Cuaderno de Ciencias Humanas 3 (diciembre 2023) 37-43
La alegría del Evangelio. Acerca de la
Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium*
e Joy of the Gospel. On the Apostolic Exhortation
Evangelii Gaudium
Ruth María Ramasco
Universidad Nacional de Tucumán
rmramasco@gmail.com
Resumen: Las primeras palabras de la exhor-
tación apostólica Evangelii Gaudium nos indi-
can la propuesta que recorre esta obra: “invitar
a una nueva etapa evangelizadora marcada por
la alegría, indicar caminos para la marcha de
la Iglesia en los próximos años. Esto es lo pri-
mero que debemos entender: ¿hemos llevado a
cabo una nueva etapa evangelizadora, marca-
da por esa alegría? Debemos pensar que esta
nueva etapa se concretiza en acontecimientos
concretos, pero nos demanda escuchar nuestro
corazón y el de la Iglesia toda.
Palabras claves: Evangelio, alegría, Iglesia,
amor, Cristo
Abstract: e rst words of the apostolic
exhortation Evangelii Gaudium indicate
the proposal that runs through this work:
to invite a new evangelizing stage marked
by joy, to show paths for the progress of the
Church in the coming years. is is the rst
thing we must understand: have we carried
out a new evangelizing stage, marked by
that joy? We must think that this new stage
takes shape in concrete events, but it requi-
res us to listen to our hearts and that of the
entire Church.
Keywords: Gospel, joy, Church, love, Christ
*
Una primera versión de este trabajo fue presentada en la mesa panel “Evangelii Gaudium. Un
sueño misionero. Recepción y desafíos a 10 años de su publicación, organizado en conjunto
por la Acción Católica Argentina, la Facultad de Humanidades (UNSTA) y el Departamento
de Formación Humanístico Cristiana (UNSTA), el día 24 de noviembre de 2023 en San Miguel
de Tucumán.
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A renglones de las primeras palabras de la exhortación apostólica Evan-
gelii Gaudium, nos encontramos con la propuesta que la vertebra: “invitar a
una nueva etapa evangelizadora marcada por la alegría, indicar caminos para
la marcha de la Iglesia en los próximos años” (n. 1). No la alegría que provie-
ne del consumo y la ostentación de sus bienes; no la alegría que se resuelve
en la propia persona; no la alegría de los logros individuales: la alegría que
proviene de Jesús, el Cristo. Como lo dirá más adelante: esa alegría que es “la
vida del Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado” (n. 2), no de “un
corazón cómodo y avaro” (n. 1).
Esto es lo primero que nos es preciso rumiar: ¿hemos llevado a cabo una
nueva etapa evangelizadora, marcada por esa alegría? Esta nueva etapa se
plasma en acontecimientos concretos, logrados o por lograr, ya en camino o
con extrañas parálisis, aceptados o rechazados. Debemos pensar en todo eso,
es verdad; pero debemos también auscultar nuestro corazón: el de cada uno,
el de nuestra Iglesia particular, el de la Iglesia toda. ¿Habita en nosotros la
vida del Espíritu, transformando nuestro corazón “cómodo y avaro? ¿Habita
en nuestra Iglesia, que también se contenta a veces con un corazón “cómodo
y avaro”? Nuestro corazón que, en palabras de Romano Guardini, es “el espí-
ritu capaz de arder. O, como escuché decir hace unos días al P. Vallarino, “ese
lugar en nosotros donde ha sido derramada el agua del Bautismo, “la verdad
de nuestro ser”. En la lógica de la Redención, el agua y el fuego no se excluyen:
el agua del Bautismo nos ha donado la verdad de lo que somos y ha hecho
que nuestro corazón sea capaz de arder.
La exhortación nos da ciertas imágenes de esta alegría: “un brote de luz
que nace de la certeza de ser innitamente amado, más allá de todo” (n. 6);
“(la) secreta, pero rme conanza, aún en medio de las peores angustias” (n.
6); aquello que procede, en palabras de Benedicto XVI, del “encuentro con
una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida, y, con ello, una orientación
decisiva” (n. 7, cita de Deus caritas est, 1). Cuando presenté esta exhortación
hace ya diez años, dije (y lo ratico) que la alegría es la redundancia del amor,
aquella expansión gozosa de la vida en la que habita el amor. No el que proce-
de de nosotros: el que procede de nuestro corazón al descubrir y responder al
amor que ha querido habitar en nosotros. Ese amor que le ha sido ofrecido y
comunicado. El amor que vivimos, ese fuego encendido en nuestro corazón
personal y en el corazón de la Iglesia (fuego que nos quema, nos lava y refres-
ca, fuego que quema a la Iglesia, la lava y devuelve su frescura), es comunica-
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ción que pide comunicación, fuego que pide arder. La evangelización es sólo
el impulso del corazón de la Iglesia al arder, el amor que busca comunicar el
amor, tanto en la pastoral ordinaria, como cuidado de la comunidad creyen-
te, como en el ofrecimiento de la novedad del cristianismo a los bautizados
que no viven según la fe, como en el ofrecimiento de esa vida a todos los
hombres. No importa cuán desconcertados estemos, o cuántas estructuras
deban renovarse, o cuánto reconocimiento y recticación de malicias y erro-
res haya que hacer: el Evangelio tiene siempre la potencia de lo nuevo, aun-
que nosotros nos sintamos sin fuerzas.
