Filópolis en Cristo N° 5 (2025) 27-86
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A la escucha del Magisterio
El 24 de octubre de 2024, el Papa Francisco publica la encíclica
Dilexit Nos, sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesu-
cristo. Un año después, el 4 de octubre de 2025, León XIV publica la
exhortación apostólica Dilexi Te (cuyo borrador había sido comen-
zado por Francisco sin terminarlo), sobre el amor hacia los pobres,
que complementa el documento anterior. Resulta un ejemplo vivo
de continuidad doctrinal en el seno del magisterio, entre Francis-
co y León XIV, como lo fuera con anterioridad la encíclica Lumen
Fidei (preparada inicialmente por Benedicto XVI, pero concluida y
publicada por Francisco). En ambos casos, estamos frente a textos
magisteriales, como se ha dicho, “escritos a cuatro manos”. Trans-
cribimos íntegramente su texto, extraído de la versión ocial de la
página web del Vaticano.
Exhortación Apostólica
DILEXI TE
LEÓN XIV
1. «Te he amado» (Ap 3,9), dice el Señor a una comunidad cristia-
na que, a diferencia de otras, no tenía ninguna relevancia ni recursos y
estaba expuesta a la violencia y al desprecio: «A pesar de tu debilidad
[…] obligaré […] a que se postren delante de ti» (Ap 3,8-9). Este texto
evoca las palabras del cántico de María: «Derribó a los poderosos de
su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y
despidió a los ricos con las manos vacías» (Lc 1,52-53).
2. La declaración de amor del Apocalipsis remite al misterio inex-
tinguible que el Papa Francisco ha profundizado en la encíclica Dile-
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xit nos sobre el amor divino y humano del Corazón de Cristo. En ella
hemos admirado el modo en el que Jesús se identica «con los más
pequeños de la sociedad» y cómo con su amor, entregado hasta el
nal, muestra la dignidad de cada ser humano, sobre todo cuando es
«más débil, miserable y sufriente». [1] Contemplar el amor de Cristo
«nos ayuda a prestar más atención al sufrimiento y a las carencias de
los demás, nos hace fuertes para participar en su obra de liberación,
como instrumentos para la difusión de su amor». [2]
3. Por esta razón, en continuidad con la encíclica Dilexit nos, el
Papa Francisco estaba preparando, en los últimos meses de su vida,
una exhortación apostólica sobre el cuidado de la Iglesia por los po-
bres y con los pobres, titulada Dilexi te, imaginando que Cristo se di-
rigiera a cada uno de ellos diciendo: no tienes poder ni fuerza, pero
«yo te he amado» ( Ap 3,9). Habiendo recibido como herencia este
proyecto, me alegra hacerlo mío —añadiendo algunas reexiones—
y proponerlo al comienzo de mi ponticado, compartiendo el deseo
de mi amado predecesor de que todos los cristianos puedan percibir
la fuerte conexión que existe entre el amor de Cristo y su llamada
a acercarnos a los pobres. De hecho, también yo considero necesa-
rio insistir sobre este camino de santicación, porque en el «llamado
a reconocerlo en los pobres y sufrientes se revela el mismo corazón
de Cristo, sus sentimientos y opciones más profundas, con las cuales
todo santo intenta congurarse». [3]
CAPÍTULO PRIMERO
ALGUNAS PALABRAS INDISPENSABLES
4. Los discípulos de Jesús criticaron a la mujer que le había de-
rramado un perfume muy valioso sobre su cabeza: «¿Para qué este
derroche? —decían— Se hubiera podido vender el perfume a buen
precio para repartir el dinero entre los pobres». Pero el Señor les dijo:
«A los pobres los tendrán siempre con ustedes, pero a mí no me ten-
drán siempre» (Mt 26,8-9.11). Aquella mujer había comprendido que
Jesús era el Mesías humilde y sufriente sobre el que debía derramar
su amor. ¡Qué consuelo ese ungüento sobre aquella cabeza que al-
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gunos días después sería atormentada por las espinas! Era un gesto
insignicante, ciertamente, pero quien sufre sabe cuán importante
es un pequeño gesto de afecto y cuánto alivio puede causar. Jesús lo
comprende y sanciona su perennidad: «Allí donde se proclame esta
Buena Noticia, en todo el mundo, se contará también en su memoria
lo que ella hizo» (Mt 26,13). La sencillez de este gesto revela algo gran-
de. Ningún gesto de afecto, ni siquiera el más pequeño, será olvidado,
especialmente si está dirigido a quien vive en el dolor, en la soledad
o en la necesidad, como se encontraba el Señor en aquel momento.
5. Y es precisamente en esta perspectiva que el afecto por el Se-
ñor se une al afecto por los pobres. Aquel Jesús que dice: «A los po-
bres los tendrán siempre con ustedes» (Mt 26,11) expresa el mismo
concepto que cuando promete a los discípulos: «Yo estaré siempre
con ustedes» (Mt 28,20). Y al mismo tiempo nos vienen a la mente
aquellas palabras del Señor: «Cada vez que lo hicieron con el más
pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40). No
estamos en el horizonte de la benecencia, sino de la Revelación;
el contacto con quien no tiene poder ni grandeza es un modo fun-
damental de encuentro con el Señor de la historia. En los pobres Él
sigue teniendo algo que decirnos.
San Francisco
6. El Papa Francisco, recordando la elección de su nombre, contó
que, después de haber sido elegido, un cardenal amigo lo abrazó,
lo besó y le dijo: «¡No te olvides de los pobres!». [4] Se trata de la
misma recomendación hecha a san Pablo por las autoridades de la
Iglesia cuando subió a Jerusalén para conrmar su misión (cf. Ga
2,1-10). Años más tarde, el Apóstol pudo armar que fue esto lo que
siempre había tratado de hacer (cf. v. 10). Y fue también la opción
de san Francisco de Asís: en el leproso fue Cristo mismo quien lo
abrazó, cambiándole la vida. La gura luminosa del Poverello nunca
dejará de inspirarnos.
7. Fue él, hace ocho siglos, quien provocó un renacimiento evangé-
lico entre los cristianos y en la sociedad de su tiempo. Al joven Fran-
cisco, antes rico y arrogante, le impactó encontrarse con la realidad
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de los marginados. El impulso que provocó no cesa de movilizar el
ánimo de los creyentes y de muchos no creyentes, y «ha cambiado la
historia». [5] El mismo Concilio Vaticano II, según las palabras de
san Pablo VI, se encuentra en este camino: «la antigua historia del
buen samaritano ha sido el paradigma de la espiritualidad del Con-
cilio». [6] Estoy convencido de que la opción preferencial por los po-
bres genera una renovación extraordinaria tanto en la Iglesia como
en la sociedad, cuando somos capaces de liberarnos de la autorrefe-
rencialidad y conseguimos escuchar su grito.
El grito de los pobres
8. A este respecto, hay un texto de la Sagrada Escritura al que
siempre es necesario volver. Se trata de la revelación de Dios a Moi-
sés junto a la zarza ardiente: «Yo he visto la opresión de mi pueblo,
que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus
capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado
a librarlo […]. Ahora ve, yo te envío» (Ex 3,7-8.10). [7] Dios se mues-
tra solícito hacia la necesidad de los pobres: «clamaron al Señor, y él
hizo surgir un salvador» ( Jc 3,15). Por eso, escuchando el grito del
pobre, estamos llamados a identicarnos con el corazón de Dios, que
es premuroso con las necesidades de sus hijos y especialmente de los
más necesitados. Permaneciendo, por el contrario, indiferentes a este
grito, el pobre apelaría al Señor contra nosotros y seríamos culpables
de un pecado (cf. Dt 15,9), alejándonos del corazón mismo de Dios.
9. La condición de los pobres representa un grito que, en la histo-
ria de la humanidad, interpela constantemente nuestra vida, nuestras
sociedades, los sistemas políticos y económicos, y especialmente a la
Iglesia. En el rostro herido de los pobres encontramos impreso el su-
frimiento de los inocentes y, por tanto, el mismo sufrimiento de Cris-
to. Al mismo tiempo, deberíamos hablar quizás más correctamente
de los numerosos rostros de los pobres y de la pobreza, porque se
trata de un fenómeno variado; en efecto, existen muchas formas de
pobreza: aquella de los que no tienen medios de sustento material, la
pobreza del que está marginado socialmente y no tiene instrumentos
para dar voz a su dignidad y a sus capacidades, la pobreza moral y es-
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piritual, la pobreza cultural, la del que se encuentra en una condición
de debilidad o fragilidad personal o social, la pobreza del que no tiene
derechos, ni espacio, ni libertad.
10. En este sentido, se puede decir que el compromiso en favor de
los pobres y con el n de remover las causas sociales y estructurales
de la pobreza, aun siendo importante en los últimos decenios, sigue
siendo insuciente. Esto también porque vivimos en una sociedad
que a menudo privilegia algunos criterios de orientación de la exis-
tencia y de la política marcados por numerosas desigualdades y, por
tanto, a las viejas pobrezas de las que hemos tomado conciencia y que
se intenta contrastar, se agregan otras nuevas, en ocasiones más suti-
les y peligrosas. Desde este punto de vista, es encomiable el hecho de
que las Naciones Unidas hayan puesto la erradicación de la pobreza
como uno de los objetivos del Milenio.
11. Al compromiso concreto por los pobres también es nece-
sario asociar un cambio de mentalidad que pueda incidir en la
transformación cultural. En efecto, la ilusión de una felicidad que
deriva de una vida acomodada mueve a muchas personas a tener
una visión de la existencia basada en la acumulación de la rique-
za y del éxito social a toda costa, que se ha de conseguir también
en detrimento de los demás y beneciándose de ideales sociales y
sistemas políticos y económicos injustos, que favorecen a los más
fuertes. De ese modo, en un mundo donde los pobres son cada vez
más numerosos, paradójicamente, también vemos crecer algunas
élites de ricos, que viven en una burbuja muy confortable y lujo-
sa, casi en otro mundo respecto a la gente común. Eso signica
que todavía persiste —a veces bien enmascarada— una cultura que
descarta a los demás sin advertirlo siquiera y tolera con indiferen-
cia que millones de personas mueran de hambre o sobrevivan en
condiciones indignas del ser humano. Hace algunos años, la foto
de un niño tendido sin vida en una playa del Mediterráneo provocó
un gran impacto y, lamentablemente, aparte de alguna emoción
momentánea, hechos similares se están volviendo cada vez más
irrelevantes, reduciéndose a noticias marginales.
12. No debemos bajar la guardia respecto a la pobreza. Nos preo-
cupan particularmente las graves condiciones en las que se encuen-
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tran muchísimas personas a causa de la falta de comida y de agua.
Cada día mueren varios miles de personas por causas vinculadas a
la malnutrición. En los países ricos las cifras relativas al número de
pobres tampoco son menos preocupantes. En Europa hay cada vez
más familias que no logran llegar a n de mes. En general, se perci-
be que han aumentado las distintas manifestaciones de la pobreza.
Esta ya no se congura como una única condición homogénea, más
bien se traduce en múltiples formas de empobrecimiento económi-
co y social, reejando el fenómeno de las crecientes desigualdades
también en contextos generalmente acomodados. Recordemos que
«doblemente pobres son las mujeres que sufren situaciones de ex-
clusión, maltrato y violencia, porque frecuentemente se encuentran
con menores posibilidades de defender sus derechos. Sin embargo,
también entre ellas encontramos constantemente los más admira-
bles gestos de heroísmo cotidiano en la defensa y el cuidado de la
fragilidad de sus familias». [8] Si bien en algunos países se observan
cambios importantes, «la organización de las sociedades en todo el
mundo todavía está lejos de reejar con claridad que las mujeres
tienen exactamente la misma dignidad e idénticos derechos que los
varones. Se arma algo con las palabras, pero las decisiones y la
realidad gritan otro mensaje», [9] sobre todo si pensamos en las
mujeres más pobres.
Prejuicios ideológicos
13. Más allá de los datos —que a veces son “interpretados”
en modo tal de convencernos que la situación de los pobres no
es tan grave—, la realidad general es bastante clara: «Hay reglas
económicas que resultaron ecaces para el crecimiento, pero no
así para el desarrollo humano integral. Aumentó la riqueza, pero
con inequidad, y así lo que ocurre es que “nacen nuevas pobre-
zas”. Cuando dicen que el mundo moderno redujo la pobreza, lo
hacen midiéndola con criterios de otras épocas no comparables
con la realidad actual. Porque en otros tiempos, por ejemplo, no
tener acceso a la energía eléctrica no era considerado un signo de
pobreza ni generaba angustia. La pobreza siempre se analiza y se
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entiende en el contexto de las posibilidades reales de un momento
histórico concreto». [10] Sin embargo, más allá de las situaciones
especícas y contextuales, en un documento de la Comunidad Eu-
ropea, en 1984, se armaba que «se entiende por personas pobres
los individuos, las familias y los grupos de personas cuyos recursos
(materiales, culturales y sociales) son tan escasos que no tienen
acceso a las condiciones de vida mínimas aceptables en el Estado
miembro en que viven». [11] Pero si reconocemos que todos los
seres humanos tienen la misma dignidad, independientemente del
lugar de nacimiento, no se deben ignorar las grandes diferencias
que existen entre los países y las regiones.
14. Los pobres no están por casualidad o por un ciego y amargo
destino. Menos aún la pobreza, para la mayor parte de ellos, es
una elección. Y, sin embargo, todavía hay algunos que se atreven
a armarlo, mostrando ceguera y crueldad. Obviamente entre los
pobres hay también quien no quiere trabajar, quizás porque sus
antepasados, que han trabajado toda la vida, han muerto pobres.
Pero hay muchos —hombres y mujeres— que de todas maneras
trabajan desde la mañana hasta la noche, a veces recogiendo carto-
nes o haciendo otras actividades de ese tipo, aunque este esfuerzo
sólo les sirva para sobrevivir y nunca para mejorar verdaderamen-
te su vida. No podemos decir que la mayor parte de los pobres lo
son porque no hayan obtenido “méritos”, según esa falsa visión de
la meritocracia en la que parecería que sólo tienen méritos aque-
llos que han tenido éxito en la vida.
15. También los cristianos, en muchas ocasiones, se dejan con-
tagiar por actitudes marcadas por ideologías mundanas o por posi-
cionamientos políticos y económicos que llevan a injustas genera-
lizaciones y a conclusiones engañosas. El hecho de que el ejercicio
de la caridad resulte despreciado o ridiculizado, como si se tratase
de la jación de algunos y no del núcleo incandescente de la misión
eclesial, me hace pensar que siempre es necesario volver a leer el
Evangelio, para no correr el riesgo de sustituirlo con la mentalidad
mundana. No es posible olvidar a los pobres si no queremos salir
fuera de la corriente viva de la Iglesia que brota del Evangelio y fe-
cunda todo momento histórico.
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CAPÍTULO SEGUNDO
DIOS OPTA POR LOS POBRES
La opción por los pobres
16. Dios es amor misericordioso y su proyecto de amor, que se ex-
tiende y se realiza en la historia, es ante todo su descenso y su venida
entre nosotros para liberarnos de la esclavitud, de los miedos, del pe-
cado y del poder de la muerte. Con una mirada misericordiosa y el co-
razón lleno de amor, Él se dirigió a sus criaturas, haciéndose cargo de
su condición humana y, por tanto, de su pobreza. Precisamente para
compartir los límites y las fragilidades de nuestra naturaleza huma-
na, Él mismo se hizo pobre, nació en carne como nosotros, lo hemos
conocido en la pequeñez de un niño colocado en un pesebre y en la
extrema humillación de la cruz, allí compartió nuestra pobreza radi-
cal, que es la muerte. Se comprende bien, entonces, por qué se puede
hablar también teológicamente de una opción preferencial de Dios
por los pobres, una expresión nacida en el contexto del continente
latinoamericano y en particular en la Asamblea de Puebla, pero que
ha sido bien integrada en el magisterio de la Iglesia sucesivo. [12] Esta
“preferencia” no indica nunca un exclusivismo o una discriminación
hacia otros grupos, que en Dios serían imposibles; esta desea subra-
yar la acción de Dios que se compadece ante la pobreza y la debilidad
de toda la humanidad y, queriendo inaugurar un Reino de justicia,
fraternidad y solidaridad, se preocupa particularmente de aquellos
que son discriminados y oprimidos, pidiéndonos también a nosotros,
su Iglesia, una opción rme y radical en favor de los más débiles.
