunió un expediente con toda la documentación relativa a la herencia de Caballero y la envió al provincial.11 Cuando fue absuelto por la revuelta de 1842, el gobierno de la república dispuso que se devolvieran los bienes confiscados y que los terrenos misionales de la frontera quedaran en manos Mancilla.12 Aunque esta disputa se prolongó hasta mediados de la década, no he encontrado evidencia de que la herencia de Caballero fuera devuelta a los misioneros.

González también enfrentó dificultades propias del ámbito religioso, tales como la falta de recursos para sostener al clero y la desobediencia de los misioneros. La primera de ellas es una constante a lo largo del norte de México durante la primera mitad del siglo XIX (Weber, 1981; Enríquez, 2009) y se debía, entre otras cosas, a que en los territorios de misión se había exentado a la mayoría de sus habitantes de los pagos de los diezmos. En 1841, González redactó una circular que debía ser leía en todas las misiones. Aunque posee un tono de reproche porque “algunos feligreses, olvidándose de sus obligaciones a contribuir como cristianos católicos al sostén del culto divino y manutención de los Padres Ministros de sus respectivas iglesias, les rehúsan el pago de diezmos, primicias y obvenciones”, reconoció un legítimo malestar porque: “algunos Ministros llevan excesivos derechos llamados obvenciones sin sujetarse a aranceles, lo que ha causado en vuestra alma bastante sentimiento al considerarse un interés factible por la administración de los santos sacramentos”.13 Este problema fue reiterado en una carta enviada al obispo al año siguiente:


Son muy pocos, Su Ilustrísima, los que lo pagan (el diezmo), de manera que con esto y con que este país es muy estéril, es muy precaria la renta que algunos pueblos no pagan o no llega a 25 pesos la renta de lo colectado, algunos más otros menos. Cuando la renta o la colección se hacía se cuenta al Erario, aunque los interesados lo exigían por la coacción, nunca llegó la renta de Diezmos a 800 pesos en toda esta Baja California. Hoy que no se les puede pasar por la coacción y que los ganados han disminuido en muchas partes, le puedo asegurar que no se colectan la mitad que antes.14

Las anotaciones del Libro de gobierno muestran que González llegó a tener una relación complicada con los misioneros a su cargo. A comienzos de 1841 amonestó a Antonio Morquecho por haber celebrado el matrimonio de una pareja en impedimento de consanguinidad sin llevar efectuar los trámites correspondientes. A mediados del año le ordenó devolver a los contrayentes el dinero pagado para la boda.15 En septiembre de ese año le ordenó trasladarse a San Ignacio con la consigna de que, de no hacerlo en los próximos quince días, quedaría suspendido de sus funciones.16 Morquecho falleció al mes siguiente.17 Algo parecido ocurrió con Ausencio Torres. En 1843 recibió una licencia para viajar a México y atender sus problemas de salud.18 En 1845, González acordó con el superior de la Orden de la Merced la baja definitiva de Torres del cuerpo de misioneros.19 El religioso no se retiró de la península, de modo que, en mayo de ese año, el padre presidente le dio un plazo de 15 días para marcharse, de lo contrario quedaría suspendido de sus funciones. Además, solicitó a la jefatura política recurrir a la fuerza si el mercedario no obedecía;20 su salida se concretó en junio de 1845.21

Del mismo modo, en 1844 José de Santa Cruz pidió licencia para viajar a México y atender sus problemas de salud. González le pidió presentarse ante el antes de marcharse, pero el dominico “no lo hizo como se le prevenía y se fue el 29 del mismo mes, embarcándose para Mazatlán sin obedecer la orden”.22 La correspondencia de González con el obispo de Californias indica que Santa Cruz murió a finales del año en Sinaloa.23 En ese mismo año, Tomás Mancilla fue amonestado por escrito: “le reprendo su mala conducta […]. Le digo que, si no toma otro género de vida con el público, se verá precisado a salirse de Fronteras. Le amonesto encarecidamente que deje el vicio que lo pierde”.24 Aunque el documento no especifica las faltas del misionero, otras fuentes refieren no sólo al “accidente de demencia” antes señalado, sino también a su asiduo consumo de licor (Magaña, 2017: 450). Para 1846, cuando falleció el obispo de las Californias e inició la guerra con los Estados Unidos, sólo había cuatro religiosos en la península.


