Itinerantes. Revista de Historia y Religión 17 (jul-dic 2022) 68-96

On line ISSN 2525-2178

https://doi.org/10.53439/revitin.2022.2.04


Ornamentar para evangelizar. El análisis de cinco retablos franciscanos elaborados en el Yucatán colonial.


Ornament to evangelize. The study of five Franciscan altarpieces made in Colonial Yucatan.



Bertha Pascacio Guillén

Investigadora independiente

Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM

bpascacio@outlook.com



Resumen


A lo largo de casi tres siglos, la orden franciscana mantuvo el derecho exclusivo de evangelizar la península de Yucatán, lo que dio origen a una arquitectura y arte sacro con características peculiares que se manufacturó hasta finales del siglo XVIII. El arte en especial estuvo condicionado a los pocos recursos económicos y materiales con que contaba la región, pero sobre todo a los acontecimientos históricos que permitían el avance misionero o lo limitaban, tal como fue el caso del proceso de secularización, las continuas plagas, epidemias, hambrunas y las huidas de los mayas a territorios indómitos. Por ello, ante la ausencia de investigaciones sobre este tipo de piezas que poblaron las iglesias administradas por la orden y su relación con los procesos históricos acaecidos, el presente artículo pretende proporcionar un primer acercamiento al análisis de cinco retablos que fueron auspiciados por los frailes durante la Colonia; esto con la intención de comprender qué soluciones se emplearon en su elaboración, el discurso aceptado y promovido a través de ellos, así como los modelos preferidos y su evolución estilística.


Palabras clave: franciscanos, retablo, Colonia, discurso.



Abstract


For almost three centuries, the Franciscan order maintained the exclusive right to evangelize the Yucatan peninsula. The purposes had risen an architecture and sacred art with a peculiar characteristic until the end of the 18th century. The Art was adapted by the poor economic and material resources in the region. Also, the historical events seen in the missionary progress influenced the Art as the process of secularization. The plagues, epidemics, famines, and the escapes of the Mayan people to tropical forest too. For these reasons, exists the absence of research over these kinds of pieces. They were extremely popular in the churches under the Franciscan order. Thus, this article aims to provide an analysis of five altarpieces sponsored by the friars during the colonial period. The intention is understanding what solutions used in the manufacture and the transmitted discourse through them. In addition, the preferred models and their stylistic evolution.


Keywords: Franciscans, altarpiece, colonial period, discourse.




Fecha de envío: 9 de septiembre de 2022

Fecha de aceptación: 23 de octubre de 2022



Introducción


La evangelización de los naturales en la Nueva España fue realizada por las órdenes mendicantes, quienes tuvieron la tarea de difundir la doctrina cristiana. Ante la barrera que implicó el idioma, los religiosos emplearon imágenes para comunicar el mensaje de la cristiandad, lo que convirtió al arte sacro en una manifestación vigorosa donde cada pieza presentaba una significación recóndita, aun cuando estuviese al margen del arte y la belleza; por lo que se convirtió en unidad didáctica que transmitía signos y símbolos (Toussaint, 1990: XII).

A través de ellos se divulgaba la Historia Sagrada, oraciones y verdades esenciales que los indígenas aprendían rápida y eficazmente por su alta función pedagógica. Estas imágenes en principio se plasmaron en los muros conventuales y posteriormente ornamentaron el interior de los templos con pinturas, esculturas y retablos que tenían como modelo las ilustraciones y textos europeos, los cuales proporcionaron la base temática y estructural.

El aumento de la población, el intenso ritmo constructivo, el gusto, el sentido del prestigio y sobre todo la creciente pujanza económica permitieron la afluencia de artistas europeos que enriquecieron las formas artísticas con nuevos modelos, que iconográfica y estilísticamente correspondía a una función específica dentro de una situación particular; esto admitió la creación de gran cantidad de obra que participaba de los valores fundamentales del mundo europeo, indiano y de castas, las cuales poseían connotaciones y características propias (Victoria, 1986: 57; Manrique, 2000: 225-230).

Este proceso del uso de la imagen ha sido ampliamente documentado para el caso del centro novohispano, a través de diversas investigaciones de historia del arte; no obstante, existe una región que aún no ha sido estudiada: la península de Yucatán, donde este tipo de piezas se produjeron a un tiempo y ritmo diferente por dos factores decisivos: 1) la naturaleza y recursos de su geografía y, 2) el derecho exclusivo que tuvieron los franciscanos por parte de la Corona para efectuar la cristianización, con exclusión de cualquier otra orden.

Aspectos que implicaron una consagración a la vez de una limitante para los religiosos, quienes tuvieron que cambiar continuamente los planes constructivos de los templos ante diversos inconvenientes, por lo que la factura del arte sacro estuvo directamente relacionada con los procesos históricos que se vivían. Así, se creó un arte que pese a estar permeado de elementos formales, no tenía interés por manifestar la moda artística y en contraparte, poseía libertad atemporal en el manejo de los elementos arquitectónicos y ornamentales, tal como sucedió en el norte de la Nueva España.

Se trataba entonces de: “una región en donde el proceso artístico se desarrolló dentro de circunstancias cronológicas, geográficas y culturales diferentes en tiempo y recursos humanos a las del centro del país y que, por tanto, es un desarrollo que debe considerarse dentro de parámetros diferentes, sobre todo por lo que respecta a las cronologías que se han venido manejando” (Vargaslugo, 1992: 70). Esto, porque los artífices propusieron soluciones intermedias entre la cultura local y la intención de sumarse al desarrollo artístico novohispano, lo que derivó en un conjunto regional diferenciado, acorde con las circunstancias geográficas y la riqueza económica de la zona (72-73). Una propuesta que, aunque se realizó para Sinaloa, bien puede aplicarse a Yucatán.

Por ende, ante la ausencia de investigaciones que versen sobre el tema, el presente artículo tiene como objetivo realizar un análisis formal y estilístico de cinco retablos auspiciados por la orden durante la Colonia; esto, con la intención de conocer en un primer acercamiento cuáles fueron las “expresiones nuevas” que los distinguieron, las soluciones empleadas en su elaboración, el léxico barroco que se utilizó y su evolución a lo largo del tiempo. Estudio que se complementará con el análisis bibliográfico, los documentos de archivo, la observación y el análisis descriptivo los objetos.

Ello con la intención de proporcionar al lector un panorama general de la perspectiva franciscana, el discurso y arte evangelizador empleado en Yucatán siguiendo la propuesta realizada por Jorge Alberto Manrique para el estudio de lo que denominó barroco americano, que acorde con el autor obedece ciertas leyes generales de creación y percepción, además de poseer un sistema de formas propio y perfectamente determinable; razón por la cual, los estudios de este tipo deben constar de tres fases: 1) el análisis de las formas mismas; 2) la comparación de las formas del arte con sus equivalentes; y, 3) la “secreción vital”, es decir la explicación de su existencia a partir de los hombres que lo crearon; esto para poder entender las obras artísticas no sólo como objetos, sino como “productos de” (Manrique, 1961: 442-443).

