Itinerantes. Revista de Historia y Religión 16 (ene-jun 2022) 8-30

On line ISSN 2525-2178

https://doi.org/10.53439/revitin.2022.1.02





Peregrinos de la Revolución. Relatos de católicos argentinos en la Cuba de los años sesenta1


Pilgrims of the Revolution. Stories of Argentine Catholics in the Cuba of the sixties


José Zanca

Investigaciones Socio-históricas regionales (ISHiR)

CONICET

zanca@ishir-conicet-gov.ar


Resumen


El objeto de este artículo es analizar cómo se vertebró el discurso de la izquierda cristiana en Argentina a partir de las lecturas de la Revolución Cubana. En particular, aspira a interpretar cuál fue el papel de esas representaciones a la hora de elaborar un proyecto de socialismo latinoamericano. Para ello, recoge los testimonios de distintos connotados católicos – sacerdotes y laicos – que viajaron a la isla a lo largo de la década de 1960. Como ha señalado Carlos Altamirano, la experiencia caribeña dotó de un horizonte revolucionario a grupos que, hasta ese momento, tenían un carácter marcadamente reformista. Como un polo magnético, la isla atrajo a intelectuales, escritores y políticos de distintas orientaciones. Cuba se convirtió para los revolucionarios de América Latina en un faro al que no sólo hicieron innumerables referencias, sino que también buscaron conocer en persona. Un segmento de los cristianos progresistas incorporó a través de la traducción y la reelaboración, categorías propias de la tradición marxista. Muchos de ellos viajaron a Cuba, dejando ricos testimonios de su paso por la capital de la revolución latinoamericana. Esos relatos expresan el intento de congeniar una versión humanista del marxismo con el personalismo radicalizado de la izquierda cristiana, así como el rechazo de la versión soviética del socialismo.


Palabras clave: Izquierda cristiana, progresismo católico, revolución cubana, Argentina, viajeros


Abstract


The purpose of this article is to analyze how the discourse of the Christian left in Argentina was structured from the readings of the Cuban Revolution. In particular, it aspires to interpret what was the role of these representations when elaborating a project of Latin American socialism. To this end, it collects the testimonies of different renowned Catholics – priests and lay people – who traveled to the island throughout the 1960s. As Carlos Altamirano has pointed out, the Caribbean experience gave a revolutionary horizon to groups that, until that moment, had a markedly reformist character. As a magnetic pole, the island attracted intellectuals, writers and politicians of different orientations. Cuba became for the revolutionaries of Latin America a beacon to which they not only made innumerable references, but also sought to meet in person. A segment of progressive Christians incorporated, through translation and reworking, categories typical of the Marxist tradition. Many of them traveled to Cuba, leaving rich testimonies of their time in the capital of the Latin American revolution. These accounts express the attempt to reconcile a humanist version of Marxism with the radicalized personalism of the Christian left, as well as the rejection of the Soviet version of socialism.


Keywords: christian left, catholic progressivism, cuban revolution, Argentina, travelers




Fecha de envío: 30 de noviembre de 2021

Fecha de aceptación: 28 de mayo de 2022









"Odio los viajes y los exploradores". Con esa declaración iniciaba Claude Levi Strauss su célebre Tristes trópicos. Anticipaba que aquello que iba a narrar – su experiencia en el Brasil de los años treinta -, poco tenía que ver con su profesión de etnógrafo. "¿Hay que narrar minuciosamente tantos detalles insípidos, tantos acontecimientos insignificantes?". No, la narrativa no era más que la parte negativa, el debe de la antropología, de la ciencia que buscaba construir un lenguaje que eludiera la contingencia de la historia. Al menos, como la concebía el erudito francés. Por el contrario, para la historia de las ideas y los intelectuales, el viaje se ha convertido en una fuente inagotable de información sobre sus protagonistas, sobre el medio que los recibía, sobre las reacciones que generaban las visitas de figuras preponderantes de las ciencias, la literatura o la filosofía. A pesar de la revolución de las comunicaciones de la segunda posguerra – o tal vez gracias a ella – la crónica de viaje adoptó una nueva dimensión en el marco de los procesos de mundialización y pluralización de la cultura de los años de 1960. En el Tercer Mundo se operaron revoluciones en sitios que, hasta hacía poco tiempo, apenas fungían como el decorado de la historia moderna – que transcurría en un número relativamente limitado de ciudades de Europa, y tal vez algunas de los Estados Unidos – despertando interés por procesos políticos tan disimiles como los de China, Vietnam, África o Cuba. En ese marco, la radicalización de los católicos latinoamericanos operó como un catalizador del cambio de perspectiva con relación a la Revolución Cubana.2 El presente artículo explora las crónicas de diversas figuras del catolicismo – laicos y sacerdotes – que viajaron a la isla a lo largo de la década de 1960 y dejaron testimonio de su experiencia, auscultando su representación de la revolución, del lugar que ocupaba en ella la religión y del futuro del socialismo en América Latina. Si bien las crónicas de viajeros a países socialistas constituyen todo un subgénero historiográfico, la literatura no se ha detenido en las visitas de actores religiosos, ni en el significado que esas visitas y sus crónicas generó en el catolicismo argentino. Tal indagación se vuelve relevante en tanto la isla se convirtió en la capital de la revolución latinoamericana, en un contexto de crisis de liderazgo de la URSS. Ésta abrió una brecha, en la que el debate entre distintos modelos de “socialismo” vislumbró para los católicos de izquierda incorporarse a un torrente de transformación mundial basado en las fuerzas recién reveladas del Tercer Mundo.




Latinoamérica en el imaginario de los intelectuales católicos


Es difícil encontrar referencias a América Latina en la prensa católica argentina de los años cincuenta. Se trata más de una designación europea – un área emergente en la segunda posguerra – o norteamericana, que poco identificaba a los actores con una geografía especifica. La primera reunión de la Conferencia Episcopal latinoamericana de 1955 no tuvo eco en la prensa católica porteña. Es cierto que la iglesia católica argentina atravesaba, en esos meses, la explosión final de su crisis con el gobierno peronista. Sin embargo, resulta llamativa la pobre cobertura que recibió el encuentro en las revistas Criterio y Estudios. El diario El Pueblo, que podría haber sido una vidriera para la exposición gráfica de la reunión, había dejado de salir a fines de 1954, debido a los conflictos con el gobierno justicialista.