La guerra con los Estados Unidos


La correspondencia de las autoridades eclesiásticas de las Californias muestra que, desde 1845, había una preocupación compartida por una inminente guerra con los Estados Unidos. En julio de ese año, el obispo García Diego expresó sus temores al Ministerio de Justicia e Instrucción Pública:


Hoy, pues, que están cortadas ya nuestras relaciones diplomáticas con el gobierno de los Estados Unidos del norte, y que amenaza un rompimiento y futuro choque entre ambas potencias, duplicaré mis gemidos ante el ser supremo para que de ningún modo permita tengamos que sufrir los horrores de la guerra, ni mucho menos el que nuestros enemigos logren en lo más mínimo el menoscabar los derechos incuestionables, ni el decoro, ni la dignidad del Supremo Gobierno.25


Meses atrás, Gabriel González le envió una carta donde, además de informar de la muerte de José de Santa Cruz y de su proyecto para reconstruir los templos de La Paz y San José del Cabo, externó sus preocupaciones por la inestabilidad política de México y por un posible conflicto mayor con los Estados Unidos: “También amenaza el Norte América con la Guerra, si México la lleva a Texas. Los periódicos que adjunto a Vuestra Señoría Ilustrísima le informarán de algo. Aquí sabemos que en la Alta se disfruta poco de pacificación. Dios Nuestro Señor tenga piedad de estos pueblos”.26

La participación de Gabriel González y Vicente Sotomayor en la guerra contra los Estados Unidos es un dato recurrente en la historiografía (Gerhard, 1953; Martínez, 1956; Terrazas, 1995; Trejo, 2002). Más allá de una anécdota útil para ilustrar la dimensión religiosa de esta guerra, del que me ocupo en otro trabajo, me interesa mostrar que la invasión estadounidense representó dos rupturas para el grupo de misioneros de la península.27 Por un lado, no todos los religiosos se situaron en el mismo bando. Por otro lado, el obispado de Californias se convirtió en una diócesis binacional tras la firma de los tratados de Guadalupe-Hidalgo. Esto supuso una crisis de autoridad eclesiástica que se resolvió en 1854, aunque ello implicó suprimir la presidencia de las misiones dominicas.

La historia de la invasión estadounidense en la península ha sido previamente estudiada (Moyano, 1987; Terrazas, 1995; Trejo, 2002). En septiembre de 1846, luego de tomar otros puertos del noroeste, las tropas estadounidenses ocuparon la península de Baja California. Para evitar una confrontación armada, el comandante militar Francisco Palacios Miranda firmó un tratado de neutralidad. Aunque los mandos norteamericanos prometieron respetar los derechos de ciudadanía de la población sudcaliforniana, pronto intentaron obligar a las autoridades a jurar lealtad a la constitución de los Estados Unidos. Esto generó descontento entre algunos sectores que desconocieron la autoridad de Palacios, nombraron en su lugar al capitán Manuel Pineda, e iniciaron una guerra de guerrillas para enfrentar a los invasores. Mientras las tropas estadounidenses se asentaron en La Paz, la resistencia tuvo dos epicentros: San José del Cabo, como sede alterna de gobierno, y las antiguas misiones de Loreto y Comondú, donde se organizó la “Guerrilla Guadalupana de Comondú”. Entre sus líderes se contaron los padres González y Sotomayor. Las tropas estadounidenses respondieron con una intervención militar mayor, fue encabezada por el coronel Henry Burton, quien tuvo a su mando dos compañías de voluntarios y fue nombrado gobernador de Baja California. Aunque las guerrillas sudcalifornianas se mantuvieron en armas aún tras la capitulación de la ciudad de México, no pudieron vencer a los ocupantes. En febrero de 1848 fueron capturados sus principales líderes, entre los cuales se contaba el padre González.

Algunos trabajos publicados en las últimas décadas (García Ugarte, 2010; Pinheiro, 2014; Guardino, 2018) han puesto atención en la dimensión religiosa de esta guerra. Además de anécdotas como la deserción del Batallón de San Patricio en favor del ejército mexicano debido a la afinidad religiosa de los irlandeses, o de la rebelión de los Polkos, que le valió al clero católico ser tildada de traidor por su reticencia a cooperar con mayores recursos para el estado mexicano, la historiografía reciente ha resaltado tanto el liderazgo militar de personajes como el padre Celedonio Domeco de Jarauta (González Esparza, 2018), así como la importancia que la alteridad religiosa tuvo en las experiencias de las poblaciones ocupadas y de las tropas invasoras. La participación de González y Sotomayor resulta comprensible como expresión regional de la dimensión religiosa de esta guerra, aunque conviene introducir algunos matices para complejizar el asunto.

El primero es que las fuentes que capturan con mayor nitidez la participación de los misioneros en el conflicto son de origen estadounidense y se encuentran cargadas de prejuicios anticatólicos. Por ejemplo, el oficial Henry August Wise narró en su libro Los Gringos cómo la “pasión” de las guerrillas sudcalifornianas fue exacerbada por el padre González quien, según él, temía perder su influencia clerical entre la población nativa, “heredando, con toda su raza, una antipatía natural hacia la marcha de los anglosajones” (Wise, 1849: 181). El retrato más detallado sobre la figura de González, sus faltas al voto de castidad, sus habilidades como jugador de cartas y la laxitud con la que administraba los sacramentos se encuentra en Six months in the Gold mines, el relato de Edward Gould Buffum, un periodista que se contó entre los voluntarios encabezados por Burton. Para este autor, González era tanto el síntoma de la inmoralidad que se vivía en territorio mexicano como uno de sus responsables, pues su comportamiento distaba del ejemplo que, como sacerdote, debía representar para sus feligreses El periodista se dijo admirado por encontrar dicha realidad “en un país en el que ha brillado la luz del cristianismo y entre un pueblo que profesa ser cristiano” (Gould Buffum, 1850: 163-164).

