Itinerantes. Revista de Historia y Religión 17 (jul-dic 2022) 8-40
On line ISSN 2525-2178
https://doi.org/10.53439/revitin.2022.2.02
El desarrollo de la pintura mural conventual de la Orden de San Francisco en el Altiplano Central de México (siglo XVI)
The development of conventual mural painting of the Order of San Francisco in the central highlands of Mexico (16th century)
Aban Flores Morán
Universidad Nacional Autónoma de México
Resumen
La pintura mural es una fuente invaluable para conocer los cambios y continuidades que vivieron las sociedades durante el siglo XVI. Los franciscanos desarrollaron tres estilos en dicha centuria: primero la pintura en grisalla, después la decoración con tonalidades rojizas y, por último, la imagen policroma, la cual tuvo una amplia difusión. Cada uno de estos estilos refleja una postura particular de la orden: la pintura en grisalla está vinculada a los preceptos de observancia de los primeros frailes y la preocupación por integrar elementos indígenas para facilitar la apropiación del cristianismo; los murales con tonalidades rojizas se relacionan con un grupo de frailes que estaba en desencanto con la evangelización y desarrolló un programa más ornamental, sin elementos nativos, y la policromía retomó muchos de los principios de la primera etapa, pero con mayor esplendor. En este último estilo la participación indígena es evidente y al mezclarse las figuras locales con temáticas cristianas se crearon imágenes únicas en el mundo.
Palabras clave: Indocristiano, pintura mural, Nueva España, franciscanos
Abstract
Mural painting is an invaluable source for learning about the changes and continuities the societies experienced during the 16th century. In the case of the Franciscans, we can distinguish that three styles were developed in this century: first, there was a painting in grisaille, then there was a painting with reddish tones, and finally, there is a polychrome painting, which had a wide diffusion. Each of these styles reflects a particular position of the order: the image in grisaille is linked to the observance precepts of the first friars and the concern to integrate indigenous elements and thus facilitate the appropriation of Christianity. Later, the painting in reddish tones is related to a group of friars disillusioned with the evangelization and shaped a more ornamental program without native elements. Finally, the polychrome posture took up many of the principles of the first stage but gave them more extraordinary splendour. In this last program, indigenous participation is evident, and by mixing local figures with Christian themes, unique images were created in the world.
Keywords: Indo-Christian, mural painting, New Spain, Franciscans
Fecha de envío: 9 de septiembre de 2022
Fecha de aceptación: 15 de noviembre de 2022
El carisma de los franciscanos se fraguó en el siglo XIV, cuando había dos corrientes en pugna: los conventuales, que buscaban la atenuación de la Regla bulada, y los observantes, defensores a ultranza de los principios franciscanos.
Dentro de la postura observante estaban los grupos reformados que pedían la radicalización en la forma de vida de los frailes. En España, las casas de Extremadura eran uno de los sitios más radicales de Europa y formaban la custodia del Santo Evangelio. Con el paso del tiempo, las dos corrientes se fueron atenuando, lo que permitió su unión en 1517 y, tras este cambio, la custodia del Santo Evangelio se convirtió en la provincia de San Gabriel (Rubial, 1996), la cual jugó un papel relevante para la Nueva España cuando Hernán Cortés (2004 [1519-1526]) solicitó al rey de España que enviara a frailes franciscanos y dominicos para evangelizar el territorio, pues fue la que respondió primero al llamado; su provincial, fray Martín de Valencia, se embarcó con once frailes hacia las tierras novohispanas. Así, la antigua custodia del Santo Evangelio proveyó a los primeros religiosos que difundieron el cristianismo en el nuevo territorio y, con ello, sus ideales se expandieron más allá de Europa.
El papel de la Orden de San Francisco fue trascendental para el territorio mexicano y, en buena medida, determinó la historia del siglo XVI. ¿Cómo fue el desarrollo de los franciscanos?, ¿cómo se transformaron sus ideales durante el siglo XVI?, ¿cómo afrontaron su labor de evangelización? y, sobre todo, ¿qué materiales permiten resolver estas inquietudes?
La pintura mural es un buen indicador para observar cómo se transformaron las relaciones sociales y los principios que animaban a las agrupaciones en el siglo XVI, ya que en su hechura colaboraron codo a codo los indígenas y los españoles durante mucho tiempo. La construcción y decoración de los conjuntos conventuales comenzó unas décadas después de la conquista, estuvo presente a lo largo del siglo XVI y concluyó hasta bien entrado el siglo XVII. Muchos conventos fueron construidos y pintados en unos cuantos años, pero otros implicaron el esfuerzo de varias generaciones. Esta discrepancia es lo que permite abordar la transformación de los ideales y las preocupaciones que tuvo la sociedad y, en específico, la Orden de San Francisco.
Un nuevo mundo en blanco y negro
Los primeros franciscanos, desde su llegada al territorio mesoamericano, enfrentaron un gran problema: ¿cómo podían evangelizar a la población si no conocían su idioma? Para sortear esta dificultad emplearon las imágenes y la pintura mural, con lo que lograron transmitir los principios de la nueva religión (Ricard, 1994). Al respecto, Diego de Valadés comentaba: “Como los indios carecían de letras, fue necesario enseñarles por medio de alguna ilustración; por eso el predicador les va señalando con un puntero los misterios de nuestra redención [en la imagen], para que discurriendo después por ellos, se les graben mejor en la memoria” (Valadés, 2013 [1579]: 710).
La primera pintura mural de los conjuntos conventuales se hizo en grisalla; es decir, solo se empleó el negro y se crearon tonalidades grisáceas para sombrear y dar volumen a las figuras. Esta decoración implicó un profundo cambio para los indígenas, ya que los edificios de los altepeme1 del Centro de México contaban con coloridos murales en los que era poco frecuente encontrar imágenes en las que solo se empleaba el negro (Flores Morán, 2017).
La decoración en blanco y negro se desplegó en los conventos fundados en la primera mitad del siglo XVI y en aquellas edificaciones que comenzaron a construirse en la década de 1560 (mapa 1), con la intención de que el indígena conociera y se apropiara de la nueva religión a través de las imágenes.
