Itinerantes. Revista de Historia y Religión 18 (ene-jun 2023) 93-111

On line ISSN 2525-2178


Emergencia pastoral y soluciones inéditas: las licencias y medidas extraordinarias para la celebración de los sacramentos durante el conflicto religioso en México (1926-1937)


Pastoral emergency and unprecedented solutions: licenses and extraordinary measures for the celebration of the sacraments during the religious conflict in Mexico (1926-1937)



Juan González Morfín

Universidad Panamericana, México

jgonzalem@up.edu.mx



Resumen


A partir del año 1926 y durante toda una década, la Iglesia católica en México tuvo que hacer frente a una serie de disposiciones legales que limitaban sobremanera el ejercicio de los ministros de culto. La infracción de estas disposiciones conllevaba severas penas, por lo que se recurrió a actuar en la clandestinidad. Esto conllevó, de un lado, una serie de relajaciones a las normas canónicas y, de otro, una inserción mayor de los laicos en la vida de la Iglesia. En este artículo se busca mostrar cuáles fueron estas restricciones y cuál fue la manera de paliarlas.


Palabras clave: conflicto religioso, leyes persecutorias, culto público y privado, relajación de una norma.


Abstract


Starting in 1926 and for a whole decade, the Catholic Church in Mexico had to face a series of legal provisions that severely limited the exercise of ministers of worship. Violation of these provisions carried severe penalties. Therefore, they resorted to acting clandestinely. This entailed, on the one hand, a series of relaxations to the canonical norms and, on the other, a greater insertion of the laity in the life of the Church. This article seeks to show what these restrictions were and what was the way to alleviate them.


Keywords: religious conflict, persecutory laws, public and private worship, relaxation of a rule.




Fecha de envío: 7 de abril de 2023

Fecha de aceptación: 28 de abril de 2023



Introducción


En febrero de 1917, una nueva Constitución fue promulgada en México. En ella, junto con interesantes artículos de vanguardia en derechos sociales para obreros y campesinos, se hallaban también algunos artículos que presagiaban una serie de limitaciones a la libertad religiosa.1 De acuerdo al censo de 1910, el 99% de los mexicanos profesaban la fe católica;2 no obstante, parecían con dedicatoria a esta religión la mayoría de las cláusulas anticlericales recién promulgadas: desconocimiento de personalidad jurídica a las asociaciones religiosas, imposibilidad de adquirir o administrar bienes, prohibición a los extranjeros para ser ministros de culto, prohibición de emitir votos religiosos, prohibición de participar en política o hablar de política a los ministros de culto, facultad a los congresos estatales para determinar el número de ministros que podían ejercer su oficio en cada estado, prohibición de la enseñanza de la religión en la educación primaria, secundaria y normal, etc.

Estas disposiciones permanecieron casi ignoradas durante los periodos presidenciales de Venustiano Carranza (1916-1920), Adolfo de la Huerta (1920) y Álvaro Obregón (1920-1924). Sin embargo, el presidente Plutarco Elías Calles, quien había asumido su mandato el 1 de diciembre de 1924, comenzó a aplicarlas férreamente a partir del primer semestre de 1926.

En enero de ese año, Calles había obtenido facultades extraordinarias para reformar el Código Penal y el 2 de julio de ese año publicó en el Diario Oficial de la Federación una reforma en la que se tipificaba como delito que conllevaba una pena carcelaria la desobediencia a las distintas disposiciones que restringían la libertad religiosa y, especialmente, la que obligaba a los sacerdotes a registrarse ante el gobierno civil para obtener autorización de ejercer su ministerio.3

El episcopado mexicano respondió con una Instrucción Pastoral Colectiva, argumentando que la obediencia a esa ley equivaldría a someter la Iglesia a los dictados del gobierno, por lo que ordenaba a los sacerdotes que, a partir del 31 julio, día en que entraba en vigor la nueva ley, se suspendiera en las iglesias del país “todo acto de culto público que exija la intervención de un sacerdote”.4

El episcopado probablemente pensaba paliar los efectos de esta medida recurriendo al culto privado; pero el gobierno endureció su postura y, como los sacerdotes no acudieron en los plazos establecidos a registrarse, comenzó a perseguir también toda manifestación de culto privado, por lo que cualquier ceremonia, incluida la confesión, tenía que llevarse a cabo en la más absoluta clandestinidad.5

La historiografía contemporánea de esos primeros años de persecución relata cómo en esas circunstancias se autorizó una liturgia breve para la misa: los sacerdotes podían celebrarla en cualquier sitio, incluso sin ornamentos, restringiendo el rito sagrado, si era necesario, al ofertorio, consagración y comunión. Además, a los fieles se les permitió comulgar en cualquier momento, aunque no hubieran ayunado y, en casos excepcionales, fueron autorizados a conservar el Santísimo sobre el pecho e, incluso, a darse la comunión ellos mismos y a llevarla a los enfermos.6 Y así, a pesar de la persecución, en la clandestinidad se decían misas, se administraban los sacramentos, se tenían horas santas y se asistía a los moribundos siempre que se podía (Moctezuma, 1929: 325).

En un libro cuya primera edición data de 1929 se relata cómo los primeros viernes de mes, en algunas regiones del país, la actividad era especialmente intensa; por ejemplo, en un viernes primero los catorce jesuitas que permanecieron en Guadalajara consiguieron ellos solos repartir ocho mil comuniones (Ziliani, 1934: 64).7

En los diferentes epígrafes de este artículo, a partir de fuentes primarias y de bibliografía contemporánea a los hechos,8 se buscará ahondar en algunas de las medidas que se adoptaron para conservar la práctica religiosa en tiempos de guerra, así como en las dificultades que hubo para ser implementadas. Varias de ellas se tendrían que prolongar o volver a adoptar incluso después de haber terminado la guerra cristera,9 pues, a pesar de los arreglos pactados entre el gobierno y la jerarquía en 1929 (González, 2021: 154-176), las restricciones legales y las trabas a la libertad religiosa se agudizaron en 1931 y no fue sino hasta los años 1936-37 que comenzaron a atenuarse. En los primeros tres epígrafes se aborda sobre todo el tema de las dispensas a determinadas prescripciones canónicas, para después describir algunas situaciones en las que se observa tanto la mayor participación de los laicos, como las destrezas a las que tenían que recurrir los sacerdotes para sortear todo tipo de peligros y dificultades. Finalmente, se menciona también cómo se consiguió que los aspirantes al sacerdocio pudieran continuar su preparación, así como casos particulares que se vivieron en algunos estados en los que los gobernadores no aplicaron las leyes antirreligiosas a cabalidad.