El segundo matiz es que, pese a compartir dichos prejuicios, algunas fuentes estadounidenses distinguen la participación de González y la de Sotomayor. Un ejemplo es el testimonio del capitán Henry W. Halleck, quien describió a González como un hombre “fresco, astuto e inteligente” quien habría jugado un rol similar al de un doble agente, ya que recibió con engaños a los mandos estadounidenses, mostrándose amistoso mientras proveía información, armas y municiones a las guerrillas.28 Por el contrario, Sotomayor fue descrito como un fanático religioso a quien sus propias tropas no tomaban en serio. Según dijo, era un hombre de escaso intelecto a quien sus feligreses llamaban “tonto” y “loco”, y en sus sermones hablaba de los estadounidenses como el ejército de “Gog y Magog”, reunido por el diablo para perseguir a los santos en tiempos apocalípticos. En una batalla próxima a La Paz habría encabezado él mismo a la guerrilla, asegurando que bajaría fuego del cielo para devorar a los “Yankees infieles” (Nunis, 1977: 96). Pese a esta distinción, que parecería indicar que el padre González gozaba de un mayor arraigo entre la sociedad sudcaliforniana, Halleck no reparó en enfatizar los defectos de los curas guerrilleros, afirmando que González habría contraído una enfermedad venérea, y caracterizando a Sotomayor como un aficionado a apostar en peleas de gallo y otras diversiones (Nunis, 1977: 95-96).

El tercer matiz es que, como se advirtió, la ocupación estadounidense no supuso una respuesta homogénea por parte de la población sudcaliforniana. La división resultante del pacto de algunas autoridades con los norteamericanos también afectó a los misioneros. En 1848 se firmaron los tratados de Guadalupe Hidalgo y los sudcalifornianos que habían pactado con las fuerzas invasoras se enteraron de que la península permanecería como territorio mexicano. En ese año fueron liberados los principales líderes de las guerrillas, y algunas fuentes señalan que el propio padre González, quien había sido enviado preso a Mazatlán, Sinaloa, sugirió juzgarlos como traidores. Por ello, alrededor de trescientas personas abandonaron Baja California junto con las tropas estadounidenses y se trasladaron a Alta California. Entre ellos se contaba el padre Ignacio Ramírez. No quedan claras sus razones, aunque es posible que se haya debido a su cercanía a la familia Ruiz, entre quienes destacaba la joven Amparo Ruiz, quien se casó con el coronel Henry Burton, ya que el dominico celebró su matrimonio en 1849 en Monterrey, California (Sánchez & Pita, 2001: 13-14). Años después, en 1851, en un contexto en el que tuvieron lugar varias invasiones filibusteras en el noroeste de México, corrieron rumores en la prensa estadounidense de que los habitantes de la península deseaban ser anexados a los Estados Unidos. Un grupo de vecinos de San José del Cabo escribió una carta a la presidencia de la república para jurar lealtad a la patria. En ella, caracterizaron al padre Ramírez como un traidor.


Acaso los periodistas a que nos referimos recordarán que al tiempo que fuimos invadidos, pasaron al bando enemigo algunos funcionarios públicos, entre los que lo fueron el Jefe Político, don Francisco Palacios Miranda, el padre misionero fray Ignacio Ramírez, y otros de su calaña que, olvidándose del honor y del deber, y tal vez por conservar sus destinos a costa de tanta afrente y baldón, fueron el escándalo y vil ejemplo para muchos otros que los siguieron en su infidencia. Estos hijos desnaturalizados tuvieron que emigrar con sus nuevos amos a quienes se vendieron con infamia, pero aunque la ley no los castigó como merecían, los más de ellos están sufriendo el castigo justamente debido, viéndose dentro de una nación que los desprecia, y sin libertad para volver a su patria, que la vendieron vil y cobardemente.29


Si bien rebasa la temporalidad de este trabajo, conviene señalar que, en los años siguientes Ignacio Ramírez y Arellano tuvo una ruptura identitaria con el catolicismo, ya que algunas fuentes lo ubican como uno de los llamados “padres constitucionalistas”, que por su filiación liberal rompieron con el episcopado mexicano a mediados del siglo XIX (Téllez, 1990), así como uno de los primeros predicadores evangélicos en la ciudad de México, durante la década de 1860 (Morales, 1905). Por su parte, Sotomayor llegó a ser condecorado años más tarde por sus servicios durante la guerra.30





