Itinerantes. Revista de Historia y Religión 16 (ene-jun 2022) 31-53

On line ISSN 2525-2178

https://doi.org/10.53439/revitin.2022.1.03





Ser uno de ellos”: mundo popular, politización sacerdotal y acción política en Chile a fines de la década de 19601


Being one of them:” the working-class world, priestly politicization, and political action in Chile of the late 1960s



Marcos Fernández Labbé

Universidad Alberto Hurtado

mfernand@uahurtado.cl



Resumen


El objetivo del presente artículo es dar cuenta del proceso de politización sacerdotal que se verificó en el paso de la década de 1960 a la de 1970 en Chile, contexto definido por el triunfo de la Unidad Popular. Uno de los factores de este proceso de politización sacerdotal fue la experiencia de aproximación a espacios obreros y populares por parte de sacerdotes que encontraron en esos espacios la convergencia práctica con el marxismo, el refuerzo de una interpretación encarnada y profética del cristianismo y un espacio de politización activa y explícita.


Palabras clave: sacerdotes, catolicismo, marxismo, liberación.


Abstract


This article gives account of the process of priestly politicization in Chile between the 1960s and 1970s, a context defined by the victory of the Unidad Popular. One of the factors in this process of priestly politicization was the experience of priests approaching working-class sectors, where they saw the practical convergence with Marxism, a reaffirmation of the incarnate and prophetic interpretation of Christianity, and a space for active and explicit politicization.


Keywords: priests, catholicism, marxism, liberation.




Fecha de envío: 29 de noviembre de 2021

Fecha de aceptación: 29 de mayo 2022
































Introducción


Un conjunto renovado de investigaciones referidas al campo de la historia del catolicismo en América Latina ha puesto el foco en las relaciones entre éste y el amplio ámbito de la política, adquiriendo gran visibilidad en este proceso la suma de organizaciones articuladas alrededor de sacerdotes y religiosas en distintos países del continente (Andes y Young, 2016; Campos, 2016; Catoggio, 2011; Donatello, 2010; Fernández, 2016; Jo, 2005; Lida, 2015; Martin, 1992; Pérez, 2016; Ramírez, 2006; Rodrigues et. als, 2015; Zanca, 2020) . El resultado de este tipo de investigación bien puede sintetizarse en al menos dos afirmaciones relevantes: por un lado, la constatación de que en Latinoamérica a lo largo de la segunda mitad del siglo XX era legítima –en términos de legitimidad política, cultural y social- la intervención explícita y activa de agentes religiosamente inspirados en la arena política; por otro, la problematización que esta evidencia supone para la aplicación de la noción de secularización tradicionalmente utilizada para caracterizar a las sociedades latinoamericanas del periodo, en lo tocante al menos en la supuesta separación de la esfera público-política de la intervención religiosa (Casanova, 1994; Gamper, 2014; Mendieta y van Antwerpen, 2011).

Pues bien, poniendo en diálogo ambas proposiciones parece posible sostener que la intervención activa de agentes religiosamente inspirados en el espacio público-político latinoamericano era expresión de un sostenido intento por parte de éstos de secularizar al catolicismo con el fin de reinterpretarlo como una herramienta de transformación social y de incidencia en el campo de lo temporal. Así, este esfuerzo de secularización no se refería a des-trascendentalizar al catolicismo como creencia, sino que de aplicar sus convicciones al plano de lo secular, insistiendo con mucha energía en la dimensión encarnada, histórica y contingente que católicas y católicos debían dar a su confesión. Secularizar no significaría desterrar lo religioso del campo político, sino que asumir las demandas y exigencias del campo político desde la dimensión religiosa. Era la historia el lugar no solo de la reflexión teológica, sino que también de la acción política, y en esa encrucijada, el marxismo apareció para muchos de los agentes católicos chilenos como la vía más expedita para intentar hacer realidad los objetivos del programa de transformaciones sociales que marcó el cambio de la década de 1960 a la de 1970.

En esa vía, la búsqueda de espacios políticos de influencia fue una constante –y en referencia en concreto al Chile de la segunda mitad del siglo XX- para sectores de la Iglesia Católica, distintos a la vez que en continuidad con la tradicional lógica de la Acción Católica. Así, la existencia de organizaciones dedicadas a la juventud, las familias, los profesionales o el mundo sindical –tan propias del desarrollo de la asociatividad católica desde la década de 1930 en adelante, de marcado sesgo conservador- persistió, pero se abrieron nichos de injerencia tanto en las universidades y los barrios periféricos de las grandes ciudades, a través tanto de parroquias como de las Comunidades Eclesiales de Base. En esos nuevos espacios –y singularmente en el último de los mencionados- el protagonismo estaba dado más que por organizaciones estructuradas desde la Jerarquía, por el trabajo e iniciativa individual –y prontamente puesta en común y amplificada- de religiosas, sacerdotes, laicas y laicos expresivos de un agudo compromiso social (Bustamante, 2009). Estos agentes lograban tanto renovar algunos de los espacios tradicionalmente articulados por la intervención católica –como es el caso del universo sindical-, como ingresar en el más ancho espacio de los sectores populares, centro de este breve análisis que se sustentará en lo fundamental en publicaciones originadas al interior del mundo católico, en específico quienes mayor cercanía manifestaron tanto con los sectores populares como con el programa político progresista al interior del catolicismo chileno. Como se analizará, rápidamente segmentos muy visibles del clero –animados sin duda por las ondas de cambio institucional que suponían tanto el Concilio Vaticano II como su aplicación continental en la Conferencia de Medellín en 1968, pero también por el contexto de acelerado cambio histórico que marcaba a América Latina- levantaron plataformas de coordinación, reflexión y acción conjuntas, teniendo los problemas pastorales, doctrinales y políticos que el compromiso con los sectores suponían como eje de su accionar.


Más con la vida misma que con palabras”: la experiencia sacerdotal de aproximación al mundo popular.


Uno de los más explícitos cambios que el Concilio operó sobre la vida sacerdotal quizás sea la renovación de los “sacerdotes obreros”, experiencia surgida en Francia en el contexto de la Segunda Guerra Mundial y derivada en una serie de controversias en torno a los riesgos –para la Jerarquía- que la aproximación al mundo del trabajo suponía para los agentes consagrados, en particular por la cercanía al marxismo que ello podía provocar. Esta disputa concluyó con su supresión en 1954 y su posterior revitalización tras el Concilio Vaticano II (Margotti, 2001). En el caso chileno, para el verano de 1966 se daba una primera experiencia, protagonizada por un sacerdote y dos estudiantes de teología capuchinos, incorporados por mes y medio al mundo del trabajo, en una constructora, una panadería industrial y una “empresa de objetos de ferretería”. En un afán metódico de análisis que les permitiera colaborar con la elaboración de una “futura pastoral obrera”, los tres religiosos no se identificaron como tales en el primer mes de su experimento, a la vez que mantenían una periódica comunicación entre ellos a partir de los registros que rescataban de su actividad. Del mismo modo, se esforzaron por tomar parte de cada una de las experiencias de la vida obrera, así en los mismos lugares de trabajo como en jornadas recreativas los fines de semana. El resultado de sus registros se plasmaba en el artículo que Mensaje (publicación mensual de la Compañía de Jesús en Chile) publicaba en junio de 1966. En éste, se anotaba en primer lugar la dificultad de mantener el anonimato de la condición clerical, en tanto desde un principio fueron considerados como “seres extraños y, así, debimos soportar ‘tallas pesadas’ (bromas)”. Aun cuando esta primera extrañeza fuese superada, los mismos sacerdotes concluían que “la carrera sacerdotal marca en el joven un sello indisimulable (¿una mentalidad aburguesada?), una conformación psíquica que le distancia del obrero y le estorba para trabajar en este apostolado”. Puestos a describir ya no a sí mismos, sino a los trabajadores con los que habían compartido, los clérigos describían una situación crítica, en tanto el panorama de las fábricas era el de “una masa pasiva, amorfa y, también, vacía”, situación que solo podría revertirse por medio tanto de “la formación de líderes católicos” como de “la misma búsqueda y formación de vocaciones sacerdotales”, a partir de la articulación de un “equipo compacto de obreros militantes, jóvenes en especial”.

