Itinerantes. Revista de Historia y Religión 18 (ene-jun 2023) 72-92

On line ISSN 2525-2178


Algunas aportaciones a la antropología filosófica desde la experiencia religiosa de dos Carmelitas Descalzas


Some contributions to philosophical anthropology from the religious experience of two Discalced Carmelites



Patricia Fernández Martín

Universidad Autónoma de Madrid

 patricia.fernandez01@uam.es


Resumen


Partiendo de la religión como esencia antropológica, el objetivo de este trabajo es disminuir el sesgo masculino que se ha dado históricamente a la hora de definir el concepto de ser humano. Para ello, dado que se busca incorporar a dicho concepto cierta visión femenina que lo amplíe y lo haga menos exclusivamente masculino, se analiza la obra poética de dos religiosas carmelitas descalzas como María de san José Salazar, representante de la Edad Moderna, y santa Teresa de Lisieux, representante de la Edad Contemporánea, consideradas personas legítimamente autorizadas para aportar su noción de ser humano a la antropología filosófica. El análisis se centra, en cada caso, en aspectos asumidos como especialmente relevantes para la mujer, no siempre considerados como tales desde la antropología filosófica canónica: el cuerpo y lo afectivo, por un lado, y la conciencia de colectividad más o menos relacionada con la identidad femenina, por otro. En ambos casos, se relacionan estos factores con la experiencia religiosa, sin la cual, sencillamente, no se puede comprender ninguno de ellos. La principal conclusión apunta a la necesidad de reconfigurar el objeto de estudio de la antropología filosófica porque excluir de él a la mujer conlleva problemas ontológicos, epistemológicos y políticos muy difíciles de solventar.


Palabras clave: antropología filosófica, María de san José Salazar, santa Teresa del Niño del Jesús, poesía religiosa



Abstract


Assuming that religion is the anthropological essence, the objective of this paper is to reduce the male bias that has taken place historically when defining the concept of human being. To do this, given that a certain feminine vision to this concept expands it and makes it less exclusively masculine, I analyze the poetic work of two Discalced Carmelite nuns such as María de San José Salazar, representative of the Modern Age, and Saint Thérèse of Lisieux, representative of the Contemporary Age, both considered legitimately authorized writers to apply their notion of human being to philosophical anthropology. In each case, the analysis focuses on aspects presumed to be especially relevant for women, not always considered as such from canonical philosophical anthropology: the body and the affectivity, first, and the collective awareness more or less related to female identity, second. In both cases, these factors are related to religious experience, without which simply none of them can be understood. The main conclusion points to the need to reflect on the object of study of philosophical anthropology because excluding women from it leads to ontological, epistemological and political problems which are very difficult to tackle.


Keywords: Philosophical Anthropology, María de san José Salazar, Saint Teresa of the Child Jesus, Religious Poetry.



Fecha de envío: 9 de septiembre de 2022

Fecha de aceptación: 15 de noviembre de 2022



Introducción


En el contexto de este trabajo puede entenderse por antropología filosófica aquella rama de la filosofía centrada en la persona como problema en sí y para sí mismo, interesada en absolutamente todo lo que sea humano, desde la manera en que se configura la propia existencia (corporalidad, afectividad, sociabilidad, libertad, historicidad) hasta el modo de expresar los miedos sobre ella (el sentido de la vida, el mal, la religión, la muerte, la culpa), pasando, naturalmente, por los atributos prototípicamente humanos (lenguaje, conciencia, cultura, actividad/trabajo) (Amengual, 2007; Beorlegui, 2016).

Esta definición, que parece relativamente sencilla de entender, ha dejado de lado, sin embargo, durante mucho tiempo a la mitad de la humanidad, acallando su voz y limitando su participación en la construcción del mismo concepto de lo humano (Amorós Puente, 2008; Stamile, 2020; Valcárcel, 2010). De hecho, es altamente significativo que a principios del siglo XX la filósofa Edith Stein, considerada la fundadora de la antropología filosófica junto a Max Scheler (aunque pocos la citan como tal), ya denunciara la necesidad de incorporar a la fémina en el concepto de lo humano, pues sentía que, hasta el momento, ese concepto había sido por antonomasia exclusivamente masculino (Amorós y De Miguel, 2004). En efecto, santa Teresa Benedicta de la Cruz desarrolla


una antropología dual crítica ante la supuesta universalidad del concepto hombre del que las mujeres están excluidas. De acuerdo con ella, el estudio filosófico sobre la estructura de la persona no puede obviar a las mujeres en la engañosa generalidad de “lo humano”, porque la diferencia de los sexos es un rasgo esencial y no accidental. Por ello, una antropología que no tome en cuenta a las mujeres junto con los varones, será una disciplina mutilada, incapaz de comprender la complejidad de la persona humana (Tapia González, 2009: 146).


Sin embargo, si hoy efectuáramos desde una perspectiva de género una comparación entre tres manuales clásicos de antropología filosófica, como pueden ser los de Amengual (2007), García Cuadrado (2010) y Beorlegui (2016), caracterizados todos ellos por haber sido escritos por teólogos y publicados o reeditados en los últimos quince años, nos daríamos cuenta enseguida de que la denuncia realizada por Stein hace ya más de cien años sigue plenamente vigente, como muestra la insalvable diferencia existente entre ellos a la hora de abordar determinados temas relacionados con el concepto de lo humano que afectan de un modo específico a la mujer, como pueden ser la corporalidad y la afectividad, entre otros (Posada Kubissa, 2015; López Pardina, 2015; Camps, 2012).

Así, a modo de ejemplo, García Cuadrado, tras reducir el concepto de género a “una oposición dialéctica entre naturaleza y libertad”, señala que “la diferenciación sexual, por tanto, posee una finalidad familiar, y en última instancia social y cultural. La diferencia y la complementariedad física, moral y espiritual entre varón y mujer están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar” (2010:185-186), en claro contraste con la visión de Beorlegui para quien, siguiendo el concepto de reciprocidad de Boff, que entiende como uno de los modelos de conjugación de la sexualidad, junto con la subordinación, la complementariedad, la igualdad abstracta y la antropología transformadora, no existe realmente tal fin ni, por tanto, tal necesidad de complementariedad:


la reciprocidad supone aceptar en cada sujeto reciprocante la independencia y la capacidad para actuar en dicha relación, sin que cada uno pierda la identidad; al contrario, es en ese encuentro donde cada uno adviene a su identidad más propia […]. Tampoco reciprocidad es sinónimo de complementariedad. La complementariedad supone que cada uno sea incompleto en sí y sólo se complete en la relación. […] cada ser humano, hombre y mujer, es entero en sí (Beorlegui, 2016: 113).