17. Se comprenden en esta perspectiva las numerosas páginas del
Antiguo Testamento en las que Dios es presentado como amigo y libe-
rador de los pobres, Aquel que escucha el grito del pobre e interviene
para liberarlo (cf. Sal 34,7). Dios, refugio del pobre, por medio de los
profetas —recordemos en particular a Amós e Isaías— denuncia las
iniquidades en perjuicio de los más débiles y dirige a Israel la exhor-
tación a renovar también el culto desde dentro, porque no se puede
rezar ni ofrecer sacricios mientras se oprime a los más débiles y a los
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más pobres. Desde el comienzo, la Escritura maniesta con mucha
intensidad el amor de Dios a través de la protección de los débiles y
de los que menos tienen, hasta el punto de poder hablar de una au-
téntica “debilidad” de Dios para con ellos. «El corazón de Dios tiene
un sitio preferencial para los pobres […]. Todo el camino de nuestra
redención está signado por los pobres». [13]
Jesús, Mesías pobre
18. Toda la historia veterotestamentaria de la predilección de Dios
por los pobres y el deseo divino de escuchar su grito —que he evoca-
do brevemente— encuentra en Jesús de Nazaret su plena realización.
[14] En su encarnación, Él «se anonadó a sí mismo, tomando la con-
dición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presen-
tándose con aspecto humano» ( Flp 2,7), de esa forma nos trajo la
salvación. Se trata de una pobreza radical, fundada sobre su misión
de revelar el verdadero rostro del amor divino (cf. Jn 1,18; 1 Jn 4,9).
Por tanto, con una de sus admirables síntesis, san Pablo puede ar-
mar: «Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo que,
siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a n de enriquecernos con su
pobreza» ( 2 Co 8,9).
19. En efecto, el Evangelio muestra que esta pobreza incidió en
cada aspecto de su vida. Desde su llegada al mundo, Jesús experimen-
tó las dicultades relativas al rechazo. El evangelista Lucas, narrando
la llegada a Belén de José y María, ya próxima a dar a luz, observa con
amargura: «No había lugar para ellos en el albergue» (Lc 2,7). Jesús
nació en condiciones humildes; recién nacido fue colocado en un pe-
sebre y, muy pronto, para salvarlo de la muerte, sus padres huyeron
a Egipto (cf. Mt 2,13-15). Al inicio de la vida pública, fue expulsado de
Nazaret después de haber anunciado que en Él se cumple el año de
gracia del que se alegran los pobres (cf. Lc 4,14-30). No hubo un lugar
acogedor ni siquiera a la hora de su muerte, ya que lo condujeron
fuera de Jerusalén para crucicarlo (cf. Mc 15,22). En esta condición
se puede resumir claramente la pobreza de Jesús. Se trata de la mis-
ma exclusión que caracteriza la denición de los pobres: ellos son los
excluidos de la sociedad. Jesús es la revelación de este privilegium
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pauperum. Él se presenta al mundo no sólo como Mesías pobre sino
como Mesías de los pobres y para los pobres.
20. Hay algunos indicios a propósito de la condición social de
Jesús. En primer lugar, Él realizaba el ocio de artesano o carpin-
tero, téktōn (cf. Mc 6,3). Se trata de una categoría de personas que
vivían de su trabajo manual. Además, al no poseer tierras, eran con-
siderados inferiores respecto a los campesinos. Cuando el pequeño
Jesús fue presentado en el Templo por José y María, sus progenitores
ofrecieron una pareja de tórtolas o de pichones (cf. Lc 2,22-24), que
según las prescripciones del libro del Levítico (cf. 12,8) era la ofren-
da de los pobres. Un episodio evangélico signicativo es el que relata
cómo Jesús, junto con sus discípulos, arrancaban espigas para comer
mientras atravesaban los campos (cf. Mc 2,23-28), y esto —espigar
los sembrados— sólo le era permitido a los pobres. Jesús mismo, lue-
go, dice de sí: «Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus
nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt
8,20; Lc 9,58). Él, en efecto, es un maestro itinerante, cuya pobreza
y precariedad es signo de su vínculo con el Padre y es lo que se le
pide también a quien quiere seguirlo en el camino del discipulado,
precisamente para que la renuncia a los bienes, a las riquezas y a las
seguridades de este mundo sean signo visible de la conanza en Dios
y en su providencia.
21. Al comienzo de su ministerio público, Jesús se presenta en la
sinagoga de Nazaret leyendo el libro del profeta Isaías y aplicándose a
sí mismo la palabra del profeta: «El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena
Noticia a los pobres» (Lc 4,18; cf. Is 61,1). Él, por tanto, se presenta
como Aquel que viene a manifestar en el hoy de la historia la cercanía
amorosa de Dios, que es ante todo obra de liberación para quienes
son prisioneros del mal, para los débiles y los pobres. Los signos que
acompañan la predicación de Jesús son manifestación del amor y de
la compasión con la que Dios mira a los enfermos, a los pobres y a los
pecadores que, en virtud de su condición, eran marginados por la so-
ciedad, pero también por la religión. Él abre los ojos a los ciegos, cura
a los leprosos, resucita a los muertos y anuncia la buena noticia a los
pobres; Dios se acerca, Dios los ama (cf. Lc 7,22). Esto explica por qué
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Él proclama: «¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios
les pertenece!» (Lc 6,20). En efecto, Dios muestra predilección hacia
los pobres, a ellos se dirige la palabra de esperanza y de liberación
del Señor y, por eso, aun en la condición de pobreza o debilidad, ya
ninguno debe sentirse abandonado. Y la Iglesia, si quiere ser de Cris-
to, debe ser la Iglesia de las Bienaventuranzas, una Iglesia que hace
espacio a los pequeños y camina pobre con los pobres, un lugar en el
que los pobres tienen un sitio privilegiado (cf. St 2,2-4).
22. Los indigentes y enfermos, incapaces de procurarse lo necesario
para vivir, se encontraban muchas veces obligados a la mendicidad. A
esto se añadía el peso de la vergüenza social, alimentado por la convic-
ción de que la enfermedad y la pobreza estuvieran vinculadas a algún
pecado personal. Jesús se opuso con rmeza a ese modo de pensar,
armando que Dios «hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer
la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Es más, dio un vuelco com-
pleto a esa concepción, como queda bien ejemplicado en la parábola
del rico epulón y del pobre Lázaro: «Hijo mío, […] recuerda que has
recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él
encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento» (Lc 16,25).
23. Entonces es claro que «de nuestra fe en Cristo hecho pobre, y
siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la preocupación por
el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad». [15]
Muchas veces me pregunto por qué, aun cuando las Sagradas Escri-
turas son tan precisas a propósito de los pobres, muchos continúan
pensando que pueden excluir a los pobres de sus atenciones. Por el
momento, sigamos aún en el ámbito bíblico e intentando reexionar
sobre nuestra relación con los últimos de la sociedad y su lugar fun-
damental en el pueblo de Dios.
La misericordia hacia los pobres en la Biblia
24. El apóstol Juan escribe: «¿Cómo puede amar a Dios, a quien
no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?» (1 Jn 4,20). Del
mismo modo, en su réplica al doctor de la ley, Jesús retoma los dos
antiguos mandamientos: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu cora-
zón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5) y «amarás a tu
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prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18) fundiéndolos en un único man-
damiento. El evangelista Marcos recoge la respuesta de Jesús en estos
términos: «El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el
único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con
toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas. El segundo
es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento
más grande que estos» (Mc 12,29-31).
25. El pasaje citado del Levítico exhorta a honrar al conciudadano,
mientras en otros textos se encuentra una enseñanza que también
invita al respeto —por no decir incluso al amor— del enemigo: «Si
encuentras perdido el buey o el asno de tu enemigo, se los llevarás
inmediatamente. Si ves al asno del que te aborrece, caído bajo el peso
de su carga, no lo dejarás abandonado; más aún, acudirás a auxiliarlo
junto con su dueño» (Ex 23,4-5). De todo esto se trasluce el valor in-
trínseco del respeto a la persona: cualquiera, incluso el enemigo, si se
encuentra en dicultad, merece siempre nuestra ayuda.
26. Es innegable que el primado de Dios en la enseñanza de Jesús
va acompañado de otro punto jo: no se puede amar a Dios sin ex-
tender el propio amor a los pobres. El amor al prójimo representa la
prueba tangible de la autenticidad del amor a Dios, como asevera el
apóstol Juan: «Nadie ha visto nunca a Dios: si nos amamos los unos
a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado
a su plenitud en nosotros. […] Dios es amor, y el que permanece en el
amor permanece en Dios, y Dios permanece en él» (1 Jn 4,12.16). Son
dos amores distintos, pero inseparables. Incluso en los casos en los
que la relación con Dios no es explícita, el Señor mismo nos enseña
que todo acto de amor hacia el prójimo es de algún modo un reejo
de la caridad divina: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con
el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40).
27. Por esta razón se recomiendan las obras de misericordia, como
signo de la autenticidad del culto que, mientras alaba a Dios, tiene la
tarea de disponernos a la transformación que el Espíritu puede realizar
en nosotros, para que seamos todos imagen de Cristo y de su misericor-
dia hacia los más débiles. En este sentido, la relación con el Señor, que
se expresa en el culto, pretende también liberarnos del riesgo de vivir
nuestras relaciones en la lógica del cálculo y del interés, para abrirnos
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a la gratuidad que circula entre aquellos que se aman y que, por eso,
ponen todo en común. A este respecto, Jesús aconseja: «Cuando des
un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos,
ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su
vez, y así tengas tu recompensa. Al contrario, cuando des un banquete,
invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de
ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte!» (Lc 14,12-14).
28. La llamada del Señor a la misericordia para con los pobres ha
encontrado una expresión plena en la gran parábola del juicio nal
(cf. Mt 25,31-46), que es también una descripción gráca de la bien-
aventuranza de los misericordiosos. Allí el Señor nos ofrece la clave
para alcanzar nuestra plenitud, porque «si buscamos esa santidad
que agrada a los ojos de Dios, en este texto hallamos precisamente un
protocolo sobre el cual seremos juzgados». [16] Las palabras fuertes y
claras del Evangelio deberían ser vividas «sin comentario, sin elucu-
braciones y excusas que les quiten fuerza. El Señor nos dejó bien claro
que la santidad no puede entenderse ni vivirse al margen de estas
exigencias suyas». [17]
29. En la primera comunidad cristiana el programa de caridad no
derivaba de análisis o de proyectos, sino directamente del ejemplo
de Jesús, de las mismas palabras del Evangelio. La Carta de Santiago
dedica mucho espacio al problema de la relación entre ricos y pobres,
lanzando a los creyentes dos enérgicos llamados que cuestionan su
fe: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no
tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno de us-
tedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento
necesario, les dice: “Vayan en paz, caliéntense y coman”, y no les da
lo que necesitan para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe: si no va
acompañada de las obras, está completamente muerta» (St 2,14-17).
30. «Su oro y su plata se han herrumbrado, y esa herrumbre dará
testimonio contra ustedes y devorará sus cuerpos como un fuego. ¡Us-
tedes han amontonado riquezas, ahora que es el tiempo nal! Sepan
que el salario que han retenido a los que trabajaron en sus campos
está clamando, y el clamor de los cosechadores ha llegado a los oídos
del Señor del universo. Ustedes llevaron en este mundo una vida de
lujo y de placer, y se han cebado a sí mismos para el día de la matan-
40 Filópolis en Cristo N° 5 (2025) 27-86
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za» (St 5,3-5). ¡Qué fuerza tienen estas palabras, aunque preramos
hacernos los sordos! En la Primera Carta de san Juan encontramos
una exhortación parecida: «Si alguien vive en la abundancia, y viendo
a su hermano en la necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo permane-
cerá en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17).
31. Lo que dice la Palabra revelada «es un mensaje tan claro, tan
directo, tan simple y elocuente, que ninguna hermenéutica eclesial
tiene derecho a relativizarlo. La reexión de la Iglesia sobre estos
textos no debería oscurecer o debilitar su sentido exhortativo, sino
más bien ayudar a asumirlos con valentía y fervor. ¿Para qué com-
plicar lo que es tan simple? Los aparatos conceptuales están para
favorecer el contacto con la realidad que pretenden explicar, y no
para alejarnos de ella». [18]
32. Por otra parte, un claro ejemplo eclesial de compartir los bie-
nes y asistir a los pobres lo encontramos en la vida cotidiana y en
el estilo de la primera comunidad cristiana. Podemos recordar en
particular el modo en el que fue resuelta la cuestión de la distribu-
ción cotidiana de ayuda a las viudas (cf. Hch 6,1-6). Se trataba de
un problema difícil de resolver, porque algunas de estas viudas, que
provenían de otros países, eran desatendidas por ser extranjeras.
De hecho, el episodio relatado por los Hechos de los Apóstoles pone
de maniesto un cierto descontento por parte de los helenistas, que
eran judíos de cultura griega. Los apóstoles no responden con un
discurso doctrinal abstracto, sino que, volviendo a poner en el cen-
tro la caridad hacia todos, reorganizan la asistencia a las viudas pi-
diendo a la comunidad que busquen personas sabias y estimadas a
quienes conar el servicio de las mesas, mientras ellos se ocupaban
de la predicación de la Palabra.
33. Cuando Pablo fue a Jerusalén a consultar a los apóstoles para
asegurarse de «que no corría o no había corrido en vano» (Ga 2,2), le
pidieron que no se olvidase de los pobres (cf. Ga 2,10). Por esta razón,
organizó varias colectas para ayudar a las comunidades necesitadas.
Entre las motivaciones que ofrece para este gesto se debe resaltar la
siguiente: «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7). A aquellos en-
tre nosotros que somos poco propensos a gestos gratuitos, sin ningún
interés, la Palabra de Dios nos indica que la generosidad para con los
41
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pobres es un verdadero bien para quien la practica; de hecho, compor-
tándonos así, somos amados por Dios de modo especial. En efecto, las
promesas bíblicas dirigidas a quien da con generosidad son muchas:
«El que se apiada del pobre presta al Señor, y él le devolverá el bien
que hizo» (Pr 19,17). «Den, y se les dará. […] Porque la medida con que
ustedes midan también se usará para ustedes» (Lc 6,38). «Entonces
despuntará tu luz como la aurora y tu llaga no tardará en cicatrizar» (Is
58,8). Los primeros cristianos estaban convencidos de ello.
34. La vida de las primeras comunidades eclesiales, narrada en el
canon bíblico y que ha llegado a nosotros como Palabra revelada, se
nos ofrece como ejemplo a imitar y como testimonio de la fe que obra
por medio de la caridad, y que continúa como exhortación perma-
nente para las generaciones venideras. A lo largo de los siglos, estas
páginas han interpelado los corazones de los cristianos a amar y a
realizar obras de caridad, como semillas fecundas que no cesan de
producir fruto.
CAPÍTULO TERCERO
UNA IGLESIA PARA LOS POBRES
35. Tres días después de su elección, mi predecesor expresó
a los representantes de los medios de comunicación su deseo de
que la Iglesia mostrara más claramente su cuidado y atención
hacia los pobres: «¡Ah, cómo quisiera una Iglesia pobre y para
los pobres!». [19]
36. Este deseo refleja la conciencia de que la Iglesia «reconoce
en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre
y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura
servir en ellos a Cristo». [20] En efecto, habiendo sido llamada
a configurarse con los últimos, en ella «no deben quedar dudas
ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro [...].
Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre
nuestra fe y los pobres». [21] A este respecto, tenemos abundan-
tes testimonios a lo largo de los casi dos mil años de historia de
los discípulos de Jesús. [22]
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La verdadera riqueza de la Iglesia
37. San Pablo reere que entre los eles de la naciente comunidad
cristiana no había «muchos sabios, ni muchos poderosos, ni muchos
nobles» (1 Co 1,26). Sin embargo, a pesar de su propia pobreza, los pri-
meros cristianos tienen clara conciencia de la necesidad de acudir a
aquellos que sufren mayores privaciones. Ya en los albores del cristia-
nismo los apóstoles impusieron las manos sobre siete hombres elegi-
dos por la comunidad y, en cierta medida, los integraron en su propio
ministerio, instituyéndolos para el servicio —en griego, diakonía— de
los más pobres (cf. Hch 6,1-5). Es signicativo que el primer discípulo
en dar testimonio de su fe en Cristo con el derramamiento de su propia
sangre fuera san Esteban, que formaba parte de este grupo. En él se
unen el testimonio de vida en la atención a los necesitados y el martirio.
