Cuaderno de Ciencias Humanas 2 (agosto 2023) 1-24
Bienes materiales, bienes espirituales. Propiedades
eclesiásticas en San Miguel de Tucumán
(Siglos XVII y XVIII)
Material goods, spiritual goods. Ecclesiastical
properties in San Miguel de Tucumán
(17th and 18th centuries)
Estela Calvente
IIH-UNSTA/INIHLEP-UNT
ecalvente@unsta.edu.ar
ORCID: https://orcid.org/0000-0003-1739-0562
Resumen
Este artículo indaga de qué modo el estado
eclesiástico, en sus ramas secular y regular, ac-
cedió a la propiedad de bienes inmuebles en la
jurisdicción de San Miguel de Tucumán, du-
rante el período colonial, entendiendo que la
mayor parte de la tierra productiva de la zona
se encontraba en manos de consagrados. Pri-
vilegiamos el estudio de las modalidades de
acceso a la tierra en los siglos XVII y XVIII
por la relativa abundancia de fuentes, que
provienen mayormente del Archivo Histórico
de la Provincia de Tucumán. Con este trabajo
aspiramos a un mejor conocimiento del desen-
volvimiento de la iglesia tucumana durante la
dominación hispánica.
Palabras clave: propiedad; iglesia; clero regular
y secular; Tucumán
Abstract
is article investigates how the ecclesiasti-
cal state, in its secular and regular branches,
accessed the ownership of real estate in the
jurisdiction of San Miguel de Tucumán,
during the colonial period, understanding
that most of the productive land in the area
was in the hands of consecrated persons.
We privilege the study of the modalities of
access to land in the 17th and 18th centu-
ries due to the relative abundance of sour-
ces, which come, mainly, from the Histori-
cal Archive of the Province. With this work
we aspire to a better understanding of the
development of the Tucumán church du-
ring the Hispanic domination.
Keywords: property; church; regular and
secular clergy; Tucumán
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1. Introducción
En esta comunicación nos preguntamos por las diferentes vías de acceso
a la propiedad de inmuebles rurales por parte del clero regular y secular en
la jurisdicción de la vicaría foránea de San Miguel de Tucumán durante la
dominación hispánica, especialmente en los siglos XVII y XVIII. Para com-
prender estas formas de acceso a la propiedad, tomamos algunos ejemplos de
los numerosos que se pueden encontrar en los archivos locales. Una primera
mirada al repertorio de fuentes que analizaremos permite plantear que en
Tucumán los agentes de ambas ramas del clero detentaron importantes patri-
monios inmuebles a los que accedieron a través de mecanismos variados, casi
todos ellos contemplados por la legislación vigente, pero también a través de
otras vías consagradas por las costumbres locales.
Nuestro objetivo es conocer de qué modo el estado eclesiástico logró con-
formar su patrimonio inmueble, que fue en gran medida el soporte material
de su actividad pastoral y del ejercicio de su jurisdicción. Se espera que este
trabajo aporte al conocimiento de la dotación material de las instituciones
eclesiásticas contribuyendo así a una más precisa contextualización de nues-
tras indagaciones acerca del desenvolvimiento de las jurisdicciones eclesiás-
ticas en el territorio de San Miguel de Tucumán.
Retomando la idea de “iglesia” -incorporada en nuestros trabajos anterio-
res- como comunidad de eles laicos y consagrados1, la presencia de éstos últi-
mos era más que notoria y de peso dentro de la vicaría. La opción por el clero
concebía la carrera eclesiástica como un modo de servir a Dios, al Rey y a la
propia familia. Destinar un hijo al clero abonaba la noción antiguorregimental
de honor y otorgaba mayor predicamento social porque se ligaba el linaje al
estado eclesiástico y así, junto con los vínculos sociales, políticos y económicos,
1 Se trata de la acepción teológica del término “iglesia”, como conjunto universal de
eles católicos, diócesis u otro tipo de circunscripción eclesiástica (Di Stefano, 2012,
p. 200). Hablar de Iglesia en el período colonial como institución centralizada, ho-
mogénea y autónoma, con objetivos y estrategias propios bien denidos, tal como la
conocemos hoy es, por lo menos, anacrónico. La Historia Crítica del Derecho ha de-
mostrado que, del mismo modo, es anacrónico hablar de “Estado” en el sentido que
se entiende el Estado moderno cuando se abordan sociedades del Antiguo Régimen,
inscritas en el paradigma jurisdiccional (Agüero, 2006). La monarquía hispánica era
un agregado de comunidades y corporaciones, una monarquía corporativa donde
cada uno de los cuerpos que la conformaban tenía una cuota de poder.
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Bienes materiales, bienes espirituales. Propiedades eclesiásticas en San Miguel de Tucumán
se conguraba una enmarañada red de relaciones que permitía a los clanes de
la élite mantenerse en una posición preeminente en la sociedad estamental.
Son escasos los estudios referidos a las propiedades eclesiásticas en la
jurisdicción tucumana durante la colonia, ya sea los emprendidos desde el
ámbito académico como no académico. Todos ellos han indagado proble-
mas relativos a los bienes temporales de la Compañía de Jesús (Mayo y otros,
1982; Peña de Bascary, 1986; Robledo, 1996; Maeder, 1998; Iglesias, 2008;
Martínez Torres, 2014), de la cual se ha conservado un importante acervo de
fuentes, sobre todo posteriores a su expulsión en 1767.2 No existen hasta el
momento investigaciones referidas al patrimonio del clero secular ni de las
otras órdenes que actuaron en San Miguel. Como ha observado Cristina Ló-
pez (2014), la tarea de identicar a los propietarios y no propietarios de Tucu-
mán durante la dominación hispánica entraña grandes dicultades, toda vez
que las fuentes disponibles ofrecen importantes limitaciones (p. 103). Estos
inconvenientes se acentúan en el caso de los propietarios eclesiásticos, por-
que la documentación que ha sobrevivido es escasa, se encuentra dispersa
y porque el acceso a algunos repositorios está restringido. Es por ello que
tomamos de las fuentes algunos casos a modo de ejemplo para ilustrar la pre-
sencia de propietarios eclesiásticos jurídicamente reconocidos y no a otros
tipos de tenencias destinadas a la producción, aunque no desconocemos que
hubo otras formas de acceso a tierra. Por otro lado, un estudio más detallado
y completo demanda una minuciosa compulsa documental que excede los
objetivos de este trabajo.
