Filópolis en Cristo N° 5 (2025) 183-194
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Santo Tomás de Aquino, maestro
de la Doctrina Social de la Iglesia
Publicamos un luminoso texto salido de la pluma de Carlos Alber-
to Sacheri, dedicado al pensamiento del Doctor Angélico. En estas
páginas, el autor sintetiza magistralmente las grandes líneas doctri-
nales de la enseñanza social del Aquinate. Fue publicado en francés
en Les cahiers du droit (Faculté du Droit de l’Université de Laval,
Quebec, Canadá), y luego en español en revistas especializadas de la
Argentina y España y recogido en el libro Orden social y esperanza
cristiana (Escipión, Mendoza, 2014), que reúne varias publicaciones
de Sacheri sobre las cuestiones jurídico-políticas y ligadas a la Doc-
trina Social de la Iglesia.
“Santo Tomás y el orden social”
Carlos Alberto Sacheri
Dentro del amplísimo horizonte doctrinal constituido por la sín-
tesis losóca de Santo Tomás de Aquino, su concepción del ordena-
miento de las instituciones sociales no siempre ha merecido la debi-
da atención, ni ha escapado a interpretaciones erróneas por parte de
ciertos tomistas calicados. Por tal motivo parece conveniente pre-
sentar en forma sinóptica algunos principios rectores de su losofía
social, cuya formulación e intrínseca armonía resultan sobremane-
ra actuales en medio de la profunda crisis de la inteligencia política
contemporánea, que se debate entre los errores del liberalismo y del
socialismo, sin atinar a elaborar una recta concepción del hombre y
de las relaciones sociales.
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l. Fundamentos antropológicos
La elaboración social y política de Santo Tomás se funda en una
admirable y completa doctrina de la persona humana. Por aplicación
del universalísimo principio operatio sequitur esse, el obrar sigue al
ser, según concibamos al hombre, así será nuestra concepción de la
sociedad humana. Esta fundamentación antropológica del orden so-
cial ha sido objeto de interpretaciones parcializadas por parte de algu-
nos distinguidos tomistas contemporáneos, tales como el P. Schwalm
y Jacques Maritain, postuladores de un personalismo secularista, o
como los dominicos Congar, Chenu y Liegé, entre otros apóstoles del
aperturismo marxista.
La antropología tomista parte del concepto de persona, asumien-
do la clásica denición de Boecio, substancia individual de natu-
raleza racional, ser existente en sí mismo y por sí mismo, realidad
sustantiva y subsistente abierta a la captación de toda verdad y de
todo bien. Sobre la base del realismo antropológico de Aristóteles,
Santo Tomás explica la unidad substancial de cuerpo y alma hu-
manos aplicando los riquísimos conceptos de materia y forma, y de
acto y potencia. Así el hombre es denido como animal racional,
esto es, como ser a la vez corporal y espiritual, sensible y racional,
afectivo y volitivo, verdadero microcosmos u horizonte ontológico,
que resume en su totalidad psicosomática los connes del universo
material con el linde sublime de las substancias separadas o inteli-
gencias puras. Tal es la singularidad que distingue la complejidad y
riqueza de la naturaleza humana dentro de la jerarquía de los seres
existentes. Unidad substancial de un cuerpo material informado por
un alma racional, como dos co-principios incompletos en sí mismos
que se exigen mutuamente, pues si bien cuerpo y alma son substan-
cias, no constituyen sujetos reales que existan por sí separadamente
(Cf. Summa Th., I, q. 75, a.4, 2m).
Como toda forma, el alma es un acto y, según la denición aris-
totélica (Cf. In II de Anima, 1.2, n. 233), acto primero de un cuerpo
organizado y capaz de ejercer las funciones vitales, el alma no se li-
mita a mover el cuerpo (como sostuvieron Platón y Descartes), sino
que hace existir al cuerpo, estructurándolo y organizándolo como
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cuerpo vivo. Es inmaterial e incorpórea como toda forma. No sólo
ejerce operaciones siológicas, sino también cognitivas y volitivas.
