Itinerantes. Revista de Historia y Religión 15 (jul-dic 2021) 26-50

On line ISSN 2525-2178




Nomine Dei. Comunidad y traducción en Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga y Manuel da Nóbrega


Nomine Dei. Community and translation in Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga and Manuel da Nóbrega



Guillermo Ignacio Vitali

Instituto de Literatura Hispanoamericana

Universidad de Buenos Aires / CONICET

guillermoignaciovitali@gmail.com


Resumen


En este trabajo atenderemos al valor de la palabra del Otro dado por Las Casas, Quiroga y Nóbrega en sus textualidades propositivas, con especial hincapié en la manera en que dicho valor ingresa en las dinámicas comunitarias de sus proyectos sociales. Así, podremos reflexionar sobre los espacios configurados en el tratado De unico vocationis modo ([1534-37] 1975) de Bartolomé de Las Casas, la Información en derecho ([1534-35] 1985) de Vasco de Quiroga y las Cartas ([1549-60] 1931) de Manuel da Nóbrega en tanto comunidades centradas en la figura rectora del evangelizador-intérprete. A su vez, complementariamente, analizaremos el papel de la traducción del nombre de la deidad cristiana en las gramáticas y vocabularios que produjeron otros religiosos cercanos a los anteriores (Domingo de Vico, Maturino Gilberti y José de Anchieta) para pensar el proceso de transculturación religiosa a partir del intento de evangelizar la lengua de los amerindios.


Palabras clave: Evangelización, Traducción, Lenguas amerindias, Método de conversión.


Abstract


In this work we will attend to the value of the word of the Other given by Las Casas, Quiroga and Nóbrega in their propositional textualities, with special emphasis on the way in which this value enters into the community dynamics of their social projects. Thus, we will be able to reflect on the spaces configured in the treatise De unico vocationis modo ([1534-37] 1975) by Bartolomé de Las Casas, the Información en derecho ([1534-35] 1985) by Vasco de Quiroga and the Cartas ([1549-60] 1931) by Manuel da Nóbrega as communities centered on the leading figure of the evangelizer-interpreter. In addition, as a complement, we will analyze the role of the translation of Christian deity's name in the grammars and vocabularies produced by other religious close to the previous ones (Domingo de Vico, Maturino Gilberti and José de Anchieta) to think about the process of religious transculturation from the attempt to evangelize the language of the Amerindians.


Keywords: Evangelization, Translation, Amerindian languages, Conversion method.




Fecha de envío: 29 de septiembre de 2021

Fecha de aceptación: 29 de noviembre 2021



Introducción


Son variadas las formas que adopta el sentimiento comunitario en la Biblia. Acaso hay dos que sintetizan cada una de sus partes fundamentales: en el Antiguo Testamento, la tierra prometida al pueblo hebreo tras el Éxodo; en el Nuevo, la comunidad apostólica de la Iglesia Primitiva. Ambas proyecciones se instalaron con singular fuerza en el imaginario ibérico del siglo XVI. El ideal político y religioso de la Iglesia Universal fue una de sus expresiones más cabales. En un mismo movimiento, la utopía futura de un orbe enteramente cristiano se conjugaba con el recuerdo de la vida de los primeros apóstoles y las sucesivas alianzas entre el dios bíblico y la humanidad. En América, la combinación entre comunidad y conversión generó modos de decir alternativos dentro del archivo colonial, en particular si se consideran los experimentos sociales que algunos predicadores de España y Portugal desarrollaron en sus textualidades propositivas para la evangelización. Como sostiene Virginia Aspe Armella (2018: 11), las sociedades comunales fundadas en el Nuevo Mundo fueron una respuesta ante la inconmensurabilidad de la empresa religiosa transatlántica y tuvieron dos objetivos inmediatos: “aportar un modelo ante lo inédito del hallazgo” y “poner en práctica el modelo concebido”. A resguardo de las inclemencias bélicas gracias a la convivencia pacífica en los pueblos, los padres y frailes hicieron allí del ejercicio de traducción una herramienta crucial para cristianizar a los indios, práctica que operó en tanto aglutinador urbano y, además, vehículo de transculturación.

A raíz del contacto con los universos socioculturales americanos, Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga y Manuel da Nóbrega se cuestionaron cuál sería el mejor modo de convertir a los nativos. Ya fuera en informaciones, cartas o tratados, la preocupación por encontrar un método idóneo recorrió el discurso evangelizador temprano y lo enfrentó, a veces con reticencias, a las formas violentas de pensar la conquista. Si la momentánea aceptación de algunas prácticas rituales (como el canto adaptado a la liturgia) era para aquellos religiosos un recurso inmediato, casi de emergencia, capaz de atraer la voluntad de los naturales y mantener la concordia entre las poblaciones, las dificultades aparecían cuando se intentaba proyectar la labor cristiana en el tiempo. La prolongación temporal añadía, a la pregunta teórica sobre cómo predicar, el problema material de dónde hacerlo y, por añadidura, de qué manera configurar ese espacio. Una parte considerable de las denuncias hechas por los evangelizadores remitía a la imposibilidad de que los indios habitaran las ciudades coloniales, por la corrupción moral de los conquistadores, o volvieran a sus pueblos, ya que allí podían mantener las costumbres autóctonas. A modo de solución intermedia entre ambos obstáculos, encontramos en los textos de Las Casas, Quiroga y Nóbrega la invención de comunidades religiosas en espacios liminares que, sin la injerencia del vicio europeo ni el roce continuo con los ritos locales, parecían adecuados para perpetuar los efectos de sus métodos de conversión.

El lugar que ocupa la palabra en el pensamiento cristiano es central. A la deidad se la identifica desde un comienzo con el verbo y al predicador, en tanto émulo de Cristo, se lo define por su acción persuasiva, de eminente carácter verbal. Esta preeminencia del factor lingüístico se mantiene, también, en las estrategias de evangelización elaboradas a lo largo del siglo XVI en América.

La voz del Otro ingresa en los escritos de padres y frailes misioneros de manera tal que constituye un rasgo diferencial respecto de los textos de los conquistadores. Sin duda con elementos proto-etnográficos compartidos con los relatos de soldados y exploradores (como la descripción de costumbres culturales nativas), la escucha del indio tiene, en el discurso misional, un dejo de pesquisa: comprender el sistema cultural de los nativos para instalar allí una sumatoria de preceptos encadenados que hagan del gentil amerindio un converso o, en clave lingüística, entender la lengua del Otro para traducirla y, en el proceso de traslación gramatical, supeditar su espíritu al significante cristiano. De esta manera, las voces indígenas que resuenan en los textos son, más bien, el eco de una colonización ontológica (Dussel, 1992) del ser y del saber del Otro (quitándole el poder de enunciación) a partir de parámetros epistemológicos y lingüísticos occidentales.

Los métodos que defendieron Las Casas, Quiroga y Nóbrega compartieron un perfil apostólico centrado en la predicación entre los indios. La conversación, en sus propuestas, constituye una práctica análoga o un preludio de la conversión, que luego se verifica en instancias también verbales: confesión de los pecados, recitado de plegarias y exámenes de conciencia, entre otras formas de control del imaginario indoamericano como variables del poder pastoral. En aras de aumentar la eficacia de la persuasión, los tres autores proclamaron la necesidad de aprender las lenguas autóctonas y gramaticalizarlas según la tradición latina, una ingente tarea que ni Las Casas ni Quiroga ni Nóbrega llevaron adelante de manera cabal. Sin embargo, el escollo fue solventado por otros religiosos que, siguiendo la senda del método trazado por ellos, elaboraron vocabularios y gramáticas imprescindibles para la predicación en los pueblos indígenas americanos, tal el caso de Domingo de Vico, Maturino Gilberti y José de Anchieta.

En este trabajo atenderemos al valor de la palabra del Otro dado por Las Casas, Quiroga y Nóbrega en sus textualidades propositivas, con especial hincapié en la manera en que dicho valor ingresa en las dinámicas comunitarias de sus proyectos sociales. Así, podremos reflexionar sobre los espacios configurados en el tratado De unico vocationis modo ([1534-37] 1975) de Las Casas, la Información en derecho ([1534-35] 1985) de Quiroga y las Cartas ([1549-60] 1931) de Nóbrega en tanto comunidades textuales (Stock) centradas en la figura rectora del evangelizador-intérprete. A su vez, complementariamente, analizaremos el papel de la traducción del nombre de la deidad cristiana en las gramáticas y vocabularios que produjeron otros religiosos cercanos a los anteriores (Vico, Gilberti y Anchieta) para pensar el proceso de transculturación religiosa a partir del intento de evangelizar la lengua de los amerindios.