Dispensa del ayuno eucarístico


Por aquella época el canon 858 del Código de Derecho canónico de 1917 prescribía que, para recibir la Sagrada Comunión, se viviera el “ayuno natural”, es decir, que a partir de terminada la cena del día anterior no se consumiera ningún alimento antes de recibir la eucaristía.10

Esto no podía cumplirse fácilmente en condiciones de guerra, en las que era muy difícil, por no decir imposible, prever las ocasiones en que se podría comulgar. Muchas de ellas eran verdaderamente sorpresivas, pues la invitación a asistir a una misa clandestina podía llegar en cualquier momento. Lo mismo los primeros viernes, en los que a la hora menos sospechada llegaba un ministro a ofrecer la posibilidad de recibir la eucaristía. Por ello, se había obtenido de la Santa Sede la relajación de esa norma. Licencia que, motu proprio, algunos mantuvieron incluso después de haber cesado aquella primera persecución religiosa.

En efecto, al año siguiente de haber terminado la guerra de los cristeros y cuando parecía que las persecuciones habían sido superadas, en la arquidiócesis de México, por instrucciones de su prelado, se leyó una Circular, firmada por el secretario del arzobispado, que decía:


El Ilmo. y Revmo. Sr. Arzobispo ha tenido a bien disponer diga a Uds. (…) que ha llegado a su conocimiento el que algunas personas, creyendo que están aún en vigor las especiales concesiones que se dignó hacer la Santa Sede para que pudiera recibirse la Sda. Comunión sin estar en ayunas, continúan acercándose a la Santa Mesa después de haber tomado alimento, a pesar de haber cambiado radicalmente las circunstancias anormales que motivaron aquellas concesiones, las que, por lo mismo, han dejado de estar vigentes, por tanto, encarece a Uds. procuren poner en conocimiento de los fieles que han cesado las mencionadas concesiones y que está en todo su vigor el canon 858 que prescribe el ayuno natural para la recepción de la Sda. Eucaristía, a no ser que se trate de la administración del Sdo. Viático o de la comunión de enfermos que ya tengan un mes de estar en la cama y sin esperanza de pronto alivio y a quienes se puede permitir que una o dos veces por semana tomen algo de medicina o alimento líquido antes de comulgar, según el consejo de un prudente confesor.11


Como se alcanza a ver, diversas razones llevaron a que un número significativo de fieles no observaran el ayuno después de haber cambiado las circunstancias que habían motivado la relajación de la ley, lo que originó que se tuviera que recordar la vigencia del precepto una vez superada aquella situación originaria. Sin embargo, como se verá más adelante, muy pronto habría que acudir a otra dispensa de la ley del ayuno en beneficio de los sacerdotes celebrantes, a causa del recrudecimiento de ciertas acciones persecutorias.


Dispensa de la misa pro populo y posibilidad de decir más de una misa al día


Siguiendo una tradición de varios siglos, el Código de Derecho canónico de 1917 había prescrito la obligación de que los sacerdotes con cura de almas celebraran los domingos y días de fiesta una “misa por el pueblo” y abstenerse de ello conllevaba la comisión de una falta grave.12 Al mismo tiempo, el mismo Código sólo permitía celebrar una misa al día y dos los domingos, de manera ordinaria. Por escasez de clero, algunos prelados habían conseguido para sus sacerdotes el privilegio de que celebraran hasta dos misas al día entre semana y, en algunos casos, tres misas el domingo, siempre y cuando existiera un número muy grande de fieles que se verían privados de cumplir el precepto dominical para que, de alguna manera, se justificara esa excepción.

Durante los días de la guerra cristera en la que muchos sacerdotes fueron perseguidos, algunos de ellos hasta darles muerte; otros, se encontraban escondidos y en condiciones que hacía imposible la celebración eucarística; y muchos más habían sido reconcentrados en la ciudad de México y se encontraban en una “libertad” supervisada, teniendo que ir a firmar todos los días a la inspección de policía y estrictamente vigilados para evitar que desempeñaran sus funciones, sobra decir que en cualquiera de estos casos se hacía imperativa la dispensa de la celebración de la misa pro populo.13

Por otra parte, los sacerdotes que por su cuenta y no sin grandes riesgos se encontraban en activo, muchas veces buscaban atender a los fieles en domicilios particulares, cuyos dueños también se exponían a graves represalias. De ahí que llegaran a celebrar más de una misa, incluso en una misma casa, con tal de que no llamara tanto la atención una gran asistencia de personas.

Así, mientras algunos ministros ordenados se veían imposibilitados de celebrar la misa, en contra de lo prescrito por las leyes canónicas, otros, también en contra de lo establecido por estas disposiciones ordinarias, se veían precisados a celebrar varias misas. Para legitimar ambos casos se obtuvo la anuencia de la Santa Sede; igualmente, se dispensó de rezar el Breviario a los sacerdotes que por cumplir esta obligación corrieran algún peligro.14

Aparentemente, después de los arreglos de 1929 se podía considerar superada esta situación; sin embargo, la realidad fue muy diferente, pues en los diversos estados de la República los gobiernos locales comenzaron a limitar el número de sacerdotes que podían ejercer su ministerio hasta un número verdaderamente insuficiente para atender la demanda de la feligresía. Por ejemplo, en Veracruz se autorizó ejercer su ministerio solamente a un sacerdote por cada 100.000 habitantes; en Oaxaca, uno por cada 60.000; en Michoacán, donde había 620 sacerdotes, sólo se autorizó a 33 para ejercer su ministerio; en Chihuahua, estado más grande del país, se autorizó que solamente cinco sacerdotes fueran registrados para ejercer su ministerio… En otros estados, como Sonora, el gobernador Rodolfo Elías Calles decidió expulsar a todos los sacerdotes de su estado en 1934 (Almada, 2009: 243); lo mismo había hecho su padre en 1917 (Krauze, 1987: 32).

De esa forma, en vastos territorios del país, los sacerdotes que pretendían celebrar misa en casas particulares nuevamente fueron perseguidos, incluso hasta la muerte y, de esta forma, en una guerra de baja intensidad en contra de la libertad religiosa, volvieron a ser necesarias las medidas apenas abandonadas y otra vez se tramitaron ante la Santa Sede los permisos convenientes.