En estas operaciones, el cuerpo no tiene parte, pues se realizan con
total independencia de órgano corporal alguno (Cf. Summa Th., I,
q. 74, a.4; Summa c. Gentiles, II, 82). Esta independencia de lo cor-
poral conere al alma humana su esencia espiritual propiamente
tal. De ahí que, distinguiéndose de las almas o formas vegetativas y
sensibles, las cuales no subsisten aparte del cuerpo, el alma huma-
na emerge del cuerpo y lo trasciende (Anima humana... ita tamen
quod non sit a corpore totaliter comprehensa quasi ei immersa,
sicut aliae formae materiales, sed excedat capacitatem totius ma-
teriae corporalis; Q.D. de Anima, art. 2, c.).
La naturaleza espiritual del alma intelectiva fundamenta su inco-
rruptibilidad, tanto por lo que es en sí misma, cuanto por su relación
con el cuerpo material que informa y estructura. De ahí su carácter
inmortal. En efecto, el alma comunica a la materia corporal su pro-
pia existencia o esse, formando con ella una sola entidad: el hombre.
El ser del compuesto humano es, pues, el mismo ser del alma; en lo
cual se diferencia el alma racional de las demás formas vegetativas o
sensitivas. Estas últimas no subsisten, por lo tanto, una vez destruido
el cuerpo, mientras que el alma humana subsiste en estado de sepa-
ración, sin verse afectada por la corrupción corporal, manteniéndose
en su propio ser (Cf. Summa Th., 1, q. 76, a. 5).
En razón de su capacidad intelectual, la persona humana posee
además una voluntad libre mediante la cual es dueña de sus propios
actos (Cf. Q. D. De Malo, q. 6). Ella le permite optar por sí misma, sin
coacción exterior o necesidad interior, con relación a todos los bienes
parciales que la razón le presenta como perfectivos para el sujeto y
sin que constituyan su bien absoluto o bonum humanum perfectum.
Tal es el fundamento metafísico de la libertad humana que comple-
ta lo que tanto la conciencia psicológica cuanto la conciencia moral
certican respecto del hombre como causa sui: liberum est quod sui
causa est (Summa c. Gentiles, II, 48, 7). Pero dado que la persona es
libre, como consecuencia de su aptitud intelectual para alcanzar la
verdad de las cosas, se sigue asimismo que el hombre es responsable
de las consecuencias de sus actos voluntarios, según testimonia nues-
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tra experiencia moral. Racionalidad, libertad y responsabilidad son,
por consiguiente, tres propiedades esenciales del ser humano.
Para Santo Tomás, esta condición esencial de la humana naturaleza
es la que fundamenta la dignidad excepcional de la persona y la que,
en instancia sobrenatural, reviste al hombre de su condición de imago
Dei. Así lo expresa en la Summa c. Gentiles cuando da la razón por la
cual las creaturas racionales se hallan sujetas de un modo particular a
la divina providencia: “Sin embargo, es preciso tener en cuenta la es-
pecial razón de la providencia para con las naturalezas intelectuales y
racionales sobre las demás creaturas. Porque superan a las otras crea-
turas en perfección de naturaleza y en dignidad de n. En perfección
de naturaleza, porque sólo la criatura racional tiene dominio de su acto
y actúa libremente en sus operaciones; mientras que las demás crea-
turas, con respecto a sus propias obras, son más bien actuadas que ac-
tuantes... En dignidad de n, porque sólo la creatura intelectual llega al
último n del universo con su operación, es decir, a conocer y a amar a
Dios; mientras que las otras no pueden alcanzarlo sino mediante cierta
participación de su semejanza” (Summa c. Gentiles, III, c. 111; cfr. caps.