La evangelización, por ende, no es aislamiento, no puede ser violencia, no
puede ser poder y sujeción, no puede ser un régimen de miedos y pusilani-
midad. Tampoco rechaza los esfuerzos anteriores, ni se desprende de la vida
toda de la Iglesia: “La alegría evangelizadora siempre brilla sobre el trasfon-
do de la memoria agradecida” (n. 13). No tiene nuestra medida, sino la del
Espíritu, aunque poseamos límites históricos y debamos atravesar procesos.
Pero no podemos pensar sólo en este momento de la historia y en nuestras
fuerzas; ni siquiera en la humanidad de nuestra vida de Iglesia, tantas veces
esmirriada, codiciosa, perversa (y los santos son quienes más conocen esa faz
de la Iglesia). Sin embargo, en el corazón de la Iglesia, en el corazón de cada
bautizado, habita la potencia de la Resurrección. Como dice la exhortación:
“No huyamos de la Resurrección del Señor; nunca nos declaremos muertos,
pase lo que pase” (n. 3).
Desde esta impronta de la alegría, y jamás sin ella, Evangelii Gaudium
propone esta comunicación de la alegría del evangelio: 1. La transformación
misionera de la Iglesia - 2. En la crisis del compromiso comunitario - 3. El
anuncio del Evangelio - 4. La dimensión social de la Evangelización - 5. Evan-
gelizadores con Espíritu.
El esquema es profundamente dinámico. No podemos preguntarnos sólo
si hemos cambiado ecazmente, aunque sea importante: nos es obligatorio
preguntarnos si el corazón de la Iglesia, que es el Espíritu de Amor, libre,
potente, impredecible, capaz de recrear todo lo que toca, desestabilizador,
expansivo e inclusivo, compasivo, asoma un poco más en el rostro vivo, his-
tórico, concreto, de la realidad eclesial. Más aún: si hemos logrado que su
potencia afecte a la realidad del mundo. Porque no nos es dado para la Iglesia
sino para que el mundo entero participe de la alegría del amor de Dios. Y no
pueden nuestras faltas de justicia, nuestras cegueras, nuestra falta de arrojo
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para la verdad, nuestra impotencia para la vida en comunión, nuestras mez-
quindades, nuestros abusos de cualquier tipo, nuestra ausencia de lucidez,
nuestro desconcierto y defensa cerrada frente a los cambios culturales, no
pueden ser ellos la muralla que bloquee la fuerza del amor de Dios hacia
todos los hombres. Porque si el amor de Dios no es la esta a la que hemos
sido invitados y por la cual dejamos todo, si despreciamos esa invitación para
atender nuestros asuntos, aunque creamos que atendemos los asuntos de la
Iglesia (o nos lo digamos así a nosotros mismos), Dios tiene la potencia para
enviar a los suyos a invitar a otros en los caminos. No, el manantial poderoso
de su amor no puede ser contenido por nuestros diques.
La exhortación propone que, lejos de atender nuestros asuntos pequeños,
salgamos al camino a invitar a la esta del amor de Dios. La transformación
misionera es eso. La alegría se comprende desde allí: es “una alegría misione-
ra” (n. 21), en la dinámica “del éxodo y del don” (n. 21). No nos permite cons-
truir comunidades de fe cerradas, satisfechas en sí mismas: están llamadas a
ser núcleos vivos de comunicación, en este momento en el que tanto hemos
auscultado los procesos de comunicación. No nos permite construir comu-
nidades quietas: son comunidades itinerantes, con el riesgo que ello supone,
así como experimentamos cuando alguna hija o hijo parten a un lugar des-
conocido y temblamos y los vemos luchar, sufrir, crecer. Comunidades que
sienten que sólo el éxodo les permite entregar el don y que disciernen cuándo
llega ya el tiempo de volver a partir porque la semilla ha fecundado y el fruto
asoma en los campos. Sólo una “secreta conanza” puede animar a ese riesgo.
