Filópolis en Cristo. Nº 2 (2024), 1-22
Editorial
“Fue y proclamó en toda la ciudad lo que
Jesús había hecho por él” (Lc 8:39)
Evangelizar el ámbito social signica (...) pro-
mover una sociedad a medida del hombre en
cuanto es a medida de Cristo: es construir una
ciudad del hombre más humana porque es
más conforme al Reino de Dios (Compendio
de la Doctrina Social de la Iglesia, n° 63)
1.- La ciudad como lugar del apostolado social “en Cristo”
Con el corazón se cree para alcanzar la justicia
y con la boca se conesa para obtener la salva-
ción (Rm 10:10)
El Decreto Apostolicam Actuositatem del Concilio Vaticano II, se-
ñala como misión propia del laico, lo que llama “el apostolado en el
medio social” (cf. 13). Con él se relaciona directamente Filópolis en
Cristo, concebida como un instrumento para difundir la dimensión
comunitaria del Evangelio en la ciudad de los hombres.
Se trata del impulso evangelizador que deben desplegar los segla-
res en las estructuras económicas, jurídicas, políticas y culturales, a
las que deben llevar el anuncio de Cristo, y en las que a través de su
palabra, sus acciones y sus gestos, procuran la refracción social del
Kerygma: “El permanecer rmes y estables en la fe, no consiste sola-
mente en la creencia interior de las verdades cristianas, sino que a la
vez, cuando el honor de Dios o el bien de nuestros prójimos lo recla-
man debemos confesarla exteriormente” (Esquiú, 2022, tomo II, p.
102). Enseña el magisterio:
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Ricardo von Büren
No corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir directa-
mente en la actividad política y en la organización de la vida
social. Esta tarea forma parte de la vocación de los eles lai-
cos, que actúan por su propia iniciativa con sus conciudadanos.
(Catecismo de la Iglesia Católica n° 2442)
Por amor a Jesús el cristiano ama la ciudad y su gente, Filópolis en
Cristo, y despliega su apostolado social en cada uno de sus recintos:
Todo lo que puedan decir o realizar, háganlo siempre en nombre del
Señor Jesús, dando gracias por Él a Dios Padre (Col 3:17). La expre-
sión “en Cristo”, implica mucho más que decir “junto a”, “en dirección
a”, o “seguir a”. La locución “en Cristo” signica que nuestra propia
vida ha sido introducida, injertada en Su Vida, y que su Misterio lumi-
noso nos ha inundado con Su Gracia. Pero a ese inicio, a ese punto de
partida, debe seguirlo un itinerario constante y sostenido en el que pa-
rafraseando a Juan, el Bautista (cf. Jn 3:30), debemos asumir existen-
cialmente que es preciso que yo disminuya y que Cristo crezca en mi.
En mi inteligencia, en mi voluntad, en mis afectos, para así, cristiani-
zado, testimoniarlo en mi familia, entre mis amigos y conocidos, entre
mis vecinos, entre mis compañeros de trabajo, mis jefes y subalternos
y en todas mis relaciones sociales cotidianas en la ciudad, sabiendo que
Aquel que comenzó en ustedes la buena obra la irá completando hasta
el día de Cristo Jesús (Flp 1:6).
Al impregnar sus acciones de fe viva, el cristiano realiza todas
las cosas en Cristo: si posee amigos, son sus amigos en Cristo, si
trabaja, trabaja en Cristo, si pasea, si come, si está alegre lo hace
todo en Cristo. Es decir que por fe viva, amor, plegaria y gracia,
pone a Cristo en todo. Está enfermo en Cristo, triste en Cristo,
es bueno y abnegado en Cristo, casto, paciente y morticado en
Cristo. Y así todas las cosas (...) de suerte que todo sea recapitu-
lado en Cristo, hasta que habiéndole sido sometidas todas las
cosas, el Hijo rinda homenaje a Aquel que se las ha sometido a n
de que Dios lo sea todo en todos. (Congar, 1965, p. 31)1
1
En el Retiro espiritual que predicara al Santo Padre San Pablo VI y la Curia Ro-
mana, en la Cuaresma de 1976, decía Karol Wojtyla: “La categoría fundamental de
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Debemos fundar “en Cristo” no solo nuestra vida interior, nuestro
hogar, nuestra profesión, sino también la vida pública, los diversos es-
tamentos sociales, las normas jurídicas y las instituciones del Estado:
“Hablaré de tus enseñanzas delante de los reyes y no me avergonzaré”
(Sal 119:46). Así lo proclama Esquiú, cuando predicaba apoyado en la
enseñanza cristocéntrica de Pablo (Todo subsiste en Él -Col 1:17-):
Debo decir y repetir siempre esta sola palabra del apóstol de las
naciones: ‘omnia in ipso constant’: todo lo que es estable, todo
bien, toda verdad, la justicia, el derecho, el deber, el orden, la vida,
todo subsiste en Jesucristo. ‘Omnia in ipso constant’. ¿Tratáis de
la Constitución de este pueblo? Pues su fundamento es Jesucristo
(…) La civilización, la única verdadera civilización viene de Jesu-
cristo; y los grandes principios de esa civilización deben ser el alma
de vuestra carta constitucional; he ahí pues que el Verbo de Dios
es el fundamento de vuestra obra: ‘omnia in ipso constant’. Si hay
justicia, si hay verdad, si se quieren establecer sobre buen funda-
mento los derechos del hombre y dar base a la paz y prosperidad
del pueblo, comenzad vuestra carta por el reconocimiento y adora-
ción del Verbo de Dios. (Esquiú, 2022, tomo I, pp. 98 y 102)2
2.- Debemos “levantarnos y entrar en la ciudad”
Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciu-
dad, y anúnciale el mensaje que Yo te indicaré
(Jonás 3:2)
Decíamos en la “Presentación” de Filópolis en Cristo (cf. el 1
de la revista), que el lema que la inspira está tomado de aquel pasa-
nuestros ejercicios espirituales: la categoría ‘en Cristo’ (cf., por ejemplo, Rom 6:23).