La Historia Crítica del Derecho ha propuesto una mirada antropológica
para el estudio de las sociedades del Antiguo Régimen, corporativas y esta-
mentales, organizadas como reejo de un orden trascendente en donde pri-
maba la religión (Agüero, 2006, pp. 23-28). En estas sociedades los miembros
del clero alcanzaron un claro protagonismo no solo en la gestión de lo estric-
tamente espiritual, sino también de lo terreno o temporal.
La misma consideración de alteridad cabe para el análisis del acceso a
los bienes temporales y su administración por parte del estado eclesiástico,
como se denomina al clero en las fuentes coloniales. Y aunque estudiamos
2 La acotada extensión de esta comunicación impide la exhaustividad que requiere
un estado de la cuestión, por lo que aquí nos limitamos a mencionar las obras de
referencia sobre las propiedades eclesiásticas en Tucumán.
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a estos bienes en tanto “propiedades, no podemos pensar en ellos con un
sentido meramente utilitario y mercantilista. En la mentalidad católica anti-
guorregimental “ ‘lo espiritualdependía de ‘lo material’ de manera estrecha
e insoslayable, desde el momento en que ‘lo material’ conformaba su base y
condición misma de existencia. Se trataba de una ... ‘ideología religiosaque
animaba todos los aspectos de la vida colonial, comenzando por lo que hoy
llamaríamos la ‘ideología económica, que afectaba a la vida espiritual, que
era explicada, legitimada y percibida a través de la ‘ideología religiosa’ (...)”
(Peire y Di Stefano, 2004, p. 3). Esa lógica dio lugar a un modelo espiritual
que fundamentaba el proceso de acumulación de bienes en manos de agentes
e instituciones eclesiásticas y que posibilitaba a los benefactores una retribu-
ción que podía ser material o espiritual.
También la noción de propiedad impuso una problematización a la historio-
grafía, de la que ofrecemos apenas unos breves trazos que se vinculan directa-
mente con nuestra propuesta. En primer término, es preciso atender a algunas
apreciaciones de Paolo Grossi, jurista e historiador del Derecho, para quien la
propiedad es sobre todo mentalidad y mentalidad profunda. Ello obliga al inves-
tigador a una mirada antropológica como la ya señalada, que permite explorar
los universos jurídicos cimentados en valores, costumbres, creencias religiosas y
certezas sociales (Grossi, 1992, pp. 57-60). Ubicarnos en el plano de las menta-
lidades y de la costumbre reviste especial importancia si estudiamos un ordena-
miento donde la costumbre tenía tanto peso. Los usos y costumbres de la ciudad
(la ciudad y el territorio dependiente de ella), resguardados y gestionados por
la corporación de vecinos eran, en denitiva, la fuerza que atemperaba la apli-
cación de las leyes a nivel local. Ellos estaban presentes en diversos niveles del
ordenamiento, desde la cúspide de la monarquía hasta las “repúblicas3 donde
tenían un papel de reguladores de las actividades del cabildo, con gran penetra-
ción dentro del tejido social (Tau Anzoátegui, 1999, pp. 302-303).
Siguiendo los pasos de Grossi, Congost (2007) ha propuesto hablar de
los “derechos de propiedad” y no de “la propiedad” para el análisis de una
sociedad determinada, situada en cualquier tramo del tiempo histórico, con
3 La idea de “república” era un concepto central del lenguaje político antiguorregi-
mental que debe entenderse enmarcado en este paradigma jurisdiccional como el
cuerpo político de la ciudad, una entidad política, compuesta por los vecinos y las
demás corporaciones existentes en ella, expresados institucionalmente a través del
cabildo (Zamora, 2013, p. 216).
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el propósito de poder apreciar el carácter plural, abierto y cambiante de ta-
les derechos, aprehendiendo la complejidad de la realidad estudiada (p. 43).
Desde una perspectiva tal, se elude una concepción juridicista de este tipo de
derechos, es decir enteramente supeditada a la legislación y al Estado. Esto es
especialmente importante si pensamos en una sociedad como la tucumana
de los siglos de la dominación hispánica, que integraba el agregado de co-
munidades y corporaciones de una monarquía corporativa donde cada uno
de los cuerpos que la conformaban gozaba de una cuota de poder. Además,
territorios con múltiples instancias de toma de decisiones, dotados de gran
autonomía entre sí, donde incidían también las redes de poder, las familias,
los notables, etc., requieren un análisis más enfocado en las relaciones socia-
les, en las capacidades de agencia, que podríamos encuadrar en aquello que
la autora denomina “prácticas de propiedad o propiedad-realidad” (Congost,
2007, p. 43).
Nos interesan las propiedades rurales esparcidas en los curatos de la cam-
paña tucumana (la evolución de estas circunscripciones se muestra en los
mapas 1, 2 y 3 - ver Anexo), la cual presentaba ciertas características geográ-
cas y climáticas. En este sentido, para arribar a una mejor comprensión de
nuestro objeto de estudio, tomamos lo propuesto por Cristina López (2014),
cuando identica en la jurisdicción de San Miguel cuatro ecosistemas natu-
rales con diferentes procesos de ocupación y de explotación (pp. 38-41):
a) El piedemonte y la llanura occidental hasta el río Grande o Salí, que se
extendía de norte a sur desde el río Colorado hasta el Chico, aproxima-
damente, con el pueblo indio de Chiquiligasta como cabecera de la doc-
trina. Fue el área de más antigua colonización, incluyendo Ibatín. Era la
zona más densamente poblada por castas y grupos nativos, en pueblos
de indios y cascos de estancias muy dispersos. Era parte del sistema del
Aconquija y allí se ubicaban potreros y estancias ganaderos, abundante-
mente regados por los desbordes del Salí. Coincidía, en gran medida con
los curatos de Chiquiligasta y Río Chico.
b) La región valliserrana se extendía desde el río Marapa hacia el sur, sobre
la región valliserrana al sudeste y hasta territorio catamarqueño hasta
la fundación de la ciudad de San Fernando en el siglo XVII. También
se ubicaban allí pueblos de indios y estancias, que se veían afectados
en verano por la crecida de los ríos que cortaban las comunicaciones.