Los intelectuales católicos reconocían a Latinoamérica a través del lente europeo.3 Esa mirada– a la que era muy sensible la cultura católica de los años cincuenta – tenía dos vertientes: por un lado, Latinoamérica era un espacio en el que podía desplegarse el desarrollo. El crecimiento económico, el desarrollismo en su primera versión, era el programa para la región. Por otro lado, se trataba de un área en donde la fe se tambaleaba y estaba contaminada con formas locales de religiosidad, en muchos casos incompatibles con el dogma, pero en especial, con la posibilidad de que el catolicismo fuera una vía para ayudar al desarrollo económico. América latina era un continente por descubrir. En 1958 la revista Esprit publicó un dossier sobre el tema en el que el exiliado español – e historiador – Manuel Tuñón de Lara describía esa exploración como "un camino en el que la sorpresa nos espera en cada giro", una incursión "en el reino de la aventura". Era necesario tomar de nuevo las carabelas y como Rodrigo de Triana, gritar "¡Tierra!".4 En el mismo número, el presbítero argentino Luis Capriotti – que había estado a cargo de la revista Criterio, hasta su exilio forzoso en 1954 – desagregaba los problemas del catolicismo latinoamericano en tres grandes aspectos: la secular falta de clero; la oposición entre la "fe real" de pueblo – es decir, su "ignorancia religiosa" – y la revelación evangélica; y finalmente la acción disolvente de las transformaciones sociales, así como la presión del protestantismo norteamericano, las sectas y el "sincretismo" religioso. La esperanza de Capriotti se centraba en una "nueva evangelización" que se ocupara de los pobres y los marginados, que atendiera más a la sociedad que a la política, y que necesariamente suponía formar una nueva generación de sacerdotes y laicos. Esperaba que el "renovado interés europeo" por América latina se convirtiera en una ayuda concreta, y en ese sentido celebraba la creación del Collegium Pro América Latina en Lovaina en 1954.5

Todavía en las vísperas del Concilio Vaticano II América Latina seguía siendo una incógnita para los intelectuales católicos europeos, aunque la Revolución Cubana la había puesto en el centro de la escena. Era "la hora de Fidel Castro", "América Latina quiere superar la era del colonialismo, de las feudalidades económicas y sociales y entrar en el mundo del siglo XX, lo que significa desarrollo económico y libertad política" sostenía una nota de Informations catholiques internationales de septiembre de 1962. Todas las condiciones sociales permitían pensar que el continente sería, de seguir en el camino del subdesarrollo, una fácil presa para el comunismo. En especial, gracias a la debilidad del cristianismo y la fe "pueril e infantil" trasmitida a través de una cultura rural, cerrada sobre sí misma. Se trataba de un catolicismo "muy superficial" que no sobreviviría al efecto arrollador del avance de la sociedad de la comunicación. En Argentina, un país de inmigración italiana y española, se vivía un catolicismo volcado a los ritos y a las procesiones, poco orientado a una formación adulta del laicado. Para eso era necesario que el catolicismo latinoamericano abandonara su perfil clerical y autoritario. En conclusión, la mirada sobre el catolicismo latinoamericano no podía ser más pesimista. No trataba de salir de su atraso, carecía de una tradición de pensamiento y se negaba a desarrollarla. Las pocas revistas de teología que existían estaban ocupadas por "pseudoteólogos" que se encargaban de criticar todas las "novedades" recibidas de Europa:


Es en América Latina donde hombres como Jacques Maritain, el P. Chenu, el P. Congar, Teilhard de Chardin tiene sus peores enemigos. Pero estos enemigos son estériles, y se afirman no por su propio pensamiento sino criticando el pensamiento de los otros. América Latina, es necesario comprobarlo, no ha producido hasta ahora verdaderos teólogos ni verdaderos filósofos. 6


El desarrollo aparecía como el antídoto frente a estos males. Era la vía para construir una sociedad que se liberara de las injusticias del liberalismo y al mismo tiempo previniera los peligros del comunismo. Desde fines de los años cuarenta, la avanzada de la Unión Soviética en Europa oriental fue seguida en forma sistemática por parte de la intelectualidad católica argentina. Los jóvenes universitarios, afiliados al humanismo cristiano, se veían a sí mismos como una alternativa entre el viejo liberalismo de la Reforma Universitaria y el peligroso comunismo que acechaba, en especial, luego de la caída del peronismo en 1955, cuando las casas de altos estudios recuperaron su autonomía. Pero el discurso desarrollista entre los católicos de una incipiente izquierda, en muchos casos se deslizaba en forma peligrosa hacia la crítica social. La línea marcada por Pio XII – con la condena de 1949 – intentaba frenar la colaboración entre católicos y comunistas, que había nacido en la resistencia al fascismo y en las tareas partisanas en Italia y Francia, donde unos y otros se habían encontrado para enfrentar al enemigo común (Saresella, 2020). El comunismo ejerció un atractivo singular entre los católicos de la posguerra. Si bien desde fines de los treinta había existido en Francia, por parte del PC, una política “de mano tendida” hacía los católicos, eran ahora estos últimos los que se acercaban al marxismo (Arnal, 1984; Löwy,1993; d’Almeida, Berkowitz, y Cépède, 1994; Löwy, 1999; Löwy, 2009; Horn, 2015a; Horn, 2015b; Raison du Cleuziou, 2017; Löwy, 2018)

La Revolución Cubana hizo irrumpir lo latinoamericano y puso en tensión la relación entre desarrollo y autonomía. Planteó la pregunta sobre hasta qué punto serían viables las políticas desarrollistas que no atendieran a la situación política en la que se encontraban los países del continente. En Argentina, la Revolución cambió las expectativas de la izquierda y el campo progresista, y levantó las alarmas de los grupos más conservadores.7 Si bien la prensa católica recibió con alegría la caída de Fulgencio Batista – a quien se asociaba a los tradicionales dictadores latinoamericanos, como Juan D. Perón – la radicalización política de la isla y las tensiones con la iglesia transformaron esa mirada. Desde sus inicios, la revolución tuvo un contacto estrecho con Argentina – comenzando con el protagonismo de Ernesto Che Guevara – y captó la atención de toda una generación de intelectuales que se trasladaron a la isla a conocer y a participar en el experimento revolucionario.


Viajeros, turistas y peregrinos


Las visitas y los viajeros ocupan un lugar destacado en la historia cultural. Desde el mismo momento en que se consolidó la figura del intelectual moderno, su palabra recorriendo el espacio se convirtió en sinónimo de juicio e iluminación. El viajero intelectual era portador de un mensaje y de una misión. Al mismo tiempo, la literatura ha explorado con detalle los efectos contiguos de las visitas: las repercusiones locales, la reacción de la prensa, la materialidad de la difusión de sus obras y sus ideas. Los intelectuales católicos poco se diferenciaron del resto de la intelectualidad (Bruno, 2014). Recurrieron a similares medios de legitimación y difusión, y explotaron la visita como un artefacto polisémico, pero que en buena medida buscaba celebrarlos como comunidad. La consolidación de un campo intelectual católico en Argentina fue indisociable de los visitantes que vinieron a reconocerlo y legitimarlo. Al menos desde la década de 1920, distintos conferencistas – laicos y sacerdotes – arribaron a Buenos Aires y otras ciudades del interior del país en los que fueron recibidos por un público ávido por conocerlos. En muchos casos, los viajeros dejaron testimonio de sus visitas, como las célebres notas del padre Alfred Baudrillart en la Revue des deux mondes en 1923 o la correspondencia de Jacques Maritain luego de su polémica visita al Río de la Plata en 1936 (Journet y Maritain, 1996).8

Los católicos argentinos realizaron distintas giras por el mundo, a través de las cuales trasmitieron sus impresiones "de primera mano" a su público. El testimonio – un concepto tan caro a la cultura católica – de aquel que efectivamente había estado allí, le sumaba legitimidad al discurso legislativo de los intelectuales. Gustavo Franceschi realizó periódicas giras por Europa, y en sus crónicas trasmitió su parecer sobre fenómenos políticos emergentes como el nazismo y el fascismo – cuando visitó Italia y Alemania en los años de 1930 – y luego, en la segunda posguerra, desplegando la imagen del viejo continente en el que se oponían dos fuerzas igualmente poderosas: el comunismo, cuya arrolladora dinámica parecía imparable, y un catolicismo social y político audaz, que no temía cuestionar el statu quo económico, ocupaba la calle y se identificaba con los trabajadores.9 Otro viajero, el jesuita de origen español Ismael Quiles, también visitó Europa en la posguerra. Menos preocupado por la cuestión social, lo que se preguntaba era si un régimen democrático debía aceptar que partidos antidemocráticos participaran de su sistema electoral. En definitiva, sostenía, en los países socialistas no existía el pluralismo. ¿Por qué debían aceptarlo aquellos que estaban "de este lado" de la cortina de acero?" (Quiles, 1956).

