Filópolis en Cristo N° 5 (2025) 103-123
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A la escucha del Magisterio
El 11 de diciembre de 1925, el Santo Padre Pío XI publica la En-
cíclica Quas Primas sobre la Fiesta de Cristo Rey, ampliando las en-
señanza de la Encíclica programática de su ponticado, Ubi Arcano
Dei en relación al misterio de Jesús, el Cristo y la función real de su
triple misión. Constituye una de los documentos fundamentales de la
Doctrina Social de la Iglesia, pues sostiene la dimensión cristológica
de su entramado sapiencial. Su vigencia actual queda maniesta por
su expresa remisión que a ella hace el Catecismo de la Iglesia Católi-
ca en su n. 2105. Transcribimos íntegramente su texto, extraído de la
versión ocial de la página web del Vaticano.
Carta Encíclica
QUAS PRIMAS
PÍO XI
En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Ponticado
enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las
causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y ai-
gir al género humano. Y en ella proclamamos Nos claramente no
sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la
mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley
santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la
gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería
una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras
los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de
nuestro Salvador.
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La “paz de Cristo en el reino de Cristo”
1. Por lo cual, no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cris-
to en el reino de Cristo, sino que, además, prometimos que para dicho
n haríamos todo cuanto posible nos fuese. En el reino de Cristo, di-
jimos: pues estábamos persuadidos de que no hay medio más ecaz
para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del
reinado de Jesucristo.
2. Entre tanto, no dejó de infundirnos sólida, esperanza de tiem-
pos mejores la favorable actitud de los pueblos hacia Cristo y su
Iglesia, única que puede salvarlos; actitud nueva en unos, reavivada
en otros, de donde podía colegirse que muchos que hasta entonces
habían estado como desterrados del reino del Redentor, por haber
despreciado su soberanía, se preparaban felizmente y hasta se daban
prisa en volver a sus deberes de obediencia.
Y todo cuanto ha acontecido en el transcurso del Año Santo, dig-
no todo de perpetua memoria y recordación, ¿acaso no ha redun-
dado en indecible honra y gloria del Fundador de la Iglesia, Señor y
Rey Supremo?
“Año Santo”
3. Porque maravilla es cuánto ha conmovido a las almas la Expo-
sición Misional, que ofreció a todos el conocer bien ora el infatigable
esfuerzo de la Iglesia en dilatar cada vez más el reino de su Esposo
por todos los continentes e islas —aun, de éstas, las de mares los más
remotos—, ora el crecido número de regiones conquistadas para la
fe católica por la sangre y los sudores de esforzadísimos e invictos
misioneros, ora también las vastas regiones que todavía quedan por
someter a la suave y salvadora soberanía de nuestro Rey.
Además, cuantos —en tan grandes multitudes— durante el Año
Santo han venido de todas partes a Roma guiados por sus obispos y sa-
cerdotes, ¿qué otro propósito han traído sino postrarse, con sus almas
puricadas, ante el sepulcro de los apóstoles y visitarnos a Nos para
proclamar que viven y vivirán sujetos a la soberanía de Jesucristo?
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A la escucha del Magisterio. Quas Primas
4. Como una nueva luz ha parecido también resplandecer este rei-
nado de nuestro Salvador cuando Nos mismo, después de comprobar
los extraordinarios méritos y virtudes de seis vírgenes y confesores,
los hemos elevado al honor de los altares, ¡Oh, cuánto gozo y cuán-
to consuelo embargó nuestra alma cuando, después de promulgados
por Nos los decretos de canonización, una inmensa muchedumbre
de eles, henchida de gratitud, cantó el Tu, Rex gloriae Christe en el
majestuoso templo de San Pedro!
Y así, mientras los hombres y las naciones, alejados de Dios, co-
rren a la ruina y a la muerte por entre incendios de odios y luchas
fratricidas, la Iglesia de Dios, sin dejar nunca de ofrecer a los hombres
el sustento espiritual, engendra y forma nuevas generaciones de san-
tos y de santas para Cristo, el cual no cesa de levantar hasta la eterna
bienaventuranza del reino celestial a cuantos le obedecieron y sirvie-
ron delísimamente en el reino de la tierra.
5. Asimismo, al cumplirse en el Año Jubilar el XVI Centenario del
concilio de Nicea, con tanto mayor gusto mandamos celebrar esta
esta, y la celebramos Nos mismo en la Basílica Vaticana, cuanto que
aquel sagrado concilio denió y proclamó como dogma de fe católica
la consustancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de que,
al incluir las palabras cuyo reino no tendrá n en su Símbolo o fórmu-
la de fe, promulgaba la real dignidad de Jesucristo.
