Itinerantes. Revista de Historia y Religión 15 (jul-dic 2021) 128-153
On line ISSN 2525-2178
Conservar la memoria y construir identidad: la crónica en el monasterio de monjas capuchinas de Buenos Aires, 1749-1920
Preserving memory and building identity: the chronicle in Buenos Aires capuchine nunnery, 1749-1920
Alicia Fraschina
Universidad de Buenos Aires
Resumen
En febrero de 1920 una de las monjas capuchinas del Monasterio de Nuestra Señora del Pilar de Buenos Aires –cuyo nombre no conocemos- asumió el rol de cronista con la intención de preservar la memoria de su comunidad religiosa y mostrar tanto la identidad del grupo como la continuidad del carisma. Escribió el Resumen histórico de su monasterio –tres tomos que han permanecido manuscritos, inéditos- que comprenden desde la fundación, en 1749, hasta el momento de la escritura.
El objetivo de este artículo es conocer e interpretar los deseos que movieron a la autora a emprender la escritura de dicha crónica; las razones, los fines espirituales que la impulsan; cual es el concepto de historia al que adhiere; identificar las identidades que se propone reafirmar y los valores que destaca; conocer quiénes son los destinatarios de su escritura y qué postura asume con respecto a las prácticas de sus antecesoras en el huerto cerrado.
Palabras clave: escritura conventual femenina, crónica, memoria e identidad, Buenos Aires 1749-1920
Abstract
On February 20th. 1920 one of the capuchine nuns of Nuestra Señora del Pilar Monastery in Buenos Aires –whose name is not known- took on the role of chronicler with the aim of preserving the memory and building the identity of her comminity. So she wrote the Historical Summary of her monastery –three manuscript, unpublished volumes- comprising from 1749 to 1920.
The aim of this article is to understand and interpret the desires that moved the author to write this chronicle; the reasons, the spiritual aims that prompted her to write and the concept of History she subscribes to. As well as to identify the identities she wishes to reaffirm and the moral values she underlines; who would be the recipinents of her writing and the way she evaluates her predecessors´ practices in the nunnery.
Key words: nuns conventual writing, chronicle, memory and identity, Buenos Aires 1749-1920
Fecha de envío: 2 de febrero de 2021
Fecha de aceptación: 7 de abril de 2021
Introducción
Durante el mes de febrero de 1920 una de las monjas capuchinas del Monasterio de Nuestra Señora del Pilar de Buenos Aires1, cuyo nombre no ha trascendido,2 se constituye en guardiana de su propia memoria, toma la pluma y comienza a escribir el Resumen histórico3 de su comunidad, una empresa inmensa para un solo individuo, que abarca desde la fundación –en 1749- hasta el momento de la escritura. Apeló al género cronístico, un género que conoce una auténtica explosión historiográfica desde mediados del siglo XVI hasta las primeras décadas del XVIII. Una producción en la que participan las órdenes monásticas y mendicantes, especialmente las reformadas (Atienza, 2012:26). Asumió el rol de cronista con la intención de preservar la memoria de su comunidad religiosa y mostrar tanto la identidad del grupo como la continuidad del carisma.
La definición de “crónica” -afirma Lowe, 2003: Chap. 1- ha probado ser un terreno complejo, dada la diversidad de sus modalidades, pero al menos podría ser caracterizada como el documento que recoge una memoria conventual colectiva, cuyos hechos presentan el pasado de la comunidad que la construye y donde se sustantivan los valores compartidos. Si bien el género cronístico es un campo de investigación poco explorado, en los últimos años -nos informa Baranda Leturio (2011:169)- observamos un claro despertar del interés por el mismo. Los primeros trabajos en torno a las crónicas conventuales femeninas escritas en Europa cubren los siglos XV al XVIII: Evangelisti, 1992, 1995 y Lowe, 2003 en torno a monasterios en Italia; y Winston Allen, 2005 para Alemania, Suiza, Italia y Países Bajos. En torno a la América Colonial, específicamente la Nueva España, se puede ver Muriel, 1982; Arenal-Schlau, 1989 para la Nueva España y Perú; Lavrin, 1989 y Rubial García, 2002, estudian las crónicas sobre órdenes masculinas, con alguna referencia a las femeninas. Recientemente, el interés en torno a la memoria conventual, su construcción y preservación en las crónicas, ha encontrado un importante eco entre los historiadores. Para Europa contamos con las investigaciones de Zarri, 2011 y 2014 en torno a los monasterios italianos; Baranda Leturio, 2011, 2014, Atienza López, 2012, Catalán Martínez, 2012 y Muñoz Sánchez, 2018 sobre crónicas españolas. Acerca de la Nueva España destaco los trabajos de Lavrin, 2008 (en español 2016b) y 2016a, quien aporta datos sustanciales: durante el siglo XVII las monjas fueron guardianas silenciosas -un silencio impuesto- de su memoria, no obstante construyen el archivo de su monasterio. En el siglo siguiente ganan confianza en su capacidad para escribir su propia historia: dan fin al anonimato y producen reseñas históricas de sus conventos, así como biografías que componen bajo su nombre. Una serie de investigaciones en torno a las crónicas conventuales en Europa e Hispanoamérica que, a partir de sus diferentes enfoques, han iluminado mi interpretación del Resumen histórico escrito y custodiado por las monjas capuchinas de Buenos Aires.
El objetivo de este artículo es conocer e interpretar los deseos que movieron a la autora a emprender la escritura de esta crónica; las razones, los fines espirituales que la impulsan; cual es el concepto de historia al que adhiere, es decir, de qué forma, esta monja devenida en cronista, construye la historia de su comunidad a comienzos del siglo XX; indagar qué grado de confianza tiene en su capacidad para escribir dicha historia; identificar las identidades que se propone reafirmar y los valores que destaca; averiguar quiénes son los destinatarios de su escritura; qué postura asume con respecto a las prácticas de sus antecesoras en el monasterio; y entender de qué modo construye la sociedad en la que está inserto su huerto cerrado.
Estamos ante tres tomos manuscritos, inéditos, tres cuadernos de tapa dura con folios numerados. El tomo I de 288 páginas y el tomo II de 261, conforman -según definición de la cronista- “la parte histórica”, “el cuerpo de la historia”; y el tercero y último, el Apéndice de 38 páginas, en el que da a conocer “el adorno espiritual de la comunidad”.
Portada y prólogo
Desde la portada la cronista brinda a los eventuales lectores una serie de datos que ayudan a la comprensión de su escrito. El título: Resumen histórico del Convento de Monjas Capuchinas de Buenos Aires; las fuentes: “sacado de apuntes antiguos que se conservan en el archivo del mismo convento”; y la fecha de escritura: “1920”. Sobre el margen izquierdo, claramente agregado con posterioridad: B. Aires, febrero 1920.
En el Prólogo asume plenamente su rol de cronista: escritora y actora de la historia. Dedica el Resumen histórico a las Rs. Ms. Capuchinas del Convento de Nuestra Señora del Pilar de Buenos Aires, es decir que lo escribe para que sea leído en la interioridad de la clausura. Al respecto expresa textualmente: “Es cierto que el asunto de esta pequeña historia solo para nosotras tiene algún valor” (Tomo I:164). Y registra el punto de partida de su empresa: “Varios años ha, que por repetidas insinuaciones de mis Preladas, aunque nunca llegaron a mandármelo formalmente, deseaba hacer este breve resumen histórico de este Convento de Capuchinas de Buenos Aires, fundado el año 1749”. Una tarea que califica de “grande” y hasta colosal “teniendo en cuenta los inconvenientes que debe afrontar: un período de 170 años, durante los cuales apenas se han tomado ligerísimos apuntes, casi borrados y algunos con letras de difícil lectura”. Otro inconveniente es el poco tiempo con que cuenta, ya que debe escribir después de cumplir tanto con las obligaciones espirituales como con las tareas del oficio –que no menciona- para el que ha sido designada.4 Como era de esperar, y es un tópico siempre presente en las crónicas femeninas, confía en la ayuda del Señor: “por cuyo amor me determino a esto”. Y manifiesta su necesidad, “su deseo ardiente de mantener la memoria”, así como dejar en claro “la cuna de nuestro origen, pues existen diversas opiniones sobre este punto”. Con el objetivo de defender el honor y la genealogía espiritual de su comunidad se propone “afirmar la regular observancia en que fue fundado, sin mitigación alguna, como se conserva”. Reconoce que de vez en cuando “alguna borrasca amenazó su comunidad”, hechos que -aunque no detalla- sin embargo rescata “para realce de las heroicas virtudes” de sus antepasadas. Y así, dentro de la historia general de su monasterio, irá insertando breves biografías, que, entiende, son vehículos de afirmación de identidades y fuentes de edificación.