Respecto a la afectividad, resulta también muy diferente lo expresado por García Cuadrado, que naturaliza la relación materno-filial y la homogeneiza sin tener en cuenta las diferencias personales o socioculturales, al señalar que “es un hecho de experiencia que en la vida humana se dan unas actividades cognoscitivas de comprensión inmediata, gracias a determinadas vinculaciones de tipo afectivo: la madre ‘sabe’ o ‘adivina’ los sentimientos del hijo, pero de manera no estrictamente racional u objetiva” (2010: 119); y la conciencia mostrada por Amengual, que explica la visión negativa que conlleva esta percepción de la afectividad que, en la práctica, fuerza a las mujeres a cumplir roles socioculturales en los que no tienen siempre por qué sentirse cómodas:


la afectividad […] no siempre ha sido valorada suficientemente y sobre todo no ha sido valorada positivamente […]. De ahí [es decir, de la relación entre el control de las emociones y el control político] surge la equiparación con una valoración positiva, entre razón, actividad, masculinidad y dominio, a la que se opone la otra equiparación, con valoración negativa, entre afectividad, pasividad, feminidad y subordinación (2007: 102-103).


Esta ausencia femenina de algunos manuales centrados en la antropología filosófica como el de García Cuadrado (2010) puede ser comprendida desde dos perspectivas. La más inocente implica asumir que no ha habido mala fe en los hombres que han compuesto el canon filosófico, incluidos en él generalmente por otros hombres quienes, por tanto, han tenido el poder suficiente para determinar la definición de lo antropológico por excelencia. La perspectiva menos simple, ejemplificada por lo ocurrido a sor Juana Inés de la Cruz con la Carta atenagórica (Bresci, 1998), permite pensar en una exclusión efectuada a propósito para invisibilizar a la fémina no solo desde la perspectiva antropológica y, por tanto, ontológica, sino también desde la epistemológica y, por tanto, gnoseológica, pues al eliminar su importancia como ser humano se erradica también su posible aportación al conocimiento y, a la larga, a la construcción misma del concepto, obligándola a forjar una identidad femenina a partir siempre de la alteridad masculina, entendida como la identidad humana por excelencia (Ramón, 2010; Martínez Cano, 2016; Tanesini, 1999).

En este contexto, el problema que se pretende abordar en el presente artículo afecta al sesgo masculino que cae sobre la construcción sociohistórica del concepto de ser humano, pues, si hasta época reciente se ha analizado dicho término solo desde una perspectiva inherentemente masculina, no puede considerarse ninguna categoría resultante como definitivamente universal. Así, aunque siempre puede resultar epistemológicamente útil obtener un concepto femenino del ser humano filtrado por ojos masculinos, esto no puede hacerse equivaler ni a lo que realmente la mujer piensa de sí misma, ni a lo que ella cree que es el ser humano, ni a la absoluta verdad de lo que realmente es el ser humano: ella, naturalmente, configura su pensamiento acerca de la trascendencia del ánthropos desde su hic-et-nunc, al igual que durante siglos ha hecho el varón desde su aquí-y-ahora dado, sin embargo, con excesiva frecuencia, por universal (Frankenberry, 2004: 17; Walton, 2004: 130; Fernández Martín, 2021a, 2021b): a lo largo de la historia el varón ha naturalizado decisiones claramente convencionales, haciendo equivaler los apetitos de su cuerpo con los apetitos de la naturaleza y generalizando un comportamiento que no solo era sociocultural, sino que además era androcéntrico (Beorlegui, 2016: 72-74). En otras palabras, no se puede optar a un conocimiento lo más completo posible del ser humano (asumiendo que algo así es, al menos, holísticamente aspirable) sin atender al conocimiento propuesto por aquellas que constituyen la (otra) mitad de la humanidad (Beorlegui, 2016: 83-117): la antropología filosófica ha de ser también femenina (Tapia González, 2009).

Dentro de este contexto, pues, y para conseguir el objetivo propuesto, se busca una definición de ser humano que incluya ciertos aspectos considerados típicamente (pero no esencialmente) femeninos como son los mencionados de la corporeidad y la afectividad, a los que cabe añadir la práctica religiosa, asumida aquí como fundamental para numerosas mujeres en todo el mundo que no se cuestionan la existencia de Dios, simplemente, porque no necesitan justificar la (in)existencia de un ente suprahumano que les pueda quitar el poder (Frankenberry, 2004; Fernández Martín, 2020).

En efecto, entendemos que dicha concepción del ser humano está íntimamente ligada a la consideración fenomenológica de la religión, en nuestro contexto, de la religión cristiana, considerada, entonces, no como una dimensión más del ser humano, sino como la dimensión esencial que conforma una estructura propia constituida en una complejidad antropológica en la que interactúan todos los niveles de la conciencia humana, la referencia a lo superior, absoluto, invisible, trascendente y misterioso (Beorlegui, 2016: 654), mediante un diálogo en el que el yo cobra sentido de sí mismo al alterizarse en lo inefable (Pikaza, 1999: 205).

Como consecuencia, si, por un lado, pretendemos incorporar al concepto de ser humano cierta visión femenina que lo amplíe y lo haga menos masculinamente universal, prestando atención a la importancia del cuerpo y valorando positivamente lo afectivo y, por otro lado, consideramos que la esencia del mismo hecho de ser persona radica en el fenómeno religioso y, por tanto, en la manera en que cada cual vive la religión, las personas más indicadas en las que fijarse son las escritoras religiosas, doblemente desatendidas históricamente, pues en la mayoría de las ocasiones son excluidas de los estudios por pertenecer a la Iglesia y, dentro de esta, se ven marginadas por ser mujeres (Küng, 2002; Lewandowska, 2019). A pesar de ello, incorporarlas a dicho concepto de lo humano es una auténtica fortuna hermenéutica que implica contar con sus textos gracias a que no han cejado nunca de dar voz a sus inquietudes en distintos escritos, entre los que cabe destacar la autobiografía (Poutrin, 2018), la biografía (de Ahumada, 2018) y la poesía (Schlau, 2017; Marín Pina, 2018).

