Itinerantes. Revista de Historia y Religión 15 (jul-dic 2021) 198-224

On line ISSN 2525-2178



Morir al siglo o convertir al mundo: modelos de santidad en el Buenos Aires tardocolonial


Dying to self or transforming the world: ideals of sanctity in late colonial Buenos Aires



Facundo Roca

Universidad Nacional de la Plata

facundo.roca@yahoo.com.ar



Resumen

El avance de las ideas ilustradas hacia fines del siglo XVIII suponía una profunda transformación de las viejas costumbres y prácticas devocionales. El clero ilustrado, de tendencia jansenista, promovía una religiosidad más íntima, rigorista e individual, al tiempo que cuestionaba la teatralidad, el dramatismo y el despliegue sensorial de la vieja fe barroca. En ese contexto, también el modelo ideal de vida cristiana se encontraba sometido a una profunda transformación. El paradigma ascético-monástico de recogimiento y “muerte al mundo” persistía a fines del período colonial, aunque era objeto de crecientes críticas y cuestionamientos. En este trabajo abordaremos las variaciones que adopta ese ideal modélico y ejemplarizante en el Buenos Aires virreinal, a partir del análisis de dos figuras fallecidas en fama de santidad entre fines del siglo XVIII y principios del XIX: el lego dominico José del Rosario Zemborain y la beata María Antonia de San José.


Palabras clave: Santidad, Buenos Aires colonial, piedad barroca, Ilustración.


Abstract

The growing influence of Enlightenment ideas towards the end of the 18th century represented a profound transformation of old traditions and devotional practices. The enlightened clergy promoted a more intimate, rigorous and individual religiosity, while questioning the drama, theatricality, and sensory display of the old baroque faith. In this context, the ideal of Christian life was also undergoing a profound transformation. The ascetic-monastic paradigm of recollection and “mystical death” persisted at the end of the colonial period, although it was the object of increasing criticism and questioning. In this paper I will examine the variations of this exemplary ideal in viceregal Buenos Aires, based on the analysis of two prominent figures who died in fame of sanctity between the late 18th and early 19th centuries: the lay Dominican José del Rosario Zemborain and the beata María Antonia de San José.


Keywords: sanctity, colonial Buenos Aires, baroque piety, Enlightenment



Fecha de envío: 25 de febrero de 2021

Fecha de aceptación: 7 de junio de 2021


Introducción1


Hasta no hace muchas décadas, las investigaciones sobre la vida de los santos —producidas por la propia Iglesia y de carácter eminentemente apologético habían concitado un escaso interés dentro del ámbito académico en general y en el campo estrictamente historiográfico en particular. Sin embargo, trabajos como los de Michel de Certeau (2006) han demostrado la relevancia del discurso hagiográfico en el marco de las sociedades cristianas y las posibilidades que comporta su análisis como fuente histórica o “documento sociológico”. Ahora bien, las vidas de los santos no siempre reflejaban lo realmente acontecido sino una cierta concepción de lo que era considerado modélico o ejemplar en el contexto de un determinado tiempo o sociedad. El discurso hagiográfico —como bien afirma De Certeau (2006: 264) — es un “discurso de virtudes”. En él se conjugan lo edificante, lo excepcional y lo maravilloso.

La figura del santo representa un modelo de vida y de conducta, pero es también un reflejo de las expectativas, angustias e inquietudes que asaltan a sus devotos. Como intermediario entre el hombre y la divinidad, entre el ser y el deber ser, entre lo terrenal y lo eterno, el santo se constituye en una pieza central dentro del modelo barroco de piedad. Las virtudes cristianas se encarnan en una figura cercana y concreta, conciliando el universalismo del mensaje católico con sus manifestaciones y modulaciones específicas. Por otro lado, la promoción de figuras locales funciona como un elemento de cohesión social y reafirma el sentimiento de pertenencia e identidad de un determinado grupo o corporación. Antonio Rubial García (2015) ha mostrado cómo la promoción de las causas de beatificación o canonización de los venerables novohispanos constituía un mecanismo de autoafirmación y reivindicación por parte de las élites criollas locales. La presencia de santos, portentos y milagros americanos permitía sacralizar ese nuevo espacio, incluyéndolo en pie de igualdad dentro del gran proyecto divino.

Junto con los santos y beatos oficialmente reconocidos por la Iglesia —en los hechos, muy pocos—, existía una enorme cantidad de hombres y mujeres virtuosos que gozaban de una cierta fama o aura de santidad. Aunque las instituciones eclesiásticas procuraron limitar y controlar el fervor de los fieles americanos, muchos religiosos y religiosas —además de unos pocos seglares— concitaron la devoción y admiración de la feligresía hispanoamericana colonial.2 En ellos se expresaba una cierta concepción de la vida cristiana, un sentimiento de pertenencia e identidad, así como una búsqueda constante de intercesores y mediadores frente a la divinidad.

En este trabajo procuramos analizar los ideales o modelos de santidad imperantes en el Buenos Aires tardocolonial, en el contexto de una transformación muy profunda de las prácticas y sensibilidades religiosas. Desde fines del siglo XVIII, el avance de las ideas ilustradas estaba poniendo en cuestión los viejos preceptos en que se asentaba la religiosidad barroca. El clero ilustrado de tendencia jansenista promovía una religiosidad más íntima, rigorista e individual, al tiempo que cuestionaba la teatralidad, el dramatismo y el despliegue sensorial de la vieja fe barroca.3 ¿Hasta qué punto habían penetrado estas ideas dentro de la Iglesia rioplatense y cómo éstas se reflejaban en el modelo ideal de vida cristiano?

Para dar respuesta a este interrogante, abordaremos en primer término el discurso sobre la “profesión religiosa” y la forma en que las propias instituciones eclesiásticas se representaban a sí mismas en ese rol modélico. No es casual que la mayoría de los santos y santas canonizados por la Iglesia postridentina fueran hombres y mujeres consagrados, ya que ésta era considerada la “forma más perfecta de servir a Dios”. El ideal de una vida signada por la “muerte al mundo” y a “la carne” —procedente de modelos ascéticos que tenían su origen en el período bajomedieval— perduraba en buena medida a fines del período colonial. Sin embargo, los aspectos más duros y dramáticos de ese viejo “desprecio del mundo” estaban siendo objeto de crecientes reparos. La crisis de las órdenes regulares a fines del siglo XVIII da cuenta de las profundas transformaciones por las que atravesaba la sociedad tardocolonial.

Para profundizar en las representaciones de este modelo idealizado de vida cristiano, centraremos nuestro análisis en dos personajes fallecidos en fama u “olor de santidad” a fines del período colonial: la beata María Antonia de San José y el lego dominico José del Rosario Zemborain. Más que sus vidas en particular, lo que nos interesa es la capacidad de estas figuras para encarnar un cierto ideal de vida cristiano, tensionado entre los viejos preceptos barrocos y el nuevo paradigma ilustrado. El contraste entre ambos, así como las diferentes imágenes que se busca proyectar de ellos luego de su muerte, da cuenta de las propias ambigüedades que atravesaban a la Iglesia rioplatense a fines del período colonial.


Morir al siglo”: La “muerte mística” como ideal de la vida religiosa.


En De bono mortis, San Ambrosio distingue tres clases de muerte. En primer lugar, se encuentra la muerte física, en tanto destino del cuerpo y fin de la existencia terrena. En segundo lugar, se sitúa el pecado como muerte: “el alma que peca debe morir”, afirmaba el profeta Ezequiel (18-4). En tercer lugar, lo que Ambrosio llama la “muerte mística”, que se produce cuando el fiel “muere al pecado y vive para Dios”. La primera es indiferente (se puede morir bien o morir mal), la segunda es mala (la muerte como culpa y castigo del pecado) y sólo la última es intrínsecamente buena (la muerte del pecado, de la carne y del mundo, que se corresponde con la “vida en Dios”).4 Esta oposición entre la vida terrenal y la eterna, entre el pecado como muerte y la muerte del pecado, tuvo una amplia difusión en el marco de la religiosidad barroca. Sólo muriendo al mundo y a sus deleites podía el fiel estar seguro de vivir eternamente.

