Filópolis en Cristo N° 5 (2025) 1-25
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Editorial
“Yo soy Rey.
Para esto he nacido y he venido al mundo:
para dar testimonio de la verdad” (Jn 18:37)
Nuestra historia -el esfuerzo personal y co-
lectivo para elevar la condición humana- co-
mienza y culmina en Jesús: gracias a Él, por
medio de Él y en vista de Él, toda realidad,
incluida la sociedad humana, puede ser con-
ducida a su Bien supremo, a su cumplimien-
to. (Compendio de la Doctrina Social de la
Iglesia, n. 170. Cursivas en el original).
I. La Realeza de Jesús, el Cristo,
en la Doctrina Social de la Iglesia
Dios nos hizo conocer el misterio de su volun-
tad, conforme al designio misericordioso que
estableció de antemano en Cristo, para que se
cumpliera en la plenitud de los tiempos: reu-
nir todas las cosas, las del cielo y las de la tie-
rra, bajo un solo jefe, que es Cristo (Ef 1:9-10)
Hemos transitado el Ciclo Académico 2025 del Instituto Enrique
Shaw de la UNSTA. Lo hicimos en el marco eclesial del Año Jubi-
lar convocado por el Santo Padre, el Papa Francisco, y bajo su lema:
“Peregrinos de Esperanza”, aspirando haya sido “para todos un mo-
mento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, ‘puerta’ de
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salvación –cf. Jn 10:7-9–; con Él, a quien la Iglesia tiene la misión de
anunciar siempre, en todas partes y a todos como ‘nuestra esperanza’
–1 Tm 1:1–” (Francisco, Spes non confundit, n. 1).
Somos peregrinos en el tiempo. Peregrinar no es deambular ni
andar sin rumbo. Es caminar con un norte. Y no puede hacerse in-
dividualmente, cada uno, separadamente y por su lado. Lo hacemos
“en”, “con” y “como” Iglesia. En medio de las vicisitudes de la historia
de las sociedades y de las historias personales y animados por la vir-
tud de la Esperanza, que inspirada y sostenida por Jesús, el Cristo, se
proyecta sobre lo temporal: “El cristiano no puede contentarse con
tener esperanza; también debe irradiar esperanza, ser un sembrador
de esperanza. Éste es el don más hermoso que la Iglesia puede hacer
a la humanidad entera, especialmente en los momentos en que todo
parece incitar a arriar las velas” (Francisco, Catequesis del miércoles
11 de diciembre de 2024).
El Año Jubilar coincide, providencialmente, con el aniversario de
los 1700 años de la celebración del Concilio de Nicea, primer concilio
ecuménico, reunido en mayo y junio del año 325, a instancias del Em-
perador Constantino, al año siguiente de su conversión al cristianis-
mo (cf. León XIV, In unitate dei; Comisión Teológica Internacional,
Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador: El 1700 Aniversario del Concilio
Ecuménico de Nicea y Denzinger, 1963, nn. 54-56, pp. 23-26). En esa
ocasión, se denieron aspectos centrales de nuestra Fe que habían
sido puestas en duda o cuestionadas por distintas herejías, especial-
mente el arrianismo, y se esclareció el Misterio de Cristo, que ocupa
el centro de las deniciones dogmáticas nicenas (Cf. Francisco, Spes
non confundit, n. 17), cumpliendo lo que señala San Juan Pablo II
en el sentido de que si bien “todos los concilios del primer milenio
giran en torno al misterio de la Santísima Trinidad (...) todos, en su
raíz, son cristológicos” (San Juan Pablo II, 1994, p. 65. Cursivas en
el original. Cf. Lorca, 1976, pp. 383-398 y Sáenz, 2002, pp. 153-254).
Celebramos también el centenario de la encíclica Quas Primas del
Papa Pío XI (publicada del 11 de diciembre de 1925), uno de los docu-
mentos fontales de la Doctrina Social de la Iglesia, que encuentra en
el Concilio de Nicea una de sus inspiraciones doctrinales (cf. en Quas
Primas sus expresas referencias a Nicea en su n. 5). En esta encícli-
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ca se instituye la Festividad de Cristo Rey, incorporándola al Calen-
dario Litúrgico y se exponen las raíces escriturísticas, tradicionales y
magisteriales de la Reyecía del Señor, particularmente su dimensión
temporal, es decir, la Realeza Social de Jesús (cf. Canovai, 2005; Gar-
cía Vieyra, 1998 y Sáenz, 2019).