Comunidad y traducción


Walter Mignolo (2000: 727) afirma que, durante la Modernidad temprana,1 el problema comunitario del mundo occidental giraba en torno al vínculo entre religión y política, con un grado mayor de cohesión social en las comunidades de fe, organizadas alrededor del credo cristiano. Esta imbricación de elementos teológicos y político-jurídicos tuvo su decadencia años más tarde por la deslegitimación de sus dos figuras referentes, el papa y el rey, pero en el siglo XVI mantenía su capacidad de articular nuevos centros sociales. En las colonias americanas, la pulsión por fundar ciudades fue constitutiva de una estrategia más general de control que sostenía la marcha del avance imperial ibérico. Como postula Ángel Rama (1984: 16), la ideación urbana respondía “a una voluntad que desdeñaba las constricciones objetivas de la realidad y asumía un puesto superior y auto legitimado, merced al cual diseñaba un proyecto al cual debía plegarse la realidad”. La función de cada pueblo erigido era, de esta manera, expandir los límites de la civilización occidental del otro lado de sus fronteras, a través de una dominación cultural que tenía en el adoctrinamiento religioso su principal arma. Las ciudades coloniales actuaban, a juicio de Perilli (2020: 25), como centros de poder que inscribían la cosmovisión europea en los territorios invadidos y ordenaban la realidad según la presuposición del “carácter inerte y amorfo” del continente invadido. En ellas, la escritura contribuyó a fortalecer los lazos identitarios entre los colonizadores, con una proyección hacia el futuro económico y religioso de los imperios que sólo incluyó la oralidad indígena en sus archivos tras un proceso de transliteración y traducción. En definitiva, fundar una comunidad ayudaba a subsumir al orden europeo un espacio externo percibido como caótico y amenazador, esto es, regular la exuberancia de una naturaleza cuyos habitantes debían trasladarse, en sus sentidos locativo y lingüístico, al nuevo sistema social impuesto por la invasión europea.

Ahora bien, ¿qué características definen a una comunidad religiosa en general y qué relación puede establecerse con los proyectos comunitarios de Las Casas, Quiroga y Nóbrega? Anderson ([1983] 1991: 30-39) piensa las sociedades religiosas antiguas y medievales como respuestas imaginativas ante lo terrible del sufrimiento humano, en las cuales surgieron promesas de inmortalidad y trascendencia que buscaban subsanar la angustia frente a la muerte. Las comunidades clásicas de creyentes, en su planteo, se distinguen de los grupos nacionalistas modernos por el lugar que las primeras le adjudicaron a una lengua considerada sagrada (el latín del cristianismo, por ejemplo), santo y seña para el ingreso y la permanencia de los individuos en la comunidad. No obstante, la escritura sacra debía ser allí controlada por una “tecnocracia teológica”, un enclave de gente alfabetizada capaz de dominar desde su saber a la gran multitud de personas iletradas. Esa importancia dada al factor lingüístico se replicó en las sociedades conventuales, con la lengua latina como eje insoslayable de la liturgia, vehículo del mundo sagrado y de la cosmovisión monacal.

En América, el contacto con las lenguas amerindias, tan diversas en su sonoridad y formadas por raíces léxicas desconocidas en el mundo europeo, motivó en ciertos predicadores la necesidad de adaptar los preceptos dogmáticos a la heterogeneidad lingüística local. El indio subyugado se enfrentaba, durante su conversión, a la distancia doble que lo separaba tanto de las lenguas romances (castellano o portugués) como del latín eclesiástico, infiltrado de manera permanente en el discurso evangelizador. El ejercicio de traducir el dogma cristiano a las lenguas nativas no tuvo un propósito meramente erudito. Los predicadores compendiaban los vocabularios y estructuraban las artes gramaticales de las lenguas americanas para convertir a los habitantes de las colonias, allende el espíritu humanista que hubiera podido acercarlos a su objeto de conocimiento. Esta clase de textos funcionó, también, como herramienta de clasificación del comportamiento social de los nuevos súbditos y sirvió para rastrear las referencias simbólicas de la cultura nativa con el fin de trastocar el significado de los términos en pos de la cristianización. Con algunos antecedentes metodológicos esbozados en los estudios de Antonio de Nebrija y demás gramáticos de la Península Ibérica, los evangelizadores buscaron conservar, en las comunidades religiosas, su lugar de tecnócratas teológicos, sin abandonar el rol de intérpretes y, por extensión, de traductores de una esfera superior, sagrada, al vulgo.2

Stock (1983: 90) utiliza el concepto de comunidad textual para referirse a un grupo social cuya identidad está estructurada alrededor de un texto autoritativo, que define las relaciones de los integrantes con el exterior. El término fue acuñado en función de las sociedades medievales de los siglos XI y XII, pero puede relacionarse con los proyectos comunitarios que abordamos por el lugar central que le reserva a la práctica hermenéutica. Stock considera que, en una comunidad textual, la figura clave no es el texto sagrado en tanto documento escrito sino aquel que lo interpreta y logra controlar mediante su saber exegético, tecnocrático, a los demás fieles inscriptos en la matriz social, que pueden ser incluso iletrados. Esto sucede porque la divulgación de los preceptos que extrae el hermeneuta es factible desde la oralidad, sin que su efecto coercitivo requiera de la escritura. En este sentido, el poder del intérprete y su capacidad de motivar al grupo de fieles deriva de su capacidad oratoria, gestualidad y presencia física, elementos todos fundamentales durante la predicación en los pueblos de indios a lo largo del siglo XVI.

Pero, ¿cómo podían los evangelizadores asegurar el monopolio hermenéutico en América? La Biblia no fue la única herramienta textual utilizada por padres y frailes para llevar a cabo su tarea. Contaron, al contrario, con una cuantiosa red de textos complementarios interrelacionados entre sí que tenían su origen en las exégesis bíblicas canonizadas por la Iglesia y estaban orientados al adoctrinamiento persuasivo de sus interlocutores indígenas. Por ejemplo, los catecismos y doctrinas cristianas en lenguas nativas que comenzaron a circular por el territorio colonial, cuya condición de posibilidad era, asimismo, otra gama de textos auxiliares: los vocabularios y las gramáticas que volvían inteligible la heterogeneidad lingüística americana.3 Estos manuales constituían una tecnología discursiva sui generis en la época y formaban parte también de las textualidades propositivas para la evangelización, ya que aseguraban el poder interpretativo de los religiosos no sólo por su potencia de hacer cognoscible lo desconocido sino también por la posibilidad de infiltrar en la trama del lenguaje signos determinantes para la conversión de los naturales, como el nomine Dei.

Esposito ([1998] 2003: 36) piensa la vida en comunidad a partir de una noción particular de don que se da entre los individuos, entendido como un intercambio obligatorio que coacciona a los sujetos dentro de un espacio comunitario. Según su acepción latina, la communitas sería el conjunto de individuos unidos no por una propiedad sino por un deber, una carga en común. En particular, la comunidad cristiana puede definirse, de acuerdo con este autor, a través del término neotestamentario koinonía. El examen de la primera epístola de Pablo a los Corintios muestra que la comunión de los cristianos se debe a la participación eucarística de sus miembros en el Corpus Christi, representado en la tierra por la Iglesia. Esta última figura, pensada desde la verticalidad por los exégetas, establece, al unísono, la alianza y la separación respecto de la divinidad dadora de vida, con la que el ser humano permanece en absoluta deuda. La comunidad de fieles se da, entonces, “en una alteridad” que sustrae la subjetividad de los individuos y la ubica en un punto “vacío de sujeto”, principio y término de la existencia terrenal. Tomar parte en una sociedad cristiana, desde esta óptica, significa asumir una actitud servil frente al dios creador compartida por todos los integrantes, yugo de servidumbre moral que los amerindios padecieron con creces en las colonias.