Esta es, precisamente, la herramienta que vamos a emplear para comprobar cómo entienden el concepto de persona las dos escritoras elegidas que, perteneciendo a la misma orden carmelita descalza, pero no al mismo país ni a la misma época, son muy conscientes tanto del lugar que ocupan en la sociedad en que les ha tocado vivir, como del papel que su propia obra escrita desempeña en la formación de las mujeres del futuro y, por tanto, en la transmisión de un legado inmaterial cuyo valor realmente no puede calcularse. Así, como representante de la Edad Moderna, se analizan las poesías de María de San José Salazar (1548-1603), siguiendo las indicaciones de Manero Sorolla (1992) y las biografías de Pascual Elías (2014) y Rodríguez (2018), pues su sensibilidad discursiva permite comprender la manera en que se forja la esencia carmelita a partir de la práctica religiosa y esta, a su vez, se constituye en un estilo de vida sin igual (Fernández Martín, 2021b). Siguiendo la traducción de Ordóñez Villarroel (2015) y la biografía explicada en esa misma edición, como representante de la Edad Contemporánea se hace lo propio con los versos de Teresa de Lisieux (1873-1897), debido a que la visionaria anticipación que muestra en sus jóvenes textos ilustra con creces numerosas cuestiones existenciales hoy aún vigentes. La diferencia de épocas pretende servir de control de las distintas visiones que ofrecen del concepto del ser humano, de manera que pueda comprobarse la posibilidad de extrapolar sus propuestas más allá de un cronotopos sociohistórico concreto. Dicho equilibrio se encuentra, además, acentuado por el hecho de que María viva antes de la Revolución Francesa y Teresa lo haga después, precisamente, en el país en que tuvo lugar, pues es bien sabida la importancia que para el feminismo tuvo todo lo que implicó dicho acontecimiento histórico (Amorós Puente, 2008; Stamile, 2020; Valcárcel, 2010).

Asimismo, para acercarnos a dicho concepto de ser humano acudimos a tres elementos que consideramos íntimamente relacionados con la mujer, pero que en los casos elegidos no pueden comprenderse sin sus vivencias religiosas: la corporeidad en relación con la afectividad, la conciencia del yo como paso previo a la conciencia de género y la relación individuo-sociedad, pues es en esta en la que se configura el concepto de aquel. Como se ha dejado entrever, esta selección no implica que las demás cuestiones antropológicas preocupen a ambos géneros por igual, pues por claros motivos sociohistóricos nos ha llegado la reflexión sobre esos problemas expresada exclusivamente en términos masculinos. Esto tan solo implica, sin que se agoten, naturalmente, todas las posibilidades interpretativas de los textos ni de su aplicación desde la visión adoptada, que ofrecemos una modesta manera de comenzar a replantearse el concepto mismo de ser humano propuesto hasta ahora, pues quien(es) lo hacía(n) operaba(n) desde un hic et nunc diferente al que sin duda alguna habría sido si la(s) encargada(s) de reflexionar sobre ello hubiera(n) sido mujer(es) (Frankenberry, 2004: 17; Amorós y De Miguel, 2007: 49-52; Ramón, 2010; Posada Kubissa, 2015: 109-117).

Dividimos el texto, pues, en dos partes: la primera se dedica al análisis de los versos de María de San José Salazar mientras la segunda se centra en la poesía de Teresa de Lisieux, en ambos casos empleando los elementos de análisis ya señalados. Al final se ofrecen unas reflexiones que solo pretenden sintetizar lo dicho y fomentar la investigación a partir de la formulación de nuevas preguntas.


María de San José Salazar (1548-1603)


La toledana María de Salazar nace en 1548 en el seno de una familia bien posicionada, que le permite desde muy joven servir hasta 1562 a doña Luisa de la Cerda, pariente tanto de los Medinaceli como de los Mendoza. En este año conoce a Teresa de Ávila, por quien toma el hábito en Malagón en 1570 y, al año siguiente, profesa en la orden del Carmelo Descalzo. Cinco años después se instala en Sevilla para hacerse cargo del convento recién creado, donde reside hasta 1584, cuando va a Lisboa, donde vive hasta 1603, inmersa en diversos enfrentamientos con algunos superiores por mantener el legado teresiano. En septiembre de dicho año 1603 es sacada del convento lisboeta y llevada, contra su voluntad, hasta Cuerva (Toledo), donde muere el 19 de octubre (Manero Sorolla, 1992; Morujão, 2004; Rodríguez, 2018).

La poesía de Salazar se puede dividir temáticamente en dos claras partes: una comprende los textos escritos antes de 1585, caracterizados por ser intimistas y tratar el padecimiento cristiano como fuente soteriológica, el alejamiento del mundo y la muerte como fin ascético; y la segunda parte abarca los poemas escritos después de 1585, en su etapa lisboeta, más centrados en cuestiones históricas y sociales que en experiencias místicas (Manero Sorolla, 1993; Pascual Elías, 2014: 74-78). De todas ellas se pueden entresacar los tres factores que aquí interesan: corporeidad/afectividad, consciencia del yo y relación individuo-sociedad.

Prácticamente neoplatónica, la corporeidad es, para María de San José Salazar, un mero instrumento físico para acceder a la felicidad espiritual que solo puede lograrse mediante el encuentro con el Amado (Manero Sorolla, 1992: 196-197). Dicha felicidad toma forma acuosa cuando la emoción de ver al Señor es tan profunda que la única forma de soportarla es convirtiéndola en lágrimas, las cuales funcionan, de cara al exterior, como marca de sufrimiento, pero, en su interior, como pura expresión de la más absoluta placidez: “Si de lágrimas bañado / veo el rostro más hermoso / de aquel Señor poderoso, / por lavarnos del pecado, / ¿quién no se ha de deshacer / y en lágrimas se bañar / queriendo el llanto y pesar / y aborreciendo el placer?” (Moriones, 2021: 14).

En la interrelación entre la corporeidad que la obliga a mantenerse atada al mundo y la espiritualidad que la hace ser conocedora de las limitaciones del ser humano es, pues, donde surge la conciencia del yo (Pascual Elías, 2014: 76-77): “¡Oh mundo crudo, desleal, insano! / Huir quiero de ti y de quien te sigue” (Manero Sorolla, 1992: 198). Siendo perfectamente consciente de que la muerte es la única salida del mal que tanto la aprisiona, María la concibe como un sufrimiento inevitable en el que paradójicamente se encuentra el camino de salvación: “¡Ay, ay, mi Dios, que me muero! / Sépanlo todos, que es justo; / mas sepan que es por mi gusto, / que más que la vida quiero / lo que me es pena y disgusto” (Manero Sorolla, 1992: 193). La salvación solo es posible, claro está, en la esperanza depositada en Jesús: “Viva me enterraré por darte gusto / y poder con silencio contemplarte” (Manero Sorolla, 1992: 199). En este sentido, sus versos entroncan directamente con la tradición medieval según la cual el sufrimiento del cuerpo forma parte de la esencia del vivir religioso, es “una continuidad que refleja externamente las experiencias internas, y así, la tortura del cuerpo no implica siempre un rechazo de este sino una elevación que lo convierte en medio de acceso a lo divino” (Sanmartín Bastida, 2017: 192), como muestra el conjunto de contradicciones aparentes de estos versos del poema “Heridas de amor místico” que narra vívidamente una de sus experiencias religiosas: “Con el golpe fui herida, / y aunque la llaga es mortal / y es un dolor desigual, / es muerte que causa vida. / Si mata, ¿cómo da vida? / Y si vida, ¿cómo muere? / ¿Cómo sana cuando hiere? / ¿Cómo deleita la herida? (Rodríguez, 2018: 137)