Pensemos en ello cuando la meta de los dirigentes eclesiales se haya trans-
formado en puestos que no quieren ser abandonados; lo pensemos cuando
un sacerdote esté haciendo los cálculos de sus éxitos parroquiales; lo pense-
mos cuando haya obispos que pujen por obtener otra diócesis de más pres-
tigio y poder. Lo pensemos cuando rechazamos los nuevos lugares de los
seres humanos en el mundo y queramos imponerles que vuelvan a donde nos
sintamos cómodos. La Iglesia no envía a algunos a los caminos: es toda Ella
una comunidad itinerante. Su corazón es el Espíritu: es Él quien desentraña
en la Iglesia y en el mundo lo que Jesús, el Cristo, nos ha manifestado sobre el
amor de Dios y aún no entendemos.
Sólo el Espíritu puede hacernos comprender “esa libertad irrefrenable de
la Palabra, que “la Iglesia debe aceptar” (n. 22). Debemos preguntarnos si
aceptamos esa libertad de la Palabra, capaz de interpelarnos y mostrar nues-
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tras mezquindades, capaz de encontrar caminos donde sólo vemos montañas
rocosas; capaz de ser quien “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los
humildes” (Lc 1:52)
“La intimidad de la Iglesia con Jesús es itinerante” (n. 23). Conversa con Él
en el camino; come con Él en el camino; lo ve ser rechazado o recibido; se queda
con Él; vuelve a partir con Él cuando decide volver a comenzar. Pues, si no hicié-
ramos así, lo perderíamos, y, si lo perdemos, ¿quiénes seríamos? ¿Qué sería una
Iglesia sin Jesús, una Iglesia ya cansada de seguirle; una Iglesia que quiere des-
cansar y construirse una casa segura, porque lleva caminando ya más de veinte
siglos? La historia de la Iglesia nos dice que miles de veces no ha querido seguir
a Jesús y también nos dice que todas las veces sus santos y santas o los hombres y
mujeres sencillos, se han vuelto a buscarla para decirles que el Maestro la estaba
esperando. Y la Iglesia tuvo que dejar de lado vestimentas complicadas y calzado
incómodo, propiedades y honores, afectos y costumbres, porque si perdía a Jesús,
nada poseía ya. La Iglesia no tiene razón de ser si deja de seguir a Jesús.
Desde ahí, no cabe sino una transformación misionera. La transforma-
ción toma entonces el nombre que le es insoslayable: es conversión. La con-
versión pastoral, propia de la misión, que no es rasgo de algunos, sino de la
Iglesia toda, se torna conversión eclesial: conversión de la comunidad eclesial
y sus estructuras, no sólo conversión de los individuos (nn. 26-28). Conver-
sión de las Iglesias particulares, para poder discernir itinerarios nuevos (n.
30); conversión de sus pastores, sacerdotes u obispos, a veces mostrando el
camino, adelante; a veces, junto a los suyos, mezclados con ellos, en unidad
cordial; a veces, por detrás, siguiendo las intuiciones profundas de su fe, ya
desde los caminos de la piedad popular o la comunión del cuerpo en la fe de
sus miembros (sensu delium) (n. 31). Conversión del papado y de las estruc-
turas centrales de la Iglesia universal (n. 32).
Esto es lo que también debemos preguntarnos: ¿hemos profundizado en
estas decisiones y procesos de conversión? ¿Hemos permitido que “la libertad
irrefrenable de la Palabra” pueda producir estructuras nuevas o, al menos, in-
tranquilice las antiguas? ¿Nos sentimos molestos por una Iglesia en procesos
de transformación? ¿Enojados con los cambios culturales del mundo y no de-
saados por ellos y en procesos de discernimiento? ¿Cuánto del esplendor de
la justicia brilla frente a los ojos de los hombres y mujeres, los acompaña en sus
luchas, los consuela en sus desalientos, celebra junto a ellos con sus logros, a
través de las acciones y movimientos de la Iglesia? ¿Vivimos, como sacerdotes y
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obispos, ese desplazamiento de lugar de una comunidad que, a veces, nos sigue,
a veces nos rodea, a veces, se adelanta a nuestros pasos? ¿Qué modicaciones se
han producido en el papado y en los organismos de la curia? ¿Está dispuesta la
Iglesia al ímpetu del amor que brota del corazón resucitado de Jesús, el Cristo?
El mensaje requiere ser transmitido de manera que trasunte “la belleza del
amor salvíco de Dios, manifestado en Jesucristo muerto y resucitado” (n. 34).
