Itinerantes. Revista de Historia y Religión 15 (jul-dic 2021) 154-176

On line ISSN 2525-2178



Veintinueve meses de tregua:

una pausa en el conflicto entre el Estado y la Iglesia católica en México (1929-1931)


A twenty nine months truce:

a pause within the conflict between the State and the Catholic Church in Mexico (1929-1931)



Juan González Morfin

Universidad Panamericana, campus Ciudad de México

jgonzalem@up.edu.mx


Resumen

Este artículo pretende explorar una breve etapa de la historia de México hasta ahora poco abordada por la historiografía: los meses transcurridos desde los arreglos de junio de 1929 hasta el recrudecimiento de la persecución religiosa a través de nuevas reglamentaciones anticlericales en diciembre de 1931. Se buscará describir cuál fue la situación en esos años en que parecía que el modus vivendi pactado estaba funcionando, aunque con algunas excepciones, especialmente en Tabasco y Veracruz, así como cuál fue el detonante de una desproporcionada reacción del ala revolucionaria radical que, en diciembre de 1931, retomó el camino de imposibilitar la acción de la Iglesia católica a través de restricciones legales.


Palabras clave: modus vivendi, libertad religiosa, lucha cívica, leyes antirreligiosas


Abstract

This article aims to explore a brief stage in the history of Mexico so far little addressed by historiography: the months that elapsed from “los arreglos” of June 1929 to the resurgence of religious persecution through new anticlerical regulations in December 1931. It will be sought describe what was the situation in those years when it seemed that the agreed modus vivendi was working, although with some exceptions, especially in Tabasco and Veracruz, as well as what was the trigger for a disproportionate reaction from the radical revolutionary wing that, in December 1931, resumed the path of preventing the action of the Catholic Church through legal restrictions.


Key words: religious freedom, civic struggle, anti-religious laws


Fecha de envío: 19 de abril de 2021

Fecha de aceptación: 8 de agosto de 2021



Introducción


En diciembre de 1924 asumió la presidencia de la república el general Plutarco Elías Calles, quien se había caracterizado por su política anticlerical cuando había sido gobernador del estado de Sonora y también como secretario de Gobernación del presidente Álvaro Obregón.

En 1917 había sido promulgada en Querétaro una nueva Constitución con algunos artículos que limitaban enormemente el accionar de la Iglesia, como el 130 que, entre otras cosas, facultaba a los congresos locales para establecer discrecionalmente un número máximo de ministros de culto que pudieran ejercer su ministerio en cada estado. Los presidentes anteriores habían preferido ignorar la mayor parte del contenido anticlerical de la nueva Constitución, mas no así Calles quien, después de haber apoyado un intento fallido de crear una iglesia cismática, se orientó a presionar a las legislaturas estatales para que limitaran el número de ministros y, además, promulgó una reforma al Código penal para castigar severamente las infracciones a las leyes anti religiosas.

El episcopado optó por prohibir a los sacerdotes el ejercicio del culto público en tanto que no se derogaran las últimas disposiciones del presidente Calles y los seglares católicos intensificaron las protestas pacíficas para que la llamada “Ley Calles” se suspendiera o se derogara. Después de no haberlo obtenido y considerando haber agotado todos los medios legales, muchos católicos optaron por levantarse en armas para exigir que el gobierno otorgara las garantías necesarias para la práctica de la religión. Estos levantamientos comenzaron en agosto de 1926 y fueron tomando cuerpo sobre todo en los años 1927 y 1928. La historiografía los ha bautizado con el nombre de guerra cristera y, más recientemente, cristiada (Meyer, 1973; González, 2017a).

El 21 de junio de 1929, después de casi tres años de una guerra de guerrillas en el occidente de México en la que católicos levantados en armas exigían que se otorgara a sus obispos y sacerdotes la libertad que ellos consideraban indispensable para ejercer su ministerio, se dio a conocer que el presidente Emilio Portes Gil y dos obispos católicos, Pascual Díaz y Leopoldo Ruiz y Flores, habían tenido conversaciones luego de las cuales se había convenido que, por parte del gobierno, no se daría una interpretación “sectarista” a las leyes vigentes y se trabajaría sin ningún ánimo de destruir la identidad de la Iglesia ni de intervenir en sus funciones espirituales y, por parte de la jerarquía, que el clero mexicano reanudaría los servicios religiosos de acuerdo con las leyes vigentes (Portes, 1964: 572-573).

En la práctica se anunciaba la restitución de los templos, administrados durante ese tiempo por juntas de vecinos comisionadas por el gobierno, y la reanudación del culto público, suspendido por órdenes de la jerarquía a partir de agosto de 1926. Con ello, quienes se habían levantado en armas veían parcialmente cubiertas sus aspiraciones y, quizá más por obediencia que por convicción, comenzarían a deponerlas en las semanas siguientes al anuncio.

La historiografía ha seguido de cerca los acontecimientos de los años 1926-1929 e, incluso, cada vez más ha dirigido también su mirada a los años 1931-1936 en los que nuevamente se crearon tensiones muy fuertes a causa de leyes que, más incluso que en 1926, limitaban la acción de la Iglesia católica; sin embargo, poco se ha ocupado, si no es para mencionar que fue una época de tregua, de la etapa en la que parecía que el modus vivendi pactado tenía visos de funcionar.1 Pero, ¿fue en realidad un período de tregua? En este trabajo se pretende abordar cómo se vivieron estos veintinueve meses explorando la abundante documentación existente en los archivos eclesiásticos, así como la cobertura que la prensa nacional dio a algunos episodios.


Las expectativas de la jerarquía y el desarrollo inmediato de los acontecimientos


En las declaraciones del presidente Portes Gil publicadas por todos los diarios el 22 de junio de 1929, no se mencionaba que se había acordado la devolución de los templos que habían sido incautados, con excepción de los que habían sido ya dedicados a un uso diferente; sin embargo, había sido parte de los acuerdos. Tampoco se mencionó en esas declaraciones, ni en las de los obispos, qué habría de pasar con quienes se hallaban levantados en armas, aunque también había salido el tema en las conversaciones y el presidente se había comprometido a una amnistía general para quienes entregaran las armas. Muchos de los combatientes regresaron a sus hogares en los días sucesivos al anuncio de la reapertura de los templos con la convicción de que se había conseguido aquello por lo que luchaban; otros, la mayoría, permanecieron todavía en pie de guerra esperando indicaciones de la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, la asociación cívica que se había arrogado el papel de coordinar los levantamientos. El comité de la Liga se reunió y acordó negociar a través del general Jesús Degollado Guízar, comandante en jefe de los cristeros a la muerte de Gorostieta, una salida decorosa: los cristeros no se amnistiaban ni, mucho menos, se rendían, sino que se licenciaban, es decir, serían reconocidos como soldados que se retiraban a sus casas, igual que había ocurrido unos años antes con el licenciamiento del ejército federal que había servido a Díaz, a Madero y a Huerta.