Por ello, en 1932, Leopoldo Ruiz y Flores, delegado apostólico en México, comunicaba a los obispos y arzobispos a través de una Circular haber pedido al Santo Padre “la gracia extraordinaria de que pudieran los Sres. Obispos facultar a sus respectivos sacerdotes para decir tres misas diarias”, de lo que recién había recibido respuesta positiva “para los casos en que la concurrencia de fieles justifique el uso de esta facultad”.15 Por una extraña coincidencia la Circular llevaba la fecha del 21 de junio, el tercer aniversario de que se habían hecho públicos los arreglos acordados por el mismo Ruiz y Flores con el presidente Emilio Portes Gil.

Unos meses más tarde, el delegado apostólico informaba de una nueva excepción conseguida de la Santa Sede a causa de la situación que se vivía. Ahora tocante al ayuno eucarístico, aunque solamente relativa a los sacerdotes. En ella se comunicaba que Ruiz y Flores había pedido licencia a la Santa Sede para dispensar a todo sacerdote y, desde luego, al obispo, que “tuviera que decir más de una Misa y se sintiera mal con el ayuno” para que pudieran tomar algo entre misa y misa y se acababa de recibir respuesta a través del delegado de los Estados Unidos, Pietro Fumasoni Biondi, de parte de Su Santidad, para excluir el ayuno con las condiciones acostumbradas, esto es, “sumendo aliquid per modum potus16 y, desde luego, “excluyendo absolutamente las bebidas embriagantes o alcohólicas”17 y solamente para los sacerdotes que celebraran tres misas. Por otro lado, quienes hicieran uso de esta facultad, les obligaba guardar secreto de que la poseían, a no ser que por no guardarlo dieran razón de escándalo habiendo sido descubiertos por los fieles que tomaban algo entre misa y misa.


Matrimonio sin presencia del sacerdote


A mediados de 1927, L’Osservatore Romano publicaba la siguiente información:


El venerable arzobispo Ruiz y Flores, de Michoacán, en una carta a sus fieles advierte que, para evitar episodios sangrientos como el que se verificó en León, Guanajuato, en el que por cumplir los deberes de la religión perdieron la vida los esposos Leonardo Pérez y María de las Nieves, el abogado Valdivia, que fungía como testigo, y los reverendos padres [Andrés] Solá18 y Trinidad [Rangel],19 el matrimonio podrá ser oficiado por los mismos esposos en la casa del esposo, donde se deberá poner un altar con alguna imagen sagrada y, delante del altar, los esposos declararán que quieren unirse en matrimonio según las prescripciones de la Iglesia católica romana.20


Efectivamente, quienes querían contraer matrimonio y deseaban hacerlo ante un sacerdote, corrían en las circunstancias del momento un grave riesgo y lo hacían correr al sacerdote que presidiría la ceremonia, por ello, el obispo de Morelia recordaba lo que ya establecía el derecho canónico que, cuando no se puede acudir sin incomodidad grave a ningún párroco, u Ordinario, o sacerdote: “En peligro de muerte es válido y lícito el matrimonio celebrado sólo ante testigos; y también lo es fuera del peligro de muerte si prudentemente se prevé que aquel estado de cosas podría durar durante un mes o más” (canon 1098, § 1).

Para confirmar que en todo el territorio mexicano se daban las circunstancias antes referidas, la Sagrada Congregación para los Sacramentos había emitido un Rescripto el 19 de diciembre de 1927; sin embargo, en algunos prelados subsistían algunas dudas. Así, por ejemplo, el arzobispo de Guadalajara quien, como permanecía oculto en territorio de su diócesis estaba más cerca de los acontecimientos, envió a dicha Congregación una consulta el 31 de mayo de 1928 en la que planteaba:


1º Si los testigos juzgan que el sacerdote está ausente, pero en realidad está absolutamente escondido, ¿sería inválido el matrimonio a causa de la presencia física del sacerdote? 2º ¿Sería inválido si saben que está en el territorio pero no pueden acceder a él? 3º ¿Sería inválido si se comunican con el párroco, pero éste, por temor los induce a que contraigan el matrimonio ante los solos testigos?21


El 18 de julio siguiente recibió la respuesta que afirmaba la validez de los dos primeros casos y explicaba, para el tercero, “que habría que afirmar que si el párroco estuviera moralmente impedido, de ninguna manera puede asistir físicamente el matrimonio”.22 No obstante, si persistían dudas sobre la validez de matrimonios contraídos, habría que hacer las sanaciones23 correspondientes.24

Aun reconociendo esas licencias, el obispo de San Luis Potosí, Miguel de la Mora, encarecía a sus feligreses que se acogieran a ellas solamente si se preveía que al menos durante un mes no podían contar con un sacerdote y aclara que, “para que el matrimonio así contraído sea válido se requiere que los pretendientes no estén ligados con impedimento dirimente”.25


Asistencia a los moribundos por parte de los seglares


Una preocupación no pequeña para los obispos fue, desde el inicio mismo del conflicto, la atención pastoral de los moribundos.

Muy probablemente los prelados habían pensado, cuando optaron por la suspensión del culto público, que la atención de enfermos en casas particulares no representaría mayor problema; sin embargo, cuando el gobierno comenzó a perseguir también el culto privado y todas las intervenciones de algún ministro, fueron más bien pocos los sacerdotes que, arriesgando su libertad, se prestaran a atender los moribundos.

En Oaxaca, donde al menos el gobernador y las más altas autoridades mantuvieron una actitud francamente permisiva, el arzobispo Núñez se atrevió a mandar a sus sacerdotes que actuaran de la siguiente manera:


Aun con peligro de daño grave. Según el consejo de un piadoso Prelado a sus sacerdotes, si éstos al ser llamados para auxiliar a un enfermo desconocido temen ser víctimas de alguna perfidia, digan que irán a visitarlo para consolarle y, en vista de la realidad, le administran los sacramentos o no.26


El obispo de Campeche, Francisco González Arias, hizo que se repartieran volantes en los que “prometió no dejar a nadie sin confesión, juzgando que no se faltaba a las leyes persecutorias con auxiliar a los enfermos en sus propios domicilios” (López, 1978: 175).