Una constatación que, sin embargo, podía atenuar esta esperanza de intervención católica en el campo obrero era el hecho de que los trabajadores con los que los sacerdotes habían convivido “no se preocupan de la Iglesia ni para denostarla o criticarla, menos para ensalzarla”. De manera similar, el juicio que los trabajadores emitían sobre los mismos sacerdotes también era definitivo:


no es posible que un ”cura” sea pobre. Ellos dan al concepto pobre un alcance especial, el sentido de riesgo, el que no sabe qué comerá pasado mañana. Ellos piensan que el “cura” ha asegurado su vida con una carrera. Esa carrera “profesional” resguarda sus espaldas del hambre y del frío. Y, entonces, el “cura” estaría en una imposibilidad radical para comprender su situación. Tales ideas son pensamiento inconmovible en ellos.2


Quizás como expresión de la indiferencia a la que se aludía con respecto a temas religiosos, cuando los sacerdotes revelaron su condición a sus compañeros de labor ello “no causó ni sorpresa ni admiración ni escándalo”, situación que no dejó de alarmar a los mismos sacerdotes, que no supieron adscribir tal hecho o a la inmensidad de la distancia cultural o a la total invisibilidad de la Iglesia Católica en el mundo obrero. Fuera de ello, sin embargo, los capuchinos involucrados en esta experiencia sacaron como lección general el hecho de que entre los trabajadores “se vive fundamentalmente el cristianismo”, en tanto principios básicos de éste “como el desprendimiento, la ausencia de egoísmo, la lealtad, el servicio al prójimo, la misericordia, la compasión… todo eso se vive allí, a cada momento, en rasgos múltiples y simpáticos y, a veces, conmovedores”. En sus términos, “casi todo está hecho. Los fundamentos están puestos. Por eso, tenemos la impresión de que la distancia entre el mundo obrero y la Iglesia es solo aparente, formal. El Evangelio está presente, allí”. Desde esa perspectiva, la clave era la elaboración de una pastoral específica para el universo del trabajo, “objetiva y realista” solo a partir de la experiencia operaria, tal y como estos sacerdotes la habían emprendido. A su juicio, “mientras los sacerdotes elaboren la pastoral obrera sin haber tenido la experiencia de ser trabajador, creemos que a esa pastoral siempre le faltará madurez. Será una pastoral clerical y desenfocada”. Por eso concluían: “de ahí la importancia de esta vivencia”. En el mismo sentido anotaban: “si el sacerdote fue especialmente elegido para los pobres pero no sabe cómo se es pobre difícilmente podrá alcanzar la especial situación anímica necesaria para comprender y para evangelizar a los pobres”.3

Un rasero de medición de todo lo anteriormente indicado, es decir, de la necesidad de renovar la experiencia sacerdotal como modo de coherencia con las disposiciones tanto conciliares como episcopales locales, al mismo tiempo que como campo de politización acelerado, estaba representado por la relación entre compromiso clerical y mundo del trabajo, tal y como lo advertía el jesuita Ignacio Vergara en un artículo publicado en Teología y Vida, la revista de la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Chile. En él, el regular definía al universo obrero como “tierra de misión”, ante el cual “como en toda misión, lo primero es adaptarse”. Más allá de ello, la sola experiencia del trabajo le parecía al jesuita central para la vida religiosa, en tanto la primera actuaba como factor de encarnación y de testimonio de vida desde la segunda. Así, “encarnarse significa entrar y tomar parte de una realidad tal cual es; y entrar en el mundo del trabajo significa compartir la vida y las preocupaciones de los trabajadores”, dando “ahí el mensaje del Evangelio más con la vida misma que con palabras”, predominando así “la autenticidad y la verdad”, y ya no “el paternalismo y las formas convencionales”. Ejemplo fundamental de encarnación era el mismo Cristo, quien de acuerdo a Vergara “pasó la mayor parte de su vida dedicado al trabajo manual de los asalariados de su tiempo, adoptando la manera de ser de los humildes, con todo lo que ello implica de mentalidad, de expresión, de riesgo”. Por eso, el sacerdote que trabajaba lograba compartir “vida y condición” con los obreros a los que buscaba acercar al catolicismo, en tanto era en el trabajo


donde está el encuentro normal con la clase obrera. Es su idioma propio donde desaparecen las barreras y aparecen los intereses comunes. El trabajo en sí, no admite ideologías. El trabajo manual es lo que más injerta a una persona en ese mundo; sin él, aunque viva pobremente, permanecerá como un extraño, como un parásito, y por consiguiente en tensión consigo mismo y siempre desplazado. El trabajo manual es como la carta de presentación para entablar un verdadero diálogo con el obrero; hace ver que uno cree en la vida que él lleva y es capaz de afrontarla en su realidad de cada día.4


En lo referido al testimonio de vida que el trabajo –y no ya sólo la pobreza, como clarificadoramente apuntaba Vergara- representaba, él mismo advertía en primer lugar que en el mundo obrero el sacerdote no podía limitar su actuación a la función de administración sacramental, en tanto en este espacio ya muchos no compartían esa dimensión ritual, por lo que el clérigo debía ser “anunciador del Evangelio mediante la palabra, y sobre todo por el ejemplo de su vida”. Por ello, a su juicio –y como antídoto al hecho de que en el caso de los sacerdotes “la gran mayoría son pertenecientes a una clase social diferente a la de los obreros” y adquirían una “mentalidad” muy distinta en los años de formación en el seminario- “testimonio es proclamar una verdad en la que uno mismo está comprometido”. En resumen, la vida del sacerdote que trabajaba en el medio obrero recuperaba su función de “signo”.5