‘En Cristo’, en el misterio del Verbo Encarnado: el misterio del hombre se explica en
el misterio de Cristo, que poseía la plena dimensión histórica de los hechos, de los
acontecimientos, de las obras, de las palabras y de los testimonios. En Cristo, con-
templado dentro de esta perspectiva, se concentran y consolidan todos los problemas
esenciales del hombre” (Wojtyla, 1979, p. 150).
2 Estas palabras forman parte del Sermón pronunciado por el Beato Fray Mamerto
Esquiú en la Iglesia Matriz de Catamarca, el 25 de octubre de 1875, con motivo de la
reforma de la Constitución provincial.
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je bíblico en el que luego de su Conversión, Pablo recibe el mandato
de Jesús que se hace eco a lo largo del tiempo en cada el cristiano:
“Ahora levántate y entra en la ciudad” (Hch 9:6).
Sin embargo, somos conscientes que por nuestras propias fuer-
zas no podemos ni levantarnos ni entrar en la ciudad. Porque somos
paralíticos para movernos y ciegos para ver cómo y por dónde hacer-
lo. No podemos mirar ni caminar. Necesitamos que Cristo nos cure
de nuestra ceguera y de nuestra parálisis. Sólo Él puede hacerlo, y
lo hace integralmente, en cuerpo y alma, restaurando también la di-
mensión social de nuestras vidas:
El ministerio de Jesús ofrece muchos ejemplos de sanación.
Cuando sana (...) en realidad sana no solo un mal físico, sino
toda la persona. De tal manera la lleva también a la comunidad,
sanada; la libera de su aislamiento porque la ha sanado. (Fran-
cisco, 2023, p. 10)
El hombre que Lo conoce y deja a Jesús entrar en su existencia, es
sanado por Cristo, puede levantarse de su postración y ver el camino
para entrar a la ciudad con Él, en Él y por Él. Lo comprobamos en
distintos pasajes de las Escrituras. Ser sanado por Cristo es la expe-
riencia que vive el paralítico que es curado por Jesús, deja atrás su
postración, puede incorporarse y andar: “Levántate, toma tu camilla
y camina” (Jn 5:8). También sucede con el ciego Bartimeo, que por
su enfermedad siempre “estaba sentado junto al camino” (Mc 10:46),
sin poder transitarlo, y que luego del diálogo con Jesús, “enseguida
comenzó a ver”: recuperada la visión física y espiritual gracias a Cris-
to, “lo siguió por el camino” (Mc 10:52).
El poder salvíco del Señor no se derrama sólo en la cura de enfer-
medades corporales, psicológicas o espirituales, incluso se hace pre-
sente ante la muerte, como acontece con el hijo único de la viuda de la
ciudad de Naím: Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, Cristo
se cruza con una gran multitud que se dirigía a enterrarlo. Al ver a la
madre del joven, “Jesús se conmovió y le dijo: ‘No llores’. Después se
acercó y tocó el féretro. Entonces, dijo: ‘Joven, Yo te lo ordeno, leván-
tate’. El muerto se incorporó y empezó a hablar (...) El rumor de lo
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que Jesús acababa de hacer se difundió por toda la ciudad y en toda
la región vecina (Lc 7:11-17). Sucede lo mismo con su amigo, al que
busca en el sepulcro: Jesús gritó con voz fuerte: ¡Lázaro, ven afuera!
El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro
envuelto en un sudario”. Entonces Jesús les dijo: ‘Desátenlo para que
pueda caminar’ (Jn 11:43-45).
Curados por Cristo, estamos convocados a “levantarnos” y “entrar
en la ciudad”. Si decididos a hacerlo imploramos en la plegaria: En-
séñame Señor tu Camino, para que yo viva según tu Verdad (Sal
86:11), y le preguntamos: ¿Qué debo hacer, Señor? (Hch 22:10),
como siempre, Cristo nos señala el horizonte. En primer lugar con
su propio ejemplo: Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos,
enseñando en sus sinagogas y proclamando la Buena Noticia del
Reino y curando todas las enfermedades y dolencias (Mt 9:35).
Pero Jesús no siempre es bien recibido. En muchas ocasiones es
rechazado. En efecto, hay quienes salen de su letargo para “levantarse
y entrar en la ciudad”, pero no lo hacen para anunciar a Cristo, sino
para expulsarlo de ella, para impedirle que derrame su gracia entre
los hombres, las familias, los grupos sociales y la sociedad política.
Sucede desde el inicio de su Anuncio público del Evangelio, cuando
visita la ciudad de Nazaret donde se había criado (Lc 4:16), y con
la que Él mismo se identica: Yo soy Jesús de Nazaret (Hch 22:8).