38. Poco más de dos siglos después, otro diácono manifestará su
adhesión a Jesucristo en modo semejante, uniendo en su vida el servi-
cio a los pobres y el martirio: san Lorenzo. [23] Del relato de san Am-
brosio comprendemos que Lorenzo, diácono en Roma en el ponticado
del Papa Sixto II, al ser obligado por las autoridades romanas a entre-
gar los tesoros de la Iglesia, «al día siguiente trajo consigo a los pobres.
Cuando le preguntaron dónde estaban los tesoros que había prometido,
les mostró a los pobres, diciendo: “Estos son los tesoros de la Iglesia”».
[24] Al narrar este episodio, Ambrosio pregunta: «¿Qué mejores teso-
ros tendría Cristo que aquellos en los que él mismo dijo que estaba?».
[25] Y, recordando que los ministros de la Iglesia nunca deben descui-
dar el cuidado de los pobres y, menos aún, acumular bienes en bene-
cio propio, arma: «Es necesario que cada uno de nosotros cumpla
con esta obligación con fe sincera y providencia perspicaz. Sin duda, si
alguien desvía algo para su propio benecio, eso es un delito; pero si lo
da a los pobres, si rescata al cautivo, eso es misericordia». [26]
Los Padres de la Iglesia y los pobres
39. Desde los primeros siglos, los Padres de la Iglesia reconocie-
ron en el pobre un acceso privilegiado a Dios, un modo especial para
encontrarlo. La caridad hacia los necesitados no se entendía como
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una simple virtud moral, sino como expresión concreta de la fe en el
Verbo encarnado. La comunidad de eles, sostenida por la fuerza del
Espíritu Santo, se encuentra arraigada en la cercanía a los pobres, que
en ella no son un apéndice, sino parte esencial de su cuerpo vivo. San
Ignacio de Antioquía, por ejemplo, camino del martirio, exhortaba a
los eles de la comunidad de Esmirna a no descuidar el deber de la
caridad para con los más necesitados, advirtiéndoles que no proce-
dieran como los que se oponían a Dios: «Considerad a los que tienen
una opinión diferente sobre la gracia de Jesucristo, que vino a no-
sotros: ¡cómo se oponen al pensamiento de Dios! No se preocupan
por el amor, ni por la viuda, ni por el huérfano, ni por el oprimido,
ni por el prisionero o el liberto, ni por el hambriento o el sediento».
[27] El obispo de Esmirna, Policarpo, recomendaba precisamente a
los ministros de la Iglesia que cuidaran de los pobres: «Los presbíte-
ros también sean compasivos, misericordiosos con todos. Traigan de
vuelta a los descarriados, visiten a todos los enfermos, no descuiden a
la viuda, al huérfano y al pobre, sino que sean siempre solícitos en el
bien ante Dios y los hombres». [28] A partir de estos dos testimonios,
constatamos que la Iglesia aparece como madre de los pobres, lugar
de acogida y de justicia.
40. San Justino, por su parte, en su primera Apología, dirigida
al emperador Adriano, al Senado y al pueblo romano, explicaba que
los cristianos llevaban a los necesitados todo lo que podían, porque
veían en ellos hermanos y hermanas en Cristo. Al escribir sobre la
asamblea de oración del primer día de la semana, destacaba que, en
el centro de la liturgia cristiana, no se puede separar el culto a Dios de
la atención a los pobres. En efecto, en un momento determinado de
la celebración, «los que tienen algo y quieren, cada uno según su libre
voluntad, dan lo que les parece bien, y lo que se ha recogido se entre-
ga al presidente. Él lo distribuye a los huérfanos y viudas, a los que
por enfermedad u otra causa están necesitados, a los que están en las
cárceles, a los extranjeros de paso, en una palabra, se convierte en el
proveedor de todos los que se encuentran indigentes». [29] Así, se da
testimonio de que la Iglesia naciente no separaba el creer de la acción
social: la fe que no iba acompañada del testimonio de las obras, como
había enseñado Santiago, se consideraba muerta (cf. St 2,17).
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San Juan Crisóstomo
41. Entre los Padres orientales, quizá el predicador más ardiente
de la justicia social sea san Juan Crisóstomo, arzobispo de Constan-
tinopla entre los siglos IV y V. En sus homilías, exhortaba a los eles
a reconocer a Cristo en los necesitados: «¿Quieres honrar el Cuer-
po de Cristo? No permitas que sea despreciado en sus miembros, es
decir, en los pobres que no tienen qué vestir, ni lo honres aquí en el
templo con vestiduras de seda, mientras fuera lo abandonas al frío y
a la desnudez [...]. En el templo, el Cuerpo de Cristo no necesita man-
tos, sino almas puras; pero en la persona de los pobres, Él necesita
todo nuestro cuidado. Aprendamos, pues, a reexionar y a honrar a
Cristo como Él quiere. Cuando queremos honrar a alguien, debemos
prestarle el honor que él preere y no el que más nos gusta [...]. Así
también tú debes prestarle el honor que Él mismo ha ordenado, dis-
tribuyendo tus riquezas entre los pobres. Dios no necesita vasos de
oro, sino almas de oro». [30] Armando con claridad meridiana que
si los eles no encuentran a Cristo en los pobres a su puerta, tampoco
lo encontrarán en el altar, continúa: «¿De qué serviría, al n y al cabo,
adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si Él muere de hambre en
la persona de los pobres? Primero da de comer al que tiene hambre y
luego adorna su mesa con lo que sobra». [31] Entendía la Eucaristía,
por tanto, también como una expresión sacramental de la caridad y la
justicia que la precedían, la acompañaban y debían darle continuidad
en el amor y la atención a los pobres.
42. Así pues, la caridad no es una vía opcional, sino el criterio del
verdadero culto. Crisóstomo denunciaba con vehemencia el lujo exa-
cerbado, que convivía con la indiferencia hacia los pobres. La aten-
ción que se les debe prestar, más que una mera exigencia social, es
una condición para la salvación, lo que atribuye a la riqueza injusta
un peso de condena: «Hace mucho frío y el pobre yace en harapos,
moribundo y helado, castañeteando los dientes, con un aspecto y un
atuendo que deberían conmoverte. Tú, sin embargo, calentito y ebrio,
pasas de largo. ¿Y cómo quieres que Dios te libre de la infelicidad?
[...] A menudo adornas con muchas vestiduras variadas y doradas un
cadáver insensible, que ya no percibe el honor. Sin embargo, despre-
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cias a aquel que siente dolor, que está desgarrado, torturado, ator-
mentado por el hambre y el frío, y te preocupa más la vanagloria que
el temor de Dios». [32] Este profundo sentido de la justicia social le
lleva a armar que «no dar a los pobres es robarles, es defraudarles la
vida, porque lo que poseemos les pertenece». [33]
San Agustín
43. Agustín tuvo como maestro espiritual a san Ambrosio, que
insistía en la exigencia ética de compartir los bienes: «Lo que das al
pobre no es tuyo, es suyo. Porque te has apropiado de lo que fue dado
para uso común». [34] Para el obispo de Milán, la limosna es justicia
restaurada, no un gesto paternalista. En sus sermones, la misericor-
dia adquiere un carácter profético: denuncia las estructuras de acu-
mulación y rearma la comunión como vocación eclesial.
44. Formado en esta tradición, el santo obispo de Hipona enseñó
a su vez el amor preferencial por los pobres. Pastor vigilante y teó-
logo de rara clarividencia, comprendió que la verdadera comunión
eclesial se expresa también en la comunión de los bienes. En sus
Comentarios a los Salmos, recuerda que los verdaderos cristianos
no dejan de lado el amor a los más necesitados: «Atended a vuestros
hermanos, si necesitan algo; dad, si Cristo está en vosotros, incluso
a los extranjeros». [35] Este compartir los bienes brota, por tanto,
de la caridad teologal y tiene como n último el amor a Cristo. Para
Agustín, el pobre no es sólo alguien a quien se ayuda, sino la presen-
cia sacramental del Señor.
45. El Doctor de la Gracia veía en el cuidado a los pobres una prue-
ba concreta de la sinceridad de la fe. Quien dice amar a Dios y no se
compadece de los necesitados, miente (cf. 1 Jn 4,20). Al comentar
el encuentro de Jesús con el joven rico y el «tesoro en el cielo» que
está reservado a quienes dan sus bienes a los pobres (cf. Mt 19,21),
Agustín pone en boca del Señor las siguientes palabras: «Recibí tierra
y daré el cielo. Recibí cosas temporales y daré a cambio bienes eter-
nos. Recibí pan, daré la vida. […] He recibido alojamiento y daré una
casa. He sido visitado en la enfermedad y daré salud. Fui visitado en
la cárcel y daré libertad. El pan que se dio a mis pobres se consumió;
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el pan que yo daré restaura las fuerzas, sin acabarse nunca». [36] El
Altísimo no se deja vencer en generosidad por aquellos que le sirven
en los más necesitados; cuanto mayor es el amor a los pobres, mayor
es la recompensa por parte de Dios.
46. Esta mirada cristocéntrica y profundamente eclesial lleva a
sostener que las ofrendas, cuando nacen del amor, no sólo alivian
la necesidad del hermano, sino que también purican el corazón de
quien da y está dispuesto a la conversión, «pues las limosnas pue-
den servirte para redimir los pecados de la vida pasada, si cambias de
vida». [37] Son, por así decirlo, el camino ordinario de conversión de
quien desea seguir a Cristo con corazón indiviso.
47. En una Iglesia que reconoce en los pobres el rostro de Cristo
y en los bienes el instrumento de la caridad, el pensamiento agusti-
niano sigue siendo una luz segura. Hoy, la delidad a las enseñanzas
de Agustín exige no sólo el estudio de sus obras, sino la disposición a
vivir con radicalidad su llamada a la conversión, que incluye necesa-
riamente el servicio de la caridad.
48. Muchos otros Padres de la Iglesia, tanto orientales como oc-
cidentales, se pronunciaron sobre la primacía de la atención a los
pobres en la vida y misión de cada el cristiano. Sobre este aspecto,
en resumen, se puede armar que la teología patrística fue práctica,
apuntando a una Iglesia pobre y para los pobres, recordando que el
Evangelio sólo se anuncia bien cuando llega a tocar la carne de los
últimos, y advirtiendo que el rigor doctrinal sin misericordia es una
palabra vacía.
Cuidar a los enfermos
49. La compasión cristiana se ha manifestado de manera peculiar
en el cuidado de los enfermos y los que sufren. A partir de los signos
presentes en el ministerio público de Jesús —que curaba a ciegos, le-
prosos y paralíticos—, la Iglesia entiende como parte importante de
su misión el cuidado de los enfermos, en los que con facilidad recono-
ce al Señor crucicado. San Cipriano, durante una peste en la ciudad
de Cartago, donde era obispo, recordaba a los cristianos la impor-
tancia del cuidado de los infectados al armar: «Esta epidemia que
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parece tan horrible y funesta pone a prueba la justicia de cada uno
y examina el espíritu de los hombres, vericando si los sanos sirven
a los enfermos, si los parientes se aman sinceramente, si los señores
tienen piedad de los siervos enfermos, si los médicos no abandonan
a los enfermos que imploran». [38] La tradición cristiana de visitar
a los enfermos, de lavar sus heridas, de consolar a los aigidos no se
reduce a una mera obra de lantropía, sino que es una acción eclesial
a través de la cual, en los enfermos, los miembros de la Iglesia «tocan
la carne sufriente de Cristo». [39]
50. En el siglo XVI, san Juan de Dios, al fundar la Orden Hos-
pitalaria que lleva su nombre, creó hospitales modelo que acogían a
todos, independientemente de su condición social o económica. Su
famosa expresión “¡Haced el bien, hermanos!” se convirtió en el lema
de la caridad activa con los enfermos. Contemporáneamente, san Ca-
milo de Lelis fundó la Orden de los Ministros de los Enfermos —los
camilos—, asumiendo como misión servir a los enfermos con total
dedicación. Su regla ordena que «cada uno solicite al Señor la gracia
de tener un afecto maternal hacia su prójimo para poderlo servir con
todo amor caritativo, en el alma y el cuerpo; porque deseamos —con
la gracia de Dios— servir a todos los enfermos con el mismo afecto
que una madre amorosa suele asistir a su único hijo enfermo». [40]
En hospitales, campos de batalla, prisiones y calles, los camilos encar-
naron la misericordia de Cristo Médico.
51. Cuidando a los enfermos con cariño maternal, como una ma-
dre cuida de su hijo, muchas mujeres consagradas desempeñaron
un papel aún más difundido en la atención sanitaria de los pobres.
Las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, las Hermanas Hos-
pitalarias, las Pequeñas Siervas de la Divina Providencia y tantas
otras Congregaciones femeninas se convirtieron en una presencia
maternal y discreta en los hospitales, asilos y residencias de ancia-
nos. Llevaban medicinas, escucha, presencia y, sobre todo, ternura.
Construyeron, a menudo con sus propias manos, estructuras sani-
tarias en zonas sin asistencia médica. Enseñaban higiene, atendían
partos, medicaban con sabiduría natural y fe profunda. Sus casas se
convertían en oasis de dignidad donde nadie era excluido. El toque
de la compasión era el primer remedio. Santa Luisa de Marillac es-
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cribía a sus hermanas, las Hijas de la Caridad, recordándoles que
habían «recibido una bendición especial de Dios para servir a los
pobres enfermos en los hospitales». [41]
52. Hoy, ese legado continúa en los hospitales católicos, los pues-
tos de salud en las regiones periféricas, las misiones sanitarias en las
selvas, los centros de acogida para toxicómanos y los hospitales de
campaña en las zonas de guerra. La presencia cristiana junto a los
enfermos revela que la salvación no es una idea abstracta, sino una
acción concreta. En el gesto de limpiar una herida, la Iglesia proclama
que el Reino de Dios comienza entre los más vulnerables. Y, al hacer-
lo, permanece el a Aquel que dijo: «Estaba […] enfermo, y me visita-
ron» (Mt 25,35.36). Cuando la Iglesia se arrodilla junto a un leproso,
a un niño desnutrido o a un moribundo anónimo, realiza su vocación
más profunda: amar al Señor allí donde Él está más desgurado.
El cuidado de los pobres en la vida monástica
53. La vida monástica, nacida en el silencio de los desiertos, fue
desde sus inicios un testimonio de solidaridad. Los monjes lo deja-
ban todo —riqueza, prestigio, familia— no sólo por despreciar las ri-
quezas del mundo — contemptus mundi—, sino para encontrar, en
este despojo radical, al Cristo pobre. San Basilio Magno, en su Regla,
no veía contradicción entre la vida de oración y recogimiento de los
monjes y la acción en favor de los pobres. Para él, la hospitalidad y el
cuidado de los necesitados eran parte integrante de la espiritualidad
monástica, y los monjes, incluso después de haberlo dejado todo para
abrazar la pobreza, debían ayudar a los más pobres con su trabajo, ya
que «para poder socorrer a los necesitados, es evidente que debemos
trabajar con diligencia [...]. Este modo de vida es provechoso no sólo
para someter el cuerpo, sino también por la caridad hacia el prójimo,
para que, por medio de nosotros, Dios provea lo suciente a los her-
manos más débiles». [42]
54. Construyó en Cesarea, donde era obispo, un lugar conocido
como Basilíades, que incluía alojamientos, hospitales y escuelas para
los pobres y los enfermos. El monje, por lo tanto, no era sólo un as-
ceta, sino un servidor. Basilio demostraba así que para estar cerca de
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Dios hay que estar cerca de los pobres. El amor concreto era criterio
de santidad. Orar y cuidar, contemplar y curar, escribir y acoger: todo
era expresión del mismo amor a Cristo.
55. En Occidente, san Benito de Nursia elaboró una Regla que
se convertiría en la columna vertebral de la espiritualidad monásti-
ca europea. En ella, la acogida de los pobres y los peregrinos ocupa
un lugar de honor: «Mostrad sobre todo un cuidado solícito en la re-
cepción de los pobres y los peregrinos, porque sobre todo en ellos se
recibe a Cristo». [43] No se trataba sólo de palabras: los monasterios
benedictinos fueron, durante siglos, lugares de refugio para viudas,
niños abandonados, peregrinos y mendigos. Para Benito, la vida co-
munitaria era una escuela de caridad. El trabajo manual no sólo tenía
una función práctica, sino que también formaba el corazón para el
servicio. El compartir entre los monjes, la atención a los enfermos y
la escucha de los más frágiles preparaban para acoger a Cristo, que
llega en la persona del pobre y el extranjero. La hospitalidad monás-
tica benedictina permanece hasta hoy como signo de una Iglesia que
abre las puertas, que acoge sin preguntar, que cura sin exigir nada a
cambio.