Pero no en todos los estados se podía actuar así; en aquellos en los que la persecución tomó tintes más violentos, como en San Luis Potosí, el prelado recomendaba lo siguiente para poder brindar algú tipo de atención a los moribundos:


Donde las haya, reúnanse las Asociaciones piadosas y nombren Jefes de manzanas o de ranchos, que se encarguen de atender ellos mismos a los moribundos o de llamar a quien lo haga. Las señoras de la caridad de S. Vicente de Paul, las Damas Católicas u otras sociedades similares son invitadas a esta obra.27


En relación con el sacramento de la penitencia, les recordaba que, de no poder confesarse, bastaba con “la contrición perfecta de los pecados con el propósito de la confesión suple y perdona el pecado”.28 Y animaba a quienes se dedicaran a esa obra a que no limitaran su labor a exhortar, sino que ayudaran en todo momento a los moribundos a buscar ese arrepentimiento completo y además trataran de “dejar arreglados sus asuntos para evitar, después de la muerte, desaveniencias en las familias”.29

Así, la preocupación del prelado iba más allá de la sola atención pastoral a los moribundos y tendía a evitar posteriores divisiones entre los fieles a los que también les recomendaba portarse “santamente, como corresponde a los hijos de los mártires, y honremos el nombre de cristianos con nuestra conducta; perdonemos a nuestros enemigos y pidamos por ellos; e insistid mucho en que no falte en poblaciones y ranchos el catecismo”. 30 Cada vez más, como se puede apreciar, el apoyo de los laicos organizados era la opción a escoger en un régimen en que se imposibilitaba legalmente la actuación de la jerarquía.


Conservar la fe a salto de mata


En los archivos privados del general Plutarco Elías Calles se conservan algunas cartas interceptadas por sus servicios de inteligencia. Muchas de ellas pertenecen a prelados e, incluso, al delegado apostólico. Otras son de personajes menos encumbrados: católicos militantes, sacerdotes de pueblo… Entre ellas hay una que contiene un informe anual de actividades de un párroco que vivía auténticamente a salto de mata, huyendo constantemente de las fuerzas callistas y, en medio de estas adversidades, sin dejar de cumplir con su labor ordinaria de cura de almas. Casi todo su contenido es un buen ejemplo de cómo se conseguía conservar la fe y la práctica religiosa en uno de los lugares en que la resistencia armada era más activa y, por lo mismo, la presencia de las fuerzas federales y las represalias a quienes contravenían las disposiciones anti religiosas eran inminentes.

Esta carta, firmada por el presbítero Domingo Ambriz, párroco de la comunidad de Unión de San Antonio, en el estado de Jalisco, da cuenta al vicario general de la diócesis de Guadalajara de los innumerables trabajos que ha tenido que sobrellevar para poder cumplir con su ministerio durante el último año, en el que solamente “del 6 de marzo pasado al 7 de abril, estuvo la población sin perseguidores; durante ese mes pude administrar a los fieles los sacramentos con toda libertad, aun en las rancherías, cumpliendo con el precepto de la Confesión y la Comunión Pascual todos los que quisieron”.31

Poco después de este pequeño periodo de paz, las cosas se vieron más complicadas, pues las tropas federales, habiendo tenido conocimiento que durante un mes completo se había desempeñado con toda libertad, hicieron todo tipo de redadas que lo llevó a permanecer oculto por quince días sin apenas dar señales de vida.

No obstante, en mayo que se retiraron por un tiempo, aprovechó un periodo de cinco días para administrar “el Bautismo a 283 niños, de los cuales 249 nacieron en esta parroquia y 34 trajeron de fuera; y hubo 64 matrimonios, siendo 54 de esta parroquia y 10 vecinos de fuera. Hicieron su primera Comunión, aunque sin especial solemnidad, aproximadamente 50 niños”.32

Abunda en otro tipo de datos, como haber retirado de la iglesia las alcancías porque cada vez que llegaban los perseguidores se robaban el dinero. También expresa su preocupación por no estar constantemente disponible para las emergencias, lo que llevaba a que “casi todos los enfermos de rancho mueren sin los Santos Sacramentos porque no puedo salir a administrárselos por no ser descubierto”.33

Con frecuencia se da por un hecho que tanto en los territorios bajo el dominio de los cristeros como en los campamentos rebeldes las facilidades de ejercer el ministerio permitían las prácticas religiosas sin sobresaltos; pero ni siquiera ahí se estaba a resguardo de una incursión sorpresiva de las fuerzas del gobierno. Y entonces se tenía que abandonar todo; con frecuencia, incluso, sin conseguir poner a salvo la eucaristía que para piedad de las tropas cristeras se reservaba en los campamentos.34

De esto último daba cuenta en una carta privada el canónigo Antonio Correa al vicario general de Guadalajara, quejándose por la negligencia de los cristeros que “conservaban el Santísimo Sacramento en lugares indebidos y por un larguísimo tiempo”.35 Y daba el siguiente ejemplo: “ayer recogió el Sagrado Depósito mi hermana Guadalupe del consultorio de los campos Kunhardt.36 Estaba en el cuarto en que duerme la que lo cuida, quien lo tenía oculto en un jarrón desde el Jueves Santo y quien había pensado enterrarlo, por temor a que se lo fueran a llevar”.37 Y como este, señalaba otros casos parecidos y una preocupación general por las licencias cada vez más amplias que se estaban dando a los laicos para administrar la eucaristía.

Un año después, el vicario general le transcribía un párrafo del obispo Orozco y Jiménez en el que les pedía no inquietarse por los posibles abusos, sino mejor atender al bien tan grande que se seguía de la relajación de algunas normas:


He visto con gusto que los fieles han estado aprovechando el privilegio concedido por el S. Padre de que puedan recibir la S. Comunión aun en la noche y mis deseos son de que cada día aumente el número de Comuniones, aunque sea a media noche y después de haber tomado alimentos. Para ese fin, la benignidad del S. Padre ha dispensado de la ley tan sagrada y severa y, por mi parte, no he hecho más que aprovechar esa concesión en beneficio de las almas hambrientas de recibir el Pan Eucarístico. Creo que no debemos inquietarnos, ni preocuparnos por los abusos que se pueden seguir (claro está que estamos dispuestos a reprimirlos en cuanto sea posible).38


Un ejemplo de hasta dónde se había llegado en la relajación de la norma, lo describe Meyer haciendo referencia al pueblo de Jalpa de Cánovas, en donde un seglar “había tomado la dirección de la vida religiosa” y “todas las mañanas leía el oficio en la iglesia en presencia de los fieles”, además de “bautizar y hasta casar (…). Finalmente, recibió permiso de guardar en depósito especies consagradas para administrarse a los enfermos y a las personas en peligro de muerte” (Meyer, 1974: 278). Situaciones como esta se multiplicaban a lo largo de los territorios afectados por la ausencia de sacerdotes.39


La sobrevivencia de los seminarios


Como los seminarios habían sido requisados y destinados por el gobierno para otros usos –por ejemplo, cuarteles–, los obispos se vieron obligados a buscar alternativas para formar a los futuros sacerdotes. En algunas ocasiones se optó por despedir a los recién ingresados y buscar el modo de que quienes tuvieran estudios más avanzados pudieran concluirlos.