Los viajes – y la experiencia de los viajeros – a los países socialistas tuvieron un carácter distinto. La literatura ha debatido si se trata, efectivamente, de un "viaje" en el cual el intelectual, – como epítome del sujeto autónomo moderno – elige qué ver, observa, juzga y, finalmente, elabora su veredicto. En el caso de los países comunistas el itinerario estaba predeterminado, y la libertad de movimiento, muy acotada. Por supuesto, los viajes que describíamos más arriba de aquellos intelectuales que llegaron a la Argentina durante la primera mitad del siglo XX, también se inscribieron en esquemas que establecieron sus anfitriones. Pero el margen de imprevisibilidad respecto de los efectos de esas visitas – como aquella de Jacques Maritain en 1936 – era mucho más amplio. Las críticas de Gide al régimen socialista en su Regreso de la URSS son un claro ejemplo de este tipo de crisis entre lo que se espera que el intelectual refleje y el "escándalo" en el cambio del guion (Gide, 1936). Tal vez más importante sea el cambio en la relación propuesta entre el intelectual y su público en los viajes al mundo socialista. El objetivo ya no es iluminar con la luz de su saber a seguidores ávidos de conocer a quienes han sido consumidos, previamente, a través de la palabra escrita. Ese contacto personal que parece cerrar la brecha de los sentidos. De lo que se trata en el caso de los viajes al oriente político es aprender las proezas de pueblos que se han liberado del imperialismo del dinero, que han tomado la decisión de construir sociedades nuevas y han tenido el valor de iniciar el viaje hacia el futuro. La función del intelectual es entonces iluminarse de ese fuego y trasmitir luego, al publico de su patria, la experiencia de la revolución Desmintiendo, en muchos casos, la imagen que había construido la prensa burguesa (Hollander, 1990; Hourmant, 2000; Saitta, 2007; Hernández, 2011; García, 2015; Fornet, 2019; Medina, 2020).

Por supuesto, los distintos gobiernos norteamericanos fueron sensibles a la hostilidad Latinoamericana y desplegaron sus propias políticas de turismo ideológico. Por solo mencionar a el caso del catolicismo argentino, durante la Segunda Guerra la administración del presidente Roosevelt invitó a Monseñor Miguel de Andrea a participar de la reunión de la National Catholic Welfare Conference, intentando atraer al catolicismo argentino, que parecía demasiado próximo en sus simpatías con el Eje (Lida, 2013). En los años cincuenta y sesenta, las Eisenhower Fellowships le permitieron a varios prominentes intelectuales católicos – como Carlos Floria y José Luis de Imaz – recorrer los Estados Unidos en un intento por reconciliarse con su cultura.

Para los católicos argentinos, la Revolución Cubana aparecía como un proceso distinto – y más candente – que la caída en dominó de países de Europa y Asia. Un suceso que se había introducido en el día a día del debate político, en particular, en el ámbito universitario. El temor frente al comunismo movilizó a la máxima conducción de la Iglesia argentina en 1960. El antídoto frente al peligro rojo parecía tener dos vertientes: por un lado, el reforzamiento de la evangelización – entendida en los términos más tradicionales – a través de la Gran Misión de Buenos, y por el otro la realización del Primer Congreso Mariano internacional, en el que se dieron cita diversos sectores ideológicos del catolicismo, convocados bajo el lema “El marxismo como antítesis del concepto cristiano de Dios, del hombre y de la comunidad”. En el marco de una iniciativa que aparecía como anacrónica a la vista de los mismos católicos, el Congreso integró en sus sesiones a generaciones diversas de intelectuales confesionales, laicos y sacerdotes. Por un lado, miembros de la generación de la década de 1920, los fundadores de Criterio y los Cursos de Cultura Católica, tomistas y miembros de las vanguardias como Manuel Ordoñez, Francisco Valsechi, Atilio Dell’Oro Maini, Carlos Mendioroz, Juan Ballester Peña. Por el otro, jóvenes que habían recibido el impacto de las ciencias sociales y la Nouvelle Théologie, como Mariano Grondona, Emilio Mignone; los jesuitas Joaquín Aduriz, Antonio Donini, Alberto Sily, y el joven teólogo Eduardo Pironio. La Gran Misión y el Congreso mariano marcaron la última escena de un modelo de intervención pública que ya mostraba signos de agotamiento, y un nivel de unidad interna en el catolicismo que sería difícil de reproducir en la etapa postconciliar. En su discurso de apertura, el arzobispo de Buenos Aires Antonio Caggiano habló del comunismo como un “peligro inminente”, de una doctrina cuyo fundamento era “la negación de Dios”. Simulando una autocrítica, señaló que los cristianos “no habían estado a la altura de los acontecimientos” y les había faltado “unidad”. El comunismo era una mentira que sólo estaba siendo contenida por las fuerzas de la represión, la fuerza organizada, pero que debía derrotarse en un combate espiritual: un enfrentamiento entre el bien y el mal en donde “los neutrales serán absorbidos o sucumbirán. Es inevitable”.10

A medida que las relaciones entre el gobierno revolucionario cubano y la iglesia se fueron deteriorando, la temática del comunismo se convirtió en un aspecto candente en la mirada de los católicos argentinos (CEHILA, 1983; Betto, 1986; Crahan, 1989; Domínguez, 1989; Kirk, 1989; Alonso Tejada, 2002; Super, 2003; Holbrook, 2010; Uría, 2011; Ramos, 2016; Pérez Valencia, 2018; Segrelles Álvarez, 2018; Schkolnik, 2012; Zanatta, 2020). La tradicional desconfianza respecto de las prácticas de los comunistas – luego de las experiencias de Europa oriental – parecían confirmarse en el caso caribeño. Sin embargo, el Concilio Vaticano II, la crisis de los misiles de fines de 1962 y el pontificado de Juan XXIII – en especial con la encíclica Pacem in Terris – vino a abrir la posibilidad del diálogo entre católicos y marxistas. En algunos casos ese diálogo se ha referido a los eventos en los que se encontraron y debatieron figuras de ambos lados de la brecha. Una lectura más amplia, permite pensar ese diálogo como un proceso de más larga duración, iniciado en la segunda posguerra con las lecturas de destacados intelectuales católicos sobre Marx y que se continuó a lo largo de la década de 1960 y 1970 en distintos formatos e interlocuciones. Es en esta segunda definición en la que el viaje a Cuba cobra un especial sentido, como parte de una corriente de intercambio y, en especial, del proceso de construcción de un horizonte socialista con rasgos locales, de carácter identitario, que se proyectaría en el catolicismo de izquierda de la década de 1970.11