Habiendo, pues, concurrido en este Año Santo tan oportunas
circunstancias para realzar el reinado de Jesucristo, nos parece que
cumpliremos un acto muy conforme a nuestro deber apostólico si,
atendiendo a las súplicas elevadas a Nos, individualmente y en co-
mún, por muchos cardenales, obispos y eles católicos, ponemos
digno n a este Año Jubilar introduciendo en la sagrada liturgia una
festividad especialmente dedicada a Nuestro Señor Jesucristo Rey. Y
ello de tal modo nos complace, que deseamos, venerables hermanos,
deciros algo acerca del asunto. A
vosotros toca acomodar después a la inteligencia del pueblo cuan-
to os vamos a decir sobre el culto de Cristo Rey; de esta suerte, la
solemnidad nuevamente instituida producirá en adelante, y ya desde
el primer momento, los más variados frutos.
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I. LA REALEZA DE CRISTO
6. Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesu-
cristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de exce-
lencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas.
Así, se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto
por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto porque El es la
Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obe-
dientemente la verdad. Se dice también que reina en las volunta-
des de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está
entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino
también porque con sus mociones e inspiraciones inuye en nuestra
libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente,
se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres
porque, con su supereminente caridad [1] y con su mansedumbre y
benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie
—entre todos los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como
Cristo Jesús. Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente
que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo
como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto
hombre se dice de El que recibió del Padre la potestad, el honor y el
reino[2]; porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a
la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio
de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo
imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.
a) En el Antiguo Testamento
7. Que Cristo es Rey, lo dicen a cada paso las Sagradas Escrituras.
Así, le llaman el dominador que ha de nacer de la estirpe de Jacob[3];
el que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión
y recibirá las gentes en herencia y en posesión los connes de la tierra[4].
El salmo nupcial, donde bajo la imagen y representación de un Rey muy
opulento y muy poderoso se celebraba al que había de ser verdadero Rey
de Israel, contiene estas frases: El trono tuyo, ¡oh Dios!, permanece por
los siglos de los siglos; el cetro de su reino es cetro de rectitud[5]. Y omi-
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A la escucha del Magisterio. Quas Primas
tiendo otros muchos textos semejantes, en otro lugar, como para dibujar
mejor los caracteres de Cristo, se predice que su reino no tendrá límites
y estará enriquecido con los dones de la justicia y de la paz: Florecerá en
sus días la justicia y la abundancia de paz... y dominará de un mar a
otro, y desde el uno hasta el otro extrema del orbe de la tierra[6].
8. A este testimonio se añaden otros, aún más copiosos, de los pro-
fetas, y principalmente el conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un
Párvulo y se nos ha dado un Hijo, el cual lleva sobre sus hombros el
principado; y tendrá por nombre el Admirable, el Consejero, Dios, el
Fuerte, el Padre del siglo venidero, el Príncipe de Paz. Su imperio será
amplicado y la paz no tendrá n; se sentará sobre el solio de David,
y poseerá su reino para aanzarlo y consolidarlo haciendo reinar la
equidad y la justicia desde ahora y para siempre[7]. Lo mismo que
Isaías vaticinan los demás profetas. Así Jeremías, cuando predice que
de la estirpe de David nacerá el vástago justo, que cual hijo de David
reinará como Rey y será sabio y juzgará en la tierra[8]. Así Daniel, al
anunciar que el Dios del cielo fundará un reino, el cual no será jamás
destruido..., permanecerá eternamente[9]; y poco después añade: Yo
estaba observando durante la visión nocturna, y he aquí que venía
entre las nubes del cielo un personaje que parecía el Hijo del Hombre;
quien se adelantó hacia el Anciano de muchos días y le presentaron
ante El. Y diole éste la potestad, el honor y el reino: Y todos los pue-
blos, tribus y lenguas le servirán: la potestad suya es potestad eterna,
que no le será quitada, y su reino es indestructible[10]. Aquellas pala-
bras de Zacarías donde predice al Rey manso que, subiendo sobre una
asna y su pollino, había de entrar en Jerusalén, como Justo y como
Salvador, entre las aclamaciones de las turbas[11], ¿acaso no las vieron
realizadas y comprobadas los santos evangelistas?
b) En el Nuevo Testamento
9. Por otra parte, esta misma doctrina sobre Cristo Rey que hemos
entresacado de los libros del Antiguo Testamento, tan lejos está de
faltar en los del Nuevo que, por lo contrario, se halla magníca y lu-
minosamente conrmada.
