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La Esperanza en el magisterio de San Juan
Pablo II: La inuencia tomista
Hope in the teaching of Saint John Paul II: The tho-
mistic inuence
Francisco Javier Calvo Tolosa1
Universidad Católica de Ávila,
Instituto Superior de Ciencias Religiosas,
Universidad Eclesiástica San Dámaso
fjavier.calvo@ucavila.es
ORCID: https://orcid.org/0009-0003-9445-9006
Resumen: El presente trabajo analiza el
desarrollo teológico y antropológico de la
virtud teologal de la esperanza en Santo To-
más de Aquino (1225-1274) y su recepción
en el magisterio de San Juan Pablo II. Par-
tiendo de las dos grandes obras del Aqui-
nate, la Suma Teológica y la Suma contra
Gentiles, se destaca que la esperanza, para
el Doctor Angélico, es una virtud infundida
por Dios que orienta al ser humano, que en
este contexto se caracteriza como caminan-
te (homo viator) hacia la bienaventuranza
eterna, principalmente fundada en la con-
anza en la omnipotencia divina. A su vez,
San Juan Pablo II (1920-2005) acoge esta
visión tomista en el mundo contemporá-
neo, proponiendo una “espiritualidad del
testigo” centrada en Cristo Redentor como
Abstract: This paper analyzes the
theological and anthropological de-
velopment of the theological virtue of
hope in Saint Thomas Aquinas and its
reception in the magisterium of Saint
John Paul II. Drawing on Aquinas’s
two major works, the Summa Theolo-
giae and the Summa contra Gentiles,
it highlights that hope, for the Angelic
Doctor, is a virtue infused by God that
directs the human being (homo via-
tor) toward eternal beatitude, groun-
ded in trust in divine omnipotence. In
turn, Saint John Paul II embraces this
Thomistic vision within the contem-
porary context, proposing a “spiritua-
lity of witness” centered on Christ the
Redeemer as the ultimate foundation
1 Licenciado en Ciencias Políticas (UCM), Licenciado en Estudios Eclesiásticos (UPSA, Pre-
mio extraordinario n de carrera), y Licenciado en Filosofía (PUSC). Máster en Estudios
Avanzados en Filosofía (UCM) y Máster en Profesorado en Educación Secundaria y Bachille-
rato (UCAV). Doctorando en Filosofía (PUSC).
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Francisco Javier Calvo Tolosa
Introducción
El contexto histórico-cultural en el que Karol Wojtyla (1920-2005)
reexionó, enseñó y ejerció el ministerio sacerdotal, episcopal y petri-
no (1978-2005) estuvo determinado por la consumación del nihilismo
en Europa, entendiendo este como el fenómeno espiritual y cultural
de progresiva desaparición en el horizonte humano de los principios
metafísicos, éticos y veritativos objetivos que orientan la vida de las
personas y de la vida social (Volpi, 2023). Este acontecimiento de ca-
rácter losóco-espiritual lo denió –y en parte lo alentó– un siglo
antes el lósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) en el térmi-
no conocido por todos como “la muerte de Dios” (Nietzsche, 1985).
Por tal expresión hay que entender un proceso de extrañamiento del
hombre respecto de su creador, la eliminación del Absoluto –así como
de cualquier instancia metafísica a él asociado– como fundamento de
la realidad, y la absolutización del poder humano –voluntad de domi-
nio– bajo una idea equívoca de libertad como única fuente de sentido
del mundo: “La eliminación de la creencia en lo divino y la trascen-
dencia potencia el absolutismo o la tiranía de la inmanencia, para la
que solo existe la Naturaleza” (Schubart, 2024, p. 14).
fundamento último de la esperanza huma-
na tanto en el ámbito personal como social.
El estudio identica tres dimensiones co-
munes entre ambos autores: la fundamen-
tación teológica en la misericordia divina,
el dinamismo espiritual personal como vía
hacia el Summun bonum y la proyección
escatológica de la esperanza en la historia.
En un mundo marcado por el dominio de
la inmanencia y la pérdida del sentido de la
vida, ambos autores ofrecen una respuesta
cristiana basada en el carácter trascendente
de la realidad creada.