De techumbres, cenefas y epígrafes
Los conjuntos conventuales franciscanos buscaron mantenerse sencillos, sin grandes lujos, ya que la regla de la orden prescribía la pobreza como un principio que se debía seguir en todas partes y en todo momento. Esta simpleza se aprecia hasta en los techos del edificio, donde en lugar de colocarse bóvedas de cañón corrido con una pintura que imitaba los artesonados de madera (López Guzmán et al., 1992), se decidió colocar una simple cubierta con viguerías de madera. Solamente el conjunto de Huaquechula, Puebla, posee una bóveda de cañón corrido, pero su decoración mantuvo la sobriedad; solo se pintaron unos sillares delineados con negro (Flores Morán, 2021).
El elemento más empleado en los murales de los conventos franciscanos es el grutesco; es decir, las cenefas con composiciones fantásticas donde los módulos eran manejados en espejo (Estrada de Gerlero, 2011). En estas composiciones las figuras más comunes son los jarrones, las cartelas o medallones y las guías de plantas que sirven de eje a la composición. Estos adornos se acompañaban de animales (felinos, pájaros, delfines, serpientes y cines), seres humanos, querubines y serafines, los cuales se mezclaban entre sí creando composiciones maravillosas.
El diseño más utilizado en esa época por los franciscanos fue extraído de una lámina grabada por Pieter van der Heyden y Jacob Floris como parte de la serie Compertimenta pictoriis flosculis manubiisque bellicis variegata (1566) (figura 1); este se puede apreciar en los conventos de Tepeapulco, Hidalgo (figura 2a); Tecali, Puebla, y Zempoala, Hidalgo (Flores Morán, 2021; Chávez Molotla, 2018). La imagen presenta a un personaje central que sostiene una cartela con un rectángulo que contiene agua y dentro del líquido se encuentran un cisne y un pez.2 Esta figura está flanqueada por dos seres alados cuyas piernas han sido sustituidas por plantas; en direcciones encontradas, cada uno sopla una larga trompeta de la que cuelga un estandarte con un alacrán. Por último, en cada extremo se observa una cabeza cargando un jarrón con granadas; dos largas ramas se extienden desde sus oídos y en cada una se aprecia un ave en reposo.
Esta lámina también sirvió de inspiración para la elaboración de los murales de la iglesia de Zempoala, Hidalgo (figura 2b). En la cenefa de este recinto se distingue un águila bicéfala flanqueada por dos mujeres con armadura (modificación realizada por el artista), escudos y tridente. Al lado de cada una se localiza un roleo vegetal, una armadura con dos escudos y un par de estandartes con la sigla SPQR (Senatus Populusque Romanus, “El Senado y el Pueblo romano”). Estos elementos se acompañan de serpientes, caracoles y mariposas, todo ello copiado del grabado anteriormente descrito (Flores Morán, 2021; Chávez Molotla, 2018).
Las cenefas se desplegaban por todas las paredes del conjunto conventual, aunque en ocasiones también enmarcaban epígrafes; es decir, pequeñas oraciones que se escribían en los muros. Los franciscanos se limitaron a colocar epígrafes en el ámbito público. En el coro de la iglesia de Tecamachalco, Puebla, se alcanza a distinguir la frase “[Ben]edict domine domu[m i]sta[m] q[uamm]”; es decir, “Señor, bendice esta casa”. Esta frase formaba parte de una antífona cantada durante la ceremonia de consagración mozárabe y fue muy empleada en la Nueva España y en la península Ibérica (Flores Morán, 2021; García Morilla, 2014; Carrero y Fernández, 2005). De igual forma, en el templo de Tepeji del Río, Hidalgo, se escribió una parte de la oración del Avemaría, “Ave Maria, gratia plena, dominus tecum. Benedicta tu in mulieribus” (“Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres”) y “[bonæ]Voluntati[s l]aud[amus…] propter magnam gloriam” (“buena voluntad. Te alabamos […] por tu inmensa gloria) perteneciente al himno litúrgico Gloria in excelsis Deo.
Otra de las fuentes recurrentes que utilizaron los franciscanos fueron los Breviarios romanos (Quignonez, 1546). En el convento de Huejotzingo, Puebla, se inscribieron las oraciones de san Francisco, san Miguel y la Virgen María, extraídas de este libro. En la capilla del Arcángel Miguel se escribió “Princeps gloriosisime Michael Arcangele esto memor inri hic et ubique” (“Oh, príncipe, el glorioso Miguel arcángel, acuérdate de nosotros, aquí y en todas partes”).
Un caso único se encuentra en el convento de Cuahutinchan, Puebla (figura 3), donde se pintaron epígrafes en español con frases de los santos Jerónimo, Bernardo, Gregorio y Ambrosio, acompañadas de sentencias de Séneca, Marco Aurelio, Horacio, Quilón, César Augusto, Antonio de Guevara y del Flos sactorum (Flores Morán, 2021; Merlo y Vallín, 1975). Estas proposiciones eran comunes en la literatura humanista y tenían la finalidad de servir como guía a los gobernantes. Con ello, los franciscanos no solo esperaban que los textos ayudaran a reflexionar a los frailes, sino también buscaban que fueran una enseñanza para la población, en especial para los pillis (“nobles”).
Estos primeros elementos decorativos muestran la presencia de un discurso visual centrado en la religión, pero pensado por y para el indígena.
Jesús, María, los santos y el indígena
La imagen que se pintaba en el centro del muro tenía la finalidad de guiar la reflexión de las personas. El discurso franciscano se iniciaba con los santos, personajes que reflejaban las preocupaciones, creencias y anhelos de la comunidad (tabla 1). En su etapa inicial, la representación de apóstoles, principalmente de san Pedro y san Pablo, indica el apego de los franciscanos a un discurso hegemónico y ortodoxo. Motolinía confirma esta predilección al comentar que “en cada provincia adonde hay monasterio hay advocaciones de los doce apóstoles, mayormente de san Pedro y de san Pablo” (Motolinía, 2001 [1536]: 28).