El contexto histórico y eclesial descripto ha sido un espacio pro-
picio para ahondar, dentro de la enseñanza social católica, en la me-
ditación del misterio de la Realeza de Jesús, porque sabemos que “el
cristianismo no es el producto de una civilización, de una losofía, no
es la elaboración intelectual de un hombre extraordinario, sino que
se encuentra en estas palabras: El Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros –Jn 1:14–” (Shaw, 2021, p. 42). En el manantial sapiencial
de la Doctrina Social de la Iglesia se destacan ocho documentos que
develan aspectos distintos pero complementarios de la Verdad de
Cristo, y que este año cumplen sus aniversarios. Ellos son:
· 1885: encíclica Inmortale Dei, sobre la constitución cristiana de
los Estados, de León XIII (140 años)
· 1925: encíclica Quas Primas, sobre la Realeza de Cristo, de Pío
XI (100 años)
· 1965: declaración Gravissimum Educationis, sobre la Educación
Cristiana, del Concilio Vaticano II (60 años)
· 1965: constitución pastoral Gaudium et Spes, sobre la Iglesia y el
mundo contemporáneo, del Concilio Vaticano II (60 años)
· 1975: exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, acerca de la Evan-
gelización en el mundo contemporáneo, de San Pablo VI (50 años)
· 1995: encíclica Evangelium Vitae, sobre el valor y el carácter in-
violable de la vida humana, de San Juan Pablo II (30 años)
· 2005: encíclica Deus Caritas est, sobre el Amor Cristiano, de Be-
nedicto XVI (20 años)
· 2015: encíclica Laudato si’, sobre el cuidado de la Casa Común,
de Francisco (10 años)
Como puede apreciarse, se trata de textos sociales del Magisterio del
siglo XIX, del siglo XX y del siglo XXI, que recorren un arco de 140 años
hasta hoy. Sin embargo, más allá de las diferencias de personalidades
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o de prioridades pastorales de los papas o de los padres conciliares que
los redactaron, es posible en todos ellos, leídos unos a la luz de los otros,
encontrar las dos grandes líneas arquitectónicas que permiten entender,
profundizar y aplicar la Doctrina Social de la Iglesia: la continuidad doc-
trinal de la enseñanza social católica a lo largo del tiempo y, sobre todo, la
centralidad de Jesús en su entramado sapiencial y su consecuente inujo
sobre la vida de los hombres y las sociedades. Enseña el Magisterio:
No se puede separar a Cristo de la historia del hombre… De hecho,
¡Sólo en Él todas las naciones y la humanidad entera pueden ‘cru-
zar el umbral de la esperanza’!... Cristo pertenece a la historia uni-
versal de toda la humanidad y le da forma. La vivica en el modo
que le es propio, a semejanza de la levadura evangélica. Desde la
eternidad hay un Proyecto de elevar en Cristo al hombre y al mu-
ndo a una dimensión divina. Es una transformación que se realiza
permanentemente, también en nuestro tiempo. (San Juan Pablo
II, 2005, pp. 30 y 146-147)
Ilustrados por la Palabra de Dios que nos revela que hay un solo
Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo, hom-
bre Él también, que se entregó a sí mismo para rescatar a todos (1
Tim 2:5-6), y que en verdad, Él puede salvar en forma denitiva a los
que se acercan a Dios por su intermedio, ya que vive eternamente
para interceder por ellos (Heb 7:25), compartimos algunas reexio-
nes en torno al misterio de la Realeza de nuestro Redentor y su refrac-
ción sobre la vida personal y comunitaria de los hombres, haciéndo-
nos eco de las enseñanzas del magisterio social de la Iglesia que, con
Benedicto XVI, nos enseña:
Cristo es el Salvador de todo el hombre, de su espíritu y de su
cuerpo, de su destino espiritual y eterno, y de su vida temporal
y terrena. Así cuando su Mensaje es acogido, la comunidad civil
se hace también más responsable, más atenta a las exigencias del
Bien Común y más solidaria con las personas pobres, abandona-
das y marginadas. (“Discurso al Presidente de Italia, Carlos Aze-
glio Ciampi”, el 24 de junio de 2005)
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II. Jesús, el Cristo, su Persona y su obra:
el mensaje social del Evangelio
En el misterio de Dios, que es Cristo, están
encerrados todos los tesoros de la sabiduría
y de la ciencia (Col 2:2-3)
En su despedida de Éfeso, el Apóstol Pablo
Arma haber cumplido el encargo que el Señor le conó de anun-
ciar ‘enteramente el Plan de Dios’ (Hch 20:27). Gracias al Magiste-
rio de la Iglesia nos puede llegar íntegro este Plan y, con él, la alegría
de poder cumplirlo (…) La confesión cristiana de Jesús como único
Salvador, sostiene que toda la luz de Dios se ha concentrado en Él,
en su ‘vida luminosa’, en la que se desvela el origen y la consuma-
ción de la historia. (Francisco, Lumen Fidei, nn. 49 y 35)
En efecto, “Jesucristo es la Palabra denitiva de Dios; Él es ‘el prime-
ro y el último’ (Ap 1:17). Él ha dado su sentido denitivo a la creación y a
la historia” (Benedicto XVI, Verbum Domini, n. 14). El designio salví-
co del Señor, permite entender la signicación profunda de la Doctrina
Social de la Iglesia –qué es y para qué existe–, descubriendo en ella
tres columnas sobre los que se asientan sus contenidos: la verdad sobre
Cristo, la verdad sobre la Iglesia y la verdad sobre el hombre (cf. von
Büren, 2019). A partir de esos núcleos fontales se organiza todo el resto
de la estructura doctrinal de la enseñanza social católica y se consolida
el apostolado de los laicos en las realidades temporales: “contando con
una profunda y sólida cristología, basados en una sana antropología y
con una clara y recta visión eclesiológica, hay que afrontar los retos que
se plantean hoy a la acción evangelizadora de la Iglesia en América”
(San Juan Pablo II, Discurso Inaugural en Santo Domingo, n. I, 5).
El primero de los planos fundantes de la Doctrina Social de la
Iglesia, es el cristológico, que da medida y sentido a los otros. Más
aún, Cristo es el centro del proyecto providencial de Dios: ni la Igle-
sia y su enseñanza social, ni tampoco el hombre y las cuestiones
temporales, pueden ser entendidos al margen de Jesús, pues “Él es
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el Maestro. Él es la cúspide de la Revelación. Él es el centro que nos
reúne en Sí, y que, desde Sí, irradia todas las verdades religiosas ne-
cesarias para nuestra salvación” (San Pablo VI, Audiencia General
del 19 de Junio de 1968).
Una de las dimensiones del misterio de Cristo, su Realeza, ad-
quiere un lugar eminente en la comprensión de la Doctrina Social
de la Iglesia: “hay una verdad fundamental de la dogmática cristia-
na (...) Es la verdad de la Realeza Universal de Cristo sobre todo lo
creado y por lo mismo sobre la historia” (Meinvielle, 1982, p. 30)1.