Para la Liga y para muchos cristeros que estaban dispuestos a no deponer las armas hasta ver modificados los artículos de la Constitución que habían originado el conflicto, había sido un duro golpe el hecho de que los obispos aceptaran lo poco que el gobierno había estado dispuesto a concederles. Tuvieron en ese momento la oportunidad de cambiar una guerra por otra, es decir, dejar las reivindicaciones puramente religiosas y seguir luchando hasta conseguir un cambio de régimen político (González, 2017a: 134-140); sin embargo, prefirieron la opción del licenciamiento, toda vez que sus jerarcas admitían que ya existía la suficiente libertad para la práctica religiosa.

Para los obispos que habían pactado los arreglos, comenzó una etapa inédita en la historia de las relaciones de la jerarquía católica con sus fieles, una época de rebeldía y de duros cuestionamientos a las disposiciones de ambos prelados. Pascual Díaz había quedado como arzobispo de México y Leopoldo Ruiz y Flores como delegado apostólico.

Este último publicó el 25 de junio, apenas tres días después de que la prensa había dado a conocer los arreglos, una carta pastoral en la que exultaba por la nueva época que se había iniciado, agradecía al presidente “su buena disposición”, afirmaba que el gobierno había dado “pruebas de muy sincera y buena voluntad para llegar a este arreglo” e invitaba a los fieles a colaborar con las autoridades dentro de una “amistosa separación entre la Iglesia y el Estado”.2

El mismo día en que se daba a conocer este documento, la prensa informaba que se había rendido en Morelia el presbítero Aristeo Pedroza, junto con 600 hombres y que, acogiéndose a la amnistía ofrecida por el gobierno, se había puesto a disposición del jefe de operaciones militares en Michoacán, el general Lázaro Cárdenas.3 Sin seguírsele proceso alguno, menos aún establecer una ceremonia en la que más que rendirse se licenciara, el general Pedroza fue fusilado después de una farsa de consejo de guerra a la semana de haberse entregado (Blanco, 1947: 237-238). Después de él, se contarían por cientos los cabecillas cristeros que corrieron su misma suerte en los meses siguientes.

La pastoral de Ruiz y Flores, entre otros por ese motivo, fue recibida como una bofetada por muchos de los que habían estado involucrados en la lucha armada o la veían con simpatía incluso después de los arreglos, ya que había forzado al gobierno a rectificar aunque fuera parcialmente. ¿Dónde estaba la “buena disposición” del gobierno? ¿Dónde la “muy sincera y buena voluntad”? De manera hasta ese momento no acostumbrada de cuestionar a la jerarquía, comenzaron a circular panfletos en los que se impugnaba no solo la carta pastoral, sino sobre todo el modo en que se habían concluido los arreglos. Uno de estos, escrito bajo seudónimo por el presbítero Leopoldo Gálvez, fue publicado pocas semanas después de la pastoral y rápidamente difundido por los descontentos con la forma en que se habían dado los arreglos (Arquímedes, 1929).

El autor del folleto se permitía ningunear al delegado apostólico y atacarlo desde ángulos diversos: “No es la primera vez que Monseñor Ruiz, como muy eficaz y competente Obispo liberal (no sabemos si también masónico), condena el movimiento católico armado (…) y predica la separación de la política y del Estado respecto de la Iglesia (…). No se contenta con huir y esconderse abandonando el rebaño (…), sino que entrega a la oveja en la boca del lobo” (p. 29). En un momento determinado llega a poner en la pluma del obispo el ofrecimiento a cooperar con el gobierno “al bienestar, mejoramiento y descristianización del pueblo” (p. 30).

Y justo cuando la difusión del folleto alcanzaba grandes niveles de penetración en la opinión pública de los católicos, especialmente en las grandes ciudades, el 27 de julio el presidente Portes Gil, en una reunión con masones, se veía obligado a defender los arreglos por él alcanzados con un discurso que no cooperaba para restañar las heridas que se pretendían cerrar:

Ahora, queridos hermanos, el clero ha reconocido plenamente al Estado, y ha declarado sin tapujos que se somete estrictamente a las leyes. Yo no podría negar a los católicos el derecho que tienen de someterse a las leyes, porque para eso está el imperativo categórico que como gobernante me obliga a ser respetuoso de la ley. La lucha no se inicia. La lucha es eterna; la lucha se inició hace veinte siglos. De suerte, pues, que no hay que espantarse; lo que debemos hacer es estar en nuestro puesto; no caer en el vicio en que cayeron los gobiernos anteriores, y principalmente los de hace cuarenta años, que tolerancia tras tolerancia y contemplación tras contemplación los condujo a la anulación absoluta de nuestra legislación. Lo que hay que hacer, pues, es estar vigilante, cada quien en su puesto. Los gobernantes y los funcionarios públicos, celosos de cumplir con la ley y de hacer que se cumpla. Y mientras yo esté en el Gobierno, ante la masonería yo protesto que seré celoso de que las leyes de México, las leyes constitucionales que garantizan plenamente la conciencia libre, pero que someten a los ministros de las religiones a un régimen determinado; yo protesto, digo ante la masonería, que mientras yo esté en el Gobierno se cumplirá estrictamente con esa legislación. En México, el Estado y la masonería, en los últimos años, ha sido una misma cosa: dos entidades que marchan aparejadas, porque los hombres que en los últimos años han estado en el Poder, han sabido solidarizarse con los principios revolucionarios de la masonería (Navarrete, 1939: 43-44; Meyer, 1973: 373; Valvo, 2016: 441).


Las reacciones ante este discurso obligaron a los obispos Díaz y Ruiz a entrevistarse con el presidente para recordarle que en acuerdo previo habían establecido evitar declaraciones que podrían crispar nuevamente los ánimos. Así lo cuenta Ruiz y Flores en sus memorias: “Yo le reclamé al Sr. Presidente en la primera entrevista, él no supo que contestar y el Sr. Arzobispo Díaz lo sacó del apuro diciéndome: “El Señor Presidente, entre masones, tenía que hablarles en su lengua” (Ruiz, 1942: 100).

Aún no terminaba el mes de julio cuando Primitivo Jiménez, Luciano Serrano, Octaviano Lucio y José Guadalupe López, todos ellos cabezas de regimiento, mientras tramitaban el licenciamiento de sus tropas e, incluso, después de que algunos entregaran las armas, fueron fusilados por el gobierno (Acevedo, 2000: 76).

No obstante, no todo era negativo. En algunos estados la devolución de los templos transcurría sin mayores incidentes y solamente en unos cuantos, como Veracruz y Tabasco, las autoridades locales ponían trabas para entregarlos.