Tuvo como cabecera a la doctrina de Marapa hasta nes del siglo XVIII,
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cuando la cabecera se trasladó al paraje de Río Chico que le dió su nom-
bre a toda la extensión al sur del río homónimo. La población se ubicaba
especialmente en la llanura ondulada y en forma más dispersa en la re-
gión intermontana. Incluía los curatos de Marapa, Monteros y Rectoral.
c) El valle de Trancas, antiguamente denominado curato de Choromoros,
se identicaba con la doctrina de Colalao. Fue corredor obligado de las
comunicaciones norte-sur, pero también frontera cultural entre las po-
blaciones serranas y de la llanura, pues corre transversalmente entre el
Valle Calchaquí ubicado al oeste y al bosque chaqueño en la región este.
Alternaba períodos de gran ocupación con estancias ganaderas impor-
tantes en el siglo XVII, con “despoblamientos” temporales en épocas de
ataques de los indios del Chaco hasta nalizado el conicto con los mis-
mos a mediados del siglo XVIII. Hasta entonces, la región fue conocida
como “frontera” porque para las poblaciones cristianas era una zona poco
conocida y peor dominada, mientras que para los nativos era parte de su
hábitat natural.
d) Ubicada al este, en “la otra banda del río” Salí, se trataba de una llanura
que durante mucho tiempo fue la frontera de la colonización, pues a lo
largo de su extensión merodeaban las poblaciones chaqueñas no sujetas
al poder colonial. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, fue radi-
cándose población dedicada a la ganadería extensiva y la agricultura de
secano estival, aunque los suelos presentaban diferentes grados de afecta-
ción salina y había escasez e irregularidad de precipitaciones, dicultando
la explotación de la tierra. Corresponde a los curatos de Burruyacu y Los
Juárez o Río Grande y parte de Chiquiligasta.
2. El clero regular
¿Pero qué implicaba ser propietario durante las centurias coloniales en
una pequeña ciudad como San Miguel de Tucumán4, ubicada en una región
4 Hoy capital de la provincia de Tucumán, la ciudad había sido fundada en el paraje
de Ibatín en 1565, hacia el sudoeste de su emplazamiento actual, a donde se trasladó
en 1685. Aquí la estudiamos durante el período en que fue parte de la vasta Gober-
nación del Tucumán (1563-1782), primero, y luego de la Intendencia de Salta del
Tucumán (1782-1814), en el virreinato del Río de la Plata. Sobre dichas jurisdicciones
se superpuso la jurisdicción eclesiástica al detentar rango de vicaría foránea, sufragá-
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Bienes materiales, bienes espirituales. Propiedades eclesiásticas en San Miguel de Tucumán
marginal de las posesiones de la monarquía católica? Un propietario gozaba
de la posesión y el dominio sobre la tierra (es decir, era titular del derecho
“hacia la cosa”), a la vez que la legislación vigente permitió que en ciertos
casos el dominio útil (uso, goce o ejercicio efectivo de una facultad “sobre la
cosa”) también fuera transferible y enajenable (López, 2015, p. 82).
Tal como ocurrió en el resto de la América hispana, el acceso a la propie-
dad de la tierra se concretó en los primeros tiempos a través de “mercedes
reales, pues había una gran disponibilidad de ellas, masa que se acrecenta-
ba a medida que las huestes cristianas lograban despojar a las comunidades
originarias de sus territorios ancestrales. La “merced’ implicaba “la propie-
dad, dominio, señorío y posesión que en dichas tierras había y tenía y todo
cuantas acciones le pertenecieran” a su dueño (López, 2015, p. 83). Con estas
mercedes, la Corona premiaba a quienes habían participado de la conquista y
primeras “entradas” al territorio. Geográcamente, podemos ubicar estos pri-
meros “repartimientos’ en la rica zona pedemontana y de la llanura centro-
meridional adyacente, situadas al sudoeste del actual territorio provincial.
Entre los favorecidos con esas asignaciones estuvieron las órdenes religiosas
que acompañaron a los conquistadores y fundadores de ciudades. Es así que
tempranamente estas corporaciones recibieron solares en la traza de la ciudad
en su asentamiento primitivo de Ibatín, desde nes del siglo XVI, y al poco tiem-
po solicitaron otras mercedes para explotaciones rurales en la jurisdicción. Para
entonces, la tierra abundaba y la Corona y los funcionarios reales disponían de
ellas a discreción, premiando a los solicitantes según los méritos demostrados.
Varios documentos señalan a la de los mercedarios como la primera or-
den en ingresar a la región, junto a los conquistadores “...descubriéndola,
conquistándola, poblando y sirviendo apostólicamente de suerte que siem-
pre les han llamado conquistadores” (Jaimes Freyre, 1914, p. 30). Diego de
Villarroel fundó San Miguel en Ibatín en 1565 y señaló un solar en la traza de
la ciudad para que se erigiera el convento de la orden mercedaria.
En el siglo XVII, la orden de La Merced comenzó a recibir donaciones de
tierras o ser beneciada con ellas a través de cláusulas testamentarias. En 1618 re-
cibieron de parte de Melián de Leguisamo y Guevara, vecino y alférez real de San
nea del Obispado del Tucumán (1570-1806) con cabecera en Córdoba que, a su vez,
era integrante del territorio arquidiocesano de La Plata, con cabecera en Charcas.