Luego de escuchar Su Palabra y la proclamación mesiánica en la sina-
goga, atribuyendo a su Persona los textos proféticos de Isaías (cf. Is
61:1-2), los oyentes, sus con-ciudadanos, se molestan e indignan y le-
vantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, a un lugar alto de la co-
lina donde estaba emplazado el poblado, con intención de despeñarlo
(Lc 4:29). Querían matarlo por su predicación. Así comienza a reso-
nar al comienzo de su vida pública el grito impío profetizado por el
salmista y que irá in crescendo a lo largo de sus tres años de testimo-
nio e, incluso, luego de su Ascensión hasta su Segunda Venida, en la
Parusía: ¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos hacen vanos
proyectos? Los reyes de la tierra se sublevan y los príncipes conspiran
contra el Señor y su Ungido: ‘Rompamos sus ataduras, librémonos
de su yugo’ (Sal 2:1-3). Lucas lo sintetiza magistralmente en un sólo
versículo: No queremos que Éste sea nuestro Rey (Lc 19:14).
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Sin embargo, a pesar de sus intentos no logran detener al Señor y
con majestad, Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino
(Lc 4:30). Nada, ni nadie, obstaculizan a Cristo en el cumplimiento
de su misión de evangelizar y anunciarse como el Mesías. Por ello, el
relato sigue diciendo que, inmediatamente, Jesús bajó a Cafarnaúm,
ciudad de Galilea. No para esconderse ni para huir sino para conti-
nuar con valentía su tarea, pues allí enseñaba los sábados. Impertur-
bable sigue evangelizando y lo hace de un modo tal que todos estaban
asombrados de su enseñanza. Y ese asombro ocurría porque habla-
ba con autoridad (Lc 4:31).
En otra ocasión, ahora al nal de su vida pública, Jesús también va
a ser rechazado. Sucede cuando entra a Jerusalén, la ciudad del Gran
Rey (cf. Mt 5:35), el centro religioso y político de Israel, con el cual lo
une un vínculo especial, pues allí estaba el Templo, la Casa de su Pa-
dre3. Leemos en el Evangelio de Lucas: Al acercarse y ver la ciudad,
lloró por ella, diciendo: ‘¡Si tú también hubieras comprendido en este
día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos (Lc 19:41-42).
Jesús derrama sus lágrimas porque Jerusalén no ha sabido reconocer
el tiempo en que fue visitada por Dios (Lc 19:44). La Ciudad de David
no reconoció al Mesías, no aceptó su mensaje y entonces, con dolor,
Cristo contempla proféticamente su destrucción, que sucederá décadas
luego, en el año 70, por mano de los ejércitos romanos comandados
por el General Tito, hijo del entonces Emperador, Vespasiano, y luego
él también Emperador: Vendrán días desastrosos para ti, en que tus
enemigos te cercarán con empalizadas, te sitiarán y te atacarán por
todas partes. Te arrasarán junto con tus hijos, que están dentro de ti,
y no dejarán en ti piedra sobre piedra (Lc 19:43-44).
Más doloroso aún para Jesús, lo que nos obliga a estar atentos
para no sucumbir a esa tentación frecuente, son los casos de quienes
3
Dice Hahn: “El hijo de María y de José era el Hijo de David, el gran rey sacerdote.
En consecuencia, Jerusalén le pertenecía por derecho de nacimiento. Como capital
de David, las murallas de Jerusalén encerraban la ciudad del Gran Rey (Monte Sión),
así como el Monte del Templo. Jerusalén era el lugar de la ley de David y el lugar de
sus ritos. Era el hogar privilegiado del monarca pero, sobre todo, era el santuario de
la presencia de Dios en la tierra. Por todas estas razones, Jerusalén aparece como un
lugar destacado en todos los Evangelios” (2014, pp. 136-137).
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Lo han conocido y acogido, pero que en sus vidas no Le son eles sino
traidores, incluso simulando exteriormente ser sus seguidores y discí-
pulos: Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre? (Lc 22:48).
¿Seremos nosotros otros “judas”? ¿Después de haber sido bendecidos
por sus dones, podremos darle la espalda? Lamentablemente, eso es
posible. Nuestra propia experiencia personal y la experiencia histó-
rica de la Iglesia (de la que somos parte y de cuya presencia social
tenemos responsabilidad), así lo demuestra. En muchas ocasiones no
confesamos a Cristo. Por miedo, por ignorancia culpable, por conve-
niencia. Lo ocultamos, lo negamos, lo usamos, lo manipulamos, lo
hacemos cómplice de nuestros pecados, de nuestras mentiras, o de
nuestros acomodos al espíritu del mundo. Cuando sucede esto no so-
mos cristianos, sino mundanos. En lugar de cristianizar el mundo,
somos agentes de la mundanización del cristianismo: Ustedes son la
sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá
a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los
hombres (Mt 5:13).
Para no traicionar a Jesús, recordemos lo primero: la importancia
de estar unidos a Él por medio de la oración, que es como la respira-
ción del alma. Cristo nos da el ejemplo, pues rezaba siempre e ince-
santemente al Padre. En Getsemaní, después de orar se levantó, fue
hacia donde estaban sus discípulos y los encontró adormecidos por
la tristeza. Jesús les dijo: ‘¿Por qué están durmiendo? Levántense y
oren para no caer en la tentación’ (Lc 22:45-46). Si no estamos uni-
dos a Cristo por la plegaria viviremos espiritualmente vacíos y desa-
tentos a las sorpresas cotidianas que Dios nos depara cada día para
que co-operemos con su Obra. Y no podremos “levantarnos y entrar
en la ciudad” para testimoniar cristianamente el Evangelio: La gloria
de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean
mis discípulos (Jn 15:8).