La experiencia de tres años sin poder celebrar la misa, llevó en muchos casos a las autoridades eclesiásticas a extremar las medidas de prudencia para evitar que aquello pudiera exaltar a quienes seguían siendo partidarios de la confrontación por ambos lados. Así se leía, por ejemplo, en las instrucciones emanadas por el vicario general de Guadalajara, Manuel Alvarado:

Cuidarán los Sres. sacerdotes que al reanudarse el Culto en las iglesias que estén a su cargo, se eviten las manifestaciones estruendosas, recomendando a los fieles que se contenten, por ahora, con dar gracias a Dios Nuestro Señor de lo íntimo de sus corazones, con moderada alegría, como es propio de los hijos de Dios: cantando himnos espirituales y bendiciendo en el cielo a Aquel Señor, de quien nos viene toda dádiva excelente y todo don perfecto.4


El mismo Alvarado prohibió las misas de acción de gracias y, donde ya se hubieran programado, indicó que dichas misas fueran sin sermón. Recordó que en aquellas otras que sí hubiera homilía, esta tendrían que versar, según las disposiciones canónicas, sobre algún punto de la doctrina cristiana y sin hacer alusión nunca “al estado de cosas que acaba de pasar”.5

En su informe presidencial del 1 de septiembre de 1929, Portes Gil señalaba que “hasta la fecha se han entregado a los sacerdotes católicos 858 templos en la República”. También manifestaba que “la Secretaría de Gobernación ha enviado distintas circulares a los Gobiernos de los Estados, tendientes al cumplimiento de las disposiciones constitucionales: Artículos 24, 27 y 130, a las disposiciones reformatorias del Código Penal en materia de cultos, y a la Ley Reglamentaria del Artículo Constitucional anteriormente citado”.6 La mención expresamente aclaraba que las leyes que habían ocasionado la suspensión de cultos y los levantamientos armados seguían vigentes. Aunque era verdad que la palabra dada para no aplicarlas de manera sectaria, salvo en algunos estados, se había traducido sencillamente en ignorarlas del todo. El gobierno de Portes Gil tenía ciertamente que hacer equilibrios entre el polo anticlerical, que exigía el cumplimiento cabal de todas esas leyes, y la población católica, contada la jerarquía, que había aceptado entrar en un modus vivendi y deponer las armas siempre y cuando el gobierno no interpusiera obstáculos a la práctica religiosa.

Con los radicales de su partido, que no eran pocos, Portes Gil aseguraba el cabal cumplimiento de las leyes anticlericales y el sometimiento total de los católicos a todas las disposiciones que en esta materia se habían dado; con los obispos, buscaba una vía intermedia a través del subsecretario de gobernación Felipe Canales, para irles dando al menos un poco de lo que les había prometido. De hecho, Ruiz y Flores se sentía bastante escuchado por este interlocutor y así lo explica en uno de sus escritos:

El Sr. Presidente Portes Gil nos dijo que para seguir conferenciando sobre los asuntos que se ofrecieran podíamos acudir al Sr. Lic. Canales, a quien fuimos a ver varias veces, encontrándolo muy bien dispuesto y quedamos con él que nuestros representantes para todo lo que se ofreciera serían los Sres. Lics. D. Fernando Noriega y Don Manuel Herrera Lazo.

Estos señores se portaron muy bien y consiguieron de la Secretaría de Gobernación una circular, la del 15 de agosto de 1929, en que se declaraban anticonstitucionales muchas de las leyes dadas en los Estados: circular que por desgracia no alcanzó el que se derogara oficialmente ninguna de dichas leyes, pero sí que no se aplicaran.7


La circular número 33 de la Secretaría de Gobernación, a la que hace referencia Ruiz y Flores, aunque efectivamente recordaba a los estados que sus legislaturas únicamente estaban facultadas para legislar sobre el número de ministros de culto que podían ejercer su ministerio en la entidad y cualquier otra disposición en materia de culto no correspondía a los estados, sino a la Federación, sin embargo, no dejaba de recordar, enumerando prácticamente una por una, todas las disposiciones anticlericales provenientes de la Constitución.8

Por otro lado, los templos, los curatos, los seminarios y otros inmuebles incautados durante los tres años del conflicto, no terminaban de ser entregados, ni siquiera en los estados en los que los gobernantes mostraban mejores disposiciones. Tal parecía que el mismo gobierno de Portes Gil no se sentía con fuerzas para exigir que así se procediera:

Con frecuencia por medio de los Lics. Noriega y Herrera Lazo le urgía al Sr. Canales el cumplimiento de lo ofrecido delante de él por el Sr. Presidente acerca de la devolución de los edificios necesarios para los Párrocos y Obispos y el Sr. Canales alguna vez contestó a estos dos señores licenciados que el Sr. Presidente no sabía lo que había ofrecido, pues que era casi imposible desocupar los edificios que ya estaban al servicio de la Federación o de los Gobiernos de los Estados.9


En cualquier caso, durante el gobierno de Portes Gil se mantuvo un canal de interlocución y, en cierta medida, se presionó a los gobiernos estatales para que se diera cumplimiento a lo acordado.

Por parte de la jerarquía, además de levantar la suspensión del culto, se había aceptado de último momento, como una petición especial a la que el delegado apostólico no se pudo negar, que tres obispos especialmente señalados por un supuesto apoyo a los levantados permanecieran fuera del país: el arzobispo de Durango, José María González y Valencia; el obispo de Huejutla, José de Jesús Manríquez y Zárate, y el de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez. Este último, en realidad nunca había salido del país y el delegado apostólico consiguió que tuviera una entrevista con Portes Gil, para explicarle su situación. En ella, Orozco fue escuchado más de una hora por el presidente que, al finalizar, le reiteró que tenía que abandonar el país.

Sin lugar a dudas uno de los actores más críticos en torno a los arreglos fue la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa y sus directores; a pesar de ello, en un memorándum redactado por el Comité Directivo de la Liga en julio de 1930, justamente para quejarse de los arreglos ante Roma y más todavía de la actitud de los dos prelados que los habían realizado, se reconocían con objetividad algunos puntos favorables de parte del gobierno. Se transcriben solo algunos:

1. Entregar gran parte de los templos a los sacerdotes nombrados por los señores Obispos, pero teniendo especial empeño en afirmar, por medio de una circular expedida por la Secretaría de Hacienda, que el Estado es el único propietario de ellos.

2. En pocas ocasiones ha devuelto los anexos de los templos.

3. Ha gestionado el Gobierno del Centro que no se haga efectiva la limitación del número de sacerdotes, pero dejando que los Poderes de los Estados, en varios de ellos, apliquen esa restricción.

5. Aparentar que abandona los actos de violencia y los procedimientos seguidos durante el periodo agudo de persecución, pero aplicar estos procedimientos de manera que no sean advertidos. Pruebas: los asesinatos de Coalcomán, de fechas recientes, la reciente deportación del señor don Ramón Cuadriello a las Islas Marías, etc.

7. Tolerar que algunos sacerdotes no se inscriban y que algunos sacerdotes extranjeros ejerzan su ministerio, pero cuidando siempre que la prensa afirme lo contrario.

9. Suspender la acción penal contra algunas personas acusadas de delitos de religión, pero sin sobreseer los juicios correspondientes.10


Aunque los integrantes de la Liga seguían siendo los principales detractores del modus vivendi, es interesante ver cómo reconocían alguna mejoría en el modo de obrar del gobierno: concedía en la práctica algunas libertades, pero negaba públicamente que hubiera obrado así. Era la mística de guardar equilibrios, que lo llevaba no pocas veces a castigar lo que podría considerarse una salida de tono. Como ocurrió con un incidente de poca o nula importancia, pero que las protestas de los radicales sublimaron: la impartición del sacramento del bautismo a algunos niños del hospicio contiguo al Hospital de Belén, por parte del arzobispo Pascual Díaz, que el gobierno sancionó con una multa.