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En este punto, y pasando por alto el mensaje del arcángel, por el
cual fue advertida la Virgen que daría a luz un niño a quien Dios ha-
bía de dar el trono de David su padre y que reinaría eternamente en
la casa de Jacob, sin que su reino tuviera jamás n[12], es el mismo
Cristo el que da testimonio de su realeza, pues ora en su último dis-
curso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas perpe-
tuamente a los justos y a los réprobos; ora al responder al gobernador
romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora, nalmente,
después de su resurrección, al encomendar a los apóstoles el encargo
de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en toda ocasión
oportuna se atribuyó el título de Rey[13] y públicamente conrmó
que es Rey[14], y solemnemente declaró que le ha sido dado todo po-
der en el cielo y en la tierra[15]. Con las cuales palabras, ¿qué otra
cosa se signica sino la grandeza de su poder y la extensión innita
de su reino? Por lo tanto, no es de maravillar que San Juan le llame
Príncipe de los reyes de la tierra[16], y que El mismo, conforme a la
visión apocalíptica, lleve escrito en su vestido y en su muslo: Rey de
Reyes y Señor de los que dominan[17]. Puesto que el Padre consti-
tuyó a Cristo heredero universal de todas las cosas[18], menester es
que reine Cristo hasta que, al n de los siglos, ponga bajo los pies del
trono de Dios a todos sus enemigos[19].
c) En la Liturgia
10. De esta doctrina común a los Sagrados Libros, se siguió ne-
cesariamente que la Iglesia, reino de Cristo sobre la tierra, destinada
a extenderse a todos los hombres y a todas las naciones, celebrase y
gloricase con multiplicadas muestras de veneración, durante el ciclo
anual de la liturgia, a su Autor y Fundador como a Soberano Señor y
Rey de los reyes.
Y así como en la antigua salmodia y en los antiguos Sacramenta-
rios usó de estos títulos honorícos que con maravillosa variedad de
palabra expresan el mismo concepto, así también los emplea actual-
mente en los diarios actos de oración y culto a la Divina Majestad y en
el Santo Sacricio de la Misa. En esta perpetua alabanza a Cristo Rey
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descúbrese fácilmente la armonía tan hermosa entre nuestro rito y
el rito oriental, de modo que se ha manifestado también en este caso
que la ley de la oración constituye la ley de la creencia.
d) Fundada en la unión hipostática
11. Para mostrar ahora en qué consiste el fundamento de esta dig-
nidad y de este poder de Jesucristo, he aquí lo que escribe muy bien
San Cirilo de Alejandría: Posee Cristo soberanía sobre todas las cria-
turas, no arrancada por fuerza ni quitada a nadie, sino en virtud de
su misma esencia y naturaleza[20]. Es decir, que la soberanía o prin-
cipado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada hipostáti-
ca. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado en cuanto
Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y
los otros están sujetos a su imperio y le deben obedecer también en
cuanto hombre; de manera que por el solo hecho de la unión hipostá-
tica, Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas.
e) Y en la redención
12. Pero, además, ¿qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que
el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho
de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido a costa de
la redención? Ojalá que todos los hombres, harto olvidadizos, recordasen
cuánto le hemos costado a nuestro Salvador. Fuisteis rescatados no con
oro o plata, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de
Cristo, como de un Cordero Inmaculado y sin tacha[21]. No somos, pues,
ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio grande[22];
hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo[23].
II. CARÁCTER DE LA REALEZA DE CRISTO
a) Triple potestad
13. Viniendo ahora a explicar la fuerza y naturaleza de este prin-
cipado y soberanía de Jesucristo, indicaremos brevemente que con-
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tiene una triple potestad, sin la cual apenas se concibe un verdadero
y propio principado. Los testimonios, aducidos de las Sagradas Escri-
turas, acerca del imperio universal de nuestro Redentor, prueban más
que sucientemente cuanto hemos dicho; y es dogma, además, de fe
católica, que Jesucristo fue dado a los hombres como Redentor, en
quien deben conar, y como legislador a quien deben obedecer[24].
Los santos Evangelios no sólo narran que Cristo legisló, sino que nos
lo presentan legislando. En diferentes circunstancias y con diversas
expresiones dice el Divino Maestro que quienes guarden sus precep-
tos demostrarán que le aman y permanecerán en su caridad[25]. El
mismo Jesús, al responder a los judíos, que le acusaban de haber vio-
lado el sábado con la maravillosa curación del paralítico, arma que
el Padre le había dado la potestad judicial, porque el Padre no juzga
a nadie, sino que todo el poder de juzgar se lo dio al Hijo[26]. En lo
cual se comprende también su derecho de premiar y castigar a los
hombres, aun durante su vida mortal, porque esto no puede sepa-
rarse de una forma de juicio. Además, debe atribuirse a Jesucristo la
potestad llamada ejecutiva, puesto que es necesario que todos obe-
dezcan a su mandato, potestad que a los rebeldes inige castigos, a los
que nadie puede sustraerse.
b) Campo de la realeza de Cristo
a) En Lo espiritual
14. Sin embargo, los textos que hemos citado de la Escritura
demuestran evidentísimamente, y el mismo Jesucristo lo conrma
con su modo de obrar, que este reino es principalmente espiritual
y se reere a las cosas espirituales. En efecto, en varias ocasio-
nes, cuando los judíos, y aun los mismos apóstoles, imaginaron
erróneamente que el Mesías devolvería la libertad al pueblo y res-
tablecería el reino de Israel, Cristo les quitó y arrancó esta vana
imaginación y esperanza.