La Nueva Jerusalén


En El camarada Don Camilo, Giovannino Guareschi imagina que el cura de Brescello, quiere ver con sus propios ojos cómo es la vida en la URSS. Por eso acompaña a sus rival y amigo, el alcalde Peppone en un viaje al que debe ingresar disfrazado, para que se habilite su visita – en un mundo imaginario en el que la fe es el principal enemigo del materialismo – y poder observar la realidad sin ser engañado. Las crónicas de viajeros argentinos, simpatizantes de izquierda o directamente afiliados al partido comunista son abundantes y han dado lugar a una interesante literatura y reflexión sobre el viaje como experiencia en la cultura contestataria (Saitta, 2007). No abundan, sin embargo, los registros de viajeros católicos argentinos a la URSS antes de la Segunda Guerra.12 Una excepción de relevancia la constituye el extenso periplo de Augusto Durelli, una figura del antifascismo católico nacido en 1910, en el seno de una acomodada familia porteña. Durelli fue alumno del prestigioso Colegio Champagnat y cursó sus estudios de Ingeniería en la Universidad de Buenos Aires. En esos años comenzó a interesarse por la política universitaria y se convirtió en presidente del Centro de Estudiantes de Ingeniería. A diferencia de buena parte de la intelectualidad católica, vivió con particular desazón el interregno de José F. Uriburu, durante el cual, según sus palabras, la universidad había sido vejada “...por medidas de un gobierno dictatorial y de autoridades serviles a ese gobierno”.13 En 1933 puso proa a Europa, en donde cursó un doctorado en Ingeniería en la Sorbona y un posgrado en Ciencias Sociales en la Universidad Católica de Paris. Allí tomó cursos con el filósofo Jacques Maritain, y se empapó de su obra, así como de las ideas del personalismo de Emmanuel Mounier. Se convirtió en un voraz lector de la producción intelectual del progresismo católico francés, encarnado en las revistas Esprit, La Vie Intellectuelle y Sept. Durante sus años en el viejo continente pudo recorrer Italia, Alemania y en 1935 visitó distintas ciudades de la Unión Soviética. Su mirada sobre la experiencia soviética –luego de su gira de 1935– era muy benévola en comparación a las condenas y temores de sus correligionarios porteños. Durelli no dejaba de alabar muchos de los logros materiales de la Rusia comunista y, más allá de las críticas que desplegará a lo largo del trabajo, reconocía que no se podría comprender jamás nada de la URSS si no se llegaba a ella “…con la sensación de que en Occidente hay algo que no marcha, y con un mínimo de simpatía, sino con el régimen mismo, al menos por quienes realizan un gigantesco esfuerzo por encontrar ‘otra cosa’” (Durelli, 1936:5).

Durelli asumía que el comunismo era una de las versiones más elaboradas de misticismo contemporáneo, de carácter completo, absoluto, que exigía todo de los que lo seguían, que recibía sacrificios y que engendraba entusiasmos. Era un misticismo nuevo y pujante que venía a reemplazar al semidormido misticismo de la iglesia ortodoxa. Para poder comprender el “fenómeno” comunista era indispensable darse cuenta de que se trataba de una verdadera religión. “Es un totalitarismo tan absorbente y tan absoluto” sostenía, “…que tiene para los hombres que lo siguen el lugar de Dios […]. Para el comunista el sacrificio no tiene otro sentido que la redención humana por el mesianismo proletario. Nuestro estado, nuestro Partido, nuestra Clase lo exige. Esa es la Ley” (Durelli, 1936: 25-26). Durelli se asombraba una y otra vez del orden y la disciplina de la sociedad soviética, condición necesaria e indispensable para la construcción de un mundo nuevo.14 En ningún caso dudaba del carácter totalitario del régimen, con grandes deficiencias, que incluso en términos económicos –y más allá de la propaganda oficial– estaba lejos de soñar con alcanzar a las potencias industriales de su época. Pero Durelli exigía que la URSS fuera ponderada con relación a su pasado de atraso, su punto de partida en una de las regiones más vetustas y periféricas de Europa. Con audacia, el visitante sostenía que entre otras condiciones para el despegue de la URSS debía subrayarse el haber relativizado la propiedad privada (Durelli, 1936: 20-21). Si Durelli se negaba a rechazar los logros de la URSS “en block”, rescatando los aspectos positivos y aquellos cambios introducidos en los años posteriores a la Revolución, lo hacía porque le permitía reivindicar la eficiencia del misticismo como un medio para normatizar vigorosamente la vida de los ciudadanos. Encuentra una respuesta que ya conoce: lo que moviliza a los hombres y las mujeres es la fe, la religión. No hay otra forma de generar obediencia a la norma si no es en nombre de una verdad absoluta. Y por ese mismo motivo –por “huir” de la verdad– el liberalismo fracasaba en el resto del planeta.

Los viajeros católicos a Cuba son mucho más abundantes, pero no todos dejaron las impresiones de sus visitas. Entre fines de los sesenta y principios de los setenta las visitas se multiplican gracias a la apertura que dispuso el nuncio Cesare Zacchi, quien invitó a muchos argentinos a visitar la isla. De este periodo datan las visitas de Carlos Mugica, Eduardo Pironio, Antonio Quarracino y Aldo Büntig.15 Antes de tener un plafón institucional, los primeros viajeros a la Cuba socialista iban movilizados por su alineación a la izquierda cristiana. Tal es el caso del dirigente sindical socialcristiano Emilio Máspero, que visitó Cuba 1959, como parte de su misión como representante del sindicalismo latinoamericano.

A fines de 1963 viajaron al caribe Oscar Tiseyra y Héctor Ferreiros. Tiseyra había comenzado su militancia en la universidad, adscripto a la Liga de Estudiantes Humanistas. Ya como psiquiatra, pasó a militar en el Partido Demócrata Cristiano, en la línea dirigida por Horacio Sueldo. Héctor Ferreiros llevaba, al momento de su viaje a Cuba, sólo cuatro años de ordenado y ejercía de teniente cura en la Parroquia de Sagrada Eucaristía de Buenos Aires. Había demostrado un temprano interés por el periodismo, escribiendo en la revista Estudios, de los jesuitas, y continuaría en radio y televisión hasta su último empleo, luego de que abandonara su estado clerical, en la Agencia Oficial Telam. El viaje de Tiseyra y Ferreiros fue producto de la convocatoria de la Comisión Nacional de Solidaridad con la Revolución Cubana, que invitó a una delegación argentina a visitar la isla con motivo del quinto aniversario de la toma del poder, junto a otros dirigentes políticos de distintos partidos.16

La visita Cuba le había demostrado a Tiseyra el carácter ineluctable que había adquirido la historia de América Latina. La Revolución latinoamericana ya era indetenible, aun cuando lo que quedaba por decir era el signo que adoptaría. Esa perspectiva – que podía compartir con el marxismo y con el desarrollismo – lo obligaba a volver constantemente su mirada hacia Argentina, en donde trasladaba las preguntas – y las respuestas – que leía en la isla.