El inicio de una iglesia diocesana y el fin de las misiones


La partida de Ignacio Ramírez disminuyó aún más al clero de la península. En 1849, Tomás Mancilla abandonó la frontera y se trasladó al sur de la península. En ese momento sólo tres misioneros se encontraban en Baja California. Gabriel González en Todos Santos, Vicente Sotomayor en San Ignacio y Tomás Mancilla en San Antonio. Aunque la documentación disponible en materia eclesiástica para la primera mitad de la década de 1850 en Baja California es reducida y dispersa, es posible observar que se acentuaron varios procesos iniciados en las décadas previas. En esos años ingresaron cuatro religiosos que no pertenecían a la orden dominica: tres franciscanos del colegio de Guadalupe en Zacatecas, y un misionero francés de la Congregación de los Sagrados Corazones, mejor conocida como Picpus (Espinoza, 2021, págs. 131-133).31 Es de resaltar que ninguno de estos sacerdotes fue asignado a Baja California como misionero, sino que recibieron el título de curas párrocos o capellanes. Además, en esos años se dio un mayor involucramiento de las autoridades políticas en el ámbito religioso, tanto a nivel nacional como local, no para sostener lo que quedaba régimen misional sino para fortalecer una iglesia diocesana.

El primer religioso que ingresó fue José María Suárez del Real, quien en 1852 fue asignado a la frontera. La región llevaba dos años sin ningún sacerdote, desde que Mancilla se había marchado. Suárez fue parte del grupo de franciscanos que acompañó a Francisco García Diego a Alta California en 1833, cuando los religiosos del colegio de San Fernando, al que originalmente fue asignada esa provincia, resultaban insuficientes para atender sus misiones. Suárez estuvo en San Carlos Borromeo y Santa Clara. Aunque pudo sortear los decretos de secularización y la ocupación estadounidense, en 1851 entregó su parroquia a un jesuita de origen anglosajón y se trasladó a Baja California (Bacich, 2017). A inicios de 1852 recibió el nombramiento, ya no de misionero, sino de capellán de la colonia militar establecida en la otrora misión de Santo Tomás. Su tránsito por la región fue breve, ya que se vio involucrado en un levantamiento armado por el control de la colonia, lo que le valió ser detenido y enviado a la comandancia de Arizpe, en Sonora, para ser juzgado.32

En 1853 arribaron otros tres religiosos. Quienes tramitaron su asignación fueron las autoridades civiles y no la presidencia de las misiones, y los poblados a los que fueron destinados no fueron reconocidos como misiones sino como curatos. Dos de ellos eran también franciscanos del colegio de Guadalupe. José Guadalupe Pedroza fue asignado a Comondú, y José María Acosta a Loreto. Ambos religiosos parecen haberse integrado a la incipiente vida eclesiástica de la península, aunque su estancia fue también breve. Acosta viajó ese mismo año al obispado de Durango para obtener los santos óleos que se emplearían en Baja California,33 mientras que Pedroza recibió el nombramiento de capellán militar del territorio a finales de 1854.34 Los dos se retiraron de la península en 1855.35

Resulta llamativa la trayectoria de Félix Migorel, un misionero francés perteneciente a la congregación conocida como Picpus. Durante la década previa había trabajado como profesor en un colegio Santiago de Chile (Yñiguez, 1906), y en 1850 arribó a Alta California junto con otros seis religiosos de su orden, por invitación del padre José María González Rubio. Estuvo en San Francisco, Santa Inés y Los Ángeles, y en 1853 se ofreció como voluntario para ir a Baja California (Jore & Oliva, 1964). Su ingreso a la península representaba un caso excepcional porque era extranjero. No obstante, Teodosio Lares, ministro de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción pública, autorizó su permanencia en territorio nacional: “el Presidente de la república me manda decir a Vuestra Señoría, como lo verifica, que limitándose el Padre Migorel a la predicación del evangelio, sin mezclarse en asuntos políticos, no hay inconveniente por parte del gobierno en permitirle su santo ministerio”.36

Con la década de 1850 aumentó la comunicación entre los mandos políticos de Baja California y las autoridades de la república. A comienzos de 1850, el jefe político Rafael Espinosa solicitó al gobierno que las autoridades de Baja California pudieran disponer de los recursos restantes del fondo piadoso para reparar los templos de La Paz, Loreto, Comondú, Mulegé, San Antonio y Santo Tomás, aunque no recibió respuesta.37 Meses después, informó a la presidencia y al ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos que se había colocado la primera piedra de un templo en la ciudad de La Paz, a donde recientemente se había trasladado el padre presidente. Según dijo, ahí sólo había una capilla, insuficiente para atender a la población que asistía a misa.38

En febrero de 1851, el comandante militar, Francisco Javier del Castillo Negrete, hermano del jefe político que se enfrentó al padre González una década atrás, envió una carta al arzobispo de México, Lázaro de la Garza, para felicitarlo por su reciente nombramiento. Como vimos, antes de recibir ese cargo, el prelado había sido obispo de Sonora, por lo que estaba familiarizado con la realidad del noroeste mexicano. El documento es sintomático de que, pese a la complicada relación que habían sostenido con los últimos dominicos, la religión católica era una preocupación para las autoridades políticas de la península, aunque no hay referencia alguna a la evangelización de los indígenas de la frontera.