A diferencia de lo sucedido en aquellas ciudades que lo rechazaron,
existen lugares donde Cristo es recibido amistosamente y puede de-
rramar su gracia salvadora. Uno de los casos más signicativos (cf. Lc
19:1-10), acontece cuando Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciu-
dad. Allí vivía un hombre muy rico llamado Zaqueo, que era jefe de
los publicanos (Lc 19:1-2). Cristo ingresa en la ciudad para anunciar
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el Evangelio y se dirige hacia donde se encontraba Zaqueo, en quien
el Espíritu Santo había suscitado el anhelo de conocer quién es Jesús
(Lc 19:3), y que por ello y debido a su escasa estatura había subido a un
árbol, un sicómoro, para verlo mejor cuando pasara. Ante su favorable
disposición interior, Cristo remueve su orgullo y le dice: Zaqueo, baja
pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa (Lc 19:5). O sea,
“deja de lado tu egoísmo, desciende de tu soberbia que te ha sumido en
el pecado y escucha mi Palabra, porque Yo deseo entrar en tu vida y en
tu hogar y transformarlos”. Impactado por la irrupción deslumbrante
de la Presencia de Cristo en su existencia y ante estas palabras de la
Palabra, Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría (Lc 19:6).
Zaqueo se ha convertido y su conversión no se reduce al fuero íntimo
de su conciencia, sino que refracta en su familia y se expande hacia su
vida social en la ciudad. Entonces, dijo resueltamente al Señor: ‘Señor,
voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a
alguien, le daré cuatro veces más’ (Lc 19:8). Jesús exclama: Hoy ha
llegado la salvación a esta casa (Lc 19:9).
Este pasaje es paradigmático para el apostolado social “en Cristo”.
El Encuentro con Jesús transforma interior y socialmente a Zaqueo,
pero acontece lo mismo con cualquier hombre que se convierte por-
que el que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha des-
aparecido, un ser nuevo se ha hecho presente (2 Cor 5:17. Sobre la
tensión entre “el hombre viejo”, ajeno a Cristo, y “el hombre nuevo”,
que “vive en Cristo”, cf. Ef 4:22-24 y Col 3:9-10). La conversión no
opera sólo en su intimidad o en su espiritualidad personal, sino que se
desborda y expresa en todas sus relaciones comunitarias: Unidos al
Señor es posible llegar al estado de hombre perfecto y a la madurez
que corresponde a la plenitud de Cristo (Ef 4:13).
Un hecho que debe también hacernos reexionar es la reacción ne-
gativa de los que estaban presentes durante la escena con Zaqueo, pues
al ver que Jesús se acerca a él e ingresa a su casa, todos murmuraban,
diciendo: “Se ha ido a alojar en casa de un pecador” (Lc 19:7). Nos ha
de pasar muchas veces emitir juicios de tal naturaleza o ser víctimas de
ellos, pero no debemos atender a esa hipocresía, y seguir a Jesús, nues-
tro modelo, que al concluir el relato, nos enseña: El Hijo del hombre
vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido (Lc 19:10). Dice Cristo:
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No son los que me dicen: ‘Señor, Señor’, los que entrarán en el
Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Pa-
dre que está en el cielo. Muchos me dirán en Aquel Día: ‘Señor,
Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos
a los demonios e hicimos muchos milagros en tu Nombre? En-
tonces Yo les manifestaré: ‘Jamás los conocí; apártense de Mí,
ustedes, los que hacen el mal’ (Mt 7:21-23)
Si convertidos al Señor nos decidimos, con la ayuda de la gracia,
a hacer fructicar nuestro bautismo, a levantarnos y entrar en la ciu-
dad, podemos seguir el ejemplo de los primeros cristianos que “todos
los días, tanto en el Templo como en las casas, no cesaban de enseñar
y anunciar la Buena Noticia de Cristo Jesús” (Hch 5:42). Nuestras
familias y los lugares de culto de las comunidades eclesiales, son el
primer ámbito en que debemos vivir y dar testimonio del Evange-
lio. Pero junto a esos espacios privados, debemos también anunciar
a Cristo en los espacios públicos de la ciudad: “Serán mis testigos
en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los connes de la
tierra” (Hch 1:8). Es lo que hizo el Apóstol Felipe, cuando el Ángel
del Señor le dijo: ‘Levántate y ve hacia el sur, por el camino que baja
de Jerusalén a Gaza: es un camino desierto’. Él se levantó y partió.
Cumpliendo esa misión, se encontró con un eunuco etíope, ministro
del tesoro y alto funcionario de Candace, la Reina de Etiopía, que
sin poder entender leía las Escrituras y le predicó la Buena Noticia de
Jesús y lo bautizó. Entonces, el etíope continuó gozoso su camino en
tanto Felipe siguió el suyo y en todas las ciudades por donde pasaba
iba anunciando la Buena Noticia (Hch 8:26-40).
Jesús nos exhorta a entrar a las ciudades pero no para divagar o
perder el tiempo, puesto que “no es con la claudicación, el silencio o
la deformación de la verdad como se transformará al mundo, sino con
la predicación de LA PALABRA” (Palumbo, 1982, p. 23). Se trata de
ingresar a ellas para instaurar las ciudades “en Cristo”, tarea que co-
rresponde primordialmente a los seglares. Enseña el magisterio: “Es
una tarea propia del el laico anunciar el Evangelio con el testimonio
de una vida ejemplar, enraizada en Cristo y vivida en las realidades
temporales” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, n° 543).
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3.- Las implicancias sociales de la Fe:
caminar y edicar “en Cristo”
Erraban por el desierto, en la soledad; sin
hallar camino, a una ciudad donde morar.