Palabras clave: Esperanza, Santo To-
más de Aquino, Juan Pablo II, Virtud teo-
logal, Doctrina Social de la Iglesia, Homo
viator.
of human hope, both personally and
socially. The study identies three
common dimensions between the two
authors: the theological grounding in
divine mercy, the personal spiritual
dynamism as the path toward the sum-
mum bonum, and the eschatological
projection of hope within history. In
a world marked by the dominance of
immanence and the loss of meaning,
both authors oer a christian response
rooted in the transcendent character of
created reality.
Keywords: Hope, Saint Thomas
Aquinas, Saint John Paul II, Theolo-
gical Virtue, Catholic Social Teaching,
Homo viator.
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La Esperanza en el magisterio de San Juan Pablo II: La inuencia tomista
En este contexto cultural, que entre otras supuso la consolidación
de regímenes totalitarios y la reclusión en la inmanencia (el espacio
intramundano) de las preguntas fundamentales de la existencia hu-
mana –¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe espe-
rar? ¿Qué es el hombre?–, el papa Juan Pablo II desarrolló su ma-
gisterio, en el que resaltó, con un lenguaje directo, exhortativo, pero
al mismo tiempo bien sustentado, el sentido propio de la Esperanza
cristiana, irreducible a realidades temporales y solamente compren-
sible en una dimensión trascendente, divina y eterna.
Uno de los grandes apoyos teológico-losócos del papa polaco
fue el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, a quien debe buena
parte de la solidez de sus enseñanzas y del realismo de sus propues-
tas teológicas. En particular, es evidente la inuencia tomista en sus
textos magisteriales sobre la virtud teologal de la esperanza. A conti-
nuación, para poder analizar este tema en concreto, proponemos un
breve acercamiento a la doctrina tomista sobre este argumento.
La esperanza en Santo Tomás de Aquino
El Aquinate, en consonancia con la Sagrada Escritura y la pa-
trística, entiende la esperanza ante todo como una virtud sobre-
natural mediante la cual tendemos con rme conanza y por el
auxilio divino a la obtención de la bienaventuranza eterna (Cf. S.
Th., II-II, q. 17, a. 1).
En la Summa Theologiae se ocupa de esta virtud después de la fe y
antes del amor, deniéndola esencialmente como un hábito humano
fundado en Dios tanto en su n como en su causa:
La esperanza tiene como fin último la bienaventuranza eterna;
el auxilio divino, en cambio, como causa primera que conduce
a la bienaventuranza. Por lo tanto, como fuera de la bienaven-
turanza eterna no es lícito esperar bien alguno como fin últi-
mo, sino sólo como ordenado a ese fin de la bienaventuranza,
tampoco es lícito esperar en ningún hombre, o en criatura al-
guna, como causa primera que conduzca a la bienaventuranza.