Un gran placer de recibido al saber que Vuestra Señoría Ilustrísima ha sido preferido para la silla Arzobispal, porque veo la necesidad de tener a la cabeza de nuestra Iglesia un prelado como Usted. Cumplidos mis deseos y renacida mi esperanza de que pondrá de su parte cuanto pueda para que en este remoto país no nos falten sacerdotes, prudentes y virtuosos que vivifiquen nuestra religión Católica, Apostólica y Romana.

Desde Mulegé a San Diego median unas doscientas sesenta leguas, con más de 600 habitantes, y no tenemos un sacerdote que nos consuele, ni bautice nuestros hijuelos, ni nos defienda con sus oraciones para que no se propaguen en este país las ideas que se han difundido en la Alta California, ni nos administre en nuestra última hora.39


A lo largo de 1852, el jefe político de Baja California, Rafael Espinosa, llevó a cabo una serie de gestiones para que seis niños y jóvenes de las municipalidades del sur de la península fueran enviados a estudiar al seminario de la arquidiócesis de México. Aunque la documentación sobre el asunto no resulta escueta y no hay evidencia de que la iniciativa se haya concretado, resulta significativa porque los trámites habrían de involucrar tanto a las máximas autoridades de la república, políticas y eclesiásticas, como a los párrocos de las otrora misiones, pero no al padre presidente:


El excelentísimo señor presidente que ve en este negocio un porvenir tan grato como lisonjero ha dispuesto que se comunique a S.S que inmediatamente dicte sus providencias a fin de que se haga efectiva la venido de los seis jóvenes de que se trata los cuales deberán tener, por lo menos, las cualidades indicadas trayendo consigo los documentos expresados y que pide el ilustrísimo señor arzobispo, sustituyendo la información del Señor Vicario Capitular, que no existe en ese territorio, con la de los eclesiásticos encargados de las parroquias, a cuyas feligresías pertenezcan los jóvenes.40

El involucramiento de la presidencia de la república, del arzobispado de México y del ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos en asuntos locales de Baja California bien pudo deberse a que entre 1851 y 1854 tuvo lugar una crisis de autoridad eclesiástica que, en buena medida, fue resultado del desenlace de la guerra con los Estados Unidos. Como vimos, la sede episcopal de las Californias fue ocupada provisionalmente por el franciscano José María González Rubio en 1846, cuando murió su primer obispo. Sin embargo, la firma de los tratados de Guadalupe-Hidalgo la convirtió en una jurisdicción binacional, un asunto que se agravó en 1851, cuando arribó su segundo obispo, el dominico José Sadoc Alemany. Cuando el arzobispo de México, Lázaro de la Garza, consultó al gobierno mexicano sobre la jurisdicción del nuevo obispo, la presidencia de la república respondió que “el Supremo Gobierno Mexicano no puede reconocer como sufragáneo de esta Sagrada Mitra Metropolitana a un Obispo extranjero en cuyo nombramiento no ha tenido intervención y que por lo mismo no puede permitir que ejerza ninguna clase de jurisdicción en la parte de aquel territorio que ha quedado sujeto a nuestra República.”41

El asunto parece haber sido motivo de mayor preocupación para el gobierno mexicano que para el arzobispo, algo comprensible porque, tras la independencia, las autoridades políticas habían venido ejerciendo de facto el patronato real que antes había sido depositado en el rey de España (García Ugarte, 2010). De este modo, la representación mexicana en Roma intentó gestionar que se creara una diócesis para Baja California en 1853.42 No obstante, la Santa Sede dejó en claro que no existían las condiciones para crear y sostener un obispado en dichos territorios, de modo que las negociaciones persistieron hasta 1855, cuando el papa Pío IX aceptó que se nombraran dos nuevos obispos para la república mexicana, Pelagio Labastida y Dávalos para la diócesis de Puebla, y Juan Francisco Escalante, obispo in patribus para Baja California.43

Las noticias de estas negociaciones llegaron a ser conocidas en Baja California. El Ministerio de Justicia se comunicó con el obispo Alemany para sugerirle “se abstenga de ingerirse en los negocios de nuestro territorio y de pedir dinero para sostener sus misiones”44 y el Ministerio de Relaciones Interiores y Exteriores informó del asunto al jefe político. Este último notificó al padre González quien, en su respuesta, dijo haber estado en comunicación con el prelado de las Californias. Al parecer, Alemany planeaba visitar la península, pero el padre presidente, enterado de la resolución del gobierno mexicano, lo persuadió de abstenerse de viajar a la península.45

Las relaciones entre González y las autoridades locales continuaron deteriorándose. En septiembre de 1853, el juez de paz de Todos Santos le llamó la atención por un enfrentamiento que tuvo lugar en esa localidad entre el dominico y el alguacil del lugar. Según la versión del padre presidente, él y el sacristán fueron amenazados en público por el alguacil, con espada en mano, para que dejara de tocar las campanas en una misa funeraria por orden del alcalde del lugar. El misionero habría respondido: “Diga usted al alcalde, que así como yo no me meto en los asuntos del juzgado; también él no debe meterse en mis funciones eclesiásticas.” González enfatizó la gravedad del asunto, pues el agresor incurrió en una falta “que lo declara con excomunión mayor al atacar la inmunidad eclesiástica”. Según dijo: “Estos procedimientos si no se reprimen desde un principio, llegarán a ser comunes; y de fatal trascendencia”.46