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Miguel de Tucumán, una importante donación de tierras en Cascagasta, cerca de
Ibatín a través de fray Alonso de Puertas y Valverde para el convento tucumano5:
Y porque tengo y he tenido siempre gran devoción al dicho convento
de Nuestra Señora de La Merced; y atento a que esta pobre y necesi-
tado y para que los religiosos habitasen tengan comodidad y tierras
donde poder sembrar para su sustento y tener sus ganados (...) hago
gracia y donación, pura y mera, perfecta e irrevocable, de las que el
derecho llama fechas inter vivos al dicho convento de Nuestra Señora
de las Mercedes de esta ciudad (…) de las tierras referidas, deslindadas
y comprendidas en dicho título, sus linderos con todas sus entradas y
salidas, usos, costumbres y servidumbres, etc.6
En Tucumán el siglo XVII se caracterizó por la apetencia de tierras ubi-
cadas al norte de la jurisdicción,7 aunque siempre sobre la margen occidental
del río Salí (López, 2014, p. 112). Durante esta centuria se multiplicaron las
composiciones, amparos posesorios de situaciones de hecho, donaciones y
compras, aunque se siguieron concediendo mercedes hasta el siglo siguiente.
Los frailes de La Merced también engrosaron su patrimonio con compras.
En 1797 el padre Juan José Campero compró al sargento Joaquín Díaz las tierras
del Acequión, paraje de la jurisdicción de Trancas para el convento local. Eran
5 Archivo del Convento Mercedario de Córdoba (ACMC), Fray Alonso de Puertas
y Valverde acepta en 1618 una donación de tierras para el convento de Tucumán,
Documentos del padre Rencoret, Tomo III, f.31.
6 ACMC, Fray Alonso de Puertas y Valverde acepta en 1618 una donación de tierras
para el convento de Tucumán, Documentos del padre Rencoret, Tomo III, f. 34.
7 En 1685 se ordenó al capitán Miguel de Salas y Valdés ejecutar el traslado de San
Miguel hacia el sitio que ocupa actualmente en La Toma, dieciséis leguas más al Norte
del antiguo emplazamiento. Las razones para determinar dicho traslado fueron varias:
el interés por situar a la ciudad dentro del circuito mercantil conformado en torno del
asiento minero de Potosí; la necesidad de que no quedara al margen de la ruta que unía
a nuestra región con el Perú; la presión de los vecinos favorecidos con encomiendas
otorgadas tras la desnaturalización de los pueblos indígenas sometidos durante el últi-
mo levantamiento calchaquí, ya que sus estancias y pueblos encomendados se ubicaban
en zonas aledañas a la nueva ubicación de la ciudad; ponerla a salvo de los ataques de
los mocovíes. También pesó el entramado de intereses de los productores de mulares
del Litoral, vinculados a los invernadores del Tucumán y de San Miguel en particular,
cuyas propiedades bordeaban el nuevo camino real. Además, en Ibatín se producían
continuas inundaciones que dicultaban la vida en aquella primera ubicación.
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Bienes materiales, bienes espirituales. Propiedades eclesiásticas en San Miguel de Tucumán
tierras “que corren desde el carril que hoy se transita al Perú, hasta el carril que
antiguamente se transitaba, que es de oriente a poniente y de norte a sur desde
cuatro cuadras, antes de llegar al pozo del río Seco, hasta el arroyo del Acequión,
que es el lindero del sur” (AHT, Protocolos 13, Serie A, fs. 136-137, año 1797).8
Aunque la necesidad de adquirir propiedades, trabajarlas y hacerlas
producir era una preocupación de todas las órdenes que actuaron en San
Miguel de Tucumán durante la colonia, tales objetivos adquirieron mayor
relieve para jesuitas y dominicos. Al igual que el resto del clero, los jesuitas
gozaron de gran prestigio dentro de la sociedad tucumana, pero cumplieron
un rol preponderante dentro del estado eclesiástico de la iglesia tucumana
porque crearon un vínculo privilegiado con los vecinos de la jurisdicción. Su
inuencia los hizo muchas veces depositarios de herencias que podían incluir
importantes patrimonios inmuebles. Esta fue, tal vez, la más importante vía
de acrecentamiento de su cuantioso patrimonio.
Al explorar este proceso de acumulación fundiaria de la Compañía en San
Miguel, es posible distinguir un periodo inicial de activa adquisición de pro-
piedades durante el siglo XVII, tras el cual hubo menos adquisiciones en el
XVIII, aunque de inmuebles estratégicamente ubicados que dieron cierre a la
conformación de un verdadero sistema de unidades productivas que abarcaba
las tierras más ricas de la jurisdicción. Durante esta última centuria se experi-
mentó un marcado proceso de mercantilización de los inmuebles en la campa-
ña tucumana, con un considerable aumento del valor de los inmuebles rurales
al incrementarse la población y la demanda de tierras (López, 2014, pp. 113 y
127). En ese período se consolidó la ocupación de tierras marginales, especial-
mente en “la otra banda” del Salí tras la contención de las tribus chaqueñas,
concomitantemente a la expansión de los sectores vinculados a la producción.
Por entonces los jesuitas eran los miembros más activos del clero regular
pues se ocupaban de la labor evangélica, de organizar sus misiones y reduc-
ciones, de la educación y de administrar sus estancias y potreros, siendo los
mayores propietarios de la jurisdicción con bienes a los que accedieron gra-
cias a diversas estrategias de acumulación y al rédito obtenido por las ventas
de su producción ganadera y artesanal que colocaban en los mercados loca-
8 Además, los mercedarios contaron la importante estancia Santa Rosa en el curato
de Leales, de la que fueron despojados en el siglo XIX por el gobierno provincial, y
las tierras conocidas como La Chacarita, ubicadas en las afueras de la ciudad, pero
desconocemos las modalidades de adquisición de estas propiedades.