Sufrían hambre y sed; su alma desfallecía en
ellos. Y clamaron al Señor en su angustia, y
Él los sacó de sus tribulaciones. Y los condujo
por un camino recto, para que llegasen a una
ciudad donde habitar (Sal 107:4-7).
La Iglesia, mediante su impulso evangelizador, del que su Doctri-
na Social es uno de sus instrumentos (cf. Compendio de la Doctrina
Social de la Iglesia, 66), anuncia a Cristo Rey en la historia y así
“extiende el cetro de su realeza” (Sal 110:2). Su apostolado sale al en-
cuentro de todo ser humano para ofrecerle el tesoro del que Ella par-
ticipa, para que cada hombre y cada pueblo conozca a Jesús, luz de
las naciones (Lc 2:32). La humanidad sin Dios se encuentra desorien-
tada, y transita sin rumbo ni horizonte, necesita un Salvador: Las ti-
nieblas cubren la tierra y una densa oscuridad a las naciones, pero
sobre ti brillará el Señor y su gloria aparecerá sobre ti. Las naciones
caminarán a tu luz y los reyes, al esplendor de tu aurora (Is 60:2-3).
Profundizar en la comprensión de la Fe no sólo da solidez inte-
rior a las convicciones personales del creyente, ni tampoco reduce sus
efectos bienhechores al ámbito de la vida intra-eclesial, sino que pro-
yecta su inujo sobre las realidades que conforman el orden tempo-
ral. Esto sucede cuando luego de levantarnos entramos en la ciudad
para dar testimonio de Cristo.
El Papa Francisco indica el nexo que existe entre la Fe y la ciudad,
usando dos verbos: caminar y edicar. Con el primero, enseña que la
Fe, esto es la adhesión del hombre a las verdades reveladas, le permi-
te conocer la vía que lo conduce a su felicidad plena, que es Dios. Vía
que no es otra que Jesucristo, que conocido y vivido, nos posibilita
“caminar” con Él rumbo a la Patria denitiva: Yo soy el camino, la
verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por Mí (Jn 14:6). Y con la se-
gunda expresión, “edicar”, esto es, “construir”, el Santo Padre señala
otra dimensión inherente a la Fe, que encuentra también en Jesús,
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su fundamento: La piedra angular es el mismo Cristo (Ef 2:20). En
efecto, Cristo es la piedra que ustedes, los constructores, han recha-
zado, y ha llegado a ser la piedra angular. Porque no existe bajo el
cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar
la salvación (Hch 4:11-12. Cf. Mt 21:42; Sal 118: 22-23; 1 Pe 2:7).
Podemos caminar en la ciudad, transitar por cada una de sus vere-
das, calles, avenidas y autopistas, que son nuestras familias, nuestras
amistades y comunidades, y de ese modo edicarla en el Señor. Ello
es posible porque conocemos el origen (la Fe) el sostén (la Esperan-
za) y el n (la Caridad): “En su Hijo, Jesucristo, hecho hombre, Dios
nos ha liberado del pecado y nos ha indicado el camino que debemos
recorrer y la meta hacia la cual dirigirse” (Compendio de la Doctrina
Social de la Iglesia, 17). Sólo “en” Cristo, siguiendo sus huellas,
el hombre puede caminar plenamente. Otras vías no son verdadera-
mente caminos, sino meros senderos que si no se orientan a Cristo,
no conducen a ningún lugar y, que en su conjunto, alejados de Jesús,
son más bien un laberinto sin salida:
Si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se
convierte en un enigma indescifrable; no hay camino y, al no ha-
ber camino, no hay vida ni verdad. Dios es la realidad fundante,
no un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de rostro hu-
mano; es el Dios con nosotros, el Dios del amor hasta la cruz.
(Benedicto XVI, 2007, Discurso Inaugural en Aparecida, 3)
Pero la Fe no sólo nos permite e invita a “caminar”, sino también a
“edicar”, es decir a construir. Porque si bien el camino nos lleva al cielo,
en el transitar por él nos situamos en un aquí y ahora que tiene un signi-
cado en el plan de Dios, y que cada hombre debe descubrir y recorrer. La
mirada puesta en los cielos no cierra nuestros ojos a la realidad creada en
la que estamos insertos y adonde estamos situados por designio de Dios:
Cada uno de nosotros tenemos nuestra razón de ser en realizar
una perfección humana particular, que sumándose con otra tiene
que formar una plenitud humana total. Entonces, si yo no reali-
zo el caso de perfección humana conada a mí, es como una nota
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de un concierto que no sonara; y me defrauda a mí, defrauda a la
sociedad, defrauda al universo y defrauda a Dios. (Petit de Murat,
2021, p. 53)4
Es en nuestra circunstancia personal en la que debemos edicar
una morada transitoria, es verdad, pero orientada a Dios por medio
de Jesús. Sólo así lograremos “que la edicación de la ciudad terrena
se funde siempre en el Señor y se ordene a Él, no sea que trabajen en
vano quienes la edican” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, n°
46). La Fe en Jesús nos permite organizar una convivencia comuni-
taria que plenica a los hombres, puesto que nos impulsa, luego de
“levantarnos” y de “entrar en la ciudad”, a “caminar” por ella y a “edi-
carla” en Cristo. Enseña el Santo Padre:
La Fe no sólo se presenta como un camino, sino también como una
edicación, como la preparación de un lugar en el que el hombre
pueda convivir con los demás (...) La solidez de la Fe se atribuye
también a la ciudad que Dios está preparando para el hombre. La
Fe revela hasta qué punto pueden ser sólidos los vínculos humanos
cuando Dios se hace presente en medio de ellos. No se trata sólo de
una solidez interior, una convicción rme del creyente; la Fe ilumi-
na también las relaciones humanas, porque nace del amor y sigue
la dinámica del amor de Dios. El Dios digno de Fe construye para
los hombres una ciudad able. (Francisco, Lumen Fidei, 50)
4.- Construir “en Cristo” la ciudad de este
tiempo no-cristiano
¡Cómo se ha prostituido la ciudad el! Estaba llena
de equidad, la justicia moraba en ella, ¡y ahora no hay
más que asesinos! Tu plata se ha vuelto escoria, se ha
4 Y sigue: “Únicamente realizando yo, de manera esforzada y heroica, mi caso de perfec-
ción, sin perder un día, puedo solucionarlo todo, porque inmediatamente ese bien se va
a irradiando de manera positiva y por estímulo y por bienes obtenidos, y por mil cosas,
yo voy elevando el nivel de la sociedad y entonces vendrá la solución de los problemas
sociales, cuando haya hombres y cuando haya mujeres” (Petit de Murat, 2021, p. 54).