Asimismo, cuando iba a ser proclamado Rey por la muchedumbre,
que, llena de admiración, le rodeaba, El rehusó tal título de honor
huyendo y escondiéndose en la soledad. Finalmente, en presencia del
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gobernador romano manifestó que su reino no era de este mundo.
Este reino se nos muestra en los evangelios con tales caracteres, que
los hombres, para entrar en él, deben prepararse haciendo penitencia
y no pueden entrar sino por la fe y el bautismo, el cual, aunque sea un
rito externo, signica y produce la regeneración interior. Este reino
únicamente se opone al reino de Satanás y a la potestad de las tinie-
blas; y exige de sus súbditos no sólo que, despegadas sus almas de las
cosas y riquezas terrenas, guarden ordenadas costumbres y tengan
hambre y sed de justicia, sino también que se nieguen a sí mismos y
tomen su cruz.
Habiendo Cristo, como Redentor, rescatado a la Iglesia con su
Sangre y ofreciéndose a mismo, como Sacerdote y como Víctima,
por los pecados del mundo, ofrecimiento que se renueva cada día per-
petuamente, ¿quién no ve que la dignidad real del Salvador se reviste
y participa de la naturaleza espiritual de ambos ocios?
b) En lo temporal
15. Por otra parte, erraría gravemente el que negase a Cristo-Hom-
bre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que
el Padre le conrió un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas,
de tal suerte que todas están sometidas a su arbitrio. Sin embargo de
ello, mientras vivió sobre la tierra se abstuvo enteramente de ejercitar
este poder, y así como entonces despreció la posesión y el cuidado de
las cosas humanas, así también permitió, y sigue permitiendo, que los
poseedores de ellas las utilicen.
Acerca de lo cual dice bien aquella frase: No quita los reinos mor-
tales el que da los celestiales[27]. Por tanto, a todos los hombres se
extiende el dominio de nuestro Redentor, como lo arman estas pa-
labras de nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, las cuales
hacemos con gusto nuestras: El imperio de Cristo se extiende no sólo
sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que habiendo recibido
el bautismo pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los
tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que com-
prende también a cuantos no participan de la fe cristiana, de suerte
que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano[28].
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c) En los individuos y en la sociedad
16. El es, en efecto, la fuente del bien público y privado. Fuera
de Él no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha
dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual deba-
mos salvarnos[29].
Él es sólo quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así
a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la na-
ción no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciuda-
danos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde
de ciudadanos[30]. No se nieguen, pues, los gobernantes de las
naciones a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de
veneración y de obediencia al imperio de Cristo si quieren conser-
var incólume su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de su pa-
tria. Lo que al comenzar nuestro ponticado escribíamos sobre el
gran menoscabo que padecen la autoridad y el poder legítimos, no
es menos oportuno y necesario en los presentes tiempos, a saber:
«Desterrados Dios y Jesucristo —lamentábamos— de las leyes y de
la gobernación de los pueblos, y derivada la autoridad, no de Dios,
sino de los hombres, ha sucedido que... hasta los mismos funda-
mentos de autoridad han quedado arrancados, una vez suprimi-
da la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y
otros la obligación de obedecer. De lo cual no ha podido menos de
seguirse una violenta conmoción de toda la humana sociedad pri-
vada de todo apoyo y fundamento sólido»[31].
17. En cambio, si los hombres, pública y privadamente, recono-
cen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la so-
ciedad civil increíbles benecios, como justa libertad, tranquilidad y
disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así
como hace sacra en cierto modo la autoridad humana de los jefes y
gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la obe-
diencia de los súbditos. Por eso el apóstol San Pablo, aunque ordenó
a las casadas y a los siervos que reverenciasen a Cristo en la persona
de sus maridos y señores, mas también les advirtió que no obedecie-
sen a éstos como a simples hombres, sino sólo como a representantes
de Cristo, porque es indigno de hombres redimidos por Cristo servir
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a otros hombres: Rescatados habéis sido a gran costa; no queráis
haceros siervos de los hombres[32].