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les y regionales. El complejo sistema de explotación jesuítico generaba exce-
dentes que sumados a los donativos piadosos permitían contar con dinero
líquido. Este era invertido en la compra de mano de obra esclava o la contra-
tación de peones para diferentes trabajos. En estos negocios los religiosos se
asociaban con miembros de la elite local, los que se vieron perjudicados con
la expulsión de la orden.
La acumulación de estancias, potreros, chacras y suertes de estancias per-
mitió el sostén de la obra ignaciana proveyendo a colegios, conventos y mi-
siones de los insumos necesarios para su funcionamiento y produciendo un
excedente que se comercializaba no solo a nivel local, sino también en otras
regiones comprendidas dentro del “espacio peruano (Assadourian, 1983).
La primera merced otorgada a los jesuitas, de la que se tiene conocimien-
to, data de 1609, cuando el padre Diego de Torres solicitó y obtuvo del go-
bernador un pedazo de tierra “de esta banda del rio del Tejar” para construir
su casa e iglesia en Ibatín (AHT, Sección Judicial Civil, caja 230, Expte. 4, f.
99, año 1609). Ya instalados en la ciudad, se concretó en 1613 la primera gran
donación, cuando Francisco de Salcedo, deán de la catedral de Santiago del
Estero (por entonces, sede del obispado) legó a la orden la estancia San Pedro
rtir para que los padres fundaran el colegio que llamaron de Santa María
Magdalena. La estancia estaba conformada por las tierras de Tavigasta y las del
Río Seco abajo y fue el núcleo inicial del complejo de unidades productivas de
la Compañía, a la que décadas más tarde sumarían la hacienda de Los Lules,
nombrada luego San José del Monte de Lules, y posteriormente otras más hasta
reunir 11 estancias colindantes que se extendían hasta Vipos, al norte, y Tafí
por el oeste. Otra de las importantes estancias sumadas fue la de don Gaspar
Inga, indígena de origen peruano, quien donó en 1613 “una legua de tierra que
corre desde lo de Juan Yunga río arriba” a la Compañía (Noli, 1998, p. 51).
Entre las grandes donaciones que obtuvieron los ignacianos de San Mi-
guel también se destacó la recibida de manos de Luis José Díaz, rico vecino de
Catamarca, quien en 1745 donó la mitad de su hacienda de Guasán, de una
legua de largo por otra media legua de ancho, para que la misma sirviera de
apoyo económico a las reducciones chaqueñas (Iglesias, 2008, p. 101). Otras
donaciones más modestas fueron las tierras de Aixita recibidas en 1641 de
don Andrés Gil de Esquivel (ADT, Escrituras de propiedades jesuíticas, tomo
único, s/f.) y otras situadas en la banda occidental del Río Grande (Salí), en la
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pampa llamada Anchilche y Chalopianapa, legadas en 1705 por don Juan de
Villagra (AHT, Protocolos 1, Serie A, fs. 53-54, año 1705).
Ubicada casi en su totalidad dentro de la jurisdicción del cabildo secular
de San Miguel, pero perteneciente al colegio jesuita de Santiago del Estero,
se encontraba otra importante hacienda: San Ignacio. Esta valiosa propiedad
comenzó a conformarse en 1613 cuando el obispo Trejo y Sanabria compró
las tierras de Quimilpa (Catamarca) a las que se sumaron, por compras y
mercedes, estancias, estanzuelas y otras tierras que se extendían desde el río
Marapa, al norte, al sur hasta la Sierra del Alto en Catamarca; al este hasta
la Sierra de Humaya, en Santiago del Estero; al oeste hasta las cumbres del
Aconquija (Martínez Torres, 2014, p. 45)9
En cuanto al patrimonio adquirido por compra, el documento más an-
tiguo data de 1609, cuando el colegio de San Miguel adquirió dos solares
a Francisco de Urueña y algunas tierras situadas al norte de la ciudad (Ro-
bledo, 1996, p. 465). Otra importante compra se concretó en 1668, con la
adquisición de unas tierras sobre el Río Grande de Choromoros, que habían
pertenecido a don Roque de Salazar (AHT, Serie A, Protocolo 3, fs. 90-91,
año 1668 y AHT, 1945, pp.147-149). Además, adquirieron una legua de las
tierras de Eldete Viejo que en 1692 doña Catalina de Medina y Castro vendió
sobre ambas bandas del río Marapa al padre Silvestre González, procurador
de la Compañía de Jesús, a cargo de la ya mencionada estancia San Ignacio
(AHT, Serie A, Protocolo 3, fs. 116-118, año 1693 y AHT, 1945, pp. 166-170).
Pero a lo largo de su derrotero tucumano, los padres de la Compañía ape-
laron a otras estrategias menos ortodoxas, que fueron empleadas para apro-
piarse de importantes heredades con inmejorables localizaciones. En la ciu-
dad vieja de Ibatín “formaron derechos” a través de la ocupación sostenida
y en pacíca posesión sobre tierras no reclamadas que sumaron a los que les
fueron adjudicadas originalmente en los ejidos de la ciudad. Además, en la
década de 1670 lograron despojar a la familia Leguisamo Guevara de unas
ricas propiedades con las que complementaron la compra de la mencionada
estancia de Los Lules. Para ello impulsaron un pleito que se denió a su favor
9 Conformaban esta gran hacienda las estancias Gualcona, Cochuna, San Ignacio,
Quimilpa, las tierras de San Francisco o Guacra, La Viña, Duraznillo, Pozo del Cha-
ñar, Alipilan, Llapachin, Puesto de La Invernada, y las estanzuelas Silipica, Pozo de
Doña Luisa, El Rosario, San Antonio, Potrerillo y Maco. (AHT, Colección Padilla,
carpeta 24, f.113).