El mismo número de Teología y Vida daba cuenta de una experiencia práctica de trabajo sacerdotal, aquella desarrollada por el presbítero de San Felipe Roberto Huerta, quien se incorporó a las faenas de una explotación agrícola en la zona –marcadamente rural y cordillerana, cercana a la frontera con Argentina- aun contra la opinión del patrón, que “suponía finalidades políticas en mi trabajo” y consideraba que “la experiencia de los sacerdotes obreros franceses había sido un fracaso”. A pesar de ello, fue sumado a la actividad, en donde, “sentí, como ellos, la insuficiencia del salario, la injusticia o la postergación”, llegando a participar de una paralización, compartiendo el sentimiento de que “lo importante era la máquina y la calidad de la fruta y no nosotros”. En su testimonio, Huerta expresaba: “sentí el embrutecimiento que significa seguir el ritmo de la máquina aunque se esté cansado. Sentí, como ellos, que el único estímulo para trabajar es el salario, y la decepción que causa una insuficiencia”. Más allá de eso, percibió de parte de los mismos trabajadores rurales “que los curas nuevos comienzan a abandonar a los ricos, que están más cerca de los pobres”. Coherente con ello, Huerta suponía que “todo sacerdote debe vivir, de alguna manera, de su trabajo”, en tanto esa actitud “lo acerca a los hombres y lo hace tomar la condición real de los pobres, la inseguridad de los pobres y de los hombres”.

Eso podía derivar, en su reflexión, en la puesta en cuestión de los límites establecidos entre laicado y clero, en la necesidad de meditar “de nuevo sobre las categorías de lo temporal y eterno, de lo profano y sagrado”, revisar “esa posición que dice: al sacerdote le corresponde lo sagrado, lo religioso, y al laico lo profano, lo temporal”. Así, a su juicio lo relevante de la experiencia del trabajo era que se trataba “de un proceso de humildad y pobreza interior para abandonar el triunfalismo y recordarnos que somos un cristiano y un hombre en medio de los hombres”, aboliendo de alguna forma esa formación convencional que derivaba en que “los sacerdotes no nos alegramos con lo que se alegra la gente”, llegándose al extremo de sentir “desprecio por los gustos populares”. Así, al final de su testimonio, Huerta daba cuenta de los factores que habían motivado esta decisión de tan profundas consecuencias: junto a un puñado de cursos en su formación teologal, la cercanía con los dirigentes de la Cooperativa de Ahorro de su diócesis, en tanto habrían sido ellos quienes “me revelaron que encuentran a Dios a través de un sacerdote que siente como ellos, que lucha en lo social, que se preocupa por sus problemas humanos y que no se encierra solamente en los cuadros católicos”.6

La publicación que con mayor intensidad dedicó atención al tema aquí revisado fue Pastoral Popular, que nucleaba a buena parte del clero más progresista en Chile. En sus páginas se publicaron testimonios efectivos de acción social sacerdotal en el mundo obrero, en específico en el campo del trabajo de fábrica. Así, por ejemplo, a mediados de 1969 se exponía la experiencia del diácono Claudio Glade, integrante de Misión Obrera y ya por más de un año trabajador en una maestranza como ayudante eléctrico. Destacaba en su testimonio tanto el rechazo de muchas empresas y sindicatos anteriores para incorporar un sacerdote –“¿qué saca con meterse en la mierda y gritar desde adentro?’”; “Dios se encarnó y se metió en la mierda”-, como el hecho de que, entre los obreros “no se nota ninguna admiración, externa al menos, de que uno esté trabajando”. Junto a ello, la persistencia de la distancia con la Iglesia, en términos tanto de que ésta estaba objetivada en los sacramentos; como por la desconfianza en el celibato sacerdotal y en la honestidad de la institución, percibida como rica y poderosa. Más que admiración, lo que había en ese grupo de trabajadores era sorpresa porque un sacerdote se tornara obrero en vez de llevar la buena vida de holganza que imaginaban el clero llevaba, o en términos más prosaicos, como Glade recordaba, uno de los obreros le había preguntado “¿qué hacís aquí huevón trabajando y no vai a tirar las huevas a una parroquia?”.

La identidad entre patrones y catolicismo era igualmente evidente, aun cuando los mismos operarios de la maestranza citada percibían un acercamiento de éste último hacia los más pobres, citándose el caso de la Toma de la Catedral, acontecida en agosto de 1968 por Iglesia Joven, movimiento que reivindicaba una mayor cercanía entre Iglesia Católica y sectores populares (Fernández, 2019). Ya en su propia reflexión, y tras pintar un cuadro crítico de los mismos trabajadores, alcoholizados, poco solidarios con sus colegas, interesados en el beneficio individual, desinformados y maltratadores de sus mujeres, el sacerdote-obrero demandaba una acción total de la Iglesia en el campo fabril, una “teología del trabajo que no haya sido hecha desde un escritorio”, y que pudiese actuar de forma más efectiva en los conflictos laborales.7

Conceptualizando la misma propuesta, el sacerdote Ignacio Pujadas planteaba a su vez la comprensión del “pueblo sociológico” como “Pueblo de Dios” –privilegiando la situación de clase antes que la sola adscripción por bautismo-, en tanto “la Iglesia del mañana deberá haber reformado sus estructuras en función y al servicio del pueblo”, en la lógica de que “así como en la creación de la sociedad nueva el pueblo tiene un papel fundamental de conducción, así en el surgimiento de la Iglesia nueva el pueblo habrá de jugar en gran parte el papel de motor propulsor de los cambios”. Ello obligaba entonces, una vez “descubierta en nuestro interior esta ‘primacía popular’”, a la “necesidad casi ineludible de vivir en medio del pueblo y como el pueblo, para sentir su última experiencia”, en tanto “es muy distinto mirar al pueblo desde afuera o vivir en él. El pueblo tiene su vida propia, su palpitar, y solamente si uno está inmerso en él los puede sentir y compartir”.8

Poco antes de ello, la revista Iglesia de Santiago –boletín oficial de la arquidiócesis de la capital- daba cuenta de una experiencia que bien podía fundir en sí la suma de aspiraciones y dificultades que la presencia obrera del cristianismo chileno había manifestado hasta aquí. Bajo la orientación del sacerdote de los Sagrados Corazones Esteban Gumucio, se constituyó desde 1968 en adelante un grupo de 15 obreros –gran parte de ellos formados en la Juventud Obrera Católica- que ansiaban pasar de su militancia católica a una posición más cercana al sacerdocio, convencidos de la “urgencia de sacerdotes salidos del mundo obrero, con mentalidad obrera”; pero conscientes a su vez de que la formación sacerdotal “estaba fuera de su alcance. Tenían claro rechazo a someterse a un sistema de formación, llamémoslo tradicional, que los separara de la convivencia social con su medio”. O lo que era lo mismo, “un régimen de Seminario que los barnice de cultura burguesa”. En ese camino, obtuvieron –con el apoyo cercano de sacerdotes- formación pastoral, catequística y teológica, constituyéndose así un grupo de “jóvenes que han experimentado en carne propia las injusticias del sistema económico en que viven”, y por ello “su adhesión al Señor y su religiosidad están más bien en la línea de la liberación de todo el hombre”. Un segmento de ellos decidió organizar una comunidad de vida en común en la Población Joao Goulart, “cedida por el Seminario Pontificio, con quienes se está en estrecho vínculo”. Así, lo mismo que con el apoyo del Obispo y la persistencia de tareas de evangelización y formación religiosa, las relaciones entre esta experiencia y los formatos tradicionales de incorporación a la vida consagrada entraban en tensión.9 Y del mismo modo, graficaban la encarnación de los tres ejes que se proclamaban –ya a inicios de 1970- como centrales en la formación obrera católica: “lograr una conciencia política-conciencia de clase-maduración en la fe”.10