A partir de la segunda mitad de 1927, algunos seminaristas de diversas diócesis de México fueron enviados a España a proseguir sus estudios.40 Una mención especial merece la diócesis de Guadalajara, que llegó a tener hasta 48 alumnos estudiando en Bilbao. Al efectuarse los arreglos, regresaron tanto los de Guadalajara como los de las restantes diócesis, aunque no tardaron en encontrarse nuevamente en aprietos.

Fue mayor, sin embargo, el número de los que permanecieron en México sujetos a mil penalidades y con riesgo de sufrir serias represalias en caso de ser descubiertos.41 Para que pudieran continuar sus estudios, debían asistir en pequeños grupos a los domicilios privados en los que, no sin grandes riesgos, se les impartían algunas materias de filosofía, mientras vivían muchas veces asilados en casas particulares (Gutiérrez, 2002: 29-30), puesto que los edificios de la Iglesia habían sido confiscados. El arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez, escribiría al papa Pío XI el 12 de mayo de 1929 para solicitar dispensa de las “sabias normas de la Iglesia que mandaban a todos los seminaristas vivir bajo el mismo techo” (Vera, 2004: 267).

Este sistema de sacar adelante los estudios propios del seminario, aun sin llevar vida común, se prolongaría durante toda la década de los 30. De hecho, apenas había pasado un año de los arreglos entre el presidente Portes Gil y el episcopado, cuando William F. Montavon, de la National Catholic Welfare Conference,42 escribía al arzobispo Orozco y Jiménez ofreciéndole que sus seminaristas se trasladaran para terminar sus estudios al Monasterio de Mount Angel, en Oregon, con la única condición de que pagaran su viaje y fueran acompañados de un sacerdote que se hiciera cargo de ellos.43 La invitación recibió una respuesta negativa, pero sienta un precedente sobre cómo era percibida la situación de México por el episcopado norteamericano: seminaristas que proseguían sus estudios en condiciones anómalas a causa de la persecución, por lo que se hacía necesario buscar una alternativa que aligerara el problema.

La solución parecía ser la constitución de un seminario interdiocesano que operase fuera del país, lo que ya se venía vislumbrando desde los primeros años del conflicto. Así, por ejemplo, desde los Estados Unidos el obispo Pascual Díaz escribía en 1928 a Orozco y Jiménez hablándole de la posibilidad inminente de establecer un seminario de esa índole en los Estados Unidos, para lo que le preguntaba si estaba dispuesto a mandar alumnos y con qué monto de dinero podía contribuir al sostenimiento de esa empresa.44

Esta idea de establecer un seminario interdiocesano en los Estados Unidos fructificó primero en el año 1929, en Castroville, Texas, en un predio en el que ya se había tenido una experiencia similar durante la revolución carrancista. Pero este seminario se cerró apenas un año después, cuando muchos obispos pensaban que en el país las cosas marchaban hacia una etapa de respeto a la libertad religiosa. Las circunstancias muy distintas que habrían de vivirse reanimaron la idea de contar con un centro interdiocesano para la formación de seminaristas en suelo extranjero, que cristalizó en la fundación del Seminario Interdiocesano de Montezuma, en el estado de Nuevo México, abierto en 1937 y que estuvo funcionando hasta 1972.


Gobiernos locales que no persiguieron las manifestaciones de culto público


Si bien desde sus inicios el gobierno del general Calles había venido presionando a los diferentes mandatarios locales para que se aplicasen con todo rigor las disposiciones anticlericales de la Constitución de 1917, sin embargo, cada estado siguió un modelo distinto de acuerdo al gobernador del momento.

Hubo gobiernos estatales que cubrieron el requisito de publicar leyes que limitaban el número de sacerdotes, suprimían los seminarios, exigían el cumplimiento incluso de requisitos imposibles de cumplir para los sacerdotes católicos del rito latino, como en el estado de Tabasco donde, para ser autorizado como ministro de culto de cualquier iglesia, era necesario estar casado ante el registro civil. Sin embargo, no todos los estados exigieron en la misma medida el cumplimiento de dichas disposiciones, lo que permitió a la Iglesia continuar con algunas de sus labores de administrar sacramentos en medio de un ambiente de tolerancia, aunque esto siempre en el ámbito del culto privado.

Una excepción hubo, en donde no solamente el culto privado, sino el culto público fue tolerado bajo algunas condiciones tanto por parte del gobierno como del obispo respectivo. Nos referimos al caso de Oaxaca, donde el gobernador Genaro Vásquez tenía gran cercanía con el vicario general y con algunos de los canónigos y, de común acuerdo, buscaron opciones para que todo siguiera funcionando como antes, aunque guardando las apariencias.

Así lo informaba el obispo de Oaxaca, José Othón Núñez, al Comité Episcopal apenas iniciado el conflicto:


A los [sacerdotes] de la ciudad, se da un boleto que certifica la presentación y expresa en algunos casos que no ejercen el ministerio, siendo que la Jefatura es sabedora de lo contrario, y que se dedican a tal o cual profesión. A los de fuera, se da un salvo-conducto para que no sean molestados conteniendo los mismos conceptos y precediendo un certificado de las autoridades locales sobre no ejercicio del ministerio y completa abstención de la política y de la revolución. Todos los que se han presentado han sido tratados con cortesía (Meyer, 2005: 27).


Los sacerdotes cumplían la obligación de presentarse ante las autoridades, de nombrar una lista de vecinos que se habrían de encargar del templo y todas las disposiciones vigentes y, por su parte, el gobierno les extendía un salvoconducto en que constaba que habían cumplido con los requisitos exigidos por la nueva normativa y simulaba no enterarse de que seguían ejerciendo su ministerio. Incluso el seminario continuó funcionando; eso sí, el gobierno estatal cumplió con la obligación de cerrarlo poniendo sellos de clausurado en las puertas sin importarle que, en algunos casos, fueran rotos para seguir entrando y saliendo los seminaristas. Y así se mantuvo hasta que, advertidos de una inspección por el mismo gobernador (Meyer, 2005: 26), tuvieron que abandonar las instalaciones y buscar otras en las que continuar ahora sí en la clandestinidad, aunque incluso ahí, en una clandestinidad en la que el gobierno garantizaba no entrometerse.