En su Despertador espiritual, el arzobispo de Charcas, Fray José Antonio de San Alberto, retomaba la vieja fórmula planteada por Ambrosio de Milán. Quienes viven para el mundo –decía el prelado– no viven más que para sí mismos, no viven en Dios, sino en la carne. Estos desprevenidos, que sólo buscan el goce y el placer, “son los que vaxan vivos al Infierno”. Por el contrario, quienes piensan en la muerte, quienes meditan y se preparan para ella, mueren al pecado antes de morir corporalmente. Unos “mueren vivos” y otros “mueren muertos”:


¿Y quienes son los que mueren muertos? ¿Y quienes los que mueren vivos? Aquellos, dice San Ambrosio, que antes de morir naturalmente, y à la carne, mueren espiritualmente y à sì mismos; mueren al mundo, mueren a las riquezas y placeres del mundo, y que con esta muerte espiritual, y desprendimiento voluntario del mundo, se preparan y disponen para morir, estos son los que mueren muertos dice el Santo Doctor.5


Este era el espíritu que animaba al clero regular y en especial a las órdenes mendicantes, que constituían los principales custodios y exponentes de la religiosidad barroca y del ascetismo postridentino.6 Ellos, que habían muerto al “mundo” o al “siglo”, debían vivir consagrados al servicio de Dios. En este aspecto, la vida misma se transformaba en una suerte de muerte o de renuncia. No es casual que el Diccionario de Autoridades (1734) definiese a la “muerte civil” como una “mutación de estado”, en especial la de quien “del estado Secular passa al Religioso”.7 Incluso las propiedades que pasaban a control de la Iglesia eran conocidas con el nombre de “bienes de manos muertas”. Además, como toda buena muerte, también la del seglar que abandonaba el “mundo” para abrazar la religión debía sellarse mediante un testamento o “renuncia”.

Quienes tomaban el hábito optaban por el “modo más perfecto” de servir a Dios, alejándose así del “mundo” o del siglo, que era percibido como un sinónimo de pecado y corrupción. En última instancia, sólo muriendo al “mundo” y a sus placeres era posible llevar una vida santa. Tanto las cartas de los postulantes al hábito como sus testamentos denotan esta misma disyuntiva.8 Los argumentos de los futuros religiosos expresan la contrariedad de quien, deseando su salvación, sabe de los peligros que le depara el mundo y la carne.

José de Zemborain, quien ingresó como lego al convento dominico de Buenos Aires en 1768, había expresado este sentimiento con una singular concisión y dramatismo: “si no tomo el hábito, me condeno”.9 Similar argumento esgrimía el también dominico Antonio Camps en su carta de postulación de 1795: “conociendo no podré conseguir el fin para el que Dios me crió permaneciendo en un mundo lleno de corrupción y sí, si me acojo al puerto seguro de la Religión”.10 Analizando las cartas de los novicios dominicos y mercedarios, Jaime Peire (2000: 123) ha constatado el peso de estas inquietudes y angustias entre los postulantes porteños:


Otro elemento que es recurrente es el de “mayor perfección”, que cuadra con otra idea que aparece repetidamente también, la de retiro (…). El retiro viene justificado por los peligros del mundo. Pero es interesante destacar otra idea que también es recurrente: la de las órdenes religiosas como puerto seguro. La vida es considerada entonces como una tormenta que finaliza en la salvación o la condenación, según se pilotee en ella; pero no se naufragará si se espera el momento de la muerte bien anclado en un puerto seguro.


La existencia terrena —equiparada a un peligroso temporal— hace zozobrar la barca del pecador y amenaza a su alma con la condenación eterna. Si hemos de creer en las manifestaciones de los postulantes, ese estado de indefensión e incerteza era motivo de una profunda angustia. El retiro como única vía posible de salvación era la consecuencia necesaria de los viejos temores escatológicos que acosaban al fiel barroco. Así lo expresaba el novicio dominico Gregorio Pizarro en su testamento de 1776:


considerando la brevedad de esta vida, y quan llena esta de miserias, y peligros, y que la gloria de el Mundo es breve, mudable y perecedera, y sus placeres momentáneos, y transitorios, y que todos los que pasan su carrera y continuan en ella andan y se ven rodeados de muchos peligros, expuestos à perecer en ellos, y asimismo que van mas seguros los que miran al Norte de la religion, la qual como farol que hecha de si gran luz, y claridad con lo regular de su observancia, asegura a tomar el Puerto de la salvacion (…) me movio à entrar en dicha sagrada Religion.11


Como expresaba otro novicio, en este caso franciscano, sólo una opción válida quedaba al hombre verdaderamente piadoso: nacer a Dios y “morir al siglo”.12 No muy distintos eran los argumentos de las mujeres que deseaban ingresar a la vida religiosa.13 Según Alicia Fraschina (2010:73), los testamentos de las novicias constituían “la típica expresión de una teología fuga mundi, influenciada por el dualismo platónico”. Por medio de este acto, la postulante no sólo renunciaba a sus bienes terrenales, sino también a sus propios deseos y voluntad. Esta “muerte ritual” —que era al mismo tiempo una suerte de renacimiento o de “nacimiento a la vida en Dios”— se consumaba con el cambio del nombre y la imposición de las nuevas vestiduras (Fraschina, 2010: 95 ss.).

Si bien es cierto que muchos tomaban el hábito a una temprana edad, por lo que difícilmente habían tenido la oportunidad de experimentar la vida profana o acaso plantearse siquiera otra alternativa, también había quienes renunciaban a su vida pasada para incorporarse voluntariamente a los claustros. No era infrecuente que jóvenes solteros, que ejercían el comercio u otra actividad profana, abandonasen su vida y posesiones para tomar el hábito. Marcos Castaño, por ejemplo, poseía un modesto capital de 825 pesos al momento de profesar como franciscano.14 De esa suma sólo reservó 25 pesos para el socorro de sus “urgencias y polvillo”, remitiendo el resto a su familia, en Galicia. En estos casos, la “renuncia al mundo” y su equiparación con la muerte adquiere un pleno sentido.

Al abrazar la vida religiosa, tanto las monjas como los frailes “adelantaban” el momento de su muerte. En ellos, el abandono del cuerpo se encontraba prefigurado por esta suerte de “abandono del mundo”, que debía servir como ejemplo y aliciente para el resto de los fieles. Pero la “muerte mística” no sólo implicaba una renuncia de los bienes materiales, sino la propia obliteración del yo deseante, de sus pasiones y apetitos.15 En un sermón pronunciado con motivo de la profesión de dos religiosas cordobesas, Fray Pantaleón García advertía sobre las consecuencias de este trascendental acto:


(…) ese religioso velo, que vá á ocultaros del mundo todo, disipará las ligeras nubes que acaso pueden levantarse de lo profundo de vuestro corazón. (…) aquí no hay que temer la tentación del ocio; todo es ocupaciones y exercicios; ocupaciones y exercicios que destruirán poco á poco el amor propio.16


Tomar el hábito suponía nada menos que la destrucción del “amor propio”,17 o como afirmaba la novicia catalina Tomasa de las Mercedes, la plena “enajenación de la propia voluntad”.18 En otro de sus sermones, García describía a las religiosas como “cadáveres” desprovistos de pasión y sentimiento, o como “mujeres moribundas” que “están ya crucificadas con el mundo y el mundo con ellas”. De acuerdo con el predicador franciscano existía una analogía evidente entre la muerte y el estado religioso:


No hay duda, hijas, que con la profesión religiosa (…) moris anticipadamente por vuestra propia voluntad. Preguntad á los maestros de la vida espiritual, ¿qué es ser religiosa por profesion? Santo Tomás os dirá, que es ofrecerse á Dios en holocausto, en el que no solo muere la víctima, sino tambien se consume, se abrasa, se reduce á ceniza. San Agustín os dirá, que esta muerte, á que nos arrebata la caridad de Dios, muda nuestro ser, y nos dá un nuevo orden de operaciones, como la muerte que sufriremos en el término decisivo de nuestros dias. El Abad Moysés os dirá, que el religioso es un hombre muerto y sepultado. (…) Vosotros estais muertos, y vuestra vida está escondida en Dios con Jesuchristo.19