El vínculo de los franciscanos con la ortodoxia papal se acompañaba de una estrecha relación con la realeza. Esta alianza se reflejaba en la iconografía con la presencia de san Luis, rey de Francia; santa Elena, emperatriz romana, y santa Isabel de Portugal, reina de aquel país (Castillo Utrilla, 1992).
La exaltación de la cúpula del poder, laico o religioso, se matizaba con la figura de los frailes franciscanos, quienes destacaban por su desapego al mundo terrenal, su habilidad en la predicación, su sabiduría y su santidad. San Antonio de Padua era el santo más representado, seguido por san Buenaventura, san Bernardino y santa Clara, quienes, además, eran un modelo a seguir para los frailes.
Además de ellos, los franciscanos se apropiaron de todo un grupo de santos. En sus muros se pintaron a los arcángeles, a san Juan Bautista, santa Catalina, san Sebastián, san Lorenzo y santa Bárbara. La historia de algunos de ellos, como santa Bárbara, era un ejemplo de comportamiento para la población. Se contaba que la santa era hija de un sátrapa que quería mantenerla alejada del cristianismo, por lo que la encerró en una torre. Sin embargo, la joven se convirtió al cristianismo, y entonces su propio padre intentó casarla; cuando ella se negó, la persiguió y la mató (Réau, 1996). Si bien no conocemos historias como esta en la Nueva España, su rememoración servía de ejemplo a los nuevos conversos; los exhortaba a defender su fe, aunque ello significara la muerte, como ocurrió con los niños mártires de Tlaxcala.
Los santos también brindaban protección ante las calamidades que enfrentaban los habitantes. Las enfermedades infecciosas epidémicas fueron una de las principales causas de muerte de la población indígena; en menos de un siglo provocaron que esta se redujera un 90 % (Cook y Borah, 1960). Ante esta alarmante mortandad, los franciscanos alentaron el culto a san Sebastián, quien desde la Edad Media se había convertido en el protector contra la peste (Delumeau, 2002).
El vínculo entre los santos y los fenómenos naturales ayudó a que estas figuras religiosas se filtraran en la vida cotidiana y adquirieran algunas de las nociones de las deidades prehispánicas. Al respecto, se sabe que san Lorenzo se vinculó con tlixictli (“el fuego”); san Juan Bautista se relacionó con Tláloc, dios de la lluvia, y se pensaba que san Antonio de Padua también podía hacer llover (Gómez Martínez, 2002; Segre, 1990).
La asociación de los santos con las antiguas deidades formaba parte de un proceso de integración de la cultura indígena al cristianismo. Para ello, los frailes incorporaron además símbolos antiguos para clarificar el mensaje de una imagen, como ocurrió en la Misa de san Gregorio. Ahí se representó al santo oficiando misa, con Cristo apareciendo de la hostia y rodeado de las arma christi (figura 4), y para reafirmar la idea del sacrificio de Jesús, se incorporó una planta de maíz, elemento que hacía referencia a la muerte que daba vida, principio muy cercano a la pasión y resurrección de Cristo (Escalante Gonzalbo, 2018).
La transición entre la representación de un personaje y una escena narrativa (tabla 2) se encuentra en las imágenes de san Francisco. En algunos muros conventuales se pintaron en grandes dimensiones una serie de episodios de su historia: San Francisco delante de Cristo, que hacía referencia al instante en que el crucifijo de san Damián le dijo: “Francisce repara domum meam” (“Francisco, repara mi casa”); Renuncia de los bienes, que ilustraba el momento en el que abandonó todo su patrimonio material; Inocencio III aprobando la Regla de san Francisco, mediante la cual se creó la orden mendicante; San Francisco arrebatado por el carro de fuego, pintura que rememoraba el día en que los frailes de Asís le vieron sobre una carroza luminosa, acontecimiento que se interpretaba como prueba de su santidad y del triunfo de la Iglesia sobre la herejía (Rubial, 2016; Monterrosa y Talavera, 1990); Estigmatización de san Francisco, que evocaba la historia de las heridas que recibe de Jesús, y El árbol genealógico de san Francisco, donde se le representaba acostado con un árbol brotando de su costado y con el retrato de los principales santos franciscanos entre las ramas.
Esta escena era tan usual que en los Anales de Juan Bautista se menciona que el Jueves Santo de 1569 “se pintó la pintura negra de la portería sobre la descendencia espiritual de san Francisco” en el convento de la Ciudad de México (Reyes García, 2001: 183), la cual, desafortunadamente, se destruyó en fechas posteriores.
Los franciscanos únicamente narraron la vida de dos personajes: la de su fundador, san Francisco, y la de Jesús. El vínculo que existía entre ellos llevó a considerar a san Francisco como un alter Christus o un “segundo Cristo”. También, hizo que Jesús fuera para los frailes, en palabras de san Buenaventura, su lógica y su raciocinio (Merino, 2015), a lo cual, podríamos añadir, y su principal referente visual.
La narración de la vida de Cristo iniciaba con cuatro momentos de su infancia: La natividad, La adoración de los pastores, La adoración de los Reyes Magos y La presentación en el templo. De ahí, se pasaba al ciclo pasionario, con el Lavatorio de los pies, episodio vinculado a la humildad (Réau, 1996), La oración en el huerto (que incluía desde la oración hasta el prendimiento), La flagelación de Cristo, La crucifixión (que fue la imagen más común de los conventos) y, omitiendo el descenso a los infiernos y la resurrección, los franciscanos culminaban con la representación del Juicio Final. Aunque hoy día esta escena solo se conserva en el convento de Zempoala, Hidalgo, y en los recintos poblanos de Huaquechula o de Calpan pueden apreciarse bellos relieves relacionados con este tema.
El programa pasional permite distinguir cómo se apropió el indígena de las figuras occidentales. En el mural de La flagelación del convento de Zinacantepec, Estado de México (figura 5), se dibujó una típica escena europea, con Cristo atado en la columna y dos personajes fustigándolo, pero existen detalles que muestran una mano indígena, como el espacio vacío que produce la sensación de que los personajes están flotando y la incomprensión de los cánones renacentistas que derivan en movimientos anatómicos forzados y cuerpos desproporcionados. Estas características no son únicas de la pintura mural, también se encuentran en muchas de las primeras representaciones occidentales elaboradas por los indígenas, como en los Primeros memoriales (Escalante Gonzalbo, 2003).