La Iglesia existe en Cristo, por Cristo y para Cristo. No tiene mi-
ras estrictamente temporales, políticas, económicas, ecológicas o
estéticas. Su ocupación primordial es religiosa, y está centrada en
la proclamación con ocasión y sin ella (2 Tim 4:2), de la Persona y
de la obra del Señor: ¡Ay de mí si no predico el Evangelio! (1 Cor
9:16), y para ello, elabora como “instrumento de evangelización”,
su enseñanza social:
Para la Iglesia, enseñar y difundir la doctrina social, pertenece
a su misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje
cristiano, ya que esta doctrina expone sus consecuencias directas
en la vida de la sociedad y encuadra incluso el trabajo cotidiano
y las luchas por la justicia, en el testimonio de Cristo Salvador.
(San Juan Pablo II, Centesimus Annus, n. 5)
1. La Palabra del Señor y la Doctrina Social de la Iglesia
La Palabra de Dios es viva y ecaz, y más
cortante que cualquier espada de doble lo:
Ella penetra hasta la raíz del alma y del es-
píritu, de las articulaciones y de la médula, y
discierne los pensamientos y las intenciones
del corazón (Hb 4:12)
1
En otro lugar de esta obra (p. 173), Meinvielle sostiene que toda la Doctrina Social de
la Iglesia descansa “en los derechos imprescriptibles de Cristo Rey” sobre las realidades
temporales, como “la familia, el trabajo, la vida económica y la vida política.
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Para estudiar, entender y aplicar la Doctrina Social de la Iglesia, es
necesario insistir, desde el comienzo, en la centralidad de la verdad
cristológica presente en su entramado sapiencial:
Pilato no logra entender que la Verdad está ante él, no logra ver en
Jesús el rostro de la Verdad, que es el rostro de Dios. Sin embargo,
Jesús es precisamente esto: la Verdad, que en la plenitud de los
tiempos ‘se hizo carne’ (Jn 1:1,14), vino en medio de nosotros para
que la conociéramos. La Verdad no se aferra como una cosa, la
Verdad se encuentra. No es una posesión, es un encuentro con una
Persona. (Francisco, Catequesis del miércoles 15 de Mayo de 2013.
Cursiva en el original)
De allí que para inteligir adecuadamente los pronunciamientos so-
ciales del Magisterio, posemos la mirada en la Persona de Cristo como
se muestra en los Evangelios: Ustedes examinan las Escrituras, por-
que en ellas piensan encontrar Vida eterna: ellas dan testimonio de
(Jn 5:39). Se trata de penetrar, con inteligencia y docilidad, en
todo lo que Jesús hizo y enseñó (Hch 1:1), no en lo que a nosotros nos
agradaría que el Señor hubiera hecho y enseñado: “Ustedes, los que
en el Evangelio creen lo que más les gusta, y no creen lo que no les
gusta, creen más bien en ustedes mismos, y no en el Evangelio” (San
Agustín, Contra Faustum, 17, 3, PL 42, 342).
La lectura meditada y orante de las Escrituras nos revela que Cris-
to es portador de un Mensaje celestial, destinado a los hombres: Mi
doctrina no es mía sino de Aquel que me ha enviado (Jn 7:16). Como
expresa Ratzinger:
¿De dónde ha tomado Jesús su doctrina?, ¿desde dónde se
explica su conducta? (...) La reacción de sus oyentes era cla-
ra: esta doctrina no procede de ninguna escuela. Es radical-
mente distinta de lo que se puede aprender en las escuelas
(...) La doctrina de Jesús no proviene de un aprendizaje hu-
mano, sea del tipo que sea. Proviene del contacto inmediato
con el Padre, del diálogo ‘cara a cara’, de la visión del que
descansaba en el pecho del Padre. Es palabra de Hijo (...)
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La dimensión cristológica, es decir el misterio del Hijo como
revelador del Padre, la ‘cristología’, está presente en todo el
hablar y actuar de Jesús. (Jesús de Nazaret, pp. 144-145. Pa-
réntesis nuestros)
Iluminados por las enseñanzas de Jesús, que no mueren (el cielo
y la tierra pasarán, pero mis Palabras no pasarán –Mt 24:35–),
destacamos algunas verdades de su Evangelio relacionadas con la
Doctrina Social de la Iglesia, sostenidas en la orientación vertical,
de cara al Señor, que debe tener nuestra vida personal y comuni-
taria, pues, en el fondo, no tenemos puesta la mirada en las cosas
visibles, sino en las invisibles: lo que se ve es transitorio, lo que no
se ve es eterno (2 Cor 4:18).
Jesús habla de las cosas celestiales –y ése es el centro de su Men-
saje de Salvación–, pero también de las temporales, y este último
plano forma parte, en cuanto mensaje social, de la integridad de
su enseñanza. Si no conocemos esta dimensión de su Palabra, no
comprenderemos plenamente su Evangelio y tampoco la Doctrina
Social de la Iglesia. Y algo más. Muchas veces, Cristo se vale de las
cosas cotidianas para, desde ellas, elevar a sus oyentes al plano
eterno e, incluso, en ocasiones muestra su fastidio por la falta de
agilidad espiritual que éstos evidencian, torpeza que les impide no
sólo entender su prédica religiosa, sino también sus exhortacio-
nes más elementales: Si hablándoles de cosas terrenas no creen,
¿cómo creerán si les hablo de cosas celestiales? (Jn 3:12). Jesús se
reere a la relación del orden natural y el orden sobrenatural, la
que no sólo existe, sino que, además, tampoco es contradictoria.