Pasando de lo espiritual a lo material dice sentir admiración y nostalgia por lo antiguo, que tiene siempre “algo de sagrado” para ella: por el primitivo edificio que conoció y que ha sido en gran medida refaccionado. Promete referirse a los inconvenientes de la fundación -un tópico ineludible en las crónicas- una opción muy justificada teniendo en cuenta la “dificultad de recoger las limosnas en estos pueblos coloniales, el atraso y la pobreza de los mismos, la poca pericia de los obreros, y las molestias durante los largos años que duró la construcción”.
Coherente con su papel de historiadora se propone seguir los lineamientos de validez universal para la disciplina histórica: “no citaré punto alguno, ni daré noticia, ni señalaré circunstancia de lo cual no tenga segura prueba, ya por cartas auténticas […] ya por papeles fidedignos que consiguiese averiguar”.
Da a conocer sus deseos más íntimos en cuanto a la intención de escribir esta crónica: “para que las jóvenes que ahora son y las que serán en los tiempos venideros puedan servirse de este memorial, recordando unas y aprendiendo otras lo que practicaron nuestras antecesoras”. Entiende que era imperativo no perder la memoria.
Se preocupa por el estilo, reconoce que su Resumen está escrito a la ligera, que nada puede tener de “hermoso” y pide que “llegado el caso de hacerse algún traslado de este trabajito no se altere ni una sola palabra”. ¿Acaso está pensando en una eventual publicación?
Y con el fin de persuadir al lector de la confiabilidad de su narrativa, afirma y lo hará repetidamente, “cuanto aquí se dice es la verdad más pura buscada a costa de grandes sacrificios”. No llega a dudar ni a cuestionarse sobre la veracidad de los testimonios. Y está convencida de que su trabajo ha sido “la voluntad de Dios manifestada en la de sus superiores”.
Un Prólogo que redacta ya finalizada la escritura de los tres tomos, pues informa a los eventuales lectores que ha dado fin a la misma “con el beneplácito y aprobación de las preladas y religiosas mayores quienes lo han revisado y leído enteramente”.
Si bien la redacción del Resumen fue una obra individual, la tarea previa de recolección y custodia de las fuentes del monasterio; la actitud de Sor María de la Concepción, quien siendo abadesa, en 1905 le “indicó hacer este resumen poniendo a su disposición todos los documentos” (II:143); los varios apuntes que dejó escritos Sor María Mercedes Echavarría, fallecida en 1897 (II:210), de los cuales se ha servido la autora para iniciar este trabajo (II:209); y la lectura y aprobación del Resumen por las preladas y religiosas mayores una vez terminado el mismo, están indicando un proyecto colectivo destinado a una comunidad que comparte un lugar: la clausura, un espacio que construye diariamente; y una herencia espiritual manifestada en las virtudes que cultiva.
Agradece al Señor haberle permitido completar sus “apuntes, cumpliendo de este modo la obediencia” -en el mismo Prólogo habla de “insinuaciones”- pide a sus hermanas, las destinatarias de su obra, una súplica a su favor a fin de conseguir su final perseverancia y para después que haya pasado de esta mortal vida, un Requiescat in pace. Sobre el final del Prólogo valida lo escrito con una firma peculiar, pero no excepcional entre las monjas: La última de sus hermanas, un claro intento de permanecer en el anonimato como signo de humildad.
Ya desde el Prólogo percibimos que es consciente de que debe recorrer las tres fases que supone la representación del pasado: la documental, la explicativa/comprensiva y la escrituraria; una escritura que recurre a una memoria a la vez individual y colectica; y que apela a la confianza del lector destacando una y otra vez la “verdad” de lo narrado. (Ricoeur, 2000)
El cuerpo del Resumen: fundación y consolidación
La cronista organiza el tomo I en 21 capítulos –de entre 10 y 15 páginas cada uno- en los que sigue un estricto orden cronológico marcado por los vaivenes de la fundación, los avatares de la construcción y las sucesivas prelacías trienales. A pesar de que se queja por el escaso número de fuentes, veremos que cuenta con una cantidad más que suficiente. De ellas, algunas copia textualmente: la Real Cédula de fundación, y una serie de cartas de y para las autoridades eclesiásticas y seculares (las monjas guardaban los borradores); otras, cita puntualmente: las cuentas de los síndicos, indispensables para reconstruir paso a paso la fábrica del monasterio; y un tercer grupo que es evidente tiene a la vista pero que no menciona: el Libro Manual que contiene los libros de ingreso, profesión, elección de autoridades y el de defunciones; y por supuesto, la Regla de la Gloriosa Santa Clara con las Constituciones de la Monjas Capuchinas. Si bien cada capítulo o grupo de capítulos será dedicado a una temática principal, también hay espacio para los tópicos que la cronista considera son el meollo de su obra y, en consecuencia, están presentes en cada uno: la verdad, la extrema pobreza, la perseverancia en las virtudes, la providencia divina, la solidaridad, la creatividad del grupo, las tensiones dentro de la comunidad y con el siglo, y el rol orante y mediador de sus hermanas en Cristo.
La primera parte respeta la estructura tradicional de las crónicas conventuales.5 En los capítulos 1 a 3 aborda “el verdadero origen de las capuchinas en América [del sur]; los dos viajes que debieron emprender desde España –el primero interrumpido por ataques de piratas y demorado por vientos que las obligaron a desembarcar en Lisboa- y la fundación del convento de Jesús María y José en Lima en 1712 (Vargas Ugarte, 1947). Vicisitudes que interpreta como pruebas de la voluntad divina. Cabe recordar que todas las órdenes avalaron su proceso fundacional con la intervención sobrenatural, responsabilizando, en última instancia a Dios del éxito o del fracaso de la empresa.
Si bien muchas veces “ha oído decir”, y “lo prueban numerosos documentos”, que las fundadoras del Monasterio de Capuchinas de Buenos Aires habían venido de Chile, hay notables diferencias en torno al lugar de procedencia de las primeras fundadoras que salen de España: el Convento de las Reales Descalzas o el de las Capuchinas de Madrid. Encuentra documentos que respaldan uno u otro dato. Un dilema resuelto por Sor María Ángela, abadesa del convento de capuchinas de Madrid, quien, en carta que escribe en 1868 en respuesta a una de Buenos Aires, afirma: “Las Capuchinas de Buenos Aires son nietas de las de Madrid”. Después de un extenso relato concluye: “Las Capuchinas de Buenos Aires fueron fundadas por las de Chile, estas por las de Lima, las de Lima por las que vinieron de Madrid, las de Madrid por las de Valencia, habiendo salido las que fundaron este, del Convento de Capuchinas de Barcelona, pocos años después del fallecimiento de su Sta. fundadora, la Madre Ángela Margarita Serafina”.6 Un dilema que ha querido resolver “por la pura verdad”. Un dato ineludible en el proceso fundacional que le ha dado pie para construir una genealogía hasta un pasado lejano, remontándose hasta la Madre Serafina, fundadora del Monasterio de Barcelona en 1599, una mujer carismática con voluntad expansionista, amante de la pobreza, el rigor y la austeridad en su modo de vida, elementos centrales de su prestigio y el de sus hermanas.
Un prestigio y una vocación expansionista7 que a comienzos del siglo XVIII empuja a sus hijas “a lanzarse a playas desconocidas”, emprender viajes largos y penosos por los mares en los que no faltan los ataques de piratas herejes, las enfermedades, ni la muerte. Pero que culminan en fundaciones exitosas, entre ellas las de la capital del Virreinato del Perú y la de Santiago de Chile.
“Los hijos de esta tierra [Buenos Aires] a fuerza de tanto verlas pasar en su trayecto de Madrid a Lima y de Lima a Santiago de Chile, aspiraron a la dicha de poseerlas, aunque fuesen los últimos”. De este modo cierra la cronista su relato sobre las fundaciones de capuchinas que precedieron a la de Buenos Aires.