Finalmente, en 1854 arribó a la península el padre Juan Francisco Escalante. El otrora párroco de Hermosillo recibió del arzobispo de México el título de vicario capitular ante la negativa de José María González Rubio para trasladarse a la península y ocupar dicho cargo. Lo acompañaban tres sacerdotes de la diócesis de Sonora, y al año siguiente fue consagrado obispo titular de Anastasiápolis, además del título de vicario capitular de Baja California que le había sido otorgado. La noticia no fue del agrado de González y tuvo que intervenir el comandante militar en turno, José María Blancarte. Cercano al presidente Antonio López de Santa Anna, Blancarte llegó a Baja California a finales de 1853 para sofocar una invasión filibustera en la frontera, aunque para entonces ya había sido contenida por los habitantes de la región. En un informe que envió a la presidencia de la república en 1855 relató cómo no sólo logró que Escalante tomara posesión, sino que también ordenó la salida del dominico.


Últimamente ha venido el Sor Vicario Capitular D Juan Francisco Escalante, nombrado por el gobierno eclesiástico, a encargarse de la administración y dirección de este importante ramo, y aunque aquel religioso se resiste bastante a reconocer al citado señor vicario y a hacerle la entrega correspondiente, […] se logró el objeto, pero considerando este gobierno que el citado religioso no debe permanecer en este territorio porque sus procedimientos y modo de pensar no son conforme con mucho del actual orden de las cosas, ni a la persona de Su Alteza Serenísima, el general Presidente, según los justificantes que este mismo gobierno tiene, ha brindado la providencia de que el susodicho religioso salga del territorio, pues de esta manera de evitar una sedición que pudiera originarse […] que de ninguna manera es conveniente, y hoy mismo marcha para esa capital con el objeto de presentarse a su prelado.47


De acuerdo con el Libro de Gobierno, en febrero de 1855 partieron con rumbo a su convento González y Mancilla, los últimos dominicos de Baja California.48 La presidencia de las misiones fue suprimida con el nombramiento de Escalante el año anterior, pero González regresó años después. Gerhard señala que fue autorizado para ejercer como cura ordinario, aunque no hay registro de ello en el Libro de gobierno. El dominico se asentó en el rancho de San Jacinto, una propiedad que adquirió cuando se declararon colonizables los terrenos de Todos Santos. Los registros bautismales indican que ejerció como cura en su antigua misión entre 1862 y 1864 (Martínez P. L., 1965). Falleció en ese lugar en 1867, asistido por Anastasio López (Gerhard, 1953), uno de los sacerdotes que acompañaron al vicario.


Comentarios finales


El fin de las misiones dominicas en Baja California es resultado de un proceso que tuvo al menos tres dimensiones. Las mejor documentadas por la historiografía son el declive de la población indígena, especialmente en el sur de la península, y los decretos de secularización y colonización que sustrajeron de los religiosos el control de las tierras misionales (Magaña, 2009; Trasviña, 2019). Una dimensión menos conocida, y que fue explorada en estas páginas, fue el gradual debilitamiento la autoridad del último padre presidente y una paulatina transformación de las misiones del sur de la península en parroquias o curatos. Este proceso tuvo lugar cuando la presidencia de las misiones fue ocupada por Gabriel González, un dominico que la historiografía suele representar como un caudillo.

Aunque González fue capaz de deponer gobiernos locales, el periodo que va desde su nombramiento como padre presidente (1840) hasta su muerte (1867) muestra cómo terminó por integrarse, no sin reticencias, a una incipiente iglesia diocesana que fue promovida por autoridades eclesiásticas y gubernamentales. Uno de los episodios más recordados de su trayectoria, la guerra contra los Estados Unidos marcó un punto de inflexión en la historia eclesiástica de Baja California. La crisis de autoridad episcopal que suscitó la anexión de Alta California al país vecino y el nombramiento de su segundo obispo llevó al gobierno mexicano a solicitar que la península fuera desmembrada de la diócesis de las Californias y que se nombrara una autoridad episcopal. Sin embargo, no fue sino hasta 1874, tras morir su primer obispo, cuando se erigió una nueva jurisdicción eclesiástica para Baja California. En tanto vicariato apostólico, la iglesia de estos territorios conservó rasgos misionales hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando se erigieron las diócesis de Tijuana, Mexicali y La Paz (Enríquez, 2008).


