Filópolis en Cristo N° 5 (2025) 241-248
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Recensión
Hahn, Scott y McGinley, Brandon, Es justo y necesario. Por qué el
futuro de la civilización depende de la religión verdadera (trad. de
Diego Pereda), Madrid, Palabra, 2023, 220 pp., ISBN (edición impre-
sa) 978-84-1368-108-5, ISBN (edición digital) 978-84-321-5201-6.
En el contexto del Año Jubilar en que celebramos a “Jesucristo, nues-
tra esperanza” (1 Tim 1:1), y evocamos los 1700 años del Concilio cris-
tológico de Nicea y los 100 años de la publicación de la encíclica Quas
Primas, de Pío XI sobre la realeza de Cristo, nos es muy grato presentar
esta obra de Scott Hahn escrita junto a Brandon McGinley. El texto es
una suerte de continuación de una obra anterior de Hahn, La primera
sociedad. El matrimonio y la restauración del orden social (trad. de
Gloria Esteban), Madrid, Rialp, 2019, 185 pp., a la que tuvimos oportu-
nidad de referirnos en Filópolis en Cristo, 4, 157-162 (htttps://revistas.
unsta.edu.ar/index.php/FEC/article/view/1142/1433).
Esta nueva publicación trata de la virtud de la justicia en relación
a los hombres, pero también en relación a Dios, en la que asume el
rostro de la religión. Desde el comienzo, los autores van demoliendo
lugares comunes sobre la materia: “Es imposible armar, al menos
en el sentido en el que lo hacen muchos contemporáneos, que existen
varias religiones. En realidad hay una sola religión, que es, como se
verá, la virtud por la que hacemos justicia al único Dios que nos ha
creado y nos salva” (p. 12).
Recorriendo la historia, muestran cómo “ya antes de Cristo, los
lósofos comprendieron la virtud de la religión natural, y sus funcio-
nes en el ordenamiento de las almas y de las sociedades” (p. 25) y, en
consecuencia, “los deberes que nos imponen las verdades a las que
podemos acceder mediante la razón” (p. 21). Por ello, “al tributar a
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Dios la gloria y el honor que le son propios nos situamos armoniosa-
mente en el orden de la creación” (p. 29).
Distinguiendo al ser humano de otros seres también creados por
Dios, pero que no han recibido los dones y gracias con que los hom-
bres han sido gratuitamente favorecidos, los autores expresan: “Los
animales coexisten, pero los humanos están llamados a algo más
grande. Fuimos creados para Dios, y ese es el objetivo que todos com-
partimos, nuestro bien común. De ese bien común eterno surge el
temporal, manifestado en la paz y su condición necesaria, la justicia
o, lo que es lo mismo: estamos hechos para vivir en sociedad. Fuimos
creados para levantar civilizaciones” (p. 146).
Reconociendo el extendido anhelo por construir la convivencia so-
bre la paz, y frente a tantas corrientes ideológicas que la invocan sin
explicitar cómo llegar a ella, Hahn y McGinley sostienen que “la paz
aparece cuando orientamos las sociedades, las familias y a nosotros
mismos en torno a la inmutable realidad del orden de Dios, en el que
cada persona cumple su voluntad en el tiempo y la situación en que
vive. La virtud por la que cumplimos esto es la justicia, según la cual
trataremos a cada uno como debe ser tratado, según su posición en el
orden social y en el orden de toda la creación” (p. 39).
Aparece en toda su envergadura la importancia de la virtud de la
justicia para construir una auténtica convivencia humana, destacando
su dimensión comunitaria: “También las naciones serán juzgadas de
acuerdo con su grado de cumplimiento de la voluntad y los planes de
Dios” porque “las naciones tienen el deber social o corporativo de reco-
nocer y hacer justicia al Dios que les ha introducido en su familia” (p.
51). Y en otro lugar: “La virtud de la justicia compete a las comunidades
tanto como los individuos. El Catecismo de la Iglesia Católica no pue-
de ser más claro: ‘El deber de rendir a Dios un culto auténtico corres-
ponde al hombre individual y socialmente considerado’ (2105)” (p. 55).
Expuesto el objeto de la obra, se señala que “la Iglesia Católica no
ha dejado nunca de ser enemiga del liberalismo, la antagonista prin-
cipal contra la que éste se encuentra en una revolución perpetua” (p.
102). Por ello, antes de proponer sus reexiones sobre la justicia debi-
da a Dios, los autores dedican varios capítulos “a diagnosticar y ana-
lizar el problema del liberalismo secular y sus idolatrías, injusticias y
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desórdenes”. Recién luego, dicen Hahn y McGinley, “describimos su
alternativa, hermosa y eterna, pero que exige que desprogramemos
nuestras mentes, adiestradas por el liberalismo secular” (p. 161).