Muerto al mundo, el religioso debía transformarse en un ejemplo vivo de virtud. Sabemos que este mandato no siempre se cumplía, ya que algunos regulares esquivaban la disciplina de los conventos y vagaban por las ciudades y la campaña llevando una vida casi por completo “mundana”. De acuerdo con Carlos Mayo (1991), este “relajamiento” daba cuenta de la profunda crisis por la que atravesaban las órdenes regulares a fines del período colonial. Los síntomas más agudos de esa “crisis conventual” se expresaban —según Mayo (1991: 58-59)— en la recurrencia de cuatro actitudes: “una creciente indisciplina, un franco desapego por la vida monástica, reiteradas violaciones al voto de pobreza y una tendencia, muy marcada en algunos casos, al goce de la vida y los placeres urbanos”.20

Sin embargo, cuanto más profunda fuera la crisis, más necesarias y valiosas resultaban esas vidas santas y ejemplares que los claustros estaban destinados a producir. Los frailes eran muy conscientes del rol modélico y ejemplarizante que les estaba asignado dentro de la sociedad. Como señala Jaime Peire (2000: 197),


(…) la Iglesia (y dentro de ella principalmente el clero, debido al sacramento del Orden) era un modelo de Cristo, imagen del Padre, y transmitía esta forma hasta convertir a las personas en otros “modelos”, en una inmensa cadena de espejos de diferente entidad, cada uno con la forma participada del modelo-ejemplo por excelencia: Cristo.

No es casual que muchos de los grandes santos de la época moderna hayan pertenecido a las órdenes regulares. En gran medida, aún pervivía en la pastoral barroca el viejo “desprecio del mundo” que había caracterizado a la mística renacentista y tardomedieval. No en vano abundaban en las bibliotecas porteñas algunas obras clásicas de corte netamente ascético, como la famosa Imitación de Cristo de Tomás de Kempis.21

Sin embargo, bajo el influjo de la piedad ilustrada, comenzaba lentamente a revalorizarse el papel del clero secular y a perfilarse la posibilidad de una vida santa que estuviese al mismo tiempo inmersa en el mundo. A medida que el clero regular comenzaba a perder peso dentro de la sociedad y de la propia Iglesia, la “muerte al mundo” ya no resultaba tan atractiva ni seguía siendo el único modelo válido de santidad. No es casual que Fray Pantaleón García se dirigiera a su audiencia con el objeto de disipar en ella la “horrorosa idea que [os] habeis formado de la vida Religiosa”.22 La “muerte al mundo” como horizonte e imperativo existencial comenzaba a sumar cada vez más detractores.


Una “santidad” barroca: Vida y muerte de Fray José del Rosario Zemborain


José de Zemborain recibió el agua de bautismo en la iglesia mayor de la ciudad de Alfaro, diócesis de Tarazona, el 12 de febrero de 1741.23 Descendiente de un antiguo linaje de origen navarro, el futuro fraile habría de quedar huérfano de padre a la edad de siete años. En 1758, junto con su hermano Martín, José embarcó desde el puerto de Cádiz rumbo al Río de la Plata.24 Radicado en Buenos Aires e independizado de su hermano, el joven abrió su propia tienda y se dedicó a la actividad comercial. Al poco tiempo de llegar a la ciudad habría de entrar a la orden tercera de Santo Domingo y a la cofradía del Rosario, devoción que ya denotaba su temprana predilección por la orden de predicadores.

Poco sabemos de él en los años previos a su profesión religiosa. No hemos podido hallar testamento alguno, ni tampoco lo consignan sus biógrafos. Fray José Ignacio Grela, quien pronunció un apoteótico panegírico en el día de sus honras, afirmaba que la escrupulosa conciencia del piadoso comerciante se encontraba asediada por infinidad de angustias y tribulaciones. Al tiempo de entrar al convento José rayaba los 27 años, lo cual lo situaba bien por encima de la mayoría de edad, aunque seguía siendo un tanto joven para el matrimonio.25 En aquel momento de su vida, en que otros jóvenes comerciantes se afanaban por estrechar sus lazos comerciales y familiares con la élite porteña, José decidió renunciar al “mundo”. En calidad de novicio, tomó el hábito de Santo Domingo el 7 de marzo de 1768 y un año después profesó como hermano lego.

Aunque el ingreso a la vida religiosa comportaba en sí mismo un fuerte carácter sacrificial, en el caso de Fray José esta renuncia alcanzaba ribetes particularmente drásticos. A diferencia de otros frailes, que desde “tierna edad” habían sido formados con miras a la vida religiosa o se hallaban impelidos por un mandato familiar, Zemborain había vivido siempre inmerso en el “mundo”, practicando el comercio u otras actividades profanas. Como señala uno de sus biógrafos, Fray José “no abandonó ni despreció bienes imaginarios, sino reales y positivos” (Saldaña Retamar, 1914: 54). Tanto más sorprendente y meritoria resultaba su renuncia y “muerte al mundo”, en tanto quien la llevaba a cabo había tenido la oportunidad de vivir y experimentar los gozos y placeres terrenales.

Un segundo elemento se conjugaba en la drástica “renuncia” de Zemborain: pudiendo optar por el orden sacerdotal, el joven comerciante había escogido voluntariamente profesar como hermano lego. En las órdenes religiosas, los frailes “legos” o “conversos”, no pudiendo ejercer el ministerio sacerdotal, solían realizar las labores físicas o manuales, tales como la cocina, el cuidado de los enfermos, el trabajo de la huerta o la atención de la portería. La “humillación” o sacrificio de sí que comportaba la profesión religiosa asumía en el caso de Fray José un inusual dramatismo. Es probable que la radicalidad de su decisión contribuyese a acrecentar el aura de santidad que fue formándose en torno suyo a lo largo de los años.

En sus más de tres décadas al servicio de la orden, Zemborain desempeñó toda clase de labores: aprovechando sus conocimientos comerciales, se le encargó la contabilidad del convento, pero también se desempeñó como maestro de primeras letras, como enfermero, cocinero y limosnero. En su panegírico, el padre Grela destacaba además su acatamiento estricto de los tres votos monásticos: pobreza, obediencia y castidad. Siendo novicio, Fray José solía cometer faltas aparentes o fingidas con el sólo propósito de recibir un mayor castigo o penitencia. Ya profeso, se sometía a largos ayunos y se ofrecía para los trabajos más duros y penosos. Su comida –afirmaba Grela– consistía en los alimentos más viles y corrompidos: “le vimos más de una vez apartar los gusanos para tomar el alimento, o tomarlo con ellos mismos”.26 En otras ocasiones, cuando la comunidad comía “de viernes”, Zemborain se servía “las colas de pescado, eligiendo las más podridas, para que fuera su ligera refección mezclada siempre con algunas especias de martirio” (Dose de Zemborain, 1952: 127). En estos actos cotidianos de penitencia y ascetismo, se expresaba la radicalidad de su renuncia al mundo.

Según el padre Grela, la conducta de Fray José expresaba un profundo “espíritu de mortificación y penitencia”. Precisamente, la mortificación de la carne, en tanto “muerte al placer” y “al pecado”, era uno de los rasgos distintivos de su vivencia espiritual. Además de ayunos y duras labores, los tormentos corporales constituían para Zemborain el medio más directo y efectivo para dominar o aplacar sus pasiones y apetitos sensuales. Grela no escatimaba su admiración y perplejidad al destacar tales actos de penitencia:


Mortificación grande en sí misma, grande en su duración, y mucho mayor porque estuvo siempre asociada de la espantosa disciplina con que rasga y despedaza sus carnes: unas veces con cadenas de hierro que hieren hasta los huesos de su cuerpo, y otras con rosetas de igual materia en sus extremos. (…) su cintura la oprime con áspero cilicio cuyas cicatrices duran hasta su muerte, y si no le mantiene hasta entonces cosido con su carne, se le halla una faja vestida de agujas, y con tal arte, que al reconocer su destino causa a todos admiración y espanto (Dose de Zemborain, 1952: 126).