En otros estados tampoco se hacía cumplir a rajatabla la normatividad que restringía los actos de culto público y la actuación de los sacerdotes. Por ejemplo, en Michoacán, donde el general Lázaro Cárdenas había dado una ley que únicamente permitía 33 sacerdotes para todo el estado, y estos previamente deberían haber sido registrados ante la Secretaría de gobierno, sucedió que el mismo Cárdenas dio una muestra de cómo se podía ser flexible ante dichas disposiciones legales.


En efecto, en cierta ocasión que Cárdenas visitó la localidad de Tzináparo y preguntó por el presidente municipal, se le informó que tanto el presidente como los regidores y demás autoridades locales estaban en la iglesia, en una misa festiva. Cabe decir que la infracción a la ley era múltiple, porque ni el sacerdote estaba autorizado –y, por lo mismo, tampoco la misa–, ni las autoridades debían participar en actos religiosos. Cárdenas, sin inmutarse, pidió que fueran a buscar a la parroquia al funcionario municipal y a todo su equipo.

El incidente atrajo a los hombres, mujeres y niños del pueblo por curiosidad de conocer a un hombre que tenía fama de anticristo (…). Contrariando la expectativa general de un estruendoso drama anticlerical en el pueblo, que incluyera el arresto de los implicados, Cárdenas terminó el incidente amistosamente. Al cura le aconsejó procurarse la autorización pertinente prometiéndole que se dirigiría personalmente a la Secretaría de Gobierno para que lo orientara en el asunto, y le dio una larga disertación acerca de la importancia de respetar la ley y ejercer un culto cauteloso y responsable que no se aprovechara de la ignorancia y de la profunda fe de las personas hasta el punto que pudiera perjudicarles (Ginzberg, 2001: 269-270).


De manera diferente, situaciones de este tipo se repetían, inclusive en los estados con leyes más restrictivas. Así, por ejemplo, en Aguascalientes, en 1930, el obispo celebró un bautizo en la casa del Jefe de la Oficina Federal de Hacienda y, lo que más llamó la atención no fue solamente que se llevara a cabo un acto religioso en un domicilio particular presidido por el obispo, sino que asistiera el general Federico Berlanga, jefe de operaciones militares, y “le besara reverencialmente la mano”,45 como se asentaba en una denuncia anónima dirigida al general Joaquín Amaro, Secretario de Guerra.


Consideraciones finales


El conflicto entre la Iglesia católica y el Estado mexicano, que se recrudeció durante la presidencia del general Calles y los años sucesivos a la terminación de su mandato en los que seguía manteniendo una enorme influencia en la esfera política, exigió de la jerarquía la implantación de una serie de medidas inéditas que permitieron sortear las dificultades a base de dar mayor cabida a los laicos en ciertas funciones de culto.

Cuando poco a poco se fueron aminorando las restricciones a la participación de los sacerdotes en la administración de los sacramentos,46 no fue tan sencillo para la jerarquía regresar a las prácticas anteriores, con lo que hasta cierto punto se mantuvo un proceso de empoderamiento del laicado y, al mismo tiempo, rectificación de prácticas que en las nuevas circunstancias ya no eran necesarias.47

Algunas medidas adoptadas, como la creación de un seminario interdiocesano asentado en territorio extranjero, permiten ver que los obispos llegaron a temer una prolongación indefinida del conflicto, por lo que buscaban soluciones estables para un problema que entreveían podía haberse mantenido durante más tiempo.

El papel de las autoridades locales relativo a la manera –férrea o no– de aplicar las disposiciones que regulaban la práctica religiosa, fue determinante para que las medidas adoptadas por la jerarquía variaran según la región, y no se encuentra una cierta uniformidad en lo que se vivió durante esos años en los distintos estados de la República.48

Por otro lado, haciendo un balance sobre la pertinencia y los resultados de las medidas extraordinarias que se llevaron a cabo para hacer frente a la emergencia pastoral derivada de las leyes restrictivas, se puede afirmar que fueron bastante eficaces, pues, a pesar de que entre 1926 y 1929 el culto público fue suprimido y posteriormente continuaron medidas difíciles, sin embargo, según el censo de 1940, la fe católica no había decrecido de manera significativa, pues el 96.56% de los mexicanos se declararon católicos (INEGI, 1996: 129).

A través de este artículo se ha buscado abordar un tema poco tratado de manera específica por la cada vez más abundante producción historiográfica acerca del conflicto religioso en México de la década de los 20-30s: el de las medidas implementadas a causa de la emergencia pastoral. Se han incoado solo algunas líneas de investigación, sin pretender agotarlas, pero consideramos que, con lo anteriormente expuesto, se alcanza a vislumbrar la naturaleza de los obstáculos que debieron sortear, de un lado, los prelados, para obtener de la Santa Sede las sucesivas relajaciones a algunas disposiciones vigentes para la administración de los sacramentos y, de otro, los laicos, para suplir en algunos casos, coadyuvar en otros y proteger de diversas maneras a los sacerdotes que ejercían su ministerio en la clandestinidad. Ejemplos como el del sacerdote Domingo Ambriz, citado en uno de los epígrafes, abundaron en el occidente del país. Queda para sucesivos trabajos ampliar o agotar los temas que se han esbozado.



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1 Estos eran los artículos: 3º (enseñanza laica y en manos del Estado); 5º (prohibía los votos monásticos); 27 (quitaba a las asociaciones religiosas la capacidad jurídica de poseer o administrar bienes; los que ya tenían, pasaban a ser propiedad de la nación) y, sobre todo, el artículo 130, con todo un elenco de limitaciones a las prácticas religiosas. El artículo 5º se hallaba en continuidad con la Constitución de 1857, pero los otros inauguraban una relación diferente entre la Iglesia católica y el Estado.

2 Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en 1910 había en México 15.160.369 habitantes, de los cuales 15.033.176 eran católicos, lo que representaba un 99.16% (INEGI, 1996: 97).