La pasión de Cristo, sin lugar a duda, fue el tema más recurrente en la decoración de los conventos franciscanos. Sin embargo, en algunos conjuntos, como el de Zempoala, Hidalgo, se exaltaron pasajes del Antiguo Testamento (Ballesteros, 2003), aunque parece ser que su presencia fue muy restringida. Caso contrario fue el de la Virgen María, a quien se le concibió como la principal intercesora que tuvo el hombre ante Dios. Los murales la representan con el Niño Jesús o san Juan Bautista, durante su coronación o como la Inmaculada Concepción; es decir, momentos en los que se exaltan su pureza y su liberación de todo pecado. Este dogma era muy discutido en el siglo XVI y existían dos posturas al respecto: los dominicos y su principal teólogo, Tomás de Aquino, negaban la pureza de María, ya que iba en contra de la universalidad del pecado original; en cambio, los franciscanos y Duns de Escoto alegaban que había sido liberada del pecado original gracias a los méritos que consumaría su hijo (Rubial, 1998; Bourgeois et al., 1997). Esta polémica quedó plasmada en el convento de Huejotzingo, Puebla (figura 6), donde se dibujó a María sobre una luna, con una corona de estrellas y rodeada de los emblemas marianos. Sobre ella está una filacteria con la frase “Tota pvlchraes amica mea et macvla non estin te Virgo Maria” (“Eres toda hermosa, amada mía, en ti no hay ninguna mancha, Virgen María”) (Cantar de los cantares, 3,3), y más arriba se encuentra Dios Padre. A la derecha de María se pintó a santo Tomás acompañado de la frase “Maria ab omni peccato originali et actuali immunis fuit” (“De todo pecado, tanto original como actual, era ella inmune”), frase que extraída de su contexto parece sustentar el principio inmaculista, y a su izquierda está Duns de Escoto con la antífona “Dignare me laudarete Virgo sacra” (“Concédeme alabarte, Virgen Santa”).
Uno de los murales marianos más destacados de esa etapa es el de la Anunciación del convento de Cuauhtinchan, Puebla, ya que ahí se distingue cómo se intervino la imagen cristiana con elementos indígenas para hacerla más asequible a la población (figura 7). Ahí se pintó una típica escena religiosa: Dios Padre en una esquina, el Espíritu Santo dirigiéndose a María, quien se encuentra leyendo, y el arcángel Gabriel frente a ella. Detrás de la Virgen está una figura prehispánica que salta de inmediato a la vista: un bulto mortuorio con piel de jaguar. Este objeto servía para representar la esencia divina; es decir, a los dioses. Por tanto, en el siglo XVI, cuando se trató de crear una estampa significativa para ambas tradiciones, donde quedara claro que María estaba embarazada de Dios, se decidió colocar un bulto mortuorio detrás de ella, y este pequeño cambio indicaba que María estaba cargando un bulto mortuorio, que era un teomama (“cargadora de bulto”); en otras palabras, que estaba embarazada y que en su vientre habitaba una energía divina (Escalante Gonzalbo, 1997).
La Anunciación de Cuauhtinchan fue el comienzo de un largo, complejo y sinuoso proceso de integración del indígena a la cultura cristiana. Los intentos por conservar elementos identitarios habían sido muchos, aunque no todos habían producido los resultados deseados. Por ejemplo, en el baptisterio de la iglesia de Cuauhtinchan se permitió pintar un tonalpohualli (“calendario ritual”) porque los frailes pensaban que era semejante a un zodiaco, el cual se acostumbraba dibujar en las iglesias con el fin de afirmar que el cristianismo era el único camino para vencer la predestinación (Grau, 2001; Mendieta, 1997 [1604]), pero el tonallpohualli era más que eso, se concebía como una forma de organizar y estructurar el cosmos y, por tanto, no era un elemento compatible con la religión cristiana (Díaz, 2019). Esta discrepancia se identificó a los pocos años y su imagen se borró. Sin embargo, continuó el diálogo entre las culturas y la búsqueda por incorporar elementos nativos al discurso dominante.
Si bien aquellos símbolos culturales que estaban arraigados a la religión prehispánica eran difíciles de conservar o resignificar, las figuras del mundo natural; es decir, las plantas y los animales, tuvieron una suerte distinta. Al principio estas formas mantuvieron su significado original e incluso se representaron siguiendo los antiguos cánones, pero al paso de las décadas, este significado entró en un nuevo contexto y adquirió un sentido cristiano.
Esto no solo permitió que se resignificara la naturaleza, sino que el paisaje sufriera un cambio radical. Así, de una representación con un fondo indefinido y de un entorno natural que se concebía animado (Díaz, 2019), se pasó a un paisaje cristiano, creado por Dios, donde estaban registrados sus designios divinos (Panofsky, 1999; Damisch, 1997). Uno de los mejores ejemplos de este cambio se encuentra en el claustro alto de Cholula, Puebla (figura 8), en cuyas paredes se pintó un paisaje lacustre con árboles, plantas acuáticas, pájaros volando, garzas y peces en el agua (Monterrosa y Talavera, 1990). Ahí desaparecieron las formas humanas y el entorno natural se encargó de transmitir el mensaje.
En este viraje del entorno, la iglesia se convirtió en el centro del paisaje y de sus representaciones, como se atestigua en los mapas de las Relaciones geográficas (Acuña, 1985). Es interesante notar que en el convento de Capulalpan, Tlaxcala, se elaboró un mapa parecido a estos registros en el que figuran una iglesia con el glifo toponímico del pueblo y caminos con huellas que se dirigen hacia doce pequeñas iglesias que son las visitas del convento (Flores Morán, 2021; Cortés de Brasdefer, 1996).