A los ojos de sus compañeros dominicos, Zemborain representaba de la forma más plena y radical posible la vieja máxima que regía al clero regular: morir al mundo para vivir en Dios. En palabras de una de sus biógrafas, Fray José “llegó a la completa negación de su yo, inmolándose en la obediencia ciega” (Dose de Zemborain, 1952: 71). Siguiendo el precepto de que la mejor preparación para una buena muerte era llevar una buena vida, su fallecimiento no haría sino confirmar la santidad de quien había optado por una penosa existencia de renuncia y abnegación. Habiendo rechazado los placeres y vanidades de la vida terrenal, la muerte física sólo podía asumir para él un carácter liberador. En su sermón, Grela no duda en adornar su muerte con todos los atributos propios de la santidad. El “prodigioso” desenlace del hermano lego era la confirmación suprema del carácter indiscutiblemente virtuoso de la vida religiosa.

Fray José debió caer enfermo en torno al 16 de octubre de 1804, fecha a partir de la cual desaparecen sus minuciosas anotaciones del libro de contabilidad del convento. En el mismo registro —ya con otra caligrafía— figuran los pequeños gastos en que incurre la comunidad para la atención del hermano enfermo (Saldaña Retamar, 1914: 82-83). Su habitación, como no podía ser de otra forma, era escenario de concurridas visitas. Un “manuscrito familiar”, redactado por un pariente del fraile y fechado en 1840, señala que “la noticia de su enfermedad se derrama por todas partes” y que “numerosas personas acuden a visitarlo a su celda”. Zemborain les agradece su atención y les advierte de la inminencia de su muerte. Sabemos que el sábado 20 la situación del enfermo se agrava, ya que recibe los últimos sacramentos. La agonía se prolonga algunas horas más, hasta que finalmente fallece a las siete de la tarde del día 22. Al finalizar “completas”27, la comunidad —incluyendo frailes y criados— se reúne en su celda para despedirse de él, entonando el tradicional Salve Regina.

Como hemos señalado, el padre Grela atribuye a la muerte de Zemborain todos los rasgos característicos de la santidad. La primera de estas “prodigiosas” señales es la premonición, es decir, el conocimiento exacto de la hora de su muerte.28 Una serie de gestos y actitudes denotarían, según el predicador, esta inusual gracia. Abandonando toda vana esperanza, el lego se habría mostrado plenamente consciente de la inminencia de su muerte:


La mañana del día veintidós de octubre del año pasado, en cuya noche expiró, preguntado por el estado de su salud, respondió estas formales palabras: Esto en breve se acaba. Qué dicha mayor que dejar este mundo miserable donde está uno expuesto a cometer mil desórdenes (Dose de Zemborain, 1952: 132).


Grela construye en su sermón la imagen arquetípica de la buena muerte: nos presenta al fraile en una actitud de abnegación y renuncia, de completa entrega a Dios y de desprendimiento de aquel “mundo miserable” que está a punto de abandonar. Para que no quedara ninguna duda de la premonición del lego, el predicador acota que ese mismo día por la mañana Zemborain le había pedido al capellán del Rosario que “tuviese cuidado” con la función de esa noche. Grela se pregunta: “¿qué otro principio pudieron tener [estos sucesos] (…), sino un anticipado conocimiento de este crítico momento?” (Dose de Zemborain, 1952: 133).

A este presentimiento sobrenatural se le sumaba otra señal tradicionalmente asociada a la muerte de los santos: la incorruptibilidad de la carne. En su sermón, el predicador no dudaba en destacar la “prodigiosa” preservación de su cuerpo:


Así debemos creerlo de un hombre tan fervoroso y ejemplar, de un hombre cuya muerte prodigiosa testifica aquel quedar su cuerpo libre del horror que causa en el alma la presencia de un cadáver; aquel conservarse en su color natural hasta que le vimos desaparecer en el sepulcro, aquel no arrojar de sí ni la más ligera impureza (Dose de Zemborain, 1952: 132).


El predicador apela a todos los atributos y lugares comunes de la santidad para reconstruir la vida y muerte de Fray José, aún cuando esto implicara forzar un poco los hechos.29 El propósito de su discurso se vislumbra claramente detrás de sus palabras. Contrariando la prudencia recomendada en estos casos, el predicador no duda en calificar a Zemborain con el término santo: “podemos decir con San Pablo, que fue santo porque fue casto en el cuerpo y en el espíritu (Dose de Zemborain, 1952: 123). En otro pasaje de su sermón, se muestra aún más enfático: “si vosotros le visteis una y mil veces, y siempre tan pobre, que sólo este exterior os hacía apellidarle santo, yo tampoco dudo canonizarle con este mismo glorioso renombre” (Dose de Zemborain, 1952: 118). La muerte del lego coincide entonces con el inicio de una ambiciosa empresa: la “construcción” de su santidad, la conservación de su recuerdo como ejemplo de virtud y edificación, y como patrimonio espiritual de la comunidad dominica local.

El concurrido funeral no haría sino confirmar la fama de santidad que el difunto fraile se había ganado en vida. A las ocho de la mañana del día 23, el cuerpo de Zemborain fue conducido procesionalmente hasta el interior de la iglesia de Santo Domingo. Escoltado por las comunidades de dominicos, franciscanos, mercedarios y betlemitas, el cadáver fue depositado sobre el presbiterio, donde se mantuvo expuesto tres días a la vista del público. Según el autor de la “memoria manuscrita”, los funerales fueron escenario de profusas muestras de devoción y piedad:


Se llenó la Iglesia de una tan numerosa concurrencia que no se podía entrar ni salir. La guardia que mandó el Cabildo tuvo que hacer uso de las armas, y sólo a culatazos se pudo hacer camino para que se pudiera efectuar el oficio fúnebre y el entierro. Tres días permaneció expuesto el cadáver a la vista del pueblo. Todos a porfía forcejeaban por acercarse y cortarle algún pedazo del hábito para reliquia. Unos le rezan, otros le lloran y todos le sienten.30


Luego de ser expuesto a la mirada de los fieles y concluido el oficio fúnebre oficiado por los hermanos franciscanos, el cuerpo fue inhumado en una sepultura que se abrió “entre la baranda y la puerta del púlpito”. Como era costumbre entre los frailes, no se colocó lápida ni signo alguno que diera cuenta del lugar del entierro. Sin embargo, la nutrida concurrencia y el fervor de los fieles debieron alertar a los dominicos de la trascendencia de esta “prodigiosa muerte”. Poco tiempo más tarde comenzaron los preparativos para la función de honras que debía celebrarse en memoria del lego.

Conocedores de las ventajas de tener a un posible santo entre sus filas, los dominicos procuraron perpetuar su recuerdo más allá de la muerte. Los frailes sabían que el éxito de una devoción dependía en buena medida de su iconografía. Esto sólo era posible si contaban con una imagen que les permitiera capturar e inmortalizar la figura de su virtuoso hermano. No resulta sorprendente que el convento encargara un retrato de cuerpo entero del lego al mejor pintor de Buenos Aires, el hábil retratista Ángel María Camponeschi, apodado “El romano”. Los dominicos no escatimaron recursos en la realización de la obra, que insumió la ingente suma de 900 pesos, casi el doble de lo que el mismo Camponeschi le había cobrado al cabildo por los retratos de Carlos IV y María Luisa de Parma (Dose de Zemborain, 1952: 142).


Sin embargo, los frailes debieron estar satisfechos con el resultado final. La pintura, que representa al hermano lego con sus atributos característicos, muestra toda la destreza del artista italiano. En la obra de Camponeschi, Zemborain viste el hábito dominico, sostiene el rosario en sus manos, y a sus pies, junto con el escudo de la orden y el de su propia familia, se muestran los instrumentos de su martirio: la disciplina, el cilicio y la faja de agujas. Por detrás se ve el convento de Santo Domingo y el sol que se pone sobre la ciudad. El crepúsculo, que coincide con la hora de su muerte, anuncia tanto el final del día como el de su propia vida. A tono con este clima de penumbras, José Emilio Burucúa (1992: 63) propone una sugestiva hipótesis:


(…) en realidad, Zemborain pertenece ya al mundo de los muertos, lo cual es sugerido por algunos elementos plásticos; primero, el color de la cara y de las facciones del personaje son los de un cadáver (…); segundo, la posición relativa del lego respecto de los edificios de Santo Domingo que se ven por detrás hace suponer que ese cuerpo se encuentra en el aire, por sobre la barranca del Río.