3 Como se había mencionado, la Constitución de 1917 facultaba a las legislaturas estatales a determinar el número máximo de ministros de cada religión que podían ejercer su ministerio. Antes de la llegada del presidente Calles el 1 de diciembre de 1924, los estados se habían preocupado poco de legislar en ese sentido; sin embargo, la nueva administración urgió para que los congresos estatales, en uso de la facultad que les otorgaba el artículo 130 constitucional, determinaran un número reducido de ministros de culto en cada circunscripción. Una vez que los congresos estatales habían regulado el número de ministros, hacía falta una sanción penal para quienes infringieran dichas leyes. Ese hueco fue cubierto por la llamada “Ley Calles”, que adicionó el Código Penal para castigar a los infractores de las leyes que ya se habían venido publicando.

4 La pastoral colectiva completa se puede leer en González (2014: 259-263).

5 Las restricciones en algunos estados sobrepasaron el culto privado: en Chiapas, se prohibieron las imágenes religiosas; en Aguascalientes, vestir de luto por los difuntos; en Sinaloa, acudir a los cementerios el 2 de noviembre (conmemoración litúrgica de los difuntos).

6 En un libro que para 1928 ya había alcanzado varias ediciones, se destacaba lo siguiente:

En vista de las circunstancias extraordinarias por que atraviesan los católicos mejicanos, el Soberano Pontífice ha concedido estas gracias:

Que los sacerdotes puedan celebrar la Santa Misa con roquete y estola, sin más vestiduras sagradas; y si ni aun esto es posible, sin ellas, tal como están.

Que puedan celebrar sin ara, sin cáliz, con un vaso o copa cualquiera.

Que el Santo Sacrificio sea integrado tan sólo por el ofertorio, la consagración y la comunión.

Que cualquier hombre, mujer o niño pueda llevar en una caja o lienzo la Sagrada Comunión a los enfermos y éstos la tomen y se la administren a sí mismos (Marín, 1928: 213-214).


Datos parecidos se recogen en Cuneo (1931: 240) y Ziliani (1934: 64).

7 A esto hay que añadir que “entre los cristeros se encontraba el mismo entusiasmo en mantener organizadas y fervorosas las Asociaciones piadosas, en catequizar a los niños, en promover los actos del culto divino, en celebrar con solemnidad inusitada las grandes fiestas litúrgicas, como la del Corpus Christi” (Meyer, 1974: 277).

8 Los archivos de las arquidiócesis de México y de Guadalajara, junto con el archivo del general Calles y algún archivo personal, aportan datos muy interesantes para nuestro trabajo. Además, desde luego, de la bibliografía contemporánea a los hechos, que enfatizaba lo inédito de la situación que se estaba viviendo.

9 Se conoce como guerra cristera al levantamiento armado de muchos católicos contra el gobierno del general Plutarco Elías Calles con el fin de exigir la derogación de las leyes que dificultaban la práctica religiosa. Los primeros alzamientos se dieron en agosto de 1926 y terminó poco después de que el 21 de junio de 1929 el gobierno federal, encabezado ahora por el presidente Emilio Portes Gil, acordara con el episcopado una interpretación benigna de las leyes vigentes en materia religiosa, con lo que los obispos aceptaron reanudar el culto (Meyer, 1973; González, 2017).

10 Concretamente, el canon 858, §1, señalaba: “El que no haya observado ayuno natural desde la medianoche, no puede ser admitido a recibir la santísima Eucaristía, a no ser que esté en peligro urgente de muerte o haya necesidad de impedir la profanación del sacramento”.

11 Circular de Pedro Benavides [secretario del arzobispo] a los Sres. Curas y Vicarios foráneos, Párrocos, Vicarios fijos y demás Sacerdotes del Arzobispado. 19 de julio de 1930. Fondo episcopal: Pascual Díaz Barreto. Caja 57. Expediente 85. Archivo Histórico de la Arquidiócesis de México (AHAM).

12 A celebrar esta misa por el pueblo estaban obligados los obispos (cánones 315 y 339), los obispos titulares (canon 346), los vicarios capitulares (canon 346), los párrocos y cuasipárrocos (canon 466), los vicarios (canon 471) y los ecónomos (canon 473), es decir, casi la totalidad del clero (Miguélez, 1969: 1075).

13 Ya en 1925, por otras causas, el episcopado había conseguido que se dispensara de la obligación de celebrar la misa pro populo en algunas fiestas. Rescripto de la Sacra Congregatio Concilii. 16 de junio de 1925. Fondo episcopal: José Mora y del Río. Caja 32. Expediente 80. AHAM.

14 Carta de Pascual Díaz Barreto a Francisco Banegas. 1 de enero de 1928. Fondo episcopal: Pascual Díaz, Caja 59. Expediente 71. AHAM. Sobre el rezo del Breviario, el canon 135 ordenaba: “los clérigos que han recibido órdenes mayores están obligados a rezar íntegramente, cada día, las horas canónicas, según los libros litúrgicos propios y aprobados”.

15 Circular de Leopoldo Ruiz y Flores, n. 44. 21 de junio de 1932. Fondo episcopal: Pascual Díaz Barreto. Caja 63. Expediente 36. AHAM.

16 Tomando algo [de alimento] a modo de bebida.

17 Circular de Leopoldo Ruiz y Flores, n. 47. 10 de enero de 1933. Fondo episcopal: Pascual Díaz Barreto. Caja 63. Expediente 36.

18 Andrés Solá y Molist, sacerdote claretiano de origen catalán, fusilado el 25 de abril de 1927. Beatificado el 20 de noviembre de 2005.

19 José Trinidad Rangel, sacerdote claretiano, fusilado el 25 de abril de 1927. Beatificado el 20 de noviembre de 2005.

20 La persecuzione nel Messico. Dispense dell’autorità religiosa per la celebrazione del matrimonio (17-18 de junio de 1927). L’Osservatore Romano. p. 1.

21 Carta de Francisco Orozco y Jiménez a Pío XI. 31 de mayo de 1928. Fondo episcopal: Pascual Díaz. Caja 47. Expediente 44. AHAM.

22De tertio dubio est affirmandum, si parochus fuerit moraliter impeditus quominus physice matrimoniis assisteret”. Rescriptum No. 16114/28 Sacrae Congregationis de Sacramentis. 18 de julio de 1928. Fondo episcopal: Pascual Díaz. Caja 47. Expediente 44. AHAM.

23 La sanación es un procedimiento previsto en el derecho canónico para validar un matrimonio sin tener que repetir la ceremonia del consentimiento.