112 y 113). Este texto nos permite comprender no sólo cuál es la raíz de
la eminente dignidad humana (imago), comparada con los demás se-
res (vestigia), sino captar a la vez la falsedad de la antinomia individuo-
persona desarrollada por algunos calicados lósofos tomistas como
Schwalm, Maritain, Eschmann, Graneris, Marc, etc. Tanto más elevada
es la persona, cuanto más individua es; lo cual no sólo se verica del ser
humano sino, especialmente, de las substancias separadas, cada una
de las cuales agota en su individualidad la totalidad de su especie (Cf.
Summa Th., I, q. 50, a. 4).
Por último, resulta conveniente completar esta visión panorámica
de la antropología tomista subrayando otra de sus propiedades esen-
ciales: la sociabilidad. En ella encontramos el principio vinculador de
la antropología con la losofía social de Santo Tomás. El ser humano
es naturalmente social y político, En primer lugar, ello es testimonia-
do por la experiencia histórica de la humanidad, ya que cuanto más
remonta el hombre en el conocimiento de su pasado, tantas mayo-
res evidencias halla respecto de los signos de vida social. El Doctor
Angélico hace suyos los argumentos formulados por Aristóteles al
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comienzo de su Política y comenta, en particular, lo relativo al len-
guaje humano como signo natural de sociabilidad. Pero ello no basta
a nuestro propósito, pues es menester distinguir un doble fundamen-
to de la sociabilidad, basados en la enorme “distancia” que separa la
posesión de la mera existencia humana (esse simpliciter), de su total
perfeccionamiento ontológico-moral en la felicidad o bien humano
perfecto (bonum simpliciter) (Cf. Summa Th., I, q. 5, a.1, 1 im). A ese
doble fundamento lo designaremos como orden de generación (ordo
generationis), que atiende al inicio de la vida humana, y orden de
perfección (ordo perfectionis), orientado hacia el pleno desarrollo de
las aptitudes del sujeto. En cuanto a su origen, la dependencia social
del hombre se maniesta en dos aspectos fundamentales: la misma
relación generadora o procreadora y la radical indigencia en que se
encuentra el recién nacido.
En cuanto a su perfección, podemos distinguir una triple depen-
dencia social: en cuanto al bienestar material, a la plenitud intelec-
tual y a la plenitud moral. Resulta evidente la dependencia de cada
individuo respecto del concurso de esfuerzos. humanos imprescindi-
bles para la producción y distribución de los bienes materiales más
elementales. Pero no menos maniesta es la enorme dependencia en
su capacitación intelectual, pues o bien cada individuo es capaz de
adquirir todos los conocimientos por sí mismo (tesis rousseauniana
del Emilio) o bien los adquiere por vía de enseñanza, la cual implica
dependencia de los demás hombres. Lo primero es de suyo más per-
fecto, pero mucho menos frecuente. La condición normal del apren-
dizaje humano es la dependencia con relación a diversos magisterios.
Aún más marcada es la dependencia del hombre en la línea de su
perfección moral. La naturaleza de la voluntad, como apetito racio-
nal, está de suyo ligada al lento desenvolvimiento de la capacidad cog-
noscitiva, y ello por muchos años. Pero durante los mismos, se van
arraigando en el temperamento infantil una serie de disposiciones del
temperamento o complexión individual, que lo inducen a determina-
dos modos de conducta (timidez, egoísmo, generosidad, etc.). Como
la perfección moral estriba en el obrar según la razón, es decir, en
la posesión de las virtudes morales como hábitos operativos buenos
(Cfr. Summa Th., I-II, q. 50), o bien el individuo se rectica a sí mis-
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mo en su obrar, o bien lo logra con la ayuda de otros. Pero la adquisi-
ción de la virtud moral, supone por parte del individuo la capacidad
para determinar por sí mismo el justo medio en que radica el obrar
virtuoso, o sea con dominio de sí. Ello es prácticamente imposible al
niño, por el escaso desarrollo intelectual de los primeros años, por
su inexperiencia, por el arraigo progresivo de ciertas disposiciones
negativas antes mencionadas y la imposibilidad en que se encuentra
de introducir una medida en sus propios actos. De ahí la tremenda
importancia de la primera educación que el niño ha de recibir en el
hogar. La misma consistirá en introducir en las actividades infantiles
un orden racional (sueño, alimento, higiene, etc.) y en disponerlo fa-
vorablemente o sensibilizarlo a los bienes connaturales perfectivos,
propios de cada virtud cardinal. Así favorablemente dispuesto, el niño
irá ejercitando su voluntad, bajo la guía prudencial paterna; cuando
ésta falta, el adolescente tendrá enormes dicultades en alcanzar una
madurez ética suciente.