Así, la intención escrituraria puede interpretarse como una búsqueda por compartir cómo la religión baña toda la esencia de su vida, por lo cual María de San José expone su felicidad a partir, precisamente, del vivir místico, en lo que es una magistral forma de comprender que solo puede ser ella misma insertando en su día a día la vivencia religiosa que la hace tan dichosa: “Quien incorpora de veras la experiencia mística transformante a su vida pasa por la fuerza a vivir sub specie aeternitas, es decir, a la luz de la eternidad, constantemente ante la presencia de Dios” (López-Baralt, 2020: 149). No cabe sorprenderse, pues, de que parafrasee el “la paciencia todo lo alcanza” de su maestra cuando escribe el poema “Ansias de amor”: “no es justo que el que espera / en ti, sea defraudada su esperanza, / pues el que en ti esperó todo lo alcanza” (Rodríguez, 2018: 134). Su única forma de alcanzar la más absoluta paz interior es, justamente, viviendo al supremo bien en su cuerpo.

De esta consciencia de lo inefable viene, a nuestro juicio, la explotación discursiva del mismo hecho de ser mujer, pues sabe que los hombres no viven igual la fe (Fernández Martín, 2021c) y, a la vez, es consciente de las cadenas que establece el cuerpo físico {dentro/sobre} el cuerpo sociopolítico a través de la vivencia mística: el cuerpo subjetivo de mujer (Leib) le impide vivir la misma experiencia que el cuerpo subjetivo de hombre y, precisamente por ser distinto, ese cuerpo objetivo (Körper) puede también acceder a un Lebenswelt diferente, pues toda experiencia está mediada por la sociocultura (Amengual, 2007: 80-91; Beorlegui, 2016: 60-61). Aunque lo plasme más en sus obras en prosa que en su poesía (Moriones, 2021: n. 33), ella parece, pues, conocedora del prestigio social que adopta cada una de esas experiencias religiosas o, de otra manera, de la forma en que se perciben las distintas formas de enculturación del cuerpo, que acaba convirtiéndose en el factor esencialistamente definitorio de la feminidad y, en consecuencia, del determinismo que rige su comportamiento (Jasper, 2004; Posada Kubissa, 2015).1

De aquí se desprende cierta consciencia heideggeriana del ser-en-el-mundo que implica su rol sociocultural de género, entendido como “el conjunto subyacente de pautas de significado, marcos de interpretación, visiones del mundo o formas de pensamiento y explicación del día a día que, integradas sociocognitivamente, implican relaciones de poder incuestionadas que buscan naturalizar la diferencia en el trato entre hombres y mujeres, a través de un proceso de construcción simbólica que permite que se acaben asumiendo como normales” (Fernández Martín, 2021a: 115). En este contexto tiene sentido, entonces, que místicas y religiosas aprovechen “la supuesta fragilidad psicológica de la mujer, capaz de conmoverse y atemorizarse más profundamente que el hombre, como instrumento para una intensa identificación piadosa con la Virgen y sus acompañantes en la Pasión” (Sanmartín Bastida, 2017: 185). Más que en la identificación con la Virgen María, la conciencia de género de la monja letrera se plasma, por un lado, en la identificación que establece entre las novicias y Jesús, pues a estas las considera “corderitas” igual que él es el Cordero, y todos se muestran dispuestos a sacrificarse por los demás: “Limpias al Cordero / se han sacrificado” (Schlau, 2017: 132), pese a todos los problemas que subyacen al hecho de que se identifique a la mujer con Cristo en lugar de con María (Ferrús Antón, 2008; Hollywood, 2004). Por otro lado, María llama directamente a la acción a las mujeres religiosas, pues reconoce su situación de inferioridad dentro del mismo Carmelo, la cual convierte, como buena teresiana, en una posterior actitud de lucha feminista (Manero Sorolla, 1992: 214; Schlau, 2017: 129): “¡Somos mujeres! Pregunto: / ¿Cómo seremos oídas? / ¡Menos nos oirán caídas / en los males que barrunto! (…) ¿Arrinconarnos sin tiento / cuando es razón nos pongamos / con ánimo y resistamos? / Os espantáis ya del viento”. Como se ve, es en esta interrelación entre las expectativas ajenas (“arrinconarnos sin tiento”) y los deseos propios (“nos pongamos con ánimo y resistamos”) donde se halla la esencia de la relación entre el individuo y la sociedad-comunidad (Amengual, 2007: 163-166), anclada en la paradoja del querer luchar por una misma pero, a la vez, pretender cumplir las normas; de encontrarse con la constante satisfacción personal de haber forjado (o, al menos, participado en) una comunidad cuyos lazos son capaces de formar una estrecha familia y, simultáneamente, sentirse atada a esos lazos que, en ocasiones, no la dejan respirar.

Finalmente, en María de San José la relación individuo-comunidad, como subgrupo de la sociedad, se puede percibir tanto en su soneto “Monte Carmelo”, al que alaba, como en el también soneto “Pobre el vestido” (Rodríguez, 2018: 157; Moriones, 2021: 447). Este último es una hermosa descripción de la vida conventual de las carmelitas descalzas, que conlleva una conciencia plena del ser humano como ser social. Esta consciencia toma forma en que sus palabras solo afectan a las carmelitas reformadas, un colectivo muy concreto de la orden del Carmelo (la sección femenina) y, dentro de esta, de las descalzas (lo que entonces excluye a las calzadas).2 Esta manera de comprender la comunidad pasa por sugerir una forma de vida para quienes deseen formar parte de ella, desde una perspectiva tanto física (“Pobre el vestido, limpio, sin cuidado, / un rostro afable, grave, alegre, honesto, / un trato honroso, sincero y modesto”) como espiritual (“A la verdad el corazón ligado, / un valeroso pecho al bien atado / sin que temor o amor le mude el puesto / conforme a Dios, en todo al hombre opuesto, / por sí mismo temblando sosegado”). Su poema recoge, pues, unas pautas de comportamiento (“Buscar a Dios por solo ser Dios bueno; / abrazar con el alma la pobreza; / tener por libertad el ser mandada, / el corazón vacío, de Dios lleno / conocer la soberbia en su bajeza”) convertidas en identidad individual a través de la comunidad (“esto es ser carmelita reformada”) que, insistimos, no pretende afirmar rotundamente una verdad universal basada en la experiencia individual, sino sugerir una forma de vida para quienes deseen formar parte de su comunidad religiosa y, a la vez, elevar un grito de protesta ante lo irrespetuoso que siente que está siendo el tratamiento de su reforma (Schlau, 2017; Fernández Martín, 2021b).