Sin embargo, para asegurar la cabal comprensión de esa negatividad constitutiva, cristalizada en el pecado original, resultaba imprescindible transmitir primero la idea de la divinidad cristiana a los cultos nativos, esto es, traducir, si no la literalidad de su nombre, al menos sus implicancias en la nueva configuración ética que garantizara la supervivencia del indio converso al reflejar, con su comportamiento, las normas de convivencia de la moral invasora y reproducir, al momento de confesarse, los principales dogmas de la nueva religión. En este sentido, Valenzuela (2015: 29) sostiene que la “evangelización de contacto”, durante el siglo XVI, tuvo como horizonte predicar una sumatoria de verdades dogmáticas previas a la formación cristológica del Nuevo Testamento, dado que las religiones amerindias por lo general distaban, en su credo, de concepciones teológicas tales como la de un único dios creador, un alma exclusivamente humana o un mundo al servicio del creyente. La proclama apostólica respondió a un sentido de adecuación situacional surgido del contacto entre cosmovisiones divergentes.4 Siguiendo la tradición kerigmática de la Iglesia Primitiva, los contenidos del adoctrinamiento cristiano no sólo introdujeron nuevos elementos a los “esquemas religiosos preexistentes” sino que también desplazaron del universo nativo los pilares constitutivos de su ritualidad, con el fin de transformar tanto el ser del sujeto como “los vínculos del ser humano con las distintas esferas de su existencia” (Valenzuela, 2015: 17), es decir, su vida en comunidad.5 El medio privilegiado para lograr esta transformación esencial, metafísica, fue la lengua en sus dimensiones oral y escrita, el verbo al servicio de la promulgación. La escritura del nombre “dios” en los vocabularios y gramáticas de lenguas amerindias muestra las dificultades inherentes a esta tarea de traducción religiosa.

Ricoeur ([1990] 2008: 61) piensa el lenguaje bíblico, religioso, en su función poética, como lenguaje que escapa a la vida cotidiana y es foco de innovación semántica, capaz de abrir nuevos mundos en el momento de su enunciación: “los textos religiosos constituyen, para una hermenéutica filosófica, una categoría de los textos poéticos”, dado que “se orientan a redescribir la existencia”. La fe del creyente, desde esta perspectiva, no se manifiesta de manera inmediata sino “como una experiencia articulada en un lenguaje” (Ricoeur ([1990] 2008: 64), cuya comprensión proviene de una tarea interpretativa. Dentro de esta clase de lenguaje, la palabra “Dios” reúne todos los significados parciales que forman un credo y constituye la excentricidad que diferencia a la religión de la poesía. Para Ricoeur, este carácter específico agrega, “a los rasgos comunes del poema, la circulación de un referente-arquetipo -Dios- que a la vez coordena los textos y escapa a ellos” (Ricoeur ([1990] 2008: 104). Así, en la tradición cristiana, el nombre de la divinidad supone una experiencia abismal que separa al lenguaje de sí mismo. Al igual que la palabra “Cristo” (que simboliza no sólo el ser del mundo sino también la referencia al don otorgado por el sacrificio), adquiere en tanto “expresión-límite” una forma difícilmente traducible pero indispensable para la conversión del gentil amerindio.

Siguiendo los estudios de Ricoeur sobre la traducción ([2004] 2005: 69), encontramos que la heterogeneidad lingüística radica tanto en la manera que tiene un sistema léxico de recortar la realidad como en el modo en que este recorte se recompone dentro del discurso, es decir, durante la comunicación intersubjetiva. Ambos factores son fundamentales para la cultura de una comunidad, ya que pergeñan la red de sentidos y cosmovisiones que compiten por la hegemonía simbólica entre los hablantes. El ejercicio de traducción, en este marco, construye una lengua artificial que los integrantes de un grupo social, cuya cohesión identitaria está dada por la lengua, desarrollan para acercar los elementos extranjeros, propios de la Otredad, y remediar el problema de aquello que parece a priori intraducible. Las equivalencias semánticas que encuentran los traductores durante este trayecto son premisas teóricas producidas con el fin de volver cognoscible lo diferente. Ahora bien, en el caso de la evangelización americana, el acercamiento a la cultura del Otro por parte de los predicadores encontró su límite inherente en el concepto de la divinidad y en lo que éste implicaba sobre la estructura general de una lengua, fuera europea o indígena. Así, la gramaticalización de las lenguas nativas se ordenó sobre la base de una interpretación previa, monopólica, que transformó los términos equivalentes en palabras subyugadas, convertidas y ensambladas en la nueva cosmovisión occidental. Al ser herramientas para la predicación, los vocabularios y doctrinas en lenguas amerindias se actualizaron en la oralidad cotidiana de las colonias y consiguieron, mediante la iteración, adecuar el verbo y las costumbres locales a las premisas religiosas de los misioneros.


Las Casas y Vico


El método de conversión que desarrolla Las Casas en el tratado De unico ([1534-37] 1975) es, ante todo, persuasivo. De ahí que la figura ideal del predicador adquiera por momentos la forma del orador ciceroniano. Las fuentes de la retórica clásica le permiten a Las Casas presentar al evangelizador apostólico como quien adecua la materia de su discurso a las aptitudes y necesidades de los oyentes, en este caso los amerindios. El objetivo de la prédica se condice con el fin del método lascasiano: persuadir el entendimiento y atraer la voluntad.

En el tratado, esta función lingüística y argumentativa se proyecta en el diseño de comunidades, que Las Casas luego intenta implantar en América. Retomando los postulados aristotélicos sobre la organización de la pólis, el fraile asocia la buena predisposición del espíritu a recibir la fe cristiana con el hábito que se forja en la vida comunitaria: “lo que es familiar en fuerza de alguna costumbre, se oye con mayor gusto y con mayor facilidad se acepta” (Las Casas, [1534-37] 1975: 129). El argumento culmina con una alusión a las ideas de Cicerón en su defensa del político romano Publio Sestio, en donde narra el ejemplo de un sabio filósofo que “atrajo a los hombres primitivos que vivían en un estado salvaje y muy semejante al de las fieras, a un género de vida más humano, a la aceptación de la educación en las buenas costumbres, al conocimiento de Dios y al culto de la religión divina” (Las Casas, [1534-37] 1975: 131). Al igual que sucede con los escritos de Quiroga y Nóbrega en otras regiones del mundo colonial, el mandato apostólico de predicar la fe en todo el orbe se amalgama en el discurso lascasiano con la creación de pueblos que faciliten la conversión de los naturales según un determinado modo pacífico, anclado en el intercambio comunicativo entre gentiles amerindios y cristianos bajo un clima pedagógico de instrucción paulatina.

Las Casas reelabora el ejemplo de Cristo en clave metodológica, estableciendo un modo híbrido que combina las obras religiosas con la conversación, el hacer con el decir en el marco de un diálogo con el no creyente: “Cuando comenzó [Cristo] a predicar siendo humilde y manso de corazón, y enseñando a los demás a practicar la mansedumbre y la humildad, humilde y mansamente conversaba con los hombres, atrayéndolos con su dulce conversación” (209). De aquí se desprende, luego, que los evangelizadores en América deban ser también conversadores: “que los predicadores se muestren de tal manera dulces y humildes, afables y apacibles, amables y benévolos al hablar y conversar con sus oyentes, y principalmente con los infieles, que hagan nacer en ellos la voluntad de oírlos gustosamente y tener su doctrina en mayor reverencia” (238).

El otro eje dialógico sobre el que gira la persuasión del método lascasiano es la explicación en sentido científico, es decir, la conversión mediante una prédica compuesta por verdades racionales transmitidas al oyente. Por ello, afirma Las Casas, en contraposición al clima que genera una guerra, “el modo de llevar a los hombres al conocimiento de la religión y de la fe cristianas, es del todo semejante al de llevarlos al conocimiento de la ciencia” (353). Este tipo de instrucción hace del gentil amerindio un discípulo, un aprendiz que debe aplicarse al estudio atento de lo que indica el maestro en la materia, esto es, el evangelizador. Tanto en la tradición crística como en la del saber científico, el intercambio verbal aflora en tanto medio necesario para el adoctrinamiento.