Situación que a decir de Ramón Gutiérrez responde al hecho que el barroco en América no se expresó de una manera única y excluyente, ya que cada región manifestó una predilección por ciertos materiales y los recursos expresivos que desarrolló; esto porque se recurrió a la arquitectura que se dominaba, que era propia y adecuada para dar respuesta a los requerimientos materiales y espirituales, puesto que respondía a contextos sociales, económicos y culturales diferentes (Gutiérrez, 2001: 66-67).


La evangelización franciscana a través del arte sacro. Apuntes sobre su historia y evolución.


La presencia de la orden de San Francisco en Yucatán se remonta a 1537, pero fue hasta casi una década después que se inició la construcción de los primeros conjuntos religiosos en las cabeceras de doctrina o guardianías, que se convirtieron en el centro religioso, político y económico de los pueblos denominados “visitas”. En estas entidades se fundaron las primeras casas conventuales y su elección estuvo sujeta a tres criterios: el político-administrativo, el religioso de origen maya y la concentración de la población indígena (Quezada, 1993: 74-75).

Medidas de importancia por la vasta geografía que enfrentaron los frailes, la pobreza de la tierra que carecía de minas o tierras para cultivo, la escasez de agua para consumo, así como por la limitada economía que dependía de las estancias de ganado y la mano de obra indígena; aspectos a los que se les sumaron las continuas epidemias, plagas, hambrunas y/o huracanes que disminuían o hacía huir a la población maya. Todos, factores que hicieron de la evangelización una tarea ardua y lenta en su avance; por lo que la elección de los sitios no fue fortuita, se trató de un acto planificado que respondió a una estrategia misional (Chávez, 2001).

Los primeros asentamientos fueron: Campeche, capital prehispánica que al ser costa permitía controlar el puerto que los comunicaba con el centro novohispano y España; Mérida, capital de la provincia donde se fundó la sede del obispado; Maní, capital prehispánica que contenía la mayor extensión de tierra cultivable; Conkal, sitio con gran concentración de población maya; e Izamal, centro de peregrinaje con una alta densidad de naturales que se conectaba a partir de cuatro sacbes o caminos que facilitaban el movimiento en un amplio territorio (Pascacio Guillén, 2013: 20-22). A partir de estas cinco cabeceras se inició la evangelización y adoctrinamiento de los naturales.

Para 1546, los franciscanos fundaron las primeras escuelas, que tenían como modelo el proyecto iniciado en el centro de México hacia 1524, tras la llegada de los primeros doce (Cunill, 2008: 169). En ellas se educaba a los niños en la doctrina, canto, nociones de escritura y aritmética; además de escuelas dedicadas a la enseñanza de: “diversos oficios, necesarios tanto para la ‘república de los indios’ -a efecto que éstos pudieran valerse por sí mismos en la vida-, como para los propios frailes, con planes proyectados en torno al desarrollo de las actividades de evangelización y de ornamentación de los edificios” (Reyes-Valerio, 2000: 106).

La primera escuela de este tipo se fundó en Campeche y estuvo a cargo de fray Juan de Herrera, quien tenía experiencia previa con las del centro de México, de dónde se trasladó el material necesario para efectuar la enseñanza; acción que al poco tiempo se replicó en Mérida, también bajo su dirección. Y, en 1549 se fundó la tercera en Maní, a cargo de fray Juan de Mérida, fraile arquitecto (Cunill, 2008: 170-172; Lizana, 1995: 206).

La educación que recibían los mayas en ellas se vio complementada por las instrucciones de algunos personajes como fray Miguel de Herrera, primer arquitecto en enseñarles albañilería; Antón Sánchez, carpintero español avecindado en Mérida quien les transmitió el oficio; Diego Vargas, platero que los instruyó en orfebrería; Cristóbal Rojas que creó un taller de sillería; fray Diego Castro quien abrió el primer taller de escultura en toda la península; y por último, la modesta escuela de pintura del convento de San Francisco en Mérida (Ruz Menéndez, s/f: 13-15).

Aunque ya contaban con algunos artífices calificados para comenzar a ornamentar los templos esto no fue posible debido a las pocas edificaciones existentes, por lo que en 1552 la Audiencia de los Confines nombró al oidor Tomás López Medel, quien promulgó las ordenanzas que dictaban que en la provincia se debían hacer: “buenas iglesias en sus pueblos, de adobe y piedra y bien labradas y aderezadas como conviene al culto divino […]. Las cuales dichas iglesias mando sean muy bien adornadas” (López Cogolludo, 1957: 296).

Lo que hacía hincapié en el empleo de materiales no perecederos para la fábrica de los templos, que hasta ese momento estaban edificados con palizadas y ramadas. Empero, tales disposiciones no se aplicaron debido a que los franciscanos se centraron en el trabajo evangelizador ante la falta de recursos económicos y personal calificado. En 1560, tras el Capítulo General de la orden celebrado en Aquila, fray Lorenzo de Bienvenida consiguió una cédula real para continuar con la construcción de los conventos, la cual estaba dirigida al virrey de la Nueva España, Gaspar de Zúñiga Acevedo en la que:


Expresaba como razón para permitir la construcción de nuevos monasterios la escasez de ellos, causa por la cual muchos naturales de esa provincia dejaban de ser doctrinados y enseñados en las cosas de la fe católica y añadía que, al permitirles nuevos establecimientos los religiosos que en ellos hubiese se ocuparían de la construcción y harían gran fruto en las partes donde estuvieren (González Cicero, 1978: 101).


Disposición que otorgaba tal merced con la condición de que fuesen humildes y sin superfluidad, agregándose que el costo se haría conforme al lugar donde se erigiesen; si se trataba de pueblos de la Corona se haría a costa de la hacienda real, mientras que para los pueblos encomendados el gasto se repartiría entre la Corona y el encomendero, en ambos casos con la ayuda de los indios por considerarse obra en beneficio de todos (González Cicero, 1978: 101).