(S. Th., II-II, q. 17, a. 4)
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De este modo, destaca en la denición, en primer lugar, que el ob-
jeto de esta no es algo pasajero o terrenal, sino la Felicidad eterna,
es decir, la comunión con Dios. Asimismo, la causa de la esperanza
no son las fuerzas humanas, sino la gracia divina fundada en la om-
nipotencia y misericordia de Dios. Por último, la esperanza teologal
implica, en tanto que hábito, una disposición del sujeto que afecta a
su voluntad, la facultad apetitiva superior:
La esperanza es un movimiento de la parte apetitiva, ya que su ob-
jeto es el bien. Mas dado que en el hombre hay dos apetitos, el sensiti-
vo, que se divide en irascible y concupiscible, y el intelectivo llamado
voluntad (…). El acto de la virtud de la esperanza no puede pertenecer
al apetito sensitivo, ya que el bien, que es el objeto principal de esta
virtud, no es bien sensible, sino divino. Por esto la esperanza tiene
como sujeto el apetitivo superior, no el inferior, al cual corresponde el
irascible. (S. Th., II-II, q. 18, a. 1)
La esperanza no es, por tanto, una virtud que nazca de nuestras
propias fuerzas o de proyectos meramente humanos, como las ideo-
logías políticas contemporáneas proponen. No obstante, es innega-
ble la existencia de un dinamismo del viviente que podemos llamar
“esperanza natural”, una disposición humana que está materialmente
orientada a dos virtudes humanas como son la magnanimidad y la
humildad, pero que, sin el concurso de la gracia divina, la esperanza
como tal no puede ser una virtud en sí (Cf. S.T. de Aquino, 2007, III,
c. 153), porque este dinamismo natural fácilmente puede extraviarse:
La esperanza, sin embargo, se puede dirigir –en el orden natural–
a un mal objetivo, sin que por eso deje de ser realmente esperan-
za. A la esperanza natural le falta lo que pertenece al concepto de
virtud: quod, ita sit principum actus boni, quod nullo modo mali,
que se dirija de tal modo hacia el bien que no pueda en modo algu-
no volverse hacia el mal. (Pieper, 2022, p. 444)
En la síntesis tomista, la vida de la esperanza es un esperar de Al-
guien, no esperar algo, y, por consiguiente, es una respuesta amorosa
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al Dios que se ha revelado. El Doctor Angélico en la Summa contra
gentiles escribe sobre esta intrínseca unión entre amor y esperanza
mostrándola como la virtud propia del caminante, del peregrino (homo
viator). Esta condición, lejos de ser secundaria en la denición del cris-
tiano, es central para toda la tradición de pensamiento cristiano, como
ya San Agustín enseñó al inicio de su obra más importante:
La gloriosísima ciudad de Dios, que en el presente correr de los
tiempos se encuentra peregrina entre los impíos viviendo de la fe
(Hab 2, 4), y espera ya ahora con paciencia (Rm 8, 25) la patria
denitiva y eterna hasta que haya un juicio con auténtica justicia
(Sal 93, 15), conseguirá entonces con creces la victoria nal y una
paz completa. (San Agustín, 2018, I, 1)
El hombre de fe, como caminante que es, avanza en una sana ten-
sión por la vida espiritual entre la oscuridad y la luz, entre la pre-
sencia y la ausencia de Dios. Esta experiencia la iluminó de forma
inigualable San Juan de la Cruz al escribir sus primeros versos del
Cántico Espiritual: ¿A dónde te escondiste,/Amado, y me dejaste con
gemido?/Como el ciervo huiste,/Habiéndome herido;/Salí tras ti cla-
mando y eras ido” (San Juan de la Cruz, 1930, p. 14).
En consecuencia, la vida de la esperanza no pertenece al cielo
donde, efectivamente, se está gozando de la contemplación de Dios–
ni al inerno –donde no hay posibilidad de encuentro y unión con
Dios–, pues son dos lugares donde ha desaparecido la condición de
status viae, es decir, de temporalidad (Pieper, 2022, p. 439). La espe-
ranza es, por tanto, una virtud de relación en la existencia temporal
que nace del amor y a la par lo impulsa:
Por el hecho de esperar un bien de otro, se le proporciona al
hombre un camino para amar como a sí mismo cuando el que ama
quiere su bien; pues se ama a otro como a sí mismo cuando el que
ama quiere su bien, aunque no le reporte nada. Según esto, como
la gracia santicante causa en el hombre el amor de Dios por
mismo, resulta que el hombre alcanza también por la gracia la es-
peranza en Dios. (S. Th., III, q. 153)
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De tal modo, esta virtud teologal tiene un doble dinamismo que
es la intimidad más profunda de la vida espiritual. La esperanza pro-
yecta al creyente hacia una vida ascendente porque nos eleva hacia
Dios (trascendencia), al mismo tiempo que nos permite conar en el
momento presente en que el Señor viene en nuestra ayuda para crear
nuevos senderos por los que descubrir su acción en medio de la his-
toria. Es quizá esta última dinámica la que más inuye en la Doctrina
Social de la Iglesia.
San Juan Pablo II.