Sparks (2020: 59) ubica a Las Casas y a Domingo de Vico en una misma línea evangelizadora, persuasiva y pacífica, propia de la orden dominica. El modelo de conversión apostólica de los frailes predicadores, sustentado en la teología escolástica, se había pergeñado alrededor de 1510 y excluía, en su desarrollo, la participación de soldados y colonizadores. Uno de sus pilares teóricos fue la obra de Tomás de Vio Cayetano, maestro general de la orden en aquel entonces, particularmente sus comentarios a los trabajos de Tomás de Aquino. El autor (Sparks, 2020: 64) señala además cómo el tratado De unico refleja el espíritu dominico de evangelización sin violencia, al cual los distintos frailes reclutados por Las Casas complementaron con la puesta en acto de sus premisas sobre las poblaciones americanas, por ejemplo, la labor de Vico en las tierras mayas. Sin embargo, destaca que Las Casas ignoró a Vico en sus textos, razón por la cual fue una figura un tanto olvidada dentro de la crítica colonial:


Bartolomé de las Casas makes no mention of Vico in either his lengthy Historia de las Indias or his Apologética historia sumaria, despite the fact that he recruited Vico, traveled with him from Seville for months across the Atlantic and into the Maya highlands, and most likely used Vico’s proto-ethnographic writings on the Guatemalan Maya for those chapters in his historias. (Sparks, 2020: 93)


Uno de los mayores logros de Las Casas en materia de evangelización (fundar la comunidad religiosa de la Vera Paz, al sur de la provincia de Chiapas) estuvo íntimamente vinculado con la tarea de traducir el dogma cristiano a la lengua maya-quiché de la región guatemalteca. Con el acento puesto en la música como herramienta persuasiva, los dominicos al servicio de Las Casas organizaron una serie de expediciones de indios cantores a Tezulutlán, llamada “tierra de guerra” por los españoles. La estrategia general fue, según la han estudiado André Saint-Lu (1968) y Marcel Bataillon ([1965] 1976), componer canciones sobre los principales núcleos doctrinales del cristianismo en la lengua indígena y según la cadencia musical autóctona de los pueblos quichés, gracias a lo cual se acrecentó la eficacia de la predicación. En agosto de 1537, el grupo de nativos conversos inició su serie de cantos cristianos en la región. La armonía de instrumentos y voces transmitía un mensaje claro: los dioses adorados por los indios y los sacrificios humanos iban en contra de la nueva moral que debían respetar. La iteración de los cánticos durante ocho noches consecutivas despertó el interés de los amerindios, que recibieron finalmente a los frailes ocultos detrás de la táctica melódica.

La redacción previa del tratado De unico fue imprescindible para llevar adelante esta empresa, en especial por el perfil pacífico y dialógico que tuvieron las incursiones. Sparks (2020: 99) remarca la fundamental contribución de Vico durante la composición del sistema de, al menos, cincuenta coplas, ya que, gracias a las enseñanzas de fray Luis Cáncer (versado en las lenguas maya-quichés), pudo no sólo ayudar en la traducción de los elementos doctrinales sino también estudiar las variantes lingüísticas de la zona y componer sus gramáticas unificadas.

Ahora bien, como vimos al comienzo, si bien Las Casas estructura su método de conversión sobre la necesidad de conocer la lengua del Otro, no hay registro de que haya estudiado alguna lengua indígena en profundidad. El tratado De unico no contiene referencias a términos amerindios (tal vez porque han sobrevivido sólo fragmentos de los tres últimos capítulos o porque su misma índole escolástica hace prescindibles los vocablos autóctonos), pero otras obras de Las Casas muestran su actitud frente a la diversidad lingüística local. Por ejemplo, leemos en el capítulo CXX del tercer libro de la Apologética historia sumaria:


La gente desta isla Española tenía cierta fe y cognoscimiento de un verdadero y solo Dios, el cual era inmortal e invisible que ninguno lo puede ver, el cual no tuvo principio, cuya morada y habitación es el cielo, y nombráronlo Yocahu Yagua Maorocoti; no sé lo que por este nombre quisieron significar, porque cuando lo pudiera bien saber, no lo avertí. (Las Casas, [1536-54] 1967: 632-33)


Las Casas, pudiendo conocer más sobre la divinidad taína, no indaga en los sentidos que se le manifiestan durante el encuentro. Se limita, en cambio, a desarrollar una hermenéutica analógica con los preceptos religiosos de los indios.6 De esta manera, mientras la inmortalidad o el hecho de habitar los cielos son trazos que aproximan la racionalidad del Otro a la naturaleza cristiana, elementos culturales menos asimilables calificados de “errores” (“que Dios tenía madre, cuyo nombre era Atabex, y un hermano suyo”) disminuyen la razón de los nativos y dibujan, en el texto, el espacio de una vacancia: un lugar de guía moral que sólo podía ocupar el evangelizador-intérprete.

En actitud contrapuesta, Vico confeccionó una detallada descripción de la lengua hablada por los amerindios de Tezulutlán o al menos a él se le atribuye el Vocabulario de la lengua cakchiquel (c. 1550).7 Teólogo y misionero, Vico se suma en 1544 al grupo de dominicos que viajan a la región guatemalteca al servicio de Las Casas, ya nombrado obispo de Chiapas. Una vez desembarcado, se desempeña a lo largo de dos años como prior del convento de Santo Domingo en Guatemala y repite cargo y período en el convento de Cobán. En ese tiempo estudia las lenguas locales cakchiquel, quiché y tzutuhil. Partidario del método pacífico de conversión, se traslada luego a la zona de la Vera Paz para predicar entre los nativos durante tres años. En 1555 fallece a manos de los indios lacandones, rebelados ante la presencia europea en sus territorios.

Una de las copias manuscritas del Vocabulario que ha llegado hasta nuestros días posee 286 folios y está escrito a dos tintas, roja para los vocablos indígenas y negra para las traducciones y comentarios en castellano. La ortografía retoma el alfabeto de esta familia lingüística, elaborado por el religioso Francisco de Parra a mediados del siglo XVI. Las materias que aborda el compendio son diversas, desde aspectos de la vida conventual de los evangelizadores hasta registros de costumbres americanas. En general, el fin último de estos textos era servir como apoyatura durante la predicación. Como afirma Esther Hernández (2008: 69-70), el Vocabulario de Vico parte de la lengua amerindia y luego se traslada al castellano, sin que figure una segunda instancia en donde se inviertan los parámetros. Esto implica que las entradas no se reduzcan a las expresiones de la tradición lexicográfica peninsular y permitan el ingreso de otros términos y construcciones sintácticas fruto del contacto con la heterogeneidad lingüística local. Sin embargo, hay a lo largo del escrito un término que permanece inalterable en ambas lenguas: el nombre de la divinidad cristiana. Esta palabra-límite se infiltra en las oraciones y evangeliza, metafóricamente, el vocabulario de los indios. Por fuera del régimen de flexiones nominales nativas, la palabra “Dios” se manifiesta indeclinable y contamina los sentidos originales de las frases que los frailes recogían durante sus visitas a las poblaciones. Es posible considerar la inscripción del nomine Dei en estos vocabularios como una técnica de traducción que hunde sus raíces en el sistema de representación occidental, anclado en la literalidad, y como una forma más de lo que Lienhard (1990: 48-51) denomina la “conquista escritural” del mundo europeo por sobre la oralidad indiana. Aunque las frases surgieran de la conversación pacífica entre frailes e indios, el dios cristiano se inmiscuye en las culturas indoamericanas y desestabiliza su modus dicendi.

Veamos algunos ejemplos.8 En principio, el caso de la luz blanca en el amanecer que se transmuta, a partir de diversas asociaciones, con la esencia divina y la deontología del cristianismo. Así, de la entrada “Çak. blanco sale. çaker. ya amanese” se sucede “çakeriçah. haser blanquear, o dar lustre”, hasta llegar a “çakixic Dios, ser de Dios puro” (109-10). En el contexto general de la evangelización, este manual práctico supone un diccionario orientado a cristianizar las almas de los indios a partir de la conversión de las palabras y sus significados relativos. El campo semántico de lo lumínico culmina, de esta manera, en un suplemento de la moral religiosa europea, según la cual la blancura es garantía de pureza y cercanía con el concepto intraducible de “Dios”, que se infiltra en el segmento de la lengua del Otro con total naturalidad, como salido del propio ingenio nativo. Cristianizar sería, en este contexto, un sinónimo de depurar y, en consecuencia, de civilizar anulando los elementos considerados impuros.