Los siguientes capítulos -4 al 8- los dedica a la fundación del Monasterio de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza8 en la ciudad de Buenos Aires. “Todo se me presenta más fácil –escribe con alivio- porque tengo a mano los documentos correspondientes: licencias, cédulas, últimas voluntades, limosnas, las cuentas y la correspondencia de los síndicos con las religiosas, relativa a los trabajos de construcción que duraron más de sesenta años. Con tanto documento, no tengo sino que ir con paciencia recorriendo las fechas para ordenar los sucesos. Por fin estoy en la realidad, sin tener que apelar a la tradición, donde es preciso andar con mucho tino para no resbalarse faltando a la realidad, que es el blanco donde puse la mirada cuando empecé a escribir” (I: 41).
Con su atención puesta ya en Buenos Aires, ordena los acontecimientos: el obispo porteño pide monjas capuchinas a su par de Santiago de Chile; un grupo de doce vecinos dona 500 pesos cada uno. Dos hechos que la autora entiende como “un claro indicio de que el Señor desde el principio protegía este asunto” (I:47). Al mismo tiempo, el 11 de mayo de 1745 Felipe V otorga en el Prado la Real cédula fundacional.
La fundación, leemos en dicho documento, se hará a partir de la donación de don Francisco de Araujo del sitio e iglesia de San Nicolás de Bari, en un terreno con ocho viviendas que pueden servir de celdas y otras ocho para oficinas; y de la dotación de una capellanía de 2000 pesos por parte del deán de la catedral. Los motivos enunciados: “no haber en la ciudad de Buenos Aires otro monasterio de ningún orden para las hijas de familia de primera calidad y nobleza9 que sean pobres”. De modo que, al poder ingresar sin dote alguno, “tendrán este refugio las muchas doncellas, hijas de padres nobles que no puedan dotarlas (Faschina, 2000b). Bastarán las limosnas que se recojan para el tosco sayal que visten y los pocos alimentos que les permite su rígida abstinencia”.
En cuanto la licencia llega a Santiago de Chile comienzan los preparativos para llevar a cabo la tercera fundación capuchina en América del sur: se nombran las cinco fundadoras y el capellán a cargo de su cuidado y se organiza el traslado. Un viaje en mulas atravesando la cordillera de los Andes y luego en carretas, desde Mendoza a su destino final, una travesía –sin duda única en esta zona- de la que no ha quedado un relato pormenorizado. A último momento, antes de la partida, se agregan tres jóvenes dispuestas a dejar patria y hogar, a quienes a modo de protección se les dio el hábito.
El 31 de mayo de 1749 llegaron a destino. Después de los saludos de rigor –continúa el relato- se dirigieron a la iglesia matriz donde fueron recibidas por el Cabildo Eclesiástico, por todo el clero, sagradas religiones, y gentes de ambos sexos que las estaban esperando. Hicieron oración, visitaron al Santísimo Sacramento y en agradecimiento se cantó el Te Deum Laudamus. Desde allí, toda la comitiva de recepción las acompañó a pie hasta el lugar que se les había preparado: la casa de don Salvador del Castillo, pues el convento -otro tópico recurrente en Hispanoamérica- no estaba terminado.
Pero al poco tiempo, se informó a las monjas acerca de las dificultades de la iglesia y sitio de San Nicolás. Un sitio húmedo y pantanoso: un peligro para la salud; lejos del centro: un inconveniente para conseguir las indispensables limosnas diarias; y totalmente antifuncional para llevar adelante la vida cotidiana en la clausura. Una serie de inconvenientes que se resolvieron mediante la permuta de dicho espacio por la capilla de San Juan Bautista –donación del Maestre de Campo Don Juan de San Martín, miembro de la Tercera orden franciscana- una parroquia auxiliar para indios transeúntes, de los cuales en la ciudad solo había unos pocos durante los meses de cosecha.
En los capítulos 9 al 11 y 13, la cronista reconstruye el proceso de consolidación. En dos años y medio la comunidad alcanza el número de trece religiosas y poco a poco se va consolidando: compra los terrenos adyacentes a la iglesia de san Juan Bautista para construir en ellos el nuevo y definitivo monasterio. Con la intención de aportar datos concretos, “con las escrituras a la vista” la cronista dibuja el plano de los terrenos. Y comienza a relatar el primer paso de la construcción: el coro y el antecoro, una “construcción sólida”, que es la que aún existe en 1920, y el entierro, una pieza subterránea debajo del coro en el que en el momento de la escritura se guardan los restos de 111 religiosas.
Si bien no encuentra el más mínimo detalle que haga referencia a la mudanza, sabe que fue en 1756, pues el 29 de diciembre encuentra a las religiosas celebrando el capítulo de elección de abadesa en el sitio de San Juan Bautista. La fundación del monasterio de capuchinas ya está consolidada. En este mismo año -informa- se produce el primer fallecimiento de una religiosa.
Temáticas que resalta
En adelante ya no haré mi análisis siguiendo el orden de los capítulos, sino que iré reflexionando en torno a los distintos temas que la autora elige desarrollar a partir de las fuentes de archivo y los testimonios o tradiciones que se conservan en su comunidad. Un viraje que responde en parte a las opciones realizadas por la cronista. Ya en el tomo II acelera el relato. Los capítulos llevan títulos tan generales como “Casos ocurridos en estos tiempos”, “Algunos inconvenientes” y en los últimos apela a otros cada vez menos iluminadores: “Historia de treinta años” o “Los últimos 25 años”. En consecuencia, en esta segunda parte de mi análisis me propongo recuperar y comprender cómo gestionó su memoria, qué acontecimientos recupera y qué valores y virtudes destaca, que vidas reclama para la posteridad, cual es la imagen de monja que intenta rescatar y/o construir para sus eventuales lectoras y de qué modo interpreta el pasado de su monasterio.
Entre las virtudes destaca la pobreza, en torno a la cual gestiona toda su memoria. Le dedica muy especialmente el capítulo 12: “Pobreza. Limosnas y limosneros” en el que parte de una afirmación contundente: “La santísima pobreza es la base de nuestra religión” (I:125); “nuestra corona delante de Dios y de los hombres” (I:75).Y justifica esta elección: “es el patrimonio de un Hombre Dios sobre la tierra, y a su ejemplo, el patriarca de Asís la eligió por suya, dejándola en herencia a sus hijos. Igualmente la amó su hija primogénita en el hábito y mucho más en el espíritu, la virgen Clara, encargándola al morir a su pequeña familia en su testamento.” Y para dar mayor fuerza a su argumento introduce la voz de la santa de Asís transcribiendo un párrafo de su última voluntad: “Las hermanas ninguna cosa apropien para sí, ni lugar ni cosa alguna, unas como peregrinas, y extranjeras en este mundo, en pobreza y en humildad sirvan al Señor y envíen por limosna con confianza”. Fieles a este espíritu, las capuchinas de Buenos Aires recurrían a la mesa del Señor para su subsistencia. En consecuencia, a lo largo de su narración la cronista reivindica la limosna como medio de vida.
Limosnas cuyos datos recoge a partir de las cuentas de los síndicos, que oscilaron entre unas pocas monedas y miles de pesos, que, si bien en general eran entregadas por los vecinos porteños al síndico o a la abadesa, otros optaban por dejar en sus testamentos en forma de legados a favor del monasterio. Numerosos limosneros del monasterio, “heroicos” hermanos de la orden franciscana o seglares -cuyos nombres han quedado registrados y que la autora copia a modo de homenaje- designados para mendigar a favor del convento, se desplazaban hasta el Paraguay, Montevideo y las Provincias de Arriba en busca de ayuda económica. Desde allí volvían trayendo unos pocos pesos y gran cantidad de ganado vacuno, tabaco, bayeta y fanegas de trigo, yerba, algodón, pasas, nueces, vino y aguardiente, productos de la tierra que convertían en metálico, unas sumas que se destinaban al pago de materiales para la construcción y de jornales para los obreros. Otras donaciones y legados que los porteños hacían a las monjas eran alhajas, vajillas, mates de pura plata, que se vendían o rifaban para proseguir la obra; y los esclavos, que recibían a partir de las mandas testamentarias. Un segundo grupo de limosneros recogía la limosna diaria destinada al alimento de la comunidad: recorrían la ciudad recibiendo pescado, pan y verdura.
En relación con la pobreza aborda también el tema de “los vestidos”. Relata que, siendo tan lento y difícil el comercio con Europa, durante muchos años las monjas compraron paños de la tierra, burdos en extremo, fabricados en nuestras provincias, de color verdoso o azul para la ropa interior. Los hábitos se hacían por lo general con sayales o sayaletas llamados de cordoncillo, que traían de Córdoba, los cuales -según “referían las antiguas”, quienes a su vez “lo habían oído a las mayores”- eran tan duros que casi se paraban solos. En el momento en que está escribiendo -acota- la forma de dar y recibir limosna ha cambiado: en primer lugar no existen ya los limosneros y casi todos los socorros que se reciben son por lo general en dinero con el que se compra lo necesario, hasta los géneros para los hábitos, que se traen de Inglaterra (II:145).