56. Los monasterios benedictinos, con el tiempo, se convirtieron
en lugares que contrastaban la cultura de la exclusión. Los monjes
cultivaban la tierra, producían alimentos, preparaban medicinas y los
ofrecían, con sencillez, a los más necesitados. Su trabajo silencioso fue
fermento de una nueva civilización, donde los pobres no eran un pro-
blema que resolver, sino hermanos y hermanas que acoger. La regla
del compartir, del trabajo común y de la asistencia a los vulnerables
estructuraba una economía solidaria, en contraste con la lógica de la
acumulación. El testimonio de los monjes mostraba que la pobreza
voluntaria, lejos de ser miseria, es camino de libertad y comunión. No
sólo ayudaban a los pobres: se hacían cercanos a ellos, hermanos en
el mismo Señor. En las celdas y claustros se formaba una mística de
la presencia de Dios en los pequeños.
57. Además de la asistencia material, los monasterios desempe-
ñaron un papel fundamental en la formación cultural y espiritual de
los más humildes. En tiempos de peste, guerra o hambre, eran lu-
gares donde el necesitado encontraba pan y remedios, pero también
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dignidad y palabra. Allí se educaba a los huérfanos, se formaba a los
aprendices y se instruía a los campesinos en técnicas agrícolas y en la
lectura. El saber se compartía como don y responsabilidad. El abad
era a la vez maestro y padre, y la escuela monástica era un lugar de li-
beración por la verdad. Porque, como escribe Juan Casiano, el monje
debe caracterizarse por «la humildad de corazón […], que no conduce
a la ciencia que hincha, sino a la que ilumina por medio de la plenitud
de la caridad». [44] Al formar conciencias y transmitir sabiduría, los
monjes contribuyeron a una pedagogía cristiana de inclusión. La cul-
tura, marcada por la fe, se compartía con sencillez. El saber, cuando
está iluminado por la caridad, se convierte en servicio. De ese modo,
la vida monástica se revelaba como un estilo de santidad y una forma
concreta de transformación de la sociedad.
58. La tradición monástica enseña, por tanto, que la oración y la
caridad, el silencio y el servicio, las celdas y los hospitales, forman un
único tejido espiritual. El monasterio es lugar de escucha y de acción,
de adoración y de compartir. San Bernardo de Claraval, gran refor-
mador de la Orden Cisterciense, «reclamó con decisión la necesidad
de una vida sobria y moderada, tanto en la mesa como en la indu-
mentaria y en los edicios monásticos, recomendando la sustenta-
ción y la solicitud por los pobres». [45] Para él, la compasión no era
una opción accesoria, sino el camino real para seguir a Cristo. La vida
monástica, por lo tanto, cuando es el a su vocación original, mues-
tra que la Iglesia sólo será plenamente esposa del Señor cuando sea
también hermana de los pobres. El claustro no es un mero refugio del
mundo, sino una escuela en la que se aprende a servirlo mejor. Allí
donde los monjes abrieron sus puertas a los pobres, la Iglesia reveló
con humildad y rmeza que la contemplación no excluye la miseri-
cordia, sino que la exige como su fruto más puro.
Liberar a los cautivos
59. Desde los tiempos apostólicos, la Iglesia ha visto en la libe-
ración de los oprimidos un signo del Reino de Dios. Jesús mismo, al
iniciar su misión pública, proclamó: «El Espíritu del Señor está sobre
mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la
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Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos»
(Lc 4,18). Los primeros cristianos, incluso en condiciones precarias,
rezaban y asistían a los hermanos y hermanas encarcelados, como
atestiguan los Hechos de los Apóstoles (cf. 12,5; 24,23) y diversos es-
critos de los Padres. Esta misión liberadora se prolongó a lo largo de
los siglos mediante acciones concretas, especialmente cuando el dra-
ma de la esclavitud y el cautiverio marcó sociedades enteras.
60. Entre nales del siglo XII y principios del XIII, cuando muchos
cristianos eran capturados en el Mediterráneo o esclavizados en las
guerras, surgieron dos Órdenes religiosas: la Orden de la Santísima
Trinidad, Redención de Cautivos (trinitarios), fundada por san Juan
de Mata y san Félix de Valois, y la Orden de la Bienaventurada Virgen
María de la Merced (mercedarios), fundada por san Pedro Nolasco
con el apoyo de san Raimundo de Peñafort, dominico. Estas comuni-
dades de consagrados nacieron con el carisma especíco de liberar a
los cristianos esclavizados, poniendo a disposición sus bienes [46] y
a menudo ofreciendo su propia vida a cambio. Los trinitarios, con el
lema Gloria Tibi Trinitas et captivis libertas (Gloria a Ti, Trinidad, y
a los cautivos libertad), y los mercedarios, que añaden un cuarto voto
[47] a los votos religiosos de pobreza, obediencia y castidad, dieron
testimonio de que la caridad puede ser heroica. La liberación de los
cautivos era expresión del amor trinitario: un Dios que libera no sólo
de la esclavitud espiritual, sino también de la opresión concreta. El
gesto de rescatar de la esclavitud y de la prisión se considera una pro-
longación del sacricio redentor de Cristo, cuya sangre es el precio de
nuestro rescate (cf. 1 Co 6,20).
61. La espiritualidad original de estas Órdenes estaba profunda-
mente arraigada en la contemplación de la cruz. Cristo es el Redentor
de los cautivos por excelencia, y la Iglesia, su cuerpo, prolonga este
misterio en el tiempo. [48] Los religiosos no veían en el rescate una
acción política o económica, sino un acto casi litúrgico, una ofrenda
sacramental de sí mismos. Muchos entregaron sus propios cuerpos
para sustituir a los prisioneros, cumpliendo literalmente el manda-
miento: «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (
Jn 15,13). La tradición de estas Órdenes no cesó. Al contrario, inspiró
nuevas formas de acción frente a las esclavitudes modernas: la tra-
52 Filópolis en Cristo N° 5 (2025) 27-86
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ta de personas, el trabajo forzoso, la explotación sexual, las distintas
adicciones. [49] La caridad cristiana, cuando se encarna, se convier-
te en liberadora. Y la misión de la Iglesia, cuando es el a su Señor,
es siempre proclamar la liberación. Aún en nuestros días, en los que
existen «millones de personas —niños, hombres y mujeres de todas
las edades— privados de su libertad y obligados a vivir en condiciones
similares a la esclavitud», [50] dicha herencia es continuada por estas
Órdenes y por otras Instituciones y Congregaciones que actúan en las
periferias urbanas, las zonas de conicto y los corredores migratorios.
Cuando la Iglesia se arrodilla para romper las nuevas cadenas que
aprisionan a los pobres, se convierte en signo de la Pascua.
62. No se puede concluir esta reexión sobre las personas priva-
das de libertad sin mencionar a los reclusos que se encuentran en los
distintos centros penitenciarios de preventivos y de penados. A este
respecto, cabe recordar las palabras que el Papa Francisco dirigió a
un grupo de ellos: «Para mí, entrar en una cárcel es siempre un mo-
mento importante, porque la cárcel es un lugar de gran humanidad
[…]. De humanidad probada, a veces fatigada por dicultades, sen-
timientos de culpa, juicios, incomprensiones, sufrimientos, pero al
mismo tiempo cargada de fuerza, de deseo de perdón, de deseo de
rescate». [51] Este deseo, entre otros, también fue asumido por las
Órdenes redentoras como un servicio preferencial a la Iglesia. Como
proclamaba san Pablo: «Esta es la libertad que nos ha dado Cristo» (
Ga 5,1). Y esa libertad no es sólo interior: se maniesta en la historia
como amor que cuida y libera de todas las ataduras.
Testigos de la pobreza evangélica
63. En el siglo XIII, ante el crecimiento de las ciudades, la con-
centración de riquezas y la aparición de nuevas formas de pobreza, el
Espíritu Santo suscitó en la Iglesia un nuevo tipo de consagración: las
Órdenes mendicantes. A diferencia del modelo monástico estable, los
mendicantes adoptaron una vida itinerante, sin propiedades persona-
les ni comunitarias, conando plenamente en la Providencia. No sólo
servían a los pobres: se hacían pobres con ellos. Consideraban la ciu-
dad como un nuevo desierto y a los marginados como nuevos maestros
53
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espirituales. Estas Órdenes, como los franciscanos, los dominicos, los
agustinos y los carmelitas, representaron una revolución evangélica, en
la que el estilo de vida sencillo y pobre se convierte en un signo profé-
tico para la misión, reviviendo la experiencia de la primera comunidad
cristiana (cf. Hch 4,32). El testimonio de los mendicantes desaaba
tanto la opulencia clerical como la frialdad de la sociedad urbana.
64. San Francisco de Asís se convirtió en el icono de esta primave-
ra espiritual. Tomando la pobreza como esposa, quiso imitar al Cris-
to pobre, desnudo y crucicado. En su Regla, pide a los hermanos
que de «nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. Y como
peregrinos y forasteros en este siglo, sirviendo al Señor en pobreza
y humildad, vayan por limosna conadamente, y no deben avergon-
zarse, porque el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo».
[52] Su vida fue un continuo despojarse: del palacio al leproso, de la
elocuencia al silencio, de la posesión al don total. Francisco no fundó
un servicio social, sino una fraternidad evangélica. Entre los pobres
veía hermanos e imágenes vivas del Señor. Su misión era estar con
ellos, por una solidaridad que superaba las distancias, por un amor
compasivo. Su pobreza era relacional: lo llevaba a hacerse cercano,
igual, más aún, menor. Su santidad brotaba de la convicción de que
sólo se recibe verdaderamente a Cristo en la entrega generosa de sí
mismo a los hermanos.
65. Santa Clara de Asís, inspirada por Francisco, fundó la Orden
de las Damas Pobres, más tarde llamadas clarisas. Su lucha espiritual
consistió en mantener elmente el ideal de la pobreza radical. Re-
chazó los privilegios ponticios que podrían garantizar la seguridad
material de su monasterio y, con rmeza, obtuvo del Papa Gregorio
IX el llamado Privilegium Paupertatis, que garantizaba el derecho a
vivir sin poseer ningún bien material. [53] Esta opción expresaba la
conanza total en Dios y la conciencia de que la pobreza voluntaria
era una forma de libertad y de profecía. Clara enseñaba a sus herma-
nas que Cristo era su única herencia y que nada debía oscurecer la
comunión con Él. Su vida orante y oculta fue un grito contra la mun-
danidad y una defensa silenciosa de los pobres y olvidados.
66. Santo Domingo de Guzmán, contemporáneo de Francisco,
fundó la Orden de Predicadores con otro carisma, pero con la misma
54 Filópolis en Cristo N° 5 (2025) 27-86
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radicalidad. Deseaba anunciar el Evangelio con la autoridad que bro-
ta de una vida pobre, convencido de que la Verdad necesita testigos
coherentes. El ejemplo de la pobreza de vida acompañaba la Palabra
predicada. Libres del peso de los bienes terrenos, los frailes dominicos
podían dedicarse mejor a la obra principal, es decir, a la predicación.
Iban a las ciudades, sobre todo a aquellas universitarias, para ense-
ñar la verdad de Dios. [54] Al depender de los demás, demostraban
que la fe no se impone, sino que se ofrece. Y, al vivir entre los pobres,
aprendían la verdad del Evangelio “desde abajo”, como discípulos del
Cristo humillado.
67. Las Órdenes mendicantes fueron, así, una respuesta viva a la
exclusión y la indiferencia. No propusieron expresamente reformas
sociales, sino una conversión personal y comunitaria a la lógica del
Reino. La pobreza, en ellos, no era consecuencia de la escasez de bie-
nes, sino una elección libre: hacerse pequeños para acoger a los pe-
queños. Como dijo Tomás de Celano sobre Francisco: «Se deja ver en
él el primer amador de los pobres, [...] despojándose de sus vestidos,
viste con ellos a los pobres, a quienes, si no todavía de hecho, sí de
todo corazón intenta asemejarse». [55] Los mendicantes se han con-
vertido en un signo de una Iglesia peregrina, humilde y fraterna, que
vive entre los pobres no por estrategia proselitista, sino por identidad.
Enseñan que la Iglesia es luz sólo cuando se despoja de todo, y que
la santidad pasa por un corazón humilde y volcado en los pequeños.
La Iglesia y la educación de los pobres
68. Dirigiéndose a algunos educadores, el Papa Francisco recordó
que la educación ha sido siempre una de las expresiones más altas de
la caridad cristiana: «La vuestra es una misión llena de obstáculos
pero también de alegrías. […] Una misión de amor, porque no se pue-
de enseñar sin amar». [56] En este sentido, desde los primeros tiem-
pos, los cristianos se dieron cuenta de que el saber libera, dignica y
acerca a la verdad. Para la Iglesia, enseñar a los pobres era un acto de
justicia y de fe. Inspirada en el ejemplo del Maestro, que enseñaba a
la gente las verdades divinas y humanas, la Iglesia asumió la misión
de formar a los niños y a los jóvenes, especialmente a los más pobres,
55
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en la verdad y el amor. Esta misión tomó forma con la fundación de
Congregaciones dedicadas a la educación popular.
69. En el siglo XVI, san José de Calasanz, impresionado por la
falta de instrucción y formación de los jóvenes pobres de la ciudad de
Roma, en unas salas anejas a la iglesia de Santa Dorotea en el Traste-
vere, creó la primera escuela pública popular gratuita de Europa. Era
la simiente de la que después se desarrollaría, no sin dicultades, la
Orden de Clérigos Regulares Pobres de la Madre de Dios de las Escue-
las Pías, llamados escolapios, con el n de transmitir a los jóvenes «la
ciencia profana, al igual que la sabiduría del Evangelio, enseñándoles
a descubrir en sus acontecimientos personales y en la historia la ac-
ción amorosa de Dios creador y redentor». [57] De hecho, podemos
considerar a este valiente sacerdote como «el verdadero fundador de
la escuela católica moderna, que busca la formación integral del hom-
bre y está abierta a todos». [58] Animado por la misma sensibilidad,
en el siglo XVII san Juan Bautista de La Salle, dándose cuenta de la
injusticia causada por la exclusión de los hijos de obreros y campesi-
nos del sistema educativo de Francia en aquel tiempo, fundó los Her-
manos de las Escuelas Cristianas, con el ideal de ofrecerles educación
gratuita, una sólida formación y un ambiente fraternal. La Salle veía
el aula como un lugar para el desarrollo humano, pero también para
la conversión. Sus escuelas combinaban la oración, el método, la dis-
ciplina y el compartir. Cada niño era considerado un don único de
Dios y el acto de enseñar un servicio al Reino de Dios.
70. Ya en el siglo XIX, también en Francia, san Marcelino Cham-
pagnat fundó el Instituto de los Hermanos Maristas de las Escuelas,
«sensible a las necesidades espirituales y educativas de su época, es-
pecialmente a la ignorancia religiosa y a las situaciones de abandono
que vivía particularmente la juventud», [59] dedicándose de lleno,
en una época en la que el acceso a la educación era todavía privile-
gio de unos pocos, a la misión de educar y evangelizar a los niños
y jóvenes, sobre todo a los más necesitados. Con el mismo espíritu,
en Turín, san Juan Bosco inició la obra salesiana, basada en los tres
principios del “sistema preventivo” —razón, religión y amor— [60] y
el beato Antonio Rosmini fundó el Instituto de la Caridad, en el que
la “caridad intelectual” —junto con la “material” y, en la cúspide, la
56 Filópolis en Cristo N° 5 (2025) 27-86
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“espiritual-pastoral”— se presentaba como una dimensión indispen-
sable para cualquier acción caritativa que mirase al bien y al desarro-
llo integral de la persona. [61]
71. Muchas Congregaciones femeninas fueron también protago-
nistas de esta revolución pedagógica. Las ursulinas, las monjas de la
Orden de la Compañía de María Nuestra Señora, las Maestras Pías
y muchas otras fundadas especialmente en los siglos XVIII y XIX
ocuparon espacios donde el Estado estaba ausente. Crearon escuelas
en pequeños pueblos, en los suburbios y en los barrios obreros. La
educación de las niñas, en particular, se convirtió en una prioridad.
Las religiosas alfabetizaban, evangelizaban, trataban de cuestiones
prácticas de la vida cotidiana, elevaban el espíritu a través del cultivo
de las artes y, sobre todo, formaban conciencias. Su pedagogía era
sencilla: cercanía, paciencia, dulzura. Enseñaban a través de la vida,
antes que con palabras. En tiempos de analfabetismo generalizado
y de exclusión estructural, estas mujeres consagradas eran faros de
esperanza. Su misión era formar el corazón, enseñar a pensar, pro-
mover la dignidad. Combinando una vida de piedad y dedicación al
prójimo, combatieron el abandono con la ternura de quien educa en
nombre de Cristo.