Tabasco y Veracruz, dos estados que no se sumaron al modus vivendi


El gobernador de Veracruz, Adalberto Tejeda, secretario de gobernación con Calles hasta agosto de 1928,11 no había estado de acuerdo con los arreglos, es más, le parecían un error que permitiría a la Iglesia católica recuperar el terreno que había perdido durante los años en que el culto estuvo suspendido. Justo en los días en que estaban por consumarse, le había escrito al presidente Portes Gil, con copia para el general Calles, un furibundo telegrama de cinco páginas en el que explicaba lo que, a su juicio, se perdería de llegarse a cualquier tipo de entendimiento con la Iglesia:

Quieren volver al púlpito, al confesionario, a los colegios, etc., para reanudar su monstruosa tarea de deformar la conciencia y la moral del pueblo estorbando su liberación y progreso. El pueblo no los necesita; ha adquirido con su ausencia y la suspensión de cultos, la alta conciencia de la verdad que le ha dado la Revolución y espera fundadamente de usted como digno mandatario de la Nación y de sus limpios antecedentes revolucionarios, que con la firmeza que lo caracteriza y la clarividencia y patriotismo que justamente le reconocemos todos, no permitirá que se vulneren las leyes de Reforma y la Constitución vigente.12


Esta postura personal llevo a que en ese estado se amenazara no solo con no atenerse a lo acordado a nivel nacional por el presidente Portes Gil, sino incluso tomar represalias de carácter vandálico contra los católicos. Así se desprende de una carta del obispo Rafael Guízar escrita a tres semanas de los arreglos: “Me parece que los motines que se decía en México, estaban preparados en esta Diócesis, por distintas corporaciones para hostilizar a la Iglesia, no se llevarán a cabo; pues por la misericordia de Dios, creo que los ánimos se han calmado bastante. Sin embargo, aún no hemos reanudado los cultos, sino en muy pocas iglesias; pero creo que pronto volveremos a alabar a Dios, nuestro Señor, en todos nuestros templos”.13

El optimismo manifestado en la carta no se cumpliría del todo, porque, con pretextos distintos, el gobierno de Tejeda se negaba a devolver los templos que mantenía cerrados y de poco servían los reclamos del delegado apostólico y del arzobispo de México a las autoridades federales.14

Una respuesta concreta del gobierno de Tejeda a esas presiones, fue la ley del 16 de julio de 1931, que permitía solamente un sacerdote por cada 100,000 habitantes (Williman, 1976: 177). Al lado de estas limitaciones por medio de las leyes, existieron también verdaderas agresiones. Un ejemplo fue la irrupción de pistoleros identificados como emisarios del gobernador veracruzano, que hicieron fuego contra tres sacerdotes que impartían catecismo, en la parroquia de la Asunción, en Veracruz. Uno de ellos, Ángel Darío Acosta, sacerdote de sólo 23 años, resultó muerto en el acto.15

Por otra parte, a pesar de que la ley establecida por él mismo permitiría teóricamente que al menos un sacerdote por cada cien mil habitantes ejerciera su ministerio, por disposiciones extra legales se impidió en todo el centro del estado que ejerciera sacerdote alguno, ni siquiera los que por ley corresponderían. Esto ocasionó todo tipo de protestas y peticiones inclusive al presidente Calles, quien a la vista de muchos seguía actuando detrás de la endeble figura de Ortiz Rubio.

En los primeros días de diciembre, el delegado apostólico Ruiz y Flores escribió al ex presidente Plutarco Elías Calles, quien dirigía la secretaría de guerra en el gabinete de Ortiz Rubio, para hacerle llegar un expediente completo con cartas y pliegos de firmas de católicos veracruzanos que solicitaban su intervención para que se permitiera el regreso de sus sacerdotes.16 Una de estas decía:

El Comité Veracruzano, defensor de la Libertad Religiosa en el Estado de Veracruz, se honra en remitir a Ud., por correo certificado, varios legajos, conteniendo ciento dos mil cuatrocientas diecisiete firmas, para pedir al Sr. Presidente de la República, a Ud. a quien consideramos como Jefe Máximo de la Revolución, y al Sr. Ministro de Gobernación, que se nos conceda el regreso de nuestros sacerdotes, a las parroquias establecidas en el Estado de Veracruz, a lo que tenemos derecho según la Constitución General de la República, que permite el ejercicio de su ministerio a los sacerdotes de cualquier religión, en proporción a las necesidades de los pueblos.17


Tres días después, el delegado recibía respuesta por parte del secretario particular de Calles explicándole “que el asunto que en la misma se sirve tratarle, no es de la incumbencia de la Secretaría de Guerra a su cargo; por lo que me permito regresar los rollos en cuestión”.18

Si la situación en Veracruz no había cambiado mucho luego de los arreglos, las condiciones en el vecino estado de Tabasco fueron, si cabe, todavía peores. Con ánimo de que se cumpliera el modus vivendi, los prelados que lo concertaron comenzaron por solicitar la devolución de los templos y a señalar los nombres de los sacerdotes que se encargarían de ellos. Las autoridades estatales ignoraron por completo estas solicitudes, por lo que acudieron a la Secretaría de Gobernación, misma que tampoco fue escuchada.19 En poco tiempo, las peticiones ya no eran para solicitar la devolución de los templos, sino para que no los destruyeran. En oficio del 18 de diciembre de 1929, el oficial mayor de la Secretaría de Gobernación escribía a Pascual Díaz:

En contestación a la atenta nota de usted de fecha 14 del actual, en la que se sirve transcribir mensaje que le dirigen de Teapa, Tabasco, relativo a la demolición de pilas bautismales, altares, etc. de los templos de dicho lugar, le manifiesto que esta Secretaría ya se dirigió a la de Hacienda y Crédito Público comunicándole tales hechos a fin de que esta Dependencia del Ejecutivo dicte las órdenes que estime necesarias a efecto de evitar la destrucción de que se trata.20


No habían pasado dos meses, cuando consternado el obispo Díaz acudía por carta al ex presidente Portes Gil, ahora ministro de gobernación de Ortiz Rubio, para relatarle que le acaban de enviar, junto con la noticia de destrucción de nuevos templos, un impreso en el que se trataba de justificar ahora la demolición de la catedral de Villahermosa, firmado por el Lic. Garrido Canabal, quien actuaba “en completo acuerdo con el Gobernador de aquel Estado”. Aprovechaba para recordarle:

Son numerosos los testimonios que remití a Ud. cuando era el Presidente de la República acerca de los atentados cometidos contra las personas de los católicos; después han seguido contra los templos mismos y yo acudo a Ud. una vez más a fin de ver si es posible que se ponga coto a todos estos actos reprobables”.21