Un año más tarde, se había avanzado en la construcción de los conventos de Campeche, Calkiní, Mérida, Maní, Ticul, Homún, Hocabá, Sotuta, Izamal, Dzidzantún, Sisal, Comolchen, Motul, Kunkás y Cacalaca. Y, para 1563 estaban edificadas doce casas, seis de ellas acabadas, dos comenzadas a hacer y el resto, sólo con construcciones de paja.1 A las que poco después se les sumaron doscientos pueblos más, con la peculiaridad que sus iglesias sólo contaban con una construcción de piedra para el área del presbiterio, la cual era cubierta con grandes ramadas de madera y guano (paja) para crear la nave (McAndrew, 1965: 521-522). Un incipiente progreso que se vio interrumpido por la secularización de doctrinas que inició el obispo fray Francisco de Toral, ante la falta de frailes que pudieran administrar tales iglesias.2 [Figura 1]

Para 1573, el obispo fray Diego de Landa frenó la secularización y planteó una estrategia basada en tres ejes: 1) alejar a los mayas de sus antiguas prácticas religiosas, 2) educar a los frailes en la lengua de los naturales para facilitar la conversión y, 3) reiniciar la evangelización; para lograrlo se apoyó en treinta religiosos españoles que le ayudaron a fortalecer y dar continuidad a la actividad misionera (Chávez, 2001: 89); mismos que estaban preparados en diversos oficios y fueron distribuidos en diferentes sitios con un objetivo determinado (López Cogolludo, 1957: 431). Entre estos se encontraba fray Julián de Quartas, quien:


Amaba a los indios en extremo y los enseñaba a pintores, doradores, entalladores y a todos los oficios. Y aunque el bendito religioso no sabía, era tan ingenioso que él trabajaba por saberlos y poder enseñarlos a los indios. Y fue causa de esto de que haya muchísimos de ellos que ya son pintores y doradores y entalladores, y cosas tales; si bien se han perfeccionado con maestros españoles que hoy hay en esta tierra, que iguala su destreza a la de los mejores de mundo. Más el haberlos industriado este buen religioso fue causa que se inclinasen a tales obras, que han llenado las iglesias de retablos de talla extremados y de buenas pinturas y otros adornos (Lizana, 1995: 239).


Tras la llegada de este fraile arquitecto, las rudimentarias enseñanzas de las escuelas de artes y oficios se consolidaron al permitir la formación de un artesanado indígena que se encargó de ornamentar los pocos templos franciscanos con: “retablos de talla de escultura, y de media talla muy vistosos, y costosos” (López Cogolludo, 1957: 512). Su trabajo fue extenso porque permaneció en estas tierras por treinta y ocho años, en los que preparó a varias generaciones de naturales en el ramo de la construcción y el ornato.

A la par de Quartas también estuvo fray Francisco de Bustamante, quien realizó altares en honor a Santa Úrsula en diferentes conventos de la región. Mientras que para el siglo XVII surgieron figuras como las de fray Juan Gutiérrez, fray Hernando de Nava y fray Luis de Vivar que se encargaron de la fábrica de los retablos de Ticul y Mérida, así como de varios objetos para el ornato de diferentes iglesias (López Cogolludo, 1957: 245, 603, 674, 728).

Esto da cuenta de la presencia de maestros y artífices calificados en la manufactura de retablos, esculturas y pinturas, quienes además contaban con los conocimientos necesarios sobre los materiales locales que podían ser empleados. Al respecto, Francisco Molina Solís menciona que en la región se podían obtener muy buenas maderas, ideales tanto en nobleza como en resistencia para la talla, las cuales se labraban de “manera exquisita” en Tekit, Temax e Izamal (1910: 298).

Pero ¿cómo fueron esos primeros retablos? Desafortunadamente en la actualidad no se conserva ningún ejemplar. El único vestigio que se tiene son los muros que hablan de la presencia de tabernáculos de madera tallada y policromada de diferentes tamaños, que fueron complementados con retablos pintados sobre el muro o “retablos murales” en los que se siguió la tradición de la pintura mural al temple utilizada en el centro novohispano y que se mantuvieron vigentes gran parte del periodo colonial, a la par de la existencia de los retablos tallados en madera.

Ejemplo de este primer tipo es el del templo de Santa Clara de Asís en Dzidzantún elaborado entre finales del XVI y principios del XVII, el cual ha sido estudiado por Raquel Vayone, quien explica que en ellos no se aprecia la presencia de tareas y el enlucido fino fue aplicado antes de comenzar la pintura, aspectos que junto con el bruñido sugieren que se trata de pintura al temple (2016: 223-224). [Figura 2]

Es un retablo que cubre en su totalidad el muro del presbiterio; tiene al frente el altar elaborado en argamasa y sobre él, un nicho para el Sagrario. En el banco se posan dos personajes masculinos en posición sedente, con el cuerpo dispuesto en tres cuartos y el rostro de perfil, quienes flanquean la oquedad; visten túnica azul y manto rojo, portan aureola y libro; se trata de los evangelistas que tradicionalmente se emplean para representar las bases de la Iglesia, aunque se desconoce por qué sólo aparecen dos y no cuatro, como suele ser común.

Una amplia franja azul divide al banco del espacio ahora vacío donde se hallaba el tabernáculo de madera; aún se conservan las anclas que lo sostenían. Esta área está flanqueada por dos estructuras arquitectónicas; la primera entraba en contacto con el tabernáculo y se compone de sillares decorados con rostros de querubines alados, dispuestos a manera de delgadas pilastras que sostienen un remate curvo con la misma ornamentación, el cual cerca la imagen de María que es ascendida al cielo por tres grupos de querubines en medio de un rompimiento de gloria. En las enjutas que se forman por la unión de las dos estructuras se colocaron querubines que sujetan lacerías en rojo.

La segunda estructura es de mayores dimensiones y está un poco más provista que su precedente. Se compone de dos calles laterales que se dividen en tres cuerpos; en cada uno, se pintó un nicho enmarcado con delgadas columnas lisas y pequeños capiteles que terminan en un remate enconchado, los cuales resguardan en su interior la imagen de un santo. En un orden de abajo hacia arriba, a la derecha del espectador aparecen: san Pablo de Tarso, san Antonio de Padua y santa Clara de Asís; mientras que a la izquierda están: san Pedro, san Francisco de Asís y san Bernardino de Siena. Todos santos importantes para la orden franciscana.

Los nichos dispuestos a manera de una gruesa pilastra se coronan con un robusto capitel jónico que sostiene un entablamento ricamente decorado con tres cartelas en las que se representan al centro, la Verónica y a cada lado los monogramas de María y Jesús, sostenidos por querubines que portan lacerías en azul y rojo. Por último, en el ático de medio punto se encuentra la imagen de la Coronación de la Virgen por Dios Padre, con éste a la izquierda del espectador, Jesucristo a la derecha y el Espíritu Santo al centro, que desciende sobre María.

Las sagradas personas se hallan en medio de un rompimiento de gloria, que tiene en la parte inferior tres grupos de querubines trompeteros; mientras que arriba, al costado del Padre emerge la representación del sol, por lo que viablemente al lado de Cristo pudo estar la luna -símbolos del principio y el fin-, que complementa la iconografía usual para este tipo de representaciones y se ha perdido. El conjunto cierra con un ancho entablamento que sigue la forma del ático, el cual está decorado con querubines y cartelas que contienen monogramas de los nombres sagrados.