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aguado su mejor vino. Tus príncipes son rebeldes y
cómplices de ladrones; todos aman el soborno y co-
rren detrás de los regalos; no hacen justicia al huérfa-
no, ni llega hasta ellos la causa de la viuda (Is 1:21-23)
Leemos en la Constitución pastoral del Concilio Vaticano II sobre
la Iglesia en el mundo actual:
La Buena Nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la
cultura del hombre caído, combate y elimina los errores y males
que provienen de la seducción permanente del pecado. Purica y
eleva incesantemente la moral de los pueblos. Con las riquezas de
lo alto fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales
y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las consolida, per-
fecciona y restaura en Cristo -cf. Ef 1, 10- (Gaudium et Spes, 58)
No empezamos con las manos vacías el apostolado que desplega-
mos en el medio social, con la intención de edicar “en Cristo” nues-
tra ciudad. Vivimos en sociedades que han conocido a Jesús y en las
que aún hoy, luego de siglos de secularización, es posible ver huellas,
testimonios y vestigios de su Presencia: en sus nombres, en sus es-
tas, en su arquitectura, en sus costumbres, en sus lenguas, en sus leyes
y estructuras sociales, económicas, jurídicas y políticas: “Cristo es el
principio que explica el proceso de la sociedad occidental y por ende, la
clave que nos permite comprender tanto su desarrollo histórico como
el espíritu de sus instituciones” (Calderón Bouchet, 1998, p. 331).
Sin embargo, la prudencia apostólica que debemos cultivar, nos
dice que no vivimos actualmente en tiempos cristianos:
Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural
unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la
fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea así en
vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe
que afecta a muchas personas. (Benedicto XVI, Porta Fidei, n° 2)
En efecto, la descristianización se proyecta en la conformación de
los grupos sociales y comunidades políticas y nos permite observar
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que actualmente “nos encontramos en la primera civilización de la
historia que globalmente trata de organizar una sociedad humana
sin la presencia de Dios, concentrándose en enormes ciudades que
se mantienen horizontales, aunque tengan rascacielos vertiginosos.
Viene a la mente el pasaje de la ciudad de Babel y de su torre -cfr Gen
11:1-9-. En él se narra un proyecto social que prevé sacricar toda in-
dividualidad a la eciencia de la colectividad” (Francisco, Catequesis
del 29/11/23). Frente a una sociedad que intenta edicarse de espal-
das al Evangelio, la Iglesia no cesa en su afán de evangelizarla para
que pueda vivir “en Cristo”. Enseña el magisterio:
No, Venerables Hermanos -preciso es recordarlo enérgica-
mente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que
todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edicará la
ciudad de modo distinto de como Dios la edicó; no se edicará
la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos;
no, la civilización no está por inventarse ni la ‘ciudad’ nueva por
edicarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización
cristiana, es la ‘ciudad’ católica. No se trata más que de estable-
cerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales
y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía
malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in
Christo -Ef 1:10- (San Pío X, Notre Charge Apostolique, n° 11)
El tiempo histórico en que los cristianos contemporáneos son lla-
mados a dar testimonio en la ciudad, se caracteriza por la indiferencia
o el rechazo de Jesús, creando no sólo instituciones sino también un
“clima” enrarecido que afecta de algún modo a todo creyente. Con
todo, es aquí y ahora en que los discípulos del Señor deben actuar. Es
el mismo Cristo el que los llama. Como en aquel pasaje tan lleno de
enseñanzas que recogen los sinópticos, que es conocido como el del
“Endemoniado de Gerasa” (cf. Lc. 8:27-39; Mc 5:1-20 y Mt 8:28-34).
En esa ocasión, luego de que el hombre que había estado apresado
por Satanás, es exorcizado y sanado por Jesús, sucede lo inesperado.
Los habitantes de Gerasa, a pesar de haber asistido a un milagro, le
dicen a Jesús que se vaya de la ciudad: todos los gerasenos pidieron a
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Jesús que se alejará de allí (Lc 8:37). No quieren a Cristo entre ellos.
El Señor los escucha, no discute ni los violenta y se retira, respetando
su decisión libre. Pero aún así, no los abandona, sino que velando por
cada uno, incluso frente a su ingratitud, ha de dejarles un germen
de evangelización. Un Testigo en medio de ellos, el endemoniado, ya
convertido al Evangelio.