¿Hasta qué punto faltó fuerza o voluntad política a la Federación para hacer cumplir en Tabasco el modus vivendi? No lo sabemos, pero parece constar que al menos lo intentó. En cualquier caso, en Tabasco prosiguieron las demoliciones de iglesias, las quemas de santos y objetos litúrgicos, la fundición de campanas para dedicar ese metal a estatuas cívicas y, sobre todo, la prohibición total a los sacerdotes católicos para ejercer su ministerio, en acatamiento a las leyes que el mismo Garrido Canabal había emitido en 1925. No sería sino hasta 1938 que se volvería a permitir el culto público.22

No obstante, los casos de Veracruz y Tabasco no dejaron de ser una excepción al cumplimiento del modus vivendi dentro de la tregua de junio de 1929 a diciembre de 1931; quizá, eso sí, la excepción más estridente y llamativa y, como la Iglesia en el resto del país gozaba de ciertas libertades, las protestas por la situación de Veracruz se dejaron en las manos del pueblo veracruzano y, en el caso de Tabasco, prácticamente ni protestas hubo. Las cabezas visibles de la Iglesia: el delegado apostólico y el arzobispo de México, trataban de restarle importancia a estas situaciones desaconsejando cualquier tipo de protesta, lo mismo que a otros incidentes menores que se iban presentando y que también contradecían el modus vivendi.


Incidentes menores


Exceptuados los casos señalados, en el resto del país se notaba un gran entusiasmo y un verdadero resurgimiento de las asociaciones católicas. Rápidamente se había reorganizado la Iglesia y se multiplicaban los centros de catequesis. La juventud católica mexicana pudo organizar en 1931, en la Ciudad de México, un Congreso de Jóvenes Católicos de América Latina, con éxito y sin obstáculos por parte del gobierno. Al mismo tiempo, se multiplicaron las asociaciones parroquiales y grupos de acción católica (Jarlot, 1973: 99). Por todo ello, las restricciones que no dejaron de darse, así como el retraso en la entrega de muchas iglesias y propiedades parroquiales expropiadas, eran vistas por los prelados como incidentes menores que no valía la pena hacer más grandes.

Uno de estos incidentes se presentó cuando el arzobispo Pascual Díaz, en su visita pastoral al asilo infantil entonces contiguo al Hospital de Belén, en el centro de la ciudad, confirió el sacramento de la confirmación a algunos de los niños internos. El hecho se realizó fuera de las instalaciones de una iglesia, por lo tanto, contraviniendo las disposiciones constitucionales que exigían que todo acto de culto público se diera dentro de los templos y, sobre todo, la llamada Ley Calles, que subrayaba este precepto y aplicaba una pena pecuniaria a quien lo incumpliera.

Inmediatamente se hizo la consignación correspondiente y el arzobispo Díaz fue condenado a pagar la multa establecida. Lo que hizo no solo sin interponer ningún recurso, sino con la mayor celeridad posible para que se viera su buena disposición a cumplir las leyes y evitar calentar los ánimos. Así se lo hacía notar al Secretario de Gobernación en turno:

Tengo el honor de manifestar a usted que ayer, día veinticinco, a las seis de la tarde fui notificado personalmente en mi domicilio, del acuerdo expreso del Señor Presidente de la República que me impone la multa de QUINIENTOS PESOS por la infracción del artículo 18 de la Ley de 14 de Junio de 1926.

Me he apresurado, por el deseo que tengo de respetar la determinación del Señor Presidente de la República, a hacer hoy mismo en la Tesorería General de la Federación el entero de la referida cantidad de quinientos pesos, según comprobante que obra en mi poder.

Quiero hacer notar, sin embargo, que no me considero acreedor de que se me imponga la expresada pena, porque, asegurándome que se contaba con la autorización necesaria, se me invitó a que impartiera el Sacramento de la Confirmación a los niños internados en la Prisión de Belén, y como la infracción del artículo 18 de la citada Ley constituye una simple falta y no un delito, debí suponer, por las circunstancias especiales del caso, que no incurría en una infracción.23

Copia de esta carta fue enviada por el propio Díaz al presidente Ortiz Rubio para hacerle ver también a él su absoluta disposición de acatar las leyes y colaborar a la pacificación del país:

Me es grato enviar a usted la copia del oficio que dirigí al señor Secretario de Gobernación, para que vea usted la buena voluntad que me anima de cooperar en todo lo que me es lícito con su gobierno a la pacificación de los ánimos.

En dicha copia verá usted, Señor Presidente, cómo, a pesar de considerarme sin culpa alguna que mereciera la pena que se me impuso, por respetar su acuerdo me apresuré a cumplir lo mandado por usted.24


Otro suceso parecido se presentó algunos meses después con ocasión de la peregrinación de la feligresía católica de la diócesis de Guadalajara a La Villa de Guadalupe en julio de 1931. Algunos políticos protestaron contra un sermón supuestamente pronunciado por el arzobispo de Guadalajara. En carta del delegado apostólico al jerarca tapatío, lo previene de esta situación: “El PNR ha acusado formalmente a los ferrocarriles por las cuotas de pasaje concedidas a los peregrinos, y a V.E. Rma. por el sermón del día de su peregrinación, pues creen que V.E. Rma. fue quien lo pronunció”.25 En pocos meses se vería como estos dos hechos: los descuentos a pasajeros que iban en peregrinación al santuario de Guadalupe y las homilías de los prelados en torno a la configuración guadalupana del pueblo mexicano, serían dos ingredientes que convergerían en la explosión de una nueva marejada anticlerical.


Incubación de la ruptura: festejos por el 400 aniversario de las apariciones guadalupanas


El año 1931 estuvo lleno de acontecimientos a nivel local y nacional encaminados a celebrar con toda solemnidad los 400 años de las apariciones de la Virgen de Guadalupe. Obviamente, la culminación serían las fastuosas fiestas programadas en la misma Villa de Guadalupe en torno al 12 de diciembre. La jerarquía, especialmente la de la arquidiócesis de México, aprovechó además la oportunidad para volver a meter bajo su control a las diversas organizaciones de seglares (Butler, 2014: 338-373); esto con el doble fin de recuperar, por un lado, el terreno perdido durante los años de la defensa de la religión a cargo de la Liga, años en que el laicado consiguió orillar a los jerarcas a abstenerse de reprobar e incluso opinar sobre procedimientos con los que no concordaban, como la defensa armada; por otro lado, de evitar que en esos actos se repitieran discursos que pudieran interpretarse como intromisiones en la política avaladas por la jerarquía.

Aunque estas dos cosas las hicieron bien, e incluso forzaron a que la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa quitara de su membrete el término “religiosa”, para que si quería subsistir lo hiciera absolutamente desligada de la jerarquía y de las organizaciones católicas, sin embargo, no alcanzaron a captar que los acontecimientos caminaban sobre dos planos: uno visible y en el que todo pintaba de una manera soñada; otro, tras bambalinas, en el que se gestaba una fuerte reacción en contra de la libertad que creían haber recuperado con el modus vivendi.