En síntesis, en la obra poética de María de San José puede observarse cómo se construye su esencia vital a partir del estilo de vida carmelitano, que a su vez toma forma en las normas de la comunidad femenina a la que pertenece y sin la cual no cabe comprender ni el ansia por sufrir para asemejarse a Jesús y vivirlo plenamente en su cuerpo, ni la necesidad de abarcar racionalmente su propia experiencia religiosa para hacerse consciente de sí misma. En otras palabras, el padecimiento plasmado en el discurso poético de María es un brillantemente tejido instrumento personal utilizado para expandir las redes del fenómeno religioso más allá de su propio yo interior y darlo, así, a conocer entre el resto de los miembros de la comunidad carmelitana.


Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897)


El 2 de enero de 1873 nace Marie Françoise Thérèse Martin en Alençon (Francia). A los cuatro años pierde a su madre. Siguiendo, tal vez, los pasos de su hermana Paulina que ingresa en el Carmelo Descalzo de Lisieux cinco años después, ella decide profesar en la misma orden a los catorce años de edad como Teresa del Niño Jesús. Uno de los momentos más tristes de su vida es el posterior fallecimiento de su padre (Navas, 1996), como veremos a continuación. Esta mujer, según la edición empleada, tras una intensa (aunque tristemente breve) vida espiritual, plasmada en una extraordinariamente valiosa obra escrituraria, conformada por poesías, oraciones, cartas y notas de distinto tipo, fallece el 30 de septiembre de 1897 de tuberculosis (Navas, 1996: 1255-1288). El 29 de abril de 1923 Pío XI la beatifica; el 17 de mayo de 1925 la canoniza y el 17 de octubre de 1997 es proclamada Doctora de la Iglesia por san Juan Pablo II, lo que la convierte en la tercera mujer en alcanzar dicho título universal, junto con santa Teresa de Jesús y santa Catalina de Siena.

Por lo que respecta a su obra poética, a diferencia de la poesía de María de San José, cultivada a lo largo de toda su vida, la de Teresa de Lisieux es elaborada solo durante sus últimos cuatro años, entre febrero de 1893 y mayo de 1897. Igualmente, la inmensa mayoría de sus versos están compuestos para ser entonados siguiendo diversas melodías, que serían fácilmente reconocibles por sus coetáneos y detectadas por los lectores posteriores. Todo ello es una muestra más de la extraordinaria sensibilidad que en ocasiones las escritoras desarrollan sobre su realidad, al aprender a emplear las herramientas de la cultura popular que tienen a su alcance para expresar aquellos sentimientos que, quizá de otra forma, no sabrían expresar porque forman parte del universo discursivo en el que se las educa (Fernández Martín, 2020, 2021a, 2021b, 2021c). A semejanza de su correligionaria, no obstante, el tema principal de la obra poética de la carmelita decimonónica es el amor {a/de} Jesús (Navas, 1996), que le permite soportar y, por tanto, interpretar de una forma positiva cualquier sufrimiento físico o espiritual (“Ése es mi cielo… ése es mi destino… / ¡¡¡Vivir de amor!!!” [p. 806], llega a escribir), si bien tiene numerosos cantares para otras mujeres, humanas (generalmente, monjas) o divinas (como la Virgen del Carmen), que son las protagonistas de diferentes momentos históricos de su corta vida, bien porque celebran sus tomas de hábitos, sus cumpleaños o sus onomásticas, bien porque le solicitan que escriba poesías para ellas mismas o para sus seres queridos.

Así, la visión de la corporeidad de Teresa de Lisieux se parece bastante a la percepción contrarreformista que podía percibirse en María de San José. La carmelita decimonónica sigue entendiendo el cuerpo como una cárcel en la que se encuentra su más pura esencia espiritual, pero no lo considera un castigo, más bien lo asume como una parte importante de la vida, pues confía plenamente en la bondad de Jesús para salvarla, precisamente, de la debilidad que otorga lo estrictamente físico. Solo a través del sentir amoroso puede el alma purificarse y, evitar, por tanto, los errores de la carne (p. 804 de la edición utilizada): “Vivir de amor guardar es en sí misma / un gran tesoro en un vaso mortal; / mi flaqueza es extrema, Amado mío, / ¡lejos de ser un ángel celestial…! / Mas si es verdad que caigo a cada paso, / vienes, por levantarme, en mi favor; / a cada instante tú me das tu gracia: / ¡Vivo de amor!”

Al referirse a la interrelación entre el cuerpo de Jesús y el de ella misma, santa Teresita parece seguir la línea de interpretación de principios del siglo XVI, según la cual el cordero de Dios es la sagrada hostia convertida en sacrificio puro, detrás de la que Jesús vigila a los feligreses que asisten a la eucaristía, como consta en el Sermón de la Natividad de Nuestra Señora de la franciscana sor Juana de la Cruz (“Hijo mío muy amado, aquí estás tú metido y encerrado en esta hostia” [Triviño, 2006: 174]): “¡Oh, corporales, rodeados de ángeles!, / cuán envidiable estimo vuestra suerte: / sobre vosotros a Jesús contemplo, / mi tesoro en pañales, blanca nieve. / Cambia mi corazón, Virgen María, / haz de él un corporal muy puro y bello, / que reciba la Hostia consagrada / en que se esconda a gusto tu Cordero” (p. 840).

Asimismo, la lectura que se hace en este caso de los términos referidos a cuestiones físicas como “corazón”, “corporal”, “Hostia” (símbolo del cuerpo de Cristo) y “Cordero” guardan reminiscencias platónicas sobre la jerarquía de las ideas que la filosofía aristotélica transforma, desde el materialismo, en la gran cadena del ser y que, posteriormente, el Pseudo-Dionisio convierte en todo un sistema metafísico jerarquizado (Küng, 2002: 18-29; Copleston, 2011: II-74-81; Castro, 2015: §5.3.2). Esta jerarquía onto-teológica recuerda igualmente al esfuerzo que realiza la franciscana concepcionista María de Jesús de Ágreda en la Mística ciudad de Dios por clasificar los ángeles, en una obra que puede tomarse por una auténtica revolución discursiva si “se considera que la protagonista de esa mística ciudad, María, es una mujer que, en virtud de la dinámica propia de la ciudad celeste, renuncia radicalmente a su voluntad y a sí misma tras el anuncio de un enviado de la trascendencia, el ángel Gabriel” (Vega Cernuda, 2020: 16). Teresa, más mística que teóloga en este caso, escribe su poema directamente “A mi ángel de la guarda” (p. 872), poniendo en extraordinario valor el apoyo que su ser divino le supone para afrontar los problemas mundanos: “Glorioso Guardián de mi alma, / que en el bello cielo brillas, / […] tú bajas por mí a la tierra, / con tu esplendor me iluminas, / te haces mi amigo, mi hermano, / consolador, que me anima…”.