Por otro lado, Burucúa (1992) capta con agudeza el carácter contradictorio o paradójico del cuadro: el uso riguroso de la perspectiva, la representación fiel y casi “científica” del paisaje de la ciudad contrasta, sin embargo, con la “presencia casi fantasmal del retratado” y con el aura de trascendencia que invade toda la obra. En cualquier caso, también es posible suponer que el autor representó al lego con cierto realismo. La cara demacrada y la figura enjuta del fraile coinciden con las impresiones de sus contemporáneos, quienes lo describen como “un hombre desecado por la penitencia”.31 Independientemente de la similitud con el original, resulta evidente que la obra de Camponeschi cumplía acabadamente con los propósitos y requisitos impuestos por la orden.

La pintura estaba destinada a formar parte de las solemnes exequias que el convento estaba organizando en memoria del lego. Es probable que la demora del pintor haya motivado la postergación de la función de honras que —aunque se hallaba prevista para el mes de diciembre— recién pudo celebrarse en marzo del año siguiente. En noviembre de 1804, Francisco Letamendi escribía lo siguiente a Ambrosio Funes:


En el mes entrante tenemos en Santo Domingo un funeral y Oración funebre por un Lego Santito que murió hace poco llamado el P. Zemborain, y como este, y un Fr. Antonio del Hospital heran los heroes en virtud que tenia Buenos Ayres, a pedido del publico el Combento le dá esta satisfaccion al mismo tiempo de cumplir con sus deveres respecto de un sugeto que tanto le ha servido.32


No caben dudas de que los dominicos prepararon cuidadosamente la ceremonia. El retrato habría de conservar el aspecto o apariencia física del fraile, mientras que el panegírico del padre Grela tenía por objeto inmortalizar sus virtudes y dotes espirituales. Como señala Saldaña Retamar (1914), nada había de original en el discurso apologético del predicador. Además de ajustarse a un formato muy clásico (exordio, proposición y peroración), el panegírico de Grela abrevaba en una concepción muy tradicional de la vida religiosa, de la muerte y de la santidad.

Desde la perspectiva del orador, las virtudes de Fray José consistían en la negación de sí, en su muerte a las pasiones y al pecado, en el holocausto con que se había ofrecido voluntariamente al cielo, en sus mortificaciones y penitencias. El discurso de Grela, aunque nada dice de milagros, tampoco se encuentra exento de las tradicionales visiones y portentos. De acuerdo con éste, los demonios se le aparecían al lego bajo la forma de “monstruos espantosos y desconocidos” que le daban bofetadas y lo arrastraban por el suelo. En otras oportunidades, estos seres infernales adoptaban la forma de “aves nocturnas”, que mordían y hostigaban su cuerpo inerme. Zemborain condensaba en sí un modelo de vida, de muerte y de santidad típicamente barroco. No debe sorprender que Grela diera inicio a su panegírico con la típica contraposición entre la gloria terrenal y la eterna:


La gloria que hace la felicidad del corazón humano, es aquella que apoyada en la virtud disipa los temores de la muerte e ilumina las tinieblas del sepulcro. Tal es la gloria del cristianismo. Feliz recompensa reservada para aquellos que renunciando las locas vanidades del siglo, viven en la humillación y en el abatimiento que inspira el Evangelio (Dose de Zemborain, 1952: 99).


La exhortación de Grela descansaba en el viejo “desprecio del mundo”, haciendo de Fray José un modelo de virtud y un ejemplo de abnegación, renuncia y sacrificio. No muy distinto era el tono que empleaba otro fraile, el franciscano Cayetano Rodríguez, quien compuso unos rudimentarios versos en “Loor a Fray José”. En su poema, Rodríguez retoma el ideal de “muerte al mundo” (“En el claustro sepultó / Del mundo la vanidad”) y de mortificación de la carne (“Cilicios, látigos son / Su aparato penitente; / En sacrificio vehemente usa cadenas también, / Y así, su cuerpo es, más bien, / Un esqueleto viviente”).33 Fray José —sugieren los padres Grela y Rodríguez— ha muerto bien porque ha vivido bien, y ha vivido bien porque ha sabido morir al mundo y al pecado.

Tanto la vida de Zemborain como su existencia póstuma, es decir la evocación que de él hacen sus devotos y admiradores, condensa fielmente el ideal ascético barroco. Sin embargo, algunas de las aristas más duras de esa “existencia virtuosa” comenzaban a resultar inadmisibles a los ojos de la nueva sensibilidad ilustrada. De la misma forma en que Pantaleón García reconocía que algunos se “horrorizaban” ante la sola idea de la vida religiosa, también Grela sabía que no todos compartían su ideal de santidad. El vehemente dominico aludía desdeñosamente a los “libertinos”, a los “mentirosos filósofos”, a quienes se “espantaban” con el espectáculo de las penitencias o mortificaciones, y a quienes se entregaban a esa “vana alegría que afemina el alma”.

Pero también el clero ilustrado solía cuestionar los “excesos” en que incurría esa piedad “externa y ruidosa”. En palabras del obispo San Alberto, “la penitencia interior y del corazon, es la que mas satisface y agrada à Dios, quien no dixo à los de su Pueblo: rasgad vuestros vestidos ni vuestras carnes, sino rasgad y romped vuestros corazones”.34 Como dejan traslucir estas palabras, la dureza de la vida monástica, el rigor de los claustros y el sufrimiento impartido por disciplinas y cilicios contaba cada vez con menos adherentes, incluso dentro del propio clero. Ya en los albores del siglo XIX, Zemborain encarnaba una forma de vida y un modelo de piedad que comenzaba lentamente a declinar.


La “santificación” del mundo: obra y legado de la beata María Antonia de San José


Luego de un largo periplo, que la había llevado a recorrer buena parte de la vecina diócesis de Córdoba, María Antonia de Paz y Figueroa llegó a Buenos Aires en septiembre de 1779.35 Desde joven, en su Santiago del Estero natal, María Antonia había entrado en contacto con la prédica de la Compañía de Jesús, uniéndose a un grupo de beatas que practicaban la espiritualidad ignaciana y cooperaban con los padres en el mantenimiento y administración de las casas de ejercicios.36 La expulsión de la Compañía implicaría para ella un acontecimiento decisivo. Frente al enorme vacío provocado por el “extrañamiento”, la beata comenzó a organizar tandas de ejercicios espirituales, primero en su ciudad natal y más tarde en otros puntos del obispado de Córdoba del Tucumán. Provista de una “cruz alta”, una capa negra y una imagen de la Virgen de los Dolores, María Antonia llevó a cabo una extensa labor misional que la condujo finalmente a recalar en la novel capital del virreinato.

Instalada en Buenos Aires, la beata organizó y promovió los ejercicios espirituales de San Ignacio, tal y como ya había hecho en otras ciudades. Aunque inicialmente se había topado con la resistencia de las autoridades eclesiásticas y de los propios funcionarios borbónicos, recelosos de su notorio jesuitismo, estos reparos pronto fueron cediendo ante la insistencia y constancia de la beata. El arrasador éxito de los ejercicios entre la feligresía porteña la haría soñar con una empresa aún mayor: la fundación de un beaterio y Casa de Ejercicios. La obra —que obtuvo la licencia del cabildo y del virrey a fines de 1794— aún se encontraba parcialmente inconclusa para el momento de su muerte, en 1799.

María Antonia no ignoraba la ascendencia e influjo que había alcanzado su figura, tanto en el Río de la Plata como allende el océano. En torno a ella se había ido construyendo una fama de santidad que no haría sino incrementarse con su muerte. Desde 1784 Ambrosio Funes y el expulso padre Gaspar Juárez habían comenzado a urdir un somero semblante de la beata, que serviría de base para una biografía o vita que ya circulaba en vida de ésta.37 En base a extractos de sus cartas y a otros documentos, se publicó en Francia un opúsculo titulado El estandarte de la mujer fuerte. La obra de María Antonia tampoco era desconocida en Roma. La densa red tejida por los jesuitas expulsos contribuyó a difundir su nombre y fama. Mucho antes de su muerte, María Antonia de San José ya se había convertido en un modelo vivo de santidad.