Es un retablo en el que predomina la policromía en azul y rojo para las representaciones de los santos, las sagradas personas y el cielo; el negro como base de las decoraciones de los sillares y entablamentos; mientras que la grisalla se usó para definir los elementos arquitectónicos. En él, se optó por una iconografía sencilla, con elementos simbólicos claros que remiten al seguimiento de las vidas ejemplares de los santos franciscanos y la búsqueda de la intercesión de María como abogada celestial para alcanzar la vida eterna a través de la fe en Dios. Un panorama cristocéntrico que se complementó con los monogramas, querubines y lacerías usados para la ornamentación, que aluden a los lazos entre los hombres y lo divino (Mt 16, 19).

Este tipo de piezas fueron ampliamente utilizadas por la facilidad de su realización, su bajo costo y porque permitían reemplazar la carencia de técnicas en otros medios (Victoria, 1986: 56-57, 67-69). Estaban inspirados en reinterpretaciones de libros y grabados, que eran complementados con imágenes tomadas de los tratados de arquitectura, cuya importancia simbólica llenaba los vacíos iconográficos. Por ello, se podían considerar: “un instrumento educativo y un recurso para ornamentar los edificios religiosos y atraer al pueblo tan acostumbrado a ver en los templos prehispánicos un mundo de color y armonía sin igual” (Reyes-Valerio, 2000: 184).

Pero, cuando la situación del ornato había empezado a mejorar con la presencia de estos retablos surgieron conflictos con el prelado en turno por la secularización de la provincia, por lo que los religiosos se ocuparon en mantener su privilegio de evangelizar, limitándose a cubrir sólo las reglas básicas de decoro estipuladas para los templos con los recursos que se tenían a mano. Por tanto, la situación de las iglesias permaneció sin mayores cambios por mucho tiempo.

Por una carta del obispo fray Juan de Izquierdo al rey es posible saber que para esas fechas existían villas que tenían una “buena iglesia” como Valladolid y Campeche, otras que contaban con una “pequeña y pajiza pero vasta” como Bacalar, Tabasco y la Chontalpa, mientras que todas las iglesias de los pueblos de indios: “son pajizas salvo las capillas mayores donde se dice misa que son de cal y canto […]. Lo que toda a los ornamentos de sacristía de todas las iglesias que quedan dichas, tiene suficientemente lo que han menester.3

En 1604, con la llegada del obispo Diego Vázquez de Mercado el panorama se volvió alentador, ya que el prelado se dedicó a abrir los principales caminos para el tráfico y comercio de los diferentes productos de la provincia, además de velar por el establecimiento de mesones en todas las poblaciones, edificar norias y depósitos de agua públicos (Carrillo, 1895: 345-350, 363-369). Acciones que buscaban promover el desarrollo de una economía regional.

Los franciscanos aprovecharon el impulso para iniciar un proyecto en el sur de Campeche al que se le denominó “las misiones de la montaña”, con el que pretendían fundar nuevas guardianías en la zona libre que era tierra de gentiles, congregar a los indios que se hallaban dispersos en rancherías y expandir la evangelización mediante la creación de nuevos centros religiosos; proyecto que fue clausurado en 1615 y retomado de forma intermitente a partir de 1618 (Chávez, 2001: 117).

Las décadas siguientes estuvieron llenas de cambios, incursiones, pérdidas y pugnas ante el avance de la secularización que los posteriores prelados llevaron a cabo. Las pocas limosnas que recibían los frailes eran destinadas a la administración de los sacramentos, porque: “ninguna iglesia de todas las doctrinas tiene renta para ornamentos, y lo necesario para el Culto Divino. Los pueblos no dan cosa alguna en particular para esto.” (López Cogolludo, 1957: 629-630). No obstante, para 1639 contaban con 30 guardianías y 5 vicarías frente a los 11 beneficios seculares; además que todas sus cabeceras de doctrina tenían:


Iglesias muy grandes y capaces, aunque de paja y palmas silvestres, son de gran defensa y dura y en su parecer por dentro y fuera son vistosísimas y de mucha hermosura en la diferencia y curiosidad de sus hechuras y estibadas sobre los mismos cercos que tienen de pared de cal y canto, con lindos frontispicios, portadas, ventanaje de rejería por ambos lados. Las capillas son edificadas de cal y canto y cubiertas algunas de azotea y las más de bóvedas y en ésta están los altares y colaterales hechos todos los más de muy lindo pincel y molduras sobredoradas (Cárdenas, 1937: 110-111).


Lo que indica que, aunque arquitectónicamente se mantenía el mismo modelo constructivo, existía una intención de dotarlas de retablos y ornamentos. Esto por la presencia de mayas habilidosos que eran carpinteros, canteros, pintores, escultores y entalladores: “grandes imitadores de todas las obras de manos que se ven hechas, y así aprenden todos los oficios con facilidad […] y a veces con herramienta e instrumentos que dan risa verlos; pero con la flema que casi connatural tienen en el trabajar, suplen su falta y sacan buenas obras que las dan más baratas que los españoles” (López Cogolludo, 1957: 298). Lo que permitió la manufactura de nuevas piezas, sobre todo colaterales de pequeño formato; pero ¿qué vestigios tenemos de estas obras?

Pese a que se han perdido muchos de estos primeros retablos de madera, aún se conservan algunas piezas (Pascacio Guillén, 2021). Ejemplo de ello es el de Nuestra Señora de la Soledad del templo de Maní, que está conformado por un banco alto, un solo cuerpo dividido en tres calles por cuatro soportes antropomorfos y un ático de medio punto. Se caracteriza por ser una pieza de poco grosor y son sus relieves los que le proporcionan volumen; en la actualidad, ya no conserva sus esculturas originales, por lo que los nichos se ocuparon con esculturas de diferentes temporalidades relacionadas con la temática de sus relieves. [Figura 3]

En él destaca una solución artística que deja ver una planeación en su manufactura, gran destreza y el empleo de un modelo único para los soportes, conformados por cariátides que se posan sobre cabezas masculinas que les sirven de basa y están coronadas con un capitel peraltado de orden corintio. Figuras femeninas que tienen una influencia vitruviana no tradicional, ya que proceden de la edición realizada por fra Giovanni Giocondo, quien les proporcionó un semblante aspaventado y el esbozo de una sonrisa, cambiándoles incluso la vestimenta ática (Merino, 2015: 167-168). Aunque en Yucatán fueron replicadas con algunas variantes.

En este retablo tallado en madera y policromado -que es uno de los más antiguos-, existe gran minuciosidad y detalle en la factura de los bajorrelieves, donde se presenta un trabajo de esgrafiado, estofado y corladura de plata en elementos tan pequeños como las vestimentas y los objetos que portan los personajes representados; a la par que se emplearon piezas talladas por aparte para lograr un efecto tridimensional, particularmente en aquellos sitios donde se buscaba evitar el aplanamiento de la postura o resaltar los objetos (Pascacio Guillén, 2021: 176).