18. Y si los príncipes y los gobernantes legítimamente elegidos
se persuaden de que ellos mandan, más que por derecho propio por
mandato y en representación del Rey divino, a nadie se le ocultará
cuán santa y sabiamente habrán de usar de su autoridad y cuán gran
cuenta deberán tener, al dar las leyes y exigir su cumplimiento, con
el bien común y con la dignidad humana de sus inferiores. De aquí se
seguirá, sin duda, el orecimiento estable de la tranquilidad y del or-
den, suprimida toda causa de sedición; pues aunque el ciudadano vea
en el gobernante o en las demás autoridades públicas a hombres de
naturaleza igual a la suya y aun indignos y vituperables por cualquier
cosa, no por eso rehusará obedecerles cuando en ellos contemple la
imagen y la autoridad de Jesucristo, Dios y hombre verdadero.
19. En lo que se reere a la concordia y a la paz, es evidente que,
cuanto más vasto es el reino y con mayor amplitud abraza al géne-
ro humano, tanto más se arraiga en la conciencia de los hombres el
vínculo de fraternidad que los une. Esta convicción, así como aleja y
disipa los conictos frecuentes, así también endulza y disminuye sus
amarguras. Y si el reino de Cristo abrazase de hecho a todos los hom-
bres, como los abraza de derecho, ¿por qué no habríamos de esperar
aquella paz que el Rey pacíco trajo a la tierra, aquel Rey que vino
para reconciliar todas las cosas; que no vino a que le sirviesen, sino
a servir; que siendo el Señor de todos, se hizo a sí mismo ejemplo
de humildad y estableció como ley principal esta virtud, unida con el
mandato de la caridad; que, nalmente dijo: Mi yugo es suave y mi
carga es ligera.
¡Oh, qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias
y las sociedades se dejaran gobernar por Cristo! Entonces verdade-
ramente —diremos con las mismas palabras de nuestro predecesor
León XIII dirigió hace veinticinco años a todos los obispos del orbe
católico—, entonces se podrán curar tantas heridas, todo derecho
recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la paz, caerán
de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de bue-
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na voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda
lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de
Dios Padre[33].
III. LA FIESTA DE JESUCRISTO REY
20. Ahora bien: para que estos inapreciables provechos se recojan
más abundantes y vivan estables en la sociedad cristiana, necesario es
que se propague lo más posible el conocimiento de la regia dignidad
de nuestro Salvador, para lo cual nada será más ecaz que instituir la
festividad propia y peculiar de Cristo Rey.
Las estas de la Iglesia
Porque para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por
medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucho más ecacia
tienen las estas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera
enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio.
Estas sólo son conocidas, las más veces, por unos pocos eles, más
instruidos que los demás; aquéllas impresionan e instruyen a todos
los eles; éstas —digámoslo así— hablan una sola vez, aquéllas cada
año y perpetuamente; éstas penetran en las inteligencias, a los cora-
zones, al hombre entero. Además, como el hombre consta de alma
y cuerpo, de tal manera le habrán de conmover necesariamente las
solemnidades externas de los días festivos, que por la variedad y her-
mosura de los actos litúrgicos aprenderá mejor las divinas doctrinas,
y convirtiéndolas en su propio jugo y sangre, aprovechará mucho más
en la vida espiritual.
En el momento oportuno
21. Por otra parte, los documentos históricos demuestran que es-
tas festividades fueron instituidas una tras otra en el transcurso de los
siglos, conforme lo iban pidiendo la necesidad y utilidad del pueblo
cristiano, esto es, cuando hacía falta robustecerlo contra un peligro
común, o defenderlo contra los insidiosos errores de la herejía, o ani-
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marlo y encenderlo con mayor frecuencia para que conociese y ve-
nerase con mayor devoción algún misterio de la fe, o algún benecio
de la divina bondad. Así, desde los primeros siglos del cristianismo,
cuando los eles eran acerbísimamente perseguidos, empezó la litur-
gia a conmemorar a los mártires para que, como dice San Agustín,
las festividades de los mártires fuesen otras tantas exhortaciones
al martirio[34]. Más tarde, los honores litúrgicos concedidos a los
santos confesores, vírgenes y viudas sirvieron maravillosamente para
reavivar en los eles el amor a las virtudes, tan necesario aun en tiem-
pos pacícos. Sobre todo, las festividades instituidas en honor a la
Santísima Virgen contribuyeron, sin duda, a que el pueblo cristiano
no sólo enfervorizase su culto a la Madre de Dios, su poderosísima
protectora, sino también a que se encendiese en más fuerte amor ha-
cia la Madre celestial que el Redentor le había legado como herencia.
Además, entre los benecios que produce el público y legítimo culto
de la Virgen y de los Santos, no debe ser pasado en silencio el que la
Iglesia haya podido en todo tiempo rechazar victoriosamente la peste
de los errores y herejías.