Lo que había encontrado Tiseyra en Cuba era lo mismo que había asombrado a Durelli al viajar a la URSS: en una sociedad que había laicizado su estado a un punto que iba más allá que el resto de los países de Occidente, la mística que movilizaba a sus mujeres y hombres parecía dotar al pueblo de una nueva fe. La iglesia, por su parte, tenía escaso predicamento social. Una influencia puramente urbana que solo penetraba en las clases campesinas a través del sincretismo religioso. "Más superstición que auténtica religiosidad". La revolución, en términos religiosos, parecía un medio para independizarse del clero español, "tan poco apto, por su idiosincrasia, para comprender los anhelos democráticos y radicales, de nuevo cuño" (Tiseyra 1964: 167). La ausencia de poder por parte de la iglesia no era contradictoria con la vitalidad y la euforia del pueblo cubano frente al peligro de agresión externa. "Viven una mística", afirmaba Tiseyra "que lamentablemente los occidentales no tienen o, cuando existe, la asesinan en las calles de Dallas". (Tiseyra 1964: 175-176)

Finalmente, Tiseyra negaba que la Revolución Cubana, más allá de las declaraciones de Fidel, tuviera un verdadero carácter soviético. El comunismo caribeño tenía un signo muy singular, diferente del europeo – y como veremos en otros viajeros católicos – su carácter anticlerical estaba muy apagado. Sin embargo, el modelo cubano no lo convencía. Se trataba, en definitiva, de una dictadura totalitaria que no parecía ser solo una fase transitoria. La actividad económica estaba centralizada, sin que hubiera una real participación de los trabajadores. Lo mismo podía decirse del control sobre la educación, la prensa, el arte y la literatura. Su vigilancia era absoluta por parte del estado y estaba orientada "por criterios partidarios".

Más allá de estas consideraciones sobre el carácter del marxismo en la isla, Tiseyra enmarcaba su discurso de 1964 en una versión radicalizada del socialcristianismo. Para eludir el comunismo, con sus consecuencias expropiatorias y totalitarias, la solución era innovar en una versión extrema del comunitarismo. Había que imitar el ejemplo cubano, sin caer en los errores del comunismo soviético. Era necesario transformar las estructuras burguesas de la democracia cristiana y convertir el partido en una organización revolucionaria. Y capacitarse técnicamente para desarrollar el modelo comunitario que pudiera sustituir al capitalismo. Pero, sin duda y al igual que Cuba, la orientación revolucionaria de la Democracia Cristiana llevaría a romper las ataduras con el imperialismo con lo cual cabía preguntarse cuál sería la posición que adoptaría la democracia cristiana europea. ¿Su carácter burgués no obligaría a los socialcristianos latinoamericanos a aceptar forzosamente una ayuda rusa? "¿…con el peligro que ello significaría para nuestro sentir y vivir cristianos?" (Tiseyra, 1964: 182). En fin, seguramente la ayuda soviética fuera relevante para el triunfo de la revolución ¿pero qué cambio en América Latina no requeriría, si fuera efectivamente antiimperialista, de la ayuda de los países desarrollados?

El viaje de Tiseyra y Ferreiros no pasó desapercibido en la prensa masiva porteña, que en marzo de 1964 dio cuenta del viaje del sacerdote y el militante demócrata cristiano. Ferreiros declaraba que "Cuba no sólo es comunismo. Es muchas cosas, pero sobre todo Castro. La población, en gran parte, es solidaria con él, se siente agredida". Tiseyra enmarcaba su viaje en un acto de solidaridad frente al ataque norteamericano: "las diferencias la plantearemos en el futuro". Su viaje, en ese sentido, era un “deber”, dado que como dirigente político estaba "obligado a conocer la realidad."17

La mirada de la prensa católica fue menos condescendiente. Carlos Floria reseño el libro de Tiseyra para Criterio, señalando que se trataba de un relato elaborado con soltura periodística y sin prejuicios anticastristas de todo aquello que lo impresionó, tratando de no emitir juicios de valor. Sin embargo, del relato a veces emanaba cierta "ingenuidad no desmentida" mostrándose demasiado impresionado por la "movilización entusiasmada que los líderes revolucionarios han logrado en el pueblo cubano". Tiseyra mostraba, sin proponérselo, a donde podía llevar el marxismo a la latinoamericana: a un totalitarismo simplificador. El problema, desde la perspectiva de Floria, era que al castrismo le sobraba mística y carisma, pero que el viajero había sido incapaz de percibir la falta "de capacidad técnica de los revolucionarios para gobernar. 18

Tres años después del viaje de Tiseyra y Ferreiros, Leopoldo Marechal y Dalmiro Sáenz peregrinaron a la isla como parte del jurado del premio Casa de las Américas de 1966. En tan breve lapso, la situación latinoamericana cambió en forma radical. Por un lado, Cuba se convirtió definitivamente en la capital de la cultura revolucionaria, y en el hogar de los intelectuales del mundo. Epicentro de reuniones y encuentros, el boom literario potenció su capacidad de funcionar como un faro de los posicionamientos políticos de la familia intelectual latinoamericana, como la ha descripto Claudia Gilman (Gilman, 2003). Por el otro, en 1965 concluyó el Concilio Vaticano y se potenció un clima posibilista que se extendió al menos hasta el inicio de la década siguiente, en el que la estructura de poder eclesiástico pareció flexibilizarse, al punto que ningún cambio pareció excluido de su proyección futura.

Marechal y Sáenz eran dos escritores consagrados que representaban dos curiosos extremos del catolicismo argentino. Por un lado, el autor de Adán Buenosayres había nacido con el siglo XX, y había sido compañero de ruta de los católicos nacionalistas de la década de 1930, y en los años cuarenta había adherido fervorosamente al peronismo, lo cual lo había excluido del olimpo de la literatura argentina que, hasta los años cincuenta, se circunscribía a los veredictos de la revista Sur y del diario La Nación. Luego de un largo exilio interno, su reivindicación llegará en 1965, cuando Marchal publique El banquete de Severo Arcángelo, una obra en la que la cuestión religiosa y eucarística predominaba, combinada con el sarcasmo chestertoniano que marcó a su generación. Dalmiro Sáenz, nacido en 1926, era por el contrario un católico de los años cincuenta. Si bien se definía como un "cristiano anticlerical", su obra había sido aplaudida, – al menos en un principio – por la prensa católica. Pero su sociabilidad no era la de los Cursos de cultura católica – en donde se había nutrido Marechal – sino la de la contracultura beat porteña de fines de los años cincuenta. Esa generación de jóvenes viejos representada en el film de Rodolfo Kuhn. Cuando viajó a la isla ya era un multipremiado autor de cuentos, obras de teatro; como Setenta veces siete, No, Treinta, treinta, Nadie oyó gritar a Cecilio Fuentes, y algunas de sus obras ya habían sido adaptadas al cine.

Para Marechal, un "cristiano viejo, justicialista" lo que definía al socialismo cubano era su antiimperialismo. En ese sentido, la política de Fidel era mucho más la continuación de la visión de Martí, que una estela de la Revolución mundial soñada por Marx. En definitiva – y en este punto emparentaba, en forma elíptica, los destinos de Castro y de Perón – la isla había caído en los brazos soviéticos porque había fracasado su intento por mantener una "Tercera Posición". A diferencia del – en ese momento – exiliado en España, Castro había optado por salvar su revolución poniéndola bajo la tutela de Moscú. Marechal no hacia un cargo por este punto. En el fondo, creía que los cubanos habían ganado más de los que habían perdido en esa alianza, debido a que la cultura política de la isla había hecho su propio comunismo, de un carácter heterodoxo por la personalidad del pueblo.