Sus elementos iconográficos aluden a la Pasión de Cristo y fueron colocados en el banco, entablamento y ático a partir de bajorrelieves. Las representaciones se dividen en tres tipos: 1) escenas de la Pasión, 2) elementos simbólicos asociados a la Pasión y, 3) las Arma Christi; éstas siguen una lectura ascendente y mantienen el orden en que aparecen dentro de las Sagradas Escrituras, lo que facilita la narrativa visual de los pasajes bíblicos. Una temática que fue parte del Oficio de Pasión, devoción franciscana que tuvo sus primeras representaciones en las cruces atriales y las pinturas murales empleadas en el centro novohispano (Montes Bardo, 2001: 179); las primeras, grandes ausentes en esta región desde 1562 por los eventos previos al Auto de Fe de Maní (Pascacio Guillén, 2013: 4).

En él, destacan por la forma en que fueron representados cuatro elementos: la Santa Faz, las treinta monedas, el gallo sobre la columna y la espada con la oreja. La primera se presentó como imagen dolorosa e histórica con la corona de espinas y la sangre surcando el rostro de Cristo (Schenone, 1998: 261); mientras que las monedas aparecen alineadas sobre una manta para que puedan ser vistas por el espectador, representación que a decir de Louis Réau tuvo su auge en el siglo XV, cuando los instrumentos de la Pasión aumentaron en número (t. 1, v. 2, 1996: 529).

Por su parte, el gallo tiene una doble lectura, ya que implica la profecía de la negación a la vez que hace referencia al cumplimiento de esta; no obstante, parece tratarse de una síntesis de la representación de san Pedro junto a la columna con el gallo (Schenone, 1998: 204). Y la espada refiere al momento en que el apóstol cortó la oreja del sirviente Malco durante el prendimiento de Jesús en el Getsemaní (Jn 18, 10-11); pero es notorio que nuevamente se empleó una iconografía del siglo XV para sintetizar un pasaje bíblico (Réau, t. 1, v. 2., 1996: 529).

La ornamentación también juega un papel importante por el empleo de lacerías, lirios, rosetas, acanto y querubines, todo en orden ascendente. A nivel iconográfico, las lacerías implican el poder ligar referido en la Biblia, cuando Cristo le dice a Pedro: “cuando tú atares sobre la tierra, quedará atado en el cielo; y cuando tú desatares sobre la tierra, quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 19), por lo que designa toda obligación que procede de la fe; pero como tales ligaduras se desarrollan para formar una flor, también implican inmortalidad y perfección, características que conforman las virtudes del alma (Chevalier y Gheerbrandt, 2007: 295, 504, 631); a lo que se le suma que se trata de un lirio del valle, que simbolizan la venida de Cristo (Ferguson, 1956: 37).

Las rosetas por otra parte, evocan el esplendor que perdió el hombre por los pecados cometidos después de la Caída (Ferguson, 1956: 42); las hojas de acanto están relacionadas con la eternidad al ser una planta que no pierde su color (Fernández, González, et al, 2015: 22); y los querubines se consideran los mensajeros de Dios, por lo que son los medios por los que el hombre entra en contacto con el cielo y la Creación (Ferguson, 1956: 135-136).

A diferencia del retablo mural antes expuesto, en este colateral aparece una rica ornamentación y elementos iconográficos que dan cuenta de la existencia de un léxico barroco que transmite un discurso relacionado con el establecimiento de los lazos con Dios a través de la Iglesia y la búsqueda de la vida eterna a partir de la perfección de las virtudes del alma; todo en la creencia de Cristo como redentor. Por lo que de nuevo está presente la visión cristocéntrica de los franciscanos -aunque con un lenguaje más elaborado-, que para esta época buscaban demostrar la pertinencia de su labor frente al clero secular que ganaba terreno (Pascacio Guillén, 2021: 194).

En las décadas siguientes, la faena constructiva se tornó intermitente por las continuas epidemias, plagas y hambrunas que asolaron la región. Eventos a los que se le sumó el creciente interés de los frailes por incursionar en la región del Itzá, lo que ocasionó la sublevación de muchos mayas que se negaron a la apertura de los antiguos caminos que enlazaban a los pueblos de la Montaña con Campeche y los asentamientos del Norte, un proyecto en el que los franciscanos jugaron un papel primordial (Chávez, 2001: 170-183; Carrillo, 1895: 444).

Comenzada la segunda mitad del XVII se registró una huida masiva de naturales a los territorios de la Montaña y una nueva epidemia se hizo presente, seguida de continuas plagas de langosta que llevaron a una severa disminución de las poblaciones por los numerosos decesos e incluso, al abandono de algunas localidades (Chávez, 2001: 183-189, 278-292). Este era el panorama de los franciscanos que vivían en medio de continuas disputas por la creciente secularización, el rebaño diezmado y la gran inestabilidad económica y social consecuencia de los eventos naturales y un mal gobierno civil.

En este contexto se recibió la noticia de la publicación de la Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias donde se estipulaban las reglas para los fondos de las construcciones religiosas, las cuales más bien constituían un recordatorio de los deberes que tenían los indios, encomenderos, vecinos y gobierno civil. Por lo que se obligó a que las iglesias se acabasen de edificar sin permitir exceso, ni desorden, además que todos debían socorrer en la fábrica, ornamento y servicio.4

Esta fue la época del auge constructivo de los retablos de madera con soportes salomónicos, considerados los más representativos del barroco novohispano por su importancia simbólica y su asociación con la Jerusalén Celeste. Ejemplo de ello es el colateral de Nuestra Señora del Lunar del templo de Maní, que está conformado por banco, un solo cuerpo, ático de medio punto más alto de lo común y un enmarcamiento de madera que lo rodea por completo a manera de guardapolvo. Está completamente tallado con bajorrelieves de gran calidad que no dejan un solo espacio vacío. [Figura 4]

En la actualidad ya no posee sus esculturas originales y ha perdido su policromía, pero los restos que se hallan en su superficie permiten considerar que estuvo pintado en rojo y azul, con detalles en dorado y corladura de plata. Presenta en total ocho columnas salomónicas con fustes excepcionales, cuatro en el cuerpo y el resto en el ático, todas decoradas con sarmientos y racimos de uvas que dan forma a las espiras que arrancan desde la basa para rematar en un capitel peraltado de orden corintio; un tipo de soporte que se convirtió en una constante dentro del territorio yucateco hasta el XVIII.