De ese modo, y como hasta aquí es posible subrayar, la posición que la incorporación al mundo del trabajo suponía para quienes la emprendían desde la vida consagrada derivaba en una experiencia concebida como más auténtica del cristianismo, a la vez que como una apertura hacia la comprensión de los sectores populares a la vez que como distantes y críticos de la institución católica, como ellos mismos honestos y cabales en el cumplimiento de los preceptos del Evangelio. Es decir, la cercanía material al trabajo como actividad y campo de experiencia no solo era informativa –el concepto de pobreza-inseguridad es muy ilustrativo de ello- sino que formativa, más aún cuando demandaba incluso una formulación teológica original y cuando la circulación mundo popular-sacerdocio se verificaba como bidireccional. Estas dimensiones de impacto –en la experiencia material y en su procesamiento religioso- se complementaban con la aproximación al campo de la política que, en un periodo de aceleradas transformaciones sociales, los sacerdotes efectivamente vivieron.


Cruz y victoria”: profetismo y acción política en el inicio de la Vía Chilena al Socialismo.


Tal y como en la experiencia de Gumucio se verificaba la integración de obreros al sacerdocio, la situación inversa es de enorme interés aquí, es decir, las instancias en las que sacerdotes se convertían en trabajadores. La relevancia que este tipo de vivencia ocupaba en la vida religiosa del periodo queda de manifiesto en la publicación que se hacía de la reseña del encuentro sostenido, en mayo de 1970, entre “16 sacerdotes que se ganan la vida con su trabajo fuera del campo apostólico normal de los clérigos”, es decir, un grupo compuesto por quienes “sencillamente trabajan en industrias, universidades u otras actividades y por ello reciben un sueldo proporcionado al trabajo que realizan”. El artículo en cuestión transcribía una serie de opiniones que son muy ilustrativas de los dilemas a los que se enfrentaba el sacerdote-trabajador, así como de las expectativas que los mismos religiosos mantenían con respecto a este tipo de experiencia, que jugaba un papel central en sus procesos de politización y coherencia con una identidad política que se definía como clasista. Así, por ejemplo, se mencionaba la necesidad de formalizar las opciones políticas a través de la militancia en partidos, dado que “hay que concientizar al pueblo y hay que unirse a otros concientizadores aunque sean de un partido determinado”. Para mayor claridad, uno de los participantes admitía haberlo hecho “a pesar de las fallas de la Unidad Popular y de la costumbre clerical de la ‘prudencia’”, dado que “varios hemos soñado con la ‘revolución en libertad’ y nos cuesta reconocer que no fue tal”, haciendo referencia a las expectativas generadas por el programa reformista de la Democracia Cristiana (1964-1970).

De esa forma, se confirmaba la aceleración que la experiencia de fábrica provocaba en el proceso de politización, incluso a nivel formal con la militancia en organizaciones de izquierda. En palabras de uno de los sacerdotes reunidos en torno al trabajo: “antes, al ser párroco era imposible comprometerse en política, ahora es como una liberación personal que se ha conquistado”.11 La misma vía de conversión por la experiencia buscaron un par de sacerdotes de la ciudad de Concepción, que tras un “mayor compromiso con los pobres y de más claro testimonio de pobreza” se habrían radicado en la población Lo Pequén, tratando así de “acomodar su vida a la de los pobres, a ejemplo de Cristo, y al mismo tiempo, a través del contacto real con ellos, conocer más a fondo sus problemas”.12

Este tipo de articulación entre cristianismo y conciencia de clase se verificaba en las notas publicadas tras la Jornada Nacional de Asesores de la JOC -en la que participaban religiosas, laicos y sacerdotes vinculados al menos hace un año al movimiento- en tanto eran expresivas así de la cercanía con el marxismo (“no todo marxista actúa con odio como también no todos los cristianos actúan con amor”), como de las dificultades de plantear un relato de clase como plataforma de la acción política, en tanto “muchos chiquillos y chiquillas no quieren ser ni llamarse obreros”, ya que para ellos era “costoso, doloroso, reconocerse y sentirse obrero en la situación actual que es denigrante”. Dicho ello, sin embargo, la actividad jocista debía promover la conciencia de clase, pues “si no tiene esa conciencia de clase, no es JOC”, ya que “la JOC educa para la revolución”, entendiendo ésta desde la perspectiva de que el cristianismo “es revolucionario en el sentido de que trae una transformación del hombre, una libertad, un cuestionamiento de todo a partir del Reino de Dios”. Así, “si ensanchamos el contenido de la palabra revolución que abarca el corazón del hombre, la sociedad, etc., la JOC educa para la revolución”.13

Un desarrollo mayor del diagnóstico que los líderes del Movimiento Obrero de la Acción Católica (MOAC) –instancia que desde 1965 reunía los sacerdotes involucrados en la Acción Obrera Católica, la Acción Católica Rural y la Juventud Obrera Católica, y que como plataforma operó hasta 1971, publicando un Boletín de Asesores- tenían con respecto a la situación nacional y continental, así como las vías que buscaban transitar para la aceleración en la consecución de sus objetivos, puede encontrase en el número siguiente de la publicación que se cita, en la que se anotaban tanto la percepción del aumento de las instancias de crítica al sistema capitalista como la evidencia del acercamiento entre movimientos juveniles de inspiración revolucionaria y las organizaciones de trabajadores, factor evaluado como positivo aunque en algunos casos los primeros quisieran imponer a los segundos sus “deseos de dirección y orientación”. Del mismo modo, para los editores “el distanciamiento entre Jerarquía y laicado obrero es cada vez más acentuado”, en gran medida debido al “compromiso en la práctica de la jerarquía eclesiástica con el sistema que oprime a los trabajadores”, con excepción de unos pocos “obispos que han cortado las amarras con el sistema y dentro de su misión evangélica comparten las justas aspiraciones de los oprimidos”. Como aspectos positivos se anotaban la creciente politización de los trabajadores, así como de algunos sectores de la Iglesia, ejemplificados en “los documentos de Medellín” y en los “grupos de sacerdotes organizados en varios países”, todos ellos conscientes “de las implicaciones políticas que tiene el Evangelio para el hombre de hoy”. Por las mismas razones, al interior de la institución católica se agudizaba “la división entre los llamados progresistas y conservadores”.