El orden sobrenatural supone el natural, porque la gracia supone
la naturaleza, la sana en su propio ámbito, y la eleva a un plano
superior: Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los
bienes del cielo, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios.
Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las
de la tierra (Col 3:1-2).
Cristo no vino a este mundo a encabezar una asonada militar o
política contra los poderosos de su época. No vino a provocar una
ruptura con el sistema institucional entonces vigente, o a promover
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un cambio de estructuras socio-económicas. Su misión es otra, a la
vez más profunda y más ecaz. Cristo vino a redimir al hombre, que
por el pecado, se había alejado de Dios. Por eso, para enfrentar a los
poderes del mal que tenían apresado al ser humano, se encarna, pre-
dica, hace milagros, muere en la cruz, resucita y asciende, triunfante,
a los cielos: Yo vencí y me senté con mi Padre en su trono (Ap 3:21).
Enseña el Magisterio:
El Cristianismo no traía un mensaje socio-revolucionario
como el de Espartaco que, con luchas cruentas, fracasó. Jesús
no era Espartaco, no era un combatiente por una liberación
política como Barrabás o Bar-Kokebá. Lo que Jesús había traí-
do, habiendo muerto Él mismo en la cruz, era algo totalmente
diverso: el encuentro con el Señor de todos los señores, el en-
cuentro con el Dios vivo y, así, el encuentro con una esperanza
más fuerte que los sufrimientos de la esclavitud, y que por ello
transforma desde dentro la vida y el mundo. (Benedicto XVI,
Spe Salvi, n. 4).
Con su misterio pascual, el Señor provoca la re-ligación del
hombre con el Creador, quebrada por el pecado original. Pero la
restauración que Cristo suscita, no se verifica sólo en la vincula-
ción íntima entre el hombre y Dios, sino en todas las dimensio-
nes antropológicas, también dañadas por el pecado: las interio-
res y las exteriores. Las relaciones del hombre consigo mismo,
con sus semejantes y también con el resto de las cosas creadas.
Luego del advenimiento de Jesucristo, al igual que el conjunto
de la Creación, que espera ansiosamente la manifestación de
los hijos de Dios (Rm 8:19-22), también las realidades sociales,
económicas, políticas y culturales, han sido redimidas y deben
serlo continuamente, en toda época y en todo lugar. Es Cristo y
no otro, el único y exclusivo fundamento de la salud y plenitud
de cada uno de los hombres, de cada una de las sociedades y de
la realidad creada toda, sin excepciones de cualquier naturale-
za, pues en ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo
otro Nombre dado a los hombres por el cual podamos salvar-
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nos (Hch 4:12). De manera que cuando estudiemos la Doctrina
Social de la Iglesia, no debemos perder nunca de vista el signo
cristológico que debe inspirarnos, para que nadie nos engañe
con filosofías y vanas falacias, fundadas en tradiciones huma-
nas, en los elementos del mundo y no en Cristo (Col 2:8). Como
enseña León XIV:
Cristo no llega como un extraño al discurso racional sino más bien
como clave de bóveda que le da sentido y armonía a todo nuestro
pensar, a todos nuestros anhelos y proyectos de mejorar la vida
presente y de dar propósito y trascendencia al esfuerzo humano.
(León XIV, Mensaje del 21 de julio de 2025)
Existe, es cierto, el peligro de “naturalizar” el Evangelio, de
desvirtuar las insondables riquezas de Cristo (Ef 3:8), reducién-
dolas al horizonte ideológico y secularista. Pero si nosotros he-
mos puesto nuestra esperanza en Cristo, solamente para esta
vida, seríamos los hombres más dignos de lástima (1 Cor 15:19).
Es claro que no ha de buscarse en el Evangelio enseñanzas direc-
tas sobre geografía, sobre biología, sobre ciencia experimental o
sobre literatura, pero sí todo lo necesario para la Salvación, pues
Cristo redime a todo el hombre en cada una de sus dimensiones,
incluso las sociales. Al decir esto, se advierte la distancia abismal
del Cristianismo con posturas como la del Islam que proyecta di-
rectamente su texto sagrado, el Corán, sobre las realidades tem-
porales –negando su autonomía relativa–, y contra la pretensión
de creer que encontraremos un proyecto político cristiano elabo-
rado con pelos y señales en el Evangelio, cosa que no existe, ni
allí ni en ningún otro lugar. Con todo, queda en pie que si bien
la meta de nuestra fe es la salvación de las almas (1 Pe 1:9), el
hombre alcanza el cielo de acuerdo a cuál haya sido la fidelidad
de su conducta en esta tierra, a la Palabra de Jesús: Si ustedes me
aman, cumplirán mis mandamientos (Jn 14:15), porque no son
los que me dicen: ‘Señor, Señor’, los que entrarán en el Reino de
los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está
en el cielo (Mt 7:21).
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2. Algunas enseñanzas de Jesús sobre las
realidades temporales
Cuando Jesús acabó estos discursos, se ma-
ravillaban de su doctrina, porque iba acom-
pañada de autoridad y les enseñaba como
quien tiene poder y no como sus doctores
(Mt 7:28-29)
Varias son las cuestiones temporales a las que ilumina el Señor en
su Evangelio. Sin ánimos de exhaustividad, mencionemos algunas,
luego asumidas, profundizadas y explicitadas por el Magisterio en la
Doctrina Social de la Iglesia: la solicitud por el hombre, centro de la
vida comunitaria, y su necesidad de conversión permanente; el matri-
monio y la familia; la dignidad de la mujer; su propia relación con los
niños; la caridad entendida como argamasa de la vida social; el trato
deferente a dispensarse a las viudas, los pobres y los ancianos; las
relaciones entre amos y esclavos o patronos y trabajadores; el justo
valor del dinero y las riquezas; la autoridad, con su origen en Dios y
su n en el servicio; la relación de la Iglesia y los poderes temporales;
la misión de los cristianos de iluminar el mundo en todas sus dimen-
siones y, coronando e iluminando al resto, “la Realeza de Cristo sobre
toda la Creación y, en particular, sobre las sociedades humanas –cf.