72. Para la fe cristiana, la educación de los pobres no es un favor,
sino un deber. Los pequeños tienen derecho a la sabiduría, como exi-
gencia básica para el reconocimiento de la dignidad humana. Ense-
ñarles es armar su valor, darles las herramientas para transformar
su realidad. La tradición cristiana entiende que el conocimiento es un
don de Dios y una responsabilidad comunitaria. La educación cris-
tiana forma no sólo profesionales, sino personas abiertas al bien, a la
belleza y a la verdad. Por eso, la escuela católica, cuando es el a su
nombre, se convierte en un espacio de inclusión, formación integral y
promoción humana. Así, conjugando fe y cultura, se siembra futuro,
se honra la imagen de Dios y se construye una sociedad mejor.
Acompañar a los migrantes
73. La experiencia de la migración acompaña la historia del pue-
blo de Dios. Abraham parte sin saber adónde va; Moisés conduce a
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un pueblo peregrino por el desierto; María y José huyen con el Niño
a Egipto. El mismo Cristo, que «vino a los suyos, y los suyos no lo
recibieron» (Jn 1,11), vivió entre nosotros como extranjero. Por eso,
la Iglesia siempre ha reconocido en los migrantes una presencia viva
del Señor, que en el día del juicio dirá a los que estén a su derecha:
«Estaba de paso, y me alojaron» (Mt 25,35).
74. En el siglo XIX, cuando millones de europeos emigraban en
busca de mejores condiciones de vida, dos grandes santos se destaca-
ron en la atención pastoral de los migrantes: san Juan Bautista Scala-
brini y santa Francisca Javier Cabrini. Scalabrini, obispo de Piacenza,
fundó los Misioneros de San Carlos para acompañar a los migrantes
en sus comunidades de destino, ofreciéndoles asistencia espiritual,
jurídica y material. Veía en los migrantes destinatarios de una nueva
evangelización, alertando sobre los riesgos de la explotación y la pér-
dida de la fe en tierra extranjera. Respondiendo con generosidad al
carisma que el Señor le había concedido, «Scalabrini miraba más allá,
miraba hacia el futuro, hacia un mundo y una Iglesia sin barreras, sin
extranjeros». [62] Santa Francisca Cabrini, nacida en Italia y natu-
ralizada estadounidense, se convirtió en la primera ciudadana de los
Estados Unidos en ser canonizada. Para cumplir su misión de aten-
der a los emigrantes, cruzó el Atlántico varias veces e «impulsada por
una singular audacia, empezó de la nada la construcción de escuelas,
hospitales y orfanatos para multitud de desheredados que se aven-
turaban a buscar trabajo en el nuevo mundo, sin conocer la lengua
y sin medios que les permitieran una inserción digna en la sociedad
norteamericana, en la que a menudo eran víctimas de personas sin
escrúpulos. Su corazón materno, que no se resignaba jamás, llegaba a
ellos dondequiera que se encontraran: en los tugurios, en las cárceles
y en las minas». [63] En el Año Santo de 1950, el Papa Pío XII la pro-
clamó patrona de todos los migrantes. [64]
75. La tradición de la actividad de la Iglesia con y para los mi-
grantes continúa y hoy ese servicio se expresa en iniciativas como los
centros de acogida para refugiados, las misiones en las fronteras y los
esfuerzos de Cáritas Internacional y otras instituciones. El Magisterio
contemporáneo rearma claramente este compromiso. El Papa Fran-
cisco recordaba que la misión de la Iglesia junto a los migrantes y re-
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fugiados es aún más amplia, insistiendo en que «la respuesta al desa-
fío planteado por las migraciones contemporáneas se puede resumir
en cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar. Pero estos
verbos no se aplican sólo a los migrantes y a los refugiados. Expresan
la misión de la Iglesia en relación a todos los habitantes de las perife-
rias existenciales, que deben ser acogidos, protegidos, promovidos e
integrados». [65] Y añadía: «Cada ser humano es hijo de Dios. En él
está impresa la imagen de Cristo. Se trata, entonces, de que nosotros
seamos los primeros en verlo y así podamos ayudar a los otros a ver
en el emigrante y en el refugiado no sólo un problema que debe ser
afrontado, sino un hermano y una hermana que deben ser acogidos,
respetados y amados, una ocasión que la Providencia nos ofrece para
contribuir a la construcción de una sociedad más justa, una demo-
cracia más plena, un país más solidario, un mundo más fraterno y
una comunidad cristiana más abierta, de acuerdo con el Evangelio».
[66] La Iglesia, como madre, camina con los que caminan. Donde el
mundo ve una amenaza, ella ve hijos; donde se levantan muros, ella
construye puentes. Sabe que el anuncio del Evangelio sólo es creíble
cuando se traduce en gestos de cercanía y de acogida; y que en cada
migrante rechazado, es Cristo mismo quien llama a las puertas de la
comunidad.
Al lado de los últimos
76. La santidad cristiana orece, con frecuencia, en los lugares
más olvidados y heridos de la humanidad. Los más pobres entre los
pobres —los que no sólo carecen de bienes, sino también de voz y de
reconocimiento de su dignidad— ocupan un lugar especial en el cora-
zón de Dios. Son los preferidos del Evangelio, los herederos del Reino
(cf. Lc 6,20). Es en ellos donde Cristo sigue sufriendo y resucitando.
Es en ellos donde la Iglesia redescubre la llamada a mostrar su reali-
dad más auténtica.
77. Santa Teresa de Calcuta, canonizada en 2016, se convirtió en
un icono universal de la caridad vivida hasta el extremo en favor de
los más indigentes, descartados por la sociedad. Fundadora de las
Misioneras de la Caridad, dedicó su vida a los moribundos abando-
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nados en las calles de la India. Recogía a los rechazados, lavaba sus
heridas y los acompañaba hasta el momento de la muerte con una
ternura que era oración. Su amor por los más pobres entre los pobres
la llevaba no sólo a atender sus necesidades materiales, sino también
a anunciarles la buena noticia del Evangelio: «Queremos proclamar
la buena nueva a los pobres de que Dios les ama, de que nosotros les
amamos, de que ellos son alguien para nosotros, de que ellos también
han sido creados por la misma mano amorosa de Dios, para amar
y ser amados. Nuestros pobres son grandes personas, son personas
muy queribles, no necesitan nuestra lástima y simpatía, necesitan
nuestro amor comprensivo. Necesitan nuestro respeto, necesitan que
les tratemos con dignidad». [67] Todo esto nacía de una profunda
espiritualidad que veía el servicio a los más pobres como fruto de la
oración y del amor, que generan la verdadera paz, como recordaba
el Papa Juan Pablo II a los peregrinos que habían acudido a Roma
para su beaticación: «¿Dónde encontró la madre Teresa la fuerza
para ponerse completamente al servicio de los demás? La encontró
en la oración y en la contemplación silenciosa de Jesucristo, de su
santo Rostro y de su Sagrado Corazón. Lo dijo ella misma: “El fruto
del silencio es la oración; el fruto de la oración es la fe; el fruto de la fe
es el amor; el fruto del amor es el servicio; y el fruto del servicio es la
paz” [...]. La oración colmó su corazón de la paz de Cristo y le permitió
irradiarla a los demás». [68] Teresa no se consideraba una lántropa
ni una activista, sino esposa de Cristo crucicado, a quien servía con
amor total en los hermanos que sufrían.
78. En Brasil, santa Dulce de los Pobres, conocida como “el ángel
bueno de Bahía”, encarnó el mismo espíritu evangélico con rasgos
brasileños. Reriéndose a ella y a otras dos religiosas canonizadas
en la misma celebración, el Papa Francisco recordó el amor que pro-
fesaban a los más marginados de la sociedad y armó que las nuevas
santas «nos muestran que la vida consagrada es un camino de amor
en las periferias existenciales del mundo». [69] La hermana Dulce
enfrentó la precariedad con creatividad, los obstáculos con ternura,
la carencia con fe inquebrantable. Comenzó acogiendo a enfermos
en un gallinero, y desde allí fundó una de las mayores obras sociales
del país. Atendía a miles de personas al día, sin perder nunca su
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dulzura. Se hizo pobre con los pobres por amor al sumamente Po-
bre. Vivía con poco, rezaba con fervor y servía con alegría. Su fe no
la alejaba del mundo, sino que la sumía aún más profundamente en
los dolores de los últimos.
79. Se podría recordar también a san Benito Menni y las Herma-
nas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús, junto a las personas
con discapacidades; a san Carlos de Foucauld entre las comunidades
del Sahara; a santa Katharine Drexel, junto a los grupos más desfa-
vorecidos de Norteamérica; a la hermana Emmanuelle con los reco-
lectores de basura en el barrio de Ezbet El Nakhl, en la ciudad de El
Cairo; y a muchísimos más. Cada uno a su manera descubrió que los
más pobres no son meros objetos de compasión, sino maestros del
Evangelio. No se trata de “llevarles a Dios”, sino de encontrarlo entre
ellos. Todos estos ejemplos enseñan que servir a los pobres no es un
gesto de arriba hacia abajo, sino un encuentro entre iguales, donde
Cristo se revela y es adorado. San Juan Pablo II nos recordaba que
«en la persona de los pobres hay una presencia especial [de Cristo],
que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos». [70] Por
lo tanto, cuando la Iglesia se inclina hasta el suelo para cuidar de los
pobres, asume su postura más elevada.
Movimientos populares
80. Debemos reconocer también que, a lo largo de la historia cristia-
na, la ayuda a los pobres y la lucha por sus derechos no han implicado
sólo a los individuos, a algunas familias, a las instituciones o a las comu-
nidades religiosas. Han existido, y existen, varios movimientos popula-
res, integrados por laicos y guiados por líderes populares, muchas veces
bajo sospecha o incluso perseguidos. Me reero a un «conjunto de per-
sonas que no caminan como individuos sino como el entramado de una
comunidad de todos y para todos, que no puede dejar que los más pobres
y débiles se queden atrás. […] Los líderes populares, entonces, son aque-
llos que tienen la capacidad de incorporar a todos. […] No les tienen asco
ni miedo a los jóvenes lastimados y crucicados». [71]
81. Estos líderes populares saben que la solidaridad «también es
luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad,
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la falta de trabajo, la tierra y la vivienda, la negación de los derechos
sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del imperio
del dinero […]. La solidaridad, entendida en su sentido más hondo,
es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos
populares». [72] Por esta razón, cuando las distintas instituciones
piensan en las necesidades de los pobres se requiere «que incluyan
a los movimientos populares y animen las estructuras de gobierno
locales, nacionales e internacionales con ese torrente de energía mo-
ral que surge de la incorporación de los excluidos en la construcción
del destino común». [73] Los movimientos populares, efectivamente,
nos invitan a superar «esa idea de las políticas sociales concebidas
como una política hacia los pobres pero nunca con los pobres, nunca
de los pobres y mucho menos inserta en un proyecto que reunique a
los pueblos». [74] Si los políticos y los profesionales no los escuchan,
«la democracia se atroa, se convierte en un nominalismo, una for-
malidad, pierde representatividad, se va desencarnando porque deja
afuera al pueblo en su lucha cotidiana por la dignidad, en la construc-
ción de su destino». [75] Lo mismo se debe decir de las instituciones
de la Iglesia.
CAPÍTULO CUARTO
UNA HISTORIA QUE CONTINÚA
El siglo de la Doctrina Social de la Iglesia
82. La aceleración de las transformaciones tecnológicas y sociales
de los últimos dos siglos, llena de trágicas contradicciones, no sólo ha
sido sufrida, sino también afrontada y pensada por los pobres. Los
movimientos de trabajadores, de mujeres y de jóvenes, así como la
lucha contra la discriminación racial, han dado lugar a una nueva
conciencia de la dignidad de los marginados. También el aporte de
la Doctrina Social de la Iglesia tiene en sí esta raíz popular que no
se debe olvidar; sería inimaginable su relectura de la revelación cris-
tiana en las modernas circunstancias sociales, laborales, económicas
y culturales sin los laicos cristianos lidiando con los desafíos de su
62 Filópolis en Cristo N° 5 (2025) 27-86
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tiempo. A su lado trabajaron religiosas y religiosos, testigos de una
Iglesia en salida de los caminos ya recorridos. El cambio de época que
estamos afrontando hace hoy aún más necesaria la continua interac-
ción entre los bautizados y el Magisterio, entre los ciudadanos y los
expertos, entre el pueblo y las instituciones. En particular, se recono-
ce nuevamente que la realidad se ve mejor desde los márgenes y que
los pobres son sujetos de una inteligencia especíca, indispensable
para la Iglesia y la humanidad.
83. El Magisterio de los últimos ciento cincuenta años ofrece una
auténtica fuente de enseñanzas referidas a los pobres. De ese modo,
los Obispos de Roma se han hecho voz de nuevas conciencias, toma-
das en consideración para el discernimiento eclesial. Por ejemplo,
en la carta encíclica Rerum novarum (1891), León XIII afrontó la
cuestión del trabajo, poniendo al descubierto la situación intolerable
de muchos obreros de la industria, proponiendo la instauración de
un orden social justo. Otros pontíces también se han expresado en
esta misma línea. Con la encíclica Mater et Magistra (1961) san Juan
XXIII se hizo promotor de una justicia de dimensiones mundiales:
los países ricos no podían permanecer indiferentes ante los países
oprimidos por el hambre y la miseria, sino que estaban llamados a
socorrerlos generosamente con todos sus recursos.
84. El Concilio Vaticano II representa una etapa fundamental en
el discernimiento eclesial en relación a los pobres, a la luz de la Re-
velación. Si bien en los documentos preparatorios este tema fue mar-
ginal, desde el radiomensaje del 11 de septiembre de 1962, a un mes
de la apertura del Concilio, san Juan XXIII centró la atención sobre
el mismo con palabras inolvidables: «La Iglesia se presenta como es y
como quiere ser, como Iglesia de todos, en particular como la Iglesia
de los pobres». [76] Fue pues el gran trabajo de obispos, teólogos y ex-
pertos preocupados por la renovación de la Iglesia ―con el apoyo del
mismo san Juan XXIII― lo que reorientó el Concilio. Es fundamental
la naturaleza cristocéntrica, es decir, doctrinal y no sólo social, de tal
fermento. Numerosos padres conciliares, en efecto, favorecieron la
consolidación de la conciencia, bien expresada por el cardenal Lerca-
ro en su memorable intervención del 6 de diciembre de 1962, de que
«el misterio de Cristo en la Iglesia es siempre, pero sobre todo hoy,
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el misterio de Cristo en los pobres», [77] y de que «no se trata de un
tema más, sino que en cierto sentido es el único tema de todo el Va-
ticano II». [78] El arzobispo de Bolonia, preparando el texto de esta
intervención, anotaba: «Esta es la hora de los pobres, de los millones
de pobres que están en toda la tierra, esta es la hora del misterio de
la Iglesia madre de los pobres, esta es la hora del misterio de Cristo
sobre todo en el pobre». [79] Se perlaba de ese modo la necesidad de
una nueva forma eclesial, más sencilla y sobria, que implicase a todo
el pueblo de Dios y a su gura histórica. Una Iglesia más semejante a
su Señor que a las potencias mundanas, dirigida a estimular en toda
la humanidad un compromiso concreto para resolver el gran proble-
ma de la pobreza en el mundo.
85. San Pablo VI, con ocasión de la apertura de la segunda sesión
del Concilio, retomó el tema planteado por su predecesor respecto a
la Iglesia que mira con particular interés «a los pobres, a los necesi-
tados, a los aigidos, a los hambrientos, a los enfermos, a los encar-
celados, es decir, mira a toda la humanidad que sufre y que llora; ésta
le pertenece por derecho evangélico». [80] En la Audiencia general
del 11 de noviembre de 1964, subrayó que «el pobre es representante
de Cristo» y, acercando la imagen del Señor en los últimos a la que
se maniesta en el Papa, armó: «La representación de Cristo en el
pobre es universal, todo pobre reeja a Cristo; la del Papa es personal.
[…] El pobre y Pedro pueden coincidir, pueden ser la misma perso-
na, revestida de una doble representación: la de la pobreza y la de la
autoridad». [81] De ese modo, el vínculo intrínseco entre la Iglesia y
los pobres era expresado simbólicamente con una original claridad.