En ese contexto, los dirigentes del MOAC proponían una serie de actitudes y acciones indispensables para la profundización y ampliación de la concientización popular, en clave liberadora. Así, defendían “una posición ética frente a esta sociedad” –caracterizada como sociedad de consumo- “que se traduce en un rechazo al sistema capitalista”, lo que debía derivar en la propia concepción del MOAC como “un movimiento de ‘contestación’ al sistema capitalista”. En segundo lugar, se aspiraba a una “actitud profética”, que se traducía tanto en la “denuncia de cualquier forma de unidad entre la Iglesia de Cristo y la estructura capitalista de esta sociedad, porque este sistema tiene una concepción integralmente materialista de la persona”, como en el anuncio de “la lucha por la liberación del hombre latinoamericano”, proceso que debía tener “al pueblo como actor y conductor de esta etapa histórica”, junto con los miembros del MOAC, que “deben ser testigos de la verdad de esta acción de cambio”, así como “agentes de la revolución inspirados por el mensaje claro, preciso y concreto de Cristo Jesús”. Todo ello se justificaba bajo el concepto de que “el cristianismo no es ideología”, sino “un mensaje de salvación y liberación que puede inspirar varias ideologías”.

Este tipo de posicionamientos de corte político-social suponía, a su vez, una actitud de crítica frente a la Iglesia como institución, en la que el MOAC se auto-representaba como “una minoría profética dentro de la misma Iglesia”, capaz de denunciar los “contra-testimonios” presentes en ella, como “la riqueza y la complicidad de la Iglesia Jerárquica con los poderes temporales que oprimen al pueblo”. En esa lógica, declaraban que “aceptamos la unidad de la Iglesia, pero no aceptamos la uniformidad”, asumiendo con ello el riesgo de faccionalismo que sus proposiciones de cuestionamiento institucional significaban. Quizás por ello, insistían en la necesidad del proceso de “des-clericalización” del MOAC, transfiriendo la mayor cantidad posible de responsabilidades hacia los laicos obreros, con el resultado de que sus acciones y juicios quedasen así desvinculados de la autoridad jerárquica que efectivamente se ejercía sobre los sacerdotes participantes del movimiento. Los redactores del texto eran plenamente conscientes de su posición, en tanto advertían que “si los movimientos deciden el enfrentamiento al sistema capitalista y la contestación contra el régimen, van a tener tensiones graves con la Jerarquía”, ante las que aconsejaban evitar “la tentación de ruptura”. Como táctica para subrayar este último factor, se acudía tanto a la cita de documentos conciliares que afirmaban la relevancia de los laicos como parte integrante del Pueblo de Dios –en equivalencia con la Jerarquía-, y al mismo tiempo se profundizaba la identidad entre sacerdocio y vida obrera, al momento en que se declaraba que “la lucha obrera es nuestra lucha, pues somos obreros comprometidos en las organizaciones de promoción y liberación de nuestros hermanos”.14

Quizás la expresión más clara de esta suma de estrategias para tornar trabajadores a los sacerdotes fue el hecho de que, tras la victoria electoral de la Unidad Popular en septiembre de 1970, el MOAC no dudase en manifestar su adhesión –junto a grupos de sacerdotes, un “único obispo” y el Movimiento Iglesia Joven, organización que sumaba hombres y mujeres consagradas y laicos, de muy visible compromiso revolucionario y protagonistas de la toma de la Catedral de Santiago en agosto de 1968 (Fernández, 2019)- al nuevo gobierno, en tanto éste “constituye una gran esperanza para la clase obrera”. Junto con ello, sostenían la necesidad de mantener una “actitud decidida a favor de la unidad de todos los trabajadores por encima de las diferentes opciones electorales”, así como “una actitud no triunfalista y de vigilancia a favor del cumplimiento de las aspiraciones de todos los trabajadores”.15 Similar tono utilizaba la JOC al declarar, tras la elección que “en estos momentos el pueblo ha llegado al poder” y que “el camino está abierto para hacer los cambios revolucionarios”, aun cuando al mismo tiempo expresaran que la organización “nunca se podrá transformar o confundir con un movimiento político partidista” y por lo tanto “como movimiento no podrá prestarse a que la usen en un juego político partidista”.16 Síntesis de todo lo anterior es la declaración que el Movimiento emitía el 10 de septiembre de 1970, a pocos días de la elección de Salvador Allende:


Saludamos el triunfo de Salvador Allende en el convencimiento de que significará la participación activa y responsable de todos los trabajadores en los destinos del país.

Saludamos a los trabajadores que no apoyaron a la Unidad Popular. Porque después de la elección, entre los trabajadores, no puede haber vencidos ni vencedores. La responsabilidad de la clase obrera en la construcción de una sociedad menos injusta es más importante que las diferencias electorales.

Llamamos a todos los trabajadores para que, superando nuestras legítimas diferencias antes de la elección, unidos trabajemos para construir un Chile más justo, más humano y más fraternal.

Denunciamos las maniobras de la Derecha política y económica que pretende jugar con el pueblo amenazándolo con el hambre, la cesantía y aprovechándose de su sentimiento religioso.

Denunciamos el anti-patriotismo de algunos políticos, empresarios y privilegiados con las riquezas que están creando un clima de caos económico con el fin de amedrentar a las familias de los trabajadores.

Rechazamos los dilemas marxismo o democracia; cristianismo o marxismo, en la actual situación chilena.

Nos comprometemos consecuentes con nuestra calidad de trabajadores y cristianos, motivados por nuestra fe en Jesucristo a trabajar para que la revolución sea auténtica liberación integral de los hombres.17


En la misma vía de apoyo clasista al triunfo de la Unidad Popular se encauzó la Acción Católica Rural, que a través de las páginas del Boletín del MOAC declaraba:


Afirmamos que nuestra Iglesia se ha comprometido en la transformación social de los pueblos latinoamericanos.

Afirmamos que nuestro Movimiento de Acción Católica Rural es expresión de la Iglesia en el campo. Somos la Iglesia comprometida solidariamente con las esperanzas, los esfuerzos y las luchas de los campesinos.

Afirmamos que para nosotros, campesinos cristianos, no tiene valor ninguno la teoría de que existe “una izquierda marxista y una izquierda cristiana”. Nadie puede pretender dividir así a los trabajadores. Para nosotros lo que existe es una sola realidad: pueblo y dominadores del pueblo. Nosotros estamos con el pueblo. Nosotros estamos por la justicia contra la dominación. Estamos por la dignidad contra el abuso y todo lo inhumano. Estamos por la fraternidad contra el aislamiento, el individualismo y el odio.

Declaramos que solidarizamos con la elección que hizo el pueblo chileno el 4 de septiembre recién pasado. El pueblo eligió para Presidente de la República a don Salvador Allende G., candidato de la Unidad Popular. Con esta elección, la clase trabajadora campesina demuestra su decisión de continuar y profundizar el proceso de cambios. Demuestra su decisión de seguir luchando para que los campesinos tengamos justicia, tengamos dignidad y seamos tomados en cuenta.

Declaramos que es nuestro deber, como cristianos, colaborar con entusiasmo, responsabilidad y sinceridad para que el Gobierno y los trabajadores realicemos en nuestra Patria el Programa de la Unidad Popular. Apoyemos este Programa porque abre las puertas a la participación activa y decisiva de los campesinos en la realización de los cambios.