En otras entradas puede suceder que el nomine Dei promueva la aparición de términos litúrgicos centrales en la práctica cristiana, tal el caso de la confesión, articulada con la introspección del nativo y la técnica de gobernabilidad del espíritu que supone el arrepentimiento de los pecados. El sintagma “tan tin choz miriçaz nuqux chuach Dios” es traducido por “endereço mi coraçon ante Dios. y desto me confiesso” (167), equivalencia que hace de la rectitud o capacidad de enderezar algo la síntesis del secreto entre el indio y el confesor. A su vez, esta última entrada permite ahondar en el conocimiento lingüístico de la lengua maya-quiché o bien habilita su comprensión en términos europeos: “choz miriça bal qux. la confeçion. de suerte q este verbo choz miriçaz es compulsivo” (167).

Por último, algunas frases contienen otras palabras intraducibles y vinculadas con el dogma cristiano, que están escritas en su variante latina, todavía común en la época. En el Vocabulario, el término anima ocupa un lugar destacado porque cristaliza un concepto kerigmático fundamental: la existencia de un espíritu humano creado a imagen y semejanza de la divinidad. Por eso no es de extrañar que ambas ideas figuren entrelazadas: “çaxel chixu sasal Dios Chihe animas pachao mari çabal. hay purgatorio. se purificaron en el fuego de Dios las animas en el purgatorio (171-2) o, más adelante, “vuexuque tal auach chu iri rutze kelibexic rutzik Dios ticolo tak auanima. si perseberas en seguir los preseptos de dios sera salva tu anima” (186). En estas dos entradas el factor teleológico es crucial para la configuración del sentido cristiano, ya que adecua la vida del individuo según el fin último de la salvación beatífica, con la idea del purgatorio como instancia de purificación entre el cielo y el infierno. Así, la nueva existencia del creyente indio debía orientarse, tras la evangelización, a comprender su realidad a partir de una causa final trascendente y mística, que encontraba su correlato empírico en la perseverancia de una conducta cotidiana supeditada a los parámetros religiosos occidentales.


Quiroga y Gilberti


Quiroga redacta la Información ([1534-35] 1985) en un escenario polémico, empeñado en revocar la provisión real promulgada el 20 de febrero de 1534, que autorizaba nuevamente el comercio de indios de rescate en las colonias.9 En el texto, el desconocimiento de las lenguas amerindias se asocia con la mala fe de los conquistadores, que prefieren salvaguardar su propio interés antes que predicar y convertir a los naturales. Quiroga revierte el argumento según el cual se justificaba el maltrato infligido a los nativos alegando su escasa laboriosidad y enfoca el problema desde una dimensión comunicativa: “las palabras y requerimientos que les dicen, aunque se los digan y hagan los españoles, ellos no los entienden, o no se los saben, o no se los quieren o no se los pueden dar a entender como deben, así por falta de lenguas, como de voluntades de parte de los nuestros para ello” (Quiroga, [1534-35] 1985: 60). La falta de intérpretes es una preocupación constante en su discurso, una vacancia cargada de un componente moral que pone de relieve lo confuso y equívoco que resultaba el mensaje europeo para los indios:


Que de lo demás que se les debría y manda requerir y amonestar y dar a entender o no se les dice, cosa alguna, o si se les dice no lo entienden ni saben qué cosa es ni hay lenguas suficientes por quien se les diga, o si lo entienden, como ven las obras contrarias a las palabras, piensan que es engaño o no se fían. (Quiroga, [1534-35] 1985: 95)


Escasez de traductores, sí, pero hay además un problema mayor: la hipocresía de los españoles que, incluso cuando se hacen entender, desmienten lo dicho con sus actos y se dejan guiar por la codicia. Ambas cuestiones comprometen al lenguaje, en su calidad de vehículo de ideas, y a lo que podríamos llamar su moral comunicativa, el conjunto de preceptos que guía la transmisión de un mensaje. En este punto, Quiroga logra distanciarse del grupo social de los conquistadores y prepara el terreno para una doble fundación, lingüística y material, encarnada en su proyecto comunitario de pueblos-hospitales. Como matriz urbana, la lengua condiciona las relaciones entre los habitantes de una población. Al corromper con sus excesos y violencias la confianza en el habla, el único camino posible de convertir a los indios era llevarlos a espacios alternativos en donde se pudiera aprender sus lenguas y predicarles el dogma cristiano. En otras palabras, trasladarlos a pueblos-hospitales como los que Quiroga había fundado en Nueva España.

A partir de su cargo de oidor de la Segunda Audiencia de México, Quiroga habilita en el archivo colonial una nueva forma de pensar la voz del Otro, sobre todo al valorar la capacidad retórica del indio y destacar su facilidad de expresión, componentes propios de un espíritu racional. La puesta en escena de la habilidad oratoria de los nativos funciona, en la Información, como una demostración de su capacidad argumentativa, lo cual, dentro de un marco jurídico, fundamentaba también el derecho a la réplica y a la denuncia frente a los abusos de los conquistadores. Una escena relata cómo un naguatato, conocedor de las lenguas náhuatl y tarasca, rompe en llanto mientras oficia de intérprete en la Audiencia, a causa de la elocuente narración de unos indios michoacanos que denunciaban a los españoles por los maltratos recibidos: “que desde allí, para ello se ponían [los michoacanos] en nuestras manos, con tantas lástimas y encarecimientos y buenas maneras de decir, que hizo la plática llorar al naguatato, […] y de lágrimas no nos lo podía referir, ni tampoco, después de referido, algunos de nosotros sufrirse sin ellas” (Quiroga, [1534-35] 1985: 58). Repetida en diferentes instancias, esta valoración retórica del indio presenta su lengua como un vehículo legítimo para transmitir mensajes y emociones. Así, Quiroga pone en evidencia ante su interlocutor y ante las demás autoridades imperiales que los súbditos americanos hablan una lengua meritoria y homologable al lenguaje de los cristianos. Se abre, con reticencias, lo que Greenblatt ([1991] 2008: 133) señala como un “sistema cerrado” respecto de las palabras proferidas por Cristóbal Colón durante su primer desembarco, un tipo de discurso que “silencia a aquellos cuya objeción podría desafiar o negar la proclama que, formalmente, pero sólo formalmente, contempla la posibilidad de una objeción”. Desde la óptica jurídica y religiosa de Quiroga, frente a la clausura impuesta tras la invasión armada se libera un moderado resquicio por el que penetra la voz ajena y permite su articulación dentro de una matriz urbana pacífica, hospitalaria.10

Cabe señalar además que Quiroga mandó a imprimir a Sevilla, en 1538, una doctrina cristiana en lengua tarasca, uno de los primeros intentos de traducción religiosa. El 22 de septiembre de dicho año, el emperador Carlos V envió a la Casa de Contratación una cédula real que daba licencia para la impresión, en la casa de Juan Cromberger, de una cartilla escrita en lengua de indios, enviada por el entonces obispo de Michoacán al Consejo de Indias (Toribio Medina, 1989: XXIII). Otra cédula del mismo día indicaba a la Audiencia de Nueva España que reuniese a prelados y eclesiásticos para examinar y tasar el volumen. Sin embargo, la cartilla no fue publicada en la Península.

Quien sí vio publicados los frutos de sus estudios sobre el tarasco fue Maturino Gilberti. Este fraile arribó a las costas de Veracruz en 1542; desde allí viajó a las tierras michoacanas, en donde permaneció hasta fallecer, hacia 1585, en la ciudad de Tzintzuntzán. Como otros gramáticos de la época, Gilberti abreva del trabajo lexicográfico que Nebrija había realizado en la Península, pero se distancia al incorporar la realidad cultural local, sus expresiones y cosmovisiones.11 Valero (2015: 236) destaca el hecho de que estos textos religiosos “tengan en cuenta quién es el destinatario final a la hora de fijar el contenido”, lo cual supone un esfuerzo por “adaptar a la cultura receptora las ideas que se pretende transmitir”. Pero, también, como muchos de los traductores que trabajaban en pos de la evangelización, su escucha del habla indígena no deja de introducir, entre sus expresiones, el nombre intraducible “dios”, que busca transculturar la lengua y, con ella, el espíritu de los naturales.