Antes de abandonar el lugar, Jesús vuelve su mirada y su aten-
ción sobre el hombre al que había salvado. No lo quita del mundo, de
su mundo, sino que como era un hombre de la ciudad (Lc 8:27), le
pide que permanezca allí, que es “su” lugar, para dar testimonio de Él
entre los suyos, sus parientes, sus amigos y su gente. A este hombre
que había recuperado ya su dignidad (lo vieron sentado, vestido y en
su sano juicio, Lc 8:35), Jesús le encomienda que vuelva a su casa,
con su familia, restituyéndolo a su propio hogar que el hombre había
abandonado y le dice: anúnciales todo lo que el Señor hizo contigo
al compadecerse de ti (Mc 5:19). Y retorna allí restaurado, no sólo en
lo que era, un hombre, sino ahora como cristiano, que debe evange-
lizar su ambiente, su entorno hogareño, desbordándose por mandato
de Cristo hasta llegar a anunciar el Evangelio a sus amigos, vecinos
y conciudadanos: Él fue y proclamó en toda la ciudad lo que Jesús
había hecho por él (Lc 8:39), incluso en toda la región de la Decápo-
lis, que era un conjunto de diez ciudades. Termina el relato diciendo:
y todos quedaban admirados (Mc 5:20).
El endemoniado de Gerasa es una imagen simbólica del el cristiano
laico, de nosotros: un hombre de la ciudad que cae derrumbado por el
peso de sus pecados y que sólo puede levantarse de su postración cuan-
do acontece su Encuentro con Jesús, y que transformado testimonia a
Cristo allí, entre los suyos. En su ambiente familiar y social, en donde la
Providencia lo ha situado. ¿No seremos -cada uno con sus propios de-
monios personales- el endemoniado de Gerasa convertido al Evangelio y
responsables de Anunciarlo en nuestros hogares y en nuestras ciudades?
Podemos santicar el orden temporal y ofrecerlo a Dios res-
taurándolo ‘en Cristo’, pues en Él vivimos. Lo restauramos un
poco cada día, comenzando con el centímetro, el metro o la hec-
tárea que se nos ha conado a cada uno: nuestros lugares de
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trabajo, donde desarrollamos nuestra vida. Ahí es donde ejer-
cemos nuestra realeza y nuestro sacerdocio. Nuestro altar es la
mesa de despacho, la ocina, la zanja que cavamos, los pañales
que cambiamos, la cacerola que calentamos, la cama que com-
partimos con nuestro cónyuge. ‘Todas las cosas son vuestras
-dice San Pablo-, vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios’ -1
Cor 3, 22-23-. (Hahn, 2010, pp. 109-110)
Nadie puede decir que no tiene algo para hacer. Todos lo tenemos. Y
nunca es tarde para comenzar o retomar la tarea (Cf. Mt 25:14-30, que
relata la Parábola de los Talentos). El Señor siempre llama a la misión:
Alrededor de las cinco de la tarde volvió a la plaza, y encontró en ella
a otros que estaban desocupados. Les preguntó: ‘¿Por qué están uste-
des aquí todo el día sin trabajar?’ Le contestaron: ‘Porque nadie nos
ha contratado’. Entonces les dijo: ‘Vayan también ustedes a trabajar
a mi viñedo’ (Mt 20:6-7). La “plaza”, es el espacio público, el “viñedo”
del Señor, es también la ciudad de los hombres. Nuestra ciudad, nues-
tro país: Cualquiera sea el trabajo de ustedes, háganlo de todo cora-
zón, teniendo en cuenta que es para el Señor y no para los hombres…
Ustedes sirven a Cristo, el Señor. (Col 3:23-25). Dice Newman:
¿Para qué se dan los talentos, podría preguntarse, si no para
usarlos? ¿Qué son los grandes dones si no correlativos a las
grandes obras? No nacemos para nosotros mismos, sino para
nuestra especie, para nuestros vecinos, para nuestro país: es
egoísmo, indolencia, meticulosidad perversa, afeminamiento,
y no virtud o elogio, sepultar nuestro talento en una servilleta,
y retornarlo al Dador Todopoderoso tal como lo recibimos.
(Newman, 2015, p. 302)
5.- Edicar la ciudad temporal,
como reejo de la ciudad eterna
Si el Señor no construye la casa, en vano traba-
jan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad,
en vano vigilan los centinelas (Sal 127:1)
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El Señor nos ha llamado a dar testimonio de Él en la ciudad. Somos
los centinelas del Evangelio, convocados para proteger la sociedad: “El
vigía está en un lugar alto no para apreciar mejor el paisaje sino para
cuidar la ciudad” (Shaw, 2022, p. 76). Conscientes “que no existe verda-
dera solución para la ‘cuestión social’ fuera del Evangelio y que, por otra
parte, las ‘cosas nuevas’ pueden hallar en él su propio espacio de verdad
y el debido planteamiento moral” (San Juan Pablo II, Centesimus An-
nus, n° 5), debemos persuadirnos que para que el apostolado en el me-
dio social sea ecaz, es necesario que junto a una intensa vida espiritual,
se respalde en un serio itinerario de estudio que paso a iniciativas que
permitan diseñar y encarar proyectos concretos al servicio de la ciudad y
su gente. A esa tarea queremos servir desde Filópolis en Cristo.
Es imprescindible llevar adelante una tarea de formación, de
esclarecimiento y al mismo tiempo de concertación. Las horas
por las que atraviesa nuestro país requieren del esfuerzo se-
rio y sincronizado de todos aquellos que desde su lugar en la
sociedad están librando batalla por instaurar todo en Cristo.