Pero con el correr de los años la salud de la beata se iba deteriorando. El recrudecimiento de sus habituales dolencias solía postrarla en la cama, desde la cual dictaba las cartas a sus allegados y amigos de la Compañía. Aunque vestía el hábito negro de los jesuitas, María Antonia no había profesado formalmente en ninguna institución religiosa.38 Por este motivo, tampoco había testado o hecho renuncia de sus bienes terrenales. Recién el 5 de marzo de 1799, consciente de la proximidad de su muerte, la beata hizo llamar al escribano Juan José de Rocha, a quien le entregó un pliego cerrado y lacrado que contenía su última voluntad. Ese mismo día, en presencia de tres presbíteros y otros tantos vecinos, la enferma se dispuso a recibir el viático.

La beata falleció finalmente entre las dos y tres de la tarde del día 7 de marzo. Avisados de su muerte, el alcalde de primer voto y el escribano concurrieron a la Casa de Ejercicios a constatar el hecho y proceder a la apertura del testamento. Aunque no se apartaba del estilo y de las fórmulas tradicionales, la última voluntad de María Antonia contenía algunos rasgos particularmente distintivos. Alicia Fraschina (2015: 128) repara en un detalle muy sugestivo: al identificarse a sí misma, la testadora no hizo mención “a su apellido familiar, ni a su filiación, a los que había renunciado hacía medio siglo”. La moribunda —que en sus cartas también había omitido toda referencia a su infancia y familia— se percibía a sí misma bajo esa otra identidad que había abrazado al momento de vestir la capa de los jesuitas: “María Antonia de San José, beata profesa, natural de Santiago del Estero”. Tanto sus apellidos como los nombres de sus progenitores —datos que raramente se encuentran ausentes en un testamento— pertenecían a aquella existencia mundana a la que ella había renunciado hacía tanto tiempo. También en este caso la “muerte santa” se encontraba prefigurada por otra muerte: la muerte al mundo o al siglo.

El testamento de la beata abunda en muestras de humildad, de abandono, de negación de sí o desposeimiento. María Antonia reconocía su “pequeñez” y “debilidad” e imploraba misericordia por su “pobrecita alma”. En su testamento pidió que su cuerpo fuera amortajado con su propio hábito y enterrado en


(…) el Campo Santo de la Iglesia Parrochial de nuestra Señora de la Piedad, de esta Ciudad, por entierro menor rezado, y sin el menor aparato de solemnidad. Suplico, ruego y pido encarecidamente por amor de Dios a los Señores Curas respectivos exerciten esta obra de caridad con el cadáver de una indigna Pecadora, en atención a mi notoria pobreza. A consequencia pido que desde esta Casa de Exercicios, donde me hallo enferma y donde es regular fallesca, se conduzga mi cadáver, en una hora silenciosa, por quatro Peones de los que actualmente estan trabajando en la obra.39


La elección de la beata constituía una deliberada muestra de humildad, abandono y desprecio de sí. Pudiendo aspirar a una sepultura de privilegio y a una ceremonia solemne, María Antonia rechazó de plano todo “aparato” o pompa fúnebre. En palabras de su panegirista —el dominico Julián Perdriel— ella “no se creía más que un vil gusanillo”. Sin embargo, esta aparente negación de sí contrasta con su gran audacia y determinación. Alicia Fraschina (2015:82-85) ha demostrado cómo los gestos de humildad y el uso retórico de la diminutio —característico en la escritura religiosa femenina— convive con un fuerte discurso de autoafirmación y un tono por momentos imperativo.

Esa tensión entre humildad y autoafirmación también se percibe en el instante de su muerte, que se constituye en un momento de grandes angustias e incertezas. El testamento de la beata es una declaración abierta de su profunda identificación con la Compañía. A los intercesores tradicionales, María Antonia le adosa todo el santoral jesuita: San Ignacio, San Francisco Javier, San Francisco de Borja, San Estanislao Kostka y San Luis Gonzaga. Además de reafirmar su lealtad hacia los ignacianos, la madre beata adopta una actitud firme y dispositiva. Recelosa del futuro de la Santa Casa y de las intenciones de algunos clérigos y funcionarios, asume por momentos un tono imperioso:

(…) declaro, en la parte que puedo, y debo por nula, subversiba e intrusa qualesquier mudanza, o destino estraño, que tal vez algunas intenciones humanas, o de aparente utilidad intentasen sugerir en lo sucesivo sobre este establecimiento (…). Recomiendo su subsistencia con toda la ternura de mi corazon à todos los Señores Jueces y Magistrados.40

En los últimos instantes de su vida, María Antonia no dudaba en hacer valer su influencia y autoridad. La visibilidad, el predicamento social y la atracción que ejercía su figura la colocaban en una posición ciertamente excepcional con respecto a las mujeres de su tiempo. La beata no vaciló en defender la autonomía de esa institución que ella misma había fundado. En la cuarta cláusula de su testamento estipuló que el “gobierno económico” de la casa debía recaer en una mujer y en la undécima nombró como su “sucesora” a su compañera Margarita Melgarejo.41 Además, designó a ésta y a otras cinco mujeres como sus albaceas, elección por demás inusual entre los testadores porteños. Por medio de estas directivas, la beata reivindicaba un espacio de autonomía y de agencia femenina que ella misma había sabido construir a lo largo de los años. Su testamento combinaba las tradicionales muestras de abandono y humildad, predecibles en una mujer consagrada, con una determinación y firmeza ciertamente excepcional.

Tal como había solicitado, su cuerpo fue sepultado en el cementerio de la parroquia de La Piedad con oficio menor de cruz baja, vigilia y misa de cuerpo presente.42 Sin embargo, la ciudad no podía dejar de honrar la memoria de tan ilustre y virtuosa figura. Poco tiempo después de acaecida su muerte comenzaron los preparativos para la función de honras, que habría de celebrarse cuatro meses más tarde. Para esta ocasión se comisionó un retrato de la beata al madrileño José de Salas. Dado el mal estado de conservación y los sucesivos repintes de que fue objeto, la obra apenas admite un somero comentario. En el retrato, María Antonia de San José conserva sus atributos distintivos, especialmente aquellos que la ligaban a la Compañía: la cruz alta y el libro de ejercicios.


La función de honras se celebró finalmente el día 12 de julio en la iglesia de Santo Domingo. La oración fúnebre fue encomendada a un viejo conocido de la homenajeada, el dominico Julián Perdriel. El recuerdo de la difunta se hacía presente tanto en la voz del fraile como a través de su retrato, colocado en medio de un gran túmulo. Francisco Letamendi, quien se encontraba presente en la ceremonia, corrobora la magnificencia de la función. En carta a Ambrosio Funes, el comerciante señala: “el día 12 del presente se hicieron las sumptuosas, y bien merecidas honras de la Madre Beata, cuya oracion fúnebre de ora y media la hizo el P. Prior Perdriel: pusieron un tumulo de consideracion, muchas velas, etc., y su retrato en el medio”.43

Perdriel, quien compara a la difunta con la figura bíblica de Judith, describe a la beata como una “mujer santa”. La alusión no era fortuita: al igual que Judith —quien sedujo y decapitó al general asirio Holofernes— también María Antonia era una “mujer fuerte”. El orador —aludiendo al origen marcial de San Ignacio— llega incluso a calificarla de invencible “amazona”.44 Ambas, la heroína veterotestamentaria y la beata rioplatense, desafiaron las convenciones de su tiempo y adoptaron una postura decididamente audaz.