Además de sus soportes, la novedad de esta pieza es que se trató de uno de los primeros retablos que tenía la intención de impulsar y mantener una devoción mariana. Fue realizado para resguardar la imagen que pertenecía a la antigua cofradía de la Concepción fundada por don Francisco Montejo Tutul Xiu, “gobernador perpetuo de Maní, de indios y españoles”, creada a partir de la petición que los vecinos y mayas del lugar le realizaron al protector general don Juan de Sanabria el 8 de julio de 1602, fecha en que se dio la licencia para la fundación y el poblamiento de la hacienda denominada Polol, que fue cedida para tales fines.5

Una efigie que: “en su advocación de Nuestra Señora de Concepción con el nombre del Lunar, a quien antes de la destrucción de las haciendas causada por el hambre, en que se experimentó grandes robos de ganado caballar y colmenas se le cantaba todos los sábados primero del mes una misa por los vivos y difuntos que habían dado su limosna”.6 Entonces, se trataba de una devoción de inicios del siglo XVII que buscaron patrocinar más allá de los límites locales para finales de la centuria, tras las epidemias, plagas y hambrunas que habían asolado la provincia, ante la necesidad de nuevos abogados fuera del santuario de Izamal que tenía a la mayor intercesora y con ello, obtener mejores beneficios económicos.7El programa iconográfico del colateral es sucinto y poco usual al presentar elementos simbólicos sólo en el banco, donde aparecen: la cruz de Jerusalén que alude a las heridas de Cristo hace presente la historia de la Pasión y el sacrificio que hizo por la salvación de la humanidad; de Jesús como la segunda persona de la Trinidad, el Verbo encarnado (Chevalier y Gheerbrandt, 2007: 363; Fernández, González, et al, 2015: 100). La corona real que implica honor, victoria y grandeza, signo de la acción todopoderosa de Dios sobre los hombres, de la victoria escatológica trascendente vinculada a Cristo y/o María (Chevalier y Gheerbrandt, 2007: 149).

Los anagramas del Dulce Nombre de María y de Jesucristo, que refieren directamente a las sagradas personas. El escudo con los brazos de Cristo y san Francisco cruzados que apunta al ideal seráfico de seguir las huellas de pobreza y humildad cristiana. La cruz latina de doble travesaño o de Caravaca que representa la reliquia de la cruz en la que Jesús fue crucificado (Monreal, 1997: 18, 44). Y, los querubines que se asocian con la misión divina, lo ascendente y descendente, el origen y la revelación (Ferguson, 1956: 45).

Para la ornamentación se emplearon motivos vegetales de gran contenido simbólico, los cuales cubren toda la superficie. Se trata de guías fitomorfas colocadas de forma ascendente, meandros con flores de lis, acantos y flores, los cuales remiten a la idea de cercar, orlar y/o enlazar los vínculos existentes entre Dios y los hombres (Chevalier y Gheerbrandt, 2007: 631); además de sarmientos con vides que rodean los fustes de las columnas que simbolizan el vino eucarístico, la sangre de Cristo (Ferguson, 1956: 43).

Elementos que complementan el programa iconográfico relacionado con el sacrificio de Jesús como medio para la salvación de las almas, a la par que refiere a María como abogada entre los hombres y Cristo, así como a los santos cuyas vidas son ejemplo para el feligrés cristiano. Simbolismo que se refuerza con la presencia del azul y el rojo de su superficie, los sarmientos y vides, todos símbolos pasionarios que rememoran el reino de los cielos a través de su fruto que es la eucaristía (Chevalier y Gheerbrandt, 2007: 1068).

En esta pieza se observan muchas similitudes técnicas utilizadas en el retablo de la Soledad; elementos tales como la talla fina y minuciosa, el excelente trabajo de los bajorrelieves en pequeño formato que estaban llenos de preciosismo y el uso de la corladura de plata para los detalles; pero, a la par, se manifiesta una clara transición en las formas de los fustes que ahora presentan un contenido simbólico que refuerza el discurso cristocéntrico del retablo.

Para 1696, cuando los franciscanos encabezaban la incursión al Petén, el gobierno civil inició el proyecto denominado “camino real” que buscaba explorar los territorios de los Beneficios Altos y Bajos con el propósito de reactivar la economía mediante la apertura de caminos que permitieran el libre tránsito y traslado de animales, comida y hombres hacia Mérida; para lograrlo se valieron de caciques mayas, pobladores y frailes avecindados en los territorios de La Sierra quienes conocían el área (Jones, 1998: 256-261).

Dentro de las poblaciones que mantuvieron una activa participación se encontraba Oxkutzcab, donde la economía floreció y permitió la realización de un retablo mayor fastuoso en el primer tercio del XVIII. Esta pieza que cubre el muro del presbiterio fue cubierta con lámina de oro y detalles en policromía; mantiene los elementos de sus precedentes, por lo que se puede considerar que fue la época dorada para este tipo de tallas en Yucatán. Tiene planta lineal y está conformado por banco, tres cuerpos, cinco calles y un pequeño remate que se ajusta a la forma del espacio que lo aloja. [Figura 5]

En el banco se dispusieron relieves con los doctores de la Iglesia y los evangelistas, como alegoría de las bases que sostienen a la Iglesia católica. Las tallas son irregulares, con manejo de diferentes volúmenes y partes elaboradas en bulto redondo -cabezas, manos y objetos-, para dar la percepción de tridimensionalidad; en el caso de los doctores, el trabajo es de buena calidad, no así el de los evangelistas que es burdo e ingenuo.

Para los soportes se emplearon columnas salomónicas de fustes excepcionales con capitel corintio, similares a las del retablo de la Virgen del Lunar. Sus cinco calles se encuentran delimitadas por dieciséis columnas; cada cuerpo aloja seis, con excepción del tercer tramo en el que se prescindió de los soportes laterales y se les sustituyó con vigorosos balaustres que continúan la percepción de verticalidad, a la par que dan inicio a la curvatura que necesita para adaptarse a la pared.

En cada cuerpo se alternan esculturas de santos con relieves sobre la vida de la Virgen. En un orden de izquierda a derecha del espectador, en el primer cuerpo se encuentra un santo sin atributos, la Adoración de los Pastores, Cristo en la cruz, el Pentecostés y san Juan Bautista; en el segundo, san Pedro, la Anunciación, san Francisco de Asís, la Presentación de la Virgen y san Pablo; para el tercero, san Bernardino de Siena, los Desposorios de la Virgen, la Purísima Concepción, la Adoración de los Reyes y san Juan Capistrano. En el ático se situó un relieve de la Santísima Trinidad custodiada por el sol y la luna, que alude a Dios, principio y fin de todas las cosas; detalle que recuerda el ático del retablo de Dzidzantún.