Desarmada la cosmovisión liberal, matriz de las diversas ideolo-
gías modernas y posmodernas, pasan a la exposición de sus propias
ideas, comenzando por señalar que “jamás ha habido un ser huma-
no que no esté en relación con Dios, porque jamás ha habido un ser
humano que no haya sido creado por Él. Nunca ha aparecido un ser
humano que no le deba a Dios (incluso de un modo atenuado por su
ignorancia o por otras limitaciones), la justicia de la alabanza, la ado-
ración y la santidad, porque nunca ha habido un ser humano al que
no haya llamado y mantenido en el ser… Dependemos de Dios, y no
hemos creado nuestra realidad, sino que formamos parte de la suya.
No elegimos sobre un vacío moral y espiritual; lo hacemos dentro del
contexto del orden que Él ha impuesto en el universo” (pp. 109-110).
En efecto, “ni el individuo ni la familia ni la sociedad pueden mos-
trarse neutrales entre Dios y el no Dios, entre la justicia y la injusticia,
entre la verdadera religión y la idolatría” (p. 110).
Los autores insisten en mostrar que la justicia no sólo se reere a
las relaciones entre particulares, sino también entre los particulares y
la sociedad, y que incluso, se abre al vínculo con Dios: “el orden social
y político humano cumple mejor su ocio y reeja el orden divino, del
que forma parte integral, pero para eso nuestras almas -la jerarquía
interior de los bienes y pasiones divinos y terrenales- también deben
estar ordenadas. Y eso precisa de la virtud de la religión” (p. 70). E in-
sisten: “Tal y como el bien común es superior al individual, aunque lo
incluya, la religión es una virtud social mayor que la virtud individual,
que también forma parte de ella” (p. 43). Se entiende, entonces, que
“hacer justicia a Dios forma parte del bien común” (p. 186).
Como señalan Hahn y McGinley, “nada hay en el universo fuera
del dominio de la providencia divina. Todas las cosas encuentran su
signicado y su integridad en Él y por Él, hasta las plantas más hu-
mildes. La Creación tiene un n, y las criaturas, las ores, incluso las
piedras, participan de la bondad de Dios con su mera existencia, por-
que cumplen su n. Lo habitual es que lo hagan completando su ciclo
vital –o en el caso de la piedra, quedándose donde está– tal y como
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ordenan las leyes de la naturaleza de Dios, pero hay ocasiones en las
que esos nes interactúan con el proyecto especial del Creador, la hu-
manidad, de forma evidente e inesperada. La Trinidad mantiene todo
unido, porque es el principio de integridad del universo” (p. 164).
Llegados a este punto, los autores dan un paso más en su elabo-
ración, recurriendo al signo cristiano por excelencia, que les permite
hablar de una justicia que es cruciforme: “La Cruz es una metáfora
inagotable para las verdades más profundas, las que conguran el
mundo y la experiencia. Con respecto a la justicia podemos imaginar
dos tipos de relaciones, representadas por cada madero de la cruz, el
vertical y el horizontal. El vertical simboliza los deberes de justicia
que tenemos con Dios, la virtud de la religión, y el horizontal, los que
tenemos hacia los demás, esto es, la justicia distributiva y la conmu-
tativa, que hacen posible la sociedad” (pp. 135-136). Y aclaran: “No
obstante, hay que saber una cosa sobre la cruz, y es que el madero
horizontal no se sostiene por sí mismo. Nuestra relación con los otros
descansa en la relación compartida que tenemos con Cristo, si quere-
mos que sea estable y justa. Si el eje vertical está vencido o carcomido,
la situación del horizontal será inestable e insostenible. La justicia en
las relaciones humanas depende de la justicia que hagan con Dios y
con su Iglesia, en una relación celestial, los individuos y la sociedad.
La justicia es cruciforme, y si lo olvidamos o lo ignoramos, no podrá
haberla en ninguno de los ejes… La justicia temporal no es posible sin
la justicia sobrenatural de la virtud de la religión” (pp. 135-136).
En la cuestión de la justicia de los hombres entre sí y de los hom-
bres con Dios, la Persona de Cristo asume un lugar ineludible e insus-
tituible: “Si Jesucristo no está en la cumbre de la jerarquía de bienes
del alma, alguien o algo ocupará su lugar y quién o que lo haga depen-
derá de cada persona… No hay alternativa no religiosa a la verdadera
religión. La disyuntiva no se da entre Cristo y una amable neutralidad
secular, sino entre Cristo y sus antagonistas” (pp. 117-118). Y siguen:
“El deseo de conformar las relaciones personales y sociales con Cris-
to, nace de la obediencia y se alimenta de la gracia… Cuando somete-
mos nuestros deseos y todo nuestro yo a Jesucristo, permitimos que
su gracia nos sane y que esos deseos, en la medida en que le dejemos
actuar, recobren la justicia original del Edén” (pp. 140-142).