Llamamos a nuestros compañeros a reforzar nuestra Unidad de Clase, a reforzar nuestra Organización, para tener fuerza y poder. Más que nunca necesitamos estar unidos y no malgastar nuestras fuerzas por divisiones ideológicas. Llamamos, principalmente, a todos nuestros dirigentes campesinos representantes de los Asentamientos, Sindicatos, Cooperativas, Comités, etc., a hacer el patriótico esfuerzo de intentar y realizar la integración de todas las organizaciones campesinas.

Llamamos a todos nuestros compañeros campesinos a defender el legítimo y limpio triunfo electoral del pueblo chileno.

Como Acción Católica Rural, Movimiento apostólico de la Iglesia, nos comprometemos a continuar trabajando por la liberación integral de ‘todo hombre y de todos los hombres’ de nuestra Patria. Los cristianos somos el signo de Cristo que libera plena y definitivamente a toda la humanidad.18

De esa forma, ambas declaraciones daban cuenta no solo del irrestricto apoyo que los militantes de estas organizaciones –así como sus asesores religiosos- manifestaban con respecto al triunfo de la Unidad Popular, sino que (y es lo que más interesa destacar aquí), el carácter clasista de esta victoria, la identificación de la coalición electa con las esperanzas y necesidades del pueblo. Al hacer esto, lo que los sacerdotes y religiosas participantes de estas plataformas de acción política católica hacían era llevar a cabo de forma implícita la adscripción partidista que una y otra vez negaban o percibían –en este contexto específico- como contraria a la labor pastoral de animación y difusión del Evangelio. A través del apoyo clasista se producía la equivalencia entre sacerdotes/religiosas no afiliadas políticamente y la clase obrera/pueblo representada y encarnada en el gobierno de la Unidad Popular, entidad estrictamente política, configurada por partidos políticos pero en este ejercicio sublimada como articulación de clase y por ello no como organización “política partidista” como los dirigentes del MOAC críticamente significaban el compromiso político explícito en orgánicas distintas a las organizaciones “obreras”. Éstas eran, justamente, las instancias que permitían la acción política católica depurada de partidismo, y tras el 4 de septiembre de 1970, eran a su vez las plataformas de unidad que el gobierno de los trabajadores (no “político partidista”) requería. En tal sentido, lo que más importa aquí anotar es esta simbiosis conceptual producida entre la Iglesia comprometida con la clase trabajadora y el gobierno de la Unidad Popular, o si se prefiere, la subsunción de los agentes católicos en el ambiente obrero y popular en el pueblo y la clase obrera como tal, y gracias a ello, su legitimidad como actores políticos de filiación Unidad Popular.

En esa lógica, la definición y ampliación del pueblo y la clase obrera era una clave de eficacia política necesaria, y así lo entendió con claridad el sacerdote francés Pierre Dubois, asesor del MOAC en la zona minera que, antes del fin de 1970, publicaba un largo informe preguntándose por los límites del mundo obrero, que artificialmente se reducían a los trabajadores de fábrica más organizados. Para el sacerdote, el mundo obrero estaba configurado por todos aquellos cuya posición de opresión o inferioridad dependían del sistema capitalista, y por ello en tal categoría cabían por un lado los cesantes (los más pobres), y por otro, los empleados (los más favorecidos dentro del segmento popular), aun cuando quisieran identificarse con las clases medias y no ser “confundidos con los ‘rotos’ de la clase inferior”, favoreciendo con ello “principios individualistas que se oponen a los cambios a favor de los necesitados que son los más”. Así, “al querer tener más, sin preocuparse de los demás, el que se promueve individualmente no cumple su responsabilidad con los más necesitados. Les deja abandonados”. El correctivo de esta situación –entendida como un dividir para reinar aplicado por el capitalismo sobre la sociedad- era denominado como conciencia de clase, factor de movilización de un “dinamismo que permite a grupos explotados unirse para luchar contra la injusticia que les oprime”, y que se graficaba con la figura de “una columna en marcha: el grupo que la encabeza está más cerca de la meta que el grupo que recién se está integrando a la marcha. Es la misma marcha, el mismo fin, en etapas distintas”. De tal forma, y en un símil con la teoría de la vanguardia de cuño marxista, los trabajadores más acomodados y organizados debían sumar, plegar a sus logros y luchas a aquellos más postergados tanto en sus condiciones materiales como en sus habilidades de asociatividad.

La clave en Dubios estaba, para concitar la conciencia de clase, en “descubrir a los demás pobres”, tal era el gesto que permitía que la “rebeldía se transforme en conciencia de clase”, esa rebeldía a veces ajustada solo a los propios intereses y los beneficios distribuidos de forma individual. La conciencia de clase, “ser uno de ellos” con los más pobres, era por el contrario, “el primer paso liberador del hombre aplastado, porque encuentra, pese a su miseria, una razón de vivir, un aliento para luchar”. Era en tal sentido que la lucha de clases se legitimaba, no solo por la abrumadora experiencia de la violencia ejercida por el capitalismo en contra de los grupos populares, sino además porque el enfrentamiento entre clases era entendido como “la respuesta de los pobres, de los trabajadores, a los ataques del mundo capitalista”, y en esa lid poseía una triple función: defensiva, unificadora y civilizadora, es decir, que permitía a la clase obrera protegerse de los embates del capital, así como reconocerse a sí misma como agente de acción histórica y como portadora de “la posibilidad de otra sociedad, en la que la ganancia no sea el motor de la actividad sino el sentido de pertenecer a la misma comunidad”. Lo que restaba al cristiano era depurar la lucha de clases de sus componentes menos deseados: la promoción del odio, su aplicación solo a la búsqueda de conquistas o beneficios específicos y localizados y la impaciencia que en algunos generaba, y con ello, la tentación de “perder la fe en la fuerza de la conciencia obrera y acudir a soluciones extremas, descuidando la conciencia de clase”. Para emprender esta tarea de depuración, el sacerdote francés ponía como ejemplo al marxismo, que al entregar un modelo de acción y una mística para ésta conseguía la adhesión de las mayorías obreras. Lo mismo debía hacer el cristianismo, no operando como ideología, sino que como mística, “enseñándonos a vivir una salvación que viene de Cristo pobre, por el canal de los pobres, para todos los hombres”.19

El doble problema de la concientización del pueblo y la intervención profética de los sacerdotes, así como su vinculación directa con el marxismo, sería bien ilustrada poco más tarde a partir de la reflexión publicada por el párroco de la población La Victoria Santiago Thijssen, con ocasión de su participación en la “toma” del consultorio de la zona en demanda –junto a los pobladores y profesionales de la salud- de la instalación de una posta de urgencia que funcionase las 24 horas del día, demanda en gran medida motivada por el fallecimiento sin atención o con cuidados insuficientes de varios habitantes de la población. Tras el éxito de la iniciativa, ésta era relacionada por el sacerdote con el mandato de justicia establecido en Medellín, y junto a ello, como un signo concreto de “la necesidad de que el pueblo solucione sus problemas, se haga sujeto de la historia”, bajo la idea de que la mera concientización –“tan de moda”- debía ir acompañada “de acciones concretas de liberación”. Eran justamente esas instancias las que permitían verificar que “en una acción concreta de liberación se encuentran fácilmente los cristianos y marxistas (menos los fanáticos de ambos grupos) y todos los problemas de diferentes ideologías desaparecen como la nieve ante el sol”. En ese contexto, según Thijssen, “los cristianos encontraron fácilmente su lugar: ser luz, sal y fermento”, conscientes de que “el movimiento es de toda la población”, pero ellos “entienden mejor ahora su tarea de servir, tomar los puestos más difíciles, mantener unión, entre ellos, oración y Eucaristía”.