Una serie de detalles que iluminan las minucias de la vida cotidiana, detalles que la cronista ha querido sacar a la luz “con el fin de poner de manifiesto la suma pobreza en que fue fundado este monasterio, viviendo de limosna desde sus principios, razón por la cual, muchas veces se han visto las religiosas en grandes aprietos, pero nunca, según la tradición, hasta el extremo de faltarles lo preciso”. (I:135)
Al abordar el plano espiritual es evidente que tiene como objetivo honrar la memoria, defender el honor de las religiosas que la han precedido, preservando sus tradiciones y su identidad. Siguiendo la tradición didáctica de las biografías redacta una historia edificativa e inspiradora, en la que la voluntad divina es percibida a cada paso. Estamos ante una crónica en la que la autora intenta no solo defender el honor de su comunidad sino también expresar su admiración y empatía por los signos de su orden. Para ello se fundamenta en la genealogía espiritual de su orden seráfica, muy especialmente en la rama capuchina –de estricta observancia- y en las prácticas de sus miembros ejemplares: apelará a los ejemplos de Francisco y de Clara y redactará la biografía de decenas de monjas que sobresalen por sus cualidades y que ella propone como ejemplo de virtudes. Biografías, obituarios, que escribe con motivo del fallecimiento de cada hermana, desde el de Sor María Bernarda en 1756 (I:145-148) hasta el de Sor María Agustina Ludueña en 1921 (II:257). Biografías que incluye con la intención de que sean a la vez vehículos de afirmación de la identidad capuchina y fuentes de edificación dentro del monasterio y de la orden.
Las virtudes de pobreza, observancia de las Reglas y Constituciones, humildad, caridad fraterna, perseverancia, gran devoción, sencillez y modestia, muchas veces ejercidas “en grado heroico”, son el eje de las vidas narradas a lo largo de la crónica. Biografías que nos permiten ver que, una y otra vez, las monjas saben que Jesús es el camino que lleva hacia el misterio de Dios.
Si bien las religiosas son las protagonistas del Resumen histórico, la autora, fiel a su objetivo de honrar la memoria de todos los que las precedieron en la construcción del huerto cerrado, rescata los nombres y la labor de los sacerdotes y los laicos que las asistían en el trajín cotidiano. Muy especialmente recuerda a los síndicos -su “luz, que la han guiado paso a paso y día por día” (I:184)- quienes tenían a su cargo llevar la contabilidad de las limosnas y los gastos, de lo cual rendían cuenta al final de cada prelacía, administrar el dinero necesario para la construcción y la reparación del edificio y que, en más de una ocasión, adelantaron dinero, contribuyeron con limosnas y pusieron plata de su bolsillo a fin de lograr que las cuentas cerraran.10 Recién en 1789 tuvieron capellán estable. Guarda de ellos un recuerdo entrañable ya que, subraya, “atendían a las monjas con empeño paternal, costearon gastos y emprendieron obras”.11
También tiene presente a los benefactores, a los que recuerda en párrafos llenos de gratitud y de emoción: don Eugenio Lerdo de Tejada, casado con doña María Josefa Cevallos, tíos del arzobispo Escalada quienes donan 10.000 pesos y una imagen de Na. Sra. de Belén y fundan una capellanía; a don Francisco del Zar, pariente muy cercano de Sor María Josefa Merlo, que tomó a su cargo los gastos de la construcción del noviciado; a don Esteban Huget quien entregó 2000 pesos fuertes de limosna destinados a la habitación del capellán, a la familia Belaustegui. Ya en la década de 1890 falleció Don José Portugués quien -recuerda- “casi diariamente daba muestras de la bondad de su corazón”. Una pérdida grande que fue subsanada por Da. Antonia Iraola de Pereyra. Ella de inmediato comenzó a ayudarlas, es más, a tratarlas como a sus verdaderas hijas enviándoles todo lo que pudiera ser útil: leche, verdura, carbón, leña por vagones, grasa, velas, comestibles, etc.; venía al convento a pagar al lechero y al panadero el gasto de 15 o 20 días, en invierno enviaba frazadas o piezas de paño y les asignó una limosna mensual de 200 pesos moneda nacional (II:211-212).
La relación de las monjas con el contexto histórico secular es motivo de atención en contadas oportunidades: solo aquellas que de alguna forma repercutieron en el interior de la clausura y que, en consecuencia, la cronista decide rescatar a modo de testimonio para la posteridad. No solo recuerda, sino que da a conocer sus propias representaciones del pasado, reafirma identidades y asume posturas con respecto a las prácticas de las protagonistas de su relato.
Del período colonial -1749-1810- destaca la cooperación, los objetivos compartidos entre la Corona, la Iglesia y la sociedad, entre quienes se da una relación simbiótica que incluye al monasterio, cuya fundación y consolidación habían auspiciado en un primer momento y patrocinado durante décadas.
La invasión de las tropas inglesas a Buenos Aires en junio de 1806 y la posterior reconquista el 12 de agosto -festividad de Santa Clara- son leídas por las capuchinas en clave sobrenatural: en consecuencia “en agradecimiento por el beneficio recibido las monjas hicieron una doble promesa: realizar todos los años una procesión por el claustro llevando en andas la imagen de Clara y aceptar en honor de la santa una supernumeraria -sin vacante- una joven porteña que había recibido un “llamado especial”, prodigioso, el mismo día de la reconquista. (I:267-273)
El 25 de mayo de 1810, fecha de la formación del primer gobierno patrio, pasa desapercibida en el Resumen histórico. Si bien se trata de un hito en la historia de Argentina, aparentemente no tuvo repercusión en la vida cotidiana de las religiosas. En esa época, la deposición de la abadesa -“un alma candorosa que de nadie juzga mal”- ocupaba toda la atención dentro de la clausura, y no solo en ella. “Por instigación del demonio, que nunca duerme”, dio su firma para importar cal desde Montevideo y se vio involucrada en un hecho considerado de ´contrabando´, un hecho gravísimo en aquella época, que costó la vida de dos personas, una de ellas, el padre de una monja. La destitución de la abadesa por parte del provisor fue –según concluye la cronista- el único medio de acallar el alboroto popular”. (I: 279-281)
La reforma que se lleva a cabo en 1822 durante el gobierno de Bernardino Rivadavia, un proyecto muy amplio que involucra a las instituciones eclesiásticas, provocó la clausura de algunos conventos de frailes y fue motivo de un estricto control de la economía, un cambio de estilo de vida -en común y del común a particular- y la reducción de 40 a 30 en el cupo de religiosas en el monasterio de las monjas dominicas. Entre las capuchinas solo merece un breve comentario en torno al decreto que establecía un aumento en la edad necesaria para profesar: 25 años en lugar de los 18 acostumbrados. Un intento desde el gobierno de disminuir las “vocaciones forzadas” impulsadas desde la familia -los 25 era considerada la edad de la razón- disminuyendo en consecuencia el estrecho vínculo que había existido entre las monjas y las familias de los sectores altos de la sociedad. Una medida que trajo como consecuencia la falta de ingresos durante años, pues las postulantes debieron esperar a tener la edad ahora exigida. (II:25-26) (Fraschina, 2010b).