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Ocurre que la adhesión a Cristo, como camino inexcusable para
la vida personal pero también social de los hombres, cuenta siempre
con la expresa intención del Señor de acercarse a sus criaturas para
que éstas lo reciban, lo acojan y dejen que Él anime sus existencias:
“Hay una mano, siempre tendida, que espera –de los individuos y
de las sociedades– que nos aferremos a ella. Cualquier escape, cual-
quier regreso a Él, siempre lo iniciará Cristo, y de nosotros depende
únicamente aceptar la invitación. Él puede sanar nuestros deseos e
instaurar un orden hermoso, armónico y pacíco en nuestras almas,
perfeccionando las ofrendas, demasiado humanas, de adoración y re-
verencia que le presentamos, y transformando ese simulacro de jus-
ticia en algo real… Sin justicia en el alma y en la sociedad no pueden
darse la paz, el orden, la armonía ni la felicidad verdaderos” (p. 133).
La persona y las enseñanzas de Jesús se constituyen en el funda-
mento, el eje y la nalidad sobre las que deben organizarse los hom-
bres, individual y socialmente considerados. Es decir, como personas
únicas e irrepetibles, pero también en sus diversas inserciones en los
distintos grupos sociales y políticos en los que desarrollan sus vidas.
Los autores lo dicen con claridad: “Nos vemos obligados a afrontar una
verdad que resulta desaante, pero que también supone reconocer la
verdad del reinado de Cristo sobre el universo. No hay prosperidad ni
seguridad que compensen el abandono de los deberes de justicia hacia
Dios. Incluso si todo parece seguir bien, la factura no tardaría en llegar.
Abandonar el eje vertical de la justicia hace imposible el eje horizontal;
sin Cristo todo se desmorona” (p. 154).
Y mostrando las consecuencias del dar las espaldas a Jesús en la vida
social, señalan que “si una sociedad ignora a Cristo, no solo se vuelve
disfuncional; apenas llega a congurarse como sociedad, y difícilmente
merece que se la llame ‘civilización’. Se asemeja más a un estado sal-
vaje, poblado por criaturas que compiten por el poder y los privilegios
y aspiran, en el mejor de los casos, a una coexistencia intranquila… El
secularismo erosiona las mismas entrañas de la justicia que nos man-
tienen unidos, y que hacen posible la sociedad. La verdadera religión,
en cambio, es la sangre que alimenta a una civilización” (p. 147).
Evocando los Evangelios, los autores recuerdan que “en Mateo,
Jesús dice: ‘el que no está conmigo está contra Mí y el que no reco-
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ge conmigo, desparrama’ –Mt 12:30. Cristo no dice que estamos con
Él mientras no nos opongamos. Cualquier opción que no sea la de
seguirlo nos pone en su contra. Puede sonar duro, pero es, una vez
más, la realidad. Como individuos, familias y sociedades no estamos
llamados a preservar una escrupulosa neutralidad hacia la verdad del
amor y la gracia de Dios. En lo que respecta a lo que él ha hecho y con-
tinúa haciendo por nosotros, mantenerse a una distancia prudencial
es una injusticia” (p. 195).
Las verdades que Hahn y McGinley van desplegando, son las que
las sociedades contemporáneas necesitan para salir de sus crisis glo-
bales. No son sólo válidas para otro tiempo ya pasado ni mucho me-
nos para enunciarlas de modo abstracto y desencarnado de la reali-
dad. Por el contrario, “también esta civilización puede recuperar su
integridad si vuelve a Cristo. Si le reconocemos y adoramos como el
que es, si abrazamos la virtud de la religión” (p. 159). Pero no pode-
mos hacerlo si no realizamos un adecuado diagnóstico de la situa-
ción cultural, política y social de nuestro tiempo, alejado de sus raíces
cristianas, en que “hemos colocado a Cristo como a un competidor
más en el mercado ‘neutral’ de las ideas, en lugar de hacer de Él su
principio rector. Así hemos derrochado nuestra herencia, y con ella la
posibilidad de alcanzar una justicia cruciforme, hacia Dios y hacia los
hombres. El fruto ha sido un caos moral y espiritual… O avanzamos
hacia Cristo cooperando con su gracia o nos alejamos de Él derro-
chándola. Esto se cumple con las familias, con la sociedad y con la
civilización igual que con los individuos” (p. 160).