Con respecto a los sacerdotes, esta oportunidad de estar “comprometidos con la gente, sufriendo con ellos y arriesgándonos por ellos”, facilitaba de algún modo “nuestra tarea de profetas y salvadores”, actualizando “el misterio pascual: cruz y victoria hoy día”, adelantándose así “la imagen del sacerdote del futuro”. Por eso, en lo más inmediato, la toma del policlínico y la intervención sacerdotal en ella representaba “un tiempo de luz y gracia, en medio de la oscuridad y sufrimiento enorme con el dolor ajeno, que es nuestro”. A un mediano plazo, para Thijssen, “el Señor nos está mostrando luz para futuras acciones pastorales, aunque presentimos que esto puede llevar a persecuciones y cruz, pero infaliblemente a la victoria”.20

Este tan visible activismo sacerdotal no dejaba de replicarse en distintas partes del país, y por ello, la publicación que servía de medio de expresión con este tipo de agentes abundaba en la puesta en común de experiencias situadas que sirviesen de ejemplo e insumo de debate por parte del clero vinculado al mundo popular. Así, Pastoral Popular publicaba, a inicios de 1971, la reflexión del sacerdote belga Antonio Ghyselen, tras cinco años instalado en “una parroquia obrera del norte de Chile”, en un contexto similar al que representaba el proyecto encabezado por el sacerdote holandés Jan Caminada y la denominada Experiencia Calama (Carrier, 2014) . Lo primero que al sacerdote le importaba despejar era que la necesidad de renovar las formas de intervención pastoral y protagonismo sacerdotal no nacía a partir de su formación europea –como si fuese un “problema personal” o solo un factor que “uno trajo junto con su formación teológica como equipaje cultural”-, sino que del fruto de la propia experiencia local y los movimientos desatados a partir de Medellín 1968.

Evaluando su entorno desde la parroquia popular, Ghyselen identificaba la existencia de un mayoritario catolicismo convencional o tradicional, marcado así por el cumplimiento cultual de los sacramentos, como por los ritmos propios de la religiosidad popular. Ambos factores representaban para el sacerdote que se cita expresiones de una “religión alienante que ya no tenía nada que decir ni aportar” a los mismos creyentes, y más aún, a los segmentos de la población ya alejados del cristianismo, aun cuando entre estos últimos “muchas de esas personas son valiosas, tienen inquietud, están comprometidas con su comunidad, tienen un profundo sentido de justicia, viven los valores de la solidaridad y el compañerismo, están dispuestos a sacrificar algo por el otro, buscan la verdad”. Es decir, encarnaban una suma de elementos propios de la interpretación progresista del catolicismo, “pero no se sienten interpretados por la Iglesia”, y percibían que sus recientes cambios bien podían representar solo “una nueva táctica para recuperar el terreno perdido”.

En el fondo Ghyselen anotaba una crítica central a las prácticas y convicciones de los católicos de su entorno, quienes se satisfacían solo en el plano de lo ritual y no parecían dispuestos a relacionar su fe con un mayor compromiso social, llegando al extremo en que el sacerdote reconocía que por sus prédicas en esa dirección, había sido interpelado con un muy sintomático “pero padrecito, ¡usted me va a quitar mi fe!”. Así, los creyentes del pueblo “quieren y necesitan de los sacerdotes, pero según el punto de vista de ellos: para poder cumplir con sus ritos, para sus costumbres muy religiosas que no son por eso cristianas aunque se califican de ‘católicas’”. En ese proceso, el belga reconocía también responsabilidad clerical, en tanto “nosotros mismos, con nuestras oficinas, amarrados a nuestros templos parroquiales, ocupados casi siempre en la pastoral sacramental, proyectamos hacia afuera una imagen del profesional del culto, del hombre del clero, distribuidor de bendiciones y ritos”. El diagnóstico, de esa forma, era pesimista, ya que la aproximación del sacerdote a “la gente más dinámica”, es decir, hacia aquellos más comprometidos con las necesidades de su población, poseía una imagen consolidada de éste, “lo tienen fichado como a aquel que trata de mantener a la gente en el engaño, el atraso y la mentira. Siempre ven al sacerdote identificado con la estructura y vinculado con la Iglesia-institución, que de lleno rechazan”.21

Todo ello obligaba a lo que la misma publicación enunciaba en su siguiente número como una “revolución en la Iglesia”, metaforizada con la imagen de “vino nuevo en cueros nuevos, porque las estructuras añejas no resisten más”.22 Quizás ejemplo de esta “revolución en la Iglesia” fueran tanto las experiencias de aproximación obrera y popular que se han aquí restituido, o la misma organización política que se darían sacerdotes y religiosas a partir de la articulación de Cristianos por el Socialismo a partir de abril de 1971. Lo que aquí más interesa subrayar, sin embargo, es que para el segmento de católicos más cercano al marxismo, estos cambios pasaban no solo por la dinámica interna de la institución, sino que por la acción política de base experiencial, el “ser como ellos” que al mismo tiempo que anulaba factores de identidad anteriores presentes en los mismos católicos –como una identidad de clase burguesa o los escrúpulos en relación a la violencia política- les permitía incorporarse activamente al gobierno de la Unidad Popular, más aun cuando el triunfo de la coalición encabezada por Salvador Allende se verificaba como una realidad.


Conclusiones.


A modo de consideraciones finales es posible proponer –a la luz de los eventos e interpretaciones aquí desarrolladas- un conjunto de elementos capaces de operar conclusivamente en relación a los vínculos entre sacerdocio, política y mundo popular en el contexto del cambio de la década de 1960 a la de 1970 en Chile. En primer lugar, la alta valoración que aquellos agentes consagrados aquí citados dieron al mundo del trabajo en general y al de la clase trabajadora en particular, en tanto nicho de constitución de una encarnación más auténtica del cristianismo, autenticidad radicada tanto en el carácter material, económico de la experiencia del trabajo, como por su capacidad de situar objetivamente a los sujetos en un proceso de politización agudo y conflictivo. El trabajo representaba así no solo la vía de acceso –secular- a la experiencia “real” de los oprimidos –ubicada a una distancia sideral del común de las biografías de los sacerdotes que se trasladaban vocacionalmente al mundo popular-, sino también la clave que permitía el desenvolvimiento y legitimación de una politización sacerdotal explícita, ya descubierta de sus escrúpulos político-partidistas. A diferencia de buena parte de la opinión católica del periodo, y como en estas páginas se ha tratado de ejemplificar, la pertenencia al pueblo lograda a partir de la experiencia de su proximidad vital desactivaba las barreras de ingreso a la politización activa, en tanto ser parte del pueblo era ser parte de un proyecto histórico de transformaciones.