86. En la constitución pastoral Gaudium et spes, actualizando
la herencia de los Padres de la Iglesia , el Concilio armó con fuer-
za el destino universal de los bienes de la tierra y la función social
de la propiedad que deriva de ello: «Dios ha destinado la tierra y
cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En
consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos […]. Por tanto,
el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legí-
timamente posee como exclusivamente suyas, sino también como
comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino
también a los demás. Por lo demás, el derecho a poseer una parte de
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bienes suciente para mismos y para sus familias es un derecho
que a todos corresponde. […] Quien se halla en situación de necesi-
dad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario
para sí. […] La misma propiedad privada tiene también, por su mis-
ma naturaleza, una índole social, cuyo fundamento reside en el des-
tino común de los bienes. Cuando esta índole social es descuidada,
la propiedad muchas veces se convierte en ocasión de ambiciones y
graves desórdenes». [82] Esta convicción fue impulsada nuevamen-
te por san Pablo VI en la encíclica Populorum progressio, donde
leemos que nadie puede considerarse autorizado a «reservarse en
uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad cuando a los de-
más les falta lo necesario». [83] En su intervención en las Naciones
Unidas, el Papa Montini se presentó como el abogado de los pueblos
pobres, [84] solicitando a la comunidad internacional la edicación
de un mundo solidario.
87. Con san Juan Pablo II se consolida, al menos en el ámbito
doctrinal, la relación preferencial de la Iglesia con los pobres. Su
magisterio ha reconocido, en efecto, que la opción por los pobres es
una «forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristia-
na, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia». [85] En
la encíclica Sollicitudo rei socialis escribe también que hoy, vista la
dimensión mundial que ha adquirido la cuestión social, «este amor
preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de
abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos,
sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un
futuro mejor: no se puede olvidar la existencia de esta realidad. Ig-
norarlo signicaría parecernos al “rico epulón” que ngía no conocer
al mendigo Lázaro, postrado a su puerta (cf. Lc 16,19-31)». [86] Su
enseñanza sobre el trabajo adquiere importancia cuando queremos
pensar en el rol activo de los pobres en la renovación de la Iglesia y
de la sociedad, dejando atrás el paternalismo de la mera asistencia de
sus necesidades inmediatas. En la encíclica Laborem exercens arma
que «el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial, de toda
la cuestión social». [87]
88. Frente a las múltiples crisis que han caracterizado el co-
mienzo del tercer milenio, la lectura de Benedicto XVI se hace más
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marcadamente política. Así, en la carta encíclica Caritas in veri-
tate arma que «se ama al prójimo tanto más ecazmente, cuanto
más se trabaja por un bien común que responda también a sus
necesidades reales». [88] Además, observa que «el hambre no de-
pende tanto de la escasez material, cuanto de la insuciencia de
recursos sociales, el más importante de los cuales es de tipo insti-
tucional. Es decir, falta un sistema de instituciones económicas ca-
paces, tanto de asegurar que se tenga acceso al agua y a la comida
de manera regular y adecuada desde el punto de vista nutricional,
como de afrontar las exigencias relacionadas con las necesidades
primarias y con las emergencias de crisis alimentarias reales, pro-
vocadas por causas naturales o por la irresponsabilidad política
nacional e internacional». [89]
89. El Papa Francisco ha reconocido cómo, además del magis-
terio de los Obispos de Roma, en los últimos decenios se han hecho
cada vez más frecuentes los posicionamientos adoptados por las
Conferencias episcopales nacionales y regionales al respecto. Por
ejemplo, él pudo testimoniar en primera persona el compromiso
particular del episcopado latinoamericano al reexionar sobre la
relación de la Iglesia con los pobres. En el período postconciliar,
en casi todos los países de América Latina se sintió fuertemente la
identicación de la Iglesia con los pobres y la participación activa
en su rescate. Fue el corazón mismo de la Iglesia el que se con-
movió ante tanta gente pobre que sufría desempleo, subempleo,
salarios inicuos y estaba obligada a vivir en condiciones misera-
bles. El martirio de san Óscar Romero, arzobispo de San Salvador,
fue al mismo tiempo un testimonio y una exhortación viva para la
Iglesia. Él sintió como propio el drama de la gran mayoría de sus
eles y los hizo el centro de su opción pastoral. Las Conferencias
del Episcopado Latinoamericano en Medellín, Puebla, Santo Do-
mingo y Aparecida constituyen etapas signicativas también para
toda la Iglesia. Yo mismo, misionero durante largos años en Perú,
debo mucho a este camino de discernimiento eclesial, que el Papa
Francisco ha sabido unir sabiamente al de otras Iglesias particu-
lares, especialmente las del Sur global. Ahora quisiera referirme a
dos temas especícos de este magisterio episcopal.
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Estructuras de pecado que causan
pobreza y desigualdades extremas
90. En Medellín, los obispos se pronunciaron en favor de la opción
preferencial por los pobres: «Cristo nuestro Salvador, no sólo amó a
los pobres, sino que “siendo rico se hizo pobre”, vivió en la pobreza,
centró su misión en el anuncio a los pobres de su liberación y fundó su
Iglesia como signo de esa pobreza entre los hombres. [...] La pobreza
de tantos hermanos clama justicia, solidaridad, testimonio, compro-
miso, esfuerzo y superación para el cumplimiento pleno de la misión
salvíca encomendada por Cristo». [90] Los obispos armaron con
fuerza que la Iglesia, para ser plenamente el a su vocación, no sólo
debe compartir la condición de los pobres, sino también ponerse de
su lado, comprometiéndose diligentemente en su promoción inte-
gral. La Conferencia de Puebla, ante el agravamiento de la pobreza
en América Latina, conrmó la decisión de Medellín con una opción
franca y profética en favor de los pobres, y calicó las estructuras de
injusticia como “pecado social”.
91. La caridad es una fuerza que cambia la realidad, una autén-
tica potencia histórica de cambio. Es la fuente a la que debe hacer
referencia todo compromiso para «resolver las causas estructurales
de la pobreza», [91] y llevarlo a cabo urgentemente. Hago votos, por
lo tanto, para «que crezca el número de políticos capaces de entrar
en un auténtico diálogo que se oriente ecazmente a sanar las raíces
profundas y no la apariencia de los males de nuestro mundo», [92]
porque «se trata de escuchar el clamor de pueblos enteros, de los pue-
blos más pobres de la tierra». [93]
92. Por lo tanto, es preciso seguir denunciando la “dictadura de
una economía que mata” y reconocer que «mientras las ganancias
de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan
cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequi-
librio proviene de ideologías que deenden la autonomía absoluta
de los mercados y la especulación nanciera. De ahí que nieguen el
derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien
común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que
impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas». [94]
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Aunque no faltan diferentes teorías que intentan justicar el estado
actual de las cosas, o explicar que la racionalidad económica nos exi-
ge que esperemos a que las fuerzas invisibles del mercado resuelvan
todo, la dignidad de cada persona humana debe ser respetada ahora,
no mañana, y la situación de miseria de muchas personas a quienes
esta dignidad se niega debe ser una llamada constante para nuestra
conciencia.
93. En la encíclica Dilexit nos, el Papa Francisco ha recordado
cómo el pecado social toma la forma de “estructura de pecado” en
la sociedad, que «muchas veces […] se inserta en una mentalidad
dominante que considera normal o racional lo que no es más que
egoísmo e indiferencia. Este fenómeno se puede denir “alienación
social”». [95] Se vuelve normal ignorar a los pobres y vivir como si
no existieran. Se presenta como elección racional organizar la econo-
mía pidiendo sacricios al pueblo, para alcanzar ciertos objetivos que
interesan a los poderosos; mientras que a los pobres sólo les quedan
promesas de “gotas” que caerán, hasta que una nueva crisis global los
lleve de regreso a la situación anterior. Es una auténtica alienación
aquella que lleva sólo a encontrar excusas teóricas y no a tratar de
resolver hoy los problemas concretos de los que sufren. Lo decía ya
san Juan Pablo II: «Está alienada una sociedad que, en sus formas
de organización social, de producción y consumo, hace más difícil la
realización de esta donación y la formación de esa solidaridad inter-
humana». [96]
94. Debemos comprometernos cada vez más para resolver las
causas estructurales de la pobreza. Es una urgencia que «no puede
esperar, no sólo por una exigencia pragmática de obtener resultados
y de ordenar la sociedad, sino para sanarla de una enfermedad que la
vuelve frágil e indigna y que sólo podrá llevarla a nuevas crisis. Los
planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, sólo deberían
pensarse como respuestas pasajeras». [97] La falta de equidad «es
raíz de los males sociales». [98] En efecto, «muchas veces se percibe
que, de hecho, los derechos humanos no son iguales para todos». [99]
95. Resulta que «en el vigente modelo “exitista” y “privatista” no
parece tener sentido invertir para que los lentos, débiles o menos
dotados puedan abrirse camino en la vida». [100] La pregunta re-
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currente es siempre la misma: ¿los menos dotados no son personas
humanas? ¿Los débiles no tienen nuestra misma dignidad? ¿Los que
nacieron con menos posibilidades valen menos como seres humanos,
y sólo deben limitarse a sobrevivir? De nuestra respuesta a estos in-
terrogantes depende el valor de nuestras sociedades y también nues-
tro futuro. O reconquistamos nuestra dignidad moral y espiritual, o
caemos como en un pozo de suciedad. Si no nos detenemos a tomar
las cosas en serio continuaremos así, de manera explícita o disimula-
da, legitimando «el modelo distributivo actual, donde una minoría se
cree con el derecho de consumir en una proporción que sería imposi-
ble generalizar, porque el planeta no podría ni siquiera contener los
residuos de semejante consumo». [101]
96. Entre las cuestiones estructurales —que no es posible imagi-
nar que se resuelvan de lo alto y que requieren ser asumidas lo antes
posible— está el tema de los lugares, los espacios, las casas y las ciuda-
des donde los pobres viven y transitan. Lo sabemos, «¡qué hermosas
son las ciudades que superan la desconanza enfermiza e integran a
los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor de de-
sarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño arquitec-
tónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen
el reconocimiento del otro!». [102] Al mismo tiempo, «no podemos
dejar de considerar los efectos de la degradación ambiental, del actual
modelo de desarrollo y de la cultura del descarte en la vida de las per-
sonas». [103] De hecho, «el deterioro del ambiente y el de la sociedad
afectan de un modo especial a los más débiles del planeta». [104]
97. Por consiguiente, es responsabilidad de todos los miembros
del pueblo de Dios hacer oír, de diferentes maneras, una voz que des-
pierte, que denuncie y que se exponga, aun a costo de parecer “es-
túpidos”. Las estructuras de injusticia deben ser reconocidas y des-
truidas con la fuerza del bien, a través de un cambio de mentalidad,
pero también con la ayuda de las ciencias y la técnica, mediante el
desarrollo de políticas ecaces en la transformación de la sociedad.
Siempre debe recordarse que la propuesta del Evangelio no es sólo
la de una relación individual e íntima con el Señor. La propuesta es
más amplia: «es el Reino de Dios (cf. Lc 4,43); se trata de amar a Dios
que reina en el mundo. En la medida en que Él logre reinar entre
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nosotros, la vida social será ámbito de fraternidad, de justicia, de paz,
de dignidad para todos. Entonces, tanto el anuncio como la experien-
cia cristiana tienden a provocar consecuencias sociales. Buscamos su
Reino». [105]
98. En n, un documento que al principio no fue bien acogido
por algunos, nos ofrece una reexión siempre actual: «A los defen-
sores de “la ortodoxia”, se dirige a veces el reproche de pasividad, de
indulgencia o de complicidad culpables respecto a situaciones de in-
justicia intolerables y de los regímenes políticos que las mantienen.
La conversión espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo,
el celo por la justicia y la paz, el sentido evangélico de los pobres y
de la pobreza, son requeridos a todos, y especialmente a los pastores
y a los responsables. La preocupación por la pureza de la fe ha de ir
unida a la preocupación por aportar, con una vida teologal integral, la
respuesta de un testimonio ecaz de servicio al prójimo, y particular-
mente al pobre y al oprimido». [106]
Los pobres como sujetos
99. Un don fundamental para el camino de la Iglesia universal
está representado por el discernimiento de la Conferencia de Apare-
cida, donde los obispos latinoamericanos explicitaron que la opción
preferencial de la Iglesia por los pobres «está implícita en la fe cris-
tológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enri-
quecernos con su pobreza». [107] En el documento se contextualiza la
misión en la actual situación del mundo globalizado, con sus nuevos
y dramáticos desequilibrios, [108] y los obispos, en el mensaje nal,
escriben: «Las agudas diferencias entre ricos y pobres nos invitan a
trabajar con mayor empeño en ser discípulos que saben compartir la
mesa de la vida, mesa de todos los hijos e hijas del Padre, mesa abier-
ta, incluyente, en la que no falte nadie. Por eso rearmamos nuestra
opción preferencial y evangélica por los pobres». [109]
100. Al mismo tiempo, el documento —profundizando un tema
ya presente en las Conferencias precedentes del episcopado de Amé-
rica Latina— insiste en la necesidad de considerar a las comunidades
marginadas como sujetos capaces de crear su propia cultura, más que
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como objetos de benecencia. Esto implica que dichas comunidades
tienen el derecho de vivir el Evangelio, de celebrar y comunicar la fe
según los valores presentes en su cultura. La experiencia de la pobre-
za les da la capacidad para reconocer aspectos de la realidad que otros
no son capaces de ver, y por esta razón la sociedad necesita escuchar-
los. Lo mismo vale para la Iglesia, que debe valorizar positivamente la
manera “popular” que ellos tienen de vivir la fe. Un hermoso texto del
documento nal de Aparecida nos ayuda a reexionar sobre este pun-
to, para encontrar la actitud correcta: «Sólo la cercanía que nos hace
amigos nos permite apreciar profundamente los valores de los pobres
de hoy, sus legítimos anhelos y su modo propio de vivir la fe. [...] Día
a día, los pobres se hacen sujetos de la evangelización y de la promo-
ción humana integral: educan a sus hijos en la fe, viven una constante
solidaridad entre parientes y vecinos, buscan constantemente a Dios
y dan vida al peregrinar de la Iglesia. A la luz del Evangelio reconoce-
mos su inmensa dignidad y su valor sagrado a los ojos de Cristo, po-
bre como ellos y excluido entre ellos. Desde esta experiencia creyente,
compartiremos con ellos la defensa de sus derechos». [110]
101. Todo esto comporta la presencia de un aspecto en la opción
por los pobres que debemos recordar constantemente: esta opción,
en efecto, exige de nuestra parte «una atención puesta en el otro […].
Esta atención amante es el inicio de una verdadera preocupación por
su persona, a partir de la cual deseo buscar efectivamente su bien.
Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de
ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe. El verdadero amor
siempre es contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad
o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia. […]
Sólo desde esta cercanía real y cordial podemos acompañarlos ade-
cuadamente en su camino de liberación». [111] Por esta razón, dirijo
un sincero agradecimiento a todos los que han escogido vivir entre los
pobres; es decir, a aquellos que no van a visitarlos de vez en cuando,
sino que viven con ellos y como ellos. Esta es una opción que debe
encontrar lugar entre las formas más altas de vida evangélica.
102. En esta perspectiva, aparece claramente la necesidad de que
«todos nos dejemos evangelizar» [112] por los pobres, y que todos re-
conozcamos «la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos
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a través de ellos». [113] Crecidos en la extrema precariedad, apren-
diendo a sobrevivir en medio de las condiciones más difíciles, con-
ando en Dios con la certeza de que nadie más los toma en serio,
ayudándose mutuamente en los momentos más oscuros, los pobres
han aprendido muchas cosas que conservan en el misterio de su cora-
zón. Aquellos entre nosotros que no han experimentado situaciones
similares, de una vida vivida en el límite, seguramente tienen mucho
que recibir de esa fuente de sabiduría que constituye la experiencia de
los pobres. Sólo comparando nuestras quejas con sus sufrimientos y
privaciones, es posible recibir un reproche que nos invite a simplicar
nuestra vida.
