6Filópolis en Cristo. Nº 2 (2024), 1-22
Ricardo von Büren
Sin embargo, a pesar de sus intentos no logran detener al Señor y
con majestad, Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino
(Lc 4:30). Nada, ni nadie, obstaculizan a Cristo en el cumplimiento
de su misión de evangelizar y anunciarse como el Mesías. Por ello, el
relato sigue diciendo que, inmediatamente, Jesús bajó a Cafarnaúm,
ciudad de Galilea. No para esconderse ni para huir sino para conti-
nuar con valentía su tarea, pues allí enseñaba los sábados. Impertur-
bable sigue evangelizando y lo hace de un modo tal que todos estaban
asombrados de su enseñanza. Y ese asombro ocurría porque habla-
ba con autoridad (Lc 4:31).
En otra ocasión, ahora al nal de su vida pública, Jesús también va
a ser rechazado. Sucede cuando entra a Jerusalén, la ciudad del Gran
Rey (cf. Mt 5:35), el centro religioso y político de Israel, con el cual lo
une un vínculo especial, pues allí estaba el Templo, la Casa de su Pa-
dre3. Leemos en el Evangelio de Lucas: Al acercarse y ver la ciudad,
lloró por ella, diciendo: ‘¡Si tú también hubieras comprendido en este
día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos (Lc 19:41-42).
Jesús derrama sus lágrimas porque Jerusalén no ha sabido reconocer
el tiempo en que fue visitada por Dios (Lc 19:44). La Ciudad de David
no reconoció al Mesías, no aceptó su mensaje y entonces, con dolor,
Cristo contempla proféticamente su destrucción, que sucederá décadas
luego, en el año 70, por mano de los ejércitos romanos comandados
por el General Tito, hijo del entonces Emperador, Vespasiano, y luego
él también Emperador: Vendrán días desastrosos para ti, en que tus
enemigos te cercarán con empalizadas, te sitiarán y te atacarán por
todas partes. Te arrasarán junto con tus hijos, que están dentro de ti,
y no dejarán en ti piedra sobre piedra (Lc 19:43-44).
Más doloroso aún para Jesús, lo que nos obliga a estar atentos
para no sucumbir a esa tentación frecuente, son los casos de quienes
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Dice Hahn: “El hijo de María y de José era el Hijo de David, el gran rey sacerdote.
En consecuencia, Jerusalén le pertenecía por derecho de nacimiento. Como capital
de David, las murallas de Jerusalén encerraban la ciudad del Gran Rey (Monte Sión),
así como el Monte del Templo. Jerusalén era el lugar de la ley de David y el lugar de
sus ritos. Era el hogar privilegiado del monarca pero, sobre todo, era el santuario de
la presencia de Dios en la tierra. Por todas estas razones, Jerusalén aparece como un
lugar destacado en todos los Evangelios” (2014, pp. 136-137).