Todos estos cambios no pasaban desapercibidos ante los ojos de los frailes franciscanos, quienes conscientes de la envergadura de la empresa que estaban realizando, exaltaron esta labor. En Huejotzingo, Puebla, se pintó el origen novohispano de la Orden con La llegada de los doce franciscanos, y en la iglesia del mismo conjunto conventual se representó el fervor que había adquirido la población con la procesión de la cofradía del pueblo. Asimismo, en el convento de Tlaquiltenango, Morelos, durante la ocupación franciscana, se dibujó a un fraile confesando a un noble indígena flanqueado por dos personajes que se integraron al imaginario indígena: el ángel y el demonio; en esta escena el primero cuida al confesante mientras el segundo le saca un papel picado con sapos negros de la boca, como símbolo del pecado (figura 9) (Hinojosa, 2009).
Así, la pintura en grisalla muestra una agrupación que reafirmaba sus principios y rememoraba sus orígenes y su historia, pero también expone a un grupo comprometido con su presente, con la evangelización. Una orden religiosa que integra a la cultura indígena y, con ello, transforma la religión, creando algo nuevo, formando un cristianismo indígena.
Un momento de desencanto pintado de rojo
En 1560 varios conventos comenzaron a transformar su fisonomía y sustituyeron sus prístinos murales por una decoración en tonalidades rojas. La nueva imagen tenía como característica una mayor ornamentación y la exclusión de los elementos indígenas. Si bien en el caso de los franciscanos esta decoración no se desplegó en todos los conventos ni tuvo la importancia que adquirió entre los dominicos (Flores Morán, 2019), sí nos muestra la existencia de una escisión dentro de la Orden, del desencanto que existía en torno a la evangelización.
Caracterizar este estilo resulta problemático por dos razones: la primera, por la limitada presencia de estos programas en los conventos, y segunda, porque los criterios de restauración han dado más importancia a los programas en grisalla o a los que tienen un rico colorido y han dejado en el abandono la recuperación de los murales carmesíes. Si a estos inconvenientes les sumamos las adversidades que han sufrido todos los conventos con el paso del tiempo, se comprenderá el por qué hay tan pocos murales que atestigüen la etapa decorativa donde dominó el color rojo.
Los principales cambios de esta etapa se dieron en los techos y guardapolvos. Además, en esta etapa los franciscanos decidieron añadir color en las techumbres. Ahí, se pintaron diseños que simulaban artesonados de madera. Los primeros murales con estas características se encuentran en la bóveda del ábside de la iglesia de Tlalmanalco, Estado de México, donde se empleó un diseño que intercala cruces y octágonos de color rojo, y en el convento de Alfajayucan, Hidalgo, se dibujó un diseño más sencillo al simular nervaduras creadas con el cordón franciscano (Flores Morán, 2021).
En el caso del guardapolvo, la banda de color uniforme que se había usado anteriormente se sustituyó por una combinación de formas geométricas. La más sencilla intercala cuadros rojos y blanco (Tecamachalco, Puebla), en ocasiones cada cuadro tiene un círculo en el interior y se divide con una línea inclinada que marca cuatro módulos pintados en blanco y rojo de manera alternada (conventos de Huejotzingo y Cuauhtinchan en Puebla, y de Tepeyanco, Tlaxcala) (figura 10), y a veces se combinan paralelogramos y rombos (recintos de Tlalmanalco y Otumba, Estado de México). Estos dos simples cambios, en la techumbre y en el guardapolvo, transformaron la percepción del espacio y generaron una atmósfera exuberante en los conventos (Flores Morán, 2021).
Una buena parte de las cenefas y representaciones de santos se repintaron en color rojo y ello, sumado a las transformaciones recién mencionadas, brindó a los edificios un carisma distinto. En los grutescos se siguieron empleando los roleos vegetales, los jarrones, las cartelas, los animales (felinos, pájaros, delfines, serpientes y cines) y las figuras antropomorfas, pero entre los repintes surgió una sutil diferencia; poco a poco fueron desapareciendo los modelos fantásticos y predominando las composiciones renacentistas con formas vegetales y personajes alados.
Si bien, son pocos los ejemplos de cenefas y guardapolvos que se conservan, en el caso de los santos y las escenas narrativas la muestra es más limitada. Sin embargo, en el convento de Tochimilco aún se pueden apreciar los medallones con las imágenes de santa Elena, san Francisco y santa Bibiana, rodeados por el cordón franciscano (figura 11). Los tres primeros personajes ya se habían pintado en grisalla, pero la presencia de Bibiana puede considerarse como una innovación del momento. Ella era la santa que ayudaba a dejar la bebida y se le representó con una columna y un flagelo (Réau, 1996). Su imagen, al vincularse con los murales de los conventos agustinos de Xoxoteco y Actopan, Hidalgo, y con los sermones que amonestaban el consumo de alcohol, muestra una problemática social que estaba cobrando fuerza y que intentaba ser controlada, sin éxito, por los frailes (Dehouve, 2010).
En los conventos franciscanos esta etapa pictórica es fragmentaria, incompleta y, por mucho, fallida. Sin embargo, paralelamente se estaba gestando un vistoso estilo policromo donde el indígena tenía una gran participación y los frailes comenzaban a ser representados. Dos grupos que difundían su imagen y sus principios para afrontar los cambios que se estaban viviendo a finales de la centuria.
El color de los franciscanos
En la década de los sesenta del siglo XVI se iniciaron dos programas pictóricos que indican el surgimiento de una nueva vertiente. En 1562, en el poblado de Tecamachalco, Puebla, “empezó ‘a pintarse’ mihcuiloua la capilla [iglesia]” (Solís y Reyes García, 1992:45). Los murales elaborados presentaban una policromía fabulosa y eran completamente diferentes a lo que se habían visto. Años después, en 1569, comenzó la construcción de una iglesia de bóveda en Cuauhtinchan, Puebla, por mandato del padre provincial fray Miguel Navarro. Este nuevo templo se decoró con tapices multicolores y grutescos con coloridos pájaros (Fraga Mouret et al., 1987). Al paso de los años, los conventos de todo el Centro de México se llenaron de color.