León XIII, Inmortale Dei; Pío XI, Quas Primas–” (Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 2105).
Desde los primeros tiempos de la Iglesia, el Nombre de Cristo iden-
tica a quienes Lo siguen, pues ya en la época apostólica fue en Antio-
quía, donde por primera vez los discípulos recibieron el nombre de
cristianos (Hch 11:26). Denominación –“cristianos”– estrechamente
relacionada con la Realeza del Señor:
La esta de Cristo Rey es reciente, pero su contenido es tan viejo
como la misma fe cristiana. Pues la palabra ‘cristo’, no es otra cosa
que la traducción griega de la palabra ‘mesías’: el ungido, el rey.
Jesús de Nazaret, el hijo crucicado de un carpintero, es hasta tal
punto ‘Rey’, que el título de ‘Rey’ se ha convertido en su nombre.
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Al denominarnos nosotros ‘cristianos’, nosotros mismos nos de-
nominamos como la ‘gente del Rey’, como hombres que reconoce-
mos en Él al Rey. (Ratzinger, 1983, p. 112)
La noción de realeza es esencial para entender el misterio de Cristo
y para entender la Doctrina Social de la Iglesia. Constituye uno de los
núcleos fundantes de la dimensión cristológica de las enseñanzas del
Magisterio eclesial.
Jesús es el Rey esperado con expectación sobrenatural por el Pue-
blo Elegido. Los testimonios de la Ley y los Profetas son unánimes.
Incluso, en el ámbito de la plegaria las referencias son precisas, como
sucede en los Salmos, en especial los llamados “salmos reales” (cf.
Salmos 2, 45, 72 y 110), que profetizan vívidamente la Realeza del
Mesías, con una exactitud que parecen haber sido escritos luego de su
Encarnación. Todo el Evangelio, a la vez, rezuma la Realeza de Cristo
desde sus primeras páginas, cuando el Ángel le anuncia a la Virgen:
Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.
Él será grande, y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le
dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob
por siempre, y su reino no tendrá n (Lc 1:31-33). Es así, en su rea-
leza, como lo buscan los Magos de Oriente en Belén: ¿Dónde está el
Rey de los judíos que acaba de nacer (Mt 2:2). Y cuando se produce
su entrada triunfal en Jerusalén, sus discípulos llenos de alegría, co-
menzaron a alabar a Dios en alta voz, por todos los milagros que
habían visto. Y decían: ‘¡Bendito sea el Rey que viene en nombre del
Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!’. Algunos fariseos que
se encontraban entre la multitud le dijeron: ‘Maestro, reprende a
tus discípulos’. Pero él respondió: ‘Les aseguro que si ellos callan,
gritarán las piedras’ (Lc 19:37-40).
Incluso, su condición real fue uno de los motivos de su entrega
insidiosa para matarlo: Hemos encontrado a este hombre incitando
a nuestro pueblo a la rebelión, impidiéndole pagar los impuestos al
Emperador y pretendiendo ser el Rey Mesías (Lc 23:2). Y elevado
sobre la Cruz, se burlan de Él diciéndole con sorna: Es el Mesías, el
Rey de Israel, ¡que baje de la cruz, para que veamos y creamos! (Mc
15:32). Al n, el resto de los textos neotestamentarios, giran en torno
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de la Realeza de Cristo y de su proclamación por los cristianos. Y,
así, en Tesalónica, en las incipientes comunidades cristianas, sus de-
tractores acusan al Apóstol Pablo y a sus compañeros de contradecir
los edictos del Emperador, pretendiendo que hay otro Rey, llamado
Jesús (Hch 17:7).
Frente a una exacta comprensión de la Realeza de Cristo y en espe-
cial de su faceta social, caben varias concepciones erróneas que deben
ser rechazadas. Ya existían en la época del Señor, pero subsisten a
lo largo de los siglos. Errores todos, que no son sólo históricos –es
decir circunscriptos al pasado ya pretérito–, sino que reaparecen en
todo tiempo y lugar, incluso en el nuestro, bajo ropajes nuevos, pero
esencialmente similares a los antiguos, que se presentan como ten-
taciones para los cristianos, de desvirtuar el genuino alcance de la
reyecía de Jesús.
Algunos, porque la conciben al modo de una potestad rival pro-
piamente política que puede cuestionar el liderazgo de la autoridad
temporal (léase romana, o cualquier otra), como sucede inicialmen-
te con el Procurador de Judea, hasta que advierte su equivocación:
Pilato trataba de ponerlo en libertad. Pero los judíos gritaban: ‘Si
lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se hace rey, se
opone al César (Jn 19:12). Pero para despejar sus dudas y miedos,
luego de escuchar del mismo Señor cuál es la naturaleza de su realeza,
le pregunta despectivamente: ¿entonces, Tú eres rey? (Jn 18:37). Y
despreciándolo, Pilato mandó entonces azotar a Jesús. Los soldados
tejieron una corona de espinas y se la pusieron sobre la cabeza. Lo
revistieron con un manto de color púrpura, y acercándose, le de-
cían: ‘Salud, Rey de los judíos’, y lo abofeteaban (Jn 19:1-3). Y luego
de condenarlo a muerte y crucicarlo, para dejar testimonio público
de ese hombre que pretendía ser rey, Pilato redactó una inscripción
que decía: ‘Jesús, el Nazareno, rey de los judíos’, y la hizo poner so-
bre la Cruz. Muchos judíos leyeron esta inscripción, porque el lugar
donde Jesús fue crucicado quedaba cerca de la ciudad y la inscrip-
ción estaba en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes de los
judíos dijeron a Pilato: ‘No escribas: ‘el rey de los judíos’, sino: ‘Éste
ha dicho: Yo soy el rey de los judíos’. Pilato respondió: ‘Lo escrito,
escrito está’ (Jn 19:19-22).