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fundándose en la desaparición de los pueblos indígenas de la zona, además
porque los beneciados con la primera merced, los Leguisamo Guevara, nun-
ca culminaron la legalización de aquella extensa propiedad (Robledo, 1996, p.
469), ni hicieron ocupación efectiva de la misma, situación muy común que
provocaba que se entregaran nuevas mercedes sobre tierras anteriormente
concedidas (López, 2015, p. 85). Con estos ejemplos se comprende mejor que
en el análisis de los derechos de propiedad se debe enmarcar los derechos en
el contexto jurídico en el cual se ejercían, atendiendo a los modos como se
eludían o se cambiaban las reglas (Congost, 2007, p. 57).
Dijimos que también la Orden de Predicadores detentó una importante
riqueza fundiaria en la jurisdicción. Su arribo a Tucumán fue tardío, pues
llegaron para hacerse cargo de parte de la obra de la expulsada Compañía de
Jesús y junto con ello se hicieron acreedores de algunos de sus inmuebles ur-
banos y rurales10. Así, por ejemplo, en 1781, luego de arduas diligencias se dio
posesión quieta y pacíca” a los dominicos de la hacienda jesuítica de San
José del Monte de Lules (AHT, Sección Administrativa, Vol. 9. fs. 404-405;
392-393 v., año 1781 y AHT, 2001, pp. 176-180).
Otro mecanismo a partir del cual las órdenes religiosas podían acceder
a la propiedad de la tierra eran las hipotecas. Los dominicos se beneciaron
de esta práctica, bastante extendida en San Miguel. En 1786 el maestre de
campo José de Figueroa detalló en su testamento la situación de su estancia
La Aguadita, hipotecada al convento de Santo Domingo:
… la tenía hipotecada al colegio de los misioneros de Lules y en su
dueño al padre superior por el principal (...) que deberán contarse desde
el otorgamiento de su Escritura mandando que el heredero a quien por
su legítima le tocara dicha Estancia reconozca este censo en ella y si no
hubiere heredero que con este cargo la admita, se venda dicha Estancia y
se pague lo habido… (AHT, Protocolos, Serie A, f. 168, año 1788)
El fundador del convento dominico tucumano, fray José Joaquín Pacheco
compareció aduciendo que “el nado maestre de campo tomó (...) la cantidad
10 El archivo dominicano local atesora un importante volumen de documentos rela-
tivos a las antiguas propiedades jesuíticas que les fueron adjudicadas tras su instala-
ción en Tucumán y que esperan ser estudiados para ampliar nuestros conocimientos
acerca de la temática.
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Bienes materiales, bienes espirituales. Propiedades eclesiásticas en San Miguel de Tucumán
de 800 pesos y sus réditos en todos sus bienes y como especial hipoteca” de la
estancia (AHT, Sección Judicial, Serie A, Caja 37, Expte. 4, año 1789). La ha-
cienda, ubicada a tres leguas al norte de la ciudad, “con más de dos leguas de
terreno, contiene un cañaveral de caña dulce y una quinta de diferentes árbo-
les frutales, todo con regadío y sus correspondientes casas. Ningún heredero
pudo hacerse cargo de la hipoteca y una parte del campo pasó a engrosar el
patrimonio de los dominicos, mientras que la otra parte salió a la venta “en
pública almoneda” unos años después, cumpliéndose la voluntad de Figue-
roa (AHT, Protocolos, Serie A, f.1-4, año 1802).
En 1810, don Diego Ruiz de Huidobro conesa que conoce y se hace car-
go de una deuda de su nado padre, don Julián Ruiz de Huidobro, por el
Potrero de El Rincón, que tenía hipotecado al convento de los Predicadores,
corporación que nalmente se quedó con las tierras (Ávila, 2003, p. 261).
De la orden de San Francisco se conservan escasas fuentes y el acceso a su
archivo está vedado para la consulta de investigadores. A pesar de ello encon-
tramos algunas referencias a sus propiedades rurales en el archivo local. Así
sabemos que las tierras de San Antonio de Padua en Atahona cerca de Simoca,
en el curato de Chiquiligasta, junto con su templo, que habían pertenecido a
los jesuitas pasaron a manos de los serácos tras la expulsión de la Compañía.
Los bienes adquiridos por las órdenes a través de todos los mecanismos
examinados, pasaban en manos de los consagrados a considerarse “bienes
espiritualizados, es decir que pasaban a formar parte del patrimonio de las
corporaciones eclesiásticas, quedando bajo su autoridad, saliendo del comer-
cio de los hombres, al estar prohibida su enajenación.
3. El clero secular
La sociedad de San Miguel de Tucumán colonial era pequeña, urbana
pero con fuertes vinculaciones en el ámbito rural, donde las familias de no-
tables poseían importantes fundos. Los miembros de la élite concentraban
estas riquezas a partir de diferentes estrategias, una de las cuales era el destino
del hijo varón en el sacerdocio. Con esto se buscaba asegurar la posición y
reputación ganadas a lo largo de la dominación colonial. Destinar un hijo a
la carrera eclesiástica permitía a la élite aanzarse en el poder y obtener lustre
social, pero si además ese hijo optaba por el clero secular tenía grandes pro-
babilidades de engrosar el patrimonio familiar, además de contribuir a evitar
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la dispersión del mismo como consecuencia de partición hereditaria. Es que
a los clérigos el acceso a una parroquia podía redituarles grandes benecios
económicos, no solo por sus ingresos en concepto de derechos parroquiales,
sino también por la posibilidad de control de la mano de obra que formaba
parte de su feligresía y el usufructo de los bienes parroquiales.