Con estas consideraciones de índole antropológica, podemos pasar
a desarrollar algunos de los principios básicos de la doctrina tomista
sobre el orden social. Nótese, empero, que lo expuesto ya nos ubica en
un punto absolutamente trascendente con relación sea al inmanen-
tismo optimista del liberalismo individualista, sea al inmanentismo
pesimista del materialismo socialista.
2- El orden natural y los tres principios
básicos del orden social
La perspectiva antropológica antes señalada nos permite consi-
derar un tema fundamental: el orden natural. En efecto, el análisis
de la persona humana y de sus cualidades o propiedades esenciales,
nos lleva espontáneamente al reconocimiento de un ordenamiento
natural, expresión de la sabiduría divina, que ha de servir de base
al orden social, determinando las normas éticas básicas que lo ex-
presan en el plano de la conducta humana. La conciencia moral de
la humanidad testimonia desde los tiempos más remotos que existe
un ordenamiento normativo esencial, que todos los hombres han de
respetar en su mutua convivencia. Así la Antígona de Sófocles en-
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carna de modo eminente la primacía de ciertas normas de conducta
que escapan al arbitrio humano, y operan a modo de cimiento sobre
el cual han de asentarse los diferentes órdenes legales humanos. De
allí surge el concepto clásico del derecho natural como aquello que
es debido al hombre en virtud de su esencia, con sus tres notas de
universalidad, pues rige para todos los hombres y todos los tiempos,
de inmutabilidad, pues escapa en sus normas primeras a las contin-
gencias geográcas, históricas y culturales, y de cognoscibilidad, en
razón de ser captado espontáneamente por la conciencia moral de los
individuos (Cfr. Summa Th., I-II, q. 94). En consecuencia, el ordena-
miento jurídico positivo dictado por la autoridad política ha de ree-
jar su respeto ecaz del orden natural: “Por consiguiente, es claro que
la bondad o malicia de las acciones humanas no solamente lo son por
preceptuado la ley, sino según el orden natural (secundum natura-
lem ordinem)” (Summa c. Gentiles, III, c. 130).
Esta consideración previa sobre la idea del orden natural ha de
guiarnos en la formulación de tres principios básicos del ordenamien-
to social: 1) la primacía del bien común; 2) el principio de solidari-
dad; y 3) el principio de subsidiariedad. De su respeto cabal depende
la armoniosa estructuración de los vínculos de convivencia sociales,
en cuanto la sociedad política es medio necesario para la obtención
de nuestra realización humana plena (Cf. In I Polit., 1.1; n. 40).
La doctrina tomista del bien común de la sociedad política consti-
tuye la clave de todo el pensamiento político del Santo; todos los de-
más conceptos serán elaborados en función de aquél. Decimos que un
bien es común o particular según que sea participable por muchos o
por uno solo; así, por ejemplo, la verdad cientíca es de suyo un bien
común, ilimitadamente apropiable, mientras un alimento tiene razón
de bien particular, por cuanto es apropiable por uno solo. El bien co-
mún es un término análogo, que admite diversos signicados; pue-
de hablarse de bien común temporal, de bien común sobrenatural,
bien común nacional o internacional, bien común de la universidad,
del sindicato, de la empresa, etc. El bien común sobrenatural es Dios
mismo, en cuanto es n de todo el universo creado. Lo distinguimos
del bien común de la sociedad política o bien común inmanente o
temporal, que incluye en sí todos aquellos elementos o bienes que,
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por naturaleza, son participables a todos los miembros del cuerpo so-
cial: la unidad, la verdad, el orden, la justicia, la seguridad y la paz. In-
cluye asimismo, subordinadamente, todos aquellos bienes que, sien-
do particulares por su naturaleza, son medios indispensables para la
obtención de la verdad, la justicia, la paz, etc.; así, por ejemplo, los
bienes económicos tienen de suyo razón de bienes particulares, pero
en cuanto el dinamismo económico es indispensable para el buen or-
denamiento de la sociedad, son incluidos a título de medios y la au-
toridad política debe, en consecuencia, asumir ciertas funciones en
materia económica.