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Otros, porque consideran a la Realeza de Cristo como un poder
populista y demagógico, que da comida y bebida a la multitud, libe-
rándola del esfuerzo y del sacricio del trabajo dignicador. Luego
del milagro de la multiplicación de los panes al ver el signo que Jesús
acababa de hacer, la gente decía: ‘Éste es verdaderamente el Profeta
que debe venir al mundo’. Jesús, sabiendo que querían apoderarse
de Él para hacerlo rey, se retiró solo, otra vez, a la montaña (Jn
6:14-15). El Señor se aleja de aquellos que entendían equivocadamen-
te sus enseñanzas y sus gestos, y el sentido de su realeza, pero, al día
siguiente, se reencuentra con la multitud, y le dice, increpándola: Les
aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino por-
que han comido pan hasta saciarse (Jn 6:26).
Y otros, al n, porque la entendían como una realeza dominadora
al servicio del avasallamiento imperialista sobre otras naciones. Ésta
era la falsa idea de la Realeza mesiánica que profesaban el Sanhe-
drin y parte del pueblo, que no aceptan la naturaleza que la realeza de
Cristo verdaderamente tiene: Pilato dijo a los judíos: ‘Aquí tienen a
su rey’. Ellos vociferaban: ‘¡Fuera!, ¡Fuera! ¡Crucifícalo!’. Pilato les
dijo: ‘¿Voy a crucicar a su rey?’. Los sumos sacerdotes respondie-
ron: ‘No tenemos otro rey más que el César’ (Jn 19:14-15), y gritaban:
No queremos que Ése sea nuestro rey (Lc 19:14). Pero también sus
discípulos más cercanos, que acompañaban a Cristo día y noche, y
recibían el Evangelio de Sus propios labios, tenían esta desacertada
visión temporalista de la Realeza del Señor: La madre de los hijos de
Zebedeo -Santiago y Juan-, se acercó a Jesús, junto con sus hijos,
y se postró ante Él para pedirle algo. ‘¿Qué quieres?’, le preguntó
Jesús. Ella le dijo: ‘Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino,
uno a tu derecha y el otro a tu izquierda’. ‘No saben lo que piden’,
respondió Jesús (… ) Al oír esto, los otros diez se indignaron contra
los dos hermanos (Mt 20:20-24). Tras la Pasión y Muerte de Cristo,
debido a esa errónea comprensión naturalista de su realeza, los dis-
cípulos de Emaús experimentaron un profundo desánimo: Nosotros
esperábamos que Él sería quien redimiera a Israel (Lc 24:21). Inclu-
so, los Apóstoles continúan equivocados después de la Resurrección:
¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel? (Hch 1:6). Sólo
el Espíritu Santo, en Pentecostés, les permitirá comprender.
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Ante tantas visiones inexactas de su realeza, es el mismo Cristo
quien revela su verdadero sentido. Discutiendo con los fariseos, adu-
ce el salmo real por excelencia, el 110, y se lo aplica a sí mismo, iden-
ticándose con el Rey Mesías anunciado por David (cf. Mt 22:41-46).
Salmo que, por otra parte, no deja de ser citado por numerosos textos
paulinos, petrinos y joánicos, e incluso, con posterioridad, por Santo
Tomás de Aquino, Doctor Común de la Iglesia (Cf. El Credo comen-
tado, Artículo 6, n. 86, p. 72). Pero es frente a la autoridad política,
Pilato, cuando Cristo explica el origen de su reyecía: Mi realeza no es
de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi
servicio habrían combatido para que Yo no fuera entregado a los
judíos. Pero mi realeza no es de aquí (Jn 18:36). En este pasaje,
Jesús no quiso decir que su Reino no estuviera en el mundo, sino
que la autoridad de ese Reino no procedía de las espadas, de ejér-
citos o mayorías de votos, o de los partidos políticos. La autoridad
real proviene de su Padre celestial. El Reino no era lo que Caifás
o Pilato –o algunos de sus contemporáneos–, habían supuesto.
(Hahn, 2009, p. 220. Cursivas en el original)
Por eso, luego de aclarar de dónde proviene su realeza, el Señor in-
siste: Yo soy Rey. Para eso he venido al mundo: para dar testimonio
de la Verdad. El que es de la Verdad escucha mi voz (Jn 18:37).
El Hijo de Dios, Cristo Rey, ejercita una realeza distinta a la de los
poderosos de este mundo, que imponen su poderío de manera despó-
tica y violenta. No es así en el reinado de Nuestro Señor, Jesús, quien
no vino a ser servido sino a servir, hasta el extremo de dar la vida por
sus súbditos, sus hermanos. Así lo entienden los primeros cristianos,
y con ellos nosotros, conforme lo testimonia un venerable texto de la
Iglesia Apostólica, escrito en el siglo II:
¿Acaso, como alguien pudiera pensar, (el Padre) le envió para ejer-
cer una tiranía o infundirnos terror y espanto? ¡De ninguna mane-
ra! Envióle en clemencia y mansedumbre, como un Rey envió a su
Hijo-Rey; como a Dios nos lo envió, como hombre a los hombres
le envió, para salvarnos le envió; para persuadir, no para violentar,
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pues en Dios no se da la violencia. Le envió para llamar, no para
castigar; le envió, en n, para amar, no para juzgar. Le mandará,
sí, un Día como Juez, y ¿quién resistirá entonces su presencia?