Esta nueva pintura se sobrepuso tanto a la de grisalla como a aquella donde dominaba el rojo. Ejemplos de ello se encuentran en el convento de Tepeji, Hidalgo, donde la pintura en tonalidades negras fue tapada por la misma imagen, pero con policromía (figura 12a), así como en el de Tochimilco, Puebla, cuyos retratos, que habían sido dibujados en tonalidades rojizas, fueron coloreados (figura 12b).
La inclusión del color en los murales consolidó la transmisión de muchos de los ideales anteriores, unió las propuestas pictóricas precedentes y dio pie a la creación de un esplendoroso programa de evangelización.
La suntuosidad, como había ocurrido en la etapa carmesí, se encontraba desde la bóveda. En las ruinas de la iglesia de Tecali, Puebla, aún se alcanzan a distinguir cruces y estrellas dibujadas en color azul, y en la iglesia de Cuernavaca, Morelos, todavía se percibe la simulación de una nervadura con diseños fitomorfos, escudos franciscanos y monogramas de Jesús.
El lujo de los conventos contrastó con la disminución de diseños en las cenefas. Los ángeles con medallones o cartelas, rodeados por roleos vegetales se prefirieron en los grutescos. Asimismo, hubo edificios, como los de Tepeapulco y Cuernavaca, donde la figura humana se simplificó a una cabeza alada; en algunos otros, como en el de Cholula y el de Zempoala, solo se desplegaron motivos vegetales, y en raras excepciones, como es el caso del de Tlahuelilpan, se pintaron medallones con la pasión de Cristo rodeados por complejos diseños.
Frailes y jaguares
Aunque las imágenes pintadas en el centro de los muros mantuvieron las mismas temáticas generales, hubo ciertas modificaciones (tablas 3 y 4). En el caso de los santos, san Pablo y san Pedro, como representantes de los apóstoles y de la propia Iglesia, continuaron dominando el discurso, pero los santos franciscanos, san Antonio de Padua, san Bernardino y san Buenaventura, si bien se repintaron, su presencia fue menor en comparación con la primera etapa. Donde sí hubo una notable transformación fue en la representación de los mártires, pues del extenso número que solía pintarse, solo perduraron las figuras de santa Elena, san Sebastián y san Lorenzo. A este selecto grupo se sumó san Cristóbal, quien gozó de gran popularidad y se representó en las iglesias de Xochimilco y Tlatelolco, en la Ciudad de México; de Tecamachalco, Estado de México, y de Tepeyanco, Tlaxcala. Este santo era invocado para evitar la muerte súbita y se pintaba en grandes dimensiones en las iglesias (Réau, 1996). Cabe resaltar que san Cristóbal apareció cuando las epidemias causaban más estragos entre la población y, por tanto, la reproducción de su imagen refleja el duro momento que se vivía.
Quizá la innovación más importante de ese momento fue la representación de los miembros de la Orden. Es cierto que ya se había retratado a algunos frailes sobresalientes; sin embargo, en esta etapa se pintaron religiosos que tenían importancia local, que eran recordados por sus hermanos o formaban parte de la historia de la Nueva España. El ejemplo más claro de este hecho se halla en el convento de Cholula, Puebla, donde se pintaron “varones ilustres” (Vetancurt, 1982 [1698]:137), como Juan de Bastida (figura 13) (Fernández Flores, 2005; Santiago, 1996; Maza, 1959).
La exaltación de la agrupación franciscana también se hizo por medio de otras dos escenas: Los mártires de Japón y El linaje espiritual de san Francisco. La primera hace referencia a los eventos ocurridos en Nagasaki el 5 de febrero de 1597, cuando fue crucificado un grupo de franciscanos en el monte Teteyama por intentar evangelizar el territorio de Japón (Sola, 1999). Este episodio se representó en el convento de Zinacantepec, Estado de México, y en el de Cuernavaca, Morelos (Cosentino, 2007; Fontana Calvo, 2011). En este último conjunto, pintado en las primeras décadas del siglo XVII, las ilustraciones cubren por completo las paredes de la iglesia. La narración comienza desde el encarcelamiento de la comitiva, pasando por su traslado a través de las ciudades de Kioto y Osaka y el viaje hacia Nagasaki, hasta su crucifixión, y es uno de los ejemplares más bellos de esta temática.
Por su parte, El linaje espiritual de san Francisco, pintado en el claustro bajo del convento de Cuernavaca, Morelos, consta de cuatro cuadretes en hilera titulados: La renuncia a la herencia paterna, El sueño del papa Inocencio III, La concesión de la Porciúncula y La estigmatización de san Francisco. A los lados se dibujaron más de 280 figuras en el siguiente orden: encabezados por san Buenaventura y san Antonio de Padua, primero desfilan los santos; después, los beatos, los emperadores y los reyes de la tercera orden; continúan los frailes, y al final aparecen las santas y las beatas (Fontana Calvo, 2011; Toussaint, 1936).
La unión de los frailes y los santos dentro de un mismo grupo reforzó el sentido de pertenencia a la agrupación. Esto favoreció que la vida de su fundador se mantuviera presente. Así se representó El árbol franciscano, San Francisco predicando a las aves, temática que no había aparecido en las etapas anteriores, y San Francisco recibiendo los estigmas.
Ya fuera san Francisco recibiendo los estigmas o los frailes franciscanos siendo crucificados, existía el interés por vincular a la Orden con Cristo. Esto, al igual que había ocurrido en las anteriores etapas, llevó a representar la vida de Jesús, desde La anunciación presente en la iglesia de Huaquechula, Puebla, y El bautizo en la de Cholula, Puebla; seguido de Cristo cargando la cruz y La crucifixión en el recinto de Tecali, Puebla, hasta llegar a La ascensión en la iglesia de Huaquechula, Puebla.