Testigo contemporáneo de la esperanza
Tras presentar brevemente el pensamiento del Aquinate sobre el
tema que nos ocupa, damos un salto al siglo XX. En un tiempo marca-
do por las guerras, las ideologías políticas totalitarias y la pérdida de
sentido religioso en Europa, San Juan Pablo II se presentó como un
auténtico profeta de la esperanza. Su entero magisterio está atravesa-
do por esta virtud teologal, que él asumió como vertebral de todo su
ponticado y que, en la línea de lo que signicó el Concilio Vaticano
II, supo proponer al hombre moderno (Cf. Concilio Vaticano II, Gau-
dium et Spes, n. 2).
Ya desde su primera encíclica, Redemptor hominis –en la que re-
bosan los textos que se reeren al Concilio Vaticano II–, el papa po-
laco proclamó:
El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo
un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le
revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta
y lo hace propio, si no participa en él vivamente (…). El cometido
fundamental de la Iglesia en todas las épocas, y particularmente en
la nuestra, es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia
y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo
(…). Contemporáneamente, se toca también la más profunda obra
del hombre, la esfera –queremos decir– de los corazones huma-
nos, de las conciencias humanas y de las vicisitudes humanas.
(San Juan Pablo II, 1979, n. 10)
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Este es el núcleo de su teología de la esperanza: Cristo, Reden-
tor del hombre, es el fundamento de la esperanza humana. En Jesús,
Dios muestra el destino feliz del hombre, que no es otro que la comu-
nión con él, la vida íntima en Dios. No hay nada que el hombre no
pueda salvar en Cristo. El sufrimiento, fuente de desesperación para
quien no cree, se torna en una ocasión de gracia santicadora, algo
que el mismo Juan Pablo II vivió en su vida y que explicó en la Carta
Apostólica Salvici Doloris: “El sufrimiento humano, unido a Cristo,
se convierte en fuente de esperanza para el mundo” (San Juan Pablo
II, 1984, n. 27), y en Dives in Misericordia, subrayó que “el hombre
alcanza la verdadera grandeza cuando se confía en la misericordia de
Dios” (San Juan Pablo II, 1980, n. 13).
Años después, en la Encíclica Dominum et vivifantem, el papa no
sólo insistió en esta dimensión sobrenatural de la esperanza infun-
dida en el hombre por el Espíritu Santo –con quien Cristo vive una
íntima relación en la economía salvíca y por quien se garantiza la
trasmisión y la irradiación de la Buena Nueva revelada por Jesús de
Nazaret (Cfr. San Juan Pablo, 1986, n. 14)–, sino que denunció explí-
citamente las ideologías políticas contrarias a este dinamismo sobre-
natural de la persona:
La resistencia al Espíritu Santo, que San Pablo subraya en la di-
mensión interior y subjetiva como tensión, lucha y rebelión que
tiene lugar en el corazón humano, encuentra en las diversas épo-
cas históricas y, especialmente, en la época moderna su dimen-
sión externa, concentrándose como contenido de la cultura y de
la civilización, como sistema losóco, como ideología, como
programa de acción y formación de los comportamientos huma-
nos. Encuentra su máxima expresión en el materialismo (…). El
sistema que ha dado el máximo desarrollo y ha llevado a sus ex-
tremas consecuencias prácticas esta forma de pensamiento, de
ideología y de praxis, es el materialismo dialéctico e histórico,
reconocido hoy como núcleo vital del marxismo. Por principio y
de hecho el materialismo excluye radicalmente la presencia y la
acción de Dios, que es espíritu, en el mundo y, sobre todo, en el
hombre por la razón fundamental de que no acepta su existencia,
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al ser un sistema esencial y programáticamente ateo. (San Juan
Pablo II, 1986, n. 56)
Este inmanentismo de lo material se opone radicalmente al
dinamismo de la vida teologal y de sus virtudes, en particular de
la esperanza. Sobre este argumento retornará el papa del nuevo
milenio en su Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis, en la cual
denuncia la politización ideológica del desarrollo de los pueblos
basada exclusivamente en cuestiones materiales eliminando el di-
namismo espiritual del hombre, lo que impide un desarrollo in-
tegral de la humanidad: “Esta es una de las razones por las que la
doctrina social de la Iglesia asume una actitud crítica tanto ante el
capitalismo liberal como ante el colectivismo marxista” (San Juan
Pablo II, 1988, n. 21).