Marechal no veía en la acción del estado una amenaza para el culto, que se practicaba con regularidad, aunque en forma discreta. La religiosidad del cubano no era ni mejor ni peor que la del resto de los latinoamericanos. Por supuesto, el rol de opositores de algunos sacerdotes españoles y de muchos pastores norteamericanos había generado conflictos con distintas iglesias, pero esa situación había cambiado en el último año. En definitiva, el encuentro entre cristianos y marxistas era producto de la flexibilización de las ortodoxias de uno y otro lado. Al punto que Fidel habría afirmado que "…todo cristiano debería ser, por definición, un revolucionario". Marechal recordaba cierto debate sobre el comunismo realizado en París "…alguien (creo que Jacques Maritain) definió al comunismo como una 'versión materialista del Evangelio'. Pensé yo en aquel entonces que era preferible tener y practicar una versión materialista del Evangelio a no tener ni practicar ninguna".19

En el caso de Dalmiro Sáenz, la cuestión religiosa parecía ocupar un lugar más importante en su registro de visita. Por un lado, se entrevistó con el director del seminario de La Habana, Carlos Manuel Céspedes, quien se autodefinía como revolucionario, aun cuando no marxista. En el diálogo con Céspedes, Sáenz le indicaba que en Argentina la diferencia entre cristianos y marxistas se había reducido "a una línea muy fina". Sin embargo, Céspedes no negaba que habían existido momentos de tensión entre el gobierno de Castro y la iglesia. Al principio por motivos económicos, a partir de las medidas socializantes a las que el clero se oponía, y luego, en torno a 1965, cuando los sacerdotes fueron encerrados en los campos de trabajo forzados de las UMAP (Unidad Militar de Ayuda a la Producción), junto al resto de los "indeseables" contrarrevolucionarios entre los que se contaban los homosexuales.

Sáenz, sin haber eludido el tour político de los logros de la revolución, logró hacer algunas visitas a disidentes. En su crónica, una frenética entrevista con una católica conservadora, quien se quejaba del gobierno de Castro que había suprimido la libertad, le devolvía la imagen de las tensiones sociales argentinas. "Me parece estar hablando", afirmaba "…con alguna mujer del Barrio Norte en la época de Perón […] ¿Qué libertades extrañaba la clase alta cubana? ¿La libertad para morirse de hambre?". 20

Tal vez lo singular en el recorrido de Sáenz era su perspectiva respecto del peso de la cultura comunista en la marcha y el futuro de la revolución. No porque estuviera en contra de las medidas más radicales, de carácter expropiatorio, sino porque sospechaba que, como un hombre de su generación, la creatividad era el signo de cambio. Y era muy fácil que la burocratización revolucionaria terminara marchitando la Revolución. En un significativo diálogo – posiblemente imaginario – con un dirigente comunista de la isla, Sáenz se interrogaba sobre quiénes aportaban más a la revolución: si los obedientes, los que cumplían en forma escrupulosa su cuota de compromiso, o aquellos que, saliéndose del molde, miraban más allá. "¿No habrá peligro de que con los años se encuentren con un partido de muy buenos ciudadanos, pero sin genio, sin magia, sin la locura creadora de los grandes hombres?". En definitiva, el peligro era que Cuba se convirtiera en una nueva revolución soviética, a la que metaforizaba con el camión que lo llevó a la cima de Minas de Frío: "seis ruedas, fuerte, duro, sin gracia".21

Marechal y Sáenz, esos dos extremos del catolicismo argentino – uno citando a Maritain, el otro inspirado en Teilhard de Chardin y a Ignace Lepp – compartían una común audacia respecto de los canales de comunicación entre la religión y la política. Marxismo y cristianismo tenían muchos canales de diálogo, y Cuba podía ser el escenario de una nueva síntesis. Pero cada uno de ellos debía eludir la presión de la ortodoxia, de la burocratización de su propia experiencia. Volver a la beber de las fuentes les devolvería el carácter humano y revolucionario.

La última crónica sobre Cuba es la de Aldo Jesús Büntig, un destacado sacerdote santafesino, especializado en una carrera en auge como la sociología, que parecía tener las claves para la transformación de la realidad social y religiosa en la América Latina de los años sesenta y setenta. Ordenado en 1954, a fines de esa década cursó estudios de sociología pastoral en la Universidad Gregoriana de Roma. A su regreso fundó el CIOS (Centro de Investigación y Orientación Social). Los servicios de seguridad provinciales lo caracterizaban como un sujeto con “gran facilidad de palabra”, que se distinguía “por su inteligencia fuera de lo común”.22 Fue uno de los pioneros de la sociología religiosa en Argentina, utilizando la metodología cuantitativa para construir tipologías de creyentes, desplegadas en el espacio urbano. En particular, se ocupó de las características y tipificación del denominado «catolicismo popular» y sus relaciones con los procesos de transformación política de Argentina y del continente.23 Participó activamente en el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, siendo parte de su conducción nacional. La obra de Büntig se desplegó en forma paralela a su actividad política y pastoral. Entre 1961 y 1976 escribió o participó en la redacción de diez libros, y colaboró con diversas publicaciones científicas, convirtiéndose en un referente citado en la temática de la transformación social de América Latina y del catolicismo popular (Soneira, 1996; Sappia, 2017; Forcat, 2016)

En el enfoque de Büntig, la secularización no era un mal que había que aceptar, como afirmaban muchos otros intelectuales católicos de su época. Se trataba de un proceso positivo per se. El abandono del carácter religioso del cristianismo en el largo plazo funcionaria como una especie de purificador del mensaje revolucionario de Jesús. Y si efectivamente el desarrollo y la evolución social eran un hecho, Büntig creía que América Latina marchaba hacía el socialismo. Lejos de oponerse a este destino, el sacerdote buscaba la forma de humanizar ese horizonte y hacerlo compatible con el magisterio católico.

En 1970 Büntig viajo Cuba invitado por el Nuncio Cesare Zacchi para conocer de cerca el experimento socialista del Nuevo Mundo y dictar una serie de conferencias. Permaneció allí durante veintidós días, y como resultado volcó en una serie de artículos una mirada optimista sobre el futuro de la isla y la evolución positiva de la relación entre la iglesia católica, los fieles y el régimen castrista. Por un lado, reconocía que la relación entre iglesia y revolución se había tensionado en los años de 1960, llegando a la hostilidad abierta. Esto había sido responsabilidad, en buena medida, de los propios católicos, dado que muchos de ellos participaron en el intento de invasión de Playa Girón. A partir de allí, se convirtieron en enemigos del estado. Casi una década después, Büntig confiaba en que los cambios introducidos por el Concilio Vaticano y Medellín hubieran modificado la historia del catolicismo latinoamericano y abierto la posibilidad de un diálogo fructífero, reflejado en la carta de los obispos cubanos del 10 de abril de 1969, en el que se abría un camino de reconciliación.