Si queremos edicar sociedades sanas, es menester armar que “la
comunión con Cristo es el principio de toda comunión terrenal, desde
la familia y la sociedad hasta todo el género humano. Quebrantar o
rechazar esa comunión divina cierra las puertas a la armonía durade-
ra entre las criaturas caídas” (p. 196). Y en ese esfuerzo por asumir a
Cristo, “la conversión de una sociedad o, con mayor audacia, la de una
civilización, empieza con la conversión a Cristo del corazón de cada
uno” (p. 202). Luego, cumple decir que “la familia es el epicentro de la
virtud de la religión… Cuando una pareja casada y su familia amplia
hacen justicia a Dios, a través de la vida sacramentaria de los debe-
res cotidianos de su iglesia doméstica, cooperan con los demás y les
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comunican la gracia precisa para cumplir sus funciones en el orden
social, en armonía con el orden divino” (pp. 186-188).
Mostrando la centralidad del misterio de Cristo para la vida comu-
nitaria de los hombres, Hahn y McGinley no cesan de anunciar, una y
otra vez, que “existe un principio unicador del que –o con más preci-
sión, de quién– no se puede decir que haya surgido del orden político. Se
trata, evidentemente, de Jesucristo. Él es la respuesta que no nos puede
dar ni el espejismo del liberalismo secular ni la opresión del fascismo, ni
tampoco la manía del consumismo o la agonía del colectivismo, como
tampoco Él nos ofrece la falsa seguridad de las políticas identitarias (de
izquierda o de derecha) ni la falsa actividad del humanitarismo. Sólo un
principio social por encima de la sociedad y fuera de ella -solo Jesús-
puede prometernos una unidad sin uniformidad” (p. 198).
Al expresar la necesidad de Cristo para los hombres, las fami-
lias y las sociedades, los autores saben que exponen ideas ajenas
a las dominantes en los tiempos que transitamos, en los que se
pregona a cuatro vientos modelos institucionales supuestamente
neutrales a la religión, pero que no son tales: “La idea de una so-
ciedad unicada bajo las mismas prácticas religiosas recuerdan al
terrible espectro de la teocracia. Comencemos por explicar, llana-
mente, que ya vivimos en una teocracia. Todos los regímenes lo
son, en dos sentidos. En primer lugar, como ya se ha demostrado,
los distintos sistemas políticos, –incluido, sobre todo, el agresiva-
mente secular– se basan en una determinada visión religiosa, y la
difunden. No existe sistema neutral, y todos ellos rinden tributo a
su propia versión de la verdad acerca de la humanidad y sus nes.
En segundo lugar, y más importante, el universo es una teocracia
bajo la soberanía de Cristo Rey, y esto es la simple verdad, no una
creencia fanática. La cuestión es si la reconocemos y nos adecua-
mos a su soberanía o si la negamos y la (intentamos) desaar. En el
primer caso, la gracia nos sostendrá y fortalecerá, y en el segundo,
nos enfrentaremos al agotamiento y las disfunciones que provoca
el negar la realidad. En el contexto del reinado de Cristo, entonces,
el pluralismo se maniesta como una ilusión” (p. 199).
Scott Hahn y Brandon McGinley nos muestran que “sin amor no
somos nada (cf. 1 Co 13:1-3). Con el amor, que incluye hacer justicia
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a Dios mediante la virtud de la religión, nuestras almas y nuestras
civilización serán más hermosas que nada que pudiese imaginar esta
cultura secular, idólatra y nihilista” (p. 218).
Finalmente, las reexiones del libro que estamos presentando se
abren inesperadamente, pero con una lógica irrefutable, hacia el ám-
bito de la adoración de los hombres y de las sociedades, que a través
de la liturgia rinden culto a Dios reconociéndolo y tributándole los
actos de justicia propios de la virtud de la religión: “Es la Misa la que
establece la conexión entre lo sobrenatural y lo natural, siendo al mis-
mo tiempo un acto público de comunión con Dios y un acto de comu-
nión con nuestros hermanos en Su cuerpo. El Santo Sacricio cons-
tituye, por eso, un acto excepcionalmente político, no en el sentido
partidista, sino porque trae a nuestra presencia el principio que rige
el orden político en sí, que es Jesucristo. Sin la Misa, y por lo tanto sin
Cristo como cualidad fundamental de la vida en común, acabaremos
por abandonar la posibilidad de vivir juntos” (p. 196).
“Es justo y necesario, es nuestro deber y salvación,
darte gracias, Padre Santo, siempre y en todo lugar,
por Jesucristo, tu Hijo Amado.
Por Él, que es tu Palabra, hiciste todas las cosas;
Tú nos lo enviaste para que,
hecho hombre por obra del Espíritu Santo
y nacido de María la Virgen,
fuera nuestro Salvador y Redentor”
Ricardo von Büren
Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino
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