Sin embargo, resultaba difícil compatibilizar esta audacia y autonomía con el ideal de sumisión y recogimiento femenino imperante a fines del siglo XVIII. Predeciblemente incómodo, el fraile desistió de las analogías belicistas, quizá demasiado osadas para su propia sensibilidad y para la de su auditorio. Lo que volvía santas a ambas mujeres —decía Perdriel— era el santo “temor de Dios”. El sermón se estructura en base a esta idea, que contiene y canaliza la audacia e ímpetu de las “mujeres fuertes”. El fraile dominico, quien reconocía la dilatada fama que precedía a la beata, la asociaba a este particular don: “toda su celebridad provino de haberse conducido por los caminos del temor Santo de Dios”.45

Perdriel, quien cautelosamente omite la vinculación de la difunta con la Compañía de Jesús, no duda en destacar las tradicionales muestras de humildad, de mortificación, de desprecio de sí y del mundo. De acuerdo con el predicador, ya desde joven María Antonia “huye del comercio contagioso del mundo” y mantiene una “guerra obstinada contra sí misma”.46 Esta muerte al mundo y al pecado se complementa con la tradicional mortificación de la carne: su cuerpo se encuentra “extenuado con rigurosas abstinencias, y mortificado con ásperos cilicios”.47

Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con el lego Zemborain, la penitencia y la negación de sí ocupan tan sólo un lugar marginal en la semblanza espiritual de María Antonia. Tampoco se mencionan en su panegírico visiones, premoniciones, ni portentos. El modelo de santidad que encarnaba la beata rioplatense nada tenía que ver con el ascetismo monástico del lego dominico, ni tampoco con el arrebato místico de las monjas y alumbradas del siglo precedente. Las grandes virtudes de María Antonia radicaban esencialmente en su obra de “santificación”, en su contribución a la edificación y conversión de los pecadores. Ella había rechazado lujos y vanidades, pero no para “huir del mundo”, no para recluirse tras los muros de un convento. La beata había salido de sí para “santificar” esa existencia mundana y corrompida que la rodeaba. Ese anhelo —dice Perdriel— la “arrebata fuera de sí” y la transporta a lejanas ciudades y campañas.

La experiencia espiritual encarnada por María Antonia era de una naturaleza decididamente compleja. Por tratarse de una beata y no de una monja profesa, ella había gozado de una libertad y un margen de acción muy superior al que podían aspirar otras mujeres consagradas. Su vida y su experiencia espiritual no se desarrolló en la soledad del retiro o del claustro, sino en un contacto continuo con el mundo. Aunque su labor se enmarca dentro de una vieja tradición de autonomía femenina —que había caracterizado a las comunidades de beatas desde los tiempos bajomedievales—48, aquella relativa independencia se conjuga con dos elementos particularmente distintivos de su vivencia personal, el estrecho vínculo que la liga a la extinta Compañía y su asombrosa movilidad en el período posterior a la expulsión. En este punto, su legado espiritual se acerca en cierta forma a la figura —esencialmente masculina— del misionero. El cordobés Ambrosio Funes, por ejemplo, llegó a afirmar que la beata era “el Javier de América, el Apóstol de nuestra India” (Fraschina 2015:95).

También Perdriel se vale del viejo arquetipo hagiográfico del misionero, al comparar a la difunta con San Francisco Javier y San Luis Beltrán. En todo caso, lo que se proponía la beata no era la instrucción de los infieles, sino la reevangelización de esas ciudades corrompidas, ganadas por el lujo y la “cizaña”. “Cuanto más grandes y más civilizadas [las ciudades], más lujo, menos recato, más repetidos los escándalos”, advierte el fraile dominico. Con su ejemplo y con su obra, la beata no había abandonado ese mundo corrompido e impuro, sino que había procurado santificarlo.


Conclusiones


María Antonia de San José y José del Rosario Zemborain representaban, cada uno a su manera, dos modalidades o formas diferentes de santidad. Más allá de sus divergencias, ambas figuras dan cuenta del rol crucial que poseían las vidas virtuosas y edificantes en el seno de la sociedad colonial. En ellos, los fieles veían una encarnación cercana y concreta del ideal de vida cristiano, con el cual podían identificarse. Su existencia era testimonio de la propia agencia divina, que derramaba sus gracias y favores a través de sus más perfectos y leales siervos. De esta forma, ambos se convertían en mediadores entre Dios y los fieles, extendiendo su auxilio y protección a aquellos que invocaban su nombre o atesoraban su recuerdo.

Por tratarse de personas cercanas y conocidas, su figura despertaba una particular adhesión entre los fieles y contribuía a reforzar las identidades y devociones locales. La muerte transformaba a estos hombres y mujeres virtuosos en un preciado blasón o estandarte al servicio de aquella orden o congregación en cuyo seno habían servido. Zemborain representaba las virtudes de la vida monástica en un tiempo en que ésta era objeto de crecientes críticas y diatribas, mientras que la labor ejemplarizante de María Antonia avivaba las esperanzas de quienes soñaban con la restitución de la extinta Compañía. Uno y otro canalizaban en su figura las ansias y expectativas de los fieles y de las propias autoridades eclesiásticas.

Sin embargo, junto con estas similitudes existían también grandes diferencias, en las que se expresaban las tensiones entre la vieja religiosidad de cuño barroco y los nuevos preceptos de la piedad ilustrada. Zemborain constituía la expresión más acabada del viejo ideal ascético-monástico de raíces medievales, profundamente arraigado en la piedad “dolorista” del barroco. Su ideal de santidad era el del claustro, el recogimiento, el rechazo de las vanidades y placeres terrenales. María Antonia, por el contrario, representaba una variante un tanto más compleja. Ella no practicó el retiro o abandono del mundo, sino que se vio arrebatada de sí y consagrada a la santificación del otro. Su legado y ejemplo de vida, aunque recuperaba ciertos elementos característicos de un viejo modelo de religiosidad femenina —el de las beatas—, no dejaba de despertar ciertas dudas, sobre todo entre quienes recelaban de su relativa autonomía y de su compromiso con los expulsos jesuitas.

Equiparada a una misionera o peregrina, María Antonia encarnaba un modelo de vida activa más que de recogimiento y observancia. Como señala Rubial García (2015: 205), “el misionero, con su ideal de vida activo y su pragmatismo, respondía mejor que los místicos y los visionarios a las inquietudes que traía consigo el Siglo de las Luces”. Quizá este carácter un tanto más “contemporáneo” y menos riguroso de su legado espiritual explique en cierta medida el relativo éxito de su devoción por sobre la del fraile dominico. La relación entre Dios y los hombres y entre el ámbito terrenal y el profano estaba cambiando aceleradamente en esos últimos años del siglo XVIII. Para fines del período colonial, “vivir en Dios” ya no implicaba necesariamente “morir al mundo”.













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1 Agradezco los valiosos comentarios y sugerencias formulados por los evaluadores del presente artículo.

2 Sobre los venerables no canonizados y los modelos de santidad en el mundo colonial, pueden verse los trabajos de Antonio Rubial García (2015) para el caso novohispano y de Fernando Iwasaki Cauti (1994) y Rafael Sánchez-Concha Barrios (2002) para el ámbito peruano.

3 Roberto Di Stefano (1997) ha puesto de relieve la tendencia jansenista que compartía buena parte del clero porteño tardocolonial, incluidos varios miembros del cabildo eclesiástico. Aun así, este mismo autor considera que la Iglesia y la Corona fracasaron en sus intentos por “difundir una piedad ilustrada, más interior, y más racional” (Di Stefano y Zanatta, 2000: 169). Jaime Peire (2000), por otro lado, destaca el desarrollo de una nueva “racionalidad”, caracterizada por una creciente aversión al “ridículo”, que se vincula con el influjo de las ideas ilustradas y del cristianismo jansenizante. Según Peire (2000: 183-184), en el Buenos Aires tardocolonial “estaba naciendo una nueva piedad, que sustituiría a la barroca (o que conviviría con ella), la piedad ilustrada”. De la misma opinión es Carlos Mayo, quien afirma que “a fines del siglo XVIII la piedad ilustrada estaba ganando camino en una sociedad que estaba dejando atrás la sensibilidad barroca” (Mayo, 2001: 156). Para una visión más general del tema, sobre todo en sus aspectos económico-sociales, cfr. Di Stefano y Peire (2004).