Los dos gobiernos del período de Juan Manuel de Rosas, entre 1829 y 1852, merecen adjetivos reprobatorios contundentes, poco comunes en el resto del Resumen histórico: “años aciagos en que la ciudad de Buenos Aires gemía bajo el grupo opresor de gobernantes autoritarios sin justicia. Tiempos desafortunados en los que todo era una agitada tempestad”. Sin embargo, “por no sé qué motivo, las monjas, hallando gracia a los ojos del gobernador, lograron mantenerse en sosiego, sin poder dar alivio mas que con sus oraciones y rigurosas penitencias”. Es más, en varias ocasiones, recibieron su visita y limosnas. (II: 57-59).12
Veinte años más tarde, el espantoso flagelo de la fiebre amarilla entra en el monasterio con tal vigor que se enferma la mayor parte de las monjas. Fue necesario poner camas, no solo en la enfermería, sino también en la sala de labor y en las celdas. Aún en medio de semejante situación “no hay memoria de que se hayan suprimido los Maitines a media noche”, y solo falleció una religiosa como consecuencia de la epidemia. (II: 133-134)
En 1875 “presenció la ciudad un hecho indigno de la cultura de sus habitantes. Por razones que no son del caso revelar -acota, justificando su silencio-13 se armó entre la plebe, instigados por algunos anticlericales, una terrible persecución contra los Reverendos Padres Jesuitas. El 28 de febrero, en pleno día, llegaron en tropel a las puertas del Colegio que aún tienen en Lavalle y Callao: penetraron en su interior, obligaron a los religiosos a salir e incendiaron el lugar. […] Las monjas, ignorando los motivos del atentado, pensaron les esperaba algo peor. Cuando esta turba de impíos se dirigía al Salvador pasaron llenando el aire al grito de ‘Abajo los jesuitas’, y cuando avistaron las paredes del convento repitieron: ‘Abajo las monjas, vamos a San Juan [Bautista]’, pero una potente voz se alzó en medio de ellos y dijo: ‘A San Juan no’. Que dicha voz fuere de lo alto o proferida por alguno de la misma turba, nunca se pudo averiguar, siendo el resultado no haber ofendido a esta casa, ni en un solo ladrillo”. (II: 146-147)14
Al igual que en las anteriores ocasiones, las monjas quedan expuestas a la realidad secular, forman parte del acontecer histórico de la ciudad, pero una y otra vez -en la representación que construye la cronista- son elegidas del Señor que las rescata del peligro extremo, de la muerte inminente. El tema de la relación de las religiosas con el contexto histórico secular brinda a la cronista distintas oportunidades que esta usa para exaltar determinadas actitudes y virtudes: la total confianza en la providencia divina, el valor de la oración y de rigurosas penitencias ante situaciones angustiantes y el comportamiento ejemplar de las religiosas, a quienes recurrentemente caracteriza como “modelos a imitar”.
El conflicto, un tema siempre presente en las crónicas femeninas conventuales, en la mayoría de los casos un enfrentamiento entre la abadesa/priora o un grupo de religiosas y el obispo, también tiene su espacio. Un conflicto al que la autora le dedica la casi totalidad del capítulo XVI: “Se tropieza con nuevos inconvenientes. Historia de doce años”. (I:184-212) No solo intenta reconstruirlo y comprender, sino que una vez más hace de un acontecimiento controvertido una oportunidad para pensar sobre las virtudes y las falencias de su comunidad, la actitud avasallante de un obispo y conciliadora de otro, en fin, la complejidad de la vida en la clausura. Es consciente de que se trata de “una de las épocas más aciagas de su monasterio” teniendo en cuenta “las pruebas con que el Señor quiso probarlas”. La escasez de fuentes -parecería que solo cuenta con lo registrado en el Libro Manual- hará que su planteo sea superficial, por momentos ingenuo, y que no logre entender el meollo del asunto. Una limitación de la que es consciente.
Observa tres cuestiones absolutamente extraordinarias que llaman su atención: el cambio de las Constituciones que lleva a cabo el obispo don Manuel Antonio de la Torre en 1771; la suspensión de los ingresos a partir de 1774; y la de los capítulos de elección de autoridades desde 1780.
Apelando a un tono conciliador justifica la suspensión de los ingresos atribuyéndolos a la falta de espacio; la continuidad de la R.M. Serafina durante más años que el acostumbrado trienio, debido “tal vez” -ya que “no encuentra nada escrito”- a sucesivas reelecciones por disposición de los prelados “por el aprecio que le tenían”. Pero, no satisfecha con su propia explicación, continúa indagando en torno a la omisión de los capítulos y descubre “un origen oscuro”. En el año 1771, “habiendo realizado el Capítulo de elección de Abadesa, el Obispo Antonio de la Torre hizo retirar a todas las religiosas, excepto a la abadesa electa, y le indicó que junto con ella efectuarían los demás nombramientos “según las Constituciones del Papa Urbano VIII” [s. XVII]. Afirma no conocer las razones que llevaron al prelado a tomar esta medida tan drástica que suponía pasar de una muy rígida observancia –orgullo y distintivo de las capuchinas- a otra más mitigada. Una decisión que -reconoce- no pudo haberse concretizado sin el apoyo de algunas religiosas. En consecuencia, intuye la existencia de dos bandos, de dos facciones al interior de monasterio: las que aceptaron el cambio, “una o dos a lo más, de muy oscuro entendimiento, que se dejaron arrastrar por capricho”; y las que se opusieron y que, aunque mucho tuvieron que sufrir, al final triunfaron, y “en el cielo [la verdadera patria en el imaginario conventual] grande habrá sido la recompensa”, según había dado a entender “una religiosa de gran virtud”.
Como todo conflicto, este también tuvo su desenlace. Después de la muerte de de la Torre, por distintos motivos, la silla episcopal permaneció sin sucesor permanente, hasta que en mayo de 1788 don Manuel Azamor y Ramírez tomó posesión del obispado. Cual “ángel de paz” -según juicio de la comunidad- fue portador del esperado remedio. En septiembre del año siguiente celebró capítulo en la forma ordenada en las Constituciones Capuchinas aprobadas por Inocencio IV [1247]. Se eligió a Sor María Gregoria Salcedo, la primera abadesa criolla desde la fundación-15 y se recibieron trece novicias para cubrir las plazas que por fallecimiento habían quedado vacantes durante los años que duró el conflicto. Una vez más concluye apelando al tono didáctico y apologético y hace una lectura positiva de lo ocurrido: “Penosísima debió ser esta situación, sirviéndonos de consuelo que durante ella se formaron mujeres de heroica santidad y singularísima prudencia.”
Estamos ante un conflicto inmenso que la cronista no pudo desentrañar por varios motivos. Fundamentalmente por la falta de fuentes escritas en el Archivo del monasterio, pero también por el silencio que se guardó en torno al tema. Aparentemente, de esto no se hablaba en la comunidad. Sin embargo ella cree necesario dejar testimonio a fin de que no sea olvidado. Y lo hace tratando de comprender sin inculpar. Un conflicto que recibió distintas interpretaciones. Para Cayetano Bruno (1970) se trata de “un hecho miserable, provocado por la revulsiva insensibilidad, rayana en la idiotez de Sor Ana María”, la cabecilla del grupo rebelde. Mi lectura (Fraschina: 2000a) es diferente. Pude comprobar que si bien el disparador del conflicto fue el ingreso en 1769 de una “presunta mulata” en calidad de monja de velo negro -un motivo desconocido o evitado por la cronista- el tema subyacente fue la llegada de las reformas borbónicas al Río de la Plata que suponía, entre muchos otros temas, un mayor control de las órdenes religiosas por el prelado del lugar.
Una vez más un conflicto es la ventana que nos permite pensar y reconstruir un aspecto de la complejidad de la vida en la sociedad porteña, en el ámbito eclesial y en la clausura. Comprobé que la autora del Resumen histórico, a pesar de contar con muy escasas fuentes fue capaz de rescatar de entre las memorias una justificación que trae alivio a la conciencia de las monjas hasta el día de hoy: “Pobrecitas [las que hicieron frente] mucho tuvieron que sufrir, pero a ellas les debemos estar en posesión de nuestras Constituciones”. (RH I: 202)
Otra cuestión que me propuse dilucidar es el concepto de historia al que adhiere la cronista: cómo entender la coexistencia de la búsqueda metodológica de la verdad y la referencia a lo sobrenatural presente a lo largo de esta crónica. Observamos por un lado una cuidadosa selección de fuentes -tanto escritas como testimonios orales- que la autora realiza con el objetivo de escribir “la pura verdad”; y al mismo tiempo adopta el criterio de que prodigios, milagros y visiones podían ser parte de su Resumen histórico. Para entender esta opción debemos tener en cuenta que las religiosas construyen su vida desde una dimensión sobrenatural y, por ende, la capacidad que tienen estos hechos prodigiosos de ser una verdad para estas mujeres que consagran su vida a Dios, al extremo de apartarse del mundo.16
Aún a comienzos del siglo XX la compatibilidad entre lo ocurrido y los milagros, visiones y hechos prodigiosos, sigue recibiendo la aprobación, es más, es invocada capítulo a capítulo en el texto que analizamos. Estamos en un espacio, la clausura conventual, en el que las destinatarias creen absolutamente en la directiva divina de la historia, en un Dios que cotidianamente se hace presente, que pone ejemplos loables de mujeres dignas de alabanza; de mujeres que en consecuencia justifican y avalan la existencia de milagros y visiones encaminados a fortalecer su fe. Una dicotomía entre lo espiritual y lo temporal muy presente en las crónicas religiosas coloniales hispanoamericanas (Lavrin, 1989:12) que refleja dos mentalidades en la percepción de lo histórico: la maravillosa/trascendente y la real, dos percepciones que coexisten y están vigentes en el texto que analizamos.