Aunque la ornamentación es sencilla, ésta fue agrandada y colocada en sitios estratégicos; además que cada elemento fue tallado por aparte y añadido a la superficie, a manera de aplicación. Está conformada por guías fitomorfas que terminan en flor, querubines y hojas de acanto, que mantienen el discurso de los lazos que unen a los hombres con Dios. En esta ocasión, se le dio más importancia a las escenas de los relieves que reemplazan las pinturas en lienzo o tabla, comúnmente utilizadas en el centro novohispano; un tipo de talla que fue presentada por primera vez en la catedral y el convento grande de San Francisco, ambos en Mérida (Pascacio Guillén, 2022).

Una pieza con la que los franciscanos buscaron equiparar el templo de Oxkutzcab con las poblaciones más importantes de Yucatán, como Mérida, Campeche, Valladolid e Izamal, las cuales gozaban de crecimiento económico y reconocimiento social. Pero este incipiente auge nuevamente sería interrumpido por la constante huida de los naturales, quienes en su intento de escapar de los repartimientos impuestos por los gobernadores abandonaban casas, sementeras y familias; una dinámica que antes de concluir la primera mitad del XVIII había trastocado fuertemente la economía civil y evangelizadora con el abandono de muchas doctrinas (García Bernal, 1978: 112-113).

A la par, aumentó la migración y la dispersión de los pueblos de origen, estableciéndose ranchos, estancias y milperías en los que los mayas podían verse libres de las pretensiones que eran objeto por parte de las justicias, caciques y fiscales; exentos de repartimientos, servicios a españoles, asistencia a la iglesia y obligaciones con los doctrineros (García Bernal, 1972: 95-96). Aspectos a los que se les sumó una serie de nuevas amenazas de origen natural como plagas, huracanes y hambrunas.

Para esta época, los diezmos que obtenían los frailes sólo representaban una décima parte de lo que se recaudaba en otros obispados, además que contaban con muy pocas propiedades urbanas para rentar. La pobreza de las doctrinas se había acentuado a raíz que sus ingresos derivaban de los indios, quienes les aportaban mano de obra, productos de primera necesidad y materiales de construcción (Farris, 1980: 161-163).

El marcado desinterés por la fábrica y ornato de los templos no sólo de los mayas, sino también de los encomenderos que tenían que costearlos como parte de sus obligaciones hicieron que los frailes padecieran numerosas dificultades para concluirlos. La solución se tradujo en que las nuevas manufacturas serían de dimensiones menores y se reutilizarían todos los materiales posibles; lo que dio inicio a una época de austeridad para muchas doctrinas y sus visitas, en las que se buscó terminar edificaciones y cumplir con lo básico del decoro para los templos. Pero ¿cómo se reflejó esto en la elaboración de los retablos?

Ejemplo de ello es el retablo de la Purísima Concepción del templo de Maní, una pieza que se ajusta a la capilla hornacina de la nave. Está completamente pintada en rojo con decoraciones en dorado; tiene banco, un solo cuerpo provisto de una ancha calle central con nicho y dos intercolumnios, ático de medio punto y un enmarcamiento de madera que lo rodea a manera de guardapolvo; ya no conserva su escultura original y fue sustituida por una de bastidor de otra temporalidad. A diferencia de sus precedentes, éste se encuentra inserto en la pared y frente a él se halla la mesa de altar hecha de mampostería. [Figura 6]

El banco se caracteriza por ser alto, mide un tercio de la altura del retablo. Para los soportes se utilizaron cuatro columnas tritóstilas de capitel corintio peraltado que fueron colocadas sobre un pedestal cúbico; tienen un fuste ricamente ornamentado cuyo tercio inferior es ligeramente más ensanchado con estrías verticales, en el del centro un anillo con motivos vegetales y un querubín, mientras que el tercio superior está entorchado a partir de anchas y marcadas estrías que se adelgazan al topar con el astrágalo.

Presenta dos intercolumnios ligeramente rehundidos a manera de cajeado, que se hallan ricamente decorados con jarrones, elementos vegetales y querubines que sostienen sobre sus cabezas grandes cestas con flores. En el ático se dispuso un cuadro en relieve que representa a san José y el Niño Jesús situados sobre una peana, por lo que parece tratarse de la representación de una escultura; el cual sigue la forma de los empleados en Oxkutzcab.

Es un colateral que sobresale por su rica y vasta ornamentación. Presenta bajorrelieves fitomorfos y medallones sin ningún elemento iconográfico, salvo el del centro del banco en el que se talló una mitra con un báculo papal, símbolos que implican autoridad, jurisdicción, piedad, firmeza, corrección de vicios, el recibimiento de los diez mandamientos, el Nuevo y el Antiguo Testamento (Ferguson, 1956: 232-233, 238). También presenta motivos fitomorfos dispuestos en toda su superficie, con excepción del ático donde el tamaño de las guías de acanto es mayor, pero no abarcan toda el área.

Se utilizaron en él muchas rosetas con una forma peculiar, las cuales dan la apariencia de una flor en botón rodeada por hojas; un símbolo comunmente empleado para implicar victoria, orgullo, amor triunfante y el esplendor del Paraíso (Ferguson, 1956: 42). Mientras que los patrones de flores, frutos, volutas, cuernos de la abundancia, festones, granadas, rosas y canastas de los intercolumnios están relacionados con la felicidad, la ocasión afortunada, la diligencia y prudencia, así como con la esperanza, caridad y hospitalidad; el amor y la armonía que se identifica con la infancia; la Iglesia que llama a la unidad interior, la inmortalidad y la resurrección (Chevalier y Gheerbrandt, 2007: 347, 504; Ferguson, 1956: 33).

A diferencia de los retablos anteriormente expuestos, en éste la decoración se reubicó para hacerla más visible y se enriqueció con símbolos que claramente hacían referencia a las virtudes que abrazaba la orden franciscana, así como a la unidad alcanzada por su labor evangelizadora, pero siempre como resultado de la relación entre Dios y su pueblo. Por lo que pese al paso del tiempo y la disminución en los costos de este tipo de piezas, se logró conservar e incluso se enriqueció el discurso cristocéntrico que los franciscanos mantuvieron como parte de su programa evangelizador a lo largo de la Colonia.


Consideraciones finales. Una aproximación a las características de los retablos franciscanos coloniales


La elaboración de los retablos en Yucatán estuvo estrechamente relacionada con los procesos históricos, sociales y naturales de la región. Desde su llegada, los franciscanos tuvieron que trabajar con los recursos que les brindaba el territorio, pero pronto se dieron cuenta que era una tierra sin mayores riquezas y con ausencia de minerales preciosos tales como el oro y la plata que tenían que ser transportados de otras latitudes, situación que limitaba los ingresos de la Iglesia y con ello, la edificación de los templos.