Que el hijo mayor fuera clérigo y no religioso era condición indispensable
para que esta estrategia funcionase, dado que los presbíteros eran alcanzados
por los benecios de la herencia y podían disponer libremente de sus bienes,
mientras los regulares estaban sometidos al control de sus comunidades (Di Ste-
fano, 1998, p. 36). Recordemos que el sistema castellano de transmisión del pa-
trimonio vigente durante la colonia establecía la división en partes iguales para
el cónyuge supérstite y los hijos, aunque daba la posibilidad de imponer legados
y mejoras, siempre en benecio de alguno de los herederos forzosos (Garava-
glia, 2009, p. 222). Así vemos a estos consagrados residiendo en sus heredades,
participando activamente en la explotación de las mismas o enajenándolas de
algún modo. De hecho, los sacerdotes seculares tuvieron una vital intervención
en el mercado de tierras local, comprando y vendiendo propiedades rurales. Los
ejemplos son numerosos. El presbítero, licenciado Pedro de Medina, vendió en
1697 a su sobrino el alférez Diego de Medina Palavecino una estancia y tierras de
pan llevar, llamadas San Luis, en Marapa, lindantes con el pueblo indio de Ma-
poca y las tierras de Acapianta, tierras que había adquirido por compra (AHT,
Serie A, Protocolo 3, fs. 273-274, año 1697 y AHT, 1945, pp. 258-260). Al año
siguiente, el sargento mayor Francisco de la Rocha vendió 20 leguas de tierra
sobre el río Yucuco, actual Medinas, pobladas con ganados mayores y menores,
casas, corrales y sementeras al maestro Simón González, cura y vicario del par-
tido de Chiquiligasta (AHT, Serie A, Protocolo 3, fs. 303-308, año 1698 y AHT,
1945, pp.292-296). En La ciudad arribeña (2003), Julio Ávila señala que el cura
Francisco Borja Aráoz vendió en 1808 la estancia llamada Ranchillos, situada a
unas dos leguas al naciente del río Salí, a Pedro Lobo (p. 266).
Su protagonismo en numerosos pleitos relativos a la propiedad de la tie-
rra, tan comunes a lo largo de las centurias estudiadas, es fruto de esa parti-
cipación activa. Muchas de estas disputas se habían originado en la posesión
de tierras entregadas en las primeras mercedes, cuyos límites eran impreci-
sos o habían sufrido los cambios en las disposiciones reales sobre la materia,
aunque también abundaron los conictos suscitados a raíz de acuerdos in-
formales de arrendamientos y la instalación de agregados (López, 2015, pp.
15
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Bienes materiales, bienes espirituales. Propiedades eclesiásticas en San Miguel de Tucumán
84-85). Este último parece haber sido el origen del pleito protagonizado por
el cura, presbítero Francisco de Acuña y Pezo, quien en 1713 compareció ante
las autoridades capitulares aduciendo que el capitán José de Aguirre estaba
ocupando las chacras del paraje Las Cañas, en la otra banda del río Salí, he-
redadas de su abuelo, por lo que solicitaba que se las desalojara a la brevedad
(AHT, Sección Judicial, Serie A, Caja 7, Expte. 35, año 1713).
Echando un vistazo a los nombres de los ordenados o en funciones du-
rante los siglos de la dominación hispánica, es clara la liación de la mayoría
de estos individuos al entramado familiar de la élite local, grupo privilegiado
que en San Miguel detentó el poder político –principalmente los cargos ca-
pitulares-, económico, funciones militares y contaron con un capital cultural
que les otorgó de manera indiscutida el lugar prominente dentro de la peque-
ña ciudad y los territorios de ella dependientes. Los vástagos de estas familias
que abrazaron el clero secular tenían a su cargo las parroquias o curatos.
El Concilio de Trento había establecido en sus cánones que para que un
varón se ordenara sacerdote debía contar con fuentes de ingresos sucientes
para asegurarle una vida decente. Posteriormente, los concilios americanos ex-
plicitaron que aquella decencia consistía en una renta ja, cierta y sobre bienes
(Taylor, 1999, p. 184). Por esta razón, en Tucumán, muchos sacerdotes dio-
cesanos habían sido beneciados con capellanías o patrimonios laicales que
proporcionaban la renta exigida.
La estrategia más implementada en Tucumán fue la de instituir patrimonios
laicales, que a modo de adelanto de herencia, se entregaban a un amante sa-
cerdote para que pudieran vivir con decencia. El patrimonio se componía, ma-
yormente, de viviendas urbanas, tiendas o cuartos de alquiler, tierras, chacras o
estancias. Tomamos por caso el de doña Catalina Gutiérrez, viuda del maestre
de campo don Josef de Ojeda que otorgó “para servicio de Dios” a su hijo don
Josef Sebastián de Ojeda un importante patrimonio que incluía un solar en la
ciudad y chacras de pan llevar, además de esclavos y ganado (AHT, Protocolos,
Serie A, Vol. 6, f.250, año 1764). Por su parte, don Miguel de Aráoz y Catalina
Sánchez de Lamadrid fundaron para su hijo Bernabé Aráoz un patrimonio lai-
cal compuesto, entre otros bienes, por un potrero, corrales y una estancia en la
otra banda del Salí (AHT, Protocolos, Serie A, Vol. 6, f. 289, año 1770).
También podía ocurrir que el benecio fuera en carácter de “patrimonio
para ordenación” que se otorgaba para costear gastos de manutención durante
los estudios o bien como congrua para recibir órdenes mayores y hasta conse-
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Estela Calvente
guir un mejor benecio, tras lo cual los bienes regresaban a la familia (Caretta de
Gaun, 1999, p. 92). En 1780 don Ignacio Alurralde impuso patrimonio laical
en favor de su hijo Juan Francisco Javier Alurralde, clérigo de órdenes menores,
con el ánimo y deliberación de que reciba órdenes sagrados hasta presbítero
(AHT, Protocolos, Serie A, Vol. 8, f.5 v. año 1780). El patrimonio incluía dos
tiendas de alquiler, un potrero en el valle de Choromoros llamado Monserrate,
el cual se rentaba para invernar mulas o vacas para su venta en el Perú.