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1 A diferencia de otras regiones que, tras la independencia, se constituyeron como estados de la federación, la constitución de 1824 reconoció a Baja California como un territorio federal, de manera que sus autoridades eran nombradas por el gobierno de la república. La figura de los jefes políticos fue la máxima autoridad de dicha jurisdicción, y aunque sufrió algunos cambios de acuerdo con la división y el estatuto territorial de la península (en 1849 se dividió en dos Partidos, que en 1888 adquirieron la categoría de Distritos y en 1931 la de Territorios), persistió hasta la constitución de 1917, cuando dicha figura cambió por la de gobernador. No fue sino hasta la segunda mitad del siglo XX cuando Baja California (1953) y Baja California Sur (1976) se convirtieron en entidades federativas (Del Río & Altable, 2010).

2 El fondo piadoso fue un conjunto de bienes reunido por la Compañía de Jesús desde finales del siglo XVII para la evangelización de California. Estuvo conformado por donaciones, muchas de las cuales consistían en haciendas del centro de la Nueva España, cuya producción fue destinada al sostenimiento de dichas misiones. En 1768, tras la expulsión de los jesuitas, el fondo quedó bajo la administración de la corona española, y en 1821, con la independencia, el gobierno mexicano se hizo cargo de este. Pese al compromiso de destinar lo que quedaba del fondo a la diócesis de las Californias, el gobierno mexicano lo confiscó en 1842. En la década de 1860, tras la anexión de Alta California a los Estados Unidos, un grupo de obispos de este país reclamó al gobierno mexicano el pago por los bienes del fondo. Esto llevó a dos resoluciones jurídicas que fallaron a favor de los prelados norteamericanos, una por la embajada británica en Washington (1875) y otra por la Corte Internacional de La Haya (1902) (Sellarés Serra, 2021).

3 Carta de Félix Caballero al secretario de la Mitra de Sonora. 11 de junio de 1839. Fondo Catedral. Sección Administración y Gobierno. Serie 10. Expediente 2. Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Hermosillo.

4 Agradezco al Pbro. Lorenzo Joy por haber compartido conmigo la versión digital de esta fuente, cuyas anotaciones van desde 1840 hasta 1895. El material digitalizado del Archivo Diocesano de Tijuana es una copia mecanografiada que fue entregada por el Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Los Ángeles en 2005. De acuerdo con Francis J Weber, quien entonces era archivista de dicho repositorio, encontró ese documento en la década de 1960, sin tener claro su origen (Weber F. J., 1968, págs. 78-80), aunque previamente fue citado en la obra de Zephyrin Engelhardt (Engelhardt, 1929, pág. 678.).

5 Carta de Gabriel González a Francisco García Diego, 12 de diciembre de 1842. Doc. GD111 / G-1824. Archivo de la Arquidiócesis de Los Ángeles (en adelante AALA).

6 Anotación No. 3. 24 de octubre de 1840. Libro de Gobierno. Archivo Diocesano de Tijuana (en adelante ADT), p. 3.

7 Anotación No. 5. 15 de diciembre de 1840. Libro de Gobierno. ADT, p. 3.

8 Anotación No. 7. 29 de diciembre de 1840. Libro de Gobierno. ADT, pp. 5-6.

9 Anotación No. 10. 29 de diciembre de 1840. Libro de Gobierno. ADT, p. 8.

10 Anotación No. 17. 17 de abril de 1842. Libro de Gobierno. ADT, p. 12.

11 Anotación No. 11. 29 de diciembre de 1840. Libro de Gobierno. ADT, pp. 8-9.

12 Anotación No. 35. 4 de octubre de 1842. Libro de Gobierno. ADT, p. 20.

13 Anotación No. 30. Circular. 13 de octubre de 1841. Libro de Gobierno. ADT, pp. 17-18.

14 Carta de Gabriel González a Francisco García Diego, 12 de diciembre de 1842. Doc. GD111 / G-1824. AALA.

15Anotación No. 23. 14 de julio de 1841, Libro de Gobierno. ADT, p. 15.

16 Anotación No. 27. 7 de septiembre de 1841. Libro de Gobierno. ADT, p. 16

17 Anotación No. 31. 13 de octubre de 1841. Libro de Gobierno. ADT, p. 18.

18 Anotación No. 37. 17 de octubre de 1843. Libro de Gobierno. ADT, p. 21.

19 Anotación No. 46. 9 de marzo de 1845. Libro de Gobierno. ADT, p. 25.

20 Anotación No. 48. 5 de junio de 1845. Libro de Gobierno. ADT, p. 26.

21 Anotación No. 50. 6 de julio de 1845. Libro de Gobierno. ADT, p. 26.

22 Anotación No. 39. 29 de abril de 1844. Libro de Gobierno. ADT, p. 22.

23 Carta de Gabriel González a Francisco García Diego, 6 de enero de 1845. Doc. GD340 / G-1845. AALA.

24 Anotación No. 42. 29 de septiembre de 1844. Libro de Gobierno. ADT, p. 23.

25 Carta de Francisco García Diego a Mariano Riva Palacios. 16 de julio de 1845. Colección AGN. Fondo Justicia [2.11]. Acervo Documental del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Baja California (en adelante IIH-UABC).