22. En este punto debemos admirar los designios de la divina
Providencia, la cual, así como suele sacar bien del mal, así también
permitió que se enfriase a veces la fe y piedad de los eles, o que
amenazasen a la verdad católica falsas doctrinas, aunque al cabo
volvió ella a resplandecer con nuevo fulgor, y volvieron los eles,
despertados de su letargo, a enfervorizarse en la virtud y en la santi-
dad. Asimismo, las festividades incluidas en el año litúrgico durante
los tiempos modernos han tenido también el mismo origen y han
producido idénticos frutos. Así, cuando se entibió la reverencia y
culto al Santísimo Sacramento, entonces se instituyó la esta del
Corpus Christi, y se mandó celebrarla de tal modo que la solem-
nidad y magnicencia litúrgicas durasen por toda la octava, para
atraer a los eles a que veneraran públicamente al Señor. Así tam-
bién, la festividad del Sacratísimo Corazón de Jesús fue instituida
cuando las almas, debilitadas y abatidas por la triste y helada severi-
dad de los jansenistas, habíanse enfriado y alejado del amor de Dios
y de la conanza de su eterna salvación.
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Contra el moderno laicismo
23. Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos
los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesi-
dades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio ecacísimo
a la peste que hoy inciona a la humana sociedad. Juzgamos peste de
nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables
intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad
no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes
en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de
Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado
en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto
es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eter-
na felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada
con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel
de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión
de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de
éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión
natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron
Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión
en la impiedad y en el desprecio de Dios.
24. Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por par-
te de los individuos y de las naciones ha producido con tanta fre-
cuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado ya en nuestra
encíclica Ubi arcano, y los volvemos hoy a lamentar, al ver el ger-
men de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre
los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el
restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con fre-
cuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor
patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un
ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos
y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz
doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota
la unión y la estabilidad de las familias; y, en n, sacudida y empuja-
da a la muerte la humana sociedad.
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La esta de Cristo Rey
25. Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la esta
anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente
a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y
acelerar esta vuelta con la acción y con la obra sería ciertamente de-
ber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la
llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno
les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad. Estas
desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que
se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza
que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia.
Pero si los eles todos comprenden que deben militar con infatigable
esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inamándose en el
fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebel-
des e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los
derechos del Señor.
Además, para condenar y reparar de alguna manera esta pública
apostasía, producida, con tanto daño de la sociedad, por el laicismo,
¿no parece que debe ayudar grandemente la celebración anual de la
esta de Cristo Rey entre todas las gentes? En verdad: cuanto más
se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de nuestro Re-
dentor, en las reuniones internacionales y en los Parlamentos, tanto
más alto hay que gritarlo y con mayor publicidad hay que armar los
derechos de su real dignidad y potestad.
Continúa una tradición
26. ¿Y quién no echa de ver que ya desde nes del siglo pasado
se preparaba maravillosamente el camino a la institución de esta
festividad? Nadie ignora cuán sabia y elocuentemente fue defendi-
do este culto en numerosos libros publicados en gran variedad de
lenguas y por todas partes del mundo; y asimismo que el imperio y
soberanía de Cristo fue reconocido con la piadosa práctica de dedi-
car y consagrar casi innumerables familias al Sacratísimo Corazón
de Jesús. Y no solamente se consagraron las familias, sino también
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ciudades y naciones. Más aún: por iniciativa y deseo de León XIII
fue consagrado al Divino Corazón todo el género humano durante el
Año Santo de 1900.
27. No se debe pasar en silencio que, para conrmar solemnemente
esta soberanía de Cristo sobre la sociedad humana, sirvieron de maravi-
llosa manera los frecuentísimos Congresos eucarísticos que suelen cele-
brarse en nuestros tiempos, y cuyo n es convocar a los eles de cada una
de las diócesis, regiones, naciones y aun del mundo todo, para venerar y
adorar a Cristo Rey, escondido bajo los velos eucarísticos; y por medio de
discursos en las asambleas y en los templos, de la adoración, en común,
del augusto Sacramento públicamente expuesto y de solemnísimas pro-
cesiones, proclamar a Cristo como Rey que nos ha sido dado por el cielo.
Bien y con razón podría decirse que el pueblo cristiano, movido como
por una inspiración divina, sacando del silencio y como escondrijo de los
templos a aquel mismo Jesús a quien los impíos,cuando vino al mundo,
no quisieron recibir, y llevándole como a un triunfador por las vías pú-
blicas, quiere restablecerlo en todos sus reales derechos.
Coronada en el Año Santo
28. Ahora bien: para realizar nuestra idea que acabamos de ex-
poner, el Año Santo, que toca a su n, nos ofrece tal oportunidad que
no habrá otra mejor; puesto que Dios, habiendo benignísimamente
levantado la mente y el corazón de los eles a la consideración de los
bienes celestiales que sobrepasan el sentido, les ha devuelto el don de
su gracia, o los ha conrmado en el camino recto, dándoles nuevos es-
tímulos para emular mejores carismas. Ora, pues, atendamos a tantas
súplicas como los han sido hechas, ora consideremos los aconteci-
mientos del Año Santo, en verdad que sobran motivos para conven-
cernos de que por n ha llegado el día, tan vehementemente deseado,
en que anunciemos que se debe honrar con esta propia y especial a
Cristo como Rey de todo el género humano.