Hechas estas consideraciones que desarrollan la centralidad de la
esperanza en el magisterio ponticio del papa Juan Pablo II, pode-
mos continuar explicitando la inuencia de Santo Tomás en su pen-
samiento.
La inuencia de Santo Tomás en la teología de
la esperanza de Juan Pablo II
San Juan Pablo II fue un profundo conocedor de Santo Tomás
de Aquino, hecho innegable no solo por la omnipresencia del doctor
medieval en la fundamentación teológica de las Encíclicas de antro-
pología teológica del papa, que, además pueden reconocerse como
sus aportaciones doctrinales más valiosas, Veritatis splendor (1993),
Evangelium vitae (1995) y Fides et ratio (1998); sino por el profundo
realismo metafísico y gnoseológico que atraviesa toda su reexión.
De hecho, su formación losóca en Lublin y su doctorado en Roma
estuvieron marcados por el tomismo, que en el caso de Karol Wojtyla
fue asumido desde una perspectiva personalista en la misma línea
que otros grandes intérpretes de Santo Tomás del siglo XX como Jac-
ques Maritain o Cornelio Fabro, y tendiendo puentes con otras líneas
losócas con la fenomenología realista (Max Scheler y Edith Stein) o
el existencialismo cristiano (Gabriel Marcel).
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De este modo, el Aquinate no es para Juan Pablo II un pensador
del pasado sino un interlocutor vivo, un referente inexcusable y un
modelo de pensamiento católico:
Un puesto singular en este largo camino corresponde a santo
Tomás, no sólo por el contenido de su doctrina, sino también por
la relación dialogal que supo establecer con el pensamiento árabe
y hebreo de su tiempo (…). Argumentaba que la luz de la razón
y la luz de la fe proceden ambas de Dios; por tanto, no pueden
contradecirse entre sí (…). La fe, por tanto, no teme la razón, sino
que la busca y confía en ella (…). Precisamente por este motivo
la Iglesia ha propuesto siempre a Santo Tomás como maestro de
pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología. (San
Juan Pablo II, 1998, n. 43)
De forma más sistemática, podemos decir que la inuencia del
Doctor angélico en su magisterio sobre la esperanza se puede ver cla-
ramente en tres aspectos que procedemos a explicar.
En primer lugar, el fundamento teológico de la esperanza. El Aqui-
nate, como ya hemos indicado anteriormente, radica la esperanza
cristiana no en las fuerzas humanas, sino en el amor y la delidad de
Dios (Cf. S. Th., II-II, q. 17, a.5). Juan Pablo II lo ha expresado clara-
mente en la Encíclica Dives in Misericordia:
El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del
amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión,
no solamente como momentáneo acto interior, sino también como
disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a cono-
cer de este modo a Dios, quienes lo «ven» así, no pueden vivir sino
convirtiéndose sin cesar a Él. Viven pues in statu conversionis; es
este estado el que traza el componente más profundo de la pere-
grinación de todo hombre en la tierra in status viatoris. (San Juan
Pablo II, 1980, n. 15)
En segundo lugar, para ambos la esperanza no es pasividad sino
movimiento hacia el bien supremo. Esto implica, por tanto, la con-
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secución de una realidad ardua, que exige compromiso y trabajo
por parte del hombre. En este sentido, el Papa insistió en una “es-
piritualidad del trabajo” (San Juan Pablo II, 1981, nn. 24-27) en la
que la responsabilidad moral personal, la santicación en el trabajo
“soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucicado por
nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en
la redención de la humanidad” (San Juan Pablo II, 1981, n. 27) y la
cultura de la vida tienen un protagonismo central en la renovación de
la sociedad.