¿Podremos hacerlo sin escuchar en silencio respetuoso, no defensivo ni
amurallado, las nuevas palabras, alegrías y dolores del mundo, sin impor-
tar si entendemos o no, si estamos de acuerdo o no? ¿Podemos discernir en
ellos sus auténticos reclamos de justicia y llevarlos hacia nuestra mirada y
nuestra acción? ¿Podemos escuchar primero el dolor y recién luego su grito
y su rechazo de nuestra presencia? ¿Tendremos el valor de oponernos a sus
decisiones, no porque queramos que nos obedezcan, ni porque pretendamos
poseer poder en la sociedad, sino porque tememos que pierdan el amor de
Dios que los busca? ¿Podremos transformar nuestra vida en salud para otros,
en compañía y consuelo? (Jesús no pedía a nadie que fuera de Israel para
sanarlo o para compadecerse de él o de ella)
¿Cómo escucharemos los desafíos del mundo contemporáneo, los desafíos
culturales, los desafíos de la inculturación de la fe (tal como son expresados
en el capítulo 2), sin una decidida renuncia a la violencia y la imposición?
¿No necesitamos volver a descubrir la verdad luminosa de nuestra fe, para
poder encontrar caminos de ofrecimiento pacícos? ¿No necesitamos volver
a seguir el camino de la Encarnación, con Dios aprendiendo de los hombres,
que habla luego con sus palabras y les ofrece su Misterio? ¿Podemos, con
humildad, descubrir al Dios que nos convierte por medio del mundo que no
cree en nosotros? ¿Qué signica, en términos de conversión, la inclusión de
la diversidad cultural? ¿Qué signica, en términos de desiertos de comunión,
los lugares de exclusión que aún mantenemos? ¿Cómo haremos para incluir
a todos, sin que deje de sernos insoslayable el momento de anunciar explíci-
tamente el Misterio de Jesús, el Cristo, de su muerte y su resurrección?
¿No nos urge la comunión de biblistas y teólogos dogmáticos, espirituales
y morales, la agudeza lúcida de sus pensadores, el arrojo pastoral de sus sa-
cerdotes y obispos, la integridad y honestidad de sus hombres y mujeres en
sus decisiones sociales, políticas y económicas? ¿No nos urge la profundidad
en la fe de sus educadores y sus instituciones educativas, deslumbrados por la
verdad en dinámica de caridad, sin sujetarse a honores ni privilegios?
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La alegría del Evangelio. Acerca de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium
El capítulo 3 nos hace poner los ojos en el Anuncio del Evangelio. El n. 111
dice así: “La evangelización es una tarea de la Iglesia. Pero este sujeto de la evan-
gelización es más que una institución orgánica y jerárquica, porque es ante todo
un pueblo que peregrina hacia Dios. Es ciertamente un Misterio que hunde sus
raíces en la Trinidad, pero tiene su concreción histórica en un pueblo peregrino
y evangelizador, lo cual siempre trasciende toda necesaria expresión institucio-
nal [...] y tiene su fundamento último en la libre y gratuita iniciativa de Dios.
Si no entendemos esta realidad desde el amor libre de Dios y la libertad de
nuestro amor, corremos el riesgo de creer que alguna modi cación podrá dar-
nos la Iglesia que queremos, capaz de anunciar el Evangelio a todos los hom-
bres. No es así: son necesarios y buenos muchos cambios, pero ninguno podrá
eximirnos del riesgo del amor. Aplaudo con todo mi corazón el camino sinodal
y, sin embargo, sé que puede ser destruido por el rechazo al amor de Dios. O
retardado, o despotenciado. La libertad del ofrecimiento de Dios, la libertad de
la respuesta de la Iglesia, pueblo en camino, a ese ofrecimiento, trasciende toda
estructura, incluso aquellas que son buenas. Creer en la inmensidad del amor
ofrecido nos hace experimentar, “con temor y temblor, la hondura misteriosa
de nuestra libertad y el riesgo de no poder o no saber responder al Amor. Sin
anclarnos en el amor gratuito de Dios como hondura del Misterio de la Iglesia,
no podremos tener la fuerza requerida para los cambios.
Es por eso que la Iglesia en salida misionera es una Iglesia en dinámica
viva de conversión; una dinámica que nos deja en carne viva, capaz de llegar
hasta nuestros huesos. Una Iglesia en salida misionera es una Iglesia que atra-
viesa el riesgo de responder o no al amor de Dios.
Tal vez esa sea la pregunta que más hondamente debamos recibir en nues-
tro corazón, a diez años de la publicación de Evangelii Gaudium:
-¿Estás dispuesta, como Iglesia, a convertir tu corazón para que brote de
él mi Amor?
No sabemos si podremos y tenemos mil miedos humanos, pero pedimos
a María que su fe nos sostenga y nos conduzca, pues no queremos rechazar su
Amor. La Iglesia, en María, encontrará el camino para responder con amor
al Amor.
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