Estas prácticas implementadas por la élite, más allá de sus nes piadosos,
contribuían a evitar la dispersión del patrimonio familiar, puesto que en deni-
tiva, los bienes afectados retornaban al tronco familiar si el beneciado fallecía
sin herederos forzosos u obtenía una mejor congrua.11 Por esta razón, lo men-
cionado hasta aquí respecto a los clérigos, invita a considerar la posibilidad de
encuadrar estas prácticas dentro de lo que se ha denominado “circuitos de re-
constitución” de los patrimonios familiares, perspectiva explorada por la histo-
riografía francesa en los estudios de los sistemas igualitarios de transmisión de
herencias (Déroet y Goy, 1998, p. 23). Según esta línea de estudios, tras el des-
membramiento de los patrimonios familiares en virtud de las leyes de herencia
(en nuestro caso, el derecho castellano), seguía un proceso de reconstitución
que podía operar sobre las mismas bases o sobre otras diferentes. Atendiendo
a ésto, el que el sacerdote pudiera heredar bajo las mismas condiciones que sus
hermanos dentro del grupo familiar, permitía que la porción de bienes que le
tocaba volviera a la familia tras su fallecimiento y con ello se produjera, al me-
nos en parte, la reconstitución del patrimonio familiar sobre sus mismas bases.
Pero además, el consagrado podía adquirir nuevos bienes a través de diversas
vías, y ello contribuía a recomponer el patrimonio, aunque a partir de una base
diferente que nalmente también favorecía a su parentela.
La capellanía, en cambio, era una obra pía que no implicaba el retorno
de los bienes recibidos a la familia del sacerdote, pues se trataba de una fun-
dación a perpetuidad12. Tal vez por esta razón la fundación de capellanía fue
11 En nuestra aproximación al tema no prestamos atención a qué proporción de los
bienes familiares se legaba como patrimonio laical, aspecto no menor si considera-
mos, siguiendo a López (2015), que para evitar la división patrimonial, era común
recurrir a estrategias tales como “la de concentrar en el primogénito o en algún here-
dero privilegiado el grueso del conjunto de establecimientos rurales” (p. 82).
12 Las capellanías eclesiásticas o “colativas” eran fundaciones de carácter perpetuo
que requerían la aprobación de la autoridad eclesiástica y se consideraban “espiri-
tualizadas”, con derecho a que el poseedor o capellán posea perpetuamente o de por
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Bienes materiales, bienes espirituales. Propiedades eclesiásticas en San Miguel de Tucumán
escasamente implementada por la élite tucumana. Algunas de las que exis-
tieron estuvieron vinculadas a propiedades rurales, a cambio de que el be-
neciado rezase misas en sufragio del alma de su benefactor, quien podía o
no ser un pariente. O también podría suceder que un matrimonio sin hijos
fundara una capellanía a favor de sobrinos. Fue el caso del matrimonio com-
puesto por don Juan del Campo y doña Juana de Medina, quienes instituye-
ron capellanía perpetua para que a título de ella se ordenara el pariente más
próximo. De este modo resultaba una inversión que estimulaba más tarde el
surgimiento de nuevas vocaciones. En este caso se dispuso que el capellán
fuera patrón de la estancia La Reducción con todos sus edicios, plantas, ape-
ros, animales y esclavos (AHT, Protocolos, Serie A, Vol. 14, f.15, año 1799).
Algunas de las capellanías instituidas fueron fundadas por sacerdotes,
como la creada por el Dr. Miguel Sánchez de Lamadrid, cura rector de la igle-
sia Matriz y presidente de la Junta de Temporalidades, en favor de su sobrino
Francisco Borja Aráoz, sobre una estancia en la otra banda del río, ganado y
una esclava. A esta capellanía se sumaba el patrimonio laical instituido por los
padres del joven para que “reciba los santos órdenes hasta presbítero (…) para
que con ellos tenga congrua y sustentación necesaria y la decencia que requiere
el estado de clérigo” (AHT, Protocolos, serie A, Vol. 8, fs. 32, año 1780).
4. Consideraciones nales
La campaña de la jurisdicción de la ciudad de San Miguel de Tucumán,
escasa en extensión y densamente poblada, ya presentaba durante el dominio
hispánico una importante fragmentación de la tierra, con predominio de la
tenencia en propiedad, derecho del que también gozaron los miembros del
clero local y sus corporaciones, quienes integraron el universo de propieta-
rios locales, detentando la mayor parte de las tierras productivas.
En el caso tucumano la conformación de los patrimonios fundiarios del
estado eclesiástico comenzó tempranamente, a nales del siglo XVI y se ex-
tendió hasta nes del período colonial, con especial énfasis desde la década
de 1760. Fue a partir de su intervención directa en el mercado inmobiliario, a
vida sus bienes dotales, percibiendo sus frutos, mediante la obligación de cumplir las
cargas impuestas en la fundación, que eran de naturaleza espiritual. Dichas cargas
consistían en el rezo de un determinado número de misas, aniversarios o novenas en
sufragio del alma del fundador. Se fundaban siempre para la ordenación a clérigos.
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las donaciones intervivos y de cláusulas testamentarias de los eles e incluso
por mera apropiación, que las órdenes regulares conformaron sus patrimo-
nios que también ampliaban las posibilidades de los benefactores de ver re-
tribuida su generosidad por la concesión de diferentes benecios espirituales.
En tanto, los clérigos gozaron de todas las posibilidades establecidas por
la legislación vigente en lo relativo a la herencia, pudiendo gestionar los bie-
nes heredados y acrecentarlos en pie de igualdad con los laicos de su feligre-
sía. Además, podían ser favorecidos con propiedades incluidas en capellanías
o patrimonios laicales que les aseguraban la decencia exigida para ejercer su
ministerio.
Todas las vías de acceso a las propiedades por parte de los consagrados
respondían a aquella lógica inherente a la mentalidad de las sociedades anti-
guorregimentales, de fundamentos trascendentes y atravesadas en todos sus
aspectos por los preceptos del catolicismo.
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5. Anexo: mapas
Mapa 1
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Mapa 3
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