En tercer lugar, la dimensión escatológica de esta virtud teolo-
gal. Ambos autores subrayan que la esperanza cristiana apunta al
cumplimiento último de la vida personal y social en Dios, pero que
ya desde ahora esta conanza transforma el mundo histórico. En
Novo Millennio Ineunte el Papa que inició el tercer milenio cristia-
no exhortó manifestando claramente esta realidad de la esperanza
cristiana al decir: “¡Duc in altum! –‘¡Remad mar adentro!’–. Estas
palabras resuenan también hoy para nosotros y nos invitan a recor-
dar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos
con conanza al futuro: ‘Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre’
(Hb 13:8)” (San Juan Pablo II, 2001, n. 1). Por tanto, la esperanza
cristiana, no evade al hombre de la historia, sino que es una llamada
a redimirlo desde dentro.
El signicado de la esperanza cristiana en el magisterio
social de San Juan Pablo II
Una de las aportaciones más importantes de San Juan Pablo II fue
la de enlazar la doctrina cristiana de la esperanza con la antropología
en el marco de sus enseñanzas sociales. En continuidad con Santo To-
más de Aquino, sostuvo que la persona está orientada naturalmente
a su n último, pero sin negar la libertad personal, pues esta orien-
tación no es una determinación total: “Todas las criaturas, incluso
las que carecen de entendimiento están orientadas a Dios como a su
último n (…); pero las criaturas intelectuales lo alcanzan de un modo
especial, es decir, entendiendo con su propia operación a Dios” (S.
Th., III, q. 25).
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En este sentido, la esperanza cristiana se convierte en la expresión
más acabada de la dignidad humana: el ser humano es capaz de Dios
y, por tanto, es capaz de esperar en él la consumación de su propia
existencia. Esto signica que la esperanza humaniza, y la desespe-
ración, como ya indicó Søren Kierkegaard, destruye (Kierkegaard,
2008). No olvidemos que el primer principio de la doctrina social
cristiana, sobre el cual se asienta todo lo demás, es la defensa de la
dignidad humana: “Iluminada por el admirable mensaje bíblico, la
doctrina social de la Iglesia se detiene, ante todo, en los aspectos prin-
cipales e inseparables de la persona humana para captar las facetas
más importantes de su misterio y de su dignidad” (Ponticio Consejo
Justicia y Paz, 2004, n. 124).
Un principio inamovible que, desde la perspectiva del papa po-
laco, solo puede asentarse en la mirada sobrenatural de las virtudes
teologales:
El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá
de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en
la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta
vocación sobrenatural maniesta la grandeza y el valor de la
vida humana incluso en su fase temporal. (San Juan Pablo II,
1995, n. 2)
La esperanza en la unión con Dios (la bienaventuranza eterna) es
aquí la raíz de la ética personal y social. La creencia en que cada exis-
tencia, incluso la más atormentada y frágil, tiene un destino eterno
es la sólida base sobre la que se asienta la enérgica defensa de Juan
Pablo II de la inviolabilidad de la vida humana.
Unido a esto, tanto Santo Tomás como Juan Pablo II fueron
plenamente conscientes de los peligros de la desesperanza o de la
eliminación “inmanentista” de la esperanza sobrenatural. A nivel
individual este peligro fue llamado por el Aquinate, siguiendo a los
padres de la Iglesia, como “acedia espiritual”, entendida como la
tristeza del alma que se separa del bien divino, es decir, la “tristeza
espiritual” (S. Th., II-II, q. 35, a. 2). Juan Pablo II vivió, en el con-
texto nihilista contemporáneo –epílogo de la ilusión prometeica del
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proyecto moderno–, la noche de la fe de las sociedades histórica-
mente cristianas. Por ello, su mensaje de denuncia de la deshuma-
nización del mundo y del crecimiento del miedo y el desánimo en el
contexto del avance del ateísmo y la indiferencia religiosa tuvo su
reverso en su magisterio social en el que invita a una nueva pedago-
gía de la esperanza.