Gilberti publica en América cinco volúmenes gracias a sus conocimientos del tarasco, también llamado “purépecha”.12 En estas obras utiliza tres lenguas: el español para exponer, el latín como apoyo gramatical y el tarasco como objeto de estudio. Los textos hunden sus raíces en el trabajo jurídico y teológico de Quiroga. Uno de los preliminares del Arte de la lengua tarasca ([1558] 1898: 5), redactado por fray Alonso de Montúfar, menta que la impresión del volumen se había hecho “por mandado y comission del yllustre y reuerendísimo Señor Don Vasco de Quiroga, Obispo de Mechuacan”, guía del proyecto general de evangelización. Luego, en el “Prólogo”, Gilberti expresa el leit motiv del estudio: “porque puesto caso que la piedad Evangélica (por la qual fuimos embiados) nos constriñe a entender en sus negocios spirituales y corporales, muy mucho nos estorua la ignorancia de la lengua” (Gilberti, [1558] 1898: 11). Así, afirma que “no basta saber la lengua como quiera, sino entender bien la propiedad de los vocablos y maneras de hablar que tienen, pues que por falta desto podría acaescer, que en lugar de ser predicadores de verdad, lo fuesen de error y falsedad” ([1558] 1898:11). La transparencia del mensaje aparece aquí como un problema relativo al vínculo entre predicación y verdad, que se ubica en el lenguaje en tanto intermediario de la fe. Más adelante, al referirse a la ortografía, Gilberti describe la diferencia de los sonidos locales con los fonemas del castellano y busca establecer una guía para su correcta pronunciación. Esto muestra que la oralidad era el canal imprescindible de la predicación apostólica, el territorio lingüístico que debía ser asimilado y tecnificado.

Atravesar la frontera simbólica que implicaba el enfrentamiento con las diversas lenguas indígenas requirió la adaptación de las estrategias discursivas de los frailes en pos de la conquista espiritual. Como explica Louise Burkhart (1989), no solo era necesario expresar gramaticalmente los preceptos cristianos sino también adecuarlos a la retórica propia de las culturas americanas para mantener el componente persuasivo inherente a la tarea apostólica. A su vez, la imposición del verbo europeo en un lugar de enunciación sagrado (expropiado a los indios) les otorgaba a los evangelizadores el ejercicio del poder político asociado: “If the friars could usurp the power of those words, replacing the authority of the Indian past with that of Christianity, they would gain a significant degree of control over Indian thought and behavior, with all the social and political consequences that such control implies” (1989: 12).

En el Thesoro spiritvual (1558), Gilberti compila los conocimientos básicos de la doctrina cristiana traducidos al tarasco. La disposición de la materia supone ya, en cierto modo, un mecanismo de conversión. Después de narrar e ilustrar escenas bíblicas y hagiográficas, el texto continúa hacia una serie de “examinatorios” que debía realizar el indio antes de entrar al confesionario. Esta instancia servía no sólo como revisión de la conciencia por parte del converso sino también como evaluación del grado de religiosidad del nuevo cristiano. El “Examinatorio Mayor” versa sobre los diez mandamientos, acompañados por imágenes ilustrativas. El primer mandamiento (f. 51v) contiene el grabado de una divinidad representada con atributos monárquicos (corona, trono). Por asociación con esta imagen, las alusiones al rey español podían adquirir un sentido de divinidad, a la vez que el dios cristiano podía asumir los efectos del poder empírico que los amerindios sufrían día a día en las colonias. Estas representaciones figurativas podían reforzarse con otros sentidos adyacentes, como el de lejanía. En el Vocabulario ([1559] 1901: 406), el término “erauacuhpeni” significa “mirar los corazones, como Dios” y “erauani”, “mirar a lexos”. Esta distancia, examinadora e íntima, trae la idea de una ausencia siempre presente, epítome del soberano.

En otros momentos, Gilberti introduce el nomine Dei con las partículas “dios” o “diosen”, importadas del castellano, que se infiltran en las raíces amerindias y se suman a las palabras de la lengua local. Tal es el caso del sintagma “Consagrar, dedicar algo a dios” que se traduce como “mindani diosen” (Gilberti, [1559] 1901: 254) o “Dedicar algo a dios” que aparece como “mindan diosen ambe maro” (Gilberti, [1559] 1901: 275). También “Prometer a dios” que es “diosen am ayauacuni” (Gilberti, [1559] 1901: 449). Esta última serie tiene a la divinidad como horizonte de acción y exhibe el efecto buscado por los religiosos al evangelizar la lengua: ubicar a Dios como receptor y causa final de las acciones humanas, un marco semántico que, incorporado al lenguaje, sería capaz de estructurar la vida de los individuos. A su vez, se trata de distintos actos de habla que contienen un elemento performativo, sintetizado en el sometimiento de la voluntad vital a una idea rectora e inasible. Incluso, por su sentido de finalidad, el dios cristiano aparece como figura del futuro y garante de lo que vendrá: “Pronóstico” se traduce como “dios yliclieniremba miuda exeraliperaqua” y “Pronosticar” es “dios eueri minda exerahpeni” (Gilberti, [1559] 1901:449).

En definitiva, se diagrama al interior de la lengua nativa una constelación de ideas cristianas pregnantes gracias a la construcción o invención de ciertos vocablos híbridos, traducidos en función de la prédica apostólica y persuasiva, sustrato fundamental del método pergeñado por Quiroga. Esto puede alcanzar formas más explícitas de coerción, por ejemplo en el término “caraxaquarenidiosen” que significa “seguir a dios”, siendo “caraxahpeni: estar de la parte de otros como vassallo” (Gilberti, [1559] 1901: 24). Martínez Baracs (1997: 136) señala que la escritura, para Gilberti, tenía una doble función: por un lado, religiosa; pero, por el otro, inclinada “a la formación de escribanos indios (carari), que cada pueblo michoacano necesitaba para defenderse, por medio de la justicia española, de los atropellos de particulares y funcionarios españoles e indios”. Así, el fraile continúa la estela quiroguiana, una empresa jurídico-teológica con implicancias lingüísticas que despierta el eco de la voz del Otro para hacerlo hablar con palabras convenientes a un determinado método de conversión, en un escenario signado por la lucha entre evangelizadores y conquistadores con el afán de obtener la hegemonía simbólica colonial.

Nóbrega y Anchieta


En la “Informação das terras do Brasil” ([1549] 1931),13 Nóbrega refiere la distribución entre las tribus nativas y los asentamientos europeos en las colonias portuguesas del litoral. Para el jesuita, aquellas poblaciones que mostraban menor resistencia a las incursiones participaban también del universo de la comunicabilidad, una instancia de contacto que no podía desaprovecharse y que brindaba la clave de la penetración cultural en la lengua indígena:


Los que se comunican con nosotros hasta ahora son de dos castas [...]. Esta gentilidad ninguna cosa adora, ni conoce a Dios; solamente a los truenos llama Tupane, que es como quien dice cosa divina. Y así nosotros no tenemos otro vocablo más conveniente para traerlos al conocimiento de Dios que llamarle Padre Tupane. (Nóbrega, [1549] 1931: 99)


Se revela, aquí, la táctica predicadora del jesuita. Como sucedía a nivel edilicio, cuando un templo amerindio era usurpado y sobrescrito con signos cristianos, en el plano lingüístico el evangelizador producía un vacío, semántico en este caso, para ocuparlo con el signo primordial de la tradición judeo-cristiana: el nomine Dei. De esta manera, el fenómeno natural pierde su lugar protagónico para ser reemplazado por una figura paternal, importada del acervo cultural de Occidente. 