CAPÍTULO QUINTO
UN DESAFÍO PERMANENTE
103. He decidido recordar esta bimilenaria historia de atención
eclesial a los pobres y con los pobres para mostrar que ésta forma
parte esencial del camino ininterrumpido de la Iglesia. El cuidado de
los pobres forma parte de la gran Tradición de la Iglesia, como un faro
de luz que, desde el Evangelio, ha iluminado los corazones y los pasos
de los cristianos de todos los tiempos. Por tanto, debemos sentir la ur-
gencia de invitar a todos a sumergirse en este río de luz y de vida que
proviene del reconocimiento de Cristo en el rostro de los necesitados
y de los que sufren. El amor a los pobres es un elemento esencial de
la historia de Dios con nosotros y, desde el corazón de la Iglesia, pro-
rrumpe como una llamada continua en los corazones de los creyentes,
tanto en las comunidades como en cada uno de los eles. La Iglesia,
en cuanto Cuerpo de Cristo, siente como su propia “carne” la vida de
los pobres, que son parte privilegiada del pueblo que va en camino.
Por esta razón, el amor a los que son pobres —en cualquier modo en
que se manieste dicha pobreza— es la garantía evangélica de una
Iglesia el al corazón de Dios. De hecho, cada renovación eclesial ha
tenido siempre como prioridad la atención preferencial por los po-
bres, que se diferencia, tanto en las motivaciones como en el estilo, de
las actividades de cualquier otra organización humanitaria.
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104. El cristiano no puede considerar a los pobres sólo como un
problema social; estos son una “cuestión familiar”, son “de los nues-
tros”. Nuestra relación con ellos no se puede reducir a una actividad o
a una ocina de la Iglesia. Como enseña la Conferencia de Aparecida,
«se nos pide dedicar tiempo a los pobres, prestarles una amable aten-
ción, escucharlos con interés, acompañarlos en los momentos más
difíciles, eligiéndolos para compartir horas, semanas o años de nues-
tra vida, y buscando, desde ellos, la transformación de su situación.
No podemos olvidar que el mismo Jesús lo propuso con su modo de
actuar y con sus palabras». [114]
El buen samaritano de nuevo
105. La cultura dominante de los inicios de este milenio instiga a
abandonar a los pobres a su propio destino, a no juzgarlos dignos de
atención y mucho menos de aprecio. En la encíclica Fratelli tutti el
Papa Francisco nos invitaba a reexionar sobre la parábola del buen
samaritano (cf. Lc 10,25-37), precisamente para profundizar en este
punto. En dicha parábola vemos que, frente a aquel hombre herido y
abandonado en el camino, las actitudes de aquellos que pasan son dis-
tintas. Sólo el buen samaritano se ocupa de cuidarlo. Entonces vuel-
ve la pregunta que interpela a cada uno en primera persona: «¿Con
quién te identicas? Esta pregunta es cruda, directa y determinante.
¿A cuál de ellos te pareces? Nos hace falta reconocer la tentación que
nos circunda de desentendernos de los demás; especialmente de los
más débiles. Digámoslo, hemos crecido en muchos aspectos, aunque
somos analfabetos en acompañar, cuidar y sostener a los más frágiles
y débiles de nuestras sociedades desarrolladas. Nos acostumbramos a
mirar para el costado, a pasar de lado, a ignorar las situaciones hasta
que estas nos golpean directamente». [115]
106. Y nos hace mucho bien descubrir que aquella escena del
buen samaritano se repite también hoy. Recordemos esta situación
de nuestros días: «Cuando encuentro a una persona durmiendo a la
intemperie, en una noche fría, puedo sentir que ese bulto es un im-
previsto que me interrumpe, un delincuente ocioso, un estorbo en
mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema que
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deben resolver los políticos, y quizá hasta una basura que ensucia el
espacio público. O puedo reaccionar desde la fe y la caridad, y reco-
nocer en él a un ser humano con mi misma dignidad, a una creatura
innitamente amada por el Padre, a una imagen de Dios, a un her-
mano redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos! ¿O acaso puede
entenderse la santidad al margen de este reconocimiento vivo de la
dignidad de todo ser humano?». [116] ¿Qué hizo el buen samaritano?
107. La pregunta se vuelve urgente, porque nos ayuda a darnos
cuenta de una grave falta en nuestras sociedades y también en nues-
tras comunidades cristianas. El hecho es que muchas formas de indi-
ferencia que hoy encontramos «son signos de un estilo de vida gene-
ralizado, que se maniesta de diversas maneras, quizás más sutiles.
Además, como todos estamos muy concentrados en nuestras propias
necesidades, ver a alguien sufriendo nos molesta, nos perturba, por-
que no queremos perder nuestro tiempo por culpa de los problemas
ajenos. Estos son síntomas de una sociedad enferma, porque busca
construirse de espaldas al dolor. Mejor no caer en esa miseria. Mire-
mos el modelo del buen samaritano». [117] Las últimas palabras de
la parábola evangélica —«Ve, y procede tú de la misma manera» ( Lc
10,37)— son un mandamiento que un cristiano debe oír resonar cada
día en su corazón.
Un desafío ineludible para la Iglesia de hoy
108. En una época particularmente difícil para la Iglesia de Roma,
cuando las instituciones imperiales estaban colapsando bajo la pre-
sión de los bárbaros, san Gregorio Magno amonestaba a sus eles de
este modo: «Todos los días, si lo buscamos, hallamos a Lázaro, y, aun-
que no lo busquemos, le tenemos a la vista. Ved que a todas horas se
presentan los pobres y que ahora nos piden ellos, que luego vendrán
como intercesores nuestros. [...] No perdáis el tiempo de la miseri-
cordia; no hagáis caso omiso de los remedios que habéis recibido».
[118] No sin valentía, él desaaba los prejuicios generalizados hacia
los pobres, como los de quienes los consideraban responsables de su
propia miseria: «Cuando veis que algunos pobres hacen algunas co-
sas reprensibles: no los despreciéis, no desconéis, porque tal vez la
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fragua de la pobreza purica el exceso de alguna maldad pequeñísima
que los mancha». [119] No pocas veces, la riqueza nos vuelve ciegos,
hasta el punto de pensar que nuestra felicidad sólo puede realizarse
si logramos prescindir de los demás. En esto, los pobres pueden ser
para nosotros como maestros silenciosos, devolviendo nuestro orgu-
llo y arrogancia a una justa humildad.
109. Si es verdad que los pobres son sostenidos por quienes tienen
medios económicos, también se puede armar con certeza lo contra-
rio. Esta es una sorprendente experiencia corroborada por la misma
tradición cristiana y que se vuelve un verdadero punto de inexión en
nuestra vida personal, cuando caemos en la cuenta de que justamente
los pobres son quienes nos evangelizan. ¿De qué manera? Los pobres,
en el silencio de su misma condición, nos colocan frente a la realidad
de nuestra debilidad. El anciano, por ejemplo, con la debilidad de su
cuerpo, nos recuerda nuestra vulnerabilidad, aun cuando buscamos
esconderla detrás del bienestar o de la apariencia. Además, los pobres
nos hacen reexionar sobre la precariedad de aquel orgullo agresivo
con el que frecuentemente afrontamos las dicultades de la vida. En
esencia, ellos revelan nuestra fragilidad y el vacío de una vida aparen-
temente protegida y segura. Al respecto, volvemos a escuchar estas
palabras de san Gregorio Magno: «Nadie, pues, se cuente seguro di-
ciendo: Ea, yo no robo lo ajeno, sino que disfruto buenamente de los
bienes que he recibido; porque este rico no fue castigado precisamen-
te por robar lo ajeno, sino porque malamente reservó para sí solo los
bienes que había recibido. También le llevó al inerno esto: el no vivir
temeroso en medio de su felicidad, el hacer servir a su arrogancia los
dones recibidos, el no tener entrañas de caridad». [120]
110. Para nosotros cristianos, la cuestión de los pobres conduce
a lo esencial de nuestra fe. La opción preferencial por los pobres, es
decir, el amor de la Iglesia hacia ellos, como enseñaba san Juan Pablo
II, «es determinante y pertenece a su constante tradición, la impulsa
a dirigirse al mundo en el cual, no obstante el progreso técnico-eco-
nómico, la pobreza amenaza con alcanzar formas gigantescas». [121]
La realidad es que los pobres para los cristianos no son una categoría
sociológica, sino la misma carne de Cristo. En efecto, no es suciente
limitarse a enunciar en modo general la doctrina de la encarnación de
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Dios; para adentrarse en serio en este misterio, en cambio, es nece-
sario especicar que el Señor se hace carne, carne que tiene hambre,
que tiene sed, que está enferma, encarcelada. «Una Iglesia pobre para
los pobres empieza con ir hacia la carne de Cristo. Si vamos hacia la
carne de Cristo, comenzamos a entender algo, a entender qué es esta
pobreza, la pobreza del Señor. Y esto no es fácil». [122]
111. El corazón de la Iglesia, por su misma naturaleza, es solidario
con aquellos que son pobres, excluidos y marginados, con aquellos
que son considerados un “descarte” de la sociedad. Los pobres es-
tán en el centro de la Iglesia, porque es desde la «fe en Cristo hecho
pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, [que] brota la pre-
ocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la
sociedad». [123] En el corazón de cada el se encuentra «la exigencia
de escuchar este clamor [que] brota de la misma obra liberadora de la
gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se trata de una misión
reservada sólo a algunos». [124]
112. A veces se percibe en algunos movimientos o grupos cristianos
la carencia o incluso la ausencia del compromiso por el bien común
de la sociedad y, en particular, por la defensa y la promoción de los
más débiles y desfavorecidos. A este respecto, es necesario recordar
que la religión, especialmente la cristiana, no puede limitarse al ám-
bito privado, como si los eles no tuvieran que preocuparse también
de los problemas relativos a la sociedad civil y de los acontecimientos
que afectan a los ciudadanos. [125]
113. En realidad, «cualquier comunidad de la Iglesia, en la medi-
da en que pretenda subsistir tranquila sin ocuparse creativamente y
cooperar con eciencia para que los pobres vivan con dignidad y para
incluir a todos, también correrá el riesgo de la disolución, aunque ha-
ble de temas sociales o critique a los gobiernos. Fácilmente terminará
sumida en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas reli-
giosas, con reuniones infecundas o con discursos vacíos». [126]
114. No estamos hablando sólo de la asistencia y del necesario
compromiso por la justicia. Los creyentes deben darse cuenta de
otra forma de incoherencia respecto a los pobres. En verdad, «la
peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención
espiritual […]. La opción preferencial por los pobres debe traducirse
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principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria».
[127] No obstante, esta atención espiritual hacia los pobres es puesta
en discusión por ciertos prejuicios, también por parte de cristianos,
porque nos sentimos más a gusto sin los pobres. Hay quienes siguen
diciendo: “Nuestra tarea es rezar y enseñar la verdadera doctrina”.
Pero, desvinculando este aspecto religioso de la promoción integral,
agregan que sólo el gobierno debería encargarse de ellos, o que sería
mejor dejarlos en la miseria, para que aprendan a trabajar. A veces,
sin embargo, se asumen criterios pseudocientícos para decir que la
libertad de mercado traerá espontáneamente la solución al proble-
ma de la pobreza. O incluso, se opta por una pastoral de las llamadas
élites, argumentando que, en vez de perder el tiempo con los pobres,
es mejor ocuparse de los ricos, de los poderosos y de los profesiona-
les, para que, por medio de ellos, se puedan alcanzar soluciones más
ecaces. Es fácil percibir la mundanidad que se esconde detrás de
estas opiniones; estas nos llevan a observar la realidad con criterios
superciales y desprovistos de cualquier luz sobrenatural, prerien-
do círculos sociales que nos tranquilizan o buscando privilegios que
nos acomodan.
Aún hoy, dar
115. Es bueno dedicar una última palabra a la limosna, que hoy no
goza de buena fama, a menudo incluso entre los creyentes. No sólo
no se practica, sino que además se desprecia. Por un lado, conrmo
que la ayuda más importante para una persona pobre es promover-
la a tener un buen trabajo, para que pueda ganarse una vida más
acorde a su dignidad, desarrollando sus capacidades y ofreciendo su
esfuerzo personal. El hecho es que «la falta de trabajo es mucho más
que la falta de una fuente de ingresos para poder vivir. El trabajo
es también esto, pero es mucho, mucho más. Trabajando nosotros
nos hacemos más persona, nuestra humanidad orece, los jóvenes
se convierten en adultos solamente trabajando. La Doctrina Social
de la Iglesia ha visto siempre el trabajo humano como participación
en la creación que continúa cada día, también gracias a las manos,
a la mente y al corazón de los trabajadores». [128] Por otro lado, si
77
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A la escucha del Magisterio. Dilexi te
aún no existe esta posibilidad concreta, no podemos correr el riesgo
de dejar a una persona abandonada a su suerte, sin lo indispensable
para vivir dignamente. Y, por tanto, la limosna sigue siendo un mo-
mento necesario de contacto, de encuentro y de identicación con la
situación de los demás.
116. Es evidente, para quien ama de verdad, que la limosna no
exime de sus responsabilidades a las autoridades competentes, ni
elimina el compromiso organizado de las instituciones, y mucho
menos sustituye la lucha legítima por la justicia. Sin embargo, invita
al menos a detenerse y a mirar al pobre a la cara, a tocarle y com-
partir con él algo de lo suyo. De cualquier manera, la limosna, por
pequeña que sea, infunde pietas en una vida social en la que todos
se preocupan de su propio interés personal. Dice el libro de los Pro-
verbios: «El hombre generoso será bendecido, porque comparte su
pan con el pobre» (Pr 22,9).
117. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento contienen au-
ténticos himnos a la limosna: «Pero tú sé indulgente con el humilde
y no le hagas esperar tu limosna, […] que el tesoro encerrado en tus
graneros sea la limosna, y ella te preservará de todo mal» (Si 29,8.12).
Y Jesús retoma esta enseñanza: «Vendan sus bienes y denlos como
limosna. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro
inagotable en el cielo» (Lc 12,33).
118. A san Juan Crisóstomo se le atribuía esta exhortación: «La
limosna es el ala de la oración; si no le das alas a la oración, no
volará». [129] Y san Gregorio Nacianceno concluía una de sus cé-
lebres oraciones con estas palabras: «En verdad, si en algo conáis
en mí, siervos de Cristo, hermanos y coherederos, mientras llega
el momento, visitemos a Cristo, curemos a Cristo, alimentemos a
Cristo, vistamos a Cristo, hospedemos a Cristo, honremos a Cristo;
no sólo en la mesa, como algunos; ni con perfumes, como María;
no sólo en el sepulcro, como José de Arimatea; ni con lo relativo a
la sepultura, como Nicodemo, que amaba a Cristo a medias; ni con
oro, incienso y mirra, como los Magos, anteriores a los mencio-
nados; sino puesto que el Señor del universo quiere misericordia
y no sacricio […], ofrezcámosle esa compasión por medio de los
necesitados y de los que ahora se encuentran arrojados por tierra,
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para que, cuando salgamos de aquí abajo, seamos recibidos en las
moradas eternas». [130]
119. Hay que alimentar el amor y las convicciones más pro-
fundas, y eso se hace con gestos. Permanecer en el mundo de las
ideas y las discusiones, sin gestos personales, asiduos y since-
ros, sería la perdición de nuestros sueños más preciados. Por esta
sencilla razón, como cristianos, no renunciamos a la limosna. Es
un gesto que se puede hacer de diferentes formas, y que podemos
intentar hacer de la manera más eficaz, pero es preciso hacerlo.
Y siempre será mejor hacer algo que no hacer nada. En todo caso
nos llegará al corazón. No será la solución a la pobreza mundial,
que hay que buscar con inteligencia, tenacidad y compromiso so-
cial. Pero necesitamos practicar la limosna para tocar la carne
sufriente de los pobres.
120. El amor cristiano supera cualquier barrera, acerca a los
lejanos, reúne a los extraños, familiariza a los enemigos, atraviesa
abismos humanamente insuperables, penetra en los rincones más
ocultos de la sociedad. Por su naturaleza, el amor cristiano es pro-
fético, hace milagros, no tiene límites: es para lo imposible. El amor
es ante todo un modo de concebir la vida, un modo de vivirla. Pues
bien, una Iglesia que no pone límites al amor, que no conoce enemi-
gos a los que combatir, sino sólo hombres y mujeres a los que amar,
es la Iglesia que el mundo necesita hoy.
121. Ya sea a través del trabajo que ustedes realizan, o de su com-
promiso por cambiar las estructuras sociales injustas, o por medio
de esos gestos sencillos de ayuda, muy cercanos y personales, será
posible para aquel pobre sentir que las palabras de Jesús son para él:
«Yo te he amado» (Ap 3,9).
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 4 de octubre, memoria de
San Francisco de Asís, del año 2025, primero de mi Ponticado.
LEÓN PP. XIV
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[1] Francisco, Carta enc. Dilexit nos (24 octubre 2024), 170: AAS 116
(2024), 1422.