Al implicar el bien común político los bienes más excelentes del
hombre, o sea aquellos que son más indispensables para el logro de
su felicidad, se sigue que el bien común tiene una primacía natural so-
bre los bienes particulares y que éstos le estarán, por lo tanto, subor-
dinados (Cf. Summa Th., I, q 60, a. 5). En esto radica la primacía del
bien común sobre el bien particular presupuesto fundamental para
el buen funcionamiento de la sociedad, negado por el liberalismo. Ya
Aristóteles calicaba al bien común de “más divino” y Santo Tomás
emplea la misma expresión “divinius” para subrayar su excelencia
y arma que ha de procurarse del mejor modo posible (“Sed ut sit
optimo modo quo eri potest”, Contra impugnantes, n. 26). Todo el
esfuerzo de la autoridad política se dene, consecuentemente, en la
línea de la procuración del bien común, que constituye su razón de
ser (Cf. Summa Th., I-II, q. 58, a. 7, 2 m)1.
El segundo principio es el principio de solidaridad, difundido por
autores tales como Heinrich Pesch, G. Gundlach y O. Nell-Breuning
bajo el término de “solidarismo”, en nuestra opinión inadecuado, por
cuanto ningún concepto o principio aislado puede reejar elmente
el pensamiento del Doctor Angélico ni la doctrina social de la Iglesia.
Hecha esta salvedad, la idea de solidaridad encierra un valor substan-
1
Respecto de la polémica suscitada en los últimos treinta años sobre la doctrina to-
mista del bien común, cf. Charles De Koninck, De la primacía del bien con contra
los personalistas, Madrid, 1952; Louis Lachance, L’humanisme politique de St. o-
mas, Montreal, 1965; Julio Meinvielle, De Lamennais a Maritain, Buenos Aires, 1967,
y Crítica a la concepción de Maritain sobre la persona humana, Buenos Aires, 1948.
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cial que merece ser destacado, como el hacerse cargo los unos de los
otros. La solidaridad humana tiene una triple raíz. En primer lugar,
todos los hombres somos solidarios en virtud de poseer una misma
naturaleza, naturaleza que incluye, según vimos, la tendencia a la
vida social como a un medio indispensable para la perfección perso-
nal; en consecuencia, el hombre es solidario para con su alter ego, su
otro sí mismo o prójimo. Pero esta comunidad de naturaleza se fun-
da, a su vez, en una comunidad de origen, ya que todos los hombres
somos creaturas de un mismo Dios el cual en su plan providencial
nos vincula unos a otros. Por último, todos los hombres compartimos
un mismo destino común ya que hemos sido creados para participar
de la visión divina por toda la eternidad, y en esta perspectiva todos
debemos ayudarnos los unos a los otros. Lo dicho surge claramente
de las múltiples referencias que Santo Tomás hace a la sociedad como
“cuerpo” (Cfr. Summa Th., I-II, q. 81, a. 1) y en los pasajes en que
comenta el texto de San Pablo “membrum alterius”, miembros los
unos de los otros, en la perspectiva del Cuerpo místico de Cristo (1
Cor 12:12-30; Rom 12:4-8; Ef 5:21-33). El principio de solidaridad
nos permite comprender que todas las actividades e instituciones so-
ciales incluyen una doble dimensión, la una personal, la otra social,
ambas indisolublemente unidas. Ejemplo de ellos son la familia, la
propiedad, el trabajo, los grupos intermedios, etc.