En una epístola de 1550, enviada al padre Simão Rodrigues, Nóbrega manifiesta la importancia del conocimiento de las lenguas locales para lograr una predicación eficaz. Tras declarar el nulo ejercicio propio en el estudio del tupí, destaca las aptitudes de João de Aspicuelta Navarro, correligionario suyo, quien “andando por las aldeas de los Negros, en pocos días que aquí estamos, se entiende con ellos y predica en la misma lengua” (Nóbrega, [1549] 1931: 105); además, “a la noche [...] hace cantar a los niños ciertas oraciones que les enseñó en su lengua, en lugar de ciertas canciones lascivas y diabólicas que antes usaban” (Nóbrega, [1549] 1931: 105). La acción peregrina y bilingüe de Navarro se corona gracias a la facilidad con que traduce las oraciones de la liturgia a la lengua nativa. Esta operación no es una mera adaptación de palabras equivalentes, sino una intervención cultural sobre el universo místico de las poblaciones. A través del canto reformado se oblitera la creencia en otras divinidades, lo que lleva al entusiasmo de la aldea tupí: el nuevo canon desplaza del campo religioso los cánticos tradicionales, que ocupan desde ese momento el lugar del pecado, para ser insuflados por la idea monoteísta del nuevo dios.

Como en los textos de Las Casas y Quiroga, Nóbrega articula el estudio de las lenguas locales con los proyectos comunitarios. Una de sus cartas, dirigida a los padres y hermanos de Portugal en 1559, versa sobre la vida cotidiana en las aldeas de São Paulo. La epístola da cuenta del orden que primaba en los experimentos sociales de los jesuitas, previos a las misiones. Nóbrega destaca el trabajo de la “escuela de niños”, en donde se enseñaba latín y portugués y se estudiaba la lengua tupí. Los infantes eran un engranaje fundamental en el proceso de transculturación, ya que se encargaban de “enseñar la doctrina a sus padres y más viejos y viejas”, lo cual daba por resultado “oír por todas las casas loarse a Nuestro Señor y dársele gloria al nombre de Jesús” (Nóbrega, [1549] 1931: 179). Esto nos retrotrae a una de sus primeras cartas, enviada al ya mencionado Navarro en 1549, en la que refiere un suceso que consideró admirable: “andando por los caminos, noté a algunos que decían en voz alta el nombre de Jesús, como les había yo enseñado” (Nóbrega, [1549] 1931: 94). Introducir los sonidos de la palabra intraducible “Jesús” en el vocabulario indígena era, para el evangelizador, equivalente a convertir su espíritu o, al menos, comenzar a hacerlo. Durante la conversión, verificable en primera instancia desde la oralidad, la voz del Otro adquiere un estatuto superior, capaz de vehiculizar los nombres de la divinidad cristiana.

A lo largo del siglo XVI encontramos una sola gramática publicada sobre el tupí. Fue compuesta por Anchieta hacia 1560, tras su prolongada estadía en la región de Pitiranga, e impresa en Coimbra en 1595. Este padre jesuita había llegado en 1553 a Bahía, desde donde partió rumbo al sur con Nóbrega, su superior en aquel entonces. Llegaron a la capitanía de São Vicente a fines de diciembre y ya en enero del año siguiente habían fundado un colegio. Los once años de experiencia allí le sirvieron a Anchieta para confeccionar el Arte de grammatica da lingua mais usada na costa do Brasil.14 Al igual que en los casos de Vico y Gilberti, vemos en el texto del jesuita la injerencia de vocablos religiosos en el estudio gramatical. Al abordar el “Pretérito Imperfecto segundo”, el ejemplo es un posible diálogo entre un evangelizador y un indio, donde el primero examina la fe del segundo: “se usa con, meèmo, vel beémo, in sive de dos maneras, una disculpando, & assi sirve el affirmativo, & negatiuo: como diciendo a alguien porque no crees en Dios? Responde. Nayeboéixoemeémo, no aprendiera yo” (Anchieta, 1595: 25). La breve conversación exculpa la ignorancia del dios cristiano. De manera híbrida, los sentidos teológicos occidentales se entrelazan con las expresiones de los indios y sirven como herramienta a cualquier predicador para continuar su labor en las aldeas. Lo mismo ocurre con el verbo “Aipotâr”, que Anchieta traduce como “quiero”, del cual explica: “activo se hace, Aimomotâr, mas la persona agente queda paciente, vt, Aimomotâr Pedro, Pedro me desea, xemomotâr tupâ deseo a Dios” (Anchieta, 1595: 49). La divinidad cristiana, bajo el nombre transculturado (“tupâ”) que le diera Nóbrega en la epístola anteriormente citada, se inscribe mediante la predicación en el ideario de las tribus brasileñas como el objeto de su deseo, un acto volitivo que igual los relega a la sumisa pasividad de quien adora.

Cuando Anchieta refiere la construcción de verbos activos con nominativos, analiza el uso de la primera persona del plural con el caso “xeríba tobajára yaû, los contrários comieron a mi padre”; pero luego, para la primera del singular, ejemplifica con “mboya, Pedro, yaixuû, la Cobra mordió a Pedro” (Anchieta, 1595: 36). Esto podría aludir al episodio bíblico, narrado en el libro de los Hechos (28), sobre la llegada de los primeros apóstoles a la isla de Malta. Tras haber naufragado en el mar, los isleños les ofrecieron refugio a los predicadores y encendieron un fuego para confortarlos. Pedro añadía algunos leños cuando una serpiente, huyendo de las llamas, lo mordió. Los malteses interpretaron el hecho como señal de que el apóstol era un asesino. Pero Pablo arrojó la serpiente a las brasas y no sufrió dolencia, anomalía que lo llevó a ser endiosado por la gente del lugar. Es destacable la similitud entre la aventura apostólica y la evangelización en América: en principio, una comunidad pagana que desconfía de los cristianos; a la vez, un enviado que revela el beneplácito de la divinidad con un evento milagroso y lo utiliza como argumento que fundamenta su prédica. La aparición de este sintagma específico traducido sugiere que la gramática, mientras los misioneros aprendían las lenguas locales, servía también para dar a conocer qué historias resultaban pertinentes para una predicación eficaz entre los pueblos de indios.


Palabras finales


A modo de cierre, es necesario destacar que todas las voces recuperadas en esta clase de textos están, en definitiva, mediadas por el poder semiótico de una minoría religiosa, encargada de traducir el discurso nativo y adaptarlo a las exigencias de un cierto modo de predicación, el cual debía ser defendido con argumentos ante los demás interlocutores imperiales. Sin embargo, en esas voces permanece un resto, la resistencia de culturas que forzaron la adaptación de las gramáticas europeas a la heterogeneidad local, en acercamientos misioneros estructurados bajo la égida de términos intraducibles como “Dios” o “Jesús”. Retomando a Bruce Mannheim, López Parada (2018: 17) sostiene que al flexibilizar los parámetros epistémicos de los estudios lingüísticos, dejando ingresar la voz del Otro en una disciplina que estaba enfocada en el análisis documental, la traducción religiosa, además de ser instrumento de la predicación, fue una herramienta fundamental para la expansión y el dominio europeo en América. No es casual que se hayan desarrollado gramáticas en lenguas amerindias desde el siglo XVI hasta finales del XVIII. El modus operandi general unificaba las variantes dialectales en una misma lengua franca como el tarasco, el quiché o el tupí, con lo cual se intentaba borrar la heterogeneidad amenazante, plural e inasible. Asimismo, el desarrollo de estos textos no fue un proceso unilateral. Convergía allí la agencia de indios y europeos intermediarios que servían a la Corona con sus traducciones. El producto final, híbrido, contiene la mutua resignificación de las culturas.

Las textualidades propositivas de Las Casas, Quiroga y Nóbrega marcaron una necesidad lingüística y mostraron una manera diferente de entender los primeros hitos comunicativos con las poblaciones americanas, dentro de un esquema de prédica apostólica como camino de transformación cultural. Luego, los manuales de Vico, Gilberti y Anchieta complementaron aquella idea inicial con un arsenal concreto y eficaz. A fuerza de iteraciones litúrgicas, poco a poco el dogma logró inmiscuirse en la filigrana etérea de la oralidad hasta ordenar la dinámica comunitaria de pueblos erigidos alrededor de un verbo que se vestía con voces amerindias, pero remitía a sentidos europeos.