29. Porque en este año, como dijimos al principio, el Rey divi-
no, verdaderamente admirable en sus santos, ha sido gloriosamente
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magnicado con la elevación de un nuevo grupo de sus eles solda-
dos al honor de los altares. Asimismo, en este año, por medio de una
inusitada Exposición Misional, han podido todos admirar los triunfos
que han ganado para Cristo sus obreros evangélicos al extender su
reino. Finalmente, en este año, con la celebración del centenario del
concilio de Nicea, hemos conmemorado la vindicación del dogma de
la consustancialidad del Verbo encarnado con el Padre, sobre la cual
se apoya como en su propio fundamento la soberanía del mismo Cris-
to sobre todos los pueblos.
Condición litúrgica de la esta
30. Por tanto, con nuestra autoridad apostólica, instituimos la
esta de nuestro Señor Jesucristo Rey, y decretamos que se celebre
en todas las partes de la tierra el último domingo de octubre, esto es,
el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos
los Santos. Asimismo ordenamos que en ese día se renueve todos los
años la consagración de todo el género humano al Sacratísimo Cora-
zón de Jesús, con la misma fórmula que nuestro predecesor, de santa
memoria, Pío X, mandó recitar anualmente.
Este año, sin embargo, queremos que se renueve el día 31 de di-
ciembre, en el que Nos mismo ociaremos un solemne pontical en
honor de Cristo Rey, u ordenaremos que dicha consagraciónse haga
en nuestra presencia. Creemos que no podemos cerrar mejor ni más
convenientemente el Año Santo, ni dar a Cristo, Rey inmortal de los
siglos, más amplio testimonio de nuestra gratitud —con lo cual inter-
pretamos la de todos los católicos— por los benecios que durante
este Año Santo hemos recibido Nos, la Iglesia y todo el orbe católico.
31. No es menester, venerables hermanos, que os expliquemos de-
tenidamente los motivos por los cuales hemos decretado que la festi-
vidad de Cristo Rey se celebre separadamente de aquellas otras en las
cuales parece ya indicada e implícitamente solemnizada esta misma
dignidad real. Basta advertir que, aunque en todas las estas de nues-
tro Señor el objeto material de ellas es Cristo, pero su objeto formal es
enteramente distinto del título y de la potestad real de Jesucristo. La
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razón por la cual hemos querido establecer esta festividad en día de
domingo es para que no tan sólo el clero honre a Cristo Rey con la ce-
lebración de la misa y el rezo del ocio divino, sino para que también
el pueblo, libre de las preocupaciones y con espíritu de santa alegría,
rinda a Cristo preclaro testimonio de su obediencia y devoción. Nos
pareció también el último domingo de octubre mucho más acomoda-
do para esta festividad que todos los demás, porque en él casi nali-
za el año litúrgico; pues así sucederá que los misterios de la vida de
Cristo, conmemorados en el transcurso del año, terminen y reciban
coronamiento en esta solemnidad de Cristo Rey, y antes de celebrar la
gloria de Todos los Santos, se celebrará y se exaltará la gloria de aquel
que triunfa en todos los santos y elegidos. Sea, pues, vuestro deber y
vuestro ocio, venerables hermanos, hacer de modo que a la celebra-
ción de esta esta anual preceda, en días determinados, un curso de
predicación al pueblo en todas las parroquias, de manera que, ins-
truidos cuidadosamente los eles sobre la naturaleza, la signicación
e importancia de esta festividad, emprendan y ordenen un género de
vida que sea verdaderamente digno de los que anhelan servir amoro-
sa y elmente a su Rey, Jesucristo.
Con los mejores frutos
32. Antes de terminar esta carta, nos place, venerables hermanos,
indicar brevemente las utilidades que en bien, ya de la Iglesia y de la
sociedad civil, ya de cada uno de los eles esperamos y Nos promete-
mos de este público homenaje de culto a Cristo Rey.
a) Para la Iglesia
En efecto: tributando estos honores a la soberanía real de Jesu-
cristo, recordarán necesariamente los hombres que la Iglesia, como
sociedad perfecta instituida por Cristo, exige —por derecho propio e
imposible de renunciar— plena libertad e independencia del poder ci-
vil; y que en el cumplimiento del ocio encomendado a ella por Dios,
de enseñar, regir y conducir a la eterna felicidad a cuantos pertenecen
al Reino de Cristo, no pueden depender del arbitrio de nadie.