Por su parte, la Virgen María cobró más importancia y se representó en los conventos poblanos de Huaquechula y Alfajayucan, así como en el de Tepeji, Hidalgo. El papel protector de María se aprecia en una de las capillas del claustro superior de Huaquechula (figura 14). Ahí, en la sección superior, se observa a Dios Padre, y sobre una luna cóncava, se halla parada María, con cabellera rubia, manto azul y vestido blanco. Seis ángeles la flanquean y a sus pies se distinguen las cabezas de algunos devotos admirándola.
La presencia de la Virgen María, san Sebastián y san Cristóbal refleja el difícil momento que estaba viviendo la población. También se sabe, por diversas crónicas, que esos tiempos difíciles facilitaron el crecimiento de las prácticas devocionales, y las procesiones, los rezos y las plegarias se convirtieron en la compañía del día a día de los creyentes. Esta religiosidad se aprecia en una de las capillas del claustro alto de Huaquechula, Puebla, donde se pintó a una fila de siete cofrades vestidos con túnicas y capuchas negras y blancas. Los dos primeros, de un tamaño menor, portan una vela o “hacha”, el tercero carga una cruz y los últimos cuatro llevan un flagelo.
Para finales del siglo XVI, la religión cristiana había transformado las prácticas y las concepciones del mundo, así como su representación. En los conventos la presencia de coloridos paisajes fue cada vez más común, como se observa en el convento de Huaquechula, Puebla. Asimismo, el Paraíso y el Infierno cobraron importancia, y al imaginario indígena se incorporaron nuevos lugares que fueron difundidos a través de los conventos, como es el caso de la Jerusalén celeste. En el convento de Atlixco, Puebla, por ejemplo, se puede apreciar una imagen con una fuerte influencia medieval; en ella se distingue una pradera con tonalidades verdes y cafés, con casas de diferentes colores y, en una sección que ya se perdió, justo en el medio, se hallaba dibujado, el Templo de Salomón.
Estos nuevos espacios estaban poblados por un bestiario que incorporaba las figuras y los significados de ambas tradiciones. El caso más representativo es el de los felinos, cuya forma podía ceñirse a los dibujos indígenas, como se aprecia en los conventos poblanos de Cholula, Zacatlán y Cuauhtinchan (figura 7), o bien, podía inspirarse en grabados europeos, como se puede observar en el recinto de Cuauhtinchan (figura 15a). Ahí, en uno de los murales se copiaron los leones rampantes usados en las marcas de los impresores Jorge Coci (1507-1547), Bartolomé Nájera (1540-1555) y Pedro Bernuz (1539-1572) (García, 1984) (figura 15b). La reproducción fue tan fidedigna que incluso se copió la cruz con roleos vegetales y el versículo “Multi pacifici sint tibi et consiliarius sit tibi unus de mille, Ecclesiastici, cap. 6” (“Ten paz con muchos y sea tu consejo uno de mil, Eclesiástico, cap. 6”) (Lorente, 2000), el cual concordaba perfecto con los epígrafes escritos en dicho convento.
Durante la época prehispánica, el jaguar y el águila se relacionaban con las fuerzas contrarias que sin cesar creaban el mundo. Sin embargo, a fines del siglo XVI, el águila se vinculaba más con Cristo y, por ende, con los españoles. Esto propició que su contrario, el jaguar, fuera visto como un símbolo identitario de los indígenas. Un bello ejemplo de esta relación se encuentra en la Genealogía de la familia Cano-Moctezuma, en la que están registrados todos los tlatoanis que precedieron a Isabel Moctezuma. Los gobernantes del lado izquierdo se pintaron de forma tradicional, sentados sobre un icpalli (“asiento de petate”) y vestidos con una tilma, pero los personajes del centro se representaron sentados sobre un jaguar, el nuevo elemento identitario (Mohar Betancourt y Cervantes, 2012; Pérez-Rocha, 1998).
Si bien las águilas y los jaguares fueron los animales que más se representaron en los conventos no fueron los únicos que se pintaron y, menos aún, que se resignificaron. Los pájaros, los peces y diferentes especies acuáticas tuvieron un simbolismo que recuperaba las nociones prehispánicas; sin embargo, al ser incorporado a un contexto cristiano, afianzaba un nuevo discurso. Quizá el lugar donde se ejemplifica mejor esta transformación es en la caja de agua del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. En esta pileta el agua está pintada de color azul y los remolinos se simularon con líneas negras. Sobre el líquido se observan canoas con pescadores, aves y plantas acuáticas; en el cielo se intercalan árboles y pájaros con vírgulas de la palabra, y en el centro, como eje de la composición, se halla representada una cruz (Guilliem, 2007). Lo más sencillo sería pensar que este mural rememora el entorno lacustre de Tlatelolco, pero el cotejo con otras fuentes indica que es muy probable que los peces hagan referencia a la población indígena; las garzas y los pescadores, a las fuerzas de la naturaleza que termina con la vida, y los pájaros cantando, a los frailes que difundían la palabra de Dios (Flores Morán, 2021). Esta analogía se encuentra en el Michcuicatl o “canto de los peces”, el cual se bailaba durante la fiesta de los Santos Reyes y también se interpretó cuando se mostró por primera vez la imagen de la Virgen María a la población (León-Portilla, 2011; Reyes García, 2001); por tanto, estos simbolismos no eran ajenos a las personas.
La misma analogía se encuentra en el convento de Tecamachalco, Puebla (figura 16). Ahí se pintaron rectángulos azules rodeados por chalchihuites (“círculos concéntricos”) a lo largo de la nave de la iglesia y sobre estas formas geométricas se colocaron plantas acuáticas. Estos murales transformaron el espacio: convirtieron a la iglesia en un enorme cuerpo de agua y dentro de él estaban los feligreses. El fraile, en el pulpito, se encontraba en otro espacio, arriba del agua, y ahí su palabra era como el canto de un pájaro. Así, a finales del siglo XVI, los franciscanos y los indígenas habían creado en sus murales un mundo propio que estaba listo para resistir los vientos del cambio que comenzaban a soplar.