En el primer plano, como se señalaba anteriormente, todo era positivo: peregrinaciones multitudinarias durante todo ese año procedentes de los más recónditos puntos de la geografía nacional; descuentos a los peregrinos concedidos nada menos que por Ferrocarriles Nacionales, empresa gubernamental y con un sindicato que se creía altamente adoctrinado en contra de la religión; concesiones de distintas autoridades del gobierno para la realización no ya solamente de los festejos, sino para importar, sin pagar los derechos de aduana, un majestuoso órgano cuyos conciertos contribuirían a dar mayor realce a la fiesta e, incluso, el ofrecimiento de numerosos diplomáticos latinoamericanos de participar en dichos festejos en representación de sus respectivos países. Sumado a esto, la necesaria resignación de los descontentos por el modus vivendi. En el plano tangible, las cosas no podían ir mejor a los ojos de la jerarquía y de la mayor parte de los observadores católicos.

Sin embargo, en el plano no tan visible, muchas cosas se estaban gestando. A posteriori se pueden interpretar la ley de Veracruz, las protestas de julio contra Orozco y Jiménez e, incluso, la multa que año y medio atrás se le había impuesto al obispo Pascual Díaz, como manifestaciones de que por debajo del agua había no pocos inconformes entre los liderazgos políticos a causa de la rapidez con que la Iglesia católica estaba recuperando una preponderancia que consideraban peligrosa.

Si lo llegaron a advertir o siquiera a sospechar los dos prelados principales del momento, Leopoldo Ruiz y Pascual Díaz, es difícil saberlo, lo que sí es patente es que las celebraciones se dieron con todo el esplendor y suntuosidad con que estaban previstas y que la prensa, con excepción del periódico El Nacional, sublimó, si cabe, todavía más los acontecimientos, lo que a la postre habría de enardecer el ánimo de los que pensaban que los católicos estaban tomando demasiados bríos y podrían, en cualquier momento, ser un nuevo obstáculo para la implantación del programa revolucionario.

Así, mientras que para algunos, el modus vivendi era toda una realidad que les estaba permitiendo celebrar sin preocupaciones el aniversario guadalupano, para otros, como el general Calles, que le había confiado al embajador Morrow que “creía que los arreglos de 1929 habían sido festinados”,26 ese modus vivendi era un error que habría que corregir muy pronto. Es más, la situación que se estaba viviendo por las celebraciones guadalupanas sobrepasaba con mucho al entusiasmo católico manifestado por la colocación de la primera piedra del monumento a Cristo Rey en Guanajuato. Y si en aquel momento la respuesta de un gobierno verdaderamente liberal, como el que encabezaba el general Álvaro Obregón había sido la expulsión del delegado apostólico, Ernesto Filippi, ahora, que los acontecimientos rebasaban con mucho aquella situación, la respuesta debía ser proporcional.

El malestar de los anticlericales afincados en el gobierno, aumentó a partir del día 5 de diciembre en que dio inicio un Congreso Guadalupano, con la participación de importantes oradores y prelados, que fue clausurado el 10 de diciembre por el arzobispo de la capital, Pascual Díaz, principal organizador del programa de festejos.27

Los periódicos, por su parte, continuaban destacando la afluencia cada vez mayor de peregrinos que arribaban conforme se avecinaba la gran fiesta y, muchos de ellos, gracias a los descuentos proporcionados por la empresa Ferrocarriles Nacionales: “La aglomeración de peregrinos aumentada diariamente por los que llegan a millares, da una brillantísima nota de alegría y entusiasmo a los festejos que se celebran en honor a la Virgen Morena”.28

Como se había anunciado, los embajadores y secretarios de diversas representaciones diplomáticas participaron el día 11 en una función que revistió un carácter casi de una ceremonia oficial, “quizás la de mayor suntuosidad, la más solemne y emotiva de las efectuadas hasta hoy”,29 cuya descripción no estuvo ajena de tonos épicos:

Todas las banderas de los países de la raza latina fueron depositadas a los pies de la Virgen por los Secretarios de las Embajadas, los Cónsules y los representantes especiales. Los fieles, sin poder contenerse, prorrumpieron en gritos de júbilo, y en medio de la solemnidad del acto, los Arzobispos y Obispos mexicanos tomaron cada uno una bandera y fueron a postrarse a los pies de la imagen. El poderoso coro resonó en el recinto y cientos de voces entonaron el himno guadalupano.30


Finalmente, el día 12, una última sorpresa se produjo para la admiración de propios y extraños: una banda militar, una porción del ejército federal, tocaba notas marciales para honrar a la guadalupana.

Al día siguiente, en medio de un alud de noticias triunfalistas sobre los festejos, había una que claramente discordaba con las anteriores y que, para más de uno de los lectores, constituía presagios de tormenta: “Causó Baja, en Masa, la Banda Num. 1 de Estado Mayor” y, con un marco negro que la distinguía de las demás noticias, transcribía el siguiente comunicado oficial:

Por disposición expresa del ciudadano General de División Plutarco Elías Calles, Secretario de Guerra y Marina, con esta fecha causa baja en el Ejército Nacional el personal que compone la banda de música número 1 de Estado Mayor, por haber concurrido hoy, a las cinco horas, a dar una audición a la Basílica de Guadalupe, sin autorización de la superioridad.

México, D.F., a 12 de diciembre de 1931. –El General de Brigada, Jefe de Estado Mayor, A. Bernal.31


Al mismo tiempo, algunos diarios de provincia daban noticias poco alentadoras para los que habían creído en la solidez del modus vivendi: “Informaciones llegadas a esta capital procedentes de Veracruz dan cuenta de que las autoridades locales del puerto cometieron hoy varios atentados en contra de algunos elementos católicos resueltos a celebrar con entusiasmo el cuarto centenario de las apariciones de la Virgen de Guadalupe y en vista de que por ahora no hay cultos en Veracruz”.32


El fin de la luna de miel y el regreso de las leyes restrictivas


A partir del 13 de diciembre las noticias más halagadoras mencionaban el regreso a sus casas de miles de peregrinos, pero las demás noticias continuaban presagiando que una nueva tormenta se cernía sobre el endeble modus vivendi. El día 14 la prensa informaba que presumiblemente había habido violaciones a la ley de cultos con los adornos que se habían colocado en muchas casas y que por órdenes de la Procuraduría General de Justicia se investigaría el caso.33 El día 15, junto con la denuncia de que altos funcionarios públicos habían participado en los festejos, se subrayaba en un titular la demanda de algunos senadores: “Que los réprobos de la Revolución sean marcados con hierro candente”.34

El periódico El Nacional, órgano del Partido Nacional Revolucionario y dirigido en ese momento por Luis L. León, incondicional del ex presidente Calles, en su columna editorial titulada “Ideario”, dentro del epígrafe “Por qué habíamos callado”, explicaba que su actitud, en apariencia condescendiente, adoptada en días anteriores en los que no protestó por las irregularidades que se venían dando en los festejos había sido premeditada “porque se hubiera tildado de sectarismo nuestro y los señores se habrían hecho pasar por víctimas de persecuciones e injusticias”, y añadía: “la Revolución necesitaba justificarse ante la opinión pública y lo ha conseguido”.35 Y ahora, señalaba, que “ya sabe el pueblo de México lo que es capaz de hacer el clero católico”, ahora, señalaba, que se ha visto cómo “abusa en forma escandalosa, viola nuestras leyes, pretendiendo imponer su poderío y adueñarse de la situación”, ahora que, al decir del columnista, “sabe el hombre de la calle que teníamos razón al pedir que, una vez expedidas esas leyes, las autoridades las hicieran cumplir (…), nada habrá más justificado que nuestro movimiento de contra ofensiva”.36