24 Rescriptum No. 16114/28 Sacrae Congregationis de Sacramentis. 18 de julio de 1928. Fondo episcopal: Pascual Díaz. Caja 47. Expediente 44. AHAM.

25 Instrucción del Obispo de San Luis Potosí a los fieles de su Diócesis que se hallan sin párroco ni sacerdote encargado a causa de las circunstancias. Abril de 1928. Fondo episcopal: Pascual Díaz. Caja 48. Expediente 8. AHAM.

26 Instrucción de José Othón Núñez, Arzobispo de Antequera, a todo el clero de la diócesis. 1 de octubre de 1926. Fondo episcopal: José Mora y del Río. Caja 148. Expediente 105. AHAM.

27 Instrucción de José Othón Núñez, Arzobispo de Antequera, a todo el clero de la diócesis. 1 de octubre de 1926. Fondo episcopal: José Mora y del Río. Caja 148. Expediente 105. AHAM.

28 Instrucción de José Othón Núñez, Arzobispo de Antequera, a todo el clero de la diócesis. 1 de octubre de 1926. Fondo episcopal: José Mora y del Río. Caja 148. Expediente 105. AHAM.

29 Instrucción del Obispo de San Luis Potosí a los fieles de su Diócesis que se hallan sin párroco ni sacerdote encargado a causa de las circunstancias. Abril de 1928. Fondo episcopal: Pascual Díaz. Caja 48. Expediente 8. AHAM.

30 Instrucción del Obispo de San Luis Potosí a los fieles de su Diócesis que se hallan sin párroco ni sacerdote encargado a causa de las circunstancias. Abril de 1928. Fondo episcopal: Pascual Díaz. Caja 48. Expediente 8. AHAM.

31 Carta de Domingo Ambriz a Manuel Alvarado. 1 de junio de 1929. Inventario 3402. Expediente 137: Arzobispos. Legajo 1/5. Folio 51. Fideicomiso de Archivos Plutarco Elías Calles – Fernando Torreblanca: Archivo Plutarco Elías Calles (APEC).

32 Carta de Domingo Ambriz a Manuel Alvarado. 1 de junio de 1929. Inventario 3402. Expediente 137: Arzobispos. Legajo 1/5. Folio 51. APEC.

33 Carta de Domingo Ambriz a Manuel Alvarado. 1 de junio de 1929. Inventario 3402. Expediente 137: Arzobispos. Legajo 1/5. Folio 51. APEC.

34 Cuenta Meyer que “en los campamentos, cuando esto era posible, el Santísimo Sacramento estaba expuesto y los soldados, por grupos de quince o veinte, practicaban la adoración perpetua” (1974: 278).

35 Carta de Antonio Correa a Manuel Alvarado. 1 de junio de 1927. Correspondencia de Antonio Correa. Archivo Personal de Luis Sandoval Godoy (ALSG).

36 Un aspecto a subrayar, dentro de las medidas extraordinarias, es precisamente este: los clérigos se apoyaron en las mujeres para conservar o trasladar la eucaristía, pues eran menos sospechosas ante los federales y sus espías.

37 Carta de Antonio Correa a Manuel Alvarado. 1 de junio de 1927. Correspondencia de Antonio Correa. ALSG.

38 Carta de Manuel Alvarado a Antonio Correa. 23 de junio de 1928. Correspondencia de Antonio Correa. ALSG.

39 Un amplio estudio de este fenómeno de la multiplicación de las intervenciones extraordinarias de los laicos católicos en situaciones de emergencia, se encuentra en Butler (2018: 1249-1293).

40 Entre los años 1927-1929, al menos las diócesis de Guadalajara, Puebla, Zamora, Tepic, Yucatán y Linares tuvieron seminaristas estudiando en diversas diócesis de España: Madrid, Toledo, Lugo, Urgel, Orihuela, Valencia y Bilbao (Vera, 2004: 262).

41 Paradigma de estos fueron los seminarios itinerantes de las diócesis de Hermosillo y de Jalapa. El obispo Juan Navarrete permaneció en huida constante junto con un pequeño número de seminaristas de la diócesis sonorense (Cejudo, 2021: 15), en tanto que, por la diócesis de Jalapa, el obispo Rafael Guízar y Valencia consiguió mantener en proceso de formación a un numeroso grupo de seminaristas veracruzanos en diversas casas de la Ciudad de México. Este seminario operó así, en medio de constantes amenazas, entre 1927 y 1936 (De la Mora, 1955: 87-94).

42 Antecedente de lo que más tarde sería la Conferencia del Episcopado Norteamericano.

43 Carta de William F. Montavon a Francisco Orozco y Jiménez. 15 de septiembre de 1930. Obispos. Sección: correspondencia Francisco Orozco y Jiménez (1918-1930). Archivo de la Arquidiócesis de Guadalajara (AAG).

44 Carta de Pascual Díaz Barreto a Francisco Orozco y Jiménez. Febrero de 1928. Fondo episcopal: Pascual Díaz Barreto. Caja 47. Expediente 44. AHAM.

45 Carta anónima a Joaquín Amaro. 15 de junio de 1930. Expediente 17. Legajo 4. Folio 203. Fideicomiso de Archivos Plutarco Elías Calles – Fernando Torreblanca. Archivo Joaquín Amaro (AJA).

46 La situación fue muy diferente según quién era el gobernador del estado. No fue sino hasta los últimos tres años del sexenio del general Lázaro Cárdenas (1934-1940), una vez que había conseguido desembarazarse del general Calles y sus hombres, que comenzaron a ignorarse las regulaciones antirreligiosas en todo el país, aunque no se modificaron las leyes sino hasta 1992.

47 Algunas organizaciones de laicos, como la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa y la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, que habían tenido un papel preponderante en la resistencia armada de 1926-1929, tuvieron incluso serios desencuentros con los obispos Leopoldo Ruiz y Flores –delegado apostólico–, y Pascual Díaz –arzobispo de México–, por no querer someterse a los lineamientos dados por la jerarquía en el sentido de evitar absolutamente un regreso a la lucha armada (González, 2015: 134-158; Rius, 2002: 521-546).

48 Por otro lado, el presidente Manuel Ávila Camacho (1940-1946), en su campaña electoral se declaró católico y prosiguió la política de conciliación y tolerancia que se había vivido en los últimos años del general Cárdenas. Los artículos de la Constitución que restringían algunas libertades religiosas seguían vigentes, pero en la práctica eran ignorados.