El tercer principio, complementario de los anteriores, es el de sub-
sidiariedad, que tanta proyección ha alcanzado en la doctrina ponti-
cia, especialmente a partir de la Quadragesimo Anno de Pío XI. Su
origen deriva de subsidium, en latín, ayuda. La idea central de este
principio radica en que debe dejarse a los particulares y a los grupos
que integran la sociedad política la plenitud de iniciativa de creati-
vidad, de responsabilidad, que ellos puedan asumir ecazmente por
sí mismos. Complementariamente, la acción de las asociaciones más
poderosas y del mismo Estado consiste en suplir lo que los miembros
menos dotados no pueden realizar. Santo Tomás expresa esta idea
en su Comentario a la Política de Aristóteles, pues ya éste señalaba
que los hombres se asocian en razón no de su igualdad o semejan-
za (como dirían luego Rousseau y Marx) sino de sus desemejanzas,
de sus desigualdades de talentos, condiciones, ocios, etc. Nuestro
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santo advierte sobre el peligro de buscar una uniformidad excesiva,
monolítica, lo cual atraería aparejado consecuencias negativas como
desaparecen la sinfonía y armonía de las voces cuando todas cantan
en un mismo tono (Cf. In II Polit., 1.5).
También insiste en la importancia de respetar las competencias
reales de los distintos miembros del grupo: “Un hombre no hace bien
a la vez más que una sola cosa. Si se ocupa de muchas a la vez, nece-
sariamente ha de fallar en una o en todas ellas. Por eso importa que el
gobernante no encargue muchos ocios simultáneamente un mismo
hombre, i.e., ser sastre y corneta al mismo tiempo. A no ser que se
trate de pequeños burgos, en los que todos tienen que hacer algo de
todo. Pero en las grandes sociedades en donde hay gente para todo,
es preferible distribuir las cargas y los ocios según la competencia
de cada uno. Entonces se procura mejor el bien común, porque cada
ocial ejecuta mejor y más pronto lo que se le ha encomendado” (In
II Polit., 1.16, n. 339.). ¡Admirable realismo del santo dominico, que
nada ha perdido de su actualidad en estos tiempos alejados de la mo-
narquía descentralizada medieval, con sus corporaciones artesanales,
sus ligas, sus fueros comunales! ..., para dejar paso a los totalitaris-
mos y plutocracias que desconocen la subsidiariedad y confunden las
funciones gubernativas con las de mera administración.
La conjugación práctica de los tres principios enunciados permite
establecer en cada caso particular las “reglas de juego” básicas que
asegurarán una plena convivencia social, en el respeto de las eternas
exigencias del orden natural. ¡Cuan parciales resultan a la luz de estas
reexiones las ideologías contemporáneas del liberalismo negador de
la solidaridad, y del socialismo marxista, negador de la subsidiarie-
dad! El rigor de la articulación de los grandes principios sociales del
tomismo, resalta aún más en el contraste con los grandes errores de
la modernidad.
3. La jerarquía de las funciones sociales
A la luz de lo expuesto, surge una jerarquización de las diversas
funciones sociales de acuerdo a la medida en que aseguran bienes
humanos más elevados y, en particular, la plena realización del bien
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común político. Una vez más, la reexión del Doctor Angélico está
presidida por las conclusiones de su antropología y de su ética, que
operan a modo de communia o principios comunes, reguladores del
quehacer político.
Debemos partir de la subordinación intrínseca de lo sensible a lo
racional y de lo corpóreo a lo espiritual. Según la jerarquía ontológica
de las facultades humanas, se constituirá una jerarquía complemen-
taria de los bienes correspondientes y de las funciones o actividades
que tienden a realizarlos: Operatio sequitur esse.