La referencia a prodigios, vaticinios e intervenciones sobrenaturales se da, como era de esperar, en momentos clave de la historia del monasterio: en la época fundacional, durante la cual “se dice”, “se conserva la tradición”, de la anécdota de la piedra ocurrida en el monasterio de capuchinas de Madrid, que, entienden las monjas, predice las fundaciones capuchinas en la América Meridional, entre las cuales la de Buenos Aires podría ser la tercera, como realmente ocurrió (I:21); en los momentos de extrema dificultad en el conflicto que acabamos de analizar, durante el cual un crucifijo “habla” y trae la esperanza de una solución: “Pronto vendrá el remedio” (I:145-148). También con motivo de las invasiones de las tropas inglesas a Buenos Aires en junio de 1806, cuya posterior reconquista el 12 de agosto -festividad de Santa Clara- es atribuida a la intercesión de la fundadora de la orden (I: 268-274).
Las biografías breves y sencillas, los obituarios, en algún caso con un cierto sesgo hagiográfico, que la autora dedica a decenas de monjas con motivo de su fallecimiento, son el espacio elegido no solo para rescatar virtudes sino para evocar hechos prodigiosos, apariciones, visiones: la conexión con el cielo, el purgatorio y el demonio, con “el más allá” que llegaba para confirmar creencias, calmar angustias y, en ocasiones, dar desahogo a sus miedos más profundos: el temor a la eterna condenación.
Si bien cada una de estas biografías tiene características individuales que las hace únicas, podemos reunirlas en tres grupos en su relación con ese “más allá”. Un primer grupo en el que se destaca dicha conexión: el paso por el purgatorio o con la vida eterna en el cielo y el conocimiento de cosas ocultas; un segundo grupo, en el que adquiere protagonismo la voz de autoridad del prelado, el capellán o el confesor jesuita, quienes liberan a las monjas de situaciones angustiantes; y por último, el ánima de dos monjas que se hacen presente de distinta forma: una se deja ver en el momento de su “subida al cielo”; la otra, una ´capuchina de deseo´ quien, ya muerta, a media noche se aparece en sueños a algunas hermanas, encendiendo la luz en cada celda, llamando a maitines”.
La conexión con el más allá, con el cielo que les era prometido al profesar y con el demonio tan temido, es tema de reflexión además de una experiencia cotidiana. Los mensajes sobrenaturales y las visiones, en los que creían, aunque en ocasiones son anunciados con prudencia por nuestra cronista, eran una base importante de su fe y por lo tanto, de su opción por una vida consagrada a Dios. Mensajes y visiones que la autora recoge en su Resumen histórico que -recordemos una vez más- aspira a ser inspirador y edificante.
El Apéndice
Dispuesta a abrir las puertas del monasterio interior, a mostrarnos el interior de la “cabaña”, es más, a conducirnos paso a paso a la comprensión del corazón de la clausura, la autora del Resumen histórico escribe un tercer tomo: el Apéndice. Un instrumento de develación. Para lograr su objetivo cambia de registro, apela a un tono más íntimo. Opta por la primera persona como punto de vista: el “yo” se hace fuerte apelando al “Yo vi” y al “Ahora”. En fin, reivindica la subjetividad, una característica de las crónicas conventuales femeninas (Muriel: [1982] 1994:98).
Si bien comienza evaluando los tomos I y II de su Resumen histórico: 170 años compendiados en estos breves apuntes en los que “encontrará quien los lea con amor, mucho que admirar”. Muy pronto las protagonistas de su narrativa ya no serán aquellas que las precedieron sino sus compañeras de ruta, las ancianas “tesoro y antorcha que muestran con seguridad el camino a las 33 coristas y 3 legas quienes juntas corren hacia el mismo fin, la santificación de sus almas” (III: 21).
A lo largo de casi cuarenta páginas nos irá mostrando la intensa relación entre el lugar y la persona, el lugar y la comunidad. Una peculiar relación que se da en el interior del monasterio. Un espacio concebido -tal como lo caracteriza de Certeau, 1996: 127-142- como “lugar practicado”, como “cruzamiento de movilidades”, cuya reconstrucción muestra lugares estratificados, no simplemente yuxtapuestos, sino sutilmente imbricados.
En tradiciones y épocas muy distintas -reflexiona Blanca Garí, 2017: 9-11- hombres y mujeres han buscado con frecuencia lugares donde encontrarse a sí mismos. El monasterio es uno de ellos. En el origen de la propia palabra está la práctica de la soledad, el mono/solo de los padres del desierto, pero también de la vida en común, el monos/uno de las primeras comunidades entendidas como un cuerpo único y simbólico. La palabra monasterio connota aquel lugar en cuyo interior ocurren esas prácticas de soledad y de unión. Desde la Edad Media hasta hoy, hombres y mujeres construyen incesantemente lugares en los que realizarse. Espacios de extensión visible, materialmente palpable, que en última instancia ocultan siempre un dónde interior y recóndito, de difícil acceso. Es justamente a ese espacio recóndito al interior de una arquitectura creada para aunar soledad y comunidad, a esas prácticas creativas -devocionales y escriturarias- a las que este Apéndice nos lleva paso a paso (III:21-22).
La caridad y la piedad son los dos temas que “le servirán de principio y fin de este Apéndice, de vínculo a la más íntima unión fraternal y respuesta a la noble aspiración de cada una de conocer todo aquello que como propio le pertenece” (III: 21).
Ya no invoca las fuentes del archivo para recuperar el pasado. Si bien retoma la descripción del monasterio, en este momento lo hace a través de su propia experiencia. No más ladrillos, ni cuentas de síndicos: ahora apela a su percepción subjetiva del espacio. Nos va mostrando un monasterio que, según entiende, es “higiénico, cómodo, alegre, ventilado espacioso y en todo arreglado a la santa pobreza”. Justifica el ingreso del progreso: la instalación del gas, la electricidad y el agua corriente, cambios necesarios que en el caso de la iluminación -el paso de las velas a la electricidad-, supuso marchas y contramarchas en las que el gasto de dinero, considerado excesivo, tuvo su peso.
Y nos conduce hasta la celda. Un espacio que no solo no permitía particularidades, sino en el que la austeridad alcanzaba los extremos de pobreza exigidos por la orden. Ese espacio privado, refugio personal, el cuarto propio, lugar de paz, de descanso y de prácticas piadosas que se realizaban solo en su interior con licencia del confesor. Ese nicho de reunión con Dios que con razón las capuchinas llaman “pedazo de cielo”, “un paraíso anticipado”. Treinta y tres celdas construidas alrededor de un patio, el de la Cruz, cuya inscripción, “O Cruz, ave spes unica” [la Cruz nuestra única esperanza], día a día les recuerda el eje espiritual de sus vidas. Un patio con árboles frutales, parras y flores, un entorno y una descripción del mismo que nos recuerda el amor de Francisco por la naturaleza y que las capuchinas tienen presente; donde todo ayuda al “recogimiento y al silencio que proporciona al espíritu algo celestial”; donde se rezan el Rosario y otras devociones, con “el solo fin de evitar distracciones” en el diálogo con el Señor (III: 27). La celda y el patio, dos espacios de soledad y silencio construidos para fomentar la indagación interior y las devociones individuales.17
A continuación de estos nichos de soledad la cronista nos invita a recorrer los espacios comunitarios: coro, refectorio, sala de labor, cocina y claustro, espacios en los que se tejen vínculos de unión fraternal, a los que dedica muy breves reflexiones. Sabe que los iremos visitando más adelante al ritmo sin prisa y sin pausa de las distintas prácticas y devociones del año litúrgico.
En cambio dedica especial atención a la enfermería y a los médicos, obviados en los primeros tomos, y explica la razón: prácticamente no encuentra ningún manuscrito sobre ellos. Para subsanar esta omisión indaga entre sus compañeras y rescata del olvido los nombres de 17 médicos (III: 33-34), sus sacrificios para socorrerlas en las enfermedades, el aporte de remedios y limosnas, sin aceptar más retribución que unas oraciones. Nombra también a los boticarios (III:35) quienes en distintas épocas han secundado la caridad de los médicos proveyéndolas de medicamentos. Deja para el final referirse a los capellanes, desde 1862 los R. Padres de la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús18 y a su misión en el momento de la muerte de cada religiosa.