La anunciada contra ofensiva no se hizo esperar. En el congreso, los diputados del estado de Veracruz presentaron una iniciativa de ley en la que se proponía permitir solo un ministro de culto por cada 100,000 habitantes. La propuesta se discutió y se aprobó una ley un poco menos restrictiva, un ministro por cada 50,000. El diputado Manlio Fabio Altamirano, propuso adicionar la ley de modo que también se redujera el número de templos que se les prestaría a los católicos para realizar sus cultos y se fijara en 24 para todo el Distrito Federal. Asimismo, propuso cerrar al culto católico la emblemática Basílica de Guadalupe para convertirla en museo, así como quitar el nombre de Calzada de Guadalupe y nombrar esa avenida Ricardo Flores Magón y, finalmente, sustituir la educación laica, que solo implicaba neutralidad, por una educación racionalista, que iría directamente encaminada a atacar la religión.37 Al mismo tiempo, se exigió al presidente Ortiz Rubio que hiciera “con la energía que esperamos de su fe revolucionaria, una depuración de elementos clericales que se hallan dentro de la administración pública”.38

En resumen, la contra ofensiva se concretó en aprobar una ley que establecía, para el distrito y territorios federales, como máximo un ministro de culto por cada 50,000 habitantes, al tiempo que se urgía a las legislaturas estatales a que determinaran cuanto antes un número restringido de ministros de culto en cada entidad federativa. Por otro lado, a La Villa de Guadalupe, se le asignó en adelante el nombre de Gustavo A. Madero y, en cuanto a los funcionarios menores que de una u otra forma habían facilitado la realización de los festejos, fueron cesados de sus respectivos puestos inmediatamente; los funcionarios mayores que también habían colaborado, dejarían todos ellos sus cargos entre el 20 y el 21 de enero siguientes: Manuel C. Téllez, en Gobernación; Luis Montes de Oca, en Hacienda y Gustavo P. Serrano, en Comunicaciones y Trasportes.

El sermón por el que se había atacado al arzobispo de Guadalajara en julio de 1931, tampoco quedaría exento de represalias. Así, el 24 de enero de 1932, el obispo Orozco y Jiménez fue detenido por un grupo de militares y, al día siguiente, lo deportaron en avión a territorio norteamericano para salir a su quinto destierro (Camberos, 1966: 316-319).

Y, en cuanto las leyes que limitaban el número de ministros de culto, en los primeros meses de 1932 cinco estados habían hecho lo propio estableciendo, como en Veracruz y el Distrito Federal, cuotas mínimas de sacerdotes que podían ejercitar su ministerio: Chiapas, un sacerdote para cada 60,000 habitantes; Chihuahua, uno para cada 45,000; Estado de México, 34 para todo el estado; Michoacán, únicamente 33; Sonora, 16 en total (Navarrete, 1957: 132-141). En los meses sucesivos y así hasta 1936, se desencadenó todo un alud de leyes que limitaban el número de ministros de culto (González, 2017b: 97-112). En la práctica, el modus vivendi había terminado en diciembre de 1931.


A modo de conclusión


En un artículo previamente citado, afirmaba El Nacional, órgano, como sabemos, del Partido Nacional Revolucionario:

Y si el clero católico y los grandes señores reaccionarios se fueron de bruces en la alegre algarabía guadalupana, infatuados ante nuestra aparente tolerancia y “crecidos” por nuestro silencio, sirvió también esta actitud para que se descubrieran algunos “emboscados” de la Administración, funcionarios y empleados que dejándose vencer por la fuerza irresistible de sus íntimas convicciones, y envalentonados por el silencio de la Revolución, demostraron su celo guadalupano y mostraron su juego, creyéndose ya vencedores en la vieja querella nacional.39


Con las reservas que se debe dar a una afirmación de la sección editorial de un periódico, pero considerando que esa publicación en ese momento era la voz del partido de la Revolución y, sobre todo, la voz del grupo más cercano a Calles, la cita anterior resume en voz de los radicales lo que se había vivido durante esos veintinueve meses de tregua: un breve periodo de tolerancia. Una especie de graciosa concesión a los católicos para que, si no se extralimitaban en las manifestaciones exteriores que tantas veces habían comprobado cómo exasperaban a los “verdaderos revolucionarios”, pudieran seguir gozando del “silencio de la Revolución”; sin embargo, su “celo guadalupano” los había llevado a los excesos que recientemente se habían vivido y había llegado el momento de actuar, de emprender la contra ofensiva.

Efectivamente, los jerarcas muchas veces habían callado y forzado a callar a los católicos ante lo que habían considerado incidentes menores o, aunque no tan insignificantes, sí delimitados a algunos estados concretos;40 se habían manejado con prudencia e, incluso, con sumisión, ante el retraso o incumplimiento de algunas cláusulas del pactado modus vivendi; sin embargo, no fueron capaces de prever, mejor dicho, de adivinar, la sobrerreacción que podría ocasionar un festejo tan elocuente y aparatoso como resultó ser el del 400 aniversario. A partir de ese momento, comenzarían a resentir la ruptura del modus vivendi, a sobrellevar, una detrás de otra, nuevas medidas que restringían la libertad religiosa y, paradójicamente, a enfrentar la censura de muchos católicos que hubieran deseado se caminara otra vez, como en el año 1926, por los senderos de la intransigencia.

No obstante, algunas cosas se habían aprendido en esos meses de tregua. Por parte de los católicos y, concretamente, de su jerarquía, que será siempre más provechoso un mal arreglo que una buena guerra y que, especialmente en México, las circunstancias variaban enormemente de un gobernante a otro: habría que saber esperar. Por parte del ala radical de los revolucionarios el aprendizaje no se vería en los años inmediatos del maximato, en los que llevaron a extremos inauditos las leyes que reducían el número de ministros de culto permitido,41 pero ese aprendizaje sí existió y se vería después, en los últimos años del gobierno cardenista y en los sucesivos gobiernos que, de modo cada vez menos recatado, ignoraron las disposiciones de las leyes restrictivas hasta que se llegó, muchos años después, a la reforma legal que hizo concordar la legislación con lo que ya se vivía en la práctica (Lamadrid, 1994: 141-271; García, 1993: 29-54; Veloz, 2007: 429-441).

Durante ese tiempo, el descontento de los católicos con las disposiciones legales que les eran contrarias encontró cauces muy diferentes para manifestarse, desde asociaciones políticas de carácter no confesional y sociedades secretas autodenominadas reservadas, hasta pequeños grupos armados que siguieron operando al menos hasta finales de los años treinta. Algunos estudios recientes han abordado estos temas (Ruiz-Velasco, 2014; Solis, 2019; Meyer, 2013: 318-331). Falta quizá extender la investigación regional a otros estados.