Comentarios finales. El desarrollo de los franciscanos visto a través de sus murales
El desarrollo de los murales franciscanos inicia con una pintura en grisalla, continúa con una etapa en la que domina el color rojo y, al mismo tiempo, comienza una propuesta policroma que perdura hasta inicios del siglo XVII. Estos murales comparten temas con las otras órdenes religiosas al representar a los apóstoles (principalmente san Pedro y san Pablo) y la pasión de Cristo; sin embargo, también reflejan un carisma único al exaltar a ciertos santos e integrar de una forma particular a la cultura indígena.
La pintura en grisalla se realizó desde la década de 1530 y a partir de 1570 poco a poco comenzó a desaparecer. Esta pintura está muy vinculada con los preceptos de los primeros franciscanos, de ahí que sean programas sencillos que exaltan a los principales santos de la Orden, así como la vida de Jesús, de san Francisco y de la Virgen María. Desde este primer momento se distingue la participación indígena en figuras que se insertan en las escenas occidentales y, con ello, clarifican su significado.
En este periodo la Orden de San Francisco tuvo un enorme crecimiento, y de los primeros cuatro conventos que se habían fundado en México-Tenochtitlan, Texcoco, Tlaxcala y Huejotzingo, se pasó a más de 50 edificios en el Centro de México (Chauvet, 1989).
Esta primera generación de franciscanos seguía los principios del movimiento reformado y trataban de crear un cristianismo que imitaba la sencillez de los primeros tiempos, lo que llevó a que favorecieran el establecimiento de un cristianismo puro e íntimo. Asimismo, la pobreza fue un principio que siempre estuvo presente tanto en sus edificaciones como en la vida de los frailes (Rubial, 1996; León-Portilla, 1985).
El estudio también fue una actividad primordial. En la Nueva España esta tarea se centró en la investigación y el conocimiento del mundo prehispánico. Este esfuerzo tenía como finalidad conocer la cultura nativa para identificar los elementos que debían ser erradicados y aquellos que se podían integrar para facilitar la comprensión del cristianismo y la apropiación de la religión. Cabe recordar que esta labor no fue realizada únicamente por los frailes, ya que los pillis, quienes se habían formado en la cultura humanística del momento, podían hacer el cruce de significados, como se observa en algunos de los murales que hemos analizado.
Entre 1560 y 1570, el camino de los franciscanos se bifurcó. Una vertiente pensaba que su labor en la evangelización ya estaba terminada y, por tanto, los frailes debían reunirse en una casa de extrema observancia. Esta postura incluso pedía la creación de una nueva provincia que llevara por nombre “La Insulana”, donde los frailes podrían reunirse y alejarse del mundo (Rubial, 1978). Aunque este proyecto nunca se llevó a cabo, su planteamiento refleja una vertiente de la Orden que estaba en desacuerdo y desencantada con la evangelización y, quizá, fue la que animó la pintura ornamental donde dominó el rojo. Como dijimos líneas arriba, este programa decorativo no se implementó en todos los conventos ni perduró mucho tiempo, ya que a la par de este estilo se desplegó la policromía, la cual fue tan popular que perduró hasta las primeras décadas del siglo XVII.
Los primeros programas policromos se pusieron en práctica en la década de 1560 en los conventos de Cuahutinchan y Tecamachalco, Puebla. Después de esta fecha, el color apareció en todos los edificios de la Orden. Este programa seguía los principios originales que habían animado a los franciscanos, así lo muestra la continuidad de los temas pintados. Algunos de ellos cobraron más importancia, como los personajes que protegían a la población; también aparecieron nuevas figuras, como los frailes locales, e incluso los elementos identitarios indígenas tuvieron un crecimiento y su incorporación a las imágenes occidentales se llevó a cabo de una forma más armoniosa. Todo ello, más la integración de elementos decorativos coloridos brindaron un nuevo esplendor a los conventos con el objetivo de reafirmar la religión por medio de los sentidos.
El indígena continuó siendo el centro de la reflexión franciscana. Esto se corrobora en el gran número de textos que intentaron explicar su cultura, como los escritos de Gerónimo de Mendieta (1997 [1604]), Diego de Valadés (2013 [1579]) y Bernardino de Sahagún (2000 [1577]), solo por citar a los más conocidos. Asimismo, la labor de la evangelización no paró y en este periodo fue cuando se construyeron la mayoría de los conventos.
Este poder comenzó a ser mal visto a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII, y varios grupos, entre ellos el clero secular, buscaron mermarlo por distintos medios. La suerte, en aquel entonces, comenzaba a estar en contra de los franciscanos: las epidemias habían diezmado a la población indígena; los grupos criollos y mestizos habían crecido y demandaban una nueva actitud hacia ellos, y la gran mayoría de los indígenas que quedaban ya eran cristianos, por lo que la labor de evangelización comenzaba a perder sentido.
A pesar de todo ello, los franciscanos nunca abandonaron los pueblos indígenas. Habían creado una relación tan estrecha con ellos que ambos peleaban codo a codo ante el inminente fin de su mundo, que no tardó mucho en llegar. En 1622 entraron en vigor las disposiciones del Tercer Concilio Provincial Mexicano, un fuerte golpe para la cultura sincrética que se había creado, aunque su estocada final se dio en 1641 con la secularización palafoxiana, momento en el que fue necesario recubrir una vez más las paredes y crear una nueva imagen significativa para la etapa que se vivía.
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1 Altepeme, plural de altepetl. Este vocablo se compone de las palabras atl (“agua”) y tepetl (“cerro o montaña”) y hacía referencia a una comunidad organizada bajo principios económicos, políticos, sociales y religiosos, que habitaba un territorio integrado por unidades individuales distribuidas en el espacio (Fernández Christlieb, 2015).
2 Los peces eran un símbolo de Jesús por excelencia. Desde los primeros tiempos la palabra griega ἰχθύς (pez) era el acróstico de Jesús-Cristo-Hijo de Dios-Salvador (García Bazán, 2008). Por su parte, el cisne era un animal que era apreciado, tanto por su plumaje blanco, como por su canto. Se pensaba que cuando iba a morir entonaba bellas melodías, por tanto, era un modelo a seguir y cualquier persona que iba a fallecer debía “cantar dulcemente, o sea alabar a Dios” (Malaxecheverria, 1999: 122).