El llamamiento a crear una civilización del amor (San Juan Pablo
II, 1980 y 2001) no fue ingenuidad, sino una declaración de renova-
ción espiritual basada en la esperanza del creyente que proclama que,
a pesar de todo los males, sabe que el bien triunfará, porque Cristo
ha resucitado: “El cristiano es aquel que vive de esperanza, porque
sabe que más allá de toda oscuridad brilla la luz del resucitado” (San
Juan Pablo II, 1981). El medio concreto en este camino es la apuesta
por la santidad de las familias, núcleo natural de la sociedad e Iglesia
doméstica (San Juan Pablo II, 1981).
Intrínsecamente uno a esto está el llamamiento al mundo a no te-
ner miedo de Cristo y abrir las puertas a su acción tanto en el ámbito
personal como en el político y social. Así se expresaba en la homilía de
inicio de su ponticado el 22 de octubre de 1978:
¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo
y de aceptar su potestad! ¡Ayudad al Papa y a todos los que
quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al
hombre y a la humanidad entera! ¡No temáis! ¡Abrid, más
todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su
potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas
económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura.
de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo
conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo Él lo conoce!
(San Juan Pablo II, 1978, n. 5)
Todo esto no solo fue una enseñanza del papa Juan Pablo II de
modo teórico, sino que vivió en su propia existencia cada rasgo des-
crito de la esperanza en su teología. Es por ello que su enseñanza ma-
gisterial más profunda sobre la esperanza es la de su propia vida: ser
testigo de la esperanza en Dios.
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Conclusión
Las virtudes no son añadidos extrínsecos a la vida humana, sino
que expresan “la culminación del ser de la persona, es ultimum po-
tentiae, lo más de aquello que un hombre puede ser, la plenitud del
poder ser humano. La virtud es la perfección del hombre” (Pieper,
2022, p. 443). Dentro de este camino de perfeccionamiento humano,
hemos visto cómo tanto para Santo Tomás como para San Juan Pa-
blo II la esperanza ocupa un lugar primordial tanto a nivel individual
como comunitario.
La esperanza en el tiempo de la sociedad del cansancio (Han,
2024), el tiempo de las enfermedades neuronales, se torna más ne-
cesaria que nunca. La saturación de positividad a la que nos vemos
expuestos hoy genera una falsa ilusión de libertad que proyecta al
hombre a la angustia en un mundo cerrado a la trascendencia y do-
minado por la exigencia, el consumo y la información. Este mundo
herido por el miedo, la depresión, la fragmentación, la duda y el sin
sentido necesita de una esperanza sobrenatural que nos recuerde que
el sentido de la historia no es la oscuridad, sino la luz de la Gloria de
Dios, la felicidad eterna.
Esta virtud teologal es la propia del sujeto temporal que está en
búsqueda, pero que ha encontrado su meta, su n: Dios. Es por ello
por lo que hoy día ser personas de esperanza signica ser testigos de
la obra de la redención como lo fue San Juan Pablo II. Esta nos ense-
ña a conar en la providencia de Dios que es Señor de la historia, pero
también a comprometernos con su plan para transformar el mundo.
La esperanza nacida del amor de Dios y sostenida por la fe enseña
al hombre a no conar y depositar sus esfuerzos en vanas ilusiones
nacidas de este mundo. Esto le permite tener una conciencia crítica
frente a las ideologías políticas, la polarización, las falsas promesas de
la acumulación de riqueza y frente a cualquier tipo de poder humano
que busca esclavizar. Ser testigos de la esperanza cristiana signica
ser luz en el mundo, sal de la tierra, ser transmisores de una libertad
que solo se puede conocer y vivir cuando se ha hecho experiencia de
encuentro con Cristo en la propia vida. La única forma de enfrentar
con ecacia al mal que no es “sino la privación de lo que un ser tiene
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Francisco Javier Calvo Tolosa
y debe tener por naturaleza; éste es el sentido con que todos usan
la palabra mal. Ahora bien, la privación no es una esencia, sino más
bien la negación en la sustancia. Luego el mal no es ninguna esencia
en la realidad” (S. Th., III, q. 7), es dirigiendo mediante el compromi-
so de la propia vida el ser de las cosas a su verdadero n, es decir, ser
testigos de la esperanza en el Dios vivo y verdadero.
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