(Discurso a Diogneto, VII, 3-6, p. 853. Paréntesis nuestros)
La Realeza de Cristo es omnicomprensiva. Rige las realidades es-
pirituales y las temporales, porque como Él mismo enseña antes de
su Ascensión: Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra
(Mt 28:18). Dice el Señor, “todo” poder, ilimitadamente, no una par-
te acotada. Poder, asimismo, que incluso rige “en la tierra”, es decir,
sobre las realidades sociales, económicas, políticas y culturales. Estas
últimas también deben escuchar su Mensaje y acogerlo: Le diste au-
toridad sobre todos los hombres (Jn 17:2). Pero no para que Cristo
las domine despóticamente, las anule o las sofoque en su propio or-
den natural, sino para que pueda llevarlas a su perfección, porque de
su plenitud todos nosotros participamos y recibimos gracia sobre
gracia (Jn 1:16). Es la dimensión temporal de su realeza, por la cual,
hablamos, precisamente, como principio fontal de la cristología y de
la Doctrina Social de la Iglesia, de la Realeza Social de Cristo: Él es el
Señor de los señores y el Rey de los reyes (Ap 17:14).
Al escuchar predicar a Jesús, sus oyentes exclamaban admirados:
Jamás hombre alguno habló como Éste (Jn 7:46). En cambio, otros,
entonces y también en el decurso del tiempo, y hoy mismo, no lo re-
cibieron, porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria
de Dios (Jn 12:43). Lejos de ellos, cuando la Iglesia a través de su
Magisterio, se expresa sobre cuestiones temporales, o, mediante los
laicos, actúa procurando “cristianizar el mundo” (Concilio Vaticano
II, Gaudium et Spes, n. 43), no hace sino ser el a su Fundador, el
Señor. En efecto, siguiendo sin descanso la prédica y acción de Jesús,
siempre perenne –pues Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre
(Hb 13:8)–, la Iglesia ha manifestado su preocupación por lo social
desde sus inicios, articulando, desde entonces, una enseñanza que se
plasmó en obras, visibles a lo largo de la historia:
A medida que las necesidades de los tiempos lo iban demandando,
la Doctrina Social Católica se ha ido enriqueciendo y perfeccionan-
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do con el paso de los años. Mucho se ha discutido sobre comuni-
dad, justicia, paz y bien común. Se han consolidado los principios
de personalidad, solidaridad y subsidiariedad (...) Ahora bien, la
Doctrina Social no proviene de este Papa o de aquel otro, ni tam-
poco de ningún sabio: procede del corazón del Evangelio. Viene
de Jesús mismo. Jesús es la doctrina social de Dios. (Francisco,
Prólogo al DoCat)
3. La Realeza de Cristo en la teoría y en la praxis cristiana
Dios lo exaltó y le otorgó un Nombre sobre
todo nombre, para que, al Nombre de Jesús,
doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en
la tierra y en los abismos, y toda lengua pro-
clame: ¡Jesucristo es el Señor, para gloria de
Dios Padre! (Flp 2:7-11)
Hemos señalado algunos aspectos de la Palabra del Señor, desta-
cando uno de sus ejes axiales: la Realeza de Cristo y su inujo sobre el
hombre y las comunidades. Existe un mensaje social en el Evangelio,
que tiene aspiraciones de refractar sobre todas las realidades tempo-
rales, sin exclusiones de ninguna índole. No se trata de un programa
político, sino, más bien, de principios (verdades para la inteligencia y
valores para la voluntad), juicios y exhortaciones sobre las cosas terre-
nales, a las que hay que conocer en el orden de su propia naturaleza,
para sanarlas e impregnarlas con la Gracia, y, de ese modo, elevarlas
al orden sobrenatural. Para restaurarlas en sí mismas y en su debida
ordenación a Dios por Cristo: Todo es de ustedes, pero ustedes son de
Cristo y Cristo es de Dios (1 Cor 3:22-23). Es así desde el origen del
cristianismo, y lo será a lo largo de la historia. Un cristianismo priva-
tizado, presente sólo en las conciencias individuales o en la intimidad
de los templos, sin capacidad de congurar cristianamente cada una
de las instancias temporales, no es el a Cristo. No es, sino, una ca-
ricatura de cristianismo. Por el contrario, los seguidores del Señor
deben testimoniarlo incansablemente en privado y en público, con la
aspiración de congurar todo el orden temporal según el Evangelio,
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hasta su retorno glorioso al n de los tiempos: Él debe permanecer
en el cielo hasta el momento de la restauración universal, que Dios
anunció antiguamente por medio de sus santos profetas (Hch 3:21).
Porque no nos avergonzamos del Evangelio (Rm 1:16), hemos se-
ñalado uno de los principios esenciales y constitutivos de la Doctrina
Social de la Iglesia: la centralidad del misterio de la Realeza de Cristo
para la vida de las personas humanas y de las sociedades humanas,
mostrando cómo el Señor es el núcleo irrigador de su enseñanza y
de su apostolado social: “Qué gracia cuando el cristiano se convierte
verdaderamente en un ‘cristo-foro’ es decir ¡‘portador de Jesús’ por el
mundo!” (Francisco, Catequesis del miércoles 02 de agosto de 2017).