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Más aún: el Estado debe también conceder la misma libertad a
las órdenes y congregaciones religiosas de ambos sexos, las cuales,
siendo como son valiosísimos auxiliares de los pastores de la Iglesia,
cooperan grandemente al establecimiento y propagación del reino
de Cristo, ya combatiendo con la observación de los tres votos la tri-
ple concupiscencia del mundo, ya profesando una vida más perfecta,
merced a la cual aquella santidad que el divino Fundador de la Iglesia
quiso dar a ésta como nota característica de ella, resplandece y alum-
bra, cada día con perpetuo y más vivo esplendor, delante de los ojos
de todos.
b) Para la sociedad civil
33. La celebración de esta esta, que se renovará cada año, ense-
ñará también a las naciones que el deber de adorar públicamente y
obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a
los magistrados y gobernantes.
A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio nal,
cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del
Estado cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menos-
preciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia
dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos
divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al
administrar justicia, ora nalmente al formar las almas de los jóvenes
en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres. Es, además, mara-
villosa la fuerza y la virtud que de la meditación de estas cosas podrán
sacar los eles para modelar su espíritu según las verdaderas normas
de la vida cristiana.
c) Para los eles
34. Porque si a Cristo nuestro Señor le ha sido dado todo poder
en el cielo y en la tierra; si los hombres, por haber sido redimidos
con su sangre, están sujetos por un nuevo título a su autoridad;
si, en n, esta potestad abraza a toda la naturaleza humana, clara-
mente se ve que no hay en nosotros ninguna facultad que se sus-
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traiga a tan alta soberanía. Es, pues, necesario que Cristo reine en
la inteligencia del hombre, la cual, con perfecto acatamiento, ha
de asentir rme y constantemente a las verdades reveladas y a la
doctrina de Cristo; es necesario que reine en la voluntad, la cual
ha de obedecer a las leyes y preceptos divinos; es necesario que
reine en el corazón, el cual, posponiendo los efectos naturales,
ha de amar a Dios sobre todas las cosas, y sólo a El estar unido;
es necesario que reine en el cuerpo y en sus miembros, que como
instrumentos, o en frase del apóstol San Pablo, como armas de
justicia para Dios[35], deben servir para la interna santicación
del alma. Todo lo cual, si se propone a la meditación y profunda
consideración de los eles, no hay duda que éstos se inclinarán
más fácilmente a la perfección.
35. Haga el Señor, venerables hermanos, que todos cuantos se ha-
llan fuera de su reino deseen y reciban el suave yugo de Cristo; que
todos cuantos por su misericordia somos ya sus súbditos e hijos lleve-
mos este yugo no de mala gana, sino con gusto, con amor y santidad, y
que nuestra vida, conformada siempre a las leyes del reino divino, sea
rica en hermosos y abundantes frutos; para que, siendo considerados
por Cristo como siervos buenos y eles, lleguemos a ser con El parti-
cipantes del reino celestial, de su eterna felicidad y gloria.
Estos deseos que Nos formulamos para la esta de la Navidad de
nuestro Señor Jesucristo, sean para vosotros, venerables hermanos,
prueba de nuestro paternal afecto; y recibid la bendición apostólica,
que en prenda de los divinos favores os damos de todo corazón, a vo-
sotros, venerables hermanos, y a todo vuestro clero y pueblo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de diciembre de 1925, año
cuarto de nuestro ponticado.
PÍO PP XI
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[1] Ef 3,19.
[2] Dan 7,13-14.
[3] Núm 24,19.
[4] Sal 2.
[5] Sal 44.
[6] Sal 71.
[7] Is 9,6-7.
[8] Jer 23,5.
[9] Dan 2,44.
[10] Dan 7 13-14.
[11] Zac 9,9.
[12] Lc 1,32-33.
[13] Mt 25,31-40.
[14] Jn 18,37.
[15] Mt 28,18.
[16] Ap 1,5.
[17] Ibíd., 19,16.
[18] Heb 1,1.
[19] 1 Cor 15,25.
[20] In Luc. 10.
[21] 1 Pt 1,18-19.
[22] 1 Cor 6,20.
[23] Ibíd., 6,15.
[24] Conc. Trid., ses.6 c.21.
[25] Jn 14,15; 15,10.
[26] Jn 5,22.
[27] Himno Crudelis Herodes, en el of. de Epif.
[28] Enc. Annum sacrum, 25 mayo 1899.
[29] Hech 4,12.
[30] S. Agustín, Ep. ad Macedonium c.3
[31] Enc. Ubi arcano.
[32] 1 Cor 7,23.
[33]. Enc. Annum sacrum, 25 mayo 1899.
[34] Sermón 47: De sanctis.
[35] Rom 6,13.