Este contraste entre los seres celestiales y los seres terrenales es, precisamente, lo que la hace consciente de su función corporal como esencia de un yo histórico que se encuentra irremediablemente anclado a una realidad sociocultural concreta de la que no puede escapar más que cuando Dios así lo estipule (Navas, 1996: 294-296). Es en el cuerpo donde se halla la primera toma de contacto entre el exterior y el interior, entre el mundo ajeno al ego y el propio yo, a quien se percibe, en la conciencia, como un externo-interno cuyo final siempre se acaba haciendo presente (Beorlegui, 2016: 180-188). De este modo, Teresa da pie a interpretar una conciencia del yo abrazado a este mundo que tan pronto es como deja de estar en unos bellos versos en los que expresa lo perecedero de la vida, adelantándose unas décadas al ser-en-el-mundo heideggeriano: “Mi vida es un instante, una efímera hora, / mi vida es sólo un día volandero y fugaz: / Tú lo sabes, Dios mío, ¡para amarte aquí abajo / no tengo más que hoy!” (p. 780). Sin embargo, frente a este sentir de la finitud, aparentemente limitado por la perecedera corporeidad, el yo puede llegar a ser dichoso en este mundo, gracias a Jesús o a la Virgen y a la fe que en ellos pone la escritora (pp. 852-853): “¡Ay!, dótame, Jesús, de blancas alas, / para que alce hacia ti rauda mi vuelo; / quiero volar a las celestes playas, / te quiero ver a ti, Tesoro eterno. / Quiero volar en brazos de María / y posarme en el trono de su pecho, / ¡y recibir de mi querida Madre, / de sus labios, de amor el primer beso…!”

En todo caso, esta conciencia del ser-para-la-muerte, a diferencia de lo que ocurría con Salazar, en Lisieux toma forma en la relación entre el individuo y la sociedad, cuya raíz se encuentra en la familia, como muestra la fuerza expresiva del poema “Plegaria de la hija de un santo”, escrito en agosto de 1894 en recuerdo de la muerte de su padre, fallecido el 29 de julio de ese mismo año, al poco tiempo de que ella ingrese en el Carmelo. En este texto, tras dejar constancia de la certeza que siente de que su padre está en el cielo, pues se dirige a él en cada una de las estrofas, expresa su fe en el futuro reencuentro de todos los miembros de la familia, con el firme convencimiento de que así se superará la muerte (p. 787): “Recuerda cuando en Roma el Santo Padre / sobre tu frente descansó su mano. / No comprendiste entonces el misterio / del divo sello sobre ti estampado… / Mas ahora tus hijas te dirigen sus preces / ¡bendiciendo tus cruces y tu dolor amargo…! / Sobre tu frente egregia / en los cielos destellan / ¡¡¡nueve lirios en flor…!!!”

El siguiente colectivo con el que se siente identificada, naturalmente, es el de la orden religiosa en que profesa, como puede demostrar el “Canto de gratitud a la Virgen del Carmen”, que constituye una prueba de su necesidad de cohesionar socialmente a su comunidad, en tanto contribuye a construir una profunda identidad colectiva forjada en el canto común de las mujeres durante distintos momentos del ciclo litúrgico o durante celebraciones especiales (toma de hábitos, cumpleaños, onomásticas…): “¡Entonces, sin destierro y ya sin penas, / repetiré por siempre allá en el cielo / mi canto de alabanza y gratitud / a mi adorable Reina del Carmelo” (p. 784).

Finalmente, en nuestra carmelita francesa, la configuración de la conciencia de género que conlleva el ser femenino no puede desligarse de la pertenencia a una comunidad, si bien, quizá por cuestiones sociohistóricas, esta no se limita a la orden del Carmelo, como vimos en María de San José, sino que va más allá, pues abarca todo el país de Francia. Así puede deducirse de unos versos del “Cántico para obtener la canonización de la venerable Juana de Arco” escritos el 8 de mayo de 1894 (p. 777): “¡Oh, Dios de Sabaoth!, tu Iglesia entera / quisiera pronto honrar en los altares / a la joven guerrera, virgen, mártir, / cuyo nombre en el cielo dulce bate. / Para salvar a Francia pecadora, / no desea la Iglesia generales; / sólo Juana es capaz de tal proeza, / ¡un mártir vale más que capitanes!” La mujer ideal se presenta joven, luchadora, virgen, mártir y patriota. En su concepción del hecho histórico (y el motivo por el que defiende su canonización, naturalmente), Juana ha dado su vida por los demás (“un mártir”) y, por ello, tiene más valor que un número indeterminado de hombres (“capitanes”) que son, además, rechazados por la Iglesia (a cuyo seno ella misma pertenece), incluso aunque conforma un rango superior (“no desea la Iglesia generales”). Y, sin embargo, a Teresa le resulta agrio el hecho de que hayan pasado cuatro siglos entre las hazañas de Juana de Arco (1412-1431) y su no canonización3, puesto que se hace consciente, a nuestro juicio, de que es en el cuerpo, en su caso, el cuerpo femenino, donde se vive la experiencia de la exclusión, de la no-experiencia, de la dificultad de ocupar un espacio, el de la santidad, que le es constantemente vigilado, cuando no directamente vetado (López Pardina, 2015: 64-66): es probable que pensara que la Iglesia no habría esperado tanto tiempo a canonizar a un hombre que hubiera cometido las mismas heroicidades que Juana y que hubiera sido asesinado en circunstancias similares.

Desde esta perspectiva, dejando el patriotismo de lado, cabe esgrimir que lo que la carmelita quizá está defendiendo en este poema, como en el que exponemos a continuación titulado “Las sacristanas del Carmelo” (pp. 862-863), es la existencia de verdaderas mujeres que aspiran a ser consideradas en términos de igualdad con respecto a los hombres (“ya no hay hombre ni mujer, porque todos somos uno en Cristo Jesús”, Gál 3, 28), pues ella misma se denomina “guerrero”, “sacerdote”, “apóstol”, “doctor” y “mártir” (Navas, 1996: 294-296).4 En este sentido, se comprueba un afán similar al visto en María de San José por hacer equivaler el papel femenino de María al papel masculino de Jesús, con todos los problemas que ello conlleva para la teología oficial (Hollywood, 2004; Ferrús Antón, 2008; Ramón, 2010; Forcades i Vila, 2011): “Mas su divino amor nos ha elegido, / quiere ser nuestro Amigo y nuestro Esposo. / También somos nosotras hostias vivas / que quiere convertir en Sí, amoroso. / ¡Oh, sublime misión del sacerdote, / también en misión nuestra te conviertes! / Por el divino Maestro transformadas, / Jesús en nuestros pasos anda siempre” (p. 862).