La muerte, un momento pleno de significado, siempre esperado, en ocasiones tal vez temido. Un tema muy presente en la vida cotidiana conventual, percibida en la representación de las religiosas como el acceso al paraíso, el encuentro con el Esposo, la concreción de aquello por lo que, por lo menos idealmente, habían entrado en religión: el gozo de la vida eterna.
Un momento en el que se despliega un ritual minuciosamente pautado en la normativa, en el que se solapan prácticas de caridad, devocionales y de unión fraterna. Un ritual que la cronista registra en detalle. En cumplimiento del pacto de hermandad que liga a las capuchinas con sus capellanes, los Padres Bayoneses, ellos son los encargados de rezar la misa de difuntos y celebrar el responso con el cadáver presente, junto a la reja del coro, el lugar del rezo del oficio divino y desde donde se seguía la misa cotidiana. Informada de la muerte de una de las hermanas, la prelada da una serie de órdenes para ayudar al alma en las dificultades de su último viaje: manda celebrar un novenario de misas, un mes entero de comuniones, Oficio Divino, obras penales, etc; además de los tres oficios de difuntos dobles y los 50 pater noster que ordena la Regla. Sin demora se avisa al prelado diocesano y a los Rs. Ps. Franciscanos quienes –desde el año 1900- antes de sacar el cuerpo de la clausura, ofrecen en la portería del monasterio la misa de cuerpo presente y el oficio de entierro. Un cuerpo al que los frailes acompañan hasta el cementerio de la Chacarita que es donde la comunidad -desde dicha fecha- tiene su sepulcro. Un espacio ofrecido por la familia Pereyra Iraola ante la falta de lugar en el entierro subterráneo con que cuenta el monasterio.19 Los Padres Dominicos celebran en su iglesia una misa de requiem. La unión fraterna que se crea en este momento cruza las fronteras: varias comunidades y sacerdotes en América y Europa rezan por el alma de la religiosa en este instante que marca el final de su vida terrena.
También hace referencia a la carta de hermandad que se entrega a los “nuevos hermanos” -¿terciarios?- cuyas direcciones promete agregar al final de este capítulo para que se dé aviso de cada muerte. Una promesa que, a pesar de haber dejado una hoja en blanco con este objetivo, por motivos que desconocemos -¿enfermedad, muerte?- la cronista no logra concretar.
Ya promediando el Apéndice llega al meollo de lo que se propuso y prometió para este tercer tomo: hacer una minuciosa descripción del gran número de ejercicios piadosos que se practican en la comunidad durante el año. Promete dar detalles exactos con el fin de que quienes “los leyeran en los tiempos venideros tengan oportunidad de conocer y admirar cómo se criaron y formaron las primitivas religiosas”. (III: 41) Una vez más, mantener la memoria de lo acontecido en el interior de su huerto cerrado y conservar la identidad capuchina.
Apelando al objetivo didáctico por el que ha optado, explica a sus eventuales lectoras: “la repetición de estos actos ayuda a conservar el espíritu recogido para lo único que constituye la vida de nuestra alma: la Santa Oración. Ellos nos encaminan día por día y hora por hora a conseguirlo”. Y recurre a la primera persona para expresar sus íntimas vivencias y sus objetivos en relación con la oración: “Yo de mi parte puedo asegurar que cada uno, por sencillo que sea, me despierta, me anima y me enciende en el deseo de aprovechar y adelantar hacia la perfección”. Entre ellos -agrega- los hay para todos los tiempos y circunstancias. Son ejercicios piadosos que se realizan después de las obligaciones del Coro, de la oración mental, del oficio divino, la misa, comunión, etc. Ejercicios que la autora distribuye en dos series: unos para los tiempos de gozo y otros para los de dolor, subdividiéndolos a su vez en novenas y procesiones y poniendo en último lugar los recreos grandes.
Como la vida religiosa es un continuo giro de año por año, con los mismos ejercicios que ordenan el tiempo, lo acondicionan, intuye que sus lectoras podrán evaluar el sentido de los mismos de dos modos: como una repetición molesta o con interés. En consecuencia escribe para ambas: para las primeras a fin de que comprendan que no son superfluos y con el tiempo se alegren de que quede escrito; para las segundas, con el objetivo de darles el gusto de que se conserve la memoria de estas costumbres.
Después de esta introducción en la que explicitó objetivos, presentó un esquema esclarecedor y conciso de los ejercicios y caracterizó a las destinatarias directas de su narración, nos invita a acompañarla en su recorrido -sin duda iluminador- por el interior del monasterio, ese laboratorio cura sui donde las almas se trabajan a sí mismas actuando sobre el “yo” en un intento por transformarlo a lo largo del año litúrgico a partir de una serie de ejercicios piadosos, novenas y procesiones, creativas, inéditas. Un camino que, guiadas por los datos aportados en el Apéndice y a partir de numerosos cuadernillos -una serie de poemarios colectivos y uno individual- recorreremos en futuros artículos.
Una cuestión ha quedado pendiente: ¿Por qué se escribe la crónica del monasterio recién en 1920, a 170 años de su creación? Podemos pensar en una serie de razones. Durante las décadas cercanas a la fundación, cuestiones urgentes de sobrevivencia convocaron la atención de las religiosas: escasez de limosnas, precariedad del edificio, un conflicto que no da respiro durante treinta años. Ya en el siglo XIX las guerras de independencia convulsionaron a toda la sociedad porteña; las reformas rivadavianas que provocaron – entre muchos otros cambios- la disolución de los conventos de frailes y trajeron cambios profundos en el monasterio de las dominicas; la creciente secularización que ve en la vida femenina en la clausura un “sacrificio inútil”; la negativa del fiscal al pedido de licencia por parte de un grupo de mujeres para fundar un monasterio de monjas carmelitas y la posterior recomendación a que se abra uno en el que las religiosas “se dediquen a remediar las necesidades de su prójimo”.20 Es más, en la segunda mitad del siglo XIX -afirma Cynthia Folquer (2020)- se establecieron en Buenos Aires más de veinte congregaciones de vida apostólica, en su mayoría provenientes de Francia e Italia además de unas pocas de origen local. Congregaciones que tanto en Europa como en América ocuparon espacios vacíos que los nuevos estados decimonónicos no alcanzaban a cubrir, como los asistenciales, los sanitarios y los educativos. Trabajaron en hospitales y fundaron colegios y orfanatos. Las mujeres vieron la posibilidad de consagrar su vida a Cristo por medio de una opción más abierta a la sociedad. Se pasó de un modelo claustral a un estilo de vida inserto en la vida urbana y al servicio de los más necesitados.21
¿Acaso la autora creyó llegado el momento de tomar la palabra y defender con la pluma el sentido de ser monja de clausura? ¿De conservar la memoria de su huerto cerrado, de mantener vigente la identidad capuchina? Tal vez, ante semejante embate asume el rol de cronista porque necesita explicar y explicarse. Acude al archivo y con esfuerzo y paciencia lee, selecciona y ordena documentos; convoca recuerdos –propios y de sus compañeras- y reconstruye la espiritualidad y la cotidianidad de la vida en la clausura, ese espacio especialmente diseñado para buscar a Dios.
Una reconstrucción escrituraria que hoy nos permite ahondar en el sentido de ser monja de clausura, de construir la vida desde una dimensión sobrenatural. Una elección de vida que tiene su origen en una necesidad interior, que no recibe su justificación desde el afuera; que no tiene una utilidad social; que lo que la define no es el beneficio de la sociedad o el producto que de ella extraerá la religiosa, sino un acto: el acto de creer.22 Un acto que ha llevado a las capuchinas de Buenos Aires a profesar sus votos de pobreza, obediencia y castidad como un gesto de partida, como un ponerse a avanzar en un viaje que se hace junto a sus hermanas de orden, en una práctica comunitaria.
Conclusiones
Hacia 1920 una monja capuchina de Buenos Aires –cuyo nombre no ha trascendido- consciente de la imperiosa necesidad de conservar la memoria de lo acontecido en su monasterio desde el mismo momento de su fundación y de las prácticas devocionales y escriturarias de sus antecesoras, toma la palabra y escribe la crónica de su huerto cerrado.