Santo Tomás nos brinda una síntesis acabada de su pensamiento al
culminar su análisis de los diferentes bienes que, según la experiencia
de las cosas humanas, se presentan como constituyendo la beatitud o
felicidad de la persona: “Si, pues, la felicidad suprema del hombre no
está en los bienes exteriores, llamados de fortuna, ni en los bienes del
cuerpo, ni en los del alma, respecto de la parte sensitiva, ni tampoco
en los de la parte intelectiva respecto a los actos de las virtudes mora-
les, ni en las intelectuales que se reeren a la acción, como el arte y la
prudencia, resulta que la suprema felicidad del hombre consistirá en
la contemplación de la verdad... Todas las operaciones parecen estar
ordenadas a ésta (contemplación) como a su n. Pues para una per-
fecta contemplación se requiere la integridad corporal, que es el n de
todas las cosas articiales necesarias para la vida. Requiérese también
el sosiego de las perturbaciones pasionales, que se alcanza mediante
las virtudes morales y la prudencia; y también el de las perturbaciones
externas, a lo que se ordena toda la convivencia social. De modo que,
bien consideradas las cosas, todos los ocios humanos se ordenan al
servicio de quienes contemplan la verdad (Summa c. Gentiles, III, c.
37). Esta riquísima doctrina nos permite establecer la subordinación
intrínseca de lo económico a lo social y a lo político, y la de éste a lo
cultural y sapiencial (tanto natural, cuanto sobrenatural).
De esta manera queda armada la primacía de la contemplación so-
bre la praxis. El hombre, capax universi, posee una naturaleza intelec-
tual y, en razón de ello, la inteligencia es la facultad superior y especica-
dora de todo lo humano. La primacía de la inteligencia sobre la voluntad
y la del espíritu sobre la materia, permiten a Santo Tomás sostener que
la capacidad contemplativa tiene razón de n último, mientras que el or-
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den de la acción práctica, tanto moral como técnica o artística, le está
subordinada. Igual doctrina sienta nuestro autor al comentar la Política
aristotélica y las Sentencias de Pedro Lombardo, siguiendo al Estagirita
quien anuncia al comienzo del libro séptimo que la contemplación es la
forma suprema de la acción y, como tal, constituye el bien supremo de la
polis: “Ad perfectionem humana, mullitudims sit necessarium aliquos
contemplative vitae inservire” (In IV Sent., d. 26, q. 1, a. 2, c.).
Resulta interesante señalar que el Doctor Angélico desarrolla el
tema de la subordinación del trabajo manual y de todo el orden eco-
nómico a los bienes espirituales, al resolver las objeciones por las cua-
les algunos se oponían a la vida religiosa. De su exposición resulta
una elocuente refutación del primado de la praxis en general y del tra-
bajo manual en particular, tal como la expondrán Marx y sus discípu-
los más modernamente. Comienza caracterizando el trabajo manual
como aquel que realizan los hombres para satisfacer sus necesidades
más imperiosas, sobre todo la del alimento; para lo cual se sirven los
hombres de su esfuerzo corporal. Pero añade que dicha tarea no es
obligatoria para todos los hombres, en la medida en que la ayuda so-
lidaria de otros puede compensar dicha abstención. Por otra parte,
sostiene que, aun en el plano económico, hay tareas que no implican
de suyo trabajo manual, como las correspondientes a la organización
y coordinación (Cf. Summa c. Gentiles, III, c. 134 y 135). Siguiendo el
hilo argumental podemos concluir que, para nuestro autor, el régi-
men del salariado es de suyo legítimo, siempre que se vea justamente
retribuido; también se sigue que otras actividades ajenas a lo manual,
son tanto o más legítimas que el trabajo manual mismo, y que las ta-
reas económicas organizativas han de gobernarlas de mera ejecución.
La doctrina así resumida congura una refutación cabal del pri-
mado marxista de la praxis, aun en el plano especíco de lo económi-
co, manteniendo plena vigencia en una economía substancialmente
diferente a la medieval cual es la contemporánea.