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1 La historiografía específica del maximato elude incluso tocar el tema. Véanse Meyer ( 1978); Meyer, Segovia y Lajous (1978); Medin (1982).

2 Carta del Sr. Delegado Apostólico al clero y pueblo católico (26 de junio de 1929). Excélsior, 26 de junio de 1929. pp. 1 y 4.

3 Se rindió en Morelia el presbítero Aristeo Pedroza con 600 hombres (25 de junio de 1929). El Informador. p. 1.

4 Los cultos católicos se reanudaron ayer en la catedral de esta ciudad (30 de junio de 1929). El Informador. p. 1.

5 Los cultos católicos se reanudaron ayer en la catedral de esta ciudad (30 de junio de 1929). El Informador. p. 1.

6 Diario de los debates de la Cámara de Diputados del Congreso de los Estados Unidos Mexicanos, 1 de septiembre de 1929.

7 Documento mecanografiado de Leopoldo Ruiz y Flores titulado Lo que yo sé del conflicto religioso de 1926 y su terminación en 1929, fondo episcopal: Luis María Martínez, caja 26, expediente 1, Archivo Histórico de la Arquidiócesis de México (AHAM).

8 La circular completa se puede ver en Diario Oficial de la Federación, 14 de septiembre de 1929, p. 1.

9 Documento mecanografiado de Leopoldo Ruiz y Flores titulado Lo que yo sé…

10 Memorándum sobre el modus vivendi del Comité Directivo de la LNDLR, 23 de julio de 1930, fascículo Los Arreglos, documento 66, número I, Archivo Cristero Jesuita en custodia del ITESO.

11 Había comenzado su segundo periodo como gobernador de ese estado el 1 de diciembre de 1928 y ocuparía el cargo hasta el 30 de noviembre de 1932.

12 Telegrama de Adalberto Tejeda a Plutarco Elías Calles, 13 de junio de 1929, expediente 26, inventario 5558, legajo 9/15, ff. 443-447, Fideicomiso de Archivos Plutarco Elías Calles – Fernando Torreblanca, Archivo Plutarco Elías Calles (APEC).

13 Carta de Rafael Guízar y Valencia a Pascual Díaz Barreto, 15 de julio de 1929, fondo episcopal: Pascual Díaz, caja 16, expediente 7, AHAM.

14 Véanse informes en fondo episcopal: Pascual Díaz, caja 35, expediente 12 y caja 47, expediente 1, AHAM.

15 La Civiltà Cattolica informó en un editorial que habían muerto dos sacerdotes, pues debido a las múltiples heridas recibidas, otro más había sido dado por muerto (1931: 375-381).

16 Carta de Leopoldo Ruiz y Flores a Plutarco Elías Calles, 4 de diciembre de 1931, expediente 108, inventario 4793, legajo 3/7, f. 113, APEC.

17 Carta de Virginia Alducín a Plutarco Elías Calles, 3 de diciembre de 1931, expediente 108, inventario 4793, legajo 3/7, f. 114, APEC.

18 Carta de S. González a Leopoldo Ruiz y Flores, 7 de diciembre de 1931, expediente 108, inventario 4793, legajo 3/7, f. 116, APEC.

19 En el archivo de la arquidiócesis de México, se encuentran diversos informes del obispo Pascual Díaz, quien además de ser el arzobispo metropolitano había sido nombrado administrador apostólico de Tabasco. En ellos señalaba la negativa absoluta de devolver los templos (fondo episcopal: Pascual Díaz, caja 22, expediente 2, AHAM).

20 Oficio 14864 firmado por Manuel Collado, 18 de diciembre de 1929, fondo episcopal: Pascual Díaz, caja 22, expediente 22, AHAM.

21 Carta de Pascual Díaz Barreto a Emilio Portes Gil, 7 de febrero de 1930, fondo episcopal: Pascual Díaz, caja 22, expediente 2, AHAM.

22 Para conocer la situación que se vivió en Tabasco, véanse: Greene (1962); Kirshner (1976); Martínez (1979); De Giuseppe (2011). Sobre la reanudación del culto en 1938, véase: Abascal (1972).

23 Carta de Pascual Díaz Barreto a Carlos Riva Palacio, 26 de septiembre de 1930, fondo episcopal: Pascual Díaz, caja 22, expediente 2, AHAM.

24 Carta de Pascual Díaz Barreto a Pascual Ortiz Rubio, 27 de septiembre de 1930, fondo episcopal: Pascual Díaz, caja 22, expediente 2, AHAM.

25 Carta de Leopoldo Ruiz y Flores a Francisco Orozco y Jiménez, 7 de julio de 1931, Gobierno, Sección Obispos: Francisco Orozco y Jiménez, Correspondencia (1931), Archivo de la Arquidiócesis de Guadalajara.

26 Informe de 1932 para ser entregado al P. John J. Burke interceptado por el servicio secreto, expediente 137, inventario 364, legajo 4/5, f. 205, APEC.

27 El Congreso Guadalupano (11 de diciembre de 1931). El Universal. p. 1.

28 Culmina en estos días el interés por las fiestas guadalupanas (9 de diciembre de 1931). La Prensa. p. 13.

29 Ayer fue el homenaje de la América Latina a la Virgen de Guadalupe (12 de diciembre de 1931). El Universal. p. 1.

30 Ayer fue el homenaje de la América Latina a la Virgen de Guadalupe (12 de diciembre de 1931). El Universal. p. 1.

31 Causó baja, en masa, Banda de Estado Mayor (13 de diciembre de 1931). El Universal. p. 1.

32 Las brillantes ceremonias de ayer en la Basílica de Guadalupe (13 de diciembre de 1931). El Universal. p. 1.

33 Las autoridades capitalinas estiman que hubo violación a la ley de cultos el día doce (14 de diciembre de 1931). El Informador. p. 1.

34 Altos funcionarios públicos virulentamente atacados por los festejos religiosos. Que los réprobos de la Revolución sean marcados con hierro candente (15 de diciembre de 1931). La Prensa. p. 3.

35 Por qué habíamos callado (15 de diciembre de 1931). El Nacional. p. 5.

36 Por qué habíamos callado (15 de diciembre de 1931). El Nacional. p. 5.

37 Que la Basílica Guadalupana se cierre al culto (23 de diciembre de 1931). El Informador. p. 2.

38 Que los réprobos de la Revolución sean marcados con hierro candente (15 de diciembre de 1931). La Prensa. p. 7.

39 Por qué habíamos callado (15 de diciembre de 1931). El Nacional. p. 5.

40 Sobre esta actitud del episcopado y el malestar que provocó en algunos católicos, véase González (2015: 133-163).

41 En el estado de Chihuahua, donde por la ley del 25 de abril de 1936 se permitía ejercer solamente a un sacerdote para todo el Estado, la Suprema Corte de Justicia tuvo que intervenir para especificar que, cuando la Constitución había establecido que las legislaturas estatales fijaran el número máximo de ministros de culto que podrían ejercitar su ministerio, de ningún modo tuvo en mente que el número máximo podría fijarse en uno solo (SCJN, 2006: 864).