El evangelizador-intérprete emerge, en estos textos, como la figura idónea capaz de mediar entre la doctrina sacra y el neófito indiano, recién convertido a la fe. Su presencia habilita la escucha diferencial del Otro con vistas a elaborar un vocabulario liminar, dinámico, que pueda trasladar el sentido religioso europeo y contribuya a forjar la moral de los nuevos súbditos. Ciertos nombres vertebrales del canon eclesiástico sitúan al predicador en los bordes de su propio entramado cultural, obligándolo a reproducir fonéticamente los términos importados o adaptando por analogía semántica el sentido de la divinidad. Ambas estrategias derivan en una lengua de contacto, un andamiaje gramatical sui generis creado a partir de la acción misionera sobre las poblaciones americanas. Como explica López Parada (2018: 73), el ejercicio de traducir la fe posee una dimensión performativa que hace de estos manuales una escritura compleja, “un juego redondo por el que la traducción deja de ser un medio y se convierte en un fin con el que persuadir, convencer y testimoniar el asombroso y deseable don de lenguas que los hace posibles”. En el centro de ese círculo, el evangelizador escucha, interpreta y traduce una cultura en otra, modificando aspectos de la propia tradición en el proceso; busca ordenar la heterogeneidad que lo rodea según un método pacífico y persuasivo de conversión, capaz de colonizar los saberes amerindios supeditados a los significantes cristianos.













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1 Enrique Dussel (1992) ubica la emergencia de la Modernidad a fines del siglo XV, con la llegada de los europeos a América. En este período temprano o colonial, Europa se desplaza de la situación periférica frente al Islam hacia una posición central signada por la constitución del Imperio Español, la expulsión de los moros y el éxito de la expansión transatlántica. Retomando este concepto, Mignolo (2007) afirma que es en esa primera etapa de la Modernidad donde comienza a articularse el “sistema-mundo moderno/colonial”, por medio del cual Europa constituyó un locus privilegiado de enunciación racional que, mientras otorgaba diferentes grados de humanidad a los individuos circundantes, integraba los mismos elementos de su desestabilización.

2 Encontramos ejemplos precedentes de poliglotismo en la Universidad de Alcalá, cuyos docentes privilegiaban los estudios filológicos de las lenguas clásicas y del hebreo. Nebrija, influenciado por Lorenzo de Valla y su espíritu normativo, vuelve a Alcalá en 1473 para producir la Gramática latina y castellana (1481) y el Diccionario latino-español (1491), ensayos previos a su reconocida obra de 1492. En esa Universidad se redactó la Biblia políglota de 1517 (en latín, griego y hebreo), acompañada de apéndices que facilitaban su manejo (Brading, 1991: 33-38). Así, la tríada que articulaba fe, lengua y traducción comenzaba a plasmarse en forma determinante al interior del Imperio castellano.

3 Si bien no se consideran en el análisis del presente trabajo, es preciso sumar a la lista de textos complementarios los sermones en lenguas amerindias, las obras del teatro de evangelización y los códices que informantes indígenas elaboraban para los frailes.

4 López Austin ([1980] 2004: 21) define la cosmovisión como “un producto cultural colectivo” que forma “un macrosistema de comunicación” entre los individuos de una misma comunidad. De parte de los frailes misioneros se verifica una voluntad de homologar los puntos de contacto con las cosmovisiones amerindias (por ejemplo, la austeridad en las costumbres de algunos grupos sociales indígenas) y, a la vez, simplificar las diferencias específicas de las sociedades locales. Tal es el caso de la invención de una lengua franca (tupí, tarasco, quiché) para unificar las variaciones lingüísticas de cada región o, como bien señala López Austin ([1980] 2004: 415), la unificación de una imagen negativa de los magos o hechiceros nativos, que se convirtieron en los defensores de la fe de los vencidos y los opositores al adoctrinamiento cristiano.

5 Siguiendo los estudios de Bolívar Echeverría ([1998] 2000: 51-52) sobre el mestizaje cultural, es posible considerar la traducción religiosa del siglo XVI como un proceso de “codigofagia” semiótica, en el que la tradición cristiana y la indígena coexisten devorándose entre sí. A causa de las sucesivas invasiones y victorias armadas, el discurso occidental logró ocupar el centro de simbolización de las culturas autóctonas alterándolas significativamente, si bien éstas últimas sobrevivieron, en parte, ocultas bajo los signos de la religión importada.

6 Como indica Mario Ruiz Sotelo (2010: 136): “Las Casas ha conseguido observar la religión de los indios, la religión en general, como un hecho propio de la diversidad cultural, la cual ha percibido y asimilado como un hecho inherente a lo cotidiano. Al observarla desde este punto de vista, consigue algo más que la mera tolerancia tomista: la aceptación de la diferencia como un dato empírico”.

7 Una copia posterior del Vocabulario se encuentra en la Biblioteca Nacional de Francia (Fond Américain N° 46), llevada allí por Charles Étienne Brasseur de Bourbourg. No hay rastros del manuscrito original. La copia está datada hacia la primera mitad del siglo XVII (Bredt-Kriszat y Holl, 1997).

8 Todas las referencias corresponden a una copia manuscrita del Vocabulario que se conserva en la John Carter Brown Library (https://archive.org/details/vocabulariocopio00dieg). Este documento, realizado probablemente en la primera mitad del siglo XVIII y publicado en Zapotitlán, es una transcripción basada en el trabajo de Vico.

9 En el siglo XVI se denominaba “indio de rescate” a aquel que, siendo esclavo entre los indios al momento de la compra, era obtenido por un español para emplearlo en trabajos de servidumbre.

10 Sin embargo, a diferencia de la propuesta de Las Casas, Quiroga consideró que la guerra hacia los indios podía ser justa en circunstancias determinadas. En su tratado De debellandis Indis ([c. 1552] 1988) clasifica al amerindio según dos tipos: “una cosa son los infieles que reconocen el dominio de la Iglesia y que tienen comunicación con nosotros, en virtud de lo cual deben ser tolerados y no ser forzados precisamente a la fe” (161); pero, frente a quienes se someten al dominio imperial y entablan un diálogo sumiso con las autoridades europeas, aparecen aquellos que se niegan a realizar intercambios con las potencias invasoras: “están los infieles que no tienen comunicación con nosotros, y que no reconocen al Papa ni al Emperador, los cuales, en tal virtud, son incapaces de principados y sedes reales” (163). Este argumento de Quiroga se apoya en la ley Hostes, formulada por el jurista Bartolo de Sassoferrato hacia el siglo XIV para decretar que los pueblos ajenos al Imperio Romano pertenecían igualmente al emperador y al Papa. Así, en el caso de que un cacique americano no quisiera colaborar con los misioneros, el rey español podría sujetarlo con vistas a su adoctrinamiento y evangelización.

11 Cristina Monzón (2004) indica que el modelo seguido por Gilberti podría haber sido el de las Introductiones Latinae de Nebrija (1481). No obstante las similitudes metodológicas, Acero Durántez (2011: 666) señala que el fraile habría conocido ese tipo de trabajo mediante la obra de Alonso de Molina, traductor de la lengua mexica.

12 Durante un viaje a la ciudad de México, Gilberti mandó a imprimir el Arte de la lengua tarasca y el Thesoro spiritual en lengua de Mechuacan, ambas de 1558, y el Diálogo de doctrina cristiana, la Cartilla para los niños, en idioma purépecha o tarasco y el Vocabulario de la lengua de Mechuacan, las tres de 1559. David Tavárez (2011: 67) afirma que la impresión de los trabajos de Gilberti estuvo supeditada a un marcado proceso de censura por parte de las autoridades eclesiásticas y seculares. El Primer Concilio Mexicano de 1555 había establecido que las copias manuscritas o las traducciones a lenguas indoamericanas de textos doctrinales fueran estrictamente reguladas y no circularan entre los nativos. Aunque Gilberti contaba con el aval del obispo Quiroga, algunos censores argumentaron que existía una diferencia sustancial entre la lengua purépecha y el castellano, que tornaba intraducibles los términos centrales del dogma cristiano.

13 Todas las referencias son traducciones propias de la edición en portugués.

14 Rodrigues (1997: 398) afirma que la gramática de Anchieta describe, en la medida de lo posible, “la lengua que realmente hablaban los indios, habiendo superado con independencia y creatividad varias de las mayores dificultades que presentaban las diferencias estructurales que distinguían esta lengua de las clásicas y de las romances”. Todas las referencias son traducciones propias de la edición en portugués.