[2] Ibíd., 171: AAS 116 (2024), 1422-1423.
[3] Id., Exhort. ap. Gaudete et exsultate (19 marzo 2018), 96: AAS 110
(2018), 1137.
[4] Francisco, Encuentro con los representantes de los medios de co-
municación (16 marzo 2013): AAS 105 (2013), 381.
[5] J. Bergoglio – A. Skorka, Sobre el cielo y la tierra, Buenos Aires
2013, 214.
[6] S. Pablo VI, Homilía en la Santa Misa concelebrada durante la
última sesión pública del Concilio Ecuménico Vaticano II (7 di-
ciembre 1965): AAS 58 (1966), 55-56.
[7] Cf. Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre
2013), 187: AAS 105 (2013), 1098.
[8] Ibíd., 212: AAS 105 (2013), 1108.
[9] Id., Carta. enc. Fratelli tutti (3 octubre 2020), 23: AAS 112
(2020), 977.
[10] Ibíd., 21: AAS 112 (2020), 976.
[11] Consejo de las Comunidades Europeas, Decisión (85/8/CEE)
relativa a una acción comunitaria especíca de lucha contra la
pobreza (19 diciembre 1984), art. 1, par. 2: Diario Ocial de las
Comunidades Europeas, N. L 2/24.
[12] Cf. S. Juan Pablo II, Catequesis (27 octubre 1999): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 29 octubre 1999, 3.
[13] Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
197: AAS 105 (2013), 1102.
[14] Cf. id., Mensaje para la V Jornada Mundial de los Pobres (13
junio 2021), 3: AAS 113 (2021), 691: «Jesús no sólo está de parte
de los pobres, sino que comparte con ellos la misma suerte. Esta
es una importante lección también para sus discípulos de todos
los tiempos».
[15] Id., Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 186:
AAS 105 (2013), 1098.
[16] Id., Exhort. ap. Gaudete et exsultate (19 marzo 2018), 95: AAS
110 (2018), 1137.
[17] Ibíd., 97: AAS 110 (2018), 1137.
80 Filópolis en Cristo N° 5 (2025) 27-86
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[18] Id., Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 194:
AAS 105 (2013), 1101.
[19] Francisco, Encuentro con los representantes de los medios de
comunicación (16 marzo 2013): AAS 105 (2013), 381.
[20] Conc. Ecum. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 8.
[21] Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
48: AAS 105 (2013), 1040.
[22] En este capítulo propondremos algunos de estos ejemplos de
santidad, que no pretenden ser exhaustivos, sino indicativos del
cuidado de los pobres que siempre ha caracterizado la presencia
de la Iglesia en el mundo. Una reexión detallada sobre la historia
de esta atención eclesial a los más pobres se encuentra en el libro
de V. Paglia, Storia della povertà, Milán 2014.
[23] Cf. S. Ambrosio, De ociis ministrorum I, cap. 41, 205-206: CCSL
15, Turnhout 2000, 76-77; II, cap. 28, 140-143: CCSL 15, 148-149.
[24] Ibíd. II, cap. 28, 140: CCSL 15, 148.
[25] Ibíd.
[26] Ibíd. II, cap. 28, 142: CCSL 15, 148.
[27] S. Ignacio de Antioquía, Epistula ad Smyrnaeos, 6, 2: SCh 10bis,
París 2007, 136-138.
[28] S. Policarpo, Epistula ad Philippenses, 6, 1: SCh 10bis, 186.
[29] S. Justino, Apologia prima, 67, 6-7: SCh 507, París 2006, 310.
[30] S. Juan Crisóstomo, Homiliae in Matthaeum, 50, 3: PG 58, París
1862, 508.
[31] Ibíd., 50, 4: PG 58, 509.
[32] Id., Homilia in Epistula ad Hebraeos, 11, 3: PG 63, París 1862, 94.
[33] Id., Homilia II De Lazaro, 6: PG 48, París 1862, 992.
[34] S. Ambrosio, De Nabuthae, 12, 53: CSEL 32/2, Praga-Viena-Lei-
pzig 1897, 498.
[35] S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 125, 12: CSEL 95/3, Viena
2001, 181.
[36] Id., Sermo LXXXVI, 5: CCSL 41Ab, Turnhout 2019, 411-412.
[37] Pseudoagustín, Sermo CCCLXXXVIII, 2: PL 39, París 1862, 1700.
[38] S. Cipriano, De mortalitate, 16: CCSL 3A, Turnhout 1976, 25.
[39] Francisco, Mensaje para la XXX Jornada Mundial del Enfermo
(10 diciembre 2021), 3: AAS 114 (2022), 51.
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[40] S. Camilo de Lelis, Reglas de la Compañía de los Ministros de
los Enfermos, 27: M. Vanti (ed.), Scritti di San Camillo de Lellis,
Milán 1965, 67.
[41] Sta. Luisa de Marillac, Carta a las Hermanas Claude Carré y
Marie Gaudoin (28 noviembre 1657): E. Charpy (ed.), Sainte
Louise de Marillac. Écrits, París 1983, 576.
[42] S. Basilio Magno, Regulae fusius tractatae, 37, 1: PG 31, París
1857, 1009 C-D.
[43] Regula Benedicti, 53, 15: SCh 182, París 1972, 614.
[44] S. Juan Casiano, Collationes XIV, 10: CSEL 13, Viena 2004, 410.
[45] Benedicto XVI, Catequesis (21 octubre 2009): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 23 octubre 2009, 32.
[46] Cf. Inocencio III, Bula Operante divinae dispositionis Regla
Primitiva de los Trinitarios (17 diciembre 1198), 2: J. L. Aurre-
coechea – A. Moldón (eds.), Fuentes históricas de la Orden Tri-
nitaria (s. XII-XV), Córdoba 2003, 6-7: «Todos los bienes, de
dondequiera que lícitamente provengan, los dividan en tres partes
iguales; y en la medida en que dos partes sean sucientes, se lle-
ven a cabo con ellas obras de misericordia, junto con un moderado
sustento de sí mismos y de los que por necesidad están a su servi-
cio. En cambio, la tercera parte se reserve para la redención de los
cautivos a causa de su fe en Cristo».
[47] Cf. Constituciones de la Orden de los Mercedarios, n. 14: Orden
de la Bienaventurada Virgen María de la Merced, Regla y Consti-
tuciones, Roma 2014, 53: «Para cumplir esta misión, impulsados
por la caridad, nos consagramos a Dios con un voto particular, lla-
mado de Redención, en virtud del cual prometemos dar la vida
como Cristo la dio por nosotros, si fuere necesario, para salvar a
los cristianos que se encuentran en extremo peligro de perder su
fe, en las nuevas formas de cautividad».
[48] Cf. S. Juan Bautista de la Concepción, La regla de la Orden
de la Santísima Trinidad, XX, 1: BAC Maior 60, Madrid 1999,
90: «Y en esto son los pobres y cautivos semejantes a Cristo, en
quien el mundo arroja sus penas […]. A éstos esta santa Religión
de la Santísima Trinidad llama y convida que vengan a beber del
agua del Salvador, que es decir que, por haberse Cristo puesto
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en la cruz a ser salud y salvador de los hombres, ella ha cogido
de aquella salud y la quiere dar y repartir a los pobres y salvar y
librar a los cautivos».
[49] Cf. id., El recogimiento interior, XL, 4: BAC Maior 48, Madrid
1995, 689: «El libre albedrío al hombre le hace señor y libre entre
todas las criaturas, pero ¡ay, buen Dios!, cuántos más son los que
por ese camino son esclavos y cautivos del demonio, presos y ahe-
rrojados de sus pasiones y apetitos desordenados».
[50] Francisco, Mensaje para la XLVIII Jornada Mundial de la Paz
(8 diciembre 2014), 3: AAS 107 (2015), 69.
[51] Id., Encuentro con los agentes de la policía penitenciaria, los
detenidos y los voluntarios de la cárcel de Montorio (Verona, 18
de mayo de 2024): AAS 116 (2024), 766.
[52] Honorio III, Bula Solet annuereRegla bulada (29 noviembre
1223), cap. VI: SCh 285, París 1981, 192.
[53] Cf. Gregorio IX, Bula Sicut manifestum est (17 septiembre 1228),
7: SCh 325, París 1985, 200: «Sicut igitur supplicastis, altissimae
paupertatis propositum vestrum favore apostolico roboramus,
auctoritate vobis praesentium indulgentes, ut recipere possessio-
nes a nullo compelli possitis».
[54] Cf. S. C. Tugwell (ed.), Early Dominicans. Selected Writings,
Mahwah 1982, 16-19.
[55] Tomás de Celano, Vita Secunda pars prima, cap. IV, 8: Anal-
Franc 10, Florencia 1941, 135.
[56] Francisco, Discurso después de la visita a la tumba de don Lo-
renzo Milani (Barbiana, 20 de junio de 2017), 2: AAS 109 (2017),
745.
[57] S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Capítulo Ge-
neral de los Clérigos Regulares Pobres de la Madre de Dios de las
Escuelas Pías – Escolapios (5 julio 1997), 2: L’Osservatore Roma-
no, ed. semanal en lengua española, 11 julio 1997, 2.
[58] Ibíd.
[59] Id., Homilía durante la Santa Misa de canonización (18 abril
1999): AAS 91 (1999), 930.
[60] Cf. id., Carta Iuvenum Patris (31 enero 1988), 9: AAS 80
(1988), 976.
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[61] Cf. Francisco, Discurso a los participantes en el Capítulo Gene-
ral del Instituto de la Caridad – Rosminianos (1 octubre 2018):
L’Osservatore Romano, 1-2 octubre 2018, 7.
[62] Id., Homilía durante la Santa Misa de canonización (9 octubre
2022): AAS 114 (2022), 1338.
[63] S. Juan Pablo II, Mensaje a la Congregación de Misioneras del
Sagrado Corazón (31 mayo 2000), 3: L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 28 julio 2000, 5.
[64] Cf. Pío XII, Breve ap. Superiore iam aetate (8 septiembre 1950):
AAS 43 (1951), 455-456.
[65] Francisco, Mensaje para la CV Jornada Mundial del Migrante y
del Refugiado (27 mayo 2019): AAS 111 (2019), 911.
[66] Id., Mensaje para la C Jornada Mundial del Migrante y del Re-
fugiado (5 agosto 2013): AAS 105 (2013), 930.
[67] Sta. Teresa de Calcuta, Discurso al recibir el Premio Nobel de la
Paz (Oslo, 10 de diciembre de 1979): Id., Aimer jusqu’à en avoir
mal, Lyon 2017, 19-20.
[68] S. Juan Pablo II, Discurso a los peregrinos venidos a Roma
para la beaticación de la Madre Teresa de Calcuta (20 octubre
2003), 3: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
31 octubre 2003, 7.
[69] Francisco, Homilía durante la Santa Misa de canonización (13
octubre 2019): AAS 111 (2019), 1712.
[70] S. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero
2001), 49: AAS 93 (2001), 302.
[71] Francisco, Exhort. ap. Christus vivit (25 marzo 2019), 231: AAS
111 (2019), 458.
[72] Id., Discurso a los participantes en el Encuentro mundial
de los movimientos populares (28 octubre 2014): AAS 106
(2014), 851-852.
[73] Ibíd.: AAS 106 (2014), 859.
[74] Id., Discurso a los participantes en el Encuentro mun-
dial de los movimientos populares (5 noviembre 2016):
L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 11
noviembre 2016, 8.
[75] Ibíd.
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[76] S. Juan XXIII, Radiomensaje a todos los eles del mundo un
mes antes de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II (11
septiembre 1962): AAS 54 (1962), 682.
[77] G. Lercaro, Intervención en la XXXV Congregación general
del Concilio Ecuménico Vaticano II (6 diciembre 1962), 2: AS I/
IV, 327-328.
[78] Ibíd., 4: AS I/IV, 329.
[79] Istituto per le Scienze Religiose (ed.), Per la forza dello Spirito.
Discorsi conciliari del Card. Giacomo Lercaro, Bolonia 1984, 115.
[80] S. Pablo VI, Alocución en la solemne apertura de la segunda
sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II (29 septiembre 1963):
AAS 55 (1963), 857.
[81] Id., Catequesis (11 noviembre 1964): Insegnamenti di Paolo VI,
II (1964), 984.
[82] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 69. 71.
[83] S. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967),
23: AAS 59 (1967), 269.
[84] Cf. ibíd., 4: AAS 59 (1967), 259.
[85] S. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre
1987), 42: AAS 80 (1988), 572.
[86] Ibíd.: AAS 80 (1988), 573.
[87] Id., Carta enc. Laborem exercens (14 septiembre 1981), 3: AAS
73 (1981), 584.
[88] Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 7:
AAS 101 (2009), 645.
[89] Ibíd., 27: AAS 101 (2009), 661.
[90] II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Docu-
mento de Medellín (24 octubre 1968), 14, n. 7: CELAM, Medellín.
Conclusiones, Lima 2005, 131-132.
[91] Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
202: AAS 105 (2013), 1105.
[92] Ibíd., 205: AAS 105 (2013), 1106.
[93] Ibíd., 190: AAS 105 (2013), 1099.
[94] Ibíd., 56: AAS 105 (2013), 1043.
[95] Id., Carta enc. Dilexit nos (24 octubre 2024), 183: AAS 116
(2024), 1427.
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[96] S. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 41:
AAS 83 (1991), 844-845.
[97] Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
202: AAS 105 (2013), 1105.
[98] Ibíd.
[99] Id., Carta enc. Fratelli tutti (3 octubre 2020), 22: AAS 112
(2020), 976.
[100] Id., Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 209:
AAS 105 (2013), 1107.
[101] Id., Carta enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), 50: AAS 107
(2015), 866.
[102] Id., Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 210:
AAS 105 (2013), 1107.
[103] Id., Carta enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), 43: AAS 107
(2015), 863.
[104] Ibíd., 48: AAS 107 (2015), 865.
[105] Id., Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 180:
AAS 105 (2013), 1095.
[106] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre algu-
nos aspectos de la “Teología de la liberación” (6 agosto 1984), XI,
18: AAS 76 (1984), 907-908.
[107] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y
del Caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), n. 392,
Bogotá 2007, pp. 179-180. Cf. Benedicto XVI, Discurso en la
sesión inaugural de los trabajos de la V Conferencia General
del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 mayo 2007),
3: AAS 99 (2007), 450.
[108] Cf. V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano
y del Caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), nn. 43-
87, pp. 31-47.
[109] Id., Mensaje nal (29 mayo 2007), n. 4, Bogotá 2007, p. 275.
[110] Id., Documento de Aparecida (29 junio 2007), n. 398, p. 182.
[111] Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
199: AAS 105 (2013), 1103-1104.
[112] Ibíd., 198: AAS 105 (2013), 1103.
[113] Ibíd.
86 Filópolis en Cristo N° 5 (2025) 27-86
ISSNL 3008-8844
[114] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), n. 397, p. 182.
[115] Francisco, Carta enc. Fratelli tutti (3 octubre 2020), 64: AAS 112
(2020), 992.
[116] Id., Exhort. ap. Gaudete et exsultate (19 marzo 2018), 98: AAS
110 (2018), 1137.
[117] Id., Carta enc. Fratelli tutti (3 octubre 2020), 65-66: AAS 112
(2020), 992.
[118] S. Gregorio Magno, Homilía 40, 10: SCh 522, París 2008,
552-554.
[119] Ibíd., 6: SCh 522, 546.
[120] Ibíd., 3: SCh 522, 536.
[121] S. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991),
57: AAS 83 (1991) 862-863.
[122] Francisco, Vigilia de Pentecostés con los movimientos eclesia-
les (18 mayo 2013): L’Osservatore Romano, ed. semanal en len-
gua española, 24 mayo 2013, 6.
[123] Id., Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 186:
AAS 105 (2013), 1098.
[124] Ibíd., 188: AAS 105 (2013), 1099.
[125] Cf. ibíd., 182-183: AAS 105 (2013), 1096-1097.
[126] Ibíd., 207: AAS 105 (2013), 1107.
[127] Ibíd., 200: AAS 105 (2013), 1104.
[128] Id., Discurso en ocasión del encuentro con el mundo del tra-
bajo en el establecimiento siderúrgico ILVA en Génova (27 mayo
2017): AAS 109 (2017), 613.
[129] Pseudocrisóstomo, Homilia de jejunio et eleemosyna: PG
48, 1060.
[130] S. Gregorio Nacianceno, Oratio XIV, 40: PG 35, París
1886, 910.