A la vez, es posible que esté también destruyendo el tradicional dualismo cuerpo-alma, ya superado desde el cristianismo originario, donde la misma carne que une a Jesús con María es tan inherente a su identidad como la espiritualidad que une a Cristo con Dios (Beattie, 2004: 114), de manera que puede ser la imitatio Christi una de las premisas simbólico-religiosas del feminismo de la igualdad (Stamile, 2020) que configuren, precisamente, la mayor reivindicación feminista de la carmelita, en línea con lo mostrado por María de San José. Así, en el anterior poema, convierte en Jesús a las mujeres que velan por el símbolo de la hostia consagrada (“También somos nosotras hostias vivas”), símbolo histórico de Cristo que trasciende a su persona y se torna en clave de un futuro que se vive en comunidad (Pikaza, 1999: 219-221), pues no de otro modo cabe comprender el papel desempeñado por el sacerdote que, por legítimos poderes impartidos por el mismo Hijo de Dios, pasa a pertenecer a las mujeres (“sublime misión del sacerdote, / también en misión nuestra te conviertes”).

En resumen, en los poemas estudiados de santa Teresa del Niño Jesús cabe encontrar una visión del cuerpo incomprensible sin la esencia de la experiencia religiosa que lo atraviesa. El optimismo de la mujer, plasmado en constantes interjecciones y exclamaciones que muestran una desmesurada alegría por vivir, no puede entenderse sin apelar a su fe en Jesús y en la Virgen María. Esta profunda creencia constituye la esencia del yo interior de la religiosa que sabe no puede desligarse de un cronotopos específico que está condenado a desaparecer por el mismo paso del tiempo. Sin embargo, en ella no existe ningún pesimismo, sino tan solo un alborozado pálpito vital que se configura en el amor por los demás, primero por su propia familia biológica, después por su familia carmelitana y, finalmente, por su nación, sin perder nunca la conciencia de pertenecer a un género, el femenino, que merece mucho más de lo que (ya) en su época posee.


Reflexiones finales


Para intentar disminuir el sesgo masculino en la construcción sociohistórica del concepto de ser humano, como pretendemos en este trabajo, cabe sintetizar lo visto recurriendo nuevamente a los tres elementos que se reflejan en la obra literaria estudiada y que, sin duda, permiten arrojar algo de luz para aprehenderlo. Se trata ahora de poner el foco, antes de nada, en aquellos aspectos que ambas mujeres, María de San José Salazar y Teresa del Niño Jesús, tienen en común a la hora de referirse al concepto mismo de ser humano a pesar de la extraordinaria distancia espaciotemporal que las separa.

En primer lugar, de acuerdo con nuestras poetas, toda persona es un homo religiosus, no puede comprenderse su esencia vital sin recurrir al sentir de lo divino, a la búsqueda de la fe en un más allá que la ayude a comprender lo que en el más acá es incomprensible y, además, duele. Ninguna de las dos concibe una vida sin la religión (concretamente, la cristiana), lo que convierte este factor en la posible esencia y motivo de existencia del ser humano.

En segundo lugar, no se puede huir del cuerpo igual que tampoco se puede huir de las emociones: el yo es físico y espiritual a la vez, no hay un dualismo cuerpo-alma. El nivel afectivo de la persona conforma su vivir no solo por la relación directa con la experiencia mística que implica, sino también porque a través de la emoción se racionaliza cualquier otra experiencia y, a la larga, se permite a una misma comprender la esencia del yo interior en un proceso de introspección que la obliga a superar ciertas barreras solo superables, precisamente, por la religión.

Estos dos puntos, es decir, la importancia de la religión y la relación entre las emociones y el cuerpo, culminan, en tercer lugar, en la configuración sociocultural de la identidad de género, difícilmente comprensible sin atender a la identidad colectiva a la que se llega tras muchos años de reflexión sobre la función histórica del papel que se desempeña como ser-en-la-sociedad, puesto que es en la comunidad (sea familiar, sea conventual, sea nacional) donde tiene razón de ser tanto la religión, como la emoción, como la opresión/represión del propio cuerpo femenino.

No obstante, la riqueza de cada uno de los pensares y vivires religiosos de la obra poética estudiada de las dos mujeres elegidas remite también a unas diferencias entre ellas que se deben, probablemente, a las circunstancias de las sociedades en las que viven: María está constantemente preocupada por mantener el carisma teresiano, con miedo a que los hombres más avariciosos de la nueva orden quiten poder a las religiosas, mientras que Teresita, por el contrario, vive en una época en la que ese problema teóricamente se ha superado. De esta diferencia se puede deducir el interés de la primera por establecer las formas de vida carmelita o por dedicar unos versos al Monte Carmelo, como algo más aferrable, más práctico y realista que el idealismo que quizá aparece en las constantes alabanzas a la Virgen que compone la carmelita francesa.

En línea con esta interpretación se encuentra también la actitud ante la vida: en el ambiente contrarreformista de Salazar, en el que la vigilancia eclesiástica es atroz (pues están en juego, recuérdese, las fundaciones teresianas), la posible visión negativa del cuerpo se asume como un camino necesario para la salvación en lo que, en consecuencia, se torna en un ansia por fusionarse con lo innombrable. La visión claramente positiva del cuerpo en Teresita, sin embargo, permite recuperar el optimismo probablemente inicial de la religión cristiana, debido a la eliminación que de todo mundanal ruido habría hecho el movimiento ilustrado. En otras palabras, el Siglo de las Luces, que da lugar a la radical Revolución Francesa, conlleva posteriormente un siglo XIX en el que consta una clara ruptura con la religión en general y con el cristianismo en particular, lo que permite comprender que, para poder justificar de nuevo la fe, se deba recurrir a lo que hay de buena en ella, dejando así de lado cualquier atisbo de “inutilidad” realista. Los liberalismos decimonónicos dan pie, quizá, a una revisión del término “Dios” que permite, hasta cierto punto, una vivencia mística más pura, porque está menos atada a las normas de lo que estaba en el siglo XVI. Por este motivo, la cristiana del siglo XIX puede ser feliz en la alegría, como Lisieux, pues no es necesario ser feliz en el dolor, como Salazar.