De esa manera, seguimos el consejo del Apóstol Pablo cuando nos
encarece a no apartarnos de la Esperanza del Evangelio que hemos
oído (Col 1:23). Nuestro intento por penetrar sapiencialmente la en-
señanza social de la Iglesia, nunca debe perder de vista la dimensión
cristológica que la sostiene en su inspiración y formulación teóri-
ca: Ustedes me llaman Maestro, y tienen razón, porque lo soy (Jn
13:13). Pero que también se transforma en su impulso profundo para
ponerla en práctica verazmente: Les he dado el ejemplo para hagan
lo mismo que Yo hice… Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas,
las practican (Jn 13:15.17).
Enseña el Magisterio:
También en lo que respecta a la ‘cuestión social’, se debe evitar
la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los
grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo
que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que Ella nos infun-
de: ¡Yo estoy con vosotros! No se trata, pues, de inventar un nuevo
programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por
el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en denitiva, en Cristo
mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la
vida trinitaria, y transformar con Él la historia hasta su perfeccio-
namiento en la Jerusalén celestial. Es un programa que no cambia
al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo
y de la cultura, para un verdadero diálogo y una comunicación e-
caz. (San Juan Pablo II, Novo Millenio Ineunte, n. 29)
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4. Ofrendemos a Jesús, Cristo Rey, nuestras
vidas y nuestras sociedades
Me brota del corazón un hermoso poema,
Yo dedico mis obras al Rey: mi lengua es
como la pluma de un hábil escribiente. Tú
eres hermoso, el más hermoso de los hom-
bres; la gracia se derramó sobre tus labios,
porque Dios te ha bendecido para siempre
(Sal 45:2-3)
De la mano de las Escrituras, la Tradición y el Magisterio, com-
probamos que “la distinción entre el orden sobrenatural de sal-
vación y el orden temporal de la vida humana debe ser vista en
la perspectiva del único designio de Dios de recapitular todas las
cosas en Cristo” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Liberta-
tis Conscientia, n. 80). Verdad que nos ayuda a caminar con Es-
peranza y Alegría por la historia proclamando a Jesús. En efecto,
transitamos el tiempo de la misión evangelizadora que Anuncia
la Realeza de Jesús. La Iglesia, a la que pertenecemos y de la que
formamos parte,
Con la mediación que ella realiza, no tiene razón de existir más
que en el tiempo que medie entre las dos venidas de Jesús, entre
la ascensión del Señor y su vuelta; éste es precisamente el tiem-
po de la Iglesia y debe llenarse con el ejercicio de su ministerio.
(Congar, 1968, p. 32)
Tarea de la que los seglares son especialmente responsables en
el ámbito de las realidades temporales en las que se encuentran in-
sertos por la Providencia para que allí den fruto, asistidos por Jesús
con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio
(Flp 3:21). En efecto, “la misión peculiar de los laicos católicos es
la de ordenar, gestionar y transformar la sociedad según los crite-
rios evangélicos y el patrimonio de la Doctrina Social de la Iglesia”
(Francisco, “Mensaje para el ‘Encuentro de católicos con responsa-
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bilidades políticas al servicio de los pueblos latinoamericanos”, 1 de
diciembre de 2017). Por ello:
Es indispensable que los laicos reciban una sólida formación
doctrinal y espiritual y un apoyo constante, para que sean ca-
paces de dar testimonio de Cristo en sus ambientes de vida a n
de impregnar duraderamente la sociedad de los principios del
Evangelio, evitando a la vez que la fe sea marginada en la vida
pública. (Francisco, “Discurso a los Obispos de Senegal-Mau-
ritania-Cabo Verde-Guinea Bissau”, 10 de noviembre de 2014)
En las Bodas de Caná, Cristo consiente el pedido de Su Madre,
a quien Francisco llama “Peregrina de Esperanza” (Catequesis del
Miércoles 5 de marzo de 2025) y adelanta su hora (Jn 2:4), reali-
zando el milagro de la conversión del agua en vino, mientras María,
Nuestra Madre, con una frase que atraviesa la historia y hoy nos
interpela a nosotros, Lo señala como el Maestro de las naciones:
Hagan todo lo que Él les diga (Jn 2:5). A partir de entonces y duran-
te toda su vida pública, Jesús va develando paulatinamente con una
na y delicada pedagogía las verdades más elevadas y profundas
de la Revelación. Se presenta primero como un Rabí, un maestro, y
poco a poco, con su enseñanza, sus gestos y sus milagros va develan-
do su sonomía mesiánica, al tiempo de mostrar su personalidad
divina como Hijo de Dios, explicitar la naturaleza del Reino que vino
a fundar y del que Él mismo es Rey, y el destino nal que espera a los
justos: contemplar gozosamente en la eternidad el Rostro de Dios:
Seremos llevados con ellos al cielo, sobre las nubes, al Encuentro de
Cristo, y así permaneceremos con el Señor para siempre. Consué-
lense mutuamente con estos pensamientos (1 Tes 4:17-18).
Cerremos estas reexiones sobre Jesús, desplegadas en el contexto
del Jubileo de la Esperanza, con palabras de Carlos Alberto Sacheri,
que hacemos nuestras:
Que Cristo Rey, por quien trabajamos, y la Virgen María, Madre de
la Iglesia, nos alcancen a todos la gracia de la mutua conversión en
la Esperanza de su Paz. (Sacheri, 2024, p. 178)
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Es necesario que Cristo reine
hasta que ponga a todos los enemigos debajo de sus pies (...)
Y cuando el universo entero le sea sometido,
el mismo Hijo se someterá también a
Aquel que le sometió todas las cosas,
a n de que Dios sea todo en todos (1 Cor 15:22-28)
Ricardo von Büren
Director Filópolis en Cristo
Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino
ricardo.vonburen@unsta.edu.ar
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