Asume el rol de cronista y expresando su admiración y empatía por las que la precedieron, paso a paso relata para sus eventuales lectores –las religiosas que la sucederán- las tres fases historiográficas por las que atraviesa su escritura. La documental, en la que recurre tanto a una memoria colectiva como a la individual, muchas veces enlazadas. Una memoria documental que las monjas han sabido custodiar en el archivo y en el recuerdo a lo largo de 170 años. La explicativa y comprensiva en la que logra con éxito construir una representación del pasado de su comunidad a partir de una hipótesis que acepta la intervención sobrenatural, es más, la directiva divina de la historia. Una representación en la que destaca la pobreza, la caridad, la piedad y la unión fraternal como valores a cultivar. Y la tercera, la fase literaria, un discurso que busca la confianza de sus lectoras, un discurso que se sitúa en el marco de una “intención de verdad”.
Y así, recorriendo estas tres instancias, la cronista intenta vencer al olvido y aspira a lograr la supervivencia de su estilo de vida, de monja de clausura de estricta observancia, en un momento -1920- en el que las circunstancias socio-históricas de Buenos Aires y del mundo parecían condenarlo al olvido, a su paulatina desaparición.
Fuentes inéditas
Auto de Visita Canónica al Monasterio de las Madres Capuchinas por el Provisor y Vicario General del Obispado de Buenos Aires, 14 de noviembre de 1864. Archivo del Monasterio de Santa Clara, Moreno, Provincia de Buenos Aires, Argentina (AMSC).
Cédula Real espedida [sic] para la fundación del Convento de Capuchinas de B. Aires, El Pardo, 11 de marzo de 1745. (AMSC)
Doña Paulina López Seco y otras varias Señoras piden se les permita previos trámites correspondientes, fundar un convento de monjas con el Título de Santa Teresa de Jesús. 31 de mayo de 1856. Sala X, 28.9.4. Expediente 12.131. Ministerio de Gobierno. Archivo General de la Nación (AGN).
Libro Manual de este Convento de Nuestra Señora del Pilar de Saragoza [sic] del Puerto de Santa María de Buenos Aires. Que empieza acorrer desde el año 1749. AMSC.
Resumen histórico del Convento de Monjas Capuchinas de Buenos Aires. Sacado de apuntes antiguos que se conservan en el archivo del mismo Convento, 1920. Archivo del Monasterio de Santa Clara (AMSC), tres tomos manuscritos, inéditos, Moreno, Provincia de Buenos Aires, Argentina.
Fuentes éditas
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1 Para el Monasterio de Nuestra Señora del Pilar, Buenos Aires, ver Alicia Fraschina, 2010a y 2012. Enrique Udaondo, 1949.
2 Lowe 2003: Chapter I. La anonimia es una de las características más comunes entre las crónicas conventuales. Para Hispanoamérica -Lavrin [2008] 2016:412- afirma que las monjas fueron fuentes silenciosas de información pero ya en el XVIII se rompe el anonimato.
3 Archivo del Monasterio de Santa Clara, Moreno Provincia de Buenos Aires, Argentina (AMSC). Resumen histórico del Convento de Monjas Capuchinas de Buenos Aires. Sacado de apuntes antiguos que se conservan en el archivo del mismo Convento, 1920. Archivo del Monasterio Santa Clara, Moreno, Provincia de Buenos Aires (AMSC).
4Lavrin, ([2008] 2016b:412): El oficio de cronista nunca existió como tal entre las ocupaciones de los conventos femeninos en la Hispanoamérica colonial. La misma autora (1989:8) afirma que dicho oficio sí existía en las órdenes masculinas.
5 Silvia Evangelisti, (1992: 232) cita un memorial de 1513 en el que se especifica “lo que debe anotarse”: 1. Las cosas dignas de memoria, 2. La fecha de vestición y profesión, 3. La fecha de elección de abadesa y de su confirmación, 4. La muerte de cada una de las monjas, donde fue sepultada y si hubiere algo digno de mostrar en torno a su vida y muerte. (Scandella, M. 1987)
6 Ver Baranda Leturio, 2011. Las capuchinas fueron fundadas en Nápoles por María Lorenza Longo en el primer tercio del siglo XVI. Adoptaron la Regla de Santa Clara en la primera versión, una de las más estrictas. La nueva orden tuvo una rápida expansión por Italia, de donde pasó a España, el primer monasterio se fundó en Granada en 1587. Sin embargo, el monasterio que dio lugar a una rapidísima expansión de la orden por la Península fue el de Barcelona, fundado en 1599.
7 Ver Pedro Borges, (1992:268). Las clarisas llevaron a cabo 34 fundaciones en la América Hispánica colonial (siglos XVI a principios del XIX), el mayor número entre las distintas órdenes que se instalaron en el Nuevo Mundo.
8 Resumen histórico, I: 82. El Monasterio Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza en 1890 cambia Zaragoza por Buenos Aires.
9 En Buenos Aires por “nobleza” se entendía ser española o criolla –descendiente de español- sin mezcla de sangre indígena o africana y que sus progenitores no hubieran ejercido ningún oficio “vil”, por ejemplo sastre o carnicero.
10 Entre los síndicos nombra a Francisco Rodríguez de Vida, Manuel Alfonso de San Ginés, Isidoro Lorea, Antonio Belaustegui, Joaquín Belgrano.
11 Entre los capellanes clérigos recata los nombres de Bartolomé Apolinar Luquesi –capellán durante 20 años- Diego de Caviedes -30 años-, José Benito Godoy -40 años-. En 1856 el obispo Escalada pidió a Francia religiosos de la Congregación Sagrado Corazón de Jesús –más conocidos como “bayoneses”- y los nombra capellanes y en 1920 siguen en dicha función.
12 Sobre la política religiosa de Rosas, inspirada en elementos provenientes de tradiciones ideológicas incompatibles, ver Roberto Di Stefano: 2006.
13 En la visita canónica realizada al Monasterio en 1864 el provisor Martín Boneo había ordenado “el olvido del mundo, abstenerse de toda comunicación con él en cuanto fuere posible, e ignorar los sucesos que ocurren más allá de los muros conventuales, pues su conocimiento puede perturbar la tranquilidad del espíritu”.
14 Para una interpretación de las tensiones sociales que condujeron al ataque e incendio del Colegio del Salvador, ver Roberto Di Stefano, 2010: 238-245.
15 Hasta ese momento –es decir durante 40 años- solo las madres fundadoras provenientes de Chile habían desempeñado el oficio de mayor autoridad.
16 En torno al concepto de “historia” en las crónicas conventuales ver Asunción Lavrin, 2016b: 410-415; 2016a.
17 En torno al jardín como lugar de retiro espiritual o camino de peregrinación vital, una figura recurrente en la espiritualidad española, ver María José de la Pascua Sánchez: 2019.
18 La Congregación de los Presbíteros del Sagrado Corazón de Jesús, más conocidos como “padres bayoneses” por haber surgido su congregación en la diócesis de Bayona, llega al país en 1856 y se dedica prioritariamente a la educación. En 1862 se hace cargo de la iglesia de San Juan Bautista, el templo del monasterio de las monjas capuchinas.
19 Los restos de las monjas, desde 1900 hasta la mudanza del monasterio a Moreno, Provincia de Buenos Aires en1982, se sepultaron en el Cementerio de La Chacarita. En la actualidad las clarisas tiene su cementerio dentro del predio del monasterio.
20 Archivo General de la Nación, sala X, 28.9.4, Expediente 12.131, Ministerio de Gobierno, 31 de mayo de 1856. Doña Paulina López Seco y otras varias Señoras piden se les permitan previos los trámites correspondientes, fundar un convento de monjas con el Título de Santa Teresa de Jesús.
21 Ver Cynthia Folquer, “Del cuerpo anonadado al cuerpo social: mujeres religiosas en la bisagra de los siglos XIX y XX en el actual territorio argentino”, en Ana Lourdes Suárez, et al, (eds.), Religiosas en América Latina: memorias y contextos, Instituto de Investigaciones Facultad Ciencias Sociales, UCA, CONICET, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2020, pp. 81-95. De la misma autora: “´Las últimas de la fila´. Los estudios sobre mujeres religiosas en Argentina”, en Roberto Di Stefano, Ana Rosa Cloclet de Silva (comps.), Catolicismos en perspectiva histórica. Argentina y Brasil en diálogo, Conicet, IEHSOLP, Facultad de Ciencias Humanas Universidad Nacional de La Pampa, Teseo Press, 2020, pp. 223-254.
22 Para mi reflexión sobre el significado de ser “religiosa” he partido de las reflexiones de Michel de Certeau en ocasión de una profesión de votos: “Una figura enigmática” en La debilidad de creer, Buenos Aires, Katz, 2006, pp. 27-30.