Ambas escritoras comparten, sin embargo, la conciencia de la condición física que suponen sus respectivos cuerpos, convertidos en el principal instrumento para andar por el camino de la vida que es, naturalmente, un camino en busca de la perfección divina que solo culmina con la muerte. Al estilo heideggeriano, las dos dan por hecho el cambio como la esencia de su propio yo, pues no de otra forma pueden buscar un consuelo para lo que está por venir o para lo que, habiendo venido, las daña. En este maremágnum que es la vida, Jesús aparece en ellas como baluarte sobre el que apoyarse para continuar el camino, que muchas veces no entienden pero que, desde la razonable fe, asumen y continúan forjándose. Esta esperanza blochiana es, precisamente, la que las mantiene vivas en los momentos más difíciles en los que se dejan caer en las manos de la reconfortante idea de que, como la filosofía de la religión de la Escuela de Frankfurt, si ellas no pueden alcanzar lo pretendido, otras lo harán.

Naturalmente, ninguna de las dos deja de lado su condición de mujer a la hora de redactar su obra. Son perfectamente conscientes del espacio corporal y social que les corresponde, pero en lugar de quedarse en él deciden trascenderlo de la manera que mejor conocen. A través de la palabra poética, del agudo verso, de la síntesis de imágenes que toman forma en el lenguaje desarrollan un sistema de comprensión de lo divino que les sirve para encontrar la tan ansiada felicidad, sin abandonar, en ningún caso, lo puramente corpóreo. Desde esta perspectiva, ambas están criticando duramente (y probablemente sin saberlo) el dualismo cuerpo-alma: para ellas, como para su fundadora, Dios se plasma en toda realidad pagana, como sentencia en su famosa frase “También entre los pucheros anda el Señor” (Fundaciones, 5:8). La oposición cuerpo-alma, por tanto, es una reinterpretación patriarcal de una idea grecorromana efectuada desde una visión logofalocéntrica del cristianismo.

Y toda esta vivencia ocurre dentro de la comunidad carmelita. Por supuesto, ambas valoran el papel de la familia (probablemente, más Teresa que María, por las distintas circunstancias biográficas) y, naturalmente, el de la sociedad. Es la comunidad entendida como pura sororidad religiosa la que realmente está ahí para tenderles la mano cuando más lo necesitan, para compartir las experiencias de este mundo y del otro cuando suceden y, en definitiva, para dar sentido a los sufrimientos que vienen sin avisar.

Finalmente, cabe recordar que la antropología filosófica se hace quizá más importante que cualquier otra rama de la filosofía para contribuir a la construcción de un concepto de ser humano menos sesgado que el que se ha estado manejando durante siglos. No tener en cuenta este sesgo masculino a partir de ahora elimina la inocente posibilidad de que el varón haya construido el canon excluyendo a la mujer sin motivos sociopolíticos, porque esta es, seguramente, la clave por la que interesa mantener cierta esencialidad en la definición de la persona: no incluir en ella a media humanidad supone el riesgo de incluir en la actividad política solo a quien se considera que encaja perfectamente con el prototipo conceptual de lo humano. Las implicaciones de este problema antropológico que, como se ha señalado al inicio, es también ontológico, epistemológico y político, son las siguientes.

En primer lugar, si el poder es la capacidad de un ser humano para que otro haga su voluntad, el cuerpo es poderoso, pues limita nuestra acción a la vez que nos guía por ella. El dualismo mente-cuerpo, reinterpretado por el cristianismo logofalocéntrico como cuerpo-alma, se une, en realidad, en el adjetivo científico psicosomático que puede ser, a su vez, traducido al puro romance con el sustantivo cuerpalma, que toma forma de cuerpo sociocultural constreñido o liberado dependiendo de la explotación que hagamos nosotras mismas de él o, en su defecto (y contraindicación), de la explotación que dejemos que otros hagan {de/en} él. La cuerpalma no se puede distinguir del yo porque es el mismo yo construido {por/en/para/desde} el espacio sociocultural, también extraordinariamente poderoso por constituir la arena de actuación sociopolítica. En otras palabras, la cuerpalma no se puede dividir en dos (cuerpo-alma) igual que tampoco se puede extraer el cuerpo biológico del cuerpo social, pues todo ello conforma la conciencia del yo que resulta, entonces, irreductible, indivisible, átomo.

En segundo lugar, la autoconciencia nos invita constantemente a ser mejores, a permitir que el yo presente se pueda encontrar, en un futuro, con un yo cambiado, perfeccionado por el conjunto de las experiencias vividas, por la constante búsqueda de la justicia social, pero, a la vez, sin perder la esperanza del reencuentro en otro lugar con aquellos cuyos problemas no pudieron perfeccionarse, para arreglar lo que quedó sin arreglar o decir lo que se deseaba decir y nunca se dijo. Esta visión esperanzadora de la vida no ha de tomarse como algo etéreo y, por ello, fácilmente modificable, sino como una firme creencia que no puede desligarse de su práctica, es decir, como una expectativa de futuro hacia la cual camina toda praxis ética y política.

Finalmente, nadie está libre de la sociedad en que vive, a la que de una forma u otra se encuentra siempre atado. Convertir esas ataduras en unos atractivos lazos o en unas coercitivas cadenas forma parte del día a día, de la manera en que cada persona lleva la interrelación entre su cuerpalma y la presión sociocultural a la que puede verse sometida (recuérdese el habitus bourdieano, estructura estructurante convertida en estructura estructurada). Lo importante es, en fin, seguir configurando el zoon politikon desde un feminismo que dé voz a todas aquellas mujeres que, dentro de sus respectivos contextos socioculturales, se valen de la fe cristiana para convertir sus cadenas en lazos y, con ello, conseguir una existencia (algo) más llevadera.


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1 “Hablando de cómo gobernar a las mujeres, decía la madre María de San José que hay cosas que los hombres no saben por experiencia y que tampoco aprenden por ciencia; por eso hay circunstancias en que ellas son más hábiles para gobernarse a sí mismas” (Moriones, 2021: 51).

2 Para quien esté interesado en conocer el conflicto histórico entre el Carmelo Descalzo y el Carmelo Calzado, puede consultar la completa (y clásica) obra de Smet (1990).

3 Teresita no llegó a conocer el proceso de canonización de Juana de Arco, que tuvo lugar en 1920, antes de que ella misma fuese beatificada y más de veinte años después de que falleciera.

4 Lo hace en la carta que escribe a María del Sagrado Corazón datada el 8 de septiembre de 1896: “siento en mí otras vocaciones: siento en mí la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir” (p. 302 de la edición utilizada).