(Sacheri, 1968, p. 67)
Una última reexión en torno a esta meditación sobre el aposto-
lado social “en Cristo”. Nuestro empeño por edicar la ciudad en el
espíritu del Evangelio, que es Jesús, no se clausura en la inmanencia
de la historia, sino que es preparación y preludio de la Vida denitiva,
a la que nos llama Dios, nuestro Padre: Busquen primero el Reino y
su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura (Mt 6.33). En
efecto, sabemos que “no tenemos aquí abajo una ciudad permanente,
sino que buscamos la futura” (Hb 13:14), porque “nosotros, de acuer-
do con la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra
nueva, donde habitará la justicia” (2 Pe 3:13). Los creyentes saben
que como a “Abraham”, que “esperaba aquella ciudad de sólidos ci-
mientos y cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Heb 11:10), también
a ellos “Dios les ha preparado una ciudad” (Heb 11:16). Animado en
la convicción que “toda casa tiene su constructor y el constructor de
todas las cosas es Dios” (Heb 3:4), el impulso apostólico por cristia-
nizar el orden temporal tiene como anhelo permanente que la ciudad
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temporal sea reejo de la ciudad eterna, donde nos aguarda Dios para
el Gozo denitivo. Enseña el magisterio:
La nueva Jerusalén, la Ciudad Santa (cf Ap 21:2-4), es el destino
hacia donde peregrina toda la humanidad. Es llamativo que la
revelación nos diga que la plenitud de la humanidad y de la his-
toria, se realiza en una ciudad. (Francisco, Evangelii Gaudium,
n° 71; cf. Benedicto XVI, Spe Salvi, nº 4)5
Recapitulamos. El apostolado social en Cristo, al cual estamos con-
vocados, es una consecuencia necesaria de nuestras convicciones y de
nuestra Fe. Fe que no es sólo un saber teórico, que nos alejaría de las
realidades cotidianas, sino también amor concreto, porque “la caridad
de Cristo supera todo conocimiento” (Ef 3:19). Cada día trae su afán y
nos brinda ocasiones abundantes para hacer el bien a aquellos con los
que compartimos los vaivenes de la vida en nuestros hogares, trabajos
y vecindarios. No necesitamos alejarnos hacia remotos y desconocidos
lugares para llevar adelante nuestro apostolado social: “No hagas tan-
tos discursos sobre la sequía en Etiopía, el maremoto en Bangladesh o
la violencia en América Latina, y mira a Cristo abandonado y subdesa-
rrollado cerca de ti o a las puertas de tu casa” (van Thuân, 2007, p. 25).
Congurados con el Señor y amando a nuestros prójimos como
a nosotros mismos por amor a Jesús, podremos gozar de Su amis-
tad, porque “alguien es amigo de Cristo en la medida en que tiene
caridad” (Santo Tomás de Aquino, 2005, p. 62). Amor a Dios que se
expresa también en relación con los hombres, porque ¿cómo puede
amar a Dios a quien no ve el que no ama a su hermano a quién ve?
(1 Jn 4:20), y que se dilata cada vez más en el ejercicio de la caridad
familiar y de la caridad social, para alcanzar su plenitud en el orden
temporal con la caridad que se despliega en el ámbito público abar-
5 Como expresa Wojtyla: “El hombre tiende a Dios, su n último. Camina hacia la
Ciudad Santa (cf. Sal 122 -121-:1-4; Is 2:2-5; 35:10), hacia el Santuario, que sólo para
él resulta accesible. La dimensión de lo ‘sacrum’, los valores ‘sacrales’: he aquí la
esfera más alta y denitiva de la vida humana y al mismo tiempo la esfera de la más
plena autorrealización del hombre” (Wojtyla, 1979, p. 198).
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cando a todos los miembros de la sociedad (cf. von Büren, “La caridad
política, testimonio cristiano en la ciudad”, 2023).
Como enseña el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
en su 32: “El mandamiento del amor recíproco traza el camino
para vivir en Cristo la vida trinitaria en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y
transformar con Él la historia hasta su plenitud en la Jerusalén celes-
te”. Y ello podremos lograrlo con un espíritu magnánimo y generoso
sostenido en una sólida vida interior,
Y por un estudio y una acción realizadas a la luz de la Doctrina
Social de la Iglesia, doctrina práctica, guía de la acción de los
responsables sociales y políticos en todos los niveles y en todas
las actividades del cuerpo social. (Sacheri, 2014, p. 72)
Nuestra Madre, la Virgen, enterada del embarazo de su prima Isa-
bel, no duda un instante en correr caritativa y prontamente en su ayu-
da: “María se puso en camino y partió sin demora a una ciudad de la
montaña de Judá” (Lc 1:39). Sigamos el ejemplo que nos da María, que
“se levantó”, “entró en la ciudad” y “caminó” por ella para “edicar” en
la caridad de Cristo. Así seremos merecedores de la promesa del Se-
ñor: “Ustedes serán felices, si sabiendo estas cosas, las practican” (Jn
13:16). Sólo de ese modo podremos decir con sinceridad: “Todo lo hago
por amor al Evangelio” (1 Cor 9:23) y nuestra vida se asemejará a la de
aquellos cristianos de las primeras comunidades que “se pusieron en
camino para servir a Cristo” (3 Jn 7). Puestos manos a la obra,
Realizando la verdad en el amor,
hagamos crecer todas las cosas hacia Él,
que es la cabeza: Cristo (Ef 4:15)
Ricardo von Büren
Director Filópolis en Cristo
Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino
ricardo.vonburen@unsta.edu.ar
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