4 Sobre las diferentes concepciones de la muerte en la obra de San Ambrosio, véase Von Balthasar (1997: 326).

5 San Alberto, José Antonio (1789). Voces del pastor en el retiro. Dispertador y exercicios espirituales para vivir y morir bien con la asistencia del glorioso patriarca San Joseph. Buenos Aires: Real Imprenta de los Niños Expósitos, pp. 116-117.

6 Como señalan Di Stefano y Peire (2004: 11-12), en el contexto ilustrado los regulares “eran vistos como

vestigios de un mundo medieval que debía ser superado. La perspectiva ilustrada los consideraba improductivos y parasitarios por el hecho de vivir fundamentalmente de donaciones y limosnas. Esa situación exigía, desde la cultura dieciochesca, una reformulación del diálogo profundo que vinculaba a la sociedad y a ambos cleros, y una transformación del hábitus barroco”.

7 Diccionario de Autoridades, t. IV, 1734, entrada “muerte civil”, https://apps2.rae.es/DA.html (1/2/2021).

8 Las cartas de los novicios dominicos han sido analizadas por Jaime Peire (2000:122-127). Más adelante, presentamos varios ejemplos de testamentos suscriptos por frailes y religiosas.

9 Panegírico que hizo el Reverendo padre Fray Ygnacio Grela en obsequio de Fray José de Zemborain [1804], en Dose de Zemborain (1952: 105).

10 Citado en Peire (2000: 125).

11 Protocolos notariales, Registro 1, 1776-1777, f. 29, Archivo General de la Nación (AGN).

12 Protocolos notariales, Registro 2, 1786, f. 27, AGN.

13 Dos novicias cordobesas del convento de Santa Catalina emplean en 1722 la siguiente fórmula: “y digo que llegandose ya el tiempo de mi prophesion por el deseo con que me hallo de ser muerta al mundo y viva en el servicio de Ds”. Citado en Cohen Imach (1999: 1340).

14Protocolos notariales, Registro 2, 1786, f. 27 v, AGN.

15 Von Balthasar (1997: 327-328) introduce un matiz al afirmar que el cristianismo no promueve la “aniquilación del yo”, como sí ocurre con el budismo, sino que éste es “desplazado de su centro para hacer sitio allí al ser de Cristo”. “El «espacio vacío» creado mediante la «desyoización» de la fe —continúa Von Balthasar— es ocupado por Cristo y por su Espíritu”.

16 García, Pantaleón (1810). Sermones panegíricos de varios misterios, festividades y santos, t. III. Madrid: Imprenta de Collado, pp. 300-301.

17 En su Tratado del amor de Dios, Fray Cristóbal Fonseca afirmaba que el “amor propio” era “el Amor de nuestro cuerpo, o de lo que al cuerpo pertenece” y sostenía que éste “se opone de punta en blanco al amor de Dios”. Citado en Caro Baroja (1985: 65).

18 Protocolos notariales, Registro 3, 1806-1807, f. 267, AGN.

19 García, Pantaleón (1810), Sermones…, t. III, p. 307.

20 Los conventos femeninos en Hispanoamérica también estaban experimentando una sostenida declinación en el número de profesiones. Cfr. Lavrin (1992: 188-189).

21 Esta obra también era conocida como Contemptus mundi (desprecio del mundo), por el título de uno de sus capítulos. Muchos fieles contaban con este libro entre sus vitrinas. A fines del período colonial, el maestro de música Antonio Vélez y el comerciante Martín de Altolaguirre poseían un ejemplar cada uno, mientras que Gregorio Canedo contaba con una edición en francés (Protocolos notariales, Registro 1, 1790-1791, f. 196; Sucesiones 3864, Testamentaria de Martín de Altolaguirre, f. 11; Sucesiones 4840, Testamentaria de Gregorio Canedo, f. 16, AGN).

22 García, Pantaleón (1810), Sermones…, t. III, p. 306.

23 En lo que concierne a la vida del lego dominico nos basamos en sus dos principales biógrafos: Saldaña Retamar (1914) y Dose de Zemborain (1952).

24 En el pasaje a Indias se lo consigna como “criado” de su hermano Martín y se lo describe como un joven “de dieciséis años de edad, cuerpo regular, delgado, blanco y ojos pardos”. Expediente de información y licencia de pasajero a indias de Martín Félix Zemborain, mercader, con su criado José de Zemborain, natural de Alfaro, a Buenos Aires. 27 de Julio de 1758. Contratación, 5501, N. 3, R. 20, Archivo General de Indias (AGI).

25 La mayoría legal se alcanzaba a los 25 años, aunque la edad de matrimonio solía ser relativamente tardía entre los comerciantes de Buenos Aires: 35 años en promedio, según Susan Socolow (1978: 40).

26 Panegírico…, en Dose de Zemborain (1952: 127).

27 “Completas” es la denominación que recibe la última de las horas canónicas que componen el Oficio divino.

28 Este es un rasgo que se encuentra asociado a algunos santos ya desde el Medioevo. Según Fernández Conde (2005:526), “en varios textos, especialmente en los redactados a partir del 1100, este conocimiento sobrenatural tiene que ver, sobre todo, con la muerte del santo, que presiente el momento de su «tránsito» y se prepara para él, para vivirlo como una verdadera apoteosis hierofánica”.

29 Grela omite deliberadamente aquellos detalles que contradicen sus propias presunciones. Por ejemplo, lejos de predecir con exactitud el momento de su muerte, Fray José había afirmado el 16 de octubre que sólo le quedaban tres días de vida, cuando en realidad falleció el día 22.

30 Citado en Saldaña Retamar (1914: 85-86).

31 Panegírico…, en Dose de Zemborain (1952: 114).

32 Papeles de Don Ambrosio Funes. Córdoba: B. Cubas, 1918, p. 142.

33 Reproducido en Dose de Zemborain, 1952: 139-141.

34 San Alberto, José A. (1789), Voces del pastor en el retiro…, p. 179.

35 En lo que respecta a la vida de la beata, nos basamos en Fraschina (2010: 213-234 y 2015).

36 Las beatas eran mujeres que se dedicaban a seguir una vida de perfección religiosa, pero sin vincularse necesariamente a una institución u orden en particular ni abandonar el contacto con el mundo. Conformaban comunidades o habitaban en sus propias casas y además solían llevar una vida activa, desempeñando diferentes labores y prácticas devocionales, apostólicas o caritativas. Sobre las beatas españolas de fines del período medieval y comienzos de la edad moderna, pueden verse Graña Cid (2013) y Miura Andrades (2019).

37 Cfr. Fraschina (2010: 226-234 y 2015: 93-104).

38 A diferencia de otras órdenes religiosas, la Compañía de Jesús no contaba con una rama u orden femenina.

39 Protocolos notariales, Registro 2, f. 580 v, AGN.

40 Protocolos notariales, Registro 2, fs. 581-581 v, AGN.

41 Protocolos notariales, Registro 2, fs. 581-581 v, AGN.

42 Protocolos notariales, Registro 2, f. 580 v, AGN. La partida de defunción de la beata se encuentra citada en Fraschina (2015: 130).

43 Papeles de Don Ambrosio Funes, 1918, p. 6.

44 Perdriel, Julián (1906 [1799]). Oración fúnebre pronunciada por el R. P. Fr. Julián Perdriel (Prior del convento de Predicadores de Buenos Aires) el día 12 de julio de 1799 en las solemnes exequias que se celebraron en la iglesia de Santo Domingo por el alma de la señora Beata Da. María Antonia de la Paz. Buenos Aires: Imp. y Encuad. “San Martín”, p. 44.

45 Perdriel, Julián (1906 [1799]). Oración fúnebre…, p. 13.

46 Perdriel, Julián (1906 [1799]). Oración fúnebre…, pp. 20 y 24.

47 Perdriel, Julián (1906 [1799]). Oración fúnebre…, p. 8.

48 Desde comienzos del siglo XVI, las beatas y su estilo de vida comenzaron a ser objeto de crecientes recelos y prevenciones por parte de las autoridades eclesiásticas. A partir del Concilio de Trento, e incluso desde antes, se impuso en España una progresiva tendencia a la institucionalización de la vida religiosa femenina y a la conventualización de los viejos beaterios. Cfr. Pérez González (2018: 444-445) y Atienza López (2007: 153-156).