Büntig le reconocía al socialismo cubano sus avances en educación, salud, e incluso «moral pública»: contrastado con el régimen de Fulgencio Batista, el comunismo caribeño no había cejado en su «combate a la homosexualidad». Sostenía Carlos Mugica sobre Cuba:


Cuando tuve ocasión de conocer la experiencia cubana en 1968, realmente vi una vida dura, una vida difícil, por cierto. Donde ningún adulto puede tomar vino ni leche; pero todo niño menor de 7 años tiene un litro de leche por día. Y uno piensa: muy bien, desde las pautas burguesas resulta difícil y duro, no se puede tomar Coca-Cola, cerveza ni vino...pero... ¿es necesaria la Coca-Cola para la salvación eterna? Desde las pautas del Evangelio, ¿no está mucho más cerca de él esta sociedad que la que nos presenta cantidad innumerable, lujuriosa de bienes, aunque muchos no los puedan ni oler? 24


Al igual que en otras crónicas, el marxismo leninismo caribeño tenía un carácter singular, el régimen estaba atemperado por el fidelismo y, en Cuba, se estaban llevando adelante muchos de los ideales evangélicos: se compartían los bienes y la sociedad vivía bajo los valores de la justicia social. Los cristianos debían «ser parte del mundo», convertirse en el fermento de la masa, pero aceptando el proceso de secularización:




Hoy, en ninguna parte del mundo – si se exceptúan las sociedades sacrales, primitivas – el eje de la historia pasa por los templos. El «hombre nuevo» tampoco se construye con ritos solamente, por más significativos y logrados que resulten. No se trata de subestimar o despreciar el culto sino de reubicarlo en una perspectiva mucho más evangélica y conciliar y sociocultural. 25


El socialismo era el futuro, al igual que la modernidad y la secularización. Un nuevo mundo se abría para la construcción de nuevas formas de interpretar y vivir el cristianismo, de una forma adulta y desritualizada.

En 1971, un año después de su aventura caribeña, su mirada sobre el socialismo recibió un inesperado espaldarazo: el papa Pablo VI publicó la carta apostólica Octogésima adveniens (en el ochenta aniversario de la Rerum Novarum) con importantes innovaciones respecto de la relación entre la iglesia y los sistemas socioeconómicos en pugna en el mundo bipolar de la Guerra Fría. Büntig subrayaba que se trataba de un documento que incorporaba una clara novedad cualitativa. Si bien la Iglesia no iba hacia el socialismo, la carta se mostraba equidistante de los sistemas y hacía una distinción entre los «distintos» socialismos. Se trataba de una apertura de Pablo VI, y la aplicación de una «hermenéutica histórica» para interpretar el magisterio eclesiástico. Es decir, no existían condenas ni absoluciones definitivas, sino que la relación entre la iglesia y los sistemas sociales debía verse a la luz del contexto. Una relativización de la palabra del Obispo de Roma y de la jerarquía. Las condenas al socialismo que utilizaban los «católicos tradicionalistas y de derecha» para cerrar las puertas a los cristianos progresistas, no eran más que lecturas descontextualizadas, que no aclaraban el marco ideológico de la época en que fueron elaborados, a qué tipo de socialismo se referían, y si la condena era sobre las ideologías o sobre sistemas o experiencias políticas concretas (Büntig, 1971). En conclusión, la opción por el socialismo de Büntig se fundaba en una evaluación comparativa de los diferentes sistemas sociopolíticos, la denuncia profética del estado de injusticia que vivían los países subdesarrollados de América Latina y el evidente fracaso del desarrollismo. Volviendo a Cuba, se preguntaba qué era peor


Naturalmente, uno podría preguntarse qué es más grave: ser educado en la ideología marxista o vivir en la realidad alienante del mundo capitalista. Lo primero provoca mecanismos de defensa (en Cuba se ve claramente); lo segundo, en cambio, envenena más sutil y eficazmente. Por supuesto, con esto no pretendemos justificar la orientación marxista sino puntualizar una de las contradicciones más serias de muchos sedicientes cristianos. 26


Büntig nunca dejó de creer en el desarrollo, la modernización, y sus síntomas más evidentes, la vida urbana y la secularización. Pero el capitalismo y el liberalismo – ambas caras de una misma filosofía – habían defraudado las expectativas del Tercer Mundo. Ese socialismo no sería «cristiano» – como no lo había sido la «democracia cristiana», ni el «comunitarismo cristiano» – aunque los cristianos como él tenían mucho que decir al respecto. El personalismo, la centralidad de la conversión personal, pretendía ser un dique al materialismo y determinismo marxista. Un socialismo, en fin, que aspiraba a ser "…nacional, antiimperialista, popular, latinoamericano, humanista y crítico" (Büntig y Moyano Coudert, 1971:98-99)


Palabras finales


Carlos Altamirano ha afirmado que la Revolución Cubana introdujo un nuevo horizonte para el conjunto de la izquierda latinoamericana. Hasta 1959, los partidos de la izquierda local eran reformistas antes que revolucionarios. En el caso del catolicismo, ni la Revolución, ni el Concilio Vaticano II inventaron el cristianismo progresista. Sin embargo, Cuba funcionó como un catalizador y espejo de una posible revolución social en América Latina que, sin ser exclusivamente cristiana, llevara al poder a un frente de fuerzas políticas en el que los cristianos – y en especial, el mensaje evangélico – fueran un factor decisivo.

La narración de Durelli sobre la URSS del periodo de entreguerras y las crónicas de los católicos argentinos que viajaron a la isla nos permite elaborar un hilo conductor, que vertebra una tradición de izquierda cristiana. Hay, en estos casos, un sustrato común proveniente de la tradición del personalismo. El humanismo cristiano se podía encontrar con un marxismo humanista, distante del frío e imperturbable modelo soviético.

A través de las crónicas puede verse el cambio en la autopercepción de los viajeros respecto del rol del catolicismo en la revolución. Si en el caso de Tiseyra el cristianismo debía llevar adelante su propio proceso revolucionario en Argentina – enfatizando y radicalizando su socialcristianismo – para Büntig el catolicismo tenían un papel relevante, pero no unilateral. Los católicos debían confluir en el torrente revolucionario, aportando una perspectiva crítica, la única que podía evitar la “burocratización”. Y esto era posible por la singularidad del cristianismo: al ser y no ser de este mundo, la teología crítica podía tomar distancia de todos los sistemas políticos humanos, sin comprometerse definitivamente con ninguno.

Frente a la Revolución, las crónicas expuestas permiten otro hilo de continuidad: Cuba era una experiencia singular, distinta a otras experiencias socialistas de Europa o de Asia. Y podía ser un modelo de socialismo al que podrían adherir los cristianos, en tanto Cuba pudiera eludir la sovietización. La iglesia cubana estaba alejada de las demandas populares, su condición de "extranjera" no era sólo el producto de la nacionalidad de sus miembros, sino de su incapacidad de conectar con los cambios que estaba sacudiendo al continente. Esta mirada parece trocar a principios de los años setenta: el catolicismo parecía haber entendido el sentido de la historia y, según el relato de Büntig, podía apuntalar la transformación revolucionaria de América Latina

Como se ha señalado en otros casos, Cuba funcionó como un mecanismo para que los viajeros argentinos repensaran su relación con el peronismo. El catolicismo de los años cincuenta había asociado, en principio, a Perón y a Batista. Rápidamente, la radicalización del régimen cubano había funcionado como ariete de la política universitaria, llevando a los humanistas – que se auto percibían como la izquierda del catolicismo – a usar el anticomunismo como una vía para ganar posiciones entre los estudiantes. En ese momento resultó de gran utilidad asociar a Fidel a la figura de Perón: ambas eran tiranías que el cristianismo democrático y pluralista debía combatir. A medida que la década de 1960 avance y el discurso antiimperialista se asiente entre los católicos argentinos, esa filiación perderá su carácter negativo: la movilización de masas que habían producido ambos lideres fue recuperada por un catolicismo que puso en un segundo plano tanto el problema del sistema político – democrático o dictatorial – y las relaciones iglesia-estado. Lo más importante fue, a partir de fines de los años sesenta, el clivaje liberación o dependencia. Ese eje vertebró todos lo demás.