Este proyecto histórico –que en el contexto analizado se representa en el triunfo de la Unidad Popular- suponía a su vez una intensa convergencia entre el cristianismo progresista y el marxismo, convergencia que se daba en lo fundamental no en lo doctrinario –que no era motivo de discusión en el tipo de foros que aquí se han reconstruido, sino que se daba en el ámbito de la teología y la controversia intelectual (Fernández, 2022)- sino en lo práctico y lo ejemplar. Es decir, por un lado, los sacerdotes que convivían en el mundo del trabajo y popular se encontraban con militantes marxistas al calor de sus luchas y reivindicaciones; y por otro, el producto de esta convivencia derivaba en que los agentes religiosos buscaban trasferir a las organizaciones católicas y sus miembros algo de la mística, del compromiso, del tesón que los marxistas verificaban en su accionar, y que en gran medida les legitimaba en el mundo popular.

De tal modo, y de forma muy gráfica, la proposición quizás de fondo que el análisis permite reconocer es que, para este segmento de sacerdotes insertos en experiencias de trabajo y pobreza, comprometidos así con una suerte de programa de politización por proximidad, la interpretación del cristianismo como una entidad revolucionaria, desideologizada y desprovista de sus caracteres más rituales o de cercanía con las clases dominantes, era tanto una tarea como una evidencia doctrinal. Quizás la mejor prueba de ello sea el que, en estas páginas, se ha podido rastrear el temprano pero recurrente uso del concepto de liberación para catalogar la obra y horizonte de intervención católica en el mundo, o como al inicio se proponía, como vía secular para acrecentar la eficiencia transformadora de la acción política de inspiración católica.

Dicho todo ello, y al finalizar, debe advertirse que la centralidad que para este tipo de agentes religiosos representó la inserción en el universo del trabajo y el mundo popular, el ánimo y expectativas que en ello pusieron, no significó un reconocimiento o recepción asimilable desde el campo de la clase obrera y sus organizaciones. Como las huellas aquí recopiladas lo demuestran, en general predominó una suerte de extrañeza ante el ejercicio de “ser uno de ellos”, en tanto –y probablemente cuando los mismos sacerdotes insistían en la imposibilidad de transferir la experiencia de la inseguridad, del miedo al hambre, de la precariedad de la vida también lo confirmaban- la vida popular y la del trabajo obrero ya se habían alejado de la impronta institucional católica, y si la mantenían era en un formato “cultural”, es decir, alojada en ritos y calendarios más que en convicciones profundas o disponibilidad para ser parte de un programa católico de intervención social. Quizás esta misma realidad derivase en que, instalados en su propio derrotero de politización sacerdotal, los agentes consagrados que aquí se han citado articulasen –junto a su proximidad popular- instancias de organización que los reunían como pares y puestos al servicio del gobierno que históricamente encarnaba el proyecto social del mundo popular.









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1 Este artículo es producto del Proyecto Fondecyt Regular 1170613.

2 Larrañaga de Aspeitia, J. Sacerdotes obreros en Chile (junio 1966), Mensaje. pp. 258-260. Cursivas en el original.

3 Larrañaga de Aspeitia, J. Sacerdotes obreros en Chile (junio 1966), Mensaje. pp. 258-260.. Cursivas en el original. A mediados de 1966, el cardenal Silva Henríquez expresaba en una entrevista sobre el tema de los sacerdotes-obreros: “son buenos para la Iglesia, porque acercan al hombre modesto a los sacerdotes. Pero no son necesarios en gran cantidad, porque no es la tarea nuestra dedicarnos al trabajo de la fábrica, sino otra –muy exigente-, que es servir a nuestros hermanos y las múltiples necesidades de la tarea pastoral”. El Cardenal se confiesa, (junio 1966), Desfile. pp. 4-5.

4 Vergara, I. Sacerdote y trabajo (tercer trimestre 1966), Teología y Vida. pp. 193-198.

5 Ibíd.

6 Huerta, R. Experiencias de mi trabajo como obrero (tercer trimestre 1966). Teología y Vida. pp. 199-208.

7 Glade, C. Después de un año trabajando en fábrica (julio-agosto 1969). Pastoral Popular. pp. 49-52.

8 Pujadas, I. Una comunidad cristiana popular (noviembre-diciembre 1969). Pastoral Popular. pp. 44-46.

9 Zona Sur: Quince obreros en busca de sacerdocio (octubre 1961). Iglesia de Santiago. pp. 22-23. En la zona de Talca, a inicios de 1970 un trabajador, activo militante de la Acción Católica Obrera de la ciudad, era ordenado sacerdote. En dicha ocasión el obispo de la diócesis, Carlos González, expresaba:Será sacerdote de una Iglesia y será obrero que vive de un salario, en el mundo de las poblaciones. Desde su vida normal y corriente entregará la palabra de Dios… …Ya ha iniciado sus estudios para el sacerdocio; pero no pasará por los seminarios tradicionales y tendrá una cultura sacerdotal que parta de su vida obrera… …Es hacer que un obrero sea sacerdote sin retirarlo de su vida, sin cambiarle su manera de pensar ni su manera de vivir. Pareciera que en este caso la Iglesia acepta al mundo popular tal cual es y lo integra a la vida sacerdotal.” Predica en la Tonsura de Florentino Molina, Archivo del Obispado Talca, 1970.

10 Medios para la maduración de la fe. Intercambio entre asesores y asesoras de JOC (enero 1970). Boletín de Asesores MOAC. p. 25.

11Jornada de trabajadores que son sacerdotes de la Iglesia Católica (primer semestre 1970). Pastoral Popular. pp. 41-52.

12Informe al Intendente de Concepción, Alfonso Urrejola A., sobre Posición política de la Parroquia Universitaria. 28 de junio 1970. Archivo de la Parroquia Universitaria de Concepción.

13 Chile. Jornada Nacional de Asesores (junio 1970). Boletín de Asesores del MOAC. pp. 40-50.

14 Síntesis de reunión del equipo responsable de la coordinación latinoamericana del MOAC (enero 1970). Boletín de Asesores del MOAC. pp. 9-19.

15 La Acción Católica Obrera y la situación política chilena después de las elecciones (octubre 1970). Boletín de Asesores del MOAC. p. 3.

16 La JOC (octubre 1970). Boletín de Asesores del MOAC. p. 6.

17 El MOAC. (octubre 1970). Boletín de Asesores del MOAC. pp. 10-11.

18 La Acción Católica Rural (octubre 1970). Boletín de Asesores del MOAC. p. 14.

19 Dubois, P. Reflexiones sobre algunas realidades del mundo obrero (octubre 1970). Boletín de Asesores del MOAC. pp. 28-37.

20Thijssen, S. Algunas reflexiones después de haber participado durante 15 días en la toma del policlínico (septiembre-octubre 1970). Pastoral Popular. pp. 22-23.

21 Ghyselen, A. ¿Para qué soy sacerdote? (enero-febrero 1971). Pastoral Popular. pp. 46-53.

22 Pastoral Popular (marzo-abril 1971). pp. 5-7.