26 Carta de Gabriel González a Francisco García Diego, 6 de enero de 1845. Documento GD340 / G-1845. AALA.

27 Véase el capítulo One of the leading spirits of the revolution…” Gabriel González y los últimos dominicos de la Baja California ante la invasión estadounidense”, que forma parte del libro colectivo 1846-1848, reflexiones historiográficas 175 años después, coordinado por Cristóbal Sánchez, Claudia Roxana Domínguez, Irina Córdoba y Diana Méndez (México: INEHRM, 2023. En prensa).

28 El relato de Henry W. Halleck sobre la ocupación estadounidense de Baja California fue consultado en el libro The Mexican War in Baja California. Memorandum of Captain Henry W. Halleck concerning his expedition Lower California, 1846–1848, editado por Doyce Nunnis en 1977.

29 Carta de vecinos de San José del Cabo al presidente de la República. 20 de mayo de 1851. León-Portilla, Miguel y Muriá, José María (1995) Documentos para la historia de Baja California en el siglo XIX. Tomo I (1995). México: Futura, p. 163.

30 El R. P. Fr. Vicente Sotomayor (22 de noviembre de 1853). El Universal. Periódico independiente, p. 3.

31 La Congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y de María y de la Adoración Perpetua del Santísimo Sacramento del Altar fue fundada en Francia en el tránsito del siglo XVIII al XIX, en el contexto revolucionario. El nombre Picpus proviene de la calle donde fue establecida su primera fundación en 1800 por Marie-Joseph Coudrin y Henriette Aymer de la Chevalerie. Desde la década de 1820 tuvo presencia en el océano Pacífico, ya sea por sus obras misionales en Hawái y en las Polinesias o por sus colegios en Chile y Perú (De Boeck, 1912).

32 Informe para Rafael Espinosa. 6 de julio de 1852. Fondo Justicia y Negocios Eclesiásticos, Vol. 48 1/2, Doc. 329. Archivo Histórico Pablo L. Martínez (en adelante AHPLM).

33 Carta de Rafael Espinosa al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos. 19 de abril de 1853. Colección AGN. Fondo Justicia y Negocios Eclesiásticos [4-36]. IIH-UABC.

34 Certificado de José Guadalupe Pedroza como capellán militar emitido por José María Blancarte. 2 de diciembre de 1854. Fondo Justicia y Negocios Eclesiásticos, Vol. 56, Doc. 992. AHPLM.

35 Registro de la Tercera Visita Pastoral de Juan Francisco Escalante. 14 de junio de 1855. Libro de gobierno. ADT, p. 46.

36 Carta de Teodosio Lares a José María Acosta. 23 de septiembre de 1853. Colección AGN. Fondo Justicia y Negocios Eclesiásticos [4.26]. IIH-UABC.

37 Solicitud para reparar varios templos de Californias. 9 de febrero de 1850. Colección AGN. Fondo Justicia y Negocios Eclesiásticos [4.52]. IIH-UABC.

38 Carta de Rafael Espinosa al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos. 6 de mayo de 1850. Colección AGN. Fondo Justicia y Negocios Eclesiásticos [4.44]. IIH-UABC.

39 Carta de Francisco Javier Castillo a Lázaro de la Garza. 18 de febrero de 1851. Fondo Episcopal, Secretaría Arzobispal, Correspondencia. Caja 119. Exp. 30. Archivo Histórico del Arzobispado de México (AHAM).

40 Carta de José María Ortiz Monasterio a Rafael Espinosa. 31 de marzo de 1852. Fondo Justicia y Negocios Eclesiásticos, Vol. 48 1/2, Doc.136. AHPLM.

41 Respuesta a Lázaro de la Garza. 5 de mayo de 1851. Fondo Episcopal, Secretaría Arzobispal, Correspondencia, Expediente 5. AHAM.

42 Solicitud del reconocimiento de la diócesis de Baja California. 1 de agosto de 1853. León-Portilla y Muriá, (1995) Documentos para la historia de Baja California, pp. 121-123.

43 Noticia de la preconización de Francisco Escalante. 30 de mayo de 1855. León-Portilla y Muriá, (1995) Documentos para la historia de Baja California, pp. 130-131.

44 Comunicación. 22 de enero de 1852. Acervo Documental. Colección AGN. Indiferente [2.29]. IIH-UABC.

45 Carta de Gabriel González a Rafael Espinosa. 28 de febrero de 1852. Fondo Justicia y Negocios Eclesiásticos, Vol. 48 1/2, Doc. 82. AHPLM.

46 Carta de Gabriel González a Rafael Espinosa. 7 de septiembre de 1853. Fondo Gobernación, Vol. 50 2/2, Doc. 566. AHPLM.

47 Informe de José María Blancarte sobre Gabriel González. 3 de febrero de 1855. Colección AGN. Fondo Justicia y Negocios Eclesiásticos [4.40]. IIH-UABC.

48 Registro de la Segunda Visita Pastoral de Juan Francisco Escalante. 23 de febrero de 1855. Libro de gobierno. ADT, p. 37.