Circunstancias que hicieron que por mucho tiempo el ornato de las iglesias se limitara sólo a lo necesario para guardar el decoro y oficiar el culto divino. Por ello, los primeros retablos fueron elaborados a partir de tabernáculos de madera que eran complementados con pintura mural al temple; una solución utilizada ante la falta de recursos naturales y humanos, las continuas migraciones, plagas, epidemias y hambrunas que aunadas a la pobreza de las limosnas y los diezmos hicieron que por muchas décadas fueran las piezas preferidas.

Éstos se caracterizaron por el uso de programas iconográficos sencillos y claros al espectador, en los que principalmente se representaban a los santos de la orden, así como los dogmas que los frailes abrazaron y defendieron desde su llegada. Todo bajo un panorama claramente cristocéntrico, pues la imagen de la Madre de Dios era continuamente personificada como intercesora y modelo, ante la búsqueda de la vida eterna; discurso al que se le sumó el empleo de símbolos que remitían a los lazos entre la divinidad y los hombres, el cual permitió la creación de un léxico barroco transmitido y comprendido por todos, que se tradujo en un discurso que se mantuvo presente a lo largo de la colonia.

Tras breves episodios de bonanza económica en la región, éstos se empezaron a sustituir con piezas de madera tallada caracterizada por la presencia de bajorrelieves manufacturados con gran preciosismo y minuciosidad en los que se aplicó estofado, corladura de plata y detalles a pincel; a más de tallas con volúmenes para dar la percepción de tridimensionalidad, agregándosele objetos y elementos en bulto redondo. Un tipo de trabajo que perduró hasta la segunda mitad del siglo XVIII, cuando fue sustituido por ornamentos de mayor tamaño elaborados por aparte y ensamblados a la superficie de los retablos.

Respecto a los soportes, en un principio se optó por los antropomorformos con capitel peraltado de influencia vitruviana, un ejemplo hasta ahora sólo visto en Yucatán. Se trató de un modelo europeo regionalizado gracias a las soluciones que le otorgaron los artífices para adecuarlo al gusto local; en el que además se utilizaron elementos iconográficos propios del Medievo y escenas con claras variantes a la iconografía tradicional; peculiaridades que hablan de un gusto por elementos poco comunes o en desuso para la época en que se manufacturaron y que posiblemente fueron transmitidos en las escuelas conventuales, pero que se conservaron durante un siglo porque resultaban ampliamente pedagógicos y de fácil lectura.

Con el paso del tiempo, este tipo de piezas fueron sustituidas por los de columnas salomónicas con fuste excepcional de cinco espiras, en los que se conservó el capitel dórico peraltado, ya que les proporcionaban una percepción de esbeltez y verticalidad. En ellos también destacan las tallas en relieve minuciosamente elaboradas con elementos muy pequeños finamente trabajados, así como el uso de lámina de oro para los bajorrelieves ornamentales y de lámina de plata para la corladura de las vides; aunque este preciosismo sólo duraría unas décadas más, para dar paso al agrandamiento de las decoraciones.

Otro elemento distintivo fue el cuadro en media talla o de relieve colocado a manera de pintura, un modelo que se puso en boga durante el segundo tercio del XVII, tras su aparición en las principales iglesias de Mérida. Asimismo, se prefirieron los remates de medio punto con escenas narrativas en relieve versus los pequeños nichos flanqueados con columnas; y, el arco carpanel y/o rebajado empleado para ajustar la pieza al muro, o para cuadrar el único cuerpo del retablo y dirigir la mirada del espectador al nicho central. Mención especial ocupa la presencia del enmarcamiento de madera tallada que se empleó a manera de guardapolvo para rodear algunos colaterales, el cual fue común hasta el primer tercio del XVIII, retomándose a finales de la centuria en un último impulso por regresar a los antiguos modelos.

Estas características se emplearon hasta fines de siglo, con la salvedad que para esas fechas comenzaron a difundirse los soportes tritóstilos, algunos de ellos con espiras, mientras que otros optaron por los entorchados de estrías helicoidales que respondían a una variante de las columnas salomónicas. Piezas en las que se optó por la policromía sobre el dorado, para abaratar costos y limitar el empleo de la lámina de oro o plata sólo a detalles muy específicos, colocados en áreas más visibles.

Por último, aunque en todas las piezas mandadas a elaborar por los franciscanos fue común el uso de la lámina de oro y plata para darle lucimiento a los estofados y corladuras, también existieron retablos completamente dorados, tanto mayores como colaterales, aunque estos se elaboraron en un número mucho menor y fueron destinados sólo a poblaciones con importancia económica, política y/o social.

Todo parece indicar que en Yucatán la policromía se trasladó del muro a la madera, favoreciéndose la fabricación de piezas que dejaron ver en su manufactura una planeación y destrezas únicas con respecto al resto de la Nueva España, pero siempre bajo un discurso que abrazaba los valores cristocéntricos, a través de los cuales los franciscanos resistieron a la secularización.




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1 Documento XXXII. Información hecha a pedimento del Provincial Fray Diego de Landa ante el doctor Quijada. Enero de 1563. En Scholes, France V. y Eleanor B. Adams (edits.) (1936), Documentos para la historia de Yucatán. La iglesia en Yucatán, 1560-1610, Mérida: Compañía Tipográfica Yucateca, p. 291.

2 A pesar de que se hallaba estipulada la existencia de beneficios para el clero secular, en la práctica se limitaron a ocupar los lugares que los frailes dejaban y en dichos sitios sólo administraban sacramentos a la población española. Fernández, Fernández Tejedo, Isabel (1990), La comunidad indígena maya de Yucatán. Siglos XVI y XVII, México: Instituto Nacional de Antropología e Historia, p. 68.

3 Carta del obispo de Yucatán, Fray Juan de Izquierdo, a su Majestad sobre las iglesias de su obispado, 15 de junio de 1599, México, 369, Archivo General de Indias (AGI).

4 Libro I, título II, leyes 1 a 7, 11 y 16. Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias (1841), t.1. Madrid: Boix, editor, impresor y librero, pp. 7-11.

5 Visita pastoral del pueblo de Mani de los religiosos de la seráfica orden hecha por el Ilustrísimo y Reverendísimo señor Don Fray Luis de Piña y Mazo. 18 de enero de 1782. Sección Gobierno, Serie Visitas Pastorales, caja 619, expediente 22, f. 60. Archivo Histórico del Arzobispado de Yucatán (AHAY).

6 Ibid.

7 Como respuesta a estas acciones promovidas por la orden, en 1699 el obispo Luis de Cifuentes y Sotomayor buscó la impulsar la devoción del Cristo de las Ampollas en la catedral de Mérida bajo la administración secular, con la intención que se le adoptase como mediador ante las diversas catástrofes y con ello reducir la importancia del santuario de Izamal y de los otros incipientes santuarios que estaban en manos franciscanas (Pascacio Guillén, 2013: 64-67).