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1 Agradezco a Marcelo Timotheo da Costa, Marcos Fernández Labbé, Rolando Ibérico Ruiz, Olivier Chatelan, Susana Monreal y Caroline Sappia por su atenta lectura y recomendaciones respecto de este artículo. De la misma manera, a tres revisores anónimos que aportaron ideas y sugerencias para mejorarlo.


2 Utilizamos el concepto de radicalización, en relación con los objetivos de profunda transformación de la sociedad que proyectaban los católicos de izquierda en la segunda mitad de la década de 1960. Aludimos con ese término el rechazo a las políticas reformistas en clave desarrollista y la opción por un cambio estructural guiado por la política, en el que el factor religioso debía cumplir un rol destacado. Véase González Canosa y Chama, 2021.

3 Aún con excepciones, este trabajo se ha enfocado en figuras, ámbitos de sociabilidad y publicaciones de Buenos Aires. Y se refiere a un segmento del catolicismo – el de sus intelectuales – el cual incluye a laicos, sacerdotes y miembros de la jerarquía que circulaban y publicaban sus ideas en los medios reconocidos de la cultura confesional. Futuras investigaciones sobre los cambios en la apreciación de este segmento respecto de América Latina permitirán – o no – extender algunas conclusiones al resto del país.

4 Lara, Manuel Tunon de. "Introduction". Esprit, n.o 266 (10) (1958): 305-8.

5 Capriotti, L.R. “Situation du catholicisme”. Esprit n.o 266 (10) (1958): 389-400.

6 "América Latina en el umbral del Concilio" (11 de octubre de 1962). Criterio, p. 731.

7 El “catolicismo progresista” se define, más que por un programa, por un sistema de posición en el campo católico argentino. El término corresponde al catolicismo francés posterior a la segunda Guerra, y se identificaba con aquellos cristianos que estaban interesados en un diálogo y colaboración con el Partido Comunista galo. En el caso argentino, este segmento se definía por oposición al tradicionalismo católico, formulaba una interpretación radical de la tradición social del catolicismo y también, como el resto de la izquierda no cristiana, comenzó a incorporar el término “revolución” a su vocabulario luego de 1959.

8 Baudrillart, Alfred. "Chez les latins d’Amérique: Argentine et Uruguay" (1 de noviembre de 1923). Revue des deux mondes. Pp. 79-111.

9 Franceschi, Gustavo J. "Impresiones de Europa" (28 de septiembre de 1950). Criterio, p. 640.

10 Iglesia Católica Apostólica Romana (1960), Sesiones de estudio: El Marxismo como antítesis del concepto cristiano de Dios, del hombre y de la comunidad. Buenos Aires: Comisión Central Ejecutiva del Primer Congreso Mariano Interamericano, p. 226.

11 Aludimos a la izquierda cristiana en los términos de Denis Pelletier, como un singular “laboratorio” de la evolución de la relación entre política y religión, íntimamente vinculado al proceso de secularización, que implica la irrupción del catolicismo en la cultura de la izquierda argentina. Véase Pelletier, 2012.

12 Entendemos por “viajero católico” a figuras que en primer lugar adscribían públicamente al catolicismo – es decir, se identificaba en el espacio público como católico. Como ha señalado Alejandro Frigerio, los sujetos tienen distinto grados y tipos de compromiso con diversas identidades. La “identidad principal” es aquella que será reivindicada en una mayor cantidad de contextos. En sus términos, nuestra definición está atada a un “acto de identificación” por parte del viajero, que se refleja no sólo en su declaración personal, sino en cómo esa adscripción interpeló sus intereses al recorrer la isla. Véase Frigerio 2007.

13  Durelli, Augusto J. (1932), Discurso al iniciar y al dar término al período presidencial del Centro de Estudiantes de Ingeniería, Buenos Aires, s/n, p. 5.

14 “Uno de los pueblos más anárquicos, se ha transformado en pocos años en uno de los pueblos más disciplinados del mundo. Hay muchas contradicciones dentro de esa disciplina. [...] Es curiosísimo ver en una plaza desierta, una cola enorme de gente que se forma, sola, en un punto [...] ¡Y no hay un ejército de policía al lado, como en Italia, para lograrlo!” (Durelli, 1936: 47-48).

15 En este trabajo se han utilizado todos los relatos disponibles de viajeros católicos a Cuba durante las décadas del 1960 y 1970. Como señalábamos más arriba, el criterio de recorte estuvo dado porque el cronista fuera públicamente católico y esa identificación estuviera reflejada en sus intereses. No sólo porque sus relatos se refirieran a la materia religiosa, sino porque los debates del universo de la cultura católica de esas décadas – debates, intereses, cuestionamientos – se trasladaran a sus intereses como observadores.

16 La comitiva estuvo integrada por un representante del justicialismo (Pedro Boccoli) y dos dirigentes comunistas (Lindolfo Bertinat y Jorge Lanao).

17 "Un democratacristiano y un sacerdote en Cuba" (24 de marzo de 1964). Primera Plana, p. 40.

18 Floria, Carlos Alberto. "Cuba marxista vista por un católico" (8 de abril de 1965). Criterio, p. 278.

19 Marechal, Leopoldo (1968), "La isla de Fidel". Cortázar, Julio. Cuba por argentinos. Buenos Aires: Editorial Merlín, p. 57.

20 Sáenz, Dalmiro (1968), "Cuba, ese país". Cortázar, Julio. Cuba por argentinos. Buenos Aires: Editorial Merlín, p. 68.

21 Sáenz, Dalmiro (1968), "Cuba, ese país". Cortázar, Julio. Cuba por argentinos. Buenos Aires: Editorial Merlín, p. 68

22 “Síntesis de las actividades desarrolladas en la provincia por integrantes del Movimientos de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSPTM)”, Archivo Provincial de la Memoria de Santa Fe (APMSF). Unidad de Conservación 182-Leg 2, hoja 138.

23 Büntig definía al catolicismo popular como “todos y sólo aquellos gestos modelados (ritos, devociones, prácticas periódicas) que han sido asumidos por el pueblo católico a diversos niveles y con diversos grados de identificación como expresiones ordinarias y espontáneas de su vivencia religiosa. Esta definición sugiere que estas expresiones, dada su espontaneidad y con naturalidad sociocultural, puedan estar fácilmente (aunque no necesariamente) vacías de valores y motivaciones auténticamente cristianos". Véase Büntig, 1969:11

24 Mugica, Carlos (1973), Peronismo y cristianismo. Buenos Aires: Editorial Merlin, p. 49.

25 Büntig, Aldo J. "La Iglesia en Cuba. Hacia una nueva frontera" (junio de 1970). CIAS, p. 41.

26 Büntig, Aldo J. "La Iglesia en Cuba. Hacia una nueva frontera" (